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Transformaciones y variantes en el melodrama arnichesco

Mª Victoria Sotomayor Sáez


Universidad Autónoma de Madrid



La obra de Carlos Arniches viene a ser un mosaico de formas que, bajo el sello de unidad de su personal e inconfundible estilo, contiene una diversidad notable de géneros y estructuras. Algunas, claramente distintas entre sí: el enredo, la tragedia grotesca, la revista, la comedia burguesa o la intrascendencia de la opereta frente a la lección moral de las obras montadas sobre un contraste o dualidad, tan frecuentes y de variada realización. Otras, aun teniendo un parecido mayor, son igualmente identificables y distintas: las obras de viajes, las construidas en torno a un tipo (los frescos, por ejemplo), las de orientación costumbrista o los melodramas. Todas ellas componen el variopinto entramado de esta amplia producción.

De entre tal variedad, el melodrama es un género presente en casi toda la vida productiva de Arniches. Convertido, en ciertos momentos, en su bandera y marca de identidad, es el género con que, sin duda, mejor llegó a dominar los mecanismos para una recepción positiva, porque, gran conocedor de su propio público, sabía manejar hábilmente los resortes de su emoción y sus sentimientos.

Es, además, la forma dramática en la que Arniches cifra su aportación personal dentro del clima homogéneo, por fuertemente codificado, del género chico. Así lo declara en la entrevista que, muchos años después, publica Pedro Massa en las páginas de Heraldo de Madrid.

-Díganos, D. Carlos, ¿qué juicio le mereció el teatro de 1890, el teatro de sus comienzos?

-De una candidez inefable, escaso de contenido, inocente. Imperaban entonces en la escena Vital Aza y Ramos Carrión, con sus juguetes y arreglos de obras francesas. Pina Domínguez y Fiacro Iráyzoz también aportaban lo suyo. A mí me parecía toda aquella labor -que hacía, no obstante, las delicias del público- ingenua. Le faltaba pasión, humanidad, vida, justamente lo que yo me propuse insuflar en la mía. Como es natural, chocaron mis primeros ensayos. Se dijo que mis obras eran melodramas comprimidos. Le confieso que todavía no he podido averiguar el sentido de tal calificación1.


En efecto. Tras un inicial periodo de aprendizaje, en el que su integración en el mundo del teatro se lleva a cabo a través de los géneros más codificados (revistas, enredos, zarzuelas de viajes, etc.) , el estreno de El santo de la Isidra, en 1898, supone un señalado hito en su trayectoria. La pugna amorosa entre dos pretendientes como vehículo para expresar un contraste de valores, en un marco popular que le da sentido y realidad, se convierte en el soporte dramático de una serie de piezas que dominan la producción de los dos últimos años del siglo. Y será en La fiesta de san Antón, un remedo de El santo de la Isidra escrito a la sombra de su éxito, donde introduzca el elemento sentimental y emotivo con que infundir a sus creaciones ese soplo de pasión y humanidad, capaz de dar, en palabras del crítico Ricardo Blasco, «mayores vuelos a las obras destinadas a vivir en los límites del género chico»2. A partir de este momento, los críticos más conocidos empiezan a usar el antedicho término, «melodrama comprimido»: tanto Laserna, en El Imparcial, como Blasco en La Correspondencia, coinciden en calificar con él a esta pieza, que ambos consideran un intento fallido.

Sin embargo, el clamoroso triunfo de La cara de Dios, un año más tarde, consagra definitivamente el valor dramático de lo sentimental y la capacidad de Arniches para conmover en una construcción sólida y ajustada. Lo cómico queda relegado a un segundo término con la función de compensar y equilibrar lo sentimental. Se inicia así una línea dramática que en los años siguientes se mostrará especialmente fértil y productiva: el melodrama. Con él, Arniches, el maestro en hacer reír, llega a serlo también en conmover, e incluso en ambas cosas a la vez. Los críticos, en referencia a La cara de Dios, hablan claramente de melodrama, sin que esto signifique censura alguna; antes al contrario, afirma Blasco:

Creo firmemente que pocas cosas hay tan difíciles de hacer como un buen melodrama, y no me violento en lo más mínimo al afirmar que para componer uno que reúna tan estimables cualidades como La cara de Dios, son indispensables dotes excepcionales de autor dramático, de observación y de sentimiento3.


