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Tratado elemental de astronomía física

Jean Baptiste Biot



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ArribaAbajoPrólogo

La traducción de la presente obra era una necesidad para nuestro país. Cuando tanto se hace sentir la escasez de buenos libros elementales que puedan preparar a la juventud española al estudio de las ciencias, no era ciertamente la menos lamentable la carencia de uno que tuviese por objeto la enseñanza de la Astronomía, la más perfecta de todas las de observación, la que mayormente resplandece por la exactitud e importancia de sus teorías, la que mejor manifiesta hasta dónde es capaz de alcanzar el saber humano. En las naciones extranjeras, y particularmente en Francia donde nadie ignora cuán grande es el desarrollo que recibe la instrucción pública, existían varios de estos libros de un mérito reconocido que, vertidos a nuestro idioma, podían suplir la falta de que se trata, ya que no pocas causas se oponen por ahora a la publicación de obras originales susceptibles de llenar el apetecido objeto. Restaba pues únicamente optar por aquel que mejor llenase las condiciones de claridad y extensión convenientes para todo tratado elemental en que, a la par que se inaugura en el conocimiento de la ciencia sobre que versa, es menester mostrar el camino de profundizar en ella y elevarse, si se quiere, a los más altos conceptos de la misma.

Ningún libro de esta clase nos ha parecido que reunía en mayor grado estas circunstancias que el Tratado elemental de Astronomía Física de M. Biot, obra conocida y justamente apreciada por el mando sabio. Entre todos los que conocemos especialmente destinados a la enseñanza de esta ciencia, no hay a nuestro entender otro en que se den un lugar más proporcionado a la exposición de sus principios, ni se despleguen mayor orden y claridad en ella. A lo que hay que agregar la circunstancia de ser la obra más reciente sobre la materia, y por consiguiente la que se encuentra a mayor altura de los conocimientos del día; sobre todo en su tercera y última edición, aún no acabada de salir a luz, que es la que se ha tenido presente para la traducción que ahora se ofrece al público.

Esta traducción, debemos advertirlo, no es una traducción literal. Hemos creído que sería desconocer las verdaderas necesidades de la enseñanza en España el traducir íntegros los cinco gruesos volúmenes de que consta la obra en la lengua original. Un libro tan dilatado no era a propósito para servir de texto en ninguna asignatura y además habría contenido materias que, cualquiera que sea su importancia, traspasan los límites elementales y sólo pueden ser objeto de ulteriores estudios. Una y otra consideración debían tener mayor fuerza en nuestro país en que, como es sabido, las ciencias empiezan a cultivarse ahora, y las ideas y conocimientos científicos no adquieren el desarrollo que en otros pueblos. Así que nos hemos decidido por una versión libre en que, conservando íntegramente el texto del autor en su parte esencial, hemos omitido lo que en rigor podía pasar por accesorio, y a que el mismo ha dado lugar muchas veces bajo la forma de notas o adiciones. También hemos prescindido de aquellas materias que, aunque íntimamente ligadas con la Astronomía, deben mirarse como extrañas a ella y ser objeto de una enseñanza particular. Por el contrario, hemos puesto algunas notas e ilustraciones siempre que nos ha parecido que lo exigía así la sobriedad del texto, y también para suplir en cierta manera a las omisiones mencionadas, hechas en interés de la juventud estudiosa de España.

Si por este medio hemos conseguido nuestro objeto, a saber, que esta última posea la apreciable obra de M. Biot bajo la forma y contextura más convenientes para sacar provecho de ella, estaremos suficientemente pagados de nuestro trabajo.

Madrid 1.º de enero de 1847.






ArribaAbajoLibro primero

La Astronomía, filosóficamente mirada, puede proponerse como el modelo y guía más seguro de todas las ciencias que tienen por objeto el estudio de la naturaleza.

Más antigua que todas ellas, toda vez que se siguen sus pasos en las primeras edades de las sociedades humanas, ofrece la historia más completa e instructiva de las tentativas, esfuerzos y adelantos en virtud de los cuales alcanza el hombre el descubrimiento de las verdades naturales.

Más perfecta y precisa también, presenta una serie de métodos y de teorías que pueden acomodarse con gran ventaja a las demás ciencias de observación. Y no obstante, no es menos digno de notarse que todos estos resultados tan ciertos, vastos y sublimes han debido obtenerse por las indicaciones del solo sentido de la vista.

Pero esta aparente y casi paradójica desproporción entre la inmensidad de los descubrimientos astronómicos y la debilidad del órgano que ha podido llegar a ellos, no sorprende cuando se conoce la extremada sencillez y la perfecta regularidad de los fenómenos a que se aplica la Astronomía: dos circunstancias nacidas de que los cuerpos celestes se mueven por las profundidades del espacio sin obstáculo sensible, casi como simples puntos materiales e infinitamente remotos unos de otros y describiendo sus eternas órbitas en un vacío perfecto.

