Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Acto cuarto

La misma decoración del segundo acto.

LORD GORING está en pie ante la chimenea, con las manos en los bolsillos. Parece muy contrariado.

LORD GORING.-   (Saca su reloj, lo mira y toca el timbre.)  Es molestísimo. No hay medio de encontrar con quién hablar en esta casa. ¡Y yo que estoy lleno de noticias interesantes! Me hago el efecto de la última edición de cualquier diario.

(Entra un CRIADO.)

JAMES.-  Sir Roberto sigue en el Ministerio, señor.

LORD GORING.-  ¿No ha bajado aún lady Chiltern?

JAMES.-  La señora no ha salido todavía de sus habitaciones. Miss Chiltern acaba de volver de su paseo a caballo.

LORD GORING.-   (Aparte.)  ¡Ah! Ya es algo.

JAMES.-  Lord Caversham está esperando hace rato a sir Roberto en la biblioteca. Le he dicho que el señor estaba aquí.

LORD GORING.-  Gracias; tenga la bondad de decirle que me he marchado.

JAMES.-   (Inclinándose.)  Se lo diré, señor.

(Sale el CRIADO.)

LORD GORING.-  Realmente, no tengo ganas de ver a mi padre tres días seguidos. Es demasiada agitación para cualquier hijo. Espero tener la suerte de que no suba. Los padres no debían nunca dejarse ver ni oír. Es la única base aceptable para la vida familiar.

(Se deja caer en un sillón, coge un periódico y se pone a leer. Entra LORD CAVERSHAM.)

LORD CAVERSHAM.-  ¿Qué hace usted, caballerito? Perder el tiempo como de costumbre, ¿verdad?

LORD GORING.-   (Tirando el periódico y levantándose.)  Mi querido papá, cuando hace uno una visita es para hacer perder el tiempo a los demás, y no para perder uno el suyo.

LORD CAVERSHAM.-  ¿Has reflexionado sobre lo que te dije anoche?

LORD GORING.-  No he pensado en otra cosa.

LORD CAVERSHAM.-  ¿Y has dado ya palabra de casamiento a alguien?

LORD GORING.-   (De buen humor.)  Todavía no; pero espero darla antes de la hora del almuerzo.

LORD CAVERSHAM.-   (En tono mordaz.)  Vamos, te concedo hasta la hora de la cena si te puede ser útil.

LORD GORING.-  Te lo agradezco de todo corazón; pero me parece preferible comprometerme antes de la hora del almuerzo.

LORD CAVERSHAM.-  ¡Hum! No sé nunca cuándo hablas en serio y cuándo no.

LORD GORING.-  Ni yo tampoco, papá.

(Una pausa.)

LORD CAVERSHAM.-  Supongo que habrás leído el «Times» de hoy.

LORD GORING.-   (En tono ligero.)  ¿El «Times»? No, por cierto. No leo más que el «Morning Post». Todo lo que debía saberse referente a la vida moderna es el sitio donde se hallan las duquesas. Todo lo que no sea eso es desmoralizador.

LORD CAVERSHAM.-  ¿No has leído entonces el artículo de fondo del «Times» sobre la carrera de Roberto Chiltern?

LORD GORING.-  ¡Dios mío! No. ¿Qué dice?

LORD CAVERSHAM.-  ¿Qué van a decir? Pues cosas halagadoras para él, como es natural. El discurso que pronunció Chiltern anoche sobre el proyecto del Canal de la Argentina ha sido una de las más hermosas piezas oratorias que se han pronunciado en la Cámara desde Canning.

LORD GORING.-  ¡Ah! No he oído hablar nunca de Canning ni he sentido nunca deseos de ello. ¿Y... y Chiltern ha apoyado el proyecto?

LORD CAVERSHAM.-  ¿Apoyarlo, caballerito? ¡Qué poco le conoces! Lo ha echado abajo con gran ardor, así como todo el sistema de la finanza pública moderna. «Ese discurso señala el apogeo de su carrera política», hace notar el «Times». Debías leer ese artículo, caballerito.  (Abre el «Times» y lee.)  «Sir Roberto Chiltern..., el primero de nuestros jóvenes estadistas que más alto se elevan... Brillante orador... Carrera intachable..., carácter de una integridad reconocida... Representa lo mejor de la vida pública inglesa... Contrasta notablemente con la moralidad elástica tan frecuente entre los estadistas extranjeros.» ¡No dirán nunca lo mismo de ti, caballerito!

LORD GORING.-  Espero sinceramente que no, papá. Sin embargo, me alegro mucho de lo que me acabas de decir de Roberto; me encanta. Eso demuestra que ha estado enérgico.

LORD CAVERSHAM.-  Ha estado más que enérgico. Ha dado pruebas de ser un genio.

LORD GORING.-  ¡Ah! Pues yo prefiero la energía. Hoy en día es menos común que el genio.

LORD CAVERSHAM.-  Quisiera verte entrar en el Parlamento.

LORD GORING.-  Mi querido papá, solo los hombres de aspecto fastidioso entran en el Parlamento y son los únicos que triunfan allí.

LORD CAVERSHAM.-  ¿Por qué no intentas hacer algo útil en la vida?

LORD GORING.-  Soy demasiado joven.

