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ArribaAbajoCapítulo VII

De las refracciones ocasionadas por la atmósfera


89. Habiendo expuesto en el capítulo anterior todo cuanto la experiencia ha dado a conocer sobre la constitución de la atmósfera, vamos a estudiar los desvíos que esta envoltura gaseosa debe comunicar a los rayos luminosos que nos vienen de los astros. Porque todos saben que los mismos objetos son vistos en general en diversas direcciones, cuando entre ellos y el ojo se interponen cuerpos diáfanos de cierto espesor terminados por superficies de desigual curvatura o inclinados diferentemente sobre la línea de visión. Este fenómeno, llamado refracción, depende de estas dos circunstancias, y también de la naturaleza y constitución del medio interpuesto. Vamos a recordar sus leyes generales respecto de los medios que, como los gases y líquidos, no están sujetos a un sistema definido de agregación molecular. Semejante sistema, que se observa sólo en los cuerpos llamados cristalizados, produce ciertas particularidades especiales que no tenemos que considerar aquí.

90. Si en la esfera de irradiación emanada de los cuerpos luminosos, y que nos los hace visibles desde todas partes, se aísla por el pensamiento una línea recta tirada desde uno de los puntos de este cuerpo a otro del espacio, la parte de irradiación dirigida según esta recta es lo que se llama en física un rayo luminoso. Para obtener la realización aproximada de este concepto abstracto, se interpone en la irradiación general una plancha opaca horadada por una pequeña abertura; y estudiado que sea el manojo muy fino de luz propagada por ella, se aplica a cada rayo ideal que le compone los caracteres que la experiencia ha hecho descubrir en aquél. De esta manera se comprueban los siguientes hechos:

Cuando un rayo luminoso se trasmite en el vacío o en un medio material indefinido, no cristalizado, y cuya naturaleza y densidad sean por do quiera constantes, se propaga por él en línea recta. Así continúa también, y sin desviarse, cuando encuentra en algún punto de su camino a otro medio no cristalizado de distinta constitución, pero constante igualmente en sí misma, con tal que la superficie de separación de los dos medios en el punto en que el rayo la atraviesa sea normal a su primera dirección. Mas si le es oblicua, el rayo se aparta en el punto de encuentro de un modo repentino en la apariencia pone a seguir otra recta, cuya dirección respecto de la primera se obtiene por dos reglas generales que voy a enunciar.

Sea MIM´ (fig. 35) la superficie de separación de dos medios, que llamaré A y B: IR la línea recta que el rayo sigue en A; IR´ la que sigue en B. I se llama el punto de incidencia. Tírese por I un plano tangente TT´ a la superficie de separación; la refracción del rayo en el punto I se verificará exactamente como si los dos medios estuviesen separados por el plano TT´. La curvatura de la superficie en derredor de I no tendrá ninguna influencia apreciable sobre los resultados.

Por el punto I tírese al plano tangente villa normal MIn, que se supondrá indefinidamente prolongada en ambos medios. Siendo el movimiento de trasmisión de R hacia I, el ángulo RIN se llama el ángulo de incidencia, y R´In, el ángulo de refracción. Sentadas estas definiciones, la relación del rayo incidente RI al rayo refractado R´I, está fijada por las dos leyes que siguen:

1.º El rayo incidente y el rayo refractado están ambos comprendidos en un mismo plano a la normal NIn, y por consiguiente normal también en el punto de incidencia a la superficie común de los dos medios.

2.º Cualquiera que sea la oblicuidad del rayo incidente sobre esta superficie, mientras pueda penetrar en el segundo medio, el sello del ángulo de incidencia está con el del ángulo de refracción en una relación constante, la cual depende de la naturaleza de los dos medios, así como de su densidad relativa; pero de ningún modo de la magnitud de los ángulos bajo los cuales pasa el rayo de uno a otro. Cuando los dos medios son de la misma naturaleza, pero de diferente densidad, el rayo se acerca a la normal en el más denso. Sea, por ejemplo, B más denso que A, el ángulo R´In será menor que RIN; y al revés, será mayor si A es más denso que B. Pero esto puede suceder también cuando A sea menos denso que B; pero de otra naturaleza. En estos dos últimos casos hay necesariamente un límite de RIN para el cual la constante relación de los senos daría el de R´In mayor que la unidad, resultado matemáticamente imposible de realizar, puesto que no puede existir semejante seno. Así que para este límite de RIN y para todos sus valores mayores el rayo refractado IR no se forma físicamente. Ninguna porción de la luz de RI pasa a R. Toda se refleja en I en el primer medio bajo la misma distancia angular de la normal, igual a RIN.

Las dos leyes generales de refracción que acabamos de enunciar se observan también cuando el primer medio A es el mismo vacío siendo B material. Entonces la refracción producida por el cuerpo B es la más fuerte que éste pueda comunicar al rayo de incidencia igual. La relación constante del seno de incidencia en el vacío con el de refracción se llama en este caso índice de refracción absoluto del medio B.