El estudio de los movimientos celestes ha podido ser preciso por su sencillez; así que la Astronomía es una ciencia de precisión cual ninguna. Sus medios y sus instrumentos alcanzan en los cielos a magnitudes y distancias que apenas puede concebir ta imaginación; y sin embargo, determinan y miden distancias cuya pequeñez es apenas sensible, y en las cuales se encuentran los elementos determinadores de los más grandes fenómenos. Los métodos que ligan estos dos extremos y que permiten pasar con seguridad de uno a otro, son para las demás ciencias de observación un modelo utilísimo de estudiar por las aplicaciones que pueden hacer de ellos a sus procedimientos. Muchas de estas ciencias han empezado ya a aprovecharse de ellos; y aun puede decirse que el espíritu de los métodos astronómicos es el que ha producido la precisión a que se han acostumbrado la física y la química experimentales.

La Astronomía, considerada bajo este punto de vista filosófico, presenta la más admirable y completa aplicación que el hombre haya hecho de su inteligencia. En ningún otro estudio se ha mostrado más libre de los lazos materiales y de las preocupaciones que sus sentidos le imbuían. Examinando, empero, los pasos sucesivos que le han conducido tan lejos, sólo se ve, como en todas las obras humanas, una marcha alternativa de inducciones, errores y rectificaciones comunes a las demás ciencias. Primero sólo se cuenta con la observación de simples apariencias mezcladas con ilusiones de toda clase. Procurando luego el pensamiento expresar exactamente estos hechos y fijar su mutua dependencia, se ve formarse una teoría. Comparada esta teoría con hechos inmutables, aparece en breve insuficiente, incompleta, inexacta en sus aplicaciones; lo que origina la necesidad de comprobaciones más precisas, y en su consecuencia la investigación de instrumentos nuevos propios para medir con exactitud lo que antes sólo se había calculado toscamente. Los resultados entonces, llegando a ser más precisos, hacen modificar la expresión teórica de los hechos en cuestión de conformidad con las nuevas condiciones que han puesto de manifiesto; de aquí nace una necesidad nueva de observaciones más rigorosas, y por lo tanto de instrumentos más sutiles todavía, hasta que por último se fijan todas las constantes de los fenómenos, y se llega así a las grandes leyes físicas o numéricas que los unen, con cuyo auxilio el cálculo se remonta en fin hasta su causa; es decir, al conocimiento de las fuerzas que los producen como efectos mecánicos. No nos es permitido ir más allá.


ArribaAbajoCapítulo I

Espectáculo del Cielo


1. Supongámonos situados en un lugar elevado y descubierto donde la vista esté desembarazada por todas partes. El sol acaba de ponerse; pero la parte del cielo hacia donde ha desaparecido brilla todavía con su luz. Paulatinamente se debilita esta claridad, aumenta la oscuridad, viene la noche, y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas parece una bóveda salpicada de puntos centelleantes: son las estrellas que el resplandor harto vivo del sol nos impedía ver durante el día. El orden y la disposición de estos astros parecen fijos e inmutables. Los mismos son hoy que en los más apartados tiempos. Las configuraciones de los diversos grupos de estrellas siguen todavía según las describieron los antiguos que las reunieron bajo el nombre de constelaciones y las enlazaron para ayudar a la memoria con figuras de hombres o animales. Pero estos astros, sujetos a un orden constante, se mueven todos juntos en el cielo como por una rotación general, cuyos efectos no se tarda en reconocer. Los unos descienden hacia el occidente por la parte donde ha desaparecido el sol; en breve se ponen y desaparecen como él, mientras que por la parte opuesta y hacia el oriente otros astros nacen y parecen salir de debajo del horizonte, es decir, de los puntos de la tierra y del mar que limitan la vista1. Después de haberse elevado en el cielo a diferentes alturas, vuelven a bajar después, poniéndose a su vez como aquellos que los precedían. Y si en nuestra Europa se coloca uno de manera que se tenga el oriente a la derecha y el occidente a la izquierda, se ven en la parte del cielo que está en frente, llamada norte, grupos de estrellas que no se ponen nunca. Tal es, por ejemplo, la constelación de la Osa mayor o sea el Carro, que hasta conoce la gente del campo. Esta constelación, y muchas de las que hay en esta parte del cielo, no desaparecen sino cuando se hallan oscurecidas por el resplandor del sol. Todas las noches se las puede observar y seguir hasta en la parte inferior de su marcha, porque jamás llegan al horizonte. Observándolas a distintas horas de la noche se las ve tomar posiciones inversas en el cielo, efecto natural de la rotación que les es común con todos los otros astros; y el centro de su movimiento que estos fenómenos indican parece ser un patito celeste situado del lado del norte. Pero el cielo blanquea pronto hacia el oriente; esta claridad llega a ser bastante viva para oscurecer las estrellas que acaban de nacer por esta parte: el occidente sólo se mantiene todavía oscuro; es precisamente lo contrario de lo que sucedía al sobrevenir la noche. La luz continúa creciendo, las estrellas se oscurecen gradualmente hasta que desaparecen por último, y el día se extiende a todos los objetos. Es el sol que va de nuevo a aparecer. Sale en efecto y nace hacia el oriente como los demás astros; se remonta, recorre la bóveda del cielo, después desciende y desaparece o se pone por la tarde en la parte opuesta: entonces se reproducen en el mismo orden y según las mismas leyes todos los fenómenos de la noche.

