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Una pasión de senectud: Azorín y el cine

Juan A. Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



Las diferentes escuelas de la crítica literaria apenas han tenido en cuenta la iconografía de los autores para su comprensión y valoración de las obras de los mismos. Esta actitud es lógica y ha evitado, entre otras cosas, un posible motivo de trivialización de las tareas críticas. Pero en determinadas ocasiones y siempre dentro de lo que se puede considerar un primer acercamiento, es conveniente tener en cuenta el conjunto de fotografías, caricaturas, retratos y otros elementos gráficos que constituyen la imagen de un autor, máxime cuando la misma tiene unos rasgos coherentes y constantes. La de Azorín posee estos rasgos.

No creo exagerado afirmar que José Martínez Ruiz fue creando su propio personaje también gracias a las numerosas fotografías que de él nos han llegado. Al igual que Valle-Inclán, Azorín nunca fue captado por la cámara de forma involuntaria. El autor alicantino siempre posó. Y lo hizo consciente y coherentemente para crear una imagen de sí mismo, cuyos rasgos básicos se mantienen a lo largo de su dilatada carrera dentro de un sugerente paralelismo con los propios de su estilo y personalidad literaria.

Aparte de la seriedad, pulcritud y paz que emana su figura en las numerosas fotografías, a menudo también encontramos algo indescifrable. Mi casi obsesión por localizar retratos donde Azorín sonría -la risa es ajena a su imagen-, me ha llevado a plantearme dicha posibilidad con respecto a algunas de las fotografías del autor. En ellas es posible atisbar un conato de sonrisa, pero tan singular y tenue que cabe dudar sobre la existencia o interpretación de la misma. Sin necesidad de aplicar las técnicas de Leonardo da Vinci, a veces el rostro azoriniano nos plantea dudas interpretativas como las provocadas por la Gioconda. No sabemos si sonríe, pero acabamos captando una deliberada indeterminación en la actitud reflejada. Sus indescifrables y finos labios, que casi siempre mantienen cerrada la boca formando una peculiar semicircunferencia invertida, y la atomizada mirada de sus ojos contribuyen a crear una indeterminación tan propia del personaje como del autor.

Circunstancias anecdóticas como su deseo de ser fotografiado en reiteradas ocasiones junto al retrato que le hizo Zuloaga o, en un plano todavía más anecdótico, que leyera un libro de Cervantes mientras se fotografiaba junto a su joven esposa, son significativas a la hora de caracterizar a un personaje gráfico. Un personaje tan propio de José Martínez Ruiz como cualquiera de los que definen su obra literaria. Y dentro del mismo, la seriedad y la impasibilidad eran rasgos destacados. Pues bien, este octogenario personaje un día se retrató con Sara Montiel.

No creo necesario indicar las cualidades físicas de la por entonces joven y ya popular actriz de cine. Si a las mismas añadimos un impresionante abrigo de pieles y un deslumbrante primer plano de sus ojos, ya nos podemos imaginar su belleza y el contraste creado con la figura de Azorín. Supongo que la fotografía fue tomada en una visita de la actriz a la casa del anciano escritor, tan interesado por entonces por las cuestiones cinematográficas. Una visita de promoción tal vez, organizada por Miguel Pérez Ferrero o alguien similar, a la que accedería Azorín, quien contempla a la deslumbrante mujer con la indeterminación ya indicada más arriba. Es tal la indeterminación, que el ilustre escritor parece estar a punto de levitar. La contempla, pero no sabemos muy bien en qué se fija. La examina, aunque con la tranquilidad de que no encontrará sorpresas capaces de alterar su compostura. La mira, pero sin dejarse arrastrar más allá de la observación de algún detalle; dosis adecuada para la ocasión, pero un tanto injusta con respecto a la deslumbrante globalidad de Sara Montiel.

No por azoriniano dejaría de ser un tanto arbitrario el intento de analizar una obra a partir de una pequeña circunstancia. Pero, después de leer los artículos de crítica literaria escritos por el autor alicantino, todos podemos ser más audaces, al menos en el sentido de no renunciar a nuestra subjetividad interpretativa como primera fuente de conocimiento. Gracias a la misma, me atrevo a afirmar que en la citada fotografía está en parte condensada la actitud de Azorín ante el cine.