91. Cuando se considera a la luz como una materia emitida físicamente, un rayo luminoso, según le acabamos de definir, se forma por la sucesión más o menos duradera de una multitud de cuerpecillos de dimensiones insensibles, y que se siguen unos a otros sobre la misma recta con muchísima velocidad. Entre ellos y las moléculas de los cuerpos materiales se supone una atracción recíproca que sólo es sensible a distancias muy pequeñas; pero que entonces se vuelve bastante poderosa para modificar su movimiento de traslación. Establecidas estas definiciones, una análisis matemática, cuya idea se debe a Newton, demuestra todos los fenómenos que se acaban de referir. La misma prueba que la relación constante de los senos es inversa generalmente de las de las velocidades de transmisión en los dos medios en contacto, de modo que el índice de refracción de un cuerpo cualquiera no cristalizado es igual a la relación de las velocidades de la luz en este cuerpo y en el vacío. Deduce de aquí las condiciones con que la luz puede o no trasmitirse de un medio a otro que le es contiguo. La fuerza atractiva, que según este sistema de ideas ejerce cada medio sobre la luz, depende de su naturaleza y de su densidad local, es decir, del número relativo de elementos moleculares que se encuentran comprendidos al rededor de cada punto en la extensión infinitamente pequeña de distancia en que la atracción ejercida es sensible. Para definir comparativamente esta fuerza es menester entonces buscar un efecto que le sea proporcional, y referirle para cada cuerpo, o aun para cada punto de un cuerpo, al caso en que fuese producido por iguales densidades. La teoría de que se trata encuentra este carácter de proporcionalidad en el incremento que recibe el cuadrado de velocidad de trasmisión cuando la luz pasa del vacío a un medio cualquiera. Entonces este incremento dividido por la densidad local da la medida de la fuerza atractiva ejercida en cada punto del medio refringente. Esto es lo que Newton ha llamado el poder refringente de los cuerpos18. Su medida numérica se obtiene para cada medio dado según la observación de las refracciones que se verifican en él en circunstancias físicas definidas. Porque, siendo entonces n el índice absoluto de refracción del medio y @ su densidad, el poder refringente actual tiene por valor n2-1/@ Arago y yo hemos determinado en particular este poder respecto del aire atmosférico, ya seco, ya mezclado con vapor acuoso, y en todos los grados de rarefacción que pueden producirse artificialmente y entre los límites de temperatura atmosférica que reinan naturalmente en París. Siendo los resultados que hemos obtenido las bases necesarias de la teoría de las refracciones ocasionadas por la atmósfera, voy a dar aquí una idea precisa de ellos.

Hemos comprobado primero que el actual poder refringente del aire atmosférico seco es siempre proporcional exactamente a su densidad; de donde se sigue que dividiéndole por el valor actual de esta densidad, se tiene una cantidad constante por expresión de su poder. Empero no podemos afirmar que esta constancia se conservara todavía con igual rigor si el aire, llevado a los últimos grados de rarefacción porque le hemos hecho pasar, hubiera estado además expuesto a un frío excesivo como debe estarlo hacia los límites de la atmósfera, porque no le hemos observado con estas dos circunstancias reunidas. Suponiendo que entonces pudiera estar privado de toda elasticidad hasta convertirse en líquido, es verosímil que su poder refringente sufriese alguna variación. Porque así sucede cuando se hace pasar a otros cuerpos por cambios de este género, si bien la experiencia enseña que tales variaciones son generalmente de poca consideración; por ejemplo, el poder refringente del agua líquida apenas sobrepuja al de su vapor; y excede sólo en I/9 al que ejercen sus principios constituyentes en el estado de gases antes de combinarse, aunque esta operación los condensa en una proporción desmesurada. Todo induce pues a creer que sería también así en el caso de que el aire se encontrase liquidificado por un frío muy intenso hacia los límites de la atmósfera; y como entonces estaría probablemente en un estado de extremada rarefacción, la influencia de esta pequeña variación sobre su poder refringente actual debería ser infinitamente poco sensible. Podemos pues en fuerza de estas consideraciones menospreciarla y atribuir al aire seco en toda la atmósfera un poder refringente absoluto constante.

Pero este aire se halla mezclado con cierta cantidad de vapor acuoso, cuya proporción es desigual y aun varía accidentalmente en las diversas alturas. ¿Cuál debe ser la influencia de este vapor sobre las refracciones? Primeramente se puede calentarla con mucha aproximación atribuyendo al vapor el mismo poder refringente que se observa en el agua líquida; encuéntrase entonces que, a densidad igual, debe refractar algo más que el aire atmosférico seco. Pero por otra parte, cuando el vapor acuoso está mezclado con este aire, su densidad actual es sólo I0/I6 de la del volumen de aire seco cuyo lugar ocupa. Es preciso pues reducir en la misma proporción su poder refringente calculada a densidad igual para darle el valor actual que tiene actualmente en la mezcla. Hállase así que el exceso de su valor propio queda casi exactamente compensado con la inferioridad de la densidad. Este resultado que Laplace había establecido por inducción, ha resultado confirmado enteramente por experiencias directas que Arago y yo hemos hecho sobre el poder refringente del vapor solo. Por medio de procedimientos más delicados todavía Arago ha encontrado después que con su densidad reducida el vapor tiene un exceso muy leve de poder refringente actual. Pero su escasa proporción en la atmósfera hace la influencia de este exceso completamente insensible; de modo que en el cálculo de las refracciones experimentadas por el elemento luminoso se puede siempre sustituir idealmente al aire seco otro de la misma temperatura y que sostuviera igual presión. Empero es esencial advertir que esta sustitución se aplica sólo a los efectos ópticos, porque subsiste siempre la inferioridad de densidad del aire húmedo, y debe conservarse en las condiciones de equilibrio que dependen del peso19.

92. En el concepto mecánico de los fenómenos de refracción, la constancia que se observa en la relación del seno de incidencia con el de aquella expresa que dos medios en contacto no pueden modificar la velocidad de trasmisión del rayo luminoso paralelamente a su superficie común, sino sólo en el sentido perpendicular. De modo que la componente de la velocidad, paralela a esta superficie, sigue siendo la misma antes y después de la refracción. Esto es una consecuencia evidente del modo de acción supuesto. Porque, siendo ejercida aquí ésta por cuerpos de que se excluye expresamente cualquiera regularidad de agregación, las fuerzas todas atractivas, dirigidas al punto de incidencia, se distribuyen simétricamente en derredor de la normal a la superficie común de los dos medios. Así pues sus componentes paralelas a esta superficie se destruyen mutuamente por pares; de forma que no puede quedar más que una resultante normal. Esta consideración conduce a una consecuencia importante. Sean tres medios no cristalizados A, AI, A2, en que las velocidades propias de trasmisión de la luz sean respectivamente u, uI, u2. En el paso de A a AI, la relación constante de los senos será uI/u. Será u2/u en el paso de A a A2; y por último u2/uI en el paso de AI a A. Ahora bien, esta última fracción es igual a la relación de las dos precedentes: luego se podrá formar su valor anticipadamente, una vez encontradas aquéllas, y ver si la experiencia directa guarda con él conformidad. Y esto es lo que sucede rigorosamente.

