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Un rompecabezas judío llamado «Margo Glantz»

Carlos Pereda





Quien piensa en Margo Glantz tarde o temprano se topa con un inquietante rompecabezas. Margo, la ilustre maestra, Margo, la investigadora de las luces y sobras de la colonia pero también del apasionado siglo XIX mexicano y de la nueva literatura de mujeres de Elena Garro y Rosario Castellanos a Rosa Beltrán y Miriam Moscona, Margo, la escritora que nunca deja de cumplir sus diecisiete años, porque en cada nuevo libro experimenta con nuevas formas y modos de narrar, Margo, la observadora que denuncia las muchas irrupciones del mal, Margo, la anfitriona infatigable, Margo, la viajera curiosa, Margo, la amiga. ¿Cómo encajan todas o al menos algunas de estas piezas? A primera vista no encajan. Y lo peor de todo es que no sólo no encajan sino que constantemente se superponen, se entrelazan, a veces parecen quererse destruir: la investigadora rigurosa, de pronto, se nos vuelve escritora de ficción y la escritora, narradora de viajes. No obstante, si uno se esfuerza y atiende con cuidado, el rompecabezas comienza a armarse: poco a poco se esboza el dibujo casi borrado de unas pocas palabras como testigo o, más bien, dar testimonio con la lengua, y creo, con la lengua en la mano. Pero, ¿qué significa todo eso?

Por lo pronto, Margo nunca ha dejado de ser un torrente de palabras y, a veces, palabras con saña, con mucha saña. Por ejemplo, cuando Margo investiga sobre la Malinche comienza por detenerse en los cronistas de Indias y en los historiadores. De pronto, Margo cita las palabras de la Historia de la Conquista de México de López de Gómara

Así que pasado el término que llevaron, vino a Cortés el señor de aquel pueblo y otros cuatro o cinco, sus comarcanos, con buena compañía de indios, y le trajeron pan, gallipavos, frutas y cosas así [...] y hasta veinte mujeres de sus esclavas para que les cociesen pan y guisasen de comer al ejército; con lo cual pensaban hacerle gran servicio, como los veían sin mujeres [...]



Me gustaría dar más ejemplos de los muchos testimonios que da Margo con la lengua en la mano: de sus testimonios sobre Sor Juana o sobre Los bandidos de río frío..., porque en Margo, incluso lo que a primera vista pudiesen parecer textos eruditos de investigación son, en realidad, testimonios. Por el poco tiempo, sólo quiero todavía recordar uno de los testimonios más hondos que nos ha dado. En Las Genealogías Margo cuenta

En enero de 1939 mi padre fue atacado por un grupo fascista de Camisas Doradas que se reunieron en la calle 16 de septiembre, donde mis padres tenían una pequeña boutique de bolsas y guantes llamada Lisette. La barba, el tipo de judío y quizá su parecido con Troski hicieron de Jacobo Glantz el blanco perfecto para una especie de pogrom de linchamiento. Trataron de colocar a mi padre sobre la vía del tren para que éste le pasara encima, mientras otros arrojaban piedras y gritaban insultos tradicionales.



Al terminar su horrible relato, Glantz señala: «a mí me han durado durante muchos años ese susto y esa imagen de mi padre barbado con la frente llena de sangre». Pese a ese susto, Glantz nunca sucumbe al vértigo simplificador de una sola identidad. Ser judía es para Glantz sólo eso: el inevitable punto de partida para salir al encuentro de todas las mujeres y todos los hombres. Como ejemplo de ello atendamos cómo Glantz trata esa patología de las relaciones con el otro que es el «odio abstracto»: el odio a todas las otras y los otros cuando se decide que son «de cierto tipo» deleznable. Hablándonos del antisemitismo ruso, Glantz observa:

Semejante a la geografía y el clima, el viejo antagonismo entre los judíos y los cristianos se expresa como dicotomía violenta, vivida como algo inexorable pero a la vez extrañamente natural... Casi podría decirse que la dicotomía formaba parte de una atmósfera esencial que al desaparecer ha dejado una profunda marca en la conciencia, a pesar de que se ha creado otra realidad y se ha configurado una nueva territorialidad. La xenofobia parece ser uno de los ingredientes «lógicos» del «alma europea». ¿No lo vemos de nuevo ahora, contra los turcos, los hindúes, los latinoamericanos?



Glantz siempre -gran lección- comienza, pues, a partir de sus vivencias más inmediatas. Pero no se detiene, no se paraliza, el mal nunca abandona definitivamente los lugares que, sabes, le son propios y hay que perseguirlo, perseguirlo, so pena de volverlo a encontrar en donde menos lo esperábamos. En este sentido, Margo no sigue nunca la máxima de los monótonos: «siempre es bueno más de lo mismo».

Tal vez es capaz de generosidad, porque desde niña Glantz aprendió que era igual a las otras niñas mexicanas y, a la vez, diferente (un aprendizaje, por lo demás, que cualquiera, tarde o temprano debe hacer):

Alguien me dice que quizá todo se deba a esa sensación terrible de pertenecer al pueblo elegido o al sentimiento intenso de desolación que experimentaba cuando el 6 de enero me asomaba debajo de la cama y no encontraba ningún juguete.



Sí, hacerse de una memoria remendándola con trapos desgarrados pero muy bien cocidos, es tal vez la única manera de seguir adelante. Como indica Glantz: «La memoria se desplaza, se subordina al olvido, se liga a la identidad y todo da la vuelta». No obstante, según la división de roles tradicionales, podríamos hablar de una manera femenina y otra masculina de hacerlo. El sobrevivir de su madre fue volcarse en la nueva vida cotidiana de este México tan raro para ella, y aceptarla, como se acepta un naufragio en alta mar, un temblor de tierra o la muerte de un ser querido: como se acepta lo inevitable. Se lo acepta, pero con -¿silenciosa?- resistencia. Hacia el final de estas genealogías, Margo recoge las palabras de su madre, que apenas susurra: «México fue una cosa muy distinta, cambiar completamente, pero como luego, luego, me ocupaba con mucha cosa, así entre resistir cosas, me conformaba, ¿no?, ¡qué remedio!».

En cambio, el padre tiende a no resistir. Acaso con más fuerza, con más ligereza y hasta con felicidad, se introduce, se mezcla, se integra, pareciera que busca convertirse en uno como los demás y hasta, en varios sentidos y en diferentes oficios, finalmente lo logra. La madre recuerda el principio de todos estos esfuerzos, la actitud del padre en el barco que traía a estos ucranianos y rusos a Veracruz: «conocía a muchas gentes nuevas, subía y bajaba, él es muy sociable».

Glantz comenta:

En el barco conviven las tres clases, esas clases jerarquizadas por el dinero, por la cantidad de dinero que cuesta el pasaje, la comida, las literas, todo es distinto, y sin embargo, para mi papá es casi lo mismo, al fin subía y bajaba, tenía acceso a todo, a la gente, a la comida, y hasta al aire.



Margo Glantz se ha despojado de los roles tradicionales adoptándolos a ambos: saltando constantemente del uno al otro. Como su padre, Glantz ha tenido en su espléndida vida acceso a todo y a todos: a los países más ricos y, también, a los más remotos, sin olvidarse de los barrios más cercanos y miserables. Pero esta viajera incansable también ha visitado a las monjas de la colonia y a los escritores de la onda, a Sor Juana y a Princeton, a los cargos públicos más encumbrados y a Augusto Monterroso, a Sergio Pitol y a las blusas venecianas, a los vinos franceses y a Carlos Monsiváis. La lista sería interminable porque el subir y bajar de Margo es, felizmente, interminable. No obstante, sus brazos abiertos no se parecen en nada a esa forma de la cobardía que empieza en la no selectividad, y pronto acaba en la indiferencia. Como su madre, Margo también ha aprendido, mientras sube y baja, a resistir: resistir el tedio de los lugares comunes tanto como las puertas cerradas de la diversa intolerancia y su contraparte, la razón arrogante de los poderosos y de los que no lo son tanto pero tienen demasiado miedo.

Por eso, las piezas de este rompecabezas acaban encajando: Margo es una de nuestras más imprescindibles testigos, un testigo con varias lenguas inteligentes y, a veces, convenientemente pérfidas, pero que reposan sobre muchas manos generosas, infinitamente generosas.





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