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Trayectoria de Laín Entralgo

De Los valores morales del nacionalsindicalismo (1941) a Descargo de conciencia (1976)

Juan Padilla





El 19 de mayo de 1976 se presentaba en el Hotel Velázquez de Madrid el libro de Laín Entralgo Descargo de conciencia (1930-1960), publicado en abril por Barral Editores. Unos días antes se había presentado en Barcelona. La forma de la presentación fue un diálogo que, por el modo y circunstancias en que tuvo lugar, pudo parecer un interrogatorio judicial. El libro era, en efecto -así nos lo declara el mismo autor en el prólogo-, una especie de «ajuste de cuentas» consigo mismo. Hubo quienes consideraron aquel procedimiento excesivo1. Hubo quienes, por el contrario, lo consideraron insuficiente2. Y hubo quienes, como Julián Marías, vieron en los supuestos mismos del «proceso» un síntoma preocupante de lo que podía y no debía ser la transición.

El revuelo fue grande, porque Pedro Laín Entralgo, que desde el primer momento de la Guerra Civil tomó partido a favor del bando nacional, fue durante todo el tiempo, primero como consejero nacional del Movimiento y después como crítico del sistema, un referente moral, como tenían que reconocer incluso sus adversarios.

La importancia del caso Laín estriba en que en él encontramos no solo una interesantísima peripecia personal, sino además, y sobre todo, una de las claves para entender lo que fue la convivencia posible y real de los españoles desde el final de la guerra hasta que, con la muerte de Franco, se inicia el proceso de transición política. Una transición cuyas raíces evidentemente venían de atrás, de un proceso anterior, previo al político, un proceso social y cultural. Un proceso que, más que el hecho mismo de la transición, determinó el modo en que se hizo. Lo diré claramente: nuestra admirable transición política -justamente en lo que tiene de admirable- fue posible porque, aparte otros factores, ya existían y actuaban de tiempo atrás espacios efectivos de convivencia y concordia como los creados por la obra -escrita, docente y mínimamente «política»- de Laín Entralgo.

La adscripción de Laín al bando nacional fue inequívoca y, puede decirse, ilusionada desde el primer momento. Se encontraba al estallar la guerra dando un curso de verano en la Universidad de Santander. Inmediatamente se embarcó para Francia y pasó por los Pirineos a Navarra, en poder de los sublevados. «Para ser fiel conmigo mismo y con la decisión que había tomado -dice en sus memorias-, una gestión se imponía: presentarse a las autoridades militares de Pamplona y ofrecer allí mis servicios» (177)3. Se propuso, pues, como médico. Pero pronto sus servicios habrían de ser de otro tipo.

Imagen. Laín Entralgo en Viena. 1932

Laín en Viena. 1932

En seguida se planteó el dilema: «¿Falange o Requeté, Requeté o Falange?»; se decidió finalmente por esta última. «Fui nominalmente falangista -nos dice- desde el día de mi inscripción en Falange, uno de la última decena de agosto de 1936; comencé a serlo real y cordialmente cuando leí y releí el folleto con tres discursos de José Antonio -en la portada, su retrato sobre una bandera roja y negra- que poco más tarde me dieron» (181). Pasó a ser así un «camisa nueva».

Será la violencia, verbal, teórica y práctica, lo que más duro le resulte asumir. Pronto entra en crisis, y decide, nos cuenta en sus memorias, «seguir donde entonces estaba, pero consagrando toda mi actividad no privada al empeño -intelectual, afectivo, operativo- de asumir y coordinar como mejor me fuese posible las vidas, las ideas y las mejores aspiraciones de cuantos españoles yo conociese, aunque fueran distintos de mí» (184). De esta voluntad de concordia, de esta decisión en medio de la guerra, tan radicalmente opuesta a ella que era su misma negación, brota esa tercera vía, tan poco frecuentada en ambos bandos, que andando el tiempo se convertirá en el camino real, mayoritario y de una auténtica minoría selecta en la transición. Entre una y otra transcurren cuarenta años, durante los cuales se hace todo lo posible por anular cualquier intento de reconciliación.