Concibamos ahora, no ya tres medios, sino un número cualquiera A, AI,... An, (fig. 36), dispuestos consecutivamente, y separados unos de otros, por planos paralelos todos entre sí. Sea RI un rayo que, trasmitido primero al primer medio, pasa de allí al segundo, luego al tercero y por último al último An, en que toma la dirección final. Todas las normales tiradas en I, II,... In, a las superficies de paso serán evidentemente paralelas entre sí. Entonces el primer ángulo de refracción n I II será igual al segundo ángulo de incidencia NI II I; e igual correspondencia se verificará en cada uno de los pasos siguientes. Establézcase ahora para el primero de éstos la relación constante de los senos, o la constancia de la velocidad lateral primitiva que viene a ser lo mismo. Designando los dos ángulos por q y qI, como se hace en la figura será menester escribir ante todo para éstos la condición general, uI sen q=u sen q. Pero la misma notación aplicada al segundo paso dará u2 sen q2=uI sen qI; después u3 sen q3=u2, sen q2, y así hasta el último en In. Los mismos productos se encontrarán, pues, traídos a su vez al uno y otro miembro de las igualdades sucesivas; de modo que si se suman juntas estas igualdades, desaparecerán todos los intermedios, y quedarán sólo las cantidades pertenecientes al primero y último medio. Así se tendrá definitivamente que un sen qn es igual a u sen q, lo que es cabalmente la misma relación que se habría encontrado, si el rayo hubiese sido trasmitido inmediatamente desde el primero al último medio sin tener en cuenta los intermedios. En su consecuencia, cualesquiera que puedan ser su naturaleza individual y el orden de su sucesión, bajo esta condición de paralelismo el valor definitivo del ángulo qn será siempre el mismo. La experiencia confirma también este resultado rigorosamente.

93. Para no complicar la exposición precedente, hemos hecho abstracción de un fenómeno que acompaña siempre a la refracción, cuando se verifica en la luz emitida naturalmente. Cada filete de esta luz, por sutil que sea, se compone de una infinidad de filetes desigualmente refrangibles y cada uno de los cuales tiene la facultad de excitar en nuestro ojo la sensación de un color determinado. Cuando estos filetes, confundidos primeramente según una misma dirección RI (fig. 37), pasan de uno a otro medio sufriendo una refracción, cada uno de ellos está sujeto a las dos leyes generales de este fenómeno. Es decir, en primer lugar, que todos los filetes refractados diversamente están en un mismo plano normal a la superficie de incidencia y que contiene al rayo incidente común. Pero la experiencia enseña que los diferentes filetes toman después de la refracción distintas direcciones que los separan cuyo fenómeno se llama la dispersión de la luz. Empero si en el haz así disperso se aísla uno cualquiera de los filetes componentes, y se le hace sufrir una segunda refracción, luego una tercera, o un número cualquiera de ellas, se encuentra que se dispersa tanto menos cuanto mayormente aislado fue al principio; y se puede apurarle así hasta el punto de que no experimente ya dispersión sensible. Añadiendo entonces los desvíos ulteriores por que la refracción le hace pasar, se descubre que la relación del seno de incidencia con el de refracción permanece constante bajo todas las incidencias, lo que es la segunda ley del fenómeno. Esta segunda ley es pues común a todos los rayos luminosos, lo mismo que la primera que consiste en la coincidencia del plano de incidencia y del de refracción. Sólo que cada rayo compuesto de una misma especie de elementos luminosos tiene un índice único de refracción que le es propio y le caracteriza. Llámasele entonces un rayo simple u homogéneo. La diversidad de estas relaciones puede proceder, ya de que los diversos filetes tuvieren velocidades desiguales; ya de que, teniendo velocidades iguales, fuesen desigualmente atraídos.

La facultad colorífica propia de los diversos rayos se manifiesta después de la refracción cuando se los recibe aisladamente en el ojo o cuando se hace caer el conjunto de ellos sobre un cuerpo que, luego de haberlos recibido, los despide por irradiación en todos sentidos, como un cartón blanco o un vidrio deslustrado. La luz que se llama blanca, porque produce en nuestros órganos la sensación de la blancura, es la más compuesta de todas. Dispersado cada filete de esta luz por la refracción, va a pintar en las superficies blancas una imagen oblonga en que se distinguen principalmente siete matices que se siguen en este orden: violado, añil, azul, verde, amarillo, anaranjado, rojo.

Designando a cada filete por el matiz propio cuya sensación da, diremos que los rayos violados experimentan siempre la mayor refracción, los rojos la menor, y los demás refracciones intermedias, cuya relación de magnitud con las extremas varía con la naturaleza de los medios entre los cuales tiene lugar la refracción y según leyes aún desconocidas.

El efecto de la dispersión es tanto más sensible en un mismo medio cuanto mayor es el ángulo de refracción; y si el medio puede condensarse en ciertos límites sin que su poder refringente absoluto experimente alteración sensible, la dispersión crece y mengua con la densidad y al mismo tiempo que la refracción. Este fenómeno se produce en los gases como en los demás medios refringentes materiales; sólo que la escasez de la densidad le hace perceptible en ellos con más dificultad. Así es que se le observa en los rayos que han atravesado la atmósfera, cuando se escogen las circunstancias más propias para manifestarle y que descubriremos en breve.

