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Una lectura de la violencia en «La Araucana» de Alonso de Ercilla1

Paul Firbas





En un extenso poema épico como La Araucana de Alonso de Ercilla, la diversidad de episodios y convenciones poéticas contenidas en sus tres partes (1569, 1578 y 1589) suponen diferentes usos y funciones de las escenas de violencia dentro del complejo proyecto del libro. Los golpes y los cuerpos desmembrados formaban parte, como es sabido, de una larga tradición poética, desde Homero y Virgilio hasta la épica culta italiana renacentista. No obstante el peso de las convenciones y topoi, en el poema de Ercilla juega además un papel preponderante la narración testimonial del poeta-soldado, es decir, la experiencia biográfica breve pero intensa de Alonso de Ercilla en la guerra chilena en 1557-1558, materia de sus cantos. La Araucana está así estructurada por un narrador personalizado, tanto poeta como soldado, el cual toma distancia de la violencia de la guerra colonial que vivió. Los episodios de violencia en La Araucana en los cuales los indios son víctimas de los excesos españoles están marcados por la perspectiva de ese «yo» testimonial. Conviene, por tanto, preguntarse cómo leer el sentido y la función de esa violencia destructora, excesiva e injusta en un poema épico que canta, según su propuesta inicial, las armas españolas. Antes de trazar una interpretación de esa violencia que parece cuestionar el mismo registro en que se expresa el poema, conviene reseñar brevemente las lecturas de dos preceptistas y críticos del género en la época2.

El médico Alonso López, conocido como el Pinciano, en su Philosophía antigua poética, extenso comentario sobre la poética de Aristóteles publicado en Madrid en 1596, en la «Epístola octava» dedicada al género de la tragedia, discute y defiende el sentido formativo y terapéutico de la exhibición de acciones que, en el lenguaje de hoy, consideraríamos -sin duda- violentas y cuyo fin sería «limpiar el ánimo de pasiones». Interesa citar aquí una escena narrativa que construye Ugo, uno de los interlocutores del texto del Pinciano, porque ésta revela una distinción imaginada o deseada entre las formas de percibir la violencia en la gran ciudad, modelada como corte, o en la aldea:

Esto se vee claro en los condenados a muerte, que, si alguno lo es algún pueblo pequeño, no usado a ver ajusticiar hombres, al tiempo que le llevan por las calles y el pregonero va publicando la causa de su muerte, los hombres se enternecen, lloran los viejos, plañen las mujeres y aun gimen los niños viendo lamentar a sus madres; mas, si la tal justicia se ejecuta en una gran ciudad, adonde muchas veces se ejecuta la tal justicia, no hace más movimiento el ajusticiado ni el pregonero en la gente que si no fuese cosa de momento. Y de esto es la causa la costumbre que la gente tiene de ver semejantes cosas, las cuales les tiene ya enseñado a perder el miedo y la misericordia.


(Pinciano 1998, p. 341)                


De alguna manera el Pinciano propone así, a través de Ugo, un modelo de hombre y de lector. El cortesano o habitante de una gran ciudad sería aquel observador o lector capaz de sentir únicamente una compasión moderada ante la violencia y las miserias ajenas. La puesta en escena de un ajusticiamiento que acontecería en el plano de la realidad se usa para explicar mejor el efecto positivo de la exposición a la violencia, con la cual se operaría una suerte de higiene del alma y limpieza de las perturbaciones o pasiones del ánimo. El Pinciano desarrolla así la imagen de un lector ideal que va formando su mirada ante situaciones reales de violencia y, por supuesto, también frente a textos donde los héroes -un Héctor o un Ulises- resultan «fatigados de la fortuna». De esta manera, Ugo sostiene que el mejor lector del género trágico o épico es el que, en su respuesta ante la violencia de la fábula, consigue controlar la compasión y los afectos y revela su ánimo firme ante el espectáculo de violencia: «porque de la ternura y compasión demasiada vemos muchos inconvenientes, y de la fortaleza, en esta forma, ningunos o pocos» (Pinciano 1998, p. 336). Más adelante, en la «Epístola undécima» dedicada la poesía heroica, el Pinciano marca las diferencias formales entre el género épico y trágico -en el modo de imitar y en la unidad de acción-, pero señala la coincidencia última en su función curativa y modeladora, centrada en la «extirpación de pasiones», según sostiene el mismo Ugo (Pinciano 1998: 452).

