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Una «Muger ignorante»: Sor Juana, interlocutora de virreyes

Beatriz Mariscal Hay


El Colegio de México



Pocos escritores nos han dejado una explicación más apasionada del porqué de su quehacer literario que Sor Juana; su tan comentada Respuesta a Sor Filotea nos proporciona no sólo la defensa del derecho a pensar y a escribir de todo hombre y de toda mujer que tenga el talento necesario para hacerlo, sino su condenación de la persecusión de la que fue objeto por no negar su instinto natural, por haaber realizado con tanto éxito su vocación intelectual.

Talento y éxito fueron, es evidente, los verdaderos «pecados» de Sor Juana y no tanto el que hubiera de alguna manera desvirtuado su vocación religiosa con prácticas profanas tales como el escribir versos y comedias.

Si la Respuesta constituye una defensa y explicación de su incursión en el resbaloso campo de la disquisición filosófico-religiosa así como un justificado reclamo por los bien o mal intencionados ataques que padeciera a lo largo de una productiva vida intelectual, la Carta que escribiera nueve años antes, en 1682, a su confesor, el padre Antonio Núñez de Miranda1, en la que defiende igualmente la licitud de su creación, a la vez que condena el chisme y la injuria que el ilustre jesuita desencadenara en su contra a raíz de su composición del tema y texto para el arco triunfal que se erigió en honor de los marqueses de la Laguna, apunta al trasfondo político, que no meramente religioso, de la conflictiva relación entre Sor Juana y ese preclaro varón del Reino de la Nueva España.

Esta temprana obra que provocó la ira, fuera de toda proporción y al parecer irrevocable, del padre Núñez es una de las menos apreciadas por los estudiosos modernos de Sor Juana, si bien le valió el ser considerada en el siglo XVII como segunda sólo a Tesauro en eso de inventar analogías, impresionando de tal manera al erudito Ketten que llega a desconfiar de que tal obra hubiera sido escrita por una mujer: «Algunos de estos símbolos tienen más agudeza que la que se podría esperar de una virgen»2. Compuesta en 1680, el Neptuno Alegórico era la «fábrica alegórica que habría de ser representada plásticamente en el arco triunfal que fue colocado en la entrada de la Catedral Metropolitana el 30 de noviembre de 1680 para honrar a los recién llegados virreyes»3.

El Neptuno es, efectivamente, una obra cuya calidad literaria no está a la altura de las más de las de Sor Juana, además de ser de escaso interés y difícil comprensión para un lector moderno no versado en la cultura antigua griega y romana e ignorante del latín. En contraste, para el público culto de su tiempo. Se trató de una obra indudablemente significativa, algo que podemos deducir tanto del odio que provocó en su rival intelectual, el docto jesuita Núñez, como del favor que le valió por parte de los virreyes, quienes, según la propia Sor Juana, comenzaron desde entonces a frecuentarla, y ni hablar del cuantioso pago, en oro, que la Catedral le dio por ella4.

Y, efectivamente, ¿por qué Sor Juana había de encargarse de semejante encomienda, que según ella misma era más apropiada al ingenio de los sabios varones? En la «Razón de la fábrica» con la que Sor Juana inicia el Neptuno, ella misma defiende, con la ironía que la caracterizaba, que no era tan desatinada la selección del Cabildo ya que éste había considerado que para pedir y conseguir perdones, [era] más apta la blandura inculta de una mujer que la elocuencia de tantas y tan doctas plumas»5.

El arco fue efectivamente utilizado por Sor Juana no sólo para honrar al virrey y «cantar sus glorias», sino también para pedir, no perdones, pero sí dones de obra pública para «La cabeza del Reyno Americano»6.

Dos años después, ante el virulento ataque del padre Núñez, que la hace objeto de «escándalo público», se ve obligada a reiterar que, si bien como «muger ignorante» podría no corresponderle semejante tarea, su decisión de aceptar el encargo del arzobispo no había sido tomada a la ligera, sino que lo había hecho sólo después de «avérmel[o] pedido tres o quatro vezes, y tantas despedídome yo, hasta que vinieron los dos señores juezes hazedores, que antes de llamarme a mí llamaron a la madre priora y después a mí, y mandaron en nombre del Excelentísimo Sr. Arzobispo lo hiciese, porque assí lo avía votado el Cavildo pleno, y aprobado su Excelencia»7.