94. Consideremos idealmente uno de los filetes simples que no puede ya dispersar la refracción. Sea A (fig. 36) el medio en que ha sido emitido y An el último en que se le observa después que ha atravesado un número cualquiera de medios intermedios no cristalizados ni terminados por superficies paralelas entre sí. Si aplicamos a este filete simple la teoría que hemos expuesto en general en el §. 92, la postrera velocidad un dependerá de la velocidad u que el elemento luminoso haya tomado en el primer medio A, después de haberse suficientemente apartado del punto de emisión para que su marcha ulterior en este medio llegue a ser constante. Y así la influencia de esta velocidad primitiva se hará sentir en la última relación de refracción que se observe. Ahora bien, cualquiera que sea la naturaleza del medio A en que ha sido emitida la luz, y cualquiera que sea el origen de ella, celeste o terrestre, la postrera velocidad un en un mismo medio An resulta ser siempre la misma para cada filete simple que afecta al ojo con una sensación de color definido. Es un hecho que Arago ha comprobado especialmente por un gran número de experiencias tan variadas como precisas. Resulta pues de aquí que la primera velocidad u de cada uno de estos filetes es también la misma en cada medio A, cualesquiera que sean las causas y las circunstancias de su emisión. Esta identidad absoluta debería parecer poco verosímil si se considerase la diversidad de las condiciones físicas en que se produce la luz. Pero cesa la dificultad, cuando la experiencia nos enseña que los rayos que llamamos luminosos están comprendidos en una irradiación general compleja que emana de los cuerpos materiales; irradiación compuesta de partes distintas, aunque congenéreas y mezcladas con proporciones variables en las emanaciones de los diferentes cuerpos; cuyas partes recibidas separada o simultáneamente por toda clase de sustancias, como por nuestra retina, ocasionan en ellas elevaciones de temperatura o bien fenómenos químicos, o por último la visión, según su cualidad propia y la especie de excitabilidad de la sustancia u órgano que las recibe. Porque entonces la igualdad de velocidad que observamos en cada especie de luz, cualesquiera que sean el origen de que nos venga y el medio en que se desarrolle, atestigua sólo la irritabilidad especial de nuestro órgano para esta velocidad, y la cual sería apta solamente para producir en él la sensación habitual de color que a ella resulta aneja. Hace ya mucho tiempo que Arago ha deducido esta última consecuencia de ciertas particularidades de las refracciones astronómicas que tendremos más tarde ocasión de exponer, y le dan una gran probabilidad otros muchos hechos descubiertos u observados después.

95. Si se aplican las consideraciones precedentes al medio gaseoso que envuelve la tierra, se concebirá que la luz de los astros, antes de llegar a nosotros, debe experimentar en él modificaciones análogas a las que acabamos de describir y cuyo sentido es fácil de prever. Sustituyendo en primer lugar idealmente el aire húmedo con el aire seco, de un poder refringente actualmente igual para considerar sólo los fenómenos de la refracción, la atmósfera reducida así a una constitución uniforme resultará compuesta de capas concéntricas cuyas densidades crecerán generalmente al acercarse a la tierra. Los rayos luminosos que la atraviesan están pues en igual caso que si pasarán sucesivamente por diferentes medios, de la misma naturaleza y de densidades crecientes: deben pues doblegarse hacia la tierra a medida que crezca la densidad. Este fenómeno está indicado en la fig. 38 en que el polígono I II I2 I3... representa las direcciones sucesivas que tomaría un rayo luminoso homogéneo al atravesar diferentes capas esféricas de aires A, AI, A2, A3,... cuyas densidades variasen por intervalos repentinos.

Empero como la densidad del aire, al acercarse a la superficie terrestre, no crece repentinamente sino por grados insensibles, el rayo luminoso no describirá en realidad un polígono al atravesar la atmósfera. Su camino será una línea curva cóncava hacia la superficie terrestre, como lo representa la fig. 39; o lo que es igual, será un polígono de un número infinito de lados.

Cuando el rayo luminoso llega a O en la superficie de la tierra, un observador colocado en este punto le recibe según su última dirección OS´; y como suponemos siempre a los objetos en la dirección de los rayos luminosos que de ellos recibimos, aquél juzgará que el astro S está en S´. Si mide su distancia aparente al zenit, la encontrará igual a ZOS´; mientras que, en este supuesto de una densidad continuamente creciente hacia el centro, la distancia zenital verdadera que se observaría directamente al través del vacío es realmente mayor e igual a ZOS. La diferencia S´OS de estos dos ángulos se llama la refracción astronómica.

El efecto de la refracción astronómica es, pues, hacer ver en general a los astros más elevados sobre el horizonte HH que lo que parecería por la visión directa. Empero este desvío es mucho menor en realidad que lo que se ha representado en la figura, en que ha sido menester exagerar considerablemente el espesor de la atmósfera y su poder refringente total para indicar la curvatura de la trayectoria luminosa.

Un efecto análogo se produce entre dos puntos remotos de la superficie terrestre. Cuando se observa, por ejemplo, la altura de una montaña (fig. 40), el observador situado en O no ve el objeto terrestre O´ en la dirección de la recta OO´, sino en la prolongación de la última tangente OT tirada desde su ojo a la trayectoria luminosa que se forma entre él y el objeto O´. Este fenómeno se ha llamado refracción terrestre. Pero esta denominación nos parece impropia lo mismo que la de refracción astronómica. Porque estos efectos no son ocasionados ni por la tierra ni por los astros; y resultan únicamente del poder refringente del aire. Ésta es la razón porque los comprenderemos bajo la denominación general de refracciones atmosféricas.

96. Después de haber dado a conocer de un modo general la existencia de estos fenómenos, vamos a indicar cómo se encuentran por el cálculo sus leyes precisas; decimos indicar, porque sólo por medio de una análisis muy profunda es como se puede demostrarlos completamente.

