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Una retórica de la piedad1

Fernando Rodríguez de la Flor



Gracián y la palabra. Gracián y las estrategias de la palabra. Oráculos y, luego, enseguida, imágenes cinceladas: El Criticón, como Museo; La Agudeza, como Repertorio; El Discreto como sumo Sumario. Gracián también y la Memoria; memoria de la Pasión (de las pasiones).

En su devocionario, del que no era muy devoto. Gracián aboga por el «método». Allí, en El Comulgatorio, el sistema lo es todo: una rígida configuración de la vida moral. Ética aparente del Barroco que deviene estética: medición, disposición, orden. El Comulgatorio, entonces, como técnica, como Arte de la Memoria:

«represéntate como si vieras aquel agradable espectáculo del Templo: mira con qué gracia entra en él la Fénix de la pureza y trae dos palomillas sin hiel; sale a recibirle un cisne...».



La Memoria y su imaginería abigarrada; orden mnemotécnico del sermón. Gracián, siempre señor de la Retórica, siempre dueño del «procedimiento».

Al establecer un título para el texto que sigue, no dudo que el elegido puede resultar poco explícito en sí mismo, debido, principalmente, al desgaste que el término «retórica» ha sufrido a lo largo de una evolución compleja.

Por retórica se designa aquí -lejos de otras connotaciones peyorativas- aquel dispositivo que organiza el lenguaje en torno a un conjunto de reglas, cuya aplicación permite convencer («persuasio») al oyente del discurso, incluso si aquello de lo que hay que persuadirlo es -como quiere Barthes2- falso. En este sentido, y manteniendo las obras de Gracián -específicamente Agudeza y arte de ingenio- una voluntad retoricista evidente, me pareció oportuno examinar más de cerca cómo el proyecto retórico por el que opta particularmente Gracián cristaliza -con unas características peculiares, pues estarnos ante una «retórica de lo sagrado»- en una obra, no tan marginal como marginada: El Comulgatorio.

Si es el «ornare verbis» de la tercera operación (o «elocutio») que contempla la retórica, la operativa que se pone más de manifiesto en los manuales profanos de Baltasar Gracián, veremos cómo gran parte del peso de la misma se traslada en El Comulgatorio a una parte de la retórica cuya importancia no ha hecho más que decrecer con el paso del tiempo3. Me refiero a la MEMORIA, potencia a la que se confiaba la elaboración de las imágenes que contuvieran las ideas del discurso.

Las meditaciones que incluye El Comulgatorio se arquitecturan bajo el principio de una memoria visual, que extrae de su interior el «cuadro» piadoso para su contemplación y que apela, en un doble movimiento, a la memoria del lector. En esa MEMORIA, «locus» ancestral donde la cristiandad ha almacenado las imágenes corpóreas de la divinidad, Gracián convoca las «similitudes corporales», prefijadas ya durante todo el periodo barroco por la labor de los imagineros (Cristo en el Huerto, el camino del Calvario...), en unas figuras que son la «carne» y el vehículo de las virtudes que se proponen.

Juntando su voz a la del lector -más exactamente, haciendo suya, en un proceso típicamente barroco, la voz del «otro»-, Gracián sistematiza los movimientos psicológicos que la imagen -la metáfora- genera; con ello, el escritor se sitúa en la línea de los cristianizadores de la retórica, empresa iniciada en el siglo IV por otro «rhetor», San Agustín, que dejaba escrito en el libro X (dedicado a la MEMORIA) de sus Confesiones:

«Ved aquí cuánto me he extendido por mi memoria buscándote a ti Señor: y no te hallé fuera de ella. Porque, desde que le conocí, no he hallado nada de ti de que no me haya acordado; pues desde que te conocí, no me he olvidado de ti [...]. Así pues, desde que te conocí, permaneces en mi memoria y aquí te hallo cuando me acuerdo de ti y me deleito de ti».4



La última edición de El Comulgatorio5, cuyas deficiencias han sido sólo parcialmente señaladas por la crítica6, y la insistencia en esa tradición de marginación y olvido respecto a un texto como el aludido (cuyo análisis se ha emprendido siempre, como veremos, con un reducido arsenal de lugares comunes), me mueven también a señalar las conexiones iconográficas y estrictamente literarias que el libro mantiene como producto que es de una literatura jesuítica.