El ingenio de la monja jerónima había estado, efectivamente, a la altura de las expectativas de sus mandantes y de los entendidos como Sigüenza y Góngora a quien se le encargara el otro Arco Triunfal eregido en honor del virrery (éste en la plaza de Santo Domingo), quien dedica todo un capítulo preliminar de la explicación de su propio arco Theatro de virtudes políticas a la alabanza del de Sor Juana, cuya selección de Neptuno como figura para ensalzar el virrey era sumamente atinada en vista de «no ser Neptuno quimérico Rey o fabulosa Deidad, sino sujeto que con realidad subsistió, con circunstancias tan primorosas, como son haver sido el Progenitor de los Indios Americanos»8, algo que procede a comprobar por medio de un engarce de citas que van desde el Génesis, «Nobiliario» de Neptuno (cap. 10, v. 13) y Moisés a quien llama su historiador hasta los cronistas tan próximos a él como el padre José de Acosta (1539-1600) y fray Juan de Torquemada (¿-1624), pasando por unos malabarismos etimológicos dignos de un ensayo aparte9.

De hecho, esta obra de Sor Juana se compone no de uno sino de tres textos, uno de ellos tridimensional, el arco mismo que tenía, además de imágenes, numerosas inscripciones alusivas (un soneto, octavas, décimas, redondillas, quintillas, letras castellanas y epigramas latinos).

El texto que conocemos como Neptuno Alegórico fue publicado muy probablemente en 1681, algunos meses después de la entrada oficial del virrey a la ciudad de México. Mientras que su Explicación, escrita para ser recitada durante la celebración, habría sido impresa y repartida para esa ocasión y posteriormente reimpresa al final del Neptuno10.

Mis observaciones se centran en el arco y en su Explicación y pretenden arrojar alguna luz sobre el efecto público de esta obra de Sor Juana que había de señalarla lo mismo ante el pueblo llano que ante cortesanos y ecleciásticos como interlocutora de los recién llegados virreyes.

La Explicación describe, en verso, cada uno de los ocho tableros o lienzos en los que por medio de «jeroglíficos» se plasmaban, de acuerdo con la tradición, las proezas y hazañas del marqués, las cuales, según la propia Sor Juana, eran tan grandes que requerían de jeroglíficos para expresarlas, al igual que los conceptos abstractos o las hazañas de los dioses11.

En la Explicación, Sor Juana hace patente su conciencia de que su mensaje tiene que llegar no a un destinatario único, sino a públicos diversos: por un lado a «los entendidos» y por otro a «los vulgares»; los primeros podrían descifrar las inscripciones y establecer las relaciones por analogía entre las figuras mitológicas y el homenajeado, mientras que serían «los colores» los que atraerían los ojos de los segundos.

El arco era, por supuesto, algo más que colores, tanto por sus dimensiones como por lo imponente de su efímera arquitectura y complejidad de las imágenes representadas: tenía el claro propósito de impresionar a los súbditos y transmitirles un inequívoco mensaje sobre su nuevo príncipe, y a éste, sobre lo que se esperaba de su gobierno. El pueblo conoció a su virrey tal y como lo quiso representar Sor Juana; el Neptuno, más que literatura, era la presentación pública del gobernante y un pliego petitorio por parte de las autoridades locales.

En el primer lienzo del arco de «treinta varas de altura [unos 24 metros] y seis de latitud» se mostraba a la multitud reunida frente a la catedral la semblanza de sus nuevos gobernantes en figura de los dioses Neptuno y Anfitrite surcando los mares en un gran carro tirado por fieros caballos marinos. Una visión de dominio de los dioses-virreyes sobre mares y bestias. La imagen de poder abarcaba igualmente a los cuatro vientos colocados en las cuatro esquinas en «figuras extraordinarias semejanates a sus efectos y propiedades» y a otros seres formidables como el temible Tritón, hombre y pez a la vez, que tiraba del carro, servido por hermosas nereidas coronadas de conchas y perlas, y otro dios, Palemón, marino también y amo él de un delfín que tiraba de su carro, animal de fantástica apariencia cuyo significado heráldico no habría de escapar a los cortesanos, especialmente impresionables por la alta nobleza de la metrópoli.