Considérese primeramente un observador situado en O´ (fig. 41) sobre un punto cualquiera del esferoide terrestre. Como éste se diferencia muy poco de una esfera, según se verá más tarde, su acción local sobre la atmósfera en las cercanías del punto O pueden sustituirse muy aproximadamente por la de una esfera exacta que le fuese tangente en este punto, y que con una densidad media igual a la suya, ejerciese en O la misma atracción; es decir que produjese una pesadez de igual intensidad. Ésta es la que llamaremos en adelante la esfera ponderalmente osculadora o simplemente osculadora en O20. Como la atmósfera tiene muy poca altura comparativamente con el radio del esferoide, y comunica a las trayectorias luminosas una curvatura muy pequeña a causa de su poca densidad, la zona de aire que la visión abraza desde el punto O es muy limitada; de manera que puede considerársela como descansando sobre la esfera osculadora, y sujeta así en su capa inferior a seguir la configuración de ella. Y en efecto, cuando se llevan el barómetro, el termómetro y el higrómetro a diferentes alturas en una extensión de aire limitada de este modo, se encuentran las indicaciones de estos instrumentos sensiblemente las mismas en las diversas verticales, a no ser en el caso de muy grandes perturbaciones puramente accidentales que es necesario excluir del cálculo, porque no es dado prever la magnitud ni aun el sentido de las refracciones que resultarían de ellas. Circunscribiéndose pues a los casos ordinarios, se supone que la pequeña parte de la atmósfera total abrazada por la visión en derredor del punto O está constituida semejantemente sobre cada radio de la esfera ponderalmente osculadora a igual distancia del centro C, dejando por lo demás completamente arbitrarios todos los elementos de esta constitución en el sentido vertical. Las capas de igual poder refringente se consideran así esféricas y concéntricas a este centro; pero sólo en la parte de aire que la visión abraza desde el punto O. Y la disminución de sus poderes de aquella clase en el sentido vertical se supone en ellas propia del sitio, así como del instante en que se hacen las observaciones: lo cual no impide tampoco que dichas capas puedan tener un movimiento de traslación horizontal, o con más exactitud, paralelo a la superficie de la esfera. Porque semejante movimiento no alteraría la esfericidad de su constitución relativa, sin que tampoco cambiase sensiblemente el modo de su acción sobre el elemento luminoso, puesto que es tan rápida la trasmisión de la luz al través del pequeño espesor de la atmósfera, que los vientos más fuertes no producirían, mientras se verifica, una alteración apreciable en las moléculas de aire. El supuesto de la esfericidad de las capas no detiene así su movimiento más que en el sentido vertical, a fin de evitar su mezcla: cuya particularidad debe notarse, porque acomoda las bases del cálculo a una de las circunstancias más frecuentes y generales del estado verdadero de las cosas.

Iguales consideraciones pueden aplicarse al caso en que la estación del observador estuviese elevada a cierta altura sobre la superficie general de la tierra. Porque concibiendo la vertical de la estación prolongada inferiormente hasta el nivel del país circunvecino, podrá siempre tirarse a éste su esfera ponderalmente osculadora que sostendrá la totalidad de las capas aéreas y determinará su esfericidad aproximativa para todo el horizonte del observador.

97. Concibamos ahora un elemento luminoso L (fig. 41) que, llegado de las regiones remotas del espacio en que se movía Por el vacío según la dirección SL, penetra en una atmósfera constituida de este modo. Si por el centro de las capas refringentes, que es también el de la esfera osculadora sustituida al esferoide terrestre, se tira un plano que contenga a la dirección primitiva SL, toda la atmósfera resultará dividida por este plano en dos partes iguales y simétricamente colocadas con relación a él. No podrá, pues, ejercer sobre el elemento luminoso ninguna acción resultante normal al plano y que propenda a hacerle salir del mismo; y por consiguiente continuará este moviéndose por él desde su entrada en la atmósfera hasta el ojo del observador. Ahora bien, con las condiciones de osculación admitidas aquí, semejante plano será necesariamente vertical al punto de la tierra en que se encuentra el observador, toda vez que contiene al radio de la esfera que remata en este punto, y es la misma normal del esferoide. La curva descrita, cualquiera que pueda ser, estará pues comprendida necesariamente toda ella en el plano vertical que pasa por el astro de que ha emanado el elemento luminoso; y como la distribución de los poderes refringentes en nuestra atmósfera indica que esta curva será en general cóncava hacia la tierra, menester es concluir de aquí que el efecto de la refracción atmosférica se dirigirá todo él en sentido vertical, de modo que aumente las alturas aparentes, y disminuya las distancias al zenit.

Pero la intensidad de estos efectos no será igual para todas las alturas aparentes. Por ejemplo, si el elemento luminoso viene del zenit, estando dirigida su dirección primitiva al centro de las capas refringentes, no se apartará lateralmente de él por ninguna de ellas, toda vez que obrarán simétricamente todas en derredor de esta dirección; y llegará hasta el observador sin desviarse. La refracción atmosférica llegar pues a ser nula en el zenit. Así es como el lugar aparente de un objeto no cambia, cuando se le mira perpendicularmente al través de una hoja de vidrio de caras paralelas, o al través de un número cualquiera de tales hojas superpuestas unas en otras. Todas las capas refringentes presentan así sus planos tangentes paralelos al elemento laminoso llegado del zenit, y éste los penetra perpendicularmente; de modo que su velocidad sola aumenta sin variar de dirección.

Siguiendo esta analogía, la experiencia prueba que la refracción de los rayos sobre una misma superficie aumenta con su oblicuidad. La refracción atmosférica deberá, pues, crecer a medida que las trayectorias luminosas desciendan hacia el horizonte, toda vez que entonces las direcciones del elemento luminoso serán cada vez más oblicuas a las capas refringentes.