El compromiso de Laín con el falangismo, entre tanto, no se limitó a una militancia de base. Pronto se introdujo en sus círculos intelectuales. Durante la guerra publicó gran cantidad de artículos en Jerarquía. La Revista Negra de la Falange, en FE. Doctrina Nacionalsindicalista y en Arriba España. Desde 1938 se encarga Laín de la Sección de Ediciones (luego Editora Nacional) del Servicio Nacional de Propaganda, dirigido entonces por Dionisio Ridruejo. Con ellos y con gente como Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco y Torrente Ballester se forma en Burgos un grupo con una visión relativamente integradora y liberal (hasta donde era posible en aquella hora) del futuro de España. «Una suerte de segregada "reserva literaria", un ghetto al revés -dice Laín-, un aderezo para el lucimiento, solo políticamente aceptable mientras no tratase de intervenir en las decisiones "serias"» (231). Su visión del problema de España era «la más inteligente y generosa, aunque a la postre la más fracasada, de cuantas a la sazón pululaban por la "zona nacional"». Una visión que se plasmará luego en el libro de Laín España como problema, publicado en 1949 pero gestado por estas fechas.

Su generosa y reconciliadora percepción del problema de España encajaba bien con su ciertamente idealizada visión del proyecto falangista, tal como se refleja en Los valores morales del Nacionalsindicalismo, publicado en 1941 y donde se recogen algunos de los artículos y conferencias elaborados por Laín al servicio del sistema en su calidad de consejero nacional del Movimiento. Un libro del que dirá más tarde Marías que, aunque no muy convincente, «muestra bien a las claras los valores morales de su autor»4. De muchas de las cosas dichas en estos escritos dice Laín arrepentirse (reconoce que son fruto de la ingenuidad, la ignorancia, la pereza o la cobardía civil), pero no avergonzarse: «No, no me avergüenzo. Aguzo la mirada en la inspección de los desvanes y los sótanos de mis recuerdos, evito con severidad toda complacencia conmigo mismo, y no descubro una sola línea mía en la cual no sea tácita o expresamente estimada la plena dignidad humana de los vencidos, no opere como objetivo visible o adivinable, nunca como simple aderezo retórico, el bien de todos los españoles» (274).

El mismo Laín nos dice que ya por entonces su fe falangista se estaba resquebrajando. Desde el final de la guerra su pasión española estaba «herida y cansada». «Fue hiriendo y fatigando esa pasión -nos dice-, ya desde 1939, el cada vez más patente fracaso en que se hundió una vehemente aspiración colectiva de los que compusimos el ghetto al revés de Burgos: la incorporación leal de los vencidos, de aquellos vencidos en quienes la buena voluntad era cosa cierta o probable, a la España subsiguiente a la victoria» (275).

No obstante, en 1941, en Los valores morales del Nacionalsindicalismo, con más o menos convencimiento, se esfuerza todavía en justificar expresamente el proyecto falangista. Los valores morales que Laín descubre en el nacionalsindicalismo se articulan en tres ámbitos: el de la «moral nacional», el de la «moral del trabajo» y el de la «moral revolucionaria». La misión de la Falange consiste para él en la encarnación histórica, y por tanto española, de lo que José Antonio empezó a llamar «los valores eternos». «Si los españoles lográsemos de veras -dice Laín con retórica propia de la época- realizar la idea nacionalsindicalista, habríamos conseguido enlazar revolucionariamente lo social y lo nacional, convirtiendo en persona histórica al individuo; pero al mismo tiempo, y en ello estaría nuestra originalidad en lo universal, habríamos llevado a cabo la incorporación de los valores morales eternos, religiosos, al doble orden político y social de nuestro mundo histórico5.

Y aun en este contexto, en la misma introducción al libro, se reclama el derecho al diálogo, a la polémica y la crítica, dentro de los límites entonces admisibles: «Tengo por muy seguro que no hay política sin polémica, y cumplo esta creencia con leal sinceridad. Es posible que algunos discrepen de mis puntos de vista, movidos incluso por óptimo deseo. Si tal ocurre, nada me complacería tanto como una sincera respuesta. Me parece que en España faltan muchas veces la crítica y el diálogo, y quisiera contribuir, atacando de frente algunas cuestiones disputadas, no sólo al esclarecimiento de éstas -que ahí está lo más importante-, pero también a que aquéllos volviesen, en la discreta medida que señale quien puede y debe»6.