LORD CAVERSHAM.-   (Irritado.)  Detesto esa manera afectada de presumir de joven, caballerito. Está muy generalizada en estos tiempos.

LORD GORING.-  La juventud no es una afectación, sino un arte.

LORD CAVERSHAM.-  ¿Por qué no pides la mano a esa linda Mabel Chiltern?

LORD GORING.-  Estoy en una excitación de nervios atroz, sobre todo por las mañanas.

LORD CAVERSHAM.-  No creo que tengas la menor probabilidad de que te diga que sí.

LORD GORING.-  No sé cómo está hoy la cotización.

LORD CAVERSHAM.-  Si te dijese que sí, sería la boda más bonita de Inglaterra.

LORD GORING.-  Esa es precisamente la persona con quien me gustaría casarme. Una mujer perfectamente sensata me reduciría a un estado de idiotez absoluta en menos de seis meses.

LORD CAVERSHAM.-  No te la mereces, caballerete.

LORD GORING.-  Mi querido papá, si los hombres no pudiésemos casarnos más que con las mujeres que mereciéramos, te aseguro que pasaríamos frecuentes malos ratos.

(Entra MABEL CHILTERN.)

MABEL CHILTERN.-  ¡Oh!... ¿Cómo sigue usted, lord Caversham? Espero que lady Caversham seguirá bien.

LORD CAVERSHAM.-  Lady Caversham está como siempre, como siempre.

LORD GORING.-  Buenos días, Mabel.

MABEL CHILTERN.-   (Como si no notase la presencia de LORD GORING, y dirigiéndose a LORD CAVERSHAM.)  Y los sombreros de lady Caversham, ¿están algo mejor?

LORD CAVERSHAM.-  Siento tener que decirle que han sufrido una seria recaída.

LORD GORING.-  Buenos días, Mabel.

MABEL CHILTERN.-   (A LORD CAVERSHAM Espero que no será necesario operarlos.

LORD CAVERSHAM.-   (Sonriendo.)  Si lo fuese, nos veríamos precisados a dar un narcótico a lady Caversham. De otro modo, no consentiría nunca en dejar que se tocase ni una sola pluma de ellos.

LORD GORING.-   (Con redoblada insistencia.)  Buenos días, Mabel.

MABEL CHILTERN.-   (Volviéndose y aparentando sorpresa.)  ¡Ah! Estaba usted aquí. Comprenderá usted que, después de haber faltado a la cita, no pienso, como es natural, volver a dirigirle la valabra en mi vida.

LORD GORING.-  ¡Oh, se lo ruego, no diga usted eso! Es usted la única persona en Londres a quien me gusta tener de oyente.

MABEL CHILTERN.-  No creo nunca, nunca, lord Goring, ni una sola palabra de lo que usted y yo nos decimos mutuamente.

LORD CAVERSHAM.-  Tiene usted razón, hija mía; tiene usted razón, por lo menos en lo que a él se refiere, quiero decir.

MABEL CHILTERN.-  ¿Cree usted poder conseguir de su hijo que se porte un poco mejor de cuando en cuando? ¿Solo por variar?...

LORD CAVERSHAM.-  Siento mucho tener que decirlo, miss Chiltern, pero no tengo la menor influencia sobre mi hijo. Quisiera tenerla. Si la tuviese, ya sé lo que haría con él.

MABEL CHILTERN.-  Me temo que sea una de esas naturalezas terriblemente débiles sobre las que no hace mella la influencia.

LORD CAVERSHAM.-  No tiene corazón, no tiene corazón.

LORD GORING.-  Me parece que estoy aquí de más.

MABEL CHILTERN.-  Lo cual le debe alegrar a usted mucho, pues así se entera de lo que dicen a su espalda.

LORD GORING.-  No me interesa nada de lo que digan a mi espalda. Eso me enorgullece demasiado.

LORD CAVERSHAM.-  Y una vez hecho esto, hija mía, me despido de usted.

MABEL CHILTERN.-  ¡Oh! ¿Supongo que no me dejará usted sola con lord Goring? Sobre todo tan temprano.

LORD CAVERSHAM.-  No puedo llevármelo a la Presidencia del Consejo. Hoy no es de los días señalados por el primer ministro para recibir a los sin trabajo.

(Estrecha la mano de MABEL CHILTERN, coge su sombrero y su bastón y se va, dirigiendo una última mirada fulgurante de indignación a LORD GORING.)

MABEL CHILTERN.-   (Cogiendo unas rosas y poniéndose a arreglarlas en un florero que hay sobre la mesa.)  Las personas que no acuden a sus citas en el Parque son detestables.

LORD GORING.-  Detestables.

MABEL CHILTERN.-  Me alegro de que usted mismo lo reconozca. Yo preferiría que no pusiese usted esa cara de satisfacción.

LORD GORING.-  ¿Y qué voy a hacerle? Siempre que estoy con usted tengo cara de satisfacción.

MABEL CHILTERN.-   (Con melancolía.)  ¿Entonces mi deber está en hacerle a usted compañía?

LORD GORING.-  Evidentemente.

MABEL CHILTERN.-  Pues bien: el deber es una cosa que no hago nunca. Me molesta mucho por principio. De modo que lo mejor será dejarle a usted.

LORD GORING.-  No haga usted eso, Mabel, se lo ruego. Tengo que decirle algo muy especial.