Frente a esta posición que diluye las diferencias entre los géneros trágico y épico porque ve en ambos una misma pedagogía para formar el ánimo del correcto lector y cortesano, en 1620 Juan Pablo Mártir Rizo, amigo de Quevedo y defensor de los cánones del neo-aristotelismo, censuraba la confusión entre épica y tragedia por razones poéticas y políticas. En un extenso manuscrito de 1620 donde hace una minuciosa Censura crítica de la Jerusalén conquistada (1609) de Lope de Vega, poema descrito como «epopeya trágica» por el mismo Fénix, Mártir Rizo atacaba al poeta, entre otras cosas, porque éste no respetaba los límites genéricos, componiendo una suerte de «hombre caballo» horaciano, un monstruo que transgredía los fines de la tragedia y la epopeya:

El fin de la tragedia es corregir nuestras pasiones [...] para movernos a aborrecer la vida de los tiranos, y el fin de la epopeya es introducir virtud, o para encender el deseo y amor de imitar las impresas magnánimas y gloriosas de grandes personas y de buenos y legítimos príncipes y para que estén contentos con vivir debajo de su obediencia para la conservación de aquella bien regulada monarchia en que se hallaban.


(f. 84r)3                


De acuerdo con la cita anterior, la tragedia se debería cultivar en períodos de gobiernos tiránicos, mientras que la epopeya, en períodos de virtuosas monarquías. Mártir Rizo sostiene así una relación directa entre el contexto político y el sentido de los géneros poéticos; y quizá invita al uso y abuso de éstos por el aparato político («para que estén contentos con vivir debajo de su obediencia»). En todo caso, tanto la tragedia como la epopeya sustentan su fábula -y los episodios que la acompañan- en la exhibición de acciones violentas. Sin embargo, parece que la violencia en la tragedia es propia de tiranos, mientras que en la poesía heroica la ejercen los príncipes legítimos4.

Dejemos aquí las poéticas y preceptivas peninsulares, ya que nos interesa ahora acercarnos al funcionamiento interno y a la posible recepción de un texto épico hispánico del mundo colonial, manteniendo algunas ideas básicas: por un lado, que cada género tendría una función política concreta asociada a un uso legítimo o ilegítimo de la violencia, según podemos inferir a partir de Mártir Rizo. Por otro lado, retengamos un par de imágenes básicas de la Philosophía antigua poética: en primer lugar, el valor formativo de la exposición a la violencia, que modela el ánimo viril del ciudadano o cortesano5; y, en segundo lugar, que el espacio de la ciudad, el lugar de las tradiciones letradas, es donde se exhibe más violencia y en donde ésta ya no produce el desorden o desconcierto de pasiones que suscita en la aldea. Esto nos sugiere que la gran ciudad se asemeja al espacio imaginario de un extenso poema épico renacentista, en donde el lector, guiado por el narrador, tendría que comportarse como un discreto y endurecido cortesano habituado al espectáculo del sufrimiento por la violencia; o que un texto épico renacentista podría funcionar como una gran ciudad portátil para exponer a los lectores a esa violencia necesaria en la formación del cortesano.

Conviene regresar a la pregunta sobre la violencia en La Araucana, poema épico culto renacentista del mundo colonial. En principio, la relación entre poesía épica y violencia parece tan obvia y natural que no presentaría problema alguno. La construcción de la heroicidad de los personajes en el género épico suele darse en el escenario de la guerra y, por tanto, en un territorio donde la violencia se exhibe y se utiliza en beneficio de un ideal monumental o estatura heroica que sería, idealmente, lo que el género persigue. Sin embargo, la cercanía espacial y temporal del narrador de La Araucana respecto a los hechos históricos narrados parecen impedir la construcción de esa distancia y elevación ideal que reclama la enunciación heroica. El carácter testimonial de ese narrador entronca su discurso ya no con la tradición del canon épico renacentista, sino con las cartas y relaciones del Nuevo Mundo6.