La Luna de que no hemos hablado todavía, y que tan notable es por la magnitud de su disco, su brillo y las alteraciones que sufre la configuración de su parte luminosa llamadas fases, presenta también fenómenos análogos.

Este movimiento de revolución, común a todos los astros y que se verifica en el intervalo de un día y de una noche, se llama movimiento diurno.

2. Toda vez que las estrellas situadas hacia la parte del norte y cerca del eje o polo en derredor del cual se verifica su movimiento permanecen siempre muy encima del horizonte, al paso que otras más lejanas de este punto bajan más cerca del mismo, y otras por último más distantes todavía se esconden en él enteramente, se ve que su ocaso es efecto de la magnitud del círculo que describen y que van a terminar debajo del propio horizonte cuando desaparecen de nuestra vista. La más evidente analogía nos conduce a extender esta explicación a las estrellas situadas en la parte del cielo opuesta al norte, es decir, hacia el sur. Estos astros después de su ocaso terminan también su revolución por debajo de la tierra para venir como el sol a aparecer de nuevo en el oriente. Si, pues, se concibe, para fijar las ideas, una línea matemática, o eje de rotación, en derredor del cual se ejecute este movimiento, se encontrará que en Europa parece elevado hacia el norte y oblicuo a nuestro horizonte, es decir, en el plano que, pasando por nuestros ojos y rasante con la superficie de la tierra, separe la parte visible del cielo de la que nos está oculta.

Es preciso no representarse este eje como algo de material que exista verdaderamente en el espacio; no es más que un concepto geométrico propio para designar la serie de puntos del espacio que parecen inmóviles en el movimiento general. Lo propio sucede con los círculos que los astros nos parecen describir en derredor de este eje en su revolución diurna; sólo debe entenderse por ellos la serie de puntos en que sucesivamente los apercibimos. Por lo que hace a que este movimiento sea real y exactamente circular, no lo supondremos aquí sino como una hipótesis propia para explicar las apariencias; por que, aunque sea una verdad en todo el rigor geométrico, la prueba completa de ella sólo puede darse por medio de medidas muy precisas y en virtud de consideraciones en que no se puede entrar por ahora.

3. Examinando el cielo durante un gran número de noches se advierten algunos astros que cambian de lugar entre los demás: éstos no forman siempre parte de las mismas constelaciones, acercándose paulatinamente a unos y alejándose de otros cada día en una cantidad casi imperceptible. Dicho fenómeno es mucho más manifiesto para la luna cuyo lugar relativo varía así muy sensiblemente durante el transcurso de una sola noche. Pero aun para los astros que se indican sus pequeñas dislocaciones acaban acumulándose por hacerse sensibles, y se les ve trasportarse a partes del cielo muy diversas. Esa es la razón de que se las llame planetas; es decir, estrellas errantes, por oposición al resto de los astros que están o parecen estar a primera vista relativamente inmóviles. Éstos se llaman estrellas fijas para expresar la permanencia relativa de sus posiciones.

Los planetas conocidos hasta el día son diez, y se conocen con nombres particulares y signos característicos que sirven para designarlos abreviadamente, son: Mercurio @; Venus @; Marte @; Júpiter @; Saturno @; Urano @; Ceres @; Palas @; Juno @; y Vesta, @. Los cinco primeros pueden distinguirse con la simple vista y son conocidos desde la antigüedad más remota. Urano, descubierto más recientemente, puede distinguirse también con una vista muy buena; pero los otros cuatro son tan pequeños que sólo se les puede distinguir con instrumentos muy poderosos de óptica y se les llama por esto planetas telescópicos2.

En su consecuencia se concibe fácilmente que su descubrimiento no se debe a la casualidad y a la simple inspección del cielo; es resultado de observaciones delicadas y hechas metódicamente con anteojos o telescopios que aumentan el poder de la vista en una proporción desmesurada3.

Los movimientos de los planetas entre las estrellas se llaman movimientos propios; la luna y el sol tienen también los suyos que se reconocen del mismo modo; el del sol particularmente es notable por los fenómenos que produce.