MABEL CHILTERN.-   (Entusiasmada.)  ¡Oh! ¿Es una petición de mano?

LORD GORING.-   (Algo desconcertado.)  Pues bien, sí; me veo obligado a decirlo: eso es.

MABEL CHILTERN.-   (Con un suspiro de satisfacción.)  ¡Qué contenta estoy! Es la segunda que me hacen hoy.

LORD GORING.-   (Indignado.)  ¿La segunda que le hacen hoy? ¿Quién es el burro presuntuoso que ha cometido la impertinencia de atreverse a pedir a usted su mano antes que la pidiese yo?

MABEL CHILTERN.-  Pues Tommy Trafford, como es natural. Le tocaba hoy declararse. Se declara siempre los martes y los jueves, durante la «season».

LORD GORING.-  ¿Supongo que le habrá usted dicho que no?

MABEL CHILTERN.-  He adoptado el sistema de decir siempre que no a Tommy. Por eso sigue él declarándose. Como usted no ha aparecido esta mañana, he estado a punto de decirle que sí. Si llego a hacerlo, hubiera sido una buena lección para él y para usted. Eso les hubiese enseñado a ser más educados.

LORD GORING.-  ¡Oh! ¡Al diablo Tommy Trafford! Es un borrico imbécil. Yo la amo a usted.

MABEL CHILTERN.-  Ya lo sé. Y me parece que lo podía usted haber dicho antes. Estoy segura de que le he proporcionado infinitas ocasiones de decirlo.

LORD GORING.-  Mabel, sea usted formal, se lo ruego; sea usted formal.

MABEL CHILTERN.-  ¡Ah! Eso es lo que dice siempre un hombre a una muchacha antes de casarse. Después ya no se lo vuelve a decir nunca.

LORD GORING.-   (Cogiéndole la mano.)  Mabel, le he dicho a usted que la amo. ¿Puede usted quererme un poquito por su parte?

MABLE CHILTERN.-  ¡Qué tonto es usted, Arturo! Si supiese usted una cosa..., una cosa que no sabe, sabría usted que le adoro. Lo sabe todo el mundo en Londres, menos usted. Es un escándalo público mi manera de adorarle. Hace ya seis meses que voy diciendo por todos lados que le adoro. No sé ni cómo se atreve usted a decirme nada. Porque no me queda ya ni sombra de reputación. Al menos soy tan dichosa que estoy segura de no tener ya reputación.

LORD GORING.-   (La estrecha en sus brazos y le da un beso. Hay una pausa de felicidad.)  ¡Amor mío! ¿Sabes que tenía mucho miedo al no?

MABLE CHILTERN.-  A ti no te han dicho nunca que no, ¿verdad, Arturo?

LORD GORING.-   (Después de haberla besado de nuevo.)  ¡Oh, no soy digno de ti, Mable!

MABLE CHILTERN.-   (Estrechándose contra él.)  ¡Soy tan dichosa, Arturo mío! Tenía miedo de que tú no lo fueras.

LORD GORING.-   (Después de una ligera vacilación.)  Y, además, he pasado..., he pasado un poco de los treinta.

MABLE CHILTERN.-  ¡Pues pareces muchas semanas más joven!

LORD GORING.-   (Entusiasmado.)  ¡Qué buena eres en decirme eso!... Y debo confesarte francamente, como hombre leal, que soy de una extravagancia temible.

MABLE CHILTERN.-  Pero ¡si yo también lo soy! Por tanto, estamos seguros de entendernos. Y ahora tengo que ir a ver a Gertrudis.

LORD GORING.-  ¿Es verdaderamente preciso? (La besa otra vez.) 

MABLE CHILTERN.-  Sí.

LORD GORING.-  Entonces dile que tengo que hablar con ella reservadamente. Me he pasado aquí toda la manana con el propósito de verla o de ver a Roberto.

MABLE CHILTERN.-  ¿Eso quiere decir que no has venido aquí expresamente a pedirme mi mano?

LORD GORING.-   (Con aire triunfante.)  No; eso fue un destello genial.

MABLE CHILTERN.-  ¿El primero?

LORD GORING.-   (Con firmeza.)  ¡El último!

MABLE CHILTERN.-  Me encanta saberlo. Y ahora no te vayas. Vuelvo dentro de cinco minutos. Y no vayas a caer en alguna tentación durante mi ausencia.

LORD GORING.-  Mi querida Mabel, cuando te ausentas no existe ya ninguna tentación. Lo cual me deja atrozmente a tu albedrío.

(Entra LADY CHILTERN.)

LADY CHILTERN.-  Buenos días, Mabel. ¡Qué bonita estás!

MABLE CHILTERN.-  ¡Y tú, qué pálida! Te sienta muy bien.

LADY CHILTERN.-  Buenos días, lord Goring.

LORD GORING.-   (Inclinándose.)  Buenos días, lady Chiltern.

MABLE CHILTERN.-   (Algo aparte, a LORD GORING.)  Estaré en la «serre», bajo la segunda palmera de la izquierda.

LORD GORING.-  ¿La segunda de la izquierda?

MABLE CHILTERN.-   (Aparentando sorpresa.)  Sí, la palmera de costumbre. (Le tira un beso a hurtadillas, sin ser vista por LADY CHILTERN, y luego se va.) 