Varios críticos se han planteado el porqué del tardío acercamiento del anciano autor al cine. Quien en 1940 declaraba en la revista Primer Plano que desde hacía muchos años no iba al cine porque, entre otras cosas, tenía problemas de vista.1, de repente y ya rozando los ochenta años sintió, según definición de José Ángel Valente, «una pasión de senectud» por el séptimo arte2. Diversas pueden ser las causas de esta repentina, o no tan repentina, actitud. Desde las relacionadas con las supuestas características cinematográficas de su estilo literario hasta la simple curiosidad por una manifestación que había estado poco presente en su trayectoria creativa e intelectual. Todas son posibles, pero ninguna nos justifica la aparición de una «pasión» que le llevó casi cotidianamente a los cines de reestreno durante varios años. Ni las razones derivadas de un análisis de su obra -donde lo supuestamente cinematográfico a veces se percibe con demasiada alegría-, ni las más anecdóticas nos permiten comprender un cambio tan drástico en la actitud de Azorín ante el cine. De la misma manera, también nos sorprende la aparición de la citada fotografía, justificable por razones periodísticas, pero insólita en la coherente creación de la imagen azoriniana de sí mismo a través de la iconografía. De igual manera que también nos sorprende, aunque menos, otras instantáneas del autor mientras compraba una entrada en la taquilla de un cine o miraba la cartelera. Unas fotografías que nos revelan la por entonces cotidianidad de Azorín, pero no olvidemos que la misma, durante su larga carrera y consiguiente elaboración de la citada imagen, casi siempre había sido escamoteada salvo en lo relacionado con los libros. La cotidianidad que nos revela su iconografía es la de un lector-autor, por lo que dichas fotografías son un tanto insólitas.

Decíamos que Azorín contempla a Sara Montiel, pero sin que podamos saber con exactitud en qué se fija. Algo hasta cierto punto parecido sucede con su contemplación del cine. Es cierto que en sus artículos sobre el mismo encontramos algunos temas recurrentes, como el de la preocupación por el tiempo o lo efímero basado en la multiplicidad, rapidez y fugacidad que caracteriza a un arte que él califica, dando al término un singular sentido, como «antihistórico». También hay declaraciones explícitas donde indica sus preferencias a la hora de contemplar una película. Aparte de la explicación del tiempo y la comunicación, los actores, de los que tanto habló, centran su atención, incluso cuando ve en reiteradas ocasiones el mismo film. Pero, según él, su mirada es similar a la de «un rústico en una pinacoteca»3. Como tal, su contemplación no está, digamos, normalizada; puede decantarse por los detalles más insólitos en detrimento de lo normalmente considerado como fundamental o, lo que resulta más creativo, puede generar una serie de asociaciones tan sugerentes como a veces arbitrarias.

Dado que este peculiar rústico tiene una inmensa cultura literaria, no debe extrañarnos que asocie a Barbara Stanwyck con María Ignacia Ibáñez, la novia del dieciochesco José Cadalso4, o que tras contemplar Solo ante el peligro hable del «manchego Gary Cooper», del «gran manchego enderezador de entuertos» capaz de revivir las hazañas del personaje cervantino5. Libertades impropias de un crítico cinematográfico, pero lógicas en unos artículos donde Azorín no ejerce como tal6. Su contemplación es mucho más libre, indeterminada, aunque tras ella se perciba el inmenso cúmulo de lecturas de un autor que siguió leyendo al contemplar las películas.

La ausencia de una voluntad crítica y la libertad de su rica subjetividad también permiten que su contemplación a menudo se centre en un detalle. Azorín sería consciente de que tan sólo era eso, un detalle en algunas ocasiones secundario, pero era lo que le interesaba y le dedica su atención. A veces cometiendo, hasta cierto punto, una injusticia. Así ocurre en el artículo dedicado a ¡Bienvenido, Mr. Marshall!, donde se obvia todo el significado de tan trascendental película y sólo se aborda la inoportunidad, por escasamente cinematográfica, de la introducción mediante la voz en off de Fernando Rey7. El mismo Luis García Berlanga, aun sin conocer probablemente el texto azoriniano, está ahora de acuerdo con esa crítica, que se podría extender a tantas otras producciones de la época. Pero no deja de ser arbitraria la elección del aspecto entresacado de una película tan sugerente por otros muchos motivos. No obstante, esta arbitrariedad en sí misma no es negativa, a veces resulta sugerente e iluminadora y, en última instancia, es tan propia de Azorín como lógica en la perspectiva adoptada: la de la ingenuidad de un «rústico».