El primer gran proyecto intelectual en el que, una vez acabada la guerra, se intenta hacer realidad el afán integrador y reconciliador, es la revista Escorial. El primer número aparece en noviembre de 1940. Era su director Dionisio Ridruejo; su subdirector, Pedro Laín. Estaban también asociados a la empresa Luis Rosales y Antonio Marichalar. Mientras la política científica y cultural oficial se entregaba de lleno a la más torpe y mezquina «depuración», la nueva revista estuvo guiada desde el primer momento por su voluntad integradora. De ello da fe la nómina de sus colaboradores: «Estábamos en ella, desde luego -dice Laín-, muchos de los que nos habíamos congregado en Burgos: Dionisio, Tovar, Rosales, Vivanco, Torrente, Conde, Salas, Alonso del Real, yo mismo. Estaban también, cómo no, varios de los escritores falangistas anteriores a la guerra civil: Montes, Alfaro, Santa Marina, Emiliano Aguado, Samuel Ros. Junto a unos y otros, jóvenes que muy poco antes habían iniciado su carrera literaria o que de este modo la iniciaban: Caro Baroja, Cunqueiro, Díez del Corral, Fernando Gutiérrez, Gómez Arboleya, Maravall, Marías, Muñoz Rojas, Orozco, Panero, Riquer, del Rosal, Sopeña, Suárez Carreño. Y presidiéndonos a todos, esto es lo decisivo, no pocos de los hombres que con anterioridad a 1936, fuese cual fuere su ideología, habían brillado con luz propia en el cielo de nuestra cultura; entre otros, mencionados por orden alfabético, Dámaso Alonso, Azorín, Baroja, Cossío, Gerardo Diego, Fernández Almagro, García Gómez, Lafuente Ferrari, Marañón, Menéndez Pidal, Ors, Zaragüeta, Zubiri. Ausente de esta lista, ¿necesitaré decir que Ortega estaba muy presente entre nosotros?» (282) 7.

En el «manifiesto editorial» se decía: «Nosotros, en cambio, convocamos aquí, bajo la norma segura y generosa de la nueva generación, a todos los valores españoles que no hayan dimitido por entero de tal condición, hayan servido en este o en el otro grupo -no decimos, claro está, hayan servido o no de auxiliadores del crimen- y tengan este u otro residuo íntimo de intención. Los llamamos así a todos porque a la hora de restablecer una comunidad no nos parece posible que se restablezca con equívocos y despropósitos». En palabras de José Carlos Mainer, la revista «se convirtió muy pronto en el perdido hogar de una literatura y en el punto de cita en que un público, minoritario pero importante, pudo al fin reconocer la herencia de las grandes revistas culturales de anteguerra»8.

Imagen. Reunión Grupo Burgos. 1938

Reunión del «grupo de Burgos», creado en 1938. De izquierda a derecha; Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, Rodrigo Uría, Dionisio Ridruejo, Pedro Laín, Torrente Ballester y Antonio Tovar

Imagen. Libro «Los valores morales del Nacionalsindicalismo». Laín Entralgo

Imagen. Libro «Descargo de conciencia (1930-1960)». Laín Entralgo

No obstante su generoso llamamiento, la revista tropezó con innumerables trabas, que en la práctica limitaban mucho el ofrecimiento9. A la postre, la línea que representaba resultó fracasada. Pero ¿fue realmente, completamente, un fracaso? Quiero decir: el hecho de que esta línea resultara políticamente anulada, frustrada, ¿supone que no sirviera social y culturalmente para nada? Intento probar justamente la tesis contraria.