LORD GORING.-  Lady Chiltern, tengo unas cuantas buenas noticias que comunicarle. Mistress Cheveley me devolvió anoche la carta de Roberto y yo mismo la quemé. Roberto no corre ya ningún peligro.

LADY CHILTERN.-  ¡Oh, salvado! ¡Qué feliz soy! ¡Qué buen amigo es usted para él..., para nosotros!

LORD GORING.-  No hay más que una persona que pueda estar en peligro en este momento.

LADY CHILTERN.-  ¿Quién es esa persona?

LORD GORING.-   (Sentándose a su lado.)  Usted.

LADY CHILTERN.-  ¿Yo en peligro? ¿Qué quiere usted decir?

LORD GORING.-  Peligro.... peligro... La palabra es algo exagerada. No debía haberla empleado. Pero reconozco que tengo que decirle una cosa que la puede apenar y que a mí me apena muchísimo. Anoche me escribió usted una carta admirable, muy femenina, pidiéndome ayuda. Me escribió usted como a uno de sus amigos más antiguos, como al amigo más antiguo de su marido. Mistress Cheveley robó esa carta en mi casa.

LADY CHILTERN.-  ¿Y qué? ¿De qué puede servirle? ¿Por qué no puede quedarse con ella?

LORD GORING.-   (Levantándose.)  Lady Chiltern, voy a ser completamente franco con usted. Mistress Cheveley da cierto sentido a esa carta y piensa mandársela a su marido.

LADY CHILTERN.-  Pero ¿qué interpretación puede darle?... ¡Oh, no; eso no! Si... en un momento de trastorno y necesitando ayuda de usted, confiando en usted..., le dije que iría a su casa... para que me aconsejase usted... y me auxiliase... ¡Oh! ¿Puede haber mujeres tan pérfidas?... ¿Y piensa enviársela a mi marido? Dígame usted lo que ha pasado, dígame todo lo que ha pasado.

LORD GORING.-  Mistress Cheveley estaba escondida en una habitación contigua a mi biblioteca, sin yo saberlo. Creí que la persona que esperaba en esa habitación para verme era usted. De pronto llegó Roberto. Una silla o no sé qué cayó en la habitación. Entonces él entró allí a la fuerza y descubrió a esa mujer. Tuvimos una escena terrible. Yo seguía creyendo que era usted la que él había visto. El se fue, lleno de cólera. En fin, para terminar, que mistress Cheveley se apoderó de la carta de usted. La robó, no sé cuándo ni cómo.

LADY CHILTERN.-  ¿A qué hora sucedió eso?

LORD GORING.-  A las diez y media. Y ahora creo que debemos ir a contárselo todo a Roberto.

LADY CHILTERN.-   (Mirándole con asombro rayano en el terror.)  ¿Quiere usted que vaya yo a decir a Roberto que la mujer que usted esperaba no era mistress Cheveley, sino yo? ¿Que era yo a quien usted creía escondida en una habitación de su casa a las diez de la noche? ¿Quiere usted que vaya yo a decirle todo eso?

LORD GORING.-  Creo que sería preferible que supiera la exacta verdad.

LADY CHILTERN.-   (Levantándose.)  ¡Oh, no podría! ¡No podría!

LORD GORING.-  ¿Quiere usted que se lo diga yo?

LADY CHILTERN.-  No.

LORD GORING.-   (En tono grave.)  Hace usted mal, lady Chiltern.

LADY CHILTERN.-  No. Es preciso que esa carta sea interceptada: eso es todo. Pero ¿cómo hacerlo? El está recibiendo cartas continuamente durante todo el día. Sus secretarios las abren y se las remiten. No me atrevo a decir a los criados que me traigan sus cartas; sería imposible. ¡Oh! ¿Por qué no me dice usted lo que debo hacer?

LORD GORING.-  Cálmese usted, lady Chiltern, se lo ruego; cálmese y conteste a las preguntas que voy a hacerle. ¿Dice usted que sus secretarios abren todas las cartas?

LADY CHILTERN.-  Sí.

LORD GORING.-  ¿Quién despacha hoy con él? Míster Trafford, ¿verdad?

LADY CHILTERN.-  No; me parece que míster Montford.

LORD GORING.-  ¿Puede usted confiar en él?

LADY CHILTERN.-   (Con desesperación.)  ¡Ah! ¿Cómo voy a saberlo?

LORD GORING.-  Haría lo que usted le pidiese, ¿verdad?

LADY CHILTERN.-  Eso creo.

LORD GORING.-  La carta de usted estaba escrita en papel rojo. Podría reconocerla sin leer su contenido, ¿verdad? ¿Sólo por el color?

LADY CHILTERN.-  Supongo que sí.

LORD GORING.-  ¿Está aquí en este momento?

LADY CHILTERN.-  Sí.

LORD GORING.-  Entonces iré yo mismo a decirle que hoy debe recibir Roberto una carta escrita en papel rojo y que es preciso a toda costa que no llegue a sus manos.  (Se dirige hacia la puerta y la abre.)  ¡Oh, Roberto sube la escalera con la carta en la mano! ¡La ha recibido ya!

LADY CHILTERN.-   (Con un grito de dolor.)  ¡Oh! ¡Ha salvado usted su vida! Pero ¿qué ha hecho con la mía?