Para el pueblo una primera visión de su nuevo gobernante plena de imágenes de poderío y dominio sobre hombres, bestias y aun sobre los elementos de la naturaleza, que debía inspirarles respeto y sumisión, y para los entendidos, en un soneto escrito con «bien cortadas y airosas letras» que aparecía en el pedestal, el mensaje de que México, imperial laguna, debía inclinarse ante el señor de la Cerda, descendiente nada menos que de Alfonso X «Sabio por antonomasia», como lo llama Sor Juana (vv. 750-757)12.


Como en la regia playa cristalina
al Gran Señor del húmedo Tridente,
acompaña leal, sirve obediente
a cerúlea deidad pompa marina;
    no de otra suerte, al Cerda heroico inclina,
de almejas coronada la alta frente,
la laguna imperial del Occidente
y al dulce yugo la cerviz destina.



Una vez puesto en escena el homenajeado en calidad de protagonista, y establecido su ascendente y poderío a través de su identidad con el dios de los mares, Sor Juana pasa a representar plásticamente las virtudes que considera deberá poseer el virrey:

-propiciar la estabilidad del reino, esa «isla» que el dios Neptuno fija sobre las aguas (lienzo 3º),

-proteger al débil, a Eneas a quien Aquiles está a punto de matar, y a los intelectuales, los doctos centauros que huyen del ignorante Alcides (lienzos 4º Y 5º),

-actuar con generosidad, premiando la presteza con la que el delfín realiza su encomendada tercería convirtiéndolo nada menos que en constelación (lienzo 6º) y

-reconocer la derrota ante la superioridad intelectual, una de esas «finezas» tan caras a Sor Juana, que protagonizan Neptuno y Minerva, diosa de las armas y de las letras, quien opone al agresivo caballo de guerra del primero la oliva, símbolo de paz y de sabiduría (lienzo 7º).

Esas virtudes que propone como necesarias al soberano consituirían la norma general de conducta que se espera del nuevo gobernante, prescripción que no deja de marcar a su autora por la naturaleza de la fineza del lienzo 7º, referente a la graciosa concesión de la superioridad intelectual de otro (o de otra) y por el lienzo que dedica a encomendarle al virrey la defensa precisamente de las letras:


Viva gallarda Idèa
de la virtud (Señor) que en vos campèa:
pues con piadoso estylo
sois de las letras el mejor asylo13.



Además de esta lista de virtudes, Sor Juana se encarga de presentar la demanda precisa de dos actos de gobierno en favor de la ciudadanía: el primero referido al gravísimo problema de las inundaciones que asolaban a la ciudad y el segundo a la conclusión de la fachada de la catedral.

En el lienzo colocado a mano izquierda de la entrada (lienzo 2º) aparecía representada la ciudad de México inundada por «las iras del líquido elemento y al dios Neptuno, ya perfectamente identificado con el marqués de la Laguna, salvándola con una lanzada de su tridente. Así como Neptuno domina las aguas de los mares, él, dios-virrey, deberá dominar las aguas del lago de Texcoco que anegan constantemente la ciudad14.

En lo que concierne a la petaición de la catedral, el «claro Neptuno», en calidad de «dueño principal de la obra, con muchos instrumentos de arquitectura»15, es compelido por Sor Juana a que:


En el Paterno amparo, y oportuno
vuestro, la tantos años esperada
perfección desseada,
libra la soberana en quanto brilla
Imperial Mexicana maravilla16.



Esta ritualización del poderío del gobernante que se hacía patente al pueblo a través de fastuosas imágenes y palabras pronunciadas en fiestas públicas a las que asistían juntos pueblo, prelados y corte, jugaba un importante papel en la reiteración de las relaciones de poder, tal y como lo jugaba el teatro de este Siglo de Oro de las letras españolas, quedando su autora señalada como intérprete de los deseos de dos de las fuerzas locales: el cabildo y el arzobispado. El «Cicerón sin lengua», el «Demóstenes mudo» ideado por Sor Juana transmitía, con «voces de colores», a los súbditos el mensaje de ascendencia del nuevo virrey, y a éste, el de las tareas por realizar.