En 1949 publicó Laín España como problema, en que se reelaboraban, como dijimos, ideas ya anteriormente expuestas. El problema de fondo, una vez más, es el de la integración de las dos Españas. La solución propuesta, nos dice Laín en Descargo de conciencia, «una ingenua voluntad asuntiva y superadora; la quijotesca o cuasiquijotesca pretensión de proponer, frente a nuestra desgarrada cultura reciente, una suerte de Aufhebung hegeliana. En efecto: con adolescente ilusión [...] pensé que el problema de la escisión cultural y política de los españoles ulteriores al siglo XVIII, y por tanto, la enconada y pertinaz pugna entre "las dos Españas", podía y debía ser resuelto por la asunción unificante de una y otra en una empresa "superadora", palabra en boga, de lo que en sí y por sí mismas habían sido ambas» (195). Pues bien, ilusión o no, ingenua o no, frustrada o no políticamente, puede calcularse el efecto (benéfico a pesar de todo) de esta visión por el contraste con la visión integrista imperante. No es necesario ir muy lejos para buscarla. La reacción al libro de Laín fue inmediata y directa. A los pocos meses publicó Calvo Serer su réplica España, sin problema. «Por fortuna -dice en el prólogo-, de dos siglos en que España fue tema a discutir, hemos salido los españoles mediante un acto enérgico, tajante y claro, en 1936; desde 1939 España ha dejado de "ser un problema", para adquirir conciencia de que está enfrentada con "muchos problemas". Es preciso dejar de darle vueltas al pasado, porque éste es el único medio para que podamos partir de él. Se ha hecho ya necesario ahondar de una vez en nuestro propio espíritu, tal como se manifestó cuando estaba en forma, antes de que a nadie se le ocurriera considerarlo problemático. Y de este modo insertos en la tradición positiva, podremos con seguridad enfrentarnos con el futuro hacia el que tiende nuestro destino10.

En el libro de Laín, con palabras de Carlos Seco, «latía aún la esperanza de que de los mismos supuestos de la guerra civil pudiera brotar la España en que las generaciones de egregios pensadores de que se había nutrido su propio ser intelectual habían soñado»11. Pero esta esperanza hacía ya aguas por todos sitios. Los años posteriores son los de la historia de su hundimiento. Y de aquí surgen la mayor parte de los escrúpulos de conciencia de Laín: de su reacción ante este hundimiento, menos gallarda y valiente, piensa, que la de su gran amigo Dionisio Ridruejo.

Reconoce Laín, en primer lugar, haber pecado por omisión. La situación era que el régimen que él promovía y apoyaba no hizo nada «por anular o amenguar el terrible abismo entre los vencedores y los vencidos, aun atando muchos de estos, quedándose en España limpios de sangre, mostrasen bien claramente su tácita voluntad de convivir y colaborar con la mitad victoriosa» (275-276). Y ante esta situación reconoce no haber hecho todo lo que debía, «puesto que nunca denuncié hasta donde me fuera posible una realidad tan objetivamente injusta y, a la vez, tan básicamente opuesta al logro de la España posible y deseada»; siente que se va enfriando definitivamente su vinculación a la España oficial pero «sin la valentía, tan clara y temprana en mi amigo Dionisio, de romper abiertamente con ella» (279).

Parece que el año 1945 marca un punto de inflexión, dentro de una crisis que, como solía ocurrir en Laín, fue paulatina y gradual. Aparentemente cambian pocas cosas. Exteriormente se va distanciando muy poco a poco. Pero íntimamente el enfriamiento de su adhesión al régimen hace para él mismo su posición cada vez más incoherente. Entre 1940 y 1945 publica Los valores morales del Nacionalsindicalismo, muestra su apoyo a las potencias del Eje y hace ostensible su falangismo (280). Con la publicación de La generación del Noventa y ocho, y en particular en su introductoria «Epístola a Dionisio Ridruejo», quiere cerrar una etapa e iniciar otra dedicada más a su campo profesional, la historia de la medicina, que a los problemas de la historia cultural española que hasta entonces le habían ocupado preferentemente. La cosa es sumamente significativa.

Paralela a esta su vocación profesional corre el proceso de su íntima crisis política, por el momento sin manifestación externa. «A través de minúsculas "noches oscuras", tenues iluminaciones oscilantes y tercas, cobardes o perezosas resistencias a reconocer que en mi visión de España mucho había sido puro y falaz espejismo -dice en Descargo de conciencia-, llegué en mi interior a una serie de conclusiones cada vez más claras, firmes y liberadoras»: 1) que el fascismo «es en rigor una engañosa trampa: quita la libertad civil y no da suficiente justicia social; 2) que el nacionalismo «termina falseando la verdad histórica y social, y en ocasiones hasta la verdad científica»; 3) que la corrupción moral es un «inexorable resultado» de dicho sistema; 4) que para sobrevivir necesita apelar continuamente a la violencia [...] (316). Estas conclusiones solo podían llevar, reconoce Laín en 1976, a una salida consecuente: «la afirmación del pluralismo político como única doctrina compatible con la verdadera e íntegra dignidad del hombre». Pero entre 1945 y 1950 confiesa no haber sido consecuente con el nervio de su pensamiento («no lo fui, al menos, en forma que hoy me parezca satisfactoria»). «Me limité, pues, a ir madurando y perfilando en mi intimidad las tesis que tan tajantemente antes he consignado, a refugiarme en la coartada de un nuevo arbitrio político-cultural, a liquidar sin pena ni gloria empresas intelectuales que la realidad misma había convertido en absurdas, a practicar un distanciamiento coloquial e irónico respecto del mundo en torno y -eso sí- a trabajar seriamente en lo mío» (318).