Ello no significa apartarme del concreto análisis retórico a que el título alude: sino que, alejándome esta vez del tecnicismo que el concepto de retórica entraña, elijo, para un segundo sector del estudio, una acepción más amplia y moderna, según la cual es retórico todo lo que se reitera con una disposición e intencionalidad artificial.

El Comulgatorio, también desde esta óptica, es un texto retórico. Y lo es por la elección que en él se hace de imágenes heredadas y gastadas (a las que la paradoja gracianesca dota de nuevos alcances e impresividad); lo es también por su método -codificado con precisión en el corpus de literatura espiritual creado por la Compañía- ; por su intencionalidad -«mover las almas»- y por sus servidumbres estrictas.

Su belleza, su interés, en cualquier caso, no reside, en mi opinión, en ser lo que Batllori llama «la obra más sincera de Gracián», sino exactamente en lo contrario: en constituir un discurso estereotipado basta la exasperación; un texto artificial y artificioso que sorprende porque concilia dos opuestos irreconciliables (retórica/piedad), intentando capturar a la segunda en la red organizada por la primera.

El paso del tiempo sobre un libro que ha gozado hasta finales del siglo XIX de múltiples reediciones ha desvelado su carácter esencialmente racional7 (y ésa es la paradoja: la razón tratando de organizar la irracionalidad de la fe) y poco afectivo.

Sólo quedan en él heladas -y bellas- imágenes de la historia religiosa; metáforas atrevidas; perífrasis; paranomasias que, lejos de conducir a la Piedad, abisman al lector en un lenguaje detenido en sus mecanismos, y, sobre codo, despojado de ese proyecto teleológico (el referente de ese signo), que sólo aparentemente lo justificaba. Este movimiento que describe El Comulgatorio, en lo que Jauss llama una «perspectiva recepcional de lecturas», es justamente, un paradigma de lo que sucede con todo el sistema retórico.

K. Heger ha escrito sobre este cambio suscitado en el interior de la retórica: «En el tránsito desde la antigua retórica orientada hacia una finalidad, por ejemplo hacia la argumentación de un discurso judicial, hasta su adopción y conservación como autofinalidad en los siglos posteriores, se da un paso decisivo [...] de la retórica con finalidad, se pasa a una retórica literaria comprendida estéticamente»8.

El placer de la lectura de esta obra de Gracián proviene, sin duda, de la energía intelectual que su disposición retórica genera. Hoy, lejos de conmover -de persuadir-, el texto mismo deja desprovisto de coartada al mecanismo. La «sinceridad», la «auténtica piedad» que le reconocían los críticos católicos cede su lugar, por condicionamientos del propio sistema literario, al otro polo sobre el que se montaba su difícil tensión: descartada la piedad, permanece la retórica9.






ArribaAbajo1. «El aliño en el decir: la eficacia en el convencer»

1.1. El Comulgatorio ha sido, por razones obvias, el libro de Gracián más desatendido por la crítica especializada. Correa Calderón, en su introducción a la edición del texto, ha hecho una recensión de la indiferencia y hasta del olvido que el libro ha padecido dentro de los estudios de críticos tan eminentes como Sáinz Rodríguez, Cilveti, Peers...10.

La meditación erudita en torno a este pequeño manual del devoto ha querido siempre ver en él una profunda escisión en el estilo y en la intención, con respecto a sus manuales cortesanos y al propio Criticón. Para acabar de confirmar esta impresión tan extendida, estaba la propia cronología del libro (el último escrito unitario de Gracián, después de él sólo publicará ya la segunda parte de la gran novela alegórica) y otros datos, como el de ser un «libro de devoción» y estar firmado con su verdadero nombre.



1.2. Los ensayos de clasificación de la obra de Gracián no presentan todavía un panorama unificado, ni siquiera mínimamente coherente. Ello se hace especialmente evidente cuando se trata de adscribir El Comulgatorio a una determinada etapa en la vida del autor aragonés o a un estilo e intencionalidad definida. El propio Correa Calderón, esta vez en su estudio introductorio a las Obras Completas de Baltasar Gracián del año 194411 situaba el texto que analizamos en el interior de un grupo definido por su «estilo oratorio», su «tono levantado», que se constituye así por contraste frente a otