Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
 

111

B.A.E., LXXXV, p. 236.

 

112


Dime tú, chuscante musa,
tú, que la pasada riza
cantando, supiste el cuerno
henchir de flatos y chispas;
tú, que en la parte primera,
con tan pomposa armonía,
de los gálicos pendones
intaste la triste ruina,
y de mi campeón el triunfo
a las celestes guardillas
encaramaste ingeniosa...


(ed. cit., p. 211)                


 

113

Epistolario, M., Castalia, 1973, p. 59.

 

114

Epist., o. c., p. 86.

 

115

Ibid., pp. 22 y ss. Se me ha opuesto varias veces el argumento -sin ninguna prueba que lo respalde- de que bien pudo redactar D. Leandro estas cartas en 1787, y retocarlas decenios más tarde, como solían hacer otros -vengan otras pruebas-, e incluso que algunos, en estas condiciones, podían cometer tal o cual anacronismo, como le ocurre a Moratín. No es del caso reproducir aquí mis propios argumentos, que son muchos; pero léanse detenidamente no sólo las aludidas páginas sino también las distintas notas dedicadas a este problema para cada una de las cartas concernidas, y recuérdese que el mismo D. Leandro afirma que nunca ha tenido copiador, y se verá si puede aún sostenerse la referida refutación, o, por mejor decir, esta mera hipótesis. ¿Cómo es posible considerar como carta de 1787 retocada en los años 1810 o 1820 una que se limita, o poco menos, a transcribir un artículo anónimo publicado en una revista de ¡1805!... Ni ¿cómo se las arreglaría Moratín para recuperar las supuestas cartas cuando ya habían muerto los no menos supuestos destinatarios de éstas, con excepción de Ceán?

 

116

O. c., p. 207, in fine.

 

117

Pp. 72 y 60 respect.

 

118

B.A.E., LXIII, p. 344.

 

119

Romance primero, vv. 133-138; Romance segundo, vv. 129-130 y 153-154 en la ed. que venimos utilizando. En el P. dispersador afirma un personaje solamente aludido que tiene «cosecha de desvergüenzas / y aunque no letras, barberos / que desde Aragón afeitan»; sabido es que los barberos eran también sangradores, o sea, «flebotomianos».

 

120

Vida y obra de Samaniego, Vitoria, s.a. (1975), p. 145, n. 170.

Aprovecho la oportunidad para rectificar una equivocación de mi amigo Palacios Fernández a propósito de mi estudio sobre el teatro en Madrid, que, como algunos más, tuvo el valor de leer en francés: yo no he parecido nunca «empeñado [...] en demostrar que el pueblo gustaba más del teatro neoclásico que del tradicional» (p. 362, n. 39), porque las obras neoclásicas representan un porcentaje ínfimo dentro de la abundante producción teatral del XVIII; lo que sí intenté demostrar, precisamente contra cierta historia «tradicional» o equivocadamente patriotera, es que a pesar de la presencia importantísima de Calderón en los carteles hasta los últimos decenios del siglo, sólo una pequeña parte de sus obras seguía atrayendo al público en la medida en que sus argumentos tenían cierta analogía con las llamadas comedias nuevas o de teatro, «militares» o de magia o patéticas -las más concurridas entonces por corresponder mejor a las preferencias de los madrileños-, y que una minoría teóricamente más culta parece haberlas apreciado más que el público popular. Digamos que la segunda mitad del siglo equivale a un crepúsculo, lento y majestuoso por supuesto, del teatro calderoniano y al nacimiento del teatro moderno. Pero ocioso es decir que comparto el parecer de Palacios Fernández acerca de que «el nuevo arte escénico [el neoclásico] no caló en la masa» hasta finales de siglo, aunque no noto mucho sabor «romántico» en El sí de las niñas, el mayor éxito de su tiempo.