Tras «la utopía de la asunción unitaria y superadora» vino «el arbitrio-coartada del pluralismo por representación», especie de sucedáneo del pluralismo auténtico, mientras este no fuera posible (319).

Estando en estas, le llega la propuesta de Joaquín Ruiz-Giménez, recién nombrado Ministro de Educación Nacional, de hacerse cargo del rectorado de Universidad de Madrid -por entonces dejó de llamarse, significativamente, Universidad Central-. Era una universidad, no se olvide, en la que el rector, con enormes poderes, debía pertenecer a Falange, y era obligatoria asimismo la afiliación de los estudiantes. En este contexto, el rectorado de Laín en Madrid -y de Tovar en Salamanca- supuso cierta modernización y apertura. «Para muchos, era ésta una esperanzadora conjunción de los sectores más progresistas y humanistas de la democracia cristiana y de Falange, en un proclamado intento de mejorar los cauces de expresión y la vida educativa y cultural española»12. «Nunca como durante aquel ministerio de Ruiz-Giménez -dice Aranguren- pareció que iba a poderse lograr, cuando aún era tiempo, la tan necesaria evolución del régimen»13.

En su discurso inaugural del curso 1951-1952, titulado La universidad en la vida española, establecía como «principales propósitos» de su rectorado los siguientes14: 1) «el progresivo robustecimiento de la unidad universitaria»; 2) «un eficaz cuidado de la formación profesional y una constante exigencia respecto a la validez social de la formación dada en el recinto universitario»; 3) «el ofrecimiento de una formación teórica mínima, fundamentadora e incitadora de una modesta vida intelectual, a todos los estudiantes universitarios o, cuando menos, a la mejor parte de ellos»; 4) «la atenta revisión, en busca de resultados verdaderamente satisfactorios, de cuanto se viene haciendo para conseguir una cabal formación cristiana, española y estética del estudiante universitario» -en este punto, significativamente, pasa adelante sin comentario-; 5) «un constante esfuerzo para mejorar el rendimiento de esta Universidad -laboratorios, seminarios- en orden a la investigación científica», y 6) «una apelación constante e instante a la sociedad y al Estado en favor de la enseñanza y la formación universitarias».

Imagen. Antonio Tovar, Luis Rosales y Pedro Laín

Antonio Tovar, Luis Rosales y Pedro Laín

Imagen. Laín Entralgo. Estudio

Evidentemente estos propósitos quedaron en gran medida incumplidos -podemos decir, si se quiere, que fue un nuevo fracaso en la labor de Laín-, pero ¿cuándo se han visto cumplidos, quiero decir enteramente, los propósitos de ningún rector? Sobre el detalle de sus logros -se intentó utilizar el sentimiento corporativo de la universidad para independizarse en lo posible del poder político, se creó la Revista de la Universidad de Madrid, se formó la Asociación de Amigos de la Universidad de Madrid, se intentó que Ortega volviera a hablar en la Universidad, se recuperaron algunas importantes figuras del exilio- y fracasos véase sobre todo Descargo de conciencia (393-413).

Tras los graves altercados entre estudiantes y falangistas que tuvieron lugar en la Universidad de Madrid en febrero de 1956 -en los que Laín desempeñó un importante papel mediador-, renuncia al rectorado y a su adscripción «residual» a la Falange; y, al hacerlo, se disuelven ya irremisiblemente sus quiméricas ilusiones del «pluralismo por representación» y se frustra la que había sido probablemente la única oportunidad real de una orientación conciliadora del régimen.

Laín se refugia entonces en su disciplina y en sus clases; o, mejor, vuelve a ellas aliviado, como a su más auténtica vocación, pudiendo decir al fin, como don Quijote -como Alonso Quijano-: «Sé quién soy».