98. Necesitamos pasar ahora de estas indicaciones generales a las circunstancias precisas del fenómeno, y determinar las modificaciones que deben efectuarse en el movimiento primitivo del elemento luminoso según sus diferentes grados de oblicuidad; y vamos a procurar hacer comprender de un modo exacto, aunque elemental, cómo puede llegarse a ello.

Sea M (fig. 41) un punto cualquiera situado en la trayectoria luminosa SLMO que llega en O al observador bajo la distancia zenital aparente S´OZ o qI COZ es la vertical del observador; y CO, o a, el radio de la esfera osculadora en O. Desde el punto M tiremos la tangente MT a la trayectoria, y el radio vector MC dirigido al punto C de la esfera. Llamemos r a este radio, v al ángulo MCZ que forma con el radio a en el centro de la esfera osculadora, y por último al ángulo CMT que forma con la tangente en M.

Llegado el elemento luminoso a M en que su actual velocidad de traslación está dirigida según MT, describamos idealmente en derredor del centro C una superficie esférica con el radio CM. Esta superficie dividirá a toda la atmósfera en dos partes concéntricas; una superior que va a dejar el elemento luminoso M y la cual trabaja por retenerle, y otra inferior en que va a penetrar y que le atrae hacia su centro. Estas acciones se ejercen ambas según CM a causa de la esfericidad supuesta de las capas de igual poder refringente; pero son en sentido contrario, y por lo común domina la inferior en nuestra atmósfera porque los poderes refringentes crecen en este sentido. La teoría de las atracciones a corta distancia enseña que de aquí resulta una fuerza central variable, encaminada hacia el punto C y cuyo efecto consiste en dar al elemento luminoso en cada capa aérea la misma velocidad que habría adquirido si a ella hubiera llegado inmediatamente al salir del vacío. Llamando 1 a la velocidad de la luz en el vacío, el cuadrado de la nueva velocidad excede siempre a 1 en una cantidad que depende de la naturaleza del aire y de su densidad a la distancia r del centro a que ha llegado el elemento luminoso. Y siendo igual la naturaleza del aire, siempre que la densidad aumente o disminuya en los límites únicamente de las variaciones que dejen subsistir el estado gaseoso, aquel incremento varía en igual proporción según las experiencias. Sea pues r la densidad del aire en M a la distancia r del centro, 4k un coeficiente que depende de su naturaleza química, el cual deberá suponerse función de r en una atmósfera esférica de composición en general no uniforme. La velocidad de la luz en M será símbolo1+4kr; y si caracterizamos con un acento inferior las cantidades que pertenecen a la capa inferior O en que el observador está colocado, la velocidad en O será símbolo1+4k,@I El producto 4k@ es la cantidad que hemos indicado en el §. 91 bajo el nombre de poder refringente.

Esto supuesto, se demuestra en mecánica que en todo movimiento verificado por una fuerza central, y cualquiera que sea la ley según la cual ésta obre, las velocidades en los diversos puntos de una misma trayectoria son recíprocas a las longitudes, de las perpendiculares tiradas desde el centro de las fuerzas sobre las tangentes. Aquí para el punto M la perpendicular CP es r sen ; y para el punto O es a sen qI, puesto que la distancia aparente qI está determinada por la última tangente en O. Ambos productos serán pues recíprocos a las velocidades correspondientes cuya expresión acabamos de formar. Se tendrá pues en general.

r sen vI/a sen q=símbolo1+4kIrI/símbolo1+4kr, o sen =a símbolo 1+4kI@I/r símbolo1+4k@ sen qI (1).

Sea I el punto de intercesión de las dos tangentes tiradas a la trayectoria en los puntos M y O. TIO comprendido entre estas tangentes es evidentemente igual al ángulo PCPI comprendido entre las rectas CP, CPI que les son respectivamente perpendiculares. Ahora bien, el ángulo PCM es 90º-v´; y restando v se tiene PCO que es 90º-v-v´. Del mismo modo PICO es 90º-qI; y quitando de éste el ángulo PCO, se tiene PICP o TIO, igual a v+-qI. Esta relación muy sencilla es sin embargo esencial de notar por la facilidad que da para interpretar diferentes resultados del cálculo.

La ecuación anterior (1) expresa ya un carácter fundamental de la trayectoria luminosa. Si la constitución de la atmósfera está dada analíticamente, se deducirá de ella k@ en r. Tocante a kI@I también debe ser dado según esta constitución para la capa en que se quiere que esté situado el observador; y por último la distancia zenital aparente qI debe ser dada asimismo para definir la trayectoria que particularmente se quiere considerar. Así la ecuación anterior determinará el ángulo , o CMT para cada valor de r que se escoja arbitrariamente; pero no dará a conocer el ángulo MCZ o v que el radio vector MC forma con la vertical del observador lo que sería necesario sin embargo para dirigir la recta CM y construir completamente el punto M de la trayectoria. Empero este ángulo v está ligado a y a r por la teoría general de las curvas, y de este modo es como se le infiere. Mas la relación de estos elementos es diferencial; de forma que es menester verificar una integración para obtener sus valores finitos en sólo función de r. En esto consiste la dificultad analítica del problema de las refracciones en cada constitución atmosférica supuesta.