El cultivo del melodrama, de procedencia neoclásica y franco-italiana, supone un alejamiento de la tradición española de donde procede el género chico4; rompe el vínculo que le unía con el teatro breve del XVI y XVII, esencialmente volcado hacia lo cómico. Su relación, de una parte, con la música italiana (a la que Rousseau, creador, según Subirá, del melólogo, considera ideal para este género), y de otra, como afirma Pavis, con la ideología burguesa surgida de la revolución en la Francia de finales del siglo XVIII [Pavis, 1983: 305], acredita la condición foránea de un género que Arniches va a cultivar pero, eso sí, con una serie de adaptaciones que le darán fisonomía propia: al tiempo que le dota de un acusado sentido ético, introduce materiales de naturaleza diversa -costumbristas, ideológicos, técnicos, cómicos- con los que asegura su vinculación con el sainete. Se distancia así de los melodramas al uso, de trama sensacionalista, exceso de sentimiento y situaciones extremadas y sangrientas (derivadas no tanto del texto cuanto de los efectos y trucos escenográficos), que hacían las delicias del público del Novedades y que tenían en Rambal uno de sus más destacados representantes5.

Es necesario, por consiguiente, definir cómo son los melodramas de Arniches: cuál es su armazón primaria, cuáles sus posibles transformaciones, y qué variantes y elementos dan cuerpo real a esta estructura hasta convertirla en un género paradigmático del modo de hacer de nuestro autor. El melodrama arnichesco se organiza sobre tres personajes, que realizan tres funciones básicas: el agresor, que causa un daño; la víctima que lo sufre, y el protector, que trata de reparar el daño y ayudar a la víctima. Tres elementos nucleares que se pueden reconocer en cualquiera de las numerosas piezas de esta clase: desde Alma de Dios a La sobrina del cura, desde La hora mala a El último mono o El chico de la tienda, en Rositas de olor, El hombrecillo o cualquier otra.

Así, la agresión sufrida por Eloisa en Alma de Dios, realizada en forma de calumnia que deshonra por Irene y Marcelina para ocultar la culpabilidad de la primera, necesita una reparación en aras de la verdad y la justicia: de ello se encargará Ezequiela, la protectora, que se constituye en el centro de gravedad de la obra. El mismo deseo de justicia es el que guía a don Froilán, el padre Pitillo, cuando defiende a Rosita, deshonrada por el fatuo hijo del cacique; otras veces es la compasión por la víctima lo que incita a la protección, como en Los granujas; o el amor, como en La pena negra o El último mono, obra donde, además, se produce una compleja interrelación de agresiones y ayudas entre los diversos personajes.

Sobre la base de estas funciones, la organización dramática de los melodramas se articula, asimismo, en tres fases:

  1. Presentación de la víctima y planteamiento de la agresión.
  2. Consecuencias de la agresión. Acción defensiva y vinculante del protector.
  3. Reparación del daño.

Una estructura elemental y clásica, que responde a la habitual fórmula problema-solución, común a otras formas dramáticas; sólo que, en este caso, se enfatizan los aspectos sentimentales del problema para conmover al espectador mediante el patetismo, la injusticia, la ingratitud, el dolor o la humillación.

En sentido estricto, tal estructura no varía ni se modifica en sus aspectos esenciales a lo largo de su producción; pero sí hay notables diferencias en la forma de tratamiento de cada una de las partes y en el papel concedido a los personajes nucleares.

Los primeros diez años del siglo XX son el periodo de mayor producción de melodramas (doce obras pueden calificarse como tales). Los años diez, en cambio, sólo contienen una obra de estas características: La sobrina del cura, de 1914. Otros siete melodramas en los años veinte y tres más en el periodo final, de 1930 a 1943, constituyen el corpus sobre el que realizar el presente análisis, además de las iniciales, y ya mencionadas, La fiesta de San Antón y La cara de Dios, que son los primeros ejemplos de esta orientación dramática.