Su vocación más auténtica, en efecto, no es la política ni la gestión. Su vocación «más propia» es la «irrevocable empresa de cultivar con seriedad una historia de la Medicina explícitamente orientada hacia la antropología médica». Se embarca entonces en su gran obra, representativa del nuevo rumbo, La espera y la esperanza, publicada en 1957. Se entrega, por otro lado, a su complementaria vocación docente. «Siempre me ha gustado "dar clase" -dice en Descargo de conciencia-; siempre he sentido en los senos de mi alma esa incomparable fruición del profesor por vocación, cuando mirando a los ojos de los alumnos que le escucha vive con ellos la gozosa emoción de redescubrir o codescubrir la verdad que su lección comunica. Hasta que la vida universitaria se ha hecho tan confusa y agria, siempre he esperado con íntima ilusión, ya avanzado septiembre, el comienzo del nuevo curso» (344).

Tras su paso por el rectorado queda reforzada su figura y su autoridad moral. Empieza a ser considerado, según propia declaración, un «paria oficial», pero en modo alguno un «paria social»: «La sociedad española me ha dado todo lo que podía darme; más, sin duda, de lo que merezco: amigos excelentes, honores en la línea de mi profesión, estimación pública, posibilidad de seguir trabajando en mis propios temas y cuando yo quiero hacerlo. ¿Podía pedir más?». Y, en esta situación, he aquí lo que hace Laín: «separarme irrevocablemente del sistema, no ocultar las razones que me impulsaron a ello y expresar de manera pacífica, firmando tales o cuales documentos, mi actitud en pro de cuanto fuese apertura hacia un futuro políticamente más liberal y económicamente más justo, y en contra de toda represión política o policíaca éticamente abusiva» (452).

Los años sesenta son años en que el problema latente en la universidad se hace crisis abierta -sangrante en el episodio de la expulsión de los catedráticos Aranguren, Tierno Galván, García Calvo, Montero Díaz y Aguilar Navarro-. Laín ha ido reconstruyendo en silencio su mundo ideológico y está ya, con lo mejor de la universidad, en otra cosa, con la esperanza puesta en otro horizonte: el ancho horizonte de la democracia. Son los años de Cuadernos para el diálogo. Ante el atropello que supone la expulsión de los catedráticos mencionados -«en el campo de la vida nacional, el suceso para mí más removedor de la década 1960-1970» (465)-, escribe Laín: «A través de un proceso irreversible de mi espíritu, en el cual han tenido parte la experiencia y la reflexión, he llegado a convencerme de que el pleno desarrollo de la dignidad civil del hombre exige una vida pública efectivamente basada sobre el principio del pluralismo; y como casi todos los españoles, incluidos los enemigos de ese principio por conveniencia o por doctrina, pienso que una creciente exigencia de nuestra sociedad y la sutil, pero inexorable presión del espíritu del tiempo acabarán dándole vigencia real entre nosotros. De ahí mi deseo de que nuestros estudiantes y los españoles todos seamos educados para que llegue de la mejor manera lo que en todo caso ha de llegar; y de ahí, por otra parte, mi aspiración hacia una Universidad principalmente consagrada a la tarea de hacer ciencia y enseñarla, mínimamente politizada, en consecuencia, pero celosa de sus libertades internas y atenta a la formación de hombres en cuya vida sea realidad cotidiana esa idea de la dignidad civil a que antes me refería»15.

Laín tiene conciencia -e insiste en ello- de que se trata de un proceso irreversible. «Mi visión del mundo [...] -dice en 1976- ha logrado en estos veinte años su figura definitiva», Y el perfil de esta figura es el siguiente: «Pienso que el hombre [...] solo alcanza la dignidad social que a su ser corresponde cuando puede ejercitar dos derechos básicos: conocer por sí mismo las varias opciones que para la edificación de la vida civil ofrece la situación histórica en que existe [...], y disponer de los recursos que en el orden de los hechos hagan posible, llegado el caso, la realización colectiva del camino elegido. Las llamadas "libertades civiles" son la expresión más inmediata de estos dos derechos; sin ellas, el hombre de la calle se hace oveja, herramienta o jabalí. Libertad civil, más dignidad personal, igual a pluralismo auténtico; no hay otra regla para evitar la ovinización, la instrumentalización y el fanatismo de los pueblos. Ahora bien: la democracia pluralista no se legitimaría de facto si la libertad civil que le sirve de base no cumpliese de manera visible cuatro reglas principales: representatividad, justicia, eficacia e integralidad» (472).

