Trenes en el paisaje (1872-1901): Pérez Galdós, Ortega Munilla, Pardo Bazán, Pereda, Zola, Alas
José Manuel González Herrán
Universidade de Santiago de Compostela
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(cantiga popular1) |
Como ha explicado Lily Litvak en El tiempo de los trenes, el ferrocarril, elemento primordial en el progreso económico, industrial y social de los pueblos, se convierte también en símbolo de ese mismo progreso, ampliamente utilizado por las artes y por la literatura del siglo XIX: la irrupción del tren -tanto en pinturas y grabados como en novelas y cuentos- constituye así una de las revoluciones más significativas en la concepción paisajística del pasado siglo.
En el tiempo de que dispongo me limitaré a presentarles algunos textos que muestran diferentes maneras de tratar ese motivo en relatos (sólo relatos en prosa: por eso soslayaré algunos poemas ferroviarios, como los de Campoamor o Curros Enríquez), del realismo español (Ortega Munilla, Pereda, Pérez Galdós, Pardo Bazán, Alas) y del naturalismo francés (Zola), fechados entre 1872 y 1901. Confío que de la consideración de esos textos podamos deducir alguna conclusión significativa, tanto en lo ideológico como en lo estético-literario.
Les ahorraré la introducción histórico-artística, acaso necesaria y sin duda interesante, acerca de cuándo y cómo comienzan los trenes a surcar nuestros paisajes -vivos o pintados-, así como de las reacciones ideológicas y estéticas que tal fenómeno despierta en los coetáneos, especialmente pintores y escritores, pero también intelectuales y políticos: el ya citado y hermoso libro de Litvak (con el que mi comunicación reconoce una no pequeña deuda) contiene abundantes noticias, testimonios y bibliografía al respecto. En todo caso y sin necesidad de mayores explicaciones, recordemos que la aparición y la pronta expansión del ferrocarril a partir de mediados del pasado siglo fue un hecho tan impresionante para sus contemporáneos, que inmediatamente pasó de la realidad a la representación artística, de manera que la humeante locomotora -pintada, grabada o fotografiada- se hizo frecuentísima en exposiciones, revistas o álbumes, y comenzó a correr por las páginas de los cuentos y novelas; casi siempre como elemento episódico, pero alguna vez como elemento fundamental de la historia.
También es sabido que, según ocurre siempre con toda innovación técnica, aquella sociedad se dividió fuertemente a la hora de valorar las consecuencias de tal invento, demoníaco para unos, venturoso para otros; la literatura de ficción también se hizo eco del debate, y así, en la narrativa decimonónica, el tren es más que un medio de transporte que lleva a los personajes de aquí para allá (como antaño hicieran caballos, carruajes o embarcaciones), para convertirse en un complejo metafórico, de inequívoco simbolismo. Generalmente, el autor se sirve de algún personaje (o de un narrador que asume sus puntos de vista) para expresar esa visión, positiva o negativa, de lo que el ferrocarril significa; y no es infrecuente que en tales juicios percibamos con nitidez la opinión del mismo autor (quien, si es decididamente contrario, hasta puede prescindir de subterfugios metafóricos para declarar esa su aversión).
Así, en «El espíritu moderno», uno de los artículos costumbristas recogidos por Pereda en sus Escenas montañesas, leemos: «allí donde el camino de hierro (...) ha penetrado, las costumbres clásicas montañesas no existen ya» (1864: 347-348). En Sotileza el narrador llama al ferrocarril «emblema del espíritu revolucionario y transformador de las modernas sociedades» (1888: 124); algo más sutil se muestra en otro momento de esa misma novela cuando imagina la locomotora «tendidas al aire sus largas, serpenteantes y blanquecinas guedejas, conduciendo en sus entrañas de fuego los gérmenes de una nueva vida, y barriendo al pasar los usos y costumbres que habían imperado aquí durante tantos, tantísimos años de un no interrumpido y patriarcal sosiego...» (1888: 206). Un par de años antes, en Pedro Sánchez, el narrador-protagonista (que tanto tiene del autor, según he explicado en mi edición [González Herrán 1990: 11-20]) lo había dicho mejor: «¡Y cuántos pueblos había en la provincia en igual estado de patriarcal inocencia que el mío entonces, y aún muchos años después!... hasta que, de repente, cual si fuera un reflujo de lejana tempestad, allanáronse los montes, alzáronse los barrancos, taladráronse las rocas y llegó el bufido de la locomotora a confundirse con el bramar de las olas al estrellarse en la antes desierta y ociosa playa...» (1883: 12). Notemos en los dos últimos ejemplos peredianos una idea que reiteradamente vamos a encontrar aquí: la locomotora arrasa en su avance (y subrayo la palabra para evocar el sentido histórico, no sólo físico, de tal movimiento) las formas de vida tradicionales; de ahí ese tópico tan decimonónico que hace del tren un emblema del progreso.