4. Para verlos obsérvese a este astro muchos días seguidos cuando está para ponerse; y luego que se encuentre debajo del horizonte, examínense las estrellas que le siguen: son fáciles de reconocer por las figuras que forman en el cielo. Al cabo de algunos días no se las verá ya: son otras estrellas las que siguen al sol y se ponen inmediatamente después de él. Estas mismas estrellas en los días anteriores no se ponían sino mucho tiempo después que el sol. Este astro se ha adelantado, pues, hacia ellas de occidente a oriente en sentido contrario del movimiento diurno. Efectivamente, si se observa el cielo por la mañana algunos momentos antes de salir el sol, se verán las mismas apariencias en sentido contrario. Las estrellas que hoy nacen al mismo tiempo o casi al mismo tiempo que el sol nacerán al cabo de algunos días mucho antes que él. Parecerá que se alejan de este astro en el cielo de oriente a occidente, o lo que es igual que se habrá alejado de ellas de occidente a oriente; porque es más sencillo suponer al sol un movimiento propio que suponer uno general y común para todas las estrellas relativamente a él. Por efecto de este movimiento propio el sol parece recorrer sucesivamente todo el círculo del cielo yendo de occidente a oriente.

5. Así es que mirando al cielo por la noche en distintas estaciones, se le encuentra cambiado enteramente. Ya no son las mismas estrellas; éstas se hallan dispuestas y ordenadas de diverso modo. Todo esto es una consecuencia muy sencilla del movimiento propio del sol. En aquella parte del cielo en que está, la claridad de su luz nos estorba distinguir las estrellas a la simple vista, porque con anteojos se llega también a verlas de día; pero a medida que el sol se aleja de ellas por efecto de su movimiento propio caminando siempre hacia el oriente, llegan sobre el horizonte durante la noche y se hacen visibles. En esta circunstancia descubrimos ya la inexactitud de las nociones toscas que hace nacer la primera observación de los fenómenos, y con arreglo a las cuales cualquiera creería que el cielo está dividido en dos partes que aparecen sucesivamente sobre el horizonte, una de ellas ocupada por las estrellas y otra por el sol.

Sólo las estrellas que, situadas hacia la parte del norte no se ponen nunca, permanecen constantemente visibles por la noche en todos tiempos. Mas en iguales instantes de ella se la ve sucesivamente en diversas posiciones, según su situación respecto del sol; y esto hace también sensible el movimiento propio de este astro.

6. El movimiento propio del sol no se dirige con exactitud de occidente a oriente, porque todo el mundo sabe que el sol se eleva mucho más sobre nuestras cabezas en unas épocas que en otras, lo cual se hace sentir particularmente por las alteraciones de su calor de que resulta la diferencia de las estaciones. También se echa de ver esto observando los puntos de su nacimiento y de su ocaso que no corresponden siempre en el horizonte a los mismos objetos terrestres. Pero el primer movimiento del sol es el más importante, toda vez que le hace recorrer sucesivamente el círculo entero del cielo; mientras que el segundo parece encerrado dentro de ciertos límites de elevación y descenso que no traspasa nunca. De todo esto resulta que aquel astro describe una ruta oblicua que no se dirige del todo de occidente a oriente, sino que se aparta de esta dirección en determinados límites.

7. El movimiento propio de la luna se dirige también, como el del sol, de occidente a oriente, pero con cambios de altura mucho mayores. Los movimientos propios de los planetas guardan también el mismo orden en la mayor parte de su curso. Sin embargo en ciertas épocas determinadas y distintas para cada planeta sucede que su movimiento propio disminuye poco a poco hasta llegar a ser por último insensible enteramente. Entonces el planeta parece estacionario, y después vuelve a empezar su movimiento de oriente a occidente, es decir, en una dirección opuesta a la primera: lo cual hace que el planeta, visto entre las estrellas, parezca retrogradar. Mas al cabo de algún tiempo afloja este retroceso; el planeta se para, se vuelve otra vez estacionario, y luego recobra su movimiento directo de occidente a oriente. Llámanse estaciones y retrocesos de los planetas a estos fenómenos observados desde la más remota antigüedad.

Los movimientos propios de los planetas no se dirigen tampoco con exactitud de occidente a oriente, pues se apartan de esta dirección hasta ciertos límites que no traspasan nunca. Los antiguos astrónomos habían notado que los cinco que conocían estaban siempre encerrados en una estrecha zona del cielo que llamaban zodiaco. Los planetas telescópicos se salen sin embargo mucho de estos límites.