En los años que el Pinciano publicó sus comentarios a Aristóteles, Alonso de Ercilla había ya terminado las tres partes de La Araucana, poema, como se sabe, de numerosas ediciones en la época. Cuando Mártir Rizo escribió su Censura crítica de la Jerusalén conquistada, podemos confiar que conocía bien el canon de la épica araucana, no sólo por la circulación extensa de las tres partes del poema de Ercilla, y también del Arauco domado del criollo Pedro de Oña (Lima, 1596); sino porque Mártir Rizo fue además ayo de don Melchor Hurtado de Mendoza, nieto del cuarto marqués de Cañete, don García Hurtado de Mendoza, quien fuera el «mozo capitán» en Chile durante la experiencia de Ercilla en la guerra araucana, y después virrey del Perú entre 1589 y 1596, además de mecenas de Pedro de Oña en la corte de Lima7. A pesar de la importancia de los textos épicos de materia araucana en la Península, resulta difícil encontrar su impronta en las discusiones teóricas o preceptivas de la época. De hecho, ni en los textos del Pinciano ni Mártir Rizo hay presencia alguna de la práctica poética concreta y exitosa de Ercilla, cuyo rasgo más original y transgresor de los preceptos poéticos es su narración autobiográfica de una fábula basada en la historia reciente. El estudio de Frank Pierce sobre la recepción de La Araucana demuestra que las menciones al poema en los tratadistas españoles de la época, como en Sánchez de Lima (1580), Juan de Guzmán (1590), Díaz Rengifo (1592), Luis Alfonso de Carvallo (1602), Saavedra Fajardo (1612) o Francisco Cascales (1617) no pasan realmente de la celebración patriótica, el encomio al buen versificador o la aprobación de algún artificio narrativo, aspecto que resalta Carvallo en su Cisne de Apolo, justificando que Ercilla insertara la batalla de Lepanto en su narración araucana (Pierce 1968, pp. 31-51). Sin embargo, ninguno de los tratadistas incorporó en sus reflexiones la propuesta radical de Ercilla en su texto, particularmente desde la publicación de su Segunda parte de 1578, donde modifica su poética, quizá en respuesta al éxito de Os Lusíadas de Luís de Camões8.

Entremos, por tanto, en el espacio geográfico e histórico de Chile y en la materia araucana, la más importante dentro del universo textual de la épica colonial. Como bien se sabe, a partir de la segunda parte de La Araucana, el poema se estructura con un narrador que es al mismo tiempo testigo y personaje histórico en el campo de batalla chileno, avanzando desde la isla de Talcaguano a la ciudad de Concepción. Recordemos que Alonso de Ercilla residió en el virreinato del Perú entre 1556 y 1563 y fue soldado por año y medio en la guerra araucana, desde mediados de 1557 a finales de 1558, bajo el mando del joven capitán don García Hurtado de Mendoza9. La entrada del joven Ercilla, cortesano de Felipe II, como poeta-soldado en su texto está marcada por su profunda debilidad anímica. Se trataba de una guerra de conquista en los confines, en una de las geografías más remotas que podía concebirse desde Europa. En la noche en que los jóvenes soldados españoles esperaban el ataque araucano, el poeta se sitúa como un observador temeroso y un participante esquivo de los hechos. El canto XVII se narra uno de los episodios más ricos de todo el poema, en donde se pone en escena el acto mismo de la escritura en el campo de batalla: la tradición épica culta renacentista se encuentra con la experiencia directa de una guerra concreta, histórica y colonial. La enunciación épica llega allí a su límite. La violencia histórica presente parece ser un lugar demasiado inestable para continuar un proyecto que, según se había propuesto al inicio de la Primera parte del poema, cantaría solamente los hechos de guerra para celebrar así la heroicidad de los «españoles esforzados» en Chile (I, 1).