Su contemplación es tan indeterminada como poco fija, lo cual le permite enlazar con su peculiar técnica una serie de aspectos aparentemente alejados entre sí. En definitiva, Azorín vuelve a utilizar el impresionismo y el fragmentarismo tan presentes en sus trabajos de crítica literaria, donde las analogías y las comparaciones trazan unas atrevidas y tenues líneas de enlace. Pero aquí lo son más a causa de la virginidad cinematográfica del autor. Si el lector insaciable se manifestó con tan absoluta libertad, el ingenuo espectador lo hizo todavía más, aun a riesgo de caer en la pura arbitrariedad.

Si en contra de lo predicible, no acertamos a saber en qué se fija Azorín al contemplar a Sara Montiel, también es cierto que su imagen no revela la más mínima posibilidad de ruptura en su compostura. Algo parecido pasó con su contemplación del cine; una manifestación capaz de despertar una curiosidad sorprendente en un octogenario, de los de aquella época, pero incapaz de alterar lo más mínimo las líneas básicas de una obra, de un pensamiento, ya completamente hechos8. El cine confirmó percepciones ya presentes en anteriores textos azorinianos, prolongó en una nueva manifestación lo que ya había visto en la literatura o en el teatro, pero apenas modificaría un mundo tan personal como coherente y acabado. Un mundo, eso sí, deseoso de establecer una comunicación, de sentir la ilusión de una comunicación que en realidad ya sólo podía ser puro contacto.

El anciano escritor encuentra en sus cotidianas sesiones cinematográficas una posibilidad de contactar con el resto del mundo, de conocer nuevas manifestaciones y hasta de rectificar, dentro de un límite, algunas opiniones o actitudes, como sucede por ejemplo con respecto a la cultura norteamericana9. Pero es una curiosidad tranquila, un contacto seguro, porque -a diferencia de lo que ocurriría en una relación de comunicación- ya casi nada puede cambiar en él. Por puras razones biológicas y también, claro está, porque el Azorín que se acerca en los años cincuenta al cine es el que ya ha prácticamente terminado su obra literaria. La consecuencia es que el autor no se aproxima tanto a su nueva pasión como la utiliza para mantener vivo su contacto con el mundo, con su mundo personal y creativo especialmente. En consecuencia, Azorín no «descubre» el cine, sino que lo instrumentaliza, en el mejor sentido de la palabra, para prolongar algunas de sus reflexiones recurrentes, revivir sus lecturas10 y mantener un contacto con una realidad inabarcable desde el retiro de sus últimos años. Pero todo ello con la tranquilidad de que su labor ya estaba hecha, de que nada fundamental podía ser alterado. De ahí que en sus artículos, a pesar de la relativa novedad temática que suponen en su obra, no exista la inquietud o la inseguridad de lo nuevo.

En relación coherente con lo anterior, percibimos que la novedad de lo cinematográfico nunca arrastra en un sentido literal a un Azorín tan impasible como el de las fotos. Una de las claves de esta actitud es que el autor tomó del cine lo que quiso y en las dosis que le venían bien. En los años cincuenta, y en relación incluso con el limitado marco del cine español, Azorín pudo haberse tomado grandes dosis de problemática cinematográfica. Pero se trata de una posibilidad más teórica que real o incluso verosímil.