Cuando se mira a los planetas con telescopios que aumentan el ángulo visual que subtenden, el cual se llama su diámetro aparente, presentan la apariencia de un disco redondeado, como si fuesen un cuerpo de forma esferoidal visto a gran distancia. Cuando este disco por efecto del movimiento propio del astro se encuentra en la dirección de alguna estrella fija, nos la oculta interceptando la luz que nos enviaba. Este fenómeno llamado ocultación prueba que los planetas son cuerpos opacos más próximos a la tierra que las estrellas fijas. La luna oculta con mucha frecuencia las estrellas y aun a veces los planetas: luego está más próxima a nosotros que estos, y es igualmente opaca. También oculta de vez en cuando al sol, y le eclipsa en todo o en parte. Las estrellas por el contrario, aun vistas con los más poderosos telescopios, no presentan nunca un disco sensible, aunque estos instrumentos aumenten hasta mil docientas y mil quinientas veces los ángulos visuales. Este ángulo es, pues, tan pequeño para las estrellas a la distancia que se hallan de nosotros, que tan gran multiplicación no le hace sensible; en términos que la imagen de la estrella aumentada de este modo no parece todavía sino un punto brillante sin dimensiones apreciables a la vista.

8. Por último, se descubren de tiempo en tiempo en el cielo algunos astros, que antes no se distinguían; éstos parecen al principio muy pequeños, poco brillantes y van acompañados ordinariamente de una especie de nebulosidad o cola luminosa. Estos astros tienen también movimientos propios; pero su dirección es muy variable, y atraviesan el cielo en todos sentidos. Sucede con bastante frecuencia que su brillo aumenta desde los primeros momentos de su aparición hasta ciertos límites, después de lo que disminuye por iguales grados; y por último, tras de un intervalo de tiempo más o menos grande, se deja de verlos. La nebulosidad que los acompaña casi siempre, ha hecho se les llame cometas, es decir, astros cabelludos.

9. Se ve también con mucha frecuencia aparecer en el cielo metéoros luminosos, cuya aparición sólo dura algunos instantes. No son visibles en el punto de que parece parten hasta el momento mismo en que se disparan, sin dejar ninguna huella permanente en la región del cielo a que van a desvanecerse. Tales son los globos de fuego que se muestran alguna vez de repente en el espacio, seguidos de una cola inflamada, que lanza brillantes llamecillas, y que al cabo de algunos instantes de una carrera muy rápida estallan frecuentemente con gran estrépito. Tal es también el metéoro instantáneo que el vulgo llama estrellas filantes (exhalaciones), y que parece tener mucha relación con el precedente. Estos fenómenos han sido mirados durante mucho tiempo como efectos puramente físicos ocasionados por vapores esparcidos en el aire, y que se inflamaban accidentalmente por causas que no se podían indicar; pero de pocos años a esta parte se tienen razones muy poderosas para pensar que pertenecen igualmente al dominio de la Astronomía. Bastará decir por ahora que la poca duración de la aparición de estos metéoros no es suficiente motivo para excluirlos del número de los astros. Porque en diferentes épocas se ha visto brillar repentinamente entre las estrellas puntos luminosos que hasta entonces no se habían presentado y largo rato han parecido por su fijeza semejantes a las estrellas; y los cuales han cesado también de ser visibles para nosotros después de haber sufrido grandes variaciones en su brillo. Ahora pues, la desigualdad en la duración o visibilidad de los cuerpos es un carácter accidental; y ya que pueda tomársele en cuenta para distinguirlos, no para definirlos en su esencia.




ArribaAbajoCapítulo II

De la redondez de la tierra


10. El nacimiento y ocaso de los astros es uno de los fenómenos más singulares, y merece llamar primeramente nuestra atención. ¿Cuál es ese límite que nos encubre la mitad del cielo y hemos llamado horizonte? ¿Es el mismo para las diversas tierras? ¿Es posible llegar a él, y qué, es lo que se encuentra más allá?

Todas estas cuestiones, y otras muchas, se resuelven fácilmente por medio de los viajes, y particularmente de los marítimos. Cuando los navegantes se alejan de la playa, ven descender poco a poco a los edificios y a las montañas, y desaparecer en fin como si se sumergiesen en las aguas. No se debe este efecto a la distancia, la cual hace aparecer los objetos más pequeños; porque cuando se pierde de vista la tierra sobre el puente del buque, se la continúa viendo desde lo alto de los mástiles. El buque presenta entre tanto las mismas apariencias a los espectadores que se han quedado en la playa; le ven descender poco a poco y desaparecer, como si se sumergiera en el Océano, y precisamente del mismo modo que el Sol en su ocaso. Estos fenómenos, que se observan constantemente y en todas direcciones, prueban con evidencia que la superficie de los mares es convexa, y nos oculta con su redondez los objetos remotos. Porque si esta superficie fuese llana, un monte aislado y aun una torre colocada encima serían vistos, de todas partes, a menos que los espectadores estuviesen tan lejanos que sus dimensiones fuesen insensibles; pero esto no podría suceder sino a muy largas distancias. La base de los objetos altos no desaparecería antes que la cúspide; ni parecería que van descendiendo sucesivamente, ni por último cuando se dejase de verlos desde el puente de un buque, se los vería mejor desde lo alto de los mástiles.