(Entra SIR ROBERTO CHILTERN. Tiene en la mano la carta y la lee. Se dirige a su mujer sin advertir la presencia de LORD GORING.)

SIR ROBERTO CHILTERN.-  «Le necesito. Confío en usted. Acudo a usted. Gertrudis3.» ¡Oh amor mío! ¿Es esto verdad? ¿Tienes realmente confianza en mí, me necesitas? Si es así, era yo el que debía ir a buscarte y no tú la que me escribieses diciéndomelo. Esta carta tuya, Gertrudis, me revela que no puede alcanzarme nada de lo que haga el mundo en contra mía. ¿Me necesitas, Gertrudis?

(LORD GORING, sin ser visto por SIR ROBERTO CHILTERN, hace señas suplicantes a LADY CHILTERN de que acepte la situación y confirme el error de su marido.)

LADY CHILTERN.-  Sí.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Tienes confianza en mí, Gertrudis?

LADY CHILTERN.-  Sí.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Oh! ¿Por qué no has añadido que me amabas?

LADY CHILTERN.-   (Cogiéndole de la mano.)  Por que te he amado siempre.

(LORD GORING entra en la «serre».)

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Besándola.)  Gertrudis, tú no sabes lo que siento. Cuando Montford me entregó tu carta por encima de la mesa - supongo que la había abierto equivocadamente - y la leí... ¡oh!, no pensé ni por un momento en la vergüenza o en el castigo que me esperaban; pensé únicamente en que me amabas aún.

LADY CHILTERN.-  No te esperan ninguna vergüenza ni ningún castigo. Mistress Cheveley ha devuelto a lord Goring la carta que tenía en su poder y él la ha quemado.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Estás segura de ello, Gertrudis?

LADY CHILTERN.-  Sí. Lord Goring acaba de decírmelo.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Entonces, estoy salvado. ¡Oh, qué cosa más admirable es verse salvado! He pasado dos días en pleno terror. Ahora estoy salvado. Pero ¿cómo destruyó Arturo mi carta? Cuéntamelo.

LADY CHILTERN.-  La quemó.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Hubiese querido ver convertirse en cenizas ese único pecado de mi juventud. ¡Cuántos hombres hay en la vida moderna que serían felices viendo reducirse a cenizas su pasado! ¿Está aquí todavía Arturo?

LADY CHILTERN.-  Sí, está en el invernadero.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Cuánto me alegro ahora de haber pronunciado anoche ese discurso en la Cámara! ¡Cuánto me alegro! Lo hice convencido de que podía tener por resultado mi pública deshonra. Pero no ha sido así.

LADY CHILTERN.-  Ha tenido por resultado el homenaje público.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Eso creo; es más: casi me lo temo. Porque aunque esté yo a cubierto de toda acusación, aunque haya sido destruida la única prueba en contra mía, supongo, Gertrudis, que... ¿no haría bien en retirarme de la vida pública? (Mira a su mujer con ansiedad.) 

LADY CHILTERN.-  ¡Oh, sí, Roberto! Harás muy bien. Ese es tu deber.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Ese acto parece una capitulación.

LADY CHILTERN.-  No, es una victoria.

(SIR ROBERTO CHILTERN recorre la habitación de un lado para otro con aspecto agitado. Después va hacia su mujer y le pone la mano sobre el hombro.)

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Serías feliz viviendo sola conmigo en alguna parte, en el extranjero quizá o en el campo, lejos de Londres, lejos de la vida pública? ¿No echarías nada de menos?

LADY CHILTERN.-  ¡Oh, no, Roberto!

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Con tristeza.)  ¿Y tu ambición por mí? ¿No tenías mucha ambición por mí?

LADY CHILTERN.-  ¡Oh, mi ambición! Ya no tengo más ambición que la de que nos amemos siempre. Fue tu ambición la que te trastornó. No hablemos más de ambición.

(LORD GORING vuelve del invernadero. Tiene cara de estar encantado consigo mismo y trae en el ojal una flor muy fresca que acaba de arrancar alguien para él.)

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Yendo a su encuentro.)  Le agradezco a usted infinito lo que ha hecho por irlí. No sé cómo podré pagárselo. (Le estrecha la mano.) 

LORD GORING.-  Pues voy a decírselo en seguida. En este momento, debajo de la palmera de costumbre..., quiero decir en el invernadero...

(Entra MASON.)

MASON.-  Lord Caversham.

LORD GORING.-  Mi admirable papá tiene la oportunidad de surgir siempre en el peor momento. Demuestra con eso tener muy poco corazón, muy poco corazón.

(Entra LORD CAVERSHAM.)

LORD CAVERSHAM.-  Buenos días, lady Chiltern. Mi más cordial enhorabuena, Chiltern, por su brillante discurso de anoche. Acabo de ver al presidente y ocupará usted la primera cartera vacante en el Gabinete.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Una cartera!

LORD CAVERSHAM.-  Sí, aquí tiene usted la carta del presidente.  (Le da la carta.) 

SIR ROBERTO CHILTERN.-    (Cogiendo la carta y leyéndola.)  ¡Me ofrece una cartera!

LORD CAVERSHAM.-  Efectivamente, y se lo merece usted. Tiene usted todo lo que se necesita hoy en la vida política: elevada reputación, elevada moralidad y elevados principios.  (A LORD GORING.)  Todas las cualidades que le faltan y que le faltarán a usted siempre, caballerito.