En su primera formulación, el melodrama supone un indudable progreso en la trayectoria de Arniches, en cuanto que propone conflictos de plena naturaleza dramática. Mientras que en la mayoría de las obras anteriores (enredos, revistas, zarzuelas aldeanas o de viajes) no hay, en realidad, conflicto, o no tiene otro valor que el de mero trámite para montar el equívoco y las situaciones cómicas, los problemas ahora planteados van a ser el auténtico motor de la trama. Problemas, desde luego, encaminados a tocar la fibra sentimental del espectador: el recién nacido abandonado en un portal, la soledad del anciano, el viejo maestro de escuela agredido en sus afectos más íntimos, la difamación y la deshonra de una pobre muchacha que se resigna y calla por gratitud...Todo un muestrario de experiencias problemáticas que siempre implican la existencia de víctimas: seres débiles e indefensos cuya desgracia desencadena en el público un irracional mecanismo protector y compasivo, ajeno a toda suerte de consideración lógica.

Tras el conocimiento de la víctima, una serie de escenas muestran las consecuencias de esa agresión o problema inicial. Es aquí, en el cuerpo central de la obra, donde se perfila la figura del protector, que, con su acción defensiva, atraerá hacia sí la solidaridad de otros, en su empeño por restablecer la justicia y reparar el daño a un personaje incapaz de defenderse por sí mismo. Su papel catalizador de emociones e intensificador del sentimiento es de tal envergadura que le convertirá en el verdadero protagonista de la obra: así ocurre con Ezequiela, en Alma de Dios, Cañamón, en Los granujas, Angelita, en El maldito dinero o Perico, en Los chicos de la escuela. Su intervención, además, ordena la del resto de los personajes, que suelen distribuirse en dos grupos: los que apoyan a la víctima y los que, de forma directa o indirecta, ocasionan su desgracia. Los dos grupos habituales en un melodrama, uno de cuyos atributos distintivos es su palmario maniqueísmo. Como afirma Pavis, «...los personajes, claramente divididos en buenos y malos, no tienen la más mínima elección trágica, están modelados por buenos y malos sentimientos, por certezas y evidencias que no sufren contradicción alguna» [Pavis, 1983: 305].

Hay que advertir, no obstante, que, aun sin separarse en lo esencial de este esquema, no hay en Arniches equilibrio entre ambos grupos, y el maniqueísmo aparece bastante matizado. Porque, además de constituir una exigua minoría, los supuestamente malos no suelen serlo realmente: sólo son unas víctimas más de la ignorancia, la vergüenza, el miedo o la inseguridad en sí mismos. Es lógico, pues, que en la dinámica que origina el protector, los agresores pasen por distintos momentos, que van desde la hostilidad declarada y violenta, hasta el remordimiento y la mala conciencia:

IRENE.-  ¡Ay, madre, y pa este vivir desasosegao e inquieto hemos hecho lo que hemos hecho!

MARCELINA.-  Yo too ha sío por ti, hija mía; por tu felicidad, ya lo sabes.

IRENE.-  Sí, sí, madre, lo comprendo; pero ya ve usté la felicidad: remordimientos y sobresaltos. Yo estoy rendía; yo así no puedo vivir...


(Alma de Dios, 40)                


Cuando se ha concitado la mayor proporción de adversidades para la víctima, en un proceso de intensificación muy propio de la dramaturgia arnichesca, sobreviene el desenlace, que no es otra cosa que la reparación de la injusticia, el re conocimiento de la culpa o la rectificación de conductas equivocadas. Reparación que no supone necesariamente un final feliz, lo que también distancia a estas piezas de las anteriores. Incluso el punto final del conflicto puede ser aún más patético que su comienzo, porque se ha agotado la esperanza. Es lo que ocurre, por ejemplo, en El puñao de rosas, cuando Tarugo renuncia al amor de Carmen, o en La pena negra, cuya coplilla final hace evidente la angustia de la desesperanza:


¡Es la penita más grande
querer y que no te quieran;
quien quiere sin esperanza
conoce la pena negra!


En suma, los melodramas de los diez primeros años del siglo tienen como rasgo distintivo la sobredimensión del protector, que puede llegar a oscurecer a la propia víctima y a su conflicto.

La sobrina del cura, en la década siguiente, responde a estas mismas características. Sin embargo, no se puede dejar de lado una importante modificación: en su acción defensora y altruista, el protector se convierte en víctima y es objeto de agresiones aún más duras que las recibidas por la víctima primera. No ocurría esto con Ezequiela, ni con Cañamón, Perico, Angelita o Doroteo, ni tampoco con otros protectores algo menos significados, como los de La noche de Reyes o La canción del náufrago. Y ello porque, en este caso, sobre la estructura de melodrama que aparentemente organiza la obra, se superpone otra de signo ideológico que pretende ir más allá de lo que el simple argumento sugiere, al enfrentar el poder del dinero con el poder de la razón y la justicia (en las personas del cacique y el cura) y sacar de ello una lección moral. En todo caso, la aparición de una nueva víctima exige la presencia de otro protector, y será Tomasón quien asuma este papel.