El horizonte del mar, que parece termina su superficie, no es pues un límite verdadero, sino uno aparente, relativo a la posición del observador y ocasionado por la convexidad de las aguas. Los navegantes, a quienes vemos salir de la playa, nos parecen ir más allá de este límite; pero es que su horizonte cambia. Cuando hayan desaparecido, subamos a una montaña próxima a la orilla del mar, y volveremos a ver todavía por algún tiempo al mismo buque que nos parecía haberse sumergido en las aguas.

Atrevido e importante proyecto era el reconocer lo que es esta aparente barrera cuando se avanza siempre hacia ella en igual sentido. Fernando Magallanes, portugués de nación, es el primero que le ha realizado. Se embarcó en el Océano, y zarpando de uno de los puertos de Portugal, se dirigió hacia el occidente. Después de una larga travesía encontró una gran tierra descubierta ya anteriormente por otros navegantes que habían seguido el mismo camino: era el Continente de América. No habiendo hallado paso para continuar su rumbo hacia el occidente, costeó esta tierra dirigiéndose hacia el sur, llegó a la extremidad de ella, la dobló y se encontró en seguida en un gran mar ya conocido, que se llama el mar del Sur. Entonces prosiguió su ruta hacia el occidente; al cabo de una travesía considerable abordó a las islas Molucas, y su buque, caminando siempre hacia el occidente, volvió a encontrar por último la Europa, y entró en el puerto de donde había salido como si hubiese venido del oriente. Esta memorable experiencia, repetida después por gran número de navegantes, prueba que la superficie total de las aguas y de la tierra es convexa, reentrante en sí misma, y que el cielo no le es contiguo por ninguna parte.

11. Debe inferirse de aquí que el cielo no se apoya sobre el horizonte del mar, como se creería al mirarle. Procede esta ilusión de que el sentido de la vista nos indica únicamente la actual existencia de los objetos sobre la dirección de los rayos visuales que los hacen sensibles para nuestros ojos; y que careciendo en este caso de todo medio de apreciar la desigualdad de distancia, la juzgamos involuntariamente nula. Cuando los rayos vinientes de una estrella pasan rasando por la superficie del mar, parécenos que la estrella está en los extremos de este último. Si se concibe un cono de rayos visuales que tenga su punta en el ojo del espectador y siga el horizonte del mar, todos los puntos del cielo situados en la dirección de ellos deben parecernos contiguos a la superficie de las aguas, como si este último descansase sobre ella.

12. Estos resultados no nos dan a conocer la redondez de la tierra sino en un solo sentido, de occidente a oriente; pero es también sensible del norte al sur, y así nos lo enseñan los viajes marítimos emprendidos en esta dirección. En tierra es difícil hacer esta observación; porque estando casi siempre el horizonte terminado por montañas más o menos altas, puede suponerse que son ellas las que nos encubren lo que hay más allá. Pero a estas pruebas se suple por medio de una consideración más general, y aplicable así a la tierra como a la mar. Fúndase esta consideración en que unas mismas estrellas alcanzan en el horizonte diferentes alturas aparentes a medida que se cambia de sitio. Cuando se parte, por ejemplo, de un lugar cualquiera de la tierra y se avanza hacia el sur se ve a las estrellas situadas en esta parte del cielo alzarse cada vez más sobre el horizonte. Los arcos que describen por efecto del movimiento diurno son más extensos, y aun algunas que no se distinguían en el país de que se sale empiezan a aparecer; por el contrario, las estrellas situadas hacia el norte van descendiendo, y aquellas que describían un arco muy bajo en la parte inferior de su curso no dejan ya verle, sino que le ocultan y concluyen debajo del horizonte; precisamente como en los viajes marítimos los edificios y las montañas descienden y desaparecen a medida que se alejan. Iguales fenómenos se presentan en sentido inverso cuando se camina del sur al norte. Cambiando así de lugar en la tierra, y caminando siempre del norte al sur y del sur al norte, se puede en cierto modo cambiar de cielo. Aun puede verse al polo norte del cielo descender también bajo el horizonte, y en la parte opuesta aparecer otro polo llamado polo sur. Estos fenómenos indican también con la mayor evidencia la convexidad de la tierra; siendo aquí las estrellas respecto a nosotros lo que los edificios y las montañas respecto al navegante que se aleja de la playa. Está la diferencia sólo en que este último tiene la vista libre por todas partes, al paso que en tierra la nuestra está limitada, lo cual nos obliga a recurrir a señales del cielo para vencer los obstáculos situados sobre la superficie terrestre y que nos encubren su convexidad. Por una razón semejante los puntos más elevados de la tierra, como lo alto de las montañas y la cúspide de las torres, son los que reciben primero por la mañana la luz del sol, y se ven iluminados por la tarde por sus últimos rayos. Por una consecuencia necesaria, cuando este astro se pone para ciertos países, está en el punto más alto de su carrera para otros más adelantados hacia occidente, mientras que nace para otros que se hallan todavía más allá.