LORD GORING.-  No me gustan los principios, papá; prefiero los prejuicios.

(SIR ROBERTO CHILTERN está a punto de aceptar el ofrecimiento del presidente, cuando tropieza con la mirada clara y pura de su mujer. Entonces comprende que es imposible.)

SIR ROBERTO CHILTERN.-  No puedo aceptar ese ofrecimiento, lord Caversharn. He tornado la resolución de rechazarlo.

LORD CAVERSHAM.-  ¡Rechazarlo, Chiltern!

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Tengo la intención de retirarme de la vida pública desde ahora mismo.

LORD CAVERSHAM.-   (Con despecho.)  ¡Rechazar el ofrecimiento de una cartera y retirarse de la vida pública! No he oído nunca tamaño disparate en toda mi vida. Le pido a usted perdón, lady Chiltern; le pido a usted perdón.  (A LORD GORING.)  No se ría de ese modo caballerito.

LORD GORING.-  No, papá.

LORD CAVERSHAM.-  Lady Chiltern, usted, que es una mujer sensata, la mujer más sensata que conozco, tenga la bondad de oponerse a que su marido cometa semejante..., a que diga esas cosas... Tenga la bondad de hacerlo, lady Chiltern.

LADY CHILTERN.-  Creo que mi marido hace perfectamente en tomar esa decisión, lord Caversham. Tiene mi aprobación.

LORD CAVERSHAM.-  ¡Que aprueba usted eso, Dios mío!

LADY CHILTERN.-   (Cogiendo la mano de su marido.)  Le admiro por eso. Le admiro de un modo enorme. Es todavía más grande de lo que yo creía.  (A SIR ROBERTO CHILTERN.)  Vas a escribir ahora mismo al presidente, ¿verdad? No vaciles en hacerlo.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Con cierta amargura.)  Sí, creo que haré bien en escribirle inmediatamente. Tales ofrecimientos no se repiten. Le ruego me perdone un momento, lord Caversham.

LADY CHILTERN.-  ¿Puedo acompañarte, Roberto?

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Si, Gertrudis.

(LADY CHILTERN sale con él.)

LORD CAVERSHAM.-  ¿Qué le pasa a esta familia? Deben de tener algo trastornado aquí dentro.  (Dándose en la frente.)  Idiotez hereditaria, supongo. ¡Y los dos lo mismo! Tanto la mujer como el marido. ¡Es muy triste, muy triste, realmente! Y no se trata de un matrimonio viejo. No comprendo absolutamente nada.

LORD GORING.-  No es idiotez, papá; te lo aseguro.

LORD CAVERSHAM.-  Entonces, ¿qué es?

LORD GORING.-   (Después de una ligera vacilación.)  Es lo que llamamos hoy en día una elevada moralidad, papá. No es más que eso.

LORD CAVERSHAM.-  Detesto esas palabras de nueva creación. Eso es lo que llamábamos idiotez hace cincuenta años. No pienso seguir un minuto más en esta casa.

LORD GORING.-   (Cogiéndole del brazo.)  ¡Oh! Ve un momento a dar una vueltecita por ahí, papá; tercera palmera de la izquierda, la palmera de costumbre.

LORD CAVERSHAM.-  ¿Qué dice usted, caballerito?

LORD GORING.-  Perdóname, papá, ya no me acordaba. En el invernadero, papá, en el invernadero. Te está esperando allí una persona con la que quiero que hables.

LORD CAVERSHAM.-  ¿De qué?

LORD GORING.-  De mí.

LORD CAVERSHAM.-   (En tono gruñón.)  Es un tema sobre el cual no cabe ser elocuente.

LORD GORING.-  Ya lo sé, papá; pero esa persona es como yo; no le gusta la elocuencia en los demás. La encuentra... algo ruidosa.  (LORD CAVERSHAM se dirige al invernadero. Entra LADY CHILTERN.)  Lady Chiltern, ¿por qué hace usted el juego a mistress Cheveley?

LADY CHILTERN.-   (Desconcertada.)  No le comprendo a usted.

LORD GORING.-  Mistress Cheveley ha intentado deshonrar a su marido, obligándole a abandonar la política, o haciéndole adoptar una actitud infamante. Usted le ha salvado de esta última tragedia, ¿y quiere ahora precipitarle violentamente en la primera? ¿Por qué desea usted ser la que le haga el daño que mistress Cheveley quiso y no pudo hacerle?

LADY CHILTERN.-  ¡Lord Goring!