A principios de los años cincuenta el panorama de la crítica cinematográfica española era deprimente. Apenas se publicaban unos pocos libros sobre el tema y la prensa prestaba una escasa y superficial atención al cine. Además de las razones generales que no es necesario ahora aducir para explicar las carencias culturales de la postguerra, debemos indicar la existencia de prejuicios contra el cine y una minusvaloración del mismo, poniendo en duda incluso su autonomía con respecto a otras artes. Como en tantas otras materias, la Guerra Civil también supuso una ruptura con una línea crítica que en los últimos años de la II República había dado figuras tan destacadas como Juan Piqueras y Florentino Hernández Girbal. Frente a los mismos, durante los años cuarenta proliferan las memeces más absolutas sobre el cine, a veces dichas por personajes tan destacados como Eugenio D'Ors11. La revista Primer Plano es un fiel reflejo de las carencias de una crítica autárquica, repleta de prejuicios y, en última instancia, poco interesada por el cine en sí mismo. Frente a esta situación de la cual sólo merece recordarse la voz de Edgar Neville, la década de los cincuenta registra los primeros movimientos de una alternativa inquieta, deseosa de conocer y abocada a continuos enfrentamientos y carencias. La aparición de revistas como Nuestro cine, Cinema Universitario y Objetivo es una muestra que debemos enlazar con las primeras películas de Berlanga, Bardem, Fernán Gómez, Nieves Conde y otros directores que realizan un cine todavía a veces sorprendentemente fresco.

Sin necesidad de extenderse en una historia ya analizada en otras ocasiones, es indudable que la aparición de los trabajos azorinianos sobre el cine coincide con los primeros síntomas de una inquietud creativa en algunos sectores de nuestra cinematografía. Recordemos, por ejemplo, que los primeros artículos azorinianos aparecen cuando el neorrealismo italiano, con muchas cortapisas, empieza a ejercer su influencia entre nosotros12. Y en 1955, fecha de publicación de El efímero cine, se rueda Muerte de un ciclista de Juan Antonio Bardem y, en mayo, se celebran las famosas conversaciones de Salamanca, momento clave en nuestra historia cinematográfica. Es decir, había temas polémicos en un cine español que ya empezaba a romper el monolitismo de la década anterior. ¿Cuál fue la actitud de Azorín ante los mismos?

Yo creo que la pregunta ni siquiera debe plantearse. Hacerlo supone admitir la posibilidad de que un octogenario cuya inmensa obra ya está cerrada se interesara por un movimiento protagonizado por jóvenes inquietos de la época. La curiosidad intelectual de Azorín, como es lógico, también tenía sus límites. Es cierto que algunas películas y temas que podríamos situar dentro de dicho movimiento aparecen en sus artículos. Incluso le merecen algunos elogios. Pero pronto percibimos que Azorín no puede captar la transcendencia global de una tendencia de la cual sólo le interesan algunos detalles y personajes. No tanto por razones estéticas como por razones biológicas, es casi inconcebible un Azorín dispuesto a polemizar a favor del Neorrealismo aplicado al cine español. Nadie se lo pidió, pero lo triste es comprobar que su interés por películas como Ladrón de bicicletas derivara en artículos como «El trivialismo italiano» (ABC, 23-V-1954), tan hipotéticamente cierto como injusto y, sobre todo, miope. Una miopía, en todo caso, propia de la edad de quien ya no puede evolucionar, ni lo necesita.

Contraponer el «trivialismo italiano» al realismo de El Lazarillo es un triste juego crítico que nos recuerda a la polémica decimonónica sobre el Naturalismo, movimiento tendenciosamente contrapuesto al «verdadero» realismo de nuestra tradición literaria. Y si Emilia Pardo Bazán aparentó más que supo, Azorín apuntó más que comprendió. La diferencia es que, frente a la arrogancia de la aristócrata gallega, nuestro autor lo hizo desde la discreción susurrante de sus artículos sobre cine.