Esta es, gruesamente trazada, la trayectoria «pública», «política», de Laín durante el régimen franquista. La continuación de la misma hasta su muerte, en 2001, no es sino prolongación de estas líneas: incansable dedicación al estudio y el pensamiento, con una orientación cada vez más decididamente filosófica, e intervención pública en ciertos problemas de la vida nacional, en particular en relación con la pluralidad lingüística y cultural de España, siempre con afán comprensivo e integrador.

En el citado texto de 1965, Laín subraya esta frase: «De ahí mi deseo de que nuestros estudiantes y los españoles todos seamos educados para que llegue de la mejor manera lo que en todo caso ha de llegar». Creo que aquí está la clave no solo de los últimos veinte años de su trayectoria bajo la dictadura, sino incluso de los veinte años anteriores. Porque ¿qué fueron estos sino un esfuerzo, más o menos sostenido, por que lo que era irremediable que pasara -o al menos era irremediable para él-, la perpetuación de la división y exclusión entre los españoles, fuera lo más limitada y menos onerosa posible? Por eso decía al principio que la contribución de Laín -y de otros como él- a la transición política no estuvo en el hecho, al mismo tiempo coyuntural e inevitable, sino en el modo en que se hizo.

Otro de los intelectuales con alta autoridad moral que en aquel momento delicado y decisivo llamó a la cordura, Julián Marías, juzgó la confesión histórica de Laín demasiado severa. Según él «Laín ha hecho lo indecible por establecer la convivencia entre españoles, por ayudar a unos y otros, por llevar a la vida nacional el espíritu de amistad»16. En el «proceso» abierto a Laín, en parte propiciado por él mismo, ve una cesión a «esa obsesión judicial de nuestro tiempo», dice en 1976, basada, según Marías, en el supuesto, contrario pero en el fondo coincidente con el inspirador de la política oficial durante el franquismo, de que «se es culpable simplemente por haber estado del lado de los vencedores», supuesto, por cierto, vigente aún hoy en la mente de muchas gentes. Lo que interesa, según él, no es el signo de la adscripción -contraria en el caso de Laín a la suya- sino la conducta personal durante y después de la guerra. «El otro día preguntaba cómo hubiera sido la España posterior a 1939 sin Laín; imagínese lo que hubiera sido con veinte Laínes. Es claro que no los hubo: se hubiera sabido. La deuda de los españoles con Pedro Laín me parece copiosa; incluso la deuda política. Desde puntos de partida bien distintos de los suyos, y sin que ello fuera estorbo a la amistad y a la coincidencia en tantas cosas, lo he visto siempre esforzarse por entender a los demás, por dar su generosa ayuda, por aceptar la posibilidad de que el otro y no él tuviera razón. Hayan sido cualesquiera sus posturas, Laín ha sido el reverso de la guerra civil, la negación de su espíritu»17.

Imagen. Laín Entralgo

A través de las muchas batallas libradas por gentes como Laín -no muy numerosas-, «perdidas» quizá las más de las veces -como muchas de la época del rectorado-18, ganadas otras, como la librada contra el integrismo católico en favor de Ortega, se fue preparando en la universidad y en ciertos ámbitos culturales, sin duda poco notorios, un ambiente de apertura, concordia y tolerancia muy activo en los años de la transición y por tanto ya presente, latente en muchas de las mejores cabezas en los años sesenta y setenta.

Los aparentes fracasos no podemos considerarlos, con la perspectiva del tiempo, completamente tales. La labor académica y cultural de Laín y de otros como él (Tovar, Maravall, Díez del Corral...), ese espíritu conciliador y liberal que los inspiró dio sus frutos en el momento decisivo de la transición, frente a la tentación de exclusiones y revanchas. La transición liberal y democrática se había producido ya antes en muchas mentes. Se había producido en la trayectoria de Laín, y desde su posición contribuyó a que los últimos años del franquismo y los primeros de la transición fueran algo más sensatos y decentes.





 
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