LORD GORING.-   (Concentrando toda su energía, como preparándose para un gran esfuerzo, y dejando transparentar alfilósofo bajo las apariencias del «dandy».)  Permítame, lady Chiltern... Me escribió usted anoche una carta diciéndome que tenía confianza en mí y que necesitaba mi ayuda. Es ahora, en este preciso momento, cuando necesita usted mi ayuda; es en este preciso rnomento cuando tiene usted que confiar en mí, en mi consejo y en mi opinión. Ama usted a Roberto. ¿Quiere usted matar el amor que siente por usted? ¿Qué clase de vida será la de Roberto si le arrebatara usted los frutos de su ambición, si le saca usted del esplendor de una gran carrera política, si le cierra usted las puertas de la vida pública, si le condena a un fracaso estéril a él, que está hecho para el triunfo y el éxito? Las mujeres no deben juzgarnos, sino perdonarnos cuando tenemos necesidad de perdón. Su misión debe ser el perdón y no el castigo. ¿Por qué le castiga tan duramente por una falta cometida en la juventud, antes de conocerla a usted, y antes que se conociera a sí mismo? La vida de un hombre tiene más valor que la de una mujer. Alcanza mayores resultados y tiene más vastas finalidades y ambiciones más grandes. La vida de una mujer muere en una órbita de emociones. La del hombre avanza por las vías de la inteligencia. No cometa usted una terrible equivocación, lady Chiltern. Una mujer capaz de conservar el amor de su marido y el que ella sienta por él ha cumplido todo lo que el mundo le exige, todo lo que el mundo debía exigir a las mujeres.

LADY CHILTERN.-   (Turbada e indecisa.)  Pero ¡si es él mismo el que desea retirarse de la vida pública! Comprende que ese es su deber. Ha sido el primero en proponerlo.

LORD GORING.-  Antes que perder el amor de usted, Roberto haría cualquier cosa, y destruiría su noble carrera, como está a punto de hacerlo en este momento. Siga usted mi consejo, lady Chiltern, y no acepte un sacrificio tan grande. Si lo hiciera usted, se arrepentiría amargamente toda su vida. No estamos hechos ni hombres ni mujeres para aceptar mutuamente tales sacrificios. No somos dignos de ellos. Además, Roberto está ya bastante castigado.

LADY CHILTERN.-  Estamos castigados los dos. Yo le había colocado demasiado alto.

LORD GORING.-   (Con un tono de profunda convicción en la voz.)  No vaya usted ahora a colocarle, por lo mismo, demasiado bajo. Si se ha caído de su altar, no le arroje usted al barro. La retirada política sería para Roberto como el barro mismo de la vergüenza. El poder es su pasión. Lo perdería todo, hasta la facultad de sentir amor. La vida y el amor de su marido están actualmente en manos de usted. No acabe con los dos del mismo golpe.

(Entra SIR ROBERTO CHILTERN.)

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Gertrudis, aquí tienes el borrador de la carta. ¿Quieres que te la lea?

LADY CHILTERN.-  Enséñamela.

(SIR ROBERTO CHILTERN le entrega la carta. Ella la lee, y después la rompe con un gesto apasionado.)

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Qué haces?

LADY CHILTERN.-  La vida de un hombre tiene más valor que la de una mujer. Alcanza mayores resultados y tiene finalidades más vastas y ambiciones más grandes. La vida de nosotras, las mujeres, muere en una órbita de emociones. La del hombre avanza por las vías de la inteligencia. Acabo de aprender todo esto y mucho más de lord Goring. Y no quiero malograr tu vida ni ver cómo la malogras sacrificándomela, con un sacrificio inútil.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Gertrudis! ¡Gertrudis!

LADY CHILTERN.-  Puedes olvidar, los hombres olvidan fácilmente. Yo puedo perdonar; esa es la utilidad de las mujeres en el mundo. Ahora lo comprendo.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Dominado por una profunda emoción, la besa.)  ¡Esposa mía! Arturo, me parece que estoy desde ahora y para siempre en deuda con usted.

LORD GORING.-  ¡Oh, eso sí que no, Roberto! Está usted en deuda con lady Chiltern y no conmigo.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Le debo a usted muchísimo. Y ahora dígame lo que iba usted a pedirme cuando llegó lord Caversham.

LORD GORING.-  Roberto, es usted el tutor de su hermana y necesito el consentimiento de usted para casarme con ella. Eso es todo.

LADY CHILTERN.-  ¡Oh, qué feliz soy, qué feliz! (Estrecha la mano a LORD GORING.) 

LORD GORING.-  Gracias, lady Chiltern.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (En tono agitado.)  ¿Casarse usted con mi hermana?

LORD GORING.-  Sí.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Con voz muy firme.)  Arturo, lo siento mucho, pero no puede ser de ningún modo. Debo pensar en la felicidad futura de Mabel, y como no creo que su felicidad esté asegurada en manos de usted, no puedo sacrificarla.

LORD GORING.-  ¿Sacrificarla?

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Sí, sería un sacrificio. Los matrimonios sin amor son horribles. Pero hay todavía algo más horrible que un matrimonio sin amor: un matrimonio en el que haya amor solo de una parte; en el que haya fe solo de una parte; en el que haya abnegación solo de una parte; un matrimonio en el que uno de los dos corazones debe acabar destrozado, fatalmente.

LORD GORING.-  Pero si yo amo a Mabel. Ninguna otra mujer significa nada en mi vida.

LADY CHILTERN.-  Roberto, si los dos se aman, ¿por qué no se han de casar?

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Arturo no podría amar a Mabel como ella se merece.

LORD GORING.-  ¿Qué motivos tiene usted para hablar así?

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Después de una pausa.)  ¿Quiere usted realmente que se lo diga?