Ercilla pone en escena la crisis de su escritura en el campo araucano, como si estuviéramos también en los confines de una poética comprometida con la verdad histórica, pero enunciada en primera persona. En el mismo canto XVII la fábula entra en una nueva etapa: Alonso de Ercilla y un nuevo refuerzo de soldados españoles enviados desde el Perú se han desplazado hasta el territorio araucano de Penco, donde esperan atemorizados el ataque enemigo. Es decir, el narrador (yo-poético), que desde la Primera parte de su poema ha utilizado la primera persona para interrumpir su relato al modo de Ariosto, aparece ahora como un soldado histórico en el texto. Esta circunstancia nueva quiebra con las tradiciones de la épica culta renacentista. Dentro de la fábula, esta novedad enunciativa coincide con el súbito arrobamiento del poeta-soldado, con el cual se interrumpe su trabajo de escritura y la pluma se le cae de la mano, sumergiéndose en un estado cercano al paroxismo y luego en un sueño o visión que lo apartará de la guerra colonial:


Aquella noche, yo mal sosegado,
reposar un momento no podía
o ya fuese el peligro o ya el cuidado
que de escribir entonces yo tenía.
Así imaginativo y desvelado,
revolviendo la inquieta fantasía
quise de algunas cosas de esta historia
descargar con la pluma la memoria.


En el silencio de la noche escura,
en medio del reposo de la gente,
queriendo proseguir en mi escritura
me sobrevino un súbito acidente,
cortóme un yelo cada coyuntura,
turbóseme la vista de repente
y procurando de esforzarme en vano,
se me cayó la pluma de la mano.


(XVII, 34-35)                


La crisis del poeta se resuelve, de algún modo, con la aparición del fantasma de Belona, única figura mitológica que toma forma en el poema de Ercilla10. Ya en la época se entendía que la visión de un fantasma solía ser producto «del mucho miedo que las personas tienen», como aclaraba Covarrubias en su Tesoro11. La escritura queda aquí asociada con una mirada apasionada del mundo, diferente de aquella actitud viril y moderada que propone el Pinciano; pero se trata de una escritura épica que ya no puede seguir adelante como testimonio directo de la guerra. Cuando se le cae la pluma de la mano, el poeta huye a través del aparato convencional del sueño y la visión hacia la batalla de San Quintín. Para el poeta, en la distante geografía europea la guerra española recompone la enunciación épica. Es importante insistir en que esta escena, en donde Ercilla incluye en su fábula el mismo proceso de escritura de su poema, revela además una necesidad doble, tanto del soldado como del poeta: por un lado, la necesidad (quizá terapéutica) de descargar «con la pluma la memoria» de la guerra; y, por otro, de recuperar con los recursos de la tradición épica más prestigiosa el tono y la distancia narrativas del canto heroico.

Según menciona el mismo autor en el prólogo a la Primera parte de La Araucana, muchos de sus versos se escribieron, en pedazos de cuero o cartas, en los mismos «pasos y sitios» de la guerra de Chile, «para que [el libro] fuese más cierto y verdadero» (Ercilla 1979, t. I, p. 121). Más allá de la veracidad de esta confesión, los supuestos fragmentos escritos en la guerra tomaron forma de libro sólo en Europa, desde el espacio de la corte y ciudad metropolitana, en una extensa temporalidad de más de veinte años. En este sentido, resulta así más aguda la distancia respecto de la propuesta del Pinciano. El modelo de cortesano que se construye en La Araucana, encarnado en el poeta y soldado humanista, está lejos del endurecido ciudadano que imagina Ugo en la Philosophía antigua poética. No estamos ante la violencia justa en el escenario de la ciudad, según vimos en la cita del Pinciano, sino ante las miserias de la guerra colonial. El «mozo temeroso», a decir de Belona (XVII, 40), enfrentará luego varios episodios de extrema violencia ante los cuales se mostrará perturbado y llegará inclusive a huir del espacio histórico de la guerra hacia territorios más convencionales, contenidos y estables para la imaginación poética, como las visiones en sueños, las selvas o el recinto mágico.