Han trascurrido ocho años cuando estrena, en 1922, La hora mala, en el teatro Eslava, dirigido a la sazón por Gregorio Martínez Sierra. Con esta, da inicio a una nueva serie de piezas de corte melodramático, en la época en que su capacidad creadora alcanza la plenitud. Es la época de las tragedias grotescas y de los mejores sainetes y comedias: la época de Es mi hombre, de La chica del gato, La heroica villa y Para ti es el mundo, entre otras. Y la construcción del melodrama se aborda ahora de forma distinta.

La veta sentimental se manifiesta en un cuidadoso y detenido desarrollo de la primera parte de la estructura, es decir, la presentación de la víctima y su problema, así como en un complejo entramado de situaciones que desplazan las tres funciones esenciales de un personaje a otro. Las piezas en un acto de los primeros años, con su exigencia de síntesis y concisión, no podían sino presentar conflictos lineales y simples, en términos de todo o nada; se excluía cualquier atisbo de antecedentes, justificaciones o matices que pudieran llevar a una racionalización, limitándose a presentar el problema puntual y concreto, aunque fuera enmarcado en una atmósfera costumbrista o cómico-trágica capaz de reforzar el emocionalismo. Pero ahora, la amplitud de los dos o tres actos permite otro juego dramático, que Arniches orientará, sobre todo, al conocimiento de la víctima y su problema.

La primera fase de la estructura es la que recibe un tratamiento más dilatado, porque es necesario crear el marco y circunstancias en las que la víctima adquiere tal condición. La función inequívoca de estas primeras escenas es la de subrayar la extrema debilidad de la víctima para aumentar el efecto conmovedor de la agresión. Sin duda alguna, quitarle el novio a una muchacha es mucho más sangrante si esta es una joven desgraciada y maltratada, como Eulalia o Nati, que si es atractiva, feliz y fácilmente amada. Igualmente, en El último mono, la condición de huérfano de Bibiano, víctima de malos tratos, abandonado, torpe e infeliz, multiplica el efecto doloroso de los golpes y burlas crueles que recibe en la tienda de Nemesio. De ahí la insistencia en el detalle, el relato de la vida, la abundancia de escenas preparatorias.

La de víctima se constituye ahora en la función esencial, en tanto que el protector, antes tan decisivo y nítidamente perfilado, queda desdibujado o reducido a funciones secundarias porque, y esta es otra apreciable novedad, la víctima a sume su propia defensa. Ya no es aquel ser débil e incapaz de reaccionar que conocimos en los años diez; sigue siendo débil, pero su propia debilidad es la fuerza poderosa que le empuja en su defensa hasta lograr la necesaria reparación. Bibiano, en la obra mencionada, y más tarde Juan, en Yo quiero (1936), son dos ejemplos perfectos de esta clase de víctimas.

Así pues, y en coherencia con un proceso que afecta a la totalidad de la obra arnichesca, en virtud del cual el problema humano individual se convierte en el objeto de la obra frente a la colorista y estereotipada atención a la colectividad de las primeras épocas, la función víctima se desarrolla e impone en detrimento del personaje protector, creciendo paralelamente el efecto de la lección moral.

Hasta tal punto es así, que las mismas agresiones llegan a quedar, a veces, difuminadas, ya que se presentan como conductas habituales y su efecto se diluye en un tiempo extenso. Lo que importa no es tanto el hecho material de la agresión, sino que haya alguien a quien se perciba como víctima. Las conductas de Milagros con su hermana Pepita (La cruz de Pepita) o de Manolo con Amparo o Adrián (El señor Adrián el primo), son continuamente agresivas, como consecuencia de un modo de ser habitual que sólo en un determinado momento llegará a hacerse insostenible, cuando la víctima agote su capacidad de resistencia.