13. Las desigualdades que limitan nuestra vista sobre la superficie quebrada de la tierra nos han obligado a recurrir a estas grandes señales celestes para reconocer su convexidad; pero algunas consideraciones muy sencillas de geografía física van a darnos igual conclusión. Hemos comprobado que la superficie general de las aguas es convexa en todos sentidos. Esto es, por decirlo así, sensible a la vista por la forma circular que ofrece siempre al navegante la curva de contacto, según la cual el cono de rayos visuales emanado de su ojo limita la parte de mar que apercibe. Ahora pues, es fácil probar que la superficie desigual y habitable de la tierra se diferencia poquísimo por todas partes de la de las aguas, de la cual propiamente hablando no es más que una continuación. Porque en primer lugar los continentes terrestres están rodeados de todas partes por mares que se introducen en ellos por un gran número de aberturas. Así es, por ejemplo, como la América está separada en dos partes, sin más trabazón entre sí que una estrechísima lengua de tierra. Del mismo modo el antiguo continente está separado y como dividido en un gran número de partes por muchos mares, tales son: el Mediterráneo, el mar Rojo, el Ponto Euxino, el mar Báltico, que sólo son ramificaciones del Océano con quien comunican. Ningún punto, pues, de lo interior de los continentes está muy lejano del mar: además de que no se observa que sus orillas estén nunca muy elevadas sobre el nivel de las aguas que los bañan. Por consiguiente, es de absoluta necesidad que su superficie siga poco más o menos la convexidad del Océano.

Esto llega a ser todavía más evidente cuando se considera el curso de los ríos de que están sembrados los continentes. Muchos de ellos, como el Rin, el Danubio, el Volga, el Nilo, las Amazonas, recorren una extensión de tierra muy considerable. El solo río de las Amazonas recorre más de mil doscientas leguas, y recibe en su seno otros que tienen seiscientas o setecientas leguas de longitud. Todos estos grandes ríos van al mar; y como ninguno de ellos tenga orillas muy altas, nos indican con la lentitud o rapidez de su curso la pendiente de los países que atraviesan, es decir, la diferencia de su curvatura a la de los mares.

Ahora pues, es fácil ver que esta pendiente es generalmente de poca consideración; porque todos estos ríos son navegables, y su movimiento se hace muy lento al acercarse a su embocadura. La naturaleza nos ofrece además en este punto un medio de nivelación muy seguro en los efectos de uno de sus mayores fenómenos. En cada intervalo de un día y una noche el Océano se alza y baja dos veces muchas varas por un movimiento regular de oscilación, llamado flujo y reflujo. Levantadas así las aguas de los mares, se precipitan por lo interior de los ríos y remontan hasta distancias considerables de su embocadura. En el de las Amazonas, por ejemplo, se adelantan a más de doscientas leguas. Este hecho demuestra, pues, que la pendiente de los ríos se diferencia poco de la curvatura del Océano: de donde resulta además que la convexidad de los continentes es casi la misma que la de los mares.

14. La redondez de la tierra se manifiesta también de un modo muy notable en muchos fenómenos que presenta la luna; pero aquí son necesarias algunas ideas preliminares para que podamos ser comprendidos. Sábese que la luna experimenta en la extensión y fuerza de su luz cambios muy sensibles a que se ha dado el nombre de fases. Sucesivamente se nos aparece bajo la forma de un cuarto, de un semicírculo y de un círculo perfecto, después de lo cual su disco se encoge y disminuye paulatinamente como ha aumentado. Estas variaciones periódicas, o sea que se suceden siempre en el mismo orden, tienen relaciones tan notables con la posición del sol, que resulta de ellas con evidencia que la luna es un cuerpo opaco y de forma redonda, que el sol ilumina y cuya faz vuelta hacia nosotros, ya iluminada, ya oscura, ya ambas cosas a la par según la situación del sol, presenta todas las apariencias que observamos.

No siendo la luna luminosa por sí misma, sino por la luz que recibe del sol, si sucede que por efecto de su movimiento propio llega a interponerse entre este astro y la tierra, es evidente que debe ocultárnosle en todo o en parte: en efecto, esto es lo que sucede con exactitud. La luna aparece entonces sobre el disco del sol como una mancha negra, y nos estorba ver a este astro, o por lo menos nos priva de parte de su luz. Este fenómeno, de que se ha hablado ya, se llama un eclipse de sol.