LORD GORING.-  Claro que sí.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Ya que usted lo quiere... Cuando fui a verle anoche, encontré a mistress Cheveley oculta en su casa. Era entre diez y once de la noche. No quiero decir más. Sus relaciones con mistress Cheveley, como ya le dije anoche, no me importan absolutamente nada. Sé que tenía usted decidido casarse con ella. La fascinación que ejercía sobre usted parece haber reaparecido. Me habló usted de ella anoche como de una mujer pura e inmaculada, como de una mujer a quien usted honrase y respetase. Es posible que tenga usted razón, pero no puedo poner en manos de usted la vida de mi hermana. Sería una mala acción. Sería obrar infame e injustamente con ella.

LORD GORING.-  No tengo ya nada que decir.

LADY CHILTERN.-  Roberto, no era a mistress Cheveley a quien esperaba anoche lord Goring.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Que no era a mistress Cheveley? ¿A quién era entonces?

LORD GORING.-  ¡A lady Chiltern!

LADY CHILTERN.-  A tu mujer, Roberto. Ayer tarde me dijo lord Goring que si alguna vez me encontraba apenada, podría recurrir a él para pedirle ayuda como a nuestro mejor y más antiguo amigo. Poco después de la terrible escena que tuvo lugar aquí, le escribí para decirle que confiaba en él y que iría a verle para solicitar su ayuda y sus consejos.  (SIR ROBERTO CHILTERN saca la carta de su bolsillo.)  Sí, esa carta es. Después de todo eso, no fui a casa de lord Goring. Comprendí que la ayuda debía venir de nosotros mismos. El orgullo me lo hizo creer. Mistress Cheveley apareció allí. Robó mi carta y te la envió anónimamente esta mañana para hacerte creer que... ¡Oh Roberto! No puedo explicarte lo que quería hacerte creer.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Cómo! ¿Había yo caído tan bajo a vuestros ojos que pudisteis pensar por un solo momento que iba a dudar de vuestra honradez? Gertrudis, eres para mí la blanca imagen todo lo bueno, y el pecado no puede mancharte. Arturo, puede usted ir a buscar a Mabel; le acompañan mis mejores deseos. ¡Oh, un momento! No hay ningún nombre escrito en el encabezamiento de esta carta. La brillante mistress Cheveley parece no haberse fijado en ese detalle. Tenía que haber un nombre.

LADY CHILTERN.-  Déjame que escriba el tuyo. En ti confío y a ti te necesito, a ti y solo a ti.

LORD GORING.-  Realmente, lady Chiltern, creo que debían devolverme esa carta.

LADY CHILTERN.-   (Sonriendo.)  No, ya tiene usted a Mable. (Coge la carta y escribe en ella el nombre de su marido.) 

LORD GORING.-  Espero que no habrá cambiado de parecer. Hace cerca de veinte minutos que no la veo.

(Entran MABEL CHILTERN y LORD CAVERSHAM.)

MABLE CHILTERN.-  Lord Goring, encuentro mucho más edificante la conversación de su padre que la de usted. En lo sucesivo, no hablaré más que con lord Caversham, y siempre bajo la palmera de costumbre.

LORD GORING.-  ¡Mable mía! (La besa.) 

LORD CAVERSHAM.-   (Estupefacto.)  ¿Qué significa esto, caballerito? ¿No querrá usted decirme que esta encantadora e inteligente mujercita ha cometido la locura de aceptarle como prometido?

LORD GORING.-  Pues sí, papá, y Chiltern ha sido lo bastante sensato para aceptar un puesto en el Gabinete.

LORD CAVERSHAM.-  Me encanta saberlo, Chiltern..., y me congratulo de ello... Si este país no merece que se le eche a los perros o a los radicales, le tendremos a usted algún día de presidente.

(Entra MASON.)

MASON.-  El «lunch» está servido, señora. (Vase.) 

MABLE CHILTERN.-  Se queda usted al «lunch», ¿verdad, lord Caversham?

LORD CAVERSHAM.-  Con mucho gusto, y después le acompañaré en coche a la Presidencia, Chiltern. Tiene usted un gran porvenir por delante. Quisiera poder decir lo mismo de ti, caballerito.  (Dirigiéndose a LORD GORING.)  Pero tu carrera tendrá que ser exclusivamente conyugal.

LORD GORING.-  Sí, papá. La prefiero conyugal.

LORD CAVERSHAM.-  Y si no eres un marido ideal para esta mujercita, te desheredo.

MABLE CHILTERN.-  ¡Un marido ideal! ¡Oh! No creo que me guste eso mucho. ¡Parece una cosa del otro mundo!

LORD CAVERSHAM.-  Entonces, ¿qué quiere usted que sea, hija mía?

MABLE CHILTERN.-  El será lo que quiera... Lo único que deseo es ser... para él... una mujer, sencillamente.

LORD CAVERSHAM.-  Le aseguro que hay mucho sentido común en ese deseo, miss Chiltern.

(Van saliendo todos, menos SIR ROBERTO CHILTERN. Se deja caer en un sillón, entregado por completo a sus reflexiones. Al cabo de un momento viene a buscarle LADY CHILTERN.)

LADY CHILTERN.-   (Mirándole por encima del respaldo.)  ¿No vienes, Roberto?

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Cogiéndole la mano.)  Gertrudis, ¿es amor lo que sientes por mí o es piedad solamente?

LADY CHILTERN.-   (Besándole.)  Es amor, Roberto, amor y nada más que amor. Para nosotros dos empieza, desde ahora, una nueva vida.

FIN DE «UN MARIDO IDEAL»