Por otra parte, los tres actos, además de un mejor conocimiento del protagonista-víctima, permiten una mayor complicación del sistema de agresiones/defensas en que consiste un melodrama. Un buen ejemplo de ello lo tenemos en El último mono, donde la existencia de varios conflictos (o, lo que es lo mismo, varias agresiones) supone que un mismo personaje realice funciones distintas en cada uno de ellos, de forma que aparezca, al mismo tiempo, como víctima y protector.

El esquema básico:

AGRESOR - VÍCTIMA
PROTECTOR

llega a tener cuatro realizaciones distintas, como puede verse en el gráfico I; y, en todos los casos, se enfatiza la condición de víctima, sea cual fuere el personaje que ocupa la casilla.

En los diez últimos años de su vida, Arniches entra por el camino de la reiteración en las formas y de la tolerancia y comprensión de lo humano en los temas. Las dolorosas circunstancias personales y familiares acrecientan su sentido religioso, que ahora se hará presente de forma ostensible como salida y refugio, como razón de la verdad y fundamento de la justicia.

En una producción marcada por la homogeneidad y por el peso de lo sentimental, que tiñe la mayoría de las piezas de este tiempo (en particular, las escritas a partir de 1936), el melodrama será la estructura de más fácil identificación, aunque sólo se encuentre en tres obras: Yo quiero (1936), El Padre Pitillo (1937) y El hombrecillo (1941).

Las tres coinciden en un hiperdesarrollo de la función protectora, pero asumida siempre por la víctima. La prolija dedicación a los antecedentes y rasgos de este personaje, propia de la serie anterior, se sustituye ahora por una atención a sus reacciones cuando ya se ha producido la agresión, es decir, a su acción defensiva. Incluso la agresión se ha producido ya cuando comienza la obra, como ocurre en Yo quiero, donde Juan se presenta en las primeras escenas como protector de su madre y de sí mismo frente al abandono de que fueron objeto por parte de don Cecilio, para conseguir la reparación del daño.

El desarrollo dramático de esta acción protectora consiste en un continuo juego de ataques y defensas, en el que un primer y aparente triunfo del mal subraya la desgracia que atenaza a estos sujetos débiles y humildes para revalorizar su triunfo final:

Por ese cariño le he visto temblar de frío, desfallecer de hambre, humillarse al ultraje, sonreír a la burla... Todos contra él, y él con su cariño adelante, alegre, resignao, fuerte como un chaparrillo duro [...] Él enseña que un cariño verdadero y una voluntá firme son la fuerza del mundo.


(Yo quiero, 95)                


El emocionalismo religioso se constituye en la auténtica piedra de toque de la ejemplaridad del protagonista, de modo especial en El hombrecillo.

De esta forma, se puede comprobar cómo, a partir de una estructura única y que, ciertamente, no admite muchas variaciones, puesto que el desenlace viene impuesto y los personajes tienen su camino marcado, Arniches produce, a lo largo de 45 años, una amplia gama de piezas que varían según las partes y elementos de esa estructura que resulten enfatizados. Esto va marcando una trayectoria que, en su afán por representar lo humano, parte de planteamientos colectivos y coloristas, alcanza su madurez cuando consigue crear seres humanos de conmovedora realidad, y culmina cuando el sentimiento y la emoción se adueñan de la obra de quien ya se encuentra en la última vuelta del camino.

Ahora bien: la estructura melodramática aparece con frecuencia combinada con otros elementos que dan lugar a una serie de variantes o estructuras mixtas. Rara vez el melodrama arnichesco lo es en estado puro, y quizá en esto consista su peculiaridad. Las palabras de Enrique Rivas respecto al tono y características del género imperante en el Novedades, en los años de más abundante producción de Arniches en esta línea, pueden servir de referente para apreciar las formas específicamente arnichescas:

...podrás ver cómo salen con los ojos llorosos, el corazón angustiado y los nervios en punta...6


Muy al contrario, Arniches compone sus melodramas sobre la integración de elementos diversos, tanto en lo que atañe a la organización interna de la pieza, como a la creación de personajes o los recursos empleados para dar forma definitiva a la trama.

Un primer caso de este sistema de variaciones son las estructuras mixtas de melodrama y pugna amorosa, frecuentes en los primeros años del siglo. La pugna amorosa es una composición (cuyo primer exponente es El santo de la Isidra) basada en la lucha de dos pretendientes por un mismo sujeto amado, con la carga significativa de un claro contraste de valores y la inclusión en un imprescindible ambiente popular. Obras como La noche de Reyes, Doloretes, La canción del náufrago, El puñao de rosas o La divisa, responden a esta estructura; pero, al mismo tiempo, la existencia de una víctima y un protector, asegura su condición melodramática, junto con el uso de un acusado emocionalismo y, en muchos casos, ausencia de final feliz.