Las respuestas apasionadas y la perturbación del ánimo de Ercilla ante el espectáculo de la violencia contradicen los ideales del Pinciano porque, en el fondo, el problema reside en la naturaleza de esa violencia. El soldado-poeta Ercilla será testigo de la violencia de una guerra injusta: espectáculo de cuerpos destruidos que «era gran lástima mirallos» (XXXII, 13). El ánimo perturbado del soldado-poeta modela idealmente el de sus lectores, ya que éstos se mueven y observan el campo araucano guiados por el narrador. La perturbación y el apasionamiento serían entonces las respuestas deseadas en el lector de La Araucana, puesto que la violencia injusta debería provocar en el hombre letrado y cortesano el repudio y la distancia, y moverlo finalmente a corregir en la historia presente aquellos hechos condenables que deslucen las victorias y la expansión del imperio. Hacia el final del poema, la narración del ajusticiamiento de Caupolicán le hace decir al narrador: «Paréceme que siento enternecido / al más cruel y endurecido oyente» (XXXIV, 31), como si buscara justamente producir en su lector esa recepción apasionada que el Pinciano condena.

Un ejemplo claro de la distancia de Ercilla de esa violencia injusta puede leerse a principios del canto XXVI de su poema, cuando los españoles, «hasta allí cristianos», luego de vencer en una batalla se exceden de los términos lícitos de la guerra y «con crueles armas y actos inhumanos / iban la gran vitoria deslustrando» (XVII, 7). Tanto el poeta como el soldado se sitúan fuera de esos hechos injustos que provocan legítima compasión por las víctimas:


Así el entendimiento y pluma mía,
aunque usada al destrozo de la guerra,
huye del grande estrago que este día
hubo en los defensores de su tierra;
la sangre, que en arroyos ya corría
por las abiertas grietas de la sierra,
las lástimas, las voces y gemidos
de los míseros bárbaros rendidos.


(XXVI, 8)                


En este contexto, es muy significativo que Ercilla se refiera a los indios como los defensores de «su tierra», reconociéndoles justamente aquello que la violencia de la conquista desconoce. El episodio continúa luego con la injusta condena final del bárbaro Galbarino, indio valiente a quien los castellanos le habían cortado ambas manos en el canto XXII. El soldado Ercilla se opone inútilmente al ajusticiamiento que califica de «insulto y castigo injusto hecho», y es obligado a salir de aquel escenario: «forzado me aparté», dice el narrador (XXVI, 29-30). Sin embargo, aquí la distancia o ausencia del soldado no supone necesariamente la retirada del poeta. El episodio será de todas formas narrado en el poema, pero ya el soldado no intervine en él, acaso sólo como un testigo, pero no como cómplice. Ante el espectáculo del ajusticiamiento en el campo de batalla, los soldados españoles no pueden conservar el temple ideal que propone el Pinciano. Un indio cacique que espera la muerte junto con Galbarino, «habló contritamente», «los ánimos cristianos conmoviendo» (XXVI, 33). Finalmente, el mundo colonial produce una espantosa justicia nueva, «un modo de matar jamás usado», donde las mismas víctimas, provistas de un cordel, eligen el árbol en donde ellos serán sus propios verdugos: «y los robustos robles de esta prueba / llevaron aquel año fruta nueva» (XXVI, 37)12. Sólo una octava después de este episodio que testimonia la violencia injusta e inaudita en la guerra colonial, el narrador -«saliendo yo a correr aquella tierra», dice- se encuentra con el viejo mago Fitón y con él ingresa a un «hermoso verde prado» (XXVI 40 y 47), antesala de la bóveda de alabastro donde reposa su milagroso globo o poma mágica, artificio con el cual el poeta dejará otra vez el espacio araucano para entrar en una visión geográfica mundial de larga tradición épica.

La Segunda parte del poema se mueve así en un ritmo de entradas y salidas señaladas por la experiencia de la violencia injusta. A medida que el narrador testigo se acerca más a los hechos y se involucra con la violencia del campo araucano, su presencia en la guerra se vuelve más esquiva y el poema introduce, siguiendo la poética del romanzo, importantes digresiones y episodios con maquinaria fabulosa (como los de Belona y Fitón), que son verdaderas fugas del campo histórico araucano y de su violencia injusta, ilegal, excesiva y vergonzosa que deslustra del todo las eventuales victorias españolas. Por momentos, la narración sumerge al espacio araucano en un clima de tragedia, donde las armas españolas cometen crímenes que destruyen la paz futura:


La mucha sangre derramada ha sido
(si mi juicio y parecer no yerra)
la que de todo en todo ha destruido
el esperado fruto de esta tierra;
pues con modo inhumano han excedido
de las leyes y términos de guerra,
haciendo en las entradas y conquistas
crueldades inormes nunca vistas.