Naturalmente, el símbolo tendrá una diferente lectura según las actitudes ante lo que tal progreso significa. Así lo ve un personaje tradicionalista del relato que Galdós escribiera en 1872 (cuyos materiales utilizó para la redacción de Gloria y que Alan Smith ha editado y titulado Rosalía): «Don Juan (...) estaba inflamado en terrible ira contra aquellas abominables máquinas y aquellos infernales coches (...) un instrumento atormentador (...) execrable dragón de estos tiempos, forjado por la actividad perturbadora de la civilización» (1983: 110-111). Notemos ese término, dragón: son frecuentes las imágenes que pintan la locomotora como un animal de aspecto monstruoso y de amenazadoras formas, fácilmente sugeridas por los elementos de su mecanismo: el único ojo de su linterna frontal, la negrura de su férrea coraza, el blanco penacho de su humareda, el fuego de sus calderas, los bufidos de sus chorros de vapor, el metálico estruendo de su maquinaria, el estridente grito de su silbato... Fácil es imaginar la reacción de quienes por primera vez se enfrentaban a tan infernal visión: así lo contaba Ortega Munilla en su novela El tren directo (1880):
(Ortega Munilla 1885: 163 y 179). |
Algo semejante -aunque literariamente más conseguida- es la versión clariniana en «Tirso de Molina», cuento recogido en su último libro, El gallo de Sócrates (1901); la fantasía a que el subtítulo del relato alude es la de varios escritores clásicos (Fray Luis, Lope, Tirso, Quevedo, Calderón, Jovellanos), de regreso a la Tierra y caídos junto a un túnel en el puerto de Pajares en el momento en que pasa un tren; ello explica el tono irónico que tiene aquí la imaginería monstruosa, (ironía que no excluye una actitud vagamente antiprogresista y que no debe sorprendernos -por lo que al tren se refiere- si recordamos su tan conocido relato «¡Adiós, Cordera!», del que luego nos ocuparemos):
(Alas 1973: 33-35). |
En este repaso de visiones monstruosas o apocalípticas del tren, me referiré a la que -si no me ciega la pasión de peredista- tengo por más conseguida muestra; en Nubes de estío (1891) encontramos aquella imagen espléndidamente desarrollada en rica alegoría; y téngase en cuenta, para mejor interpretar el sentido del texto, que el narrador asume aquí el punto de vista de uno de sus personajes, un provinciano deslumbrado por todo lo que venga de la Corte:
(Pereda 1891: 129-132)2. |
Por cierto que ese «tren en la estación» (en vez de «en el paisaje») me permite aludir a un aspecto no tan marginal como parece a nuestro propósito: las estaciones y su extraña poesía. Adelantándose a la recomendación de Émile Zola en 1877 («Nuestros artistas deben encontrar la poesía de las estaciones, como sus padres encontraron la de los bosques y los ríos»3), Galdós lo hacía en una notable página de su novela inédita de 1872; notemos también aquí el motivo del monstruo dormido, otra vez desde la perspectiva de ese personaje que ya conocemos como enemigo declarado del ferrocarril:
(Pérez Galdós 1983: 108-109). |
Aludí antes a Zola; hora es ya de que aparezca aquí su anunciado nombre. La bête humaine (1890) -la epopeya del ferrocarril- nos proporciona un riquísimo muestrario de textos cuya confrontación con los españoles hasta ahora citados sería interesantísima; no puedo hacer aquí otra cosa que aludir a algunos aspectos especialmente sugestivos para tal comparación.
La más notable diferencia que encontramos obedece a la perspectiva -ideológica y argumental- con que en esta novela se presenta el motivo que nos ocupa: no sólo como algo que se vea pasar o llegar, sino como elemento básico de la historia, a la vez escenario, motor y actante del relato4. Por ello en la novela se emplean diferentes metáforas y símiles, según sea la perspectiva adoptada: a los ojos de quienes contemplan hostiles o amedrentados su paso, el tren aparece con la conocida imaginería monstruosa (máquina infernal, cíclope...) o con otras que remiten a fuerzas desbocadas de la naturaleza (relámpago, trueno, vendaval, huracán, tormenta...):
(Zola 1970: 574, 575, 577, 582, 583, 641, 677, 687). |
En cambio, para los que en ella trabajan, la locomotora es presentada con imágenes de inequívoca simpatía: así, en los primeros viajes, es como yegua joven, inexperta y rebelde, a quien hay que cuidar, estimular y domeñar5:
(Zola 1970: 700 y 713). |
Avanzado ya el relato, cuando -en una de las secuencias que marcan su clímax- se produce el accidente en la nieve, las heridas y sufrimientos de la locomotora son los de un animal que se duele, pelea hasta la extenuación y queda malherido; luego arrastrará sus lesiones en una dura convalecencia, hasta que, en el accidente definitivo, asistimos a su dramática agonía: con las palpitantes entrañas a la vista, derramados sus fluidos internos, jadeante el aliento de su vapor y salpicando el suelo como manchas de sangre las brasas de su caldera6:
(Zola 1970: 641-642; 647-648; 681; 684). |
Sin llegar a tanto, también en algunos de los textos españoles encontramos muestras de esas imágenes animalizadoras. En la citada novela galdosiana veíamos cómo para un personaje el tren era invención monstruosa e infernal; en cambio, el narrador describe el esforzado discurrir de la benéfica bestia en términos casi épicos, que no ocultan su admiración por ese instrumento del progreso:
(Pérez Galdós 1983: 98). |
Años más tarde, en Fortunata y Jacinta (1887), de nuevo utiliza como símil un animal doméstico: «El tren se lanzaba por aquel campo triste, como inmenso lebrel, olfateando la vía y ladrando a la noche tarda» (Pérez Galdós, 1979: 180). Otra de las comparaciones utilizadas en el citado texto de Rosalía (obvia por la similitud de aspecto y movimiento, a medio camino entre lo doméstico y lo monstruoso) -el reptil-, la encontramos también en Un viaje de novios, de Pardo Bazán: «Ya oscilaba la férrea culebra (...) la escamosa sierpe del tren revelose a lo lejos por una mancha oscura (...) el tren, con pérfida lentitud de reptil, comenzaba a resbalar suavemente por los raíles...». (Pardo Bazán 1881: 26-27)7.