Cuando se ha dado este paso, se conoce enteramente toda la trayectoria correspondiente a la distancia aparente qI que nos es dada. Puede pues calcularse el exceso del ángulo inicial LAZ sobre el final L´OZ, o LEL´, que es el total apartamiento verificado en el camino del elemento luminoso desde su entrada en la atmósfera en L hasta O en que llega al observador. Es visible que este exceso es la suma integral de todas las pequeñas inflexiones efectuadas gradualmente en la trayectoria desde L hasta O. Si se designa en general por q el ángulo MTZ formado por la tangente cualquiera MT con la vertical del observador, será la suma de las variaciones por que ha pasado el ángulo q desde su primer valor LAZ, momento en que el elemento luminoso ha entrado en la atmósfera hasta su valor final L´OZ o qI cuando ha llegado al observador. Designemos en general por RqI esta suma que expresa el ángulo LEL´ de las dos tangentes extremas: será como se va a ver el elemento principal y casi único de la corrección que es preciso hacer a la distancia zenital aparente ZOS´ o qI para tener la distancia zenital verdadera ZOS que se observaría directamente al través del vacío y que llamaremos Z. En efecto esta corrección que se quiere obtener es Z-qI o SOS´. Ahora bien, si designamos por S en el triángulo OES el ángulo formado en el astro, el exterior en E, o RqI igualará a la suma de los interiores que lo son opuestos. En su consecuencia uno de ellos SOS´, que es la corrección misma que se busca, será RqI-S; pero como tiene ya por expresión AZ-qI, se tendrá en general

Z-qI=RqI-S; de donde Z=qI+RqI-S.

Así que, suponiendo que se conozca el ángulo S, si se calcula RqI, se podrá por medio de esta fórmula inferir la distancia verdadera Z de la aparente observada qI; y recíprocamente.

Este ángulo S es el diámetro aparente que subtende la trayectoria luminosa vista desde el astro. Ahora pues, la poca altura de la atmósfera hace que la longitud total de la trayectoria sea siempre muy corta, y sobre todo en comparación con la distancia a que los astros están de la tierra. Además su curvatura total es también muy escasa en razón a la poca fuerza refringente del aire. Cuando en el transcurso de la Astronomía se llega a conocer la distancia rectilínea OS respecto de la luna que es el astro más próximo a nosotros, si se prueba a calcular el ángulo S con relación a ella se encuentra que es perceptible apenas, aun colocando la trayectoria en las posiciones más favorables para agrandarle; y entonces se confunde con desigualdades mucho más considerables que se resisten a todo cálculo por su carácter accidental. Se desprecia pues ordinariamente este ángulo, lo que equivale a considerar a la tangente inicial SLA como sensiblemente paralela al radio visual directo OS que fuese desde el observador al astro al través del vacío. Admitida esta suposición se tiene simplemente

Z=qI+RqI (2);

y entonces todo se reduce a hallar por el cálculo analítico el valor de RqI para una distancia aparente cualquiera qI.

La precedente exposición supone únicamente que en el tránsito del elemento luminoso se halla la atmósfera compuesta de un modo semejante en todos los radios r, dejando por lo demás enteramente arbitraria a su constitución en cada uno, de ellos. Esta identidad es la condición única, pero necesaria, de que la fuerza que obra sobre el elemento luminoso sea puramente central, y pueda así aplicársele la propiedad general de estas fuerzas que nos ha dado la ecuación (1). Ahora, esta ecuación fundamental puede simplificarse para la atmósfera terrestre tal como existe. Porque, según los hechos de que se ha dado cuenta en el §. 91, se pueden sustituir en ella los poderes refringentes variables k, kI por un poder refringente constante k afecto, no ya a las densidades reales, sino a las densidades ficticias que tendría el aire atmosférico seco para las mismas temperaturas y presiones indicadas por el termómetro y barómetro. Concibamos pues idealmente las densidades @, @I, calculadas en esta forma: La ecuación (1) apropiada a la atmósfera verdadera se reducirá a

sen =asímbolo1+4k@1/rsímbolo1+4k@ sen q1

y el valor numérico de k será el dado en la nota del §. 91.

99. Pero reducido el problema a este punto conserva aun una dificultad física que a primera vista aparece insuperable. Parece en efecto que para resolverle es necesario indispensablemente conocer el sistema exacto de superposición y la constitución individual de las capas aéreas que atraviesa el rayo luminoso, a fin de poder formar sus poderes refringentes e introducir su sucesión en el cálculo. La sustitución que puede hacerse del poder refringente del aire seco al del aire húmedo, según lo dicho en el § 91, permite a la verdad determinarle en virtud de la presión y de la temperatura únicamente sin conocer la cantidad presente de vapor acuoso; pero esta cantidad influye sobre el peso de que resulta la presión, y así no se puede definir la sucesión de las presiones, si no se conoce cómo varía la proporción del vapor, de modo que parece que este conocimiento ha de ser siempre indispensable. Así es en rigor; y en el capítulo anterior se ha visto, que, aun calculando la disminución del vapor acuoso por evaluaciones medias que bastan en el estado ordinario de la atmósfera, la de las densidades corregidas en esta forma no puede determinarse todavía sino empíricamente.