No obstante, ¿cuántos intelectuales españoles se tomaron en serio el cine durante la década de los cincuenta?13. Si nos ceñimos a los consagrados como tales, la respuesta es casi desoladora. Y en ese panorama, la actitud de Azorín, a pesar de todas sus limitaciones, vuelve a ser ejemplar. Admitimos que se trata de una pasión de senectud cuya escala de valores es tan puramente subjetiva que a veces roza lo arbitrario, una pasión tan azoriniana que es incapaz de alterar la compustura de un autor que ya ha terminado su obra. Pero, desde la ingenuidad confesada como espectador cinematográfico, su cultura literaria le ayuda a captar detalles significativos de las películas contempladas. Detalles como, por ejemplo, la relación entre las teorías dramáticas de Diderot y la actuación de los intérpretes cinematográficos, que le permiten confirmar posturas mantenidas durante décadas como crítico literario. Detalles que le hacen reflexionar de nuevo sobre temas recurrentes en su obra como el tiempo y lo efímero, o le permiten reencontrarse con algunas de sus propias técnicas narrativas. No obstante, todo ese conjunto de detalles que forman la base de sus artículos está sacado de una contemplación directa de la pantalla. Su cultura literaria es ineludible, pero una vez sentado por azar, sin ninguna elección apriorística, en la butaca de un cine de reestreno y programa doble, Azorín es tan sólo un espectador dispuesto a captar sensaciones, detalles, sin necesidad de globalizarlos o contextualizarlos14. Puede ser considerada una perspectiva limitada, pero en aquella época fue enriquecedora frente a los resabios y prejuicios de otros autores. Como muy bien indica el tristemente desaparecido José Luis Guarner, Azorín «es un caso límite, tan quijotesco como ejemplar, de la conveniencia de aprender el cine no a través de los libros sino directamente en la pantalla»15.

Las pasiones suelen tener un rostro, una imagen en la que concretar el impulso del apasionado. El Azorín que contempla de forma tan indeterminada a Sara Montiel en la citada fotografía es el mismo que centró su atención en los actores y actrices del cine de la época. Como buen rústico en una pinacoteca, él contempla las imágenes y apenas piensa en aquellos que las trazan. Las referencias azorinianas a los directores cinematográficos y responsables de fotografía son escasas, superficiales y, a veces, difícilmente compartibles. Su valoración de José Luis Sáenz de Heredia como el mejor director español es un ejemplo16, que en parte contrasta con el interés que mostró por Edgar Neville17. Sin embargo, estas cuestiones apenas le interesaron, lo cual le acerca a la perspectiva del espectador medio de la época, tan pendiente de los actores como desinteresado por los directores18. Eran otros tiempos, no lo olvidemos.

La lista de los actores y actrices preferidos por Azorín es tan extensa como variopinta. Resulta difícil trazar una línea que dé coherencia a sus preferencias en esta materia, pero sin necesidad de que lo manifieste explícitamente podemos comprender el porqué de algunas exclusiones. Para un eterno defensor de la naturalidad y la sobriedad de los intérpretes es lógico que no contaran quienes seguían «sobreactuando» al antiguo modo teatral o, según definición del propio Azorín, se amaneraban. Descartados los mismos, podemos establecer dos listas. La primera debe comprender a los intérpretes del cine norteamericano de la época, tan admirado por Azorín como cualquier otro espectador que se rinde ante «el matiz de candor»19 que suele estar presente en esta cinematografía. La lista no es muy original, ya que estaría encabezada por Gary Cooper, seguido por Gregory Peck, Spencer Tracy, Errol Flynn, Walter Pidgeon, Ralph Richardson, Barbara Stanwyck y Lana Turner. Entre los intérpretes europeos cita a Silvana Mangano, Simone Signoret y Vittorio de Sica, actor italiano al que inicialmente admiró. La distinta valoración que de cada uno de ellos hizo Azorín sólo se puede deducir del número de ocasiones en que son citados en sus artículos. Aunque, dado lo aleatorio de la elección de las películas que veía el crítico, este dato apenas tiene un valor significativo.

En cuanto a la lista de intérpretes españoles, tampoco es original, aunque ausencias como la de Alfredo Mayo pueden ser significativas. Entre los actores cita a José Isbert.20, como ejemplo de la capacidad para adaptarse al cine de quien procedía del teatro, y a Fernando Fernán Gómez, protagonista de la admirada película El último caballo, de Edgar Neville21. Mayor atención parecía prestar Azorín a las actrices, entre las cuales sólo seleccionó a las jóvenes y guapas. La popularidad de Aurora Bautista justifica su reiterada aparición en los artículos, donde también encontramos referencias a Amparo Rivelles, Ana Mariscal y la siempre elegante Conchita Montes. Un caso que desde nuestra perspectiva de 1995 puede resultar curioso es el de los reiterados elogios a Carmen Sevilla. Pero el tiempo y otras circunstancias son capaces de alterar cualquier imagen y, la hoy popular inventora del carmensevillismo como fenómeno televisivo, era a principios de los cincuenta «bonita, graciosa, expresiva»22, como dijera un Azorín que probablemente la vería en las películas protagonizadas junto a Luis Mariano y Jorge Negrete. Y hablando de actores hispanoamericanos, también es significativa la predilección azoriniana por Dolores del Río frente a María Félix23.