Un elemento cada vez más necesario a medida que se consolida la obra de nuestro autor, es el costumbrista madrileño. Las composiciones mixtas de melodrama y sainete parecen contener lo más genuino de la dramaturgia arnichesca, que consiste en esa especial habilidad para mezclar la risa y la emoción, y sacudir al espectador, sucesiva o simultáneamente, por el efecto cómico, el ingenio y la burla y por la pasión conmovedora de sus sentimientos. La crítica del momento no deja de recordar, una y otra vez, esa capacidad, como hace, entre otros muchos, J. del C. a propósito de La sobrina del cura:

¿En qué consiste el secreto de tantos y tan ruidosos triunfos como los obtenidos por Arniches? A nuestro juicio, en la habilísima fusión de las notas cómica y sentimental, fusión que nadie realiza tan admirablemente como él en escena7.


Rositas de olor, El tropiezo de la Nati o El señor Adrián el primo, son otras tantas manifestaciones de esta variante, donde lo sainetesco y lo melodramático se funden en un equilibrio que, en cuanto fusión de vivencias contrapuestas, puede considerarse un cierto anticipo de lo grotesco.

El melodrama combina también con las estructuras duales mediante las que Arniches expone modelos de conducta. Son estas unas obras organizadas en dos fases: en la primera, se muestra la conducta negativa, el antimodelo, y se hace ver la infelicidad y el dolor que produce; en la segunda, se propone el modelo a seguir, demostrando que esa forma de ser es la garantía de una vida feliz. Esta arquitectura de contraste se combina con la melodramática de agresión y defensa en piezas como El camino de todos o D. Quintín el amargao, obras donde la peripecia dramática se orienta claramente a la lección moral que se contiene en la reparación del daño.

La actitud comprensiva y tolerante hacia la debilidad humana que se aprecia en el último tramo de la vida de Arniches, convierte estas dualidades entre lo malo y lo bueno en un contraste entre lo que hay (imperfección, debilidad, intransigencia) y lo que se desea. Errores achacables a la débil naturaleza humana y a las presiones sociales, impiden un desarrollo armónico de la persona. La avaricia de Miseria, la obsesión por la verdad en don Verdades, o la estéril pretensión aristocrática de Leonor son debilidades que provocan conflictos y situaciones perturbadoras donde el individuo no es feliz; y para desarrollar esta situación problemática, Arniches utiliza los recursos del melodrama, más acentuados si cabe en la resolución del conflicto. El niño que, con su inocencia, es capaz, finalmente, de conmover a Miseria en la última escena de la obra, viene a ser el mismo que en La noche de Reyes impide que el despechado Andrés mate a la infiel Lucía; la soledad de un anciano como don Verdades, transformada en ilusión de vivir por la juventud y alegría de Rosita, ya la conocimos en El hurón, pequeño entremés de 1908, donde don José y Teresita desempeñaban estos mismos papeles y conmovían mediante los mismos recursos. Porque a Arniches, que vuelve sobre sus pasos y utiliza resortes de su propia cantera, sólo parece preocuparle la necesidad de tolerancia, generosidad y comprensión.

En conclusión, el constante recurso a lo sentimental, que incluso llega a ser la piedra angular de ciertas arquitecturas teatrales; la expansión de esta estructura hasta afectar a otras de signo distinto, así como la constante integración de recursos de naturaleza diversa, hacen necesario equilibrar la imagen del Arniches cómico con la del Arniches capaz de emocionar; porque es, precisamente, la fusión de ambos elementos lo que define su personalidad dramática, que en la creación de lo grotesco alcanzará su expresión más lograda.

Gráfico






Obras citadas

ARNICHES, C. y GARCÍA ÁLVAREZ, E., Alma de Dios, Madrid, S. A. E., R. Velasco, 190.

ARNICHES, C., Yo quiero, Madrid, col. La Farsa, n.º 447, 1936.

PAVIS, P., Diccionario del teatro. Dramaturgia, estética, semiología, Barcelona, Paidós, 1983.



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