No obstante, cuando la trayectoria luminosa no desciende muy cerca del horizonte, en donde su tránsito al través de las capas aéreas les es más oblicuo; por ejemplo, cuando la distancia zenital aparente qI no excede de 75º sexagesimales la refracción puede obtenerse, no con rigor, sino con una aproximación segura siempre, y en límites de error conocidos, y esto solamente en virtud de los datos físicos observables en la capa misma en que el rayo llega al ojo, lo cual es uno de los más importantes resultados de esta teoría. Para comprender cómo es posible esto hay que considerar que según las condiciones de limitación aquí supuestas, el rumbo del rayo no es ya muy oblicuo a los planos tangentes de las capas sucesivas; de modo que estos planos tirados a los diversos puntos I, I´, I´´... (figura 38), se encuentran entonces, sino paralelos, por lo menos poco oblicuos unos respecto de otros, circunstancia que favorece además la magnitud de las esferas a que son tangentes y la poca curvatura de la trayectoria. Ahora pues, si fuesen exactamente paralelos, nos encontraríamos con el caso de trasmisión sucesiva expuesto en el §. 92; es decir, que la dirección final del rayo en O en la última capa aérea, sería la misma que si hubiese entrado directamente en ella al salir del vacío, según su dirección primitiva SI. Aunque este resultado no tenga lugar exactamente en el caso actual a causa de la curvatura de las capas y de la trayectoria, le falta poco para realizarse toda vez que vienen casi a reproducirse las circunstancias que le determinan. Circunscribiendo entonces a él las fórmulas generales, se halla que los dos primeros términos de su desarrollo expresan el efecto del exacto paralelismo, unido a la casi totalidad de la corrección que es necesario hacer; con la favorable particularidad de que los elementos físicos de que se componen estos dos términos son enteramente determinables por observaciones hechas en la capa de aire en que se encuentra el observador. Hasta se pueden señalar los límites de error que envuelve la refracción calculada así para cada distancia aparente q a que se quiera aplicarla. De modo que, limitándose al caso en que el error posible fuese inapreciable por las observaciones, o a lo menos despreciable, basta acomodar los resultados a las actuales condiciones meteorológicas, sin tener ninguna necesidad de conocer la sucesión de los poderes refringentes intermedios que han obrado sobre el elemento luminoso. Se pueden, pues, calcular anticipadamente tablas numéricas de estos valores para cada distancia zenital en que cabe dar lugar a la evaluación obtenida de este modo, uniendo a ella las modificaciones que es preciso hacer para apropiarlas al estado de la capa inferior, cuyas variaciones accidentales no pasan nunca de ciertos límites fáciles de comprobar. Existen efectivamente tales tablas que se insertan ordinariamente en las colecciones astronómicas publicadas cada año en los diversos países de Europa para preparar anticipadamente a los navegantes y astrónomos los elementos variables de los movimientos celestes que pudieran observar. Tales son en Francia el Conocimiento de los Tiempos, y en Inglaterra El Almanaque Náutico. Fácilmente se concibe que en estas aplicaciones, las distancias zenitales observadas realmente, así como las circunstancias meteorológicas de las observaciones, no caen casi nunca con exactitud en uno de los números calculados ya en la tabla. Pero siempre se encuentran comprendidas en ella entre dos términos poco distantes uno de otro; en cuyo caso se supone que entre estos últimos la diferencia de los resultados es sensiblemente proporcional a la diferencia de los datos físicos; y por medio de una simple proporción se ve lo que es menester añadir o quitar a los números de la tabla para tenerlos verdaderos resultados actuales. Trátase aquí de una interpolación absolutamente parecida a la que se hace al usar las tablas de logaritmos, cuando hay uno que no se encuentra comprendido en ellas exactamente. Del mismo modo se procede respecto a las alturas observadas del barómetro y termómetro, cuando se diferencian de las que señala la tabla. Con el auxilio de las correcciones dependientes de estos instrumentos, servirá la misma tabla de refracción en las montañas y en las alturas, con tal que, sin embargo las distancias zenitales observadas, no excedan del límite de 75º, al que se debe circunscribir la aproximación de esta clase. Por lo que hace al higrómetro que indica la actual humedad del aire, se ha creído hasta ahora poder dejar de tenerle en cuenta, a causa de la igualdad que existe entre los poderes refringentes del aire atmosférico seco y del mezclado con vapor acuoso, cuando en estos dos estados tiene igual temperatura y soporta la misma presión. Parecía pues que, observando el termómetro y el barómetro de que dependen estos dos elementos físicos, se podía sustituir idealmente el aire atmosférico de la capa interior con otra de aire seco y tomar la refracción que conviniese a este supuesto. Esto es verdad, con efecto, para el cálculo de los términos que dependen del actual poder refringente; pero examinando la forma teórica por la que se calcula la refracción aun con los valores limitados de las distancias zenitales que aquí consideramos, se ve que entre las cantidades que la componen hay una en que la tensión del vapor acuoso existente en la capa inferior entra como elemento esencial por efecto del cambio que el mismo ocasiona en el peso específico del aire, ya que no en su poder refringente. Así se reconoce con facilidad por la expresión exacta de las refracciones atmosféricas circunscritas a las distancias zenitales que aquí presuponemos. Felizmente el término de que se trata tiene una escasa influencia en las aplicaciones de la fórmula a los climas templados. Mas llegaría a ser más sensible en los países cálidos, y sobre todo crece considerablemente en las refracciones próximas al horizonte de que vamos a hablar dentro de poco.

Como para la precisión de los diferentes resultados astronómicos será conveniente que el lector tenga una noción precisa de las refracciones que hace experimentar a los rayos luminosos la interposición de la atmósfera, se inserta aquí el cuadro de sus valores calculados directamente para París, hasta los 75º de distancia zenital con la aproximación que se acaba de indicar, suponiendo la temperatura del aire a 10º centesimales, y la presión barométrica medida por una columna de mercurio a temperatura tenga 0m, 76 (2 pies 8 pulgadas) de longitud. Para mostrar desde luego la totalidad del fenómeno, hemos unido a ellos por anticipación los valores análogos obtenidos hasta 90º 30´ de distancia del zenit; pero por consideraciones mucho menos ciertas, como en breve se verá. Extractamos estos números de la colección de tablas astronómicas publicada por la Oficina de las Longitudes de Francia. Están deducidos de las fórmulas de Laplace, y por consiguiente no se ha tenido en cuenta el higrómetro; pero puede suponerse que corresponden al grado medio de humedad del aire que tiene lugar en el Observatorio de París. Si las circunstancias meteorológicas se diferenciasen de las que acabamos de indicar, los resultados cambiarían según ciertas proporciones indicadas por la teoría, y que, estando también calculadas para las diversas indicaciones del barómetro y termómetro entre los límites de sus naturales alteraciones, van anejas a los valores fundamentales en la colección citada. Dedúceselas de la expresión general analítica de la refracción total propia de la constitución atmosférica que se considera, haciendo variar en ella el poder refringente en una cantidad muy pequeña resultante de las variaciones que la temperatura y la presión inferior experimentan al rededor de los valores medios que se les atribuyen.

Resultados astronómicos publicados por la Oficina de las Longitudes de Francia

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