Algunas veces también se ve de repente a la luna oscurecerse en el cielo y perder en el intervalo de algunas horas su luz, y después recobrarla sucesivamente. El borde de su disco que primero desaparece es también el que reaparece antes, cabalmente como si fuese un cuerpo opaco y alumbrado por una vela al entrar en la sombra proyectada por otro cuerpo. Este fenómeno, que se llama eclipse de luna, no ocurre nunca sino cuando esta parece enteramente iluminada y opuesta al sol. Natural es inferir de aquí que la tierra, iluminada de una parte por el sol, proyecta tras sí en el espacio una sombra en que penetra la luna cuando está eclipsada.

La forma de esta sombra proyectada sobre el disco de la luna es la que hace sensible la redondez de la tierra. Cuando empieza la luna a penetrar dentro de ella, está todavía iluminado por el sol la mayor parte de su disco. Dicha parte luminosa no parece terminada por una línea recta, como sucedería si fuera rectilíneo el contorno de la sombra terrestre, sino que tiene la forma de un creciente cuya convexidad está vuelta hacia la parte iluminada de la luna. Esta convexidad indica con evidencia la redondez de la sombra, y por consiguiente la de la tierra que la proyecta. La misma particularidad se reproduce además cuando la luna empieza a desprenderse de la sombra terrestre.

15. Reuniendo los resultados de estas observaciones con lo que han enseñado los viajes marítimos, se puede concluir con certidumbre que la tierra y las aguas forman una masa redondeada en todos sentidos y aislada en el espacio.

16. Aunque esta conclusión sea ciertísima, puesto que se deduce lógicamente de hechos bien averiguados, cuesta trabajo concebir que la tierra esté aislada y sostenida así por sí misma en medio del espacio. Consiste esto en que generalizamos indebidamente la idea de la pesadez que echamos de ver en los cuerpos situados en la superficie de la tierra. No resulta de aquí que la tierra haya de propender por ella misma hacia este o aquel punto del espacio; y así cuando la observación nos enseña que se sostiene por sí propia libre y aislada, no hay nada que deba sorprendernos.

17. Hay más todavía. Toda vez que la tierra es redonda, los numerosos pueblos que la habitan tienen la cabeza vuelta hacia diferentes puntos del cielo. Los hay, pues, que nos están absolutamente opuestos, y cuyos pies se hallan en igual oposición con los nuestros. Llámaseles por esta razón antípodas, y cada país tiene los suyos. Esta disposición parece muy singular, pero no es menos verdadera. Por lo demás, cuando estemos más adelantados en Astronomía, nada extraordinaria se nos presentará ya la redondez de la tierra. Porque, según se ha anunciado ya observando los astros con telescopios que aumentan mucho sus imágenes, se ha advertido en muchos de ellos fenómenos que prueban también su redondez. De este número son el sol, la luna y los planetas. Si la misma prueba aplicada a las estrellas no llega a darles dimensiones sensibles, puede ser efecto esto de su excesiva distancia, sin que resulte nada que sea incompatible en ellas con una configuración esferoidal. La redondez de la tierra, que tan singular parece a primera vista, no es, pues, más que una propiedad que le es común con otros muchos cuerpos aislados como ella en el espacio infinito de los cielos.

18. Siendo convexa la tierra, las perpendiculares tiradas en los diversos puntos de la superficie no son paralelas entre sí, sino que convergen hacia su interior (véase la fig. 2). Si se cruzasen todas eu el mismo punto, la tierra sería esférica. Generalmente hablando, el modo como se inclinan las unas hacia las otras indica la forma de la curvatura. Porque si se concibe una línea recta flexible AB (fig. 1) a que se tiran muchas perpendiculares Pp, P´p, P´´p´´ en los puntos M, M´, M´´, mientras tras esta línea se mantenga recta, las perpendiculares serán paralelas entre sí. Pero si llega a encurvarse en un plano, como lo representa la fig. 2, las perpendiculares se acercarán unas a otras hacia lo interior de la curva, apartándose, por el contrario, del lado opuesto; y este cambio de dirección será tanto más marcado cuanto mayor sea la curvatura. La dirección de estas perpendiculares es, pues, una cosa muy necesaria de determinar con relación a la superficie terrestre. En cada sitio las indica la dirección que toman los cuerpos graves libremente abandonados a la acción de la pesadez; porque resulta de las observaciones que la caída de los cuerpos tiene lugar siempre perpendicularmente a la superficie de las aguas tranquilas, la cual indica por todas partes, haciendo abstracción de las desigualdades, la forma de la superficie terrestre.



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