Los jesuitas, y esto lo sabía muy bien el padre Núñez, habían aprovechado las fiestas públicas para hacer patente el lugar que les correspondía en la estructura de poder a todos los estratos de la sociedad novohispana. Baste como ejemplo la fastuosa celebración que organizaron en 1578, a escasos dos años de su establecimiento en México, con motivo de la llegada de una impresionante remesa de reliquias enviada por el Papa. Las fiestas, en las que participaron lo mismo los hijos de los potentados ( a quienes habían de educar en el recién fundado Colegio de San Pedro y San Pablo) que indios que bailaban, incluyeron certámenes poéticos, representaciones dramáticas, exhibición de exquisitos porta-reliquias y los consabidos arcos triunfales, todo con tanto éxito, que según el jesuita Pedro de Morales, relator del suceso, después de las representaciones «bastara a convertir turcos que se hallaran presentes»17.

Que a través de los mismos medios Sor Juana se convirtiera en portavoz del cabildo y del arzobispo y en interlocutora de los virreyes no habrá sido algo fácil de aceptar por el jesuita Núñez, de gran fama por su inteligencia y predicaciones, consejero espiritual de dos virreyes, el conde de Baños y el marqués de Mancera, de quienes fuera confesor, además de haber sido director del Colegio de San Pedro y San Pablo y, hasta dos meses antes de la llegada de los marqueses, primer jesuita de México, si bien su interinato como Provincial de la Compañía había durado escasos siete meses18.

El Neptuno no sólo le había valido a Sor Juana admiración y reconocimiento, sino que relegaba a Núñez a un segundo plano como intelectual de la corte; los virreyes ya no se preocuparían por escuchar sus sabias disquisiciones, como había sido el caso del antiguo virrey, sino que precurarían la compañía de la monja.

En contraste con el arco de Sor Juana, en el arco concebido por Sigüenza y Góngora no hay peticiones concretas. A pesar de su originalidad de utilizar como modelos de conducta para el nuevo virrey la personalidad y acciones de antiguos soberanos mexicanos, algo que parece impresionarnos más a nosotros que a sus contemporáneos (aunque evidentemente sería muy gratificante para el pueblo indígena que asistía a esas festividades el ver en los arcos no a dioses y figuras mitológicas de las que nada sabían sino a sus propios próceres), se ciñe más a su función tradicional de honrar y ensalzar virtudes y hazañas y no constituye, como el Neptuno, un pliego petitorio dirigido al gobernante19.

La influencia política de Sor Juana, derivada de su cercanía con los virreyes, es difícil de constatar, pues este tipo de poder político funciona, precisamente, sin registro. Su ingenio le había valido el ser seleccionada para hablar con el nuevo virrey en nombre tanto del cabildo como el del arzobispado y para hacer la presentación pública de los nuevos gobernantes. De ahí en adelante, su tenacidad intelectual, sus argumentos en defensa del derecho de la mujer a discurrir y a escribir, junto con todo lo que amó y expresó a través de su poesía, pasaron a ocupar una parte importante de la atención de los marqueses, en detrimento de la que antes ocuparan otros como el jesuita Núñez, cuyas opiniones sobre el quehacer político no llegarían con la misma facilidad a oídos de virrey20.

En el juego de influencias y poderes en el que con tanto éxito habían participado los jesuitas desde su llegada a la Nueva España gracias a la inteligencia de sus miembros, a su cercanía con los gobernantes y a su capacidad de convocatoria popular a través de espectáculos públicos, hacía su incursión la monja jerónima.

El que Sor Juana hubiera alcanzado este espacio político sería la razón profunda de «este enojo ... este desacreditarme ... este ponerme en concepto de escandalosa con todos»21, que sólo su fama y la protección de los marqueses de la Laguna lograron contener.





 
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