Algunos de estos intérpretes podrían haber sido fundamentales para la creación del «tipo medio de cine» que en 1953 Azorín reclamaba para España, de la misma manera que en el siglo XVII se había tenido un tipo medio de teatro24. La idea es tan sugerente como inconcreta en su formulación. Tal vez, sin atreverse a decirlo con claridad, Azorín pensaba que el cine español impulsado por entonces desde los sectores más directamente vinculados con el franquismo había caído en una retórica artificiosa, falsa, sin personalidad propia y alejada por completo de las preferencias estéticas del autor de Monóvar. Frente a esa tendencia significativamente ausente de sus artículos, Azorín parece optar por una línea de identidad propia en el cine español. Una línea para la cual él sólo aportó la premisa, pero sin atender a un sinnúmero de circunstancias -salvo la necesidad de «un foco de producción»25- que inevitablemente la hacían borrosa y problemática en aquella época. Poco antes un autor tan indispensable como Edgar Neville también apuntó hacia esa premisa, incluso formuló polémicamente algunas de las pautas a seguir, como lo hicieron los jóvenes que a principios de los cincuenta se sintieron deslumbrados, pero no embobados, por el Neorrealismo. No era esa la misión del octogenario Azorín, que suficiente hizo apuntando la citada premisa y prestando su prestigio a una labor tan necesaria como todavía carente del mismo en los vetustos ambientes culturales de aquella España.

Y el tema del prestigio no es secundario en esta faceta azoriniana. De la misma manera que la ya popular Sara Montiel se fotografiaría con Azorín para adquirir un matiz de prestigio que no le podían dar las masas de espectadores, el anciano maestro aportó, voluntariamente o no, al cine algo que en aquellas circunstancias le era necesario en España: prestigio. Apenas importaba lo que escribiera, lo importante es que lo hiciera él. En una sociedad en la que todavía eran muy operativos los conceptos de sabio y maestro, el que uno de los pocos sujetos que merecían tales calificativos se dedicara al cine podía sorprender, pero sobre todo acaba siendo una actitud ejemplar que aporta prestigio al cine. Algún periodista se burló, en voz baja, por la presencia de Azorín en los cines populares. Algunos jóvenes colaboradores de las revistas cinematográficas polemizaron, desde el más absoluto respeto, con él por sus opiniones acerca del Neorrealismo. Pero poco más. Lo importante sería el hecho en sí, por encima de lo escrito en los artículos. Dudo que éstos hayan influido en nuestra historia cinematográfica. Aparte de que la misma casi siempre ha estado al margen de la actividad teórica y crítica, son textos tan personales, subjetivos y etéreos26 que sólo permiten captar sugerencias, enseguida necesitadas de un desarrollo que ya no se puede encontrar en los artículos azorinianos. Así sucede, por ejemplo, con respecto a su cambiante y sugerente opinión acerca de la necesidad de que la literatura alimentara imaginativamente al cine. Pero no importa. Azorín ya había terminado su obra y, aunque metafóricamente hablando sus textos hubieran estado en blanco, su simple firma ya valía. Y de la misma manera, aunque no sepamos como miraba a Sara Montiel en la citada fotografía, lo importante es que la mirara.

Varios destacados especialistas han analizado pormenorizadamente los 76 artículos que Azorín dedicó al cine, unos pocos de ellos escritos en la década de los veinte27. No comparto algunas opiniones que subrayan el supuesto carácter visionario que tuvo el autor con respecto al cine28, tengo mis dudas sobre ciertos paralelismos entre su estilo narrativo y el cine29, pero he optado por jugar un tanto al modo azoriniano. Una fotografía, probablemente anecdótica, puede tener lecturas interpretativas, tal vez tan coherentes en sí mismas como quebradizas al contrastarse con la realidad de un análisis exhaustivo. Pero, en todo caso, es el riesgo azoriniano de jugar con la potencialidad creativa de la imaginación; un riesgo intelectual demasiado sugerente como para que renunciemos a él.





 
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