Pero volvamos a Zola: en su novela, la metaforización que hace de la locomotora un ser vivo no se limita a la animalización: en este relato sobre la bestia humana, el tren llega a ser un ser humano8. Ya en las páginas iniciales, las máquinas en la estación se afanan como obreras hacendosas, se impacientan esperando la salida, se engalanan para el paseo, se saludan y dialogan al encontrarse...9:
(Zola 1970: 554-555; 564). |
La humanización alcanza su más intenso grado en la relación -amorosa, casi sexual- que el protagonista establece con su locomotora, la Lison, a la que cuida y mima, a quien tolera (si no fomenta) sus golosos caprichos10, y cuyo amor no tiene inconveniente en compartir con el otro maquinista, manteniendo lo que el propio narrador denomina «un vrai ménage à trois»:
(Zola 1970: 620-621). |
Sin desdeñar otras razones de índole más profunda (cfr. Possot 1983: 108-109), tal metaforización humanizadora obedece a la connotación positiva que para el escritor francés tiene el ferrocarril; como dice Baroli (1963: 246 y 258), «la machine qui tourne et le train qui avance signifient pour Zola la force de la vie et la fécondité de l'activité humaine (...) le train est le symbole d'un progrès bon en soi: il manifeste la puissance indéfinie qu'a l'humanité d'aller toujours plus loin».
Pero hay también una importante dimensión social en el ferrocarril; el narrador (adoptando el pensamiento de un personaje que intenta entender qué es el tren) lo explica mediante un curioso símil: «C'était comme un grand corps, un être géant couché en travers de la terre, la tête à Paris, les vertèbres tout le long de la ligne, les membres s'élargissant avec les embranchements, les pieds et les mains au Havre et dans les autres villes d'arrivée» (Zola 1970: 578)11; me parece que esa alegoría manifiesta una sugestiva formulación de las posibilidades vertebradoras que los sectores más progresistas de aquella sociedad supieron ver en los caminos de hierro. Algo muy alejado, por cierto, de los dictámenes cuasi apocalípticos que circulaban entre los tradicionalistas españoles, a tenor de testimonios como los abundantes y significativos que aduce Vicente Garmendia en La ideología carlista (1985: 240-245).
Por ello sorprenderá -a quien desconozca su compleja personalidad- que alguien tan poco sospechoso de tradicionalismo como Leopoldo Alas haya escrito uno de los alegatos más bellos contra el ferrocarril (aunque no sólo contra él) en «¡Adiós, Cordera!», cuento recogido en El Señor y lo demás, son cuentos (1893); cerraremos nuestro repaso con ese texto tan conocido, acaso el que mejor podría representar la actitud ambigua -entre hostil y favorable- que ciertos intelectuales sintieron ante el avance de las locomotoras: con ellas vendría el progreso, pero acaso el mundo que traían no fuese mejor que el que se llevaban.
(Alas 1893: 50-51, 65 y 67). |
Como conclusión provisional me parece que, sin desdeñar algunos hallazgos valiosos, no hay en los escritores españoles que trataron este motivo la riqueza ideológica y estética que alcanzó Zola en su novela de 1890; como ha explicado bien el citado Baroli, «la locomotive sera donc, au centre de La Bête humaine, la source de la poésie et de l'émotion (..) Zola est le premier à nous donner du train une image d'ensemble, à la fois concrète et ordonnée; il souligne, d'autre part, la poésie que s'en dégage, sans fausser sa description, en mettant simplement l'accent, à certains moments, sur la grandeur épique que n'avaient pas aperçu ceux qui avaient observé le train avec une tête trop froide ou n'ayant d'attention que pour les détails précis et les impressions momentanées». (Baroli 1963: 246 y 264).12