(XXXII, 4)                


Según se ha visto, la presencia compleja del «yo» en el poema de Ercilla no se circunscribe solamente a la tradición épica renacentista. Aunque el uso del yo-poético en La Araucana sigue, ciertamente, el que consagró Ariosto en su Orlando furioso, la presencia del yo-histórico, el carácter autobiográfico del poema, no puede sólo explicarse por la poética de la imitación de sus modelos épicos13. El poema de Ercilla está estructurado, a diferencia de sus modelos más cercanos, por la experiencia personal del autor en las mismas guerras coloniales que dan materia a su texto. A decir de Marcos Morínigo, «para Ercilla... lo fundamental del poema residía en lo autobiográfico» (1979, p. 43). El texto se carga así del peso de la historia inmediata, de sus cuestionamientos éticos y urgencias políticas que caracterizan el discurso de las cartas y relaciones escritas desde las Indias Occidentales. Sin embargo, el texto tampoco se estabiliza en ese discurso, puesto que la presencia de ese yo, su experiencia y perspectiva humana sobre los hechos, se vinculan también con la enunciación de la poesía lírica, la elegía y la tragedia.

En el cierre de los cantos, es frecuente que el yo-poético (no el soldado) aparezca para exhibir su control sobre su material, interrumpiendo la narración a la manera de Ariosto y erigiéndose en una suerte de poeta-dios sobre su universo, según lo han analizado J. B. Avalle-Arce (1971) y Antonio Prieto (1980). No obstante, debe recordarse que la materia épica en este caso pertenece predominantemente -pero no exclusivamente- a la historia contemporánea. Así, hacia el final de la Tercera parte del poema, cuando se narra la injusta y cruel condena de empalamiento al cacique Caupolicán, el poeta y soldado declara que «no estuve yo presente», puesto que «si yo a la sazón allí estuviera / la cruda ejecución se suspendiera» (XXXIV, 31). La irrupción del «yo» no expresa aquí el gobierno o dominio del autor sobre su poema, como sostiene Prieto (1980, p. 173); por el contrario, el deseo del poeta expresa las limitaciones impuestas por los mismos hechos históricos contemporáneos. La intervención conjetural del «yo» («si... allí estuviera») es una declaración ética y una toma de posición ante los abusos de un grupo de españoles que el «chapetón» Ercilla denuncia y condena14. El poeta no puede manipular abiertamente los hechos públicos centrales de su fábula puesto que entre sus lectores habrá no pocos españoles, y también indios ladinos y mestizos, que estuvieron en el campo araucano. El poema de Ercilla, conviene recordarlo, fue leído en la época como evidencia histórica y fue usado en probanzas y memoriales de servicios, y sirvió también como fuente para la escritura de crónicas15.

Finalmente, las escenas dolorosas de la violencia injusta en La Araucana acercan al poema al género trágico. Como señalaba Mártir Rizo, es justamente la tragedia la que debe enseñar al lector a aborrecer a los tiranos. Recordemos que dentro del registro de la relación, y con la intensidad retórica de un sermón y propaganda política, el padre dominico Bartolomé de las Casas había señalado a los conquistadores como tiranos en las páginas de su tan citada y discutida Brevísima relación de la destrucción de las Indias (Sevilla, 1552)16. De alguna forma, la voz poética en La Araucana, a través de sus denuncias y presentación condolida de los indios, produce un texto genéricamente diverso, indefinido y moderno en su crítica política que resuena detrás de la cadencia de sus octavas. En el universo textual de Ercilla, surgido de su experiencia colonial y de su formación humanística, se construye un nuevo tipo de héroe y poeta: un sobreviviente y testigo que regresa a la corte para contar.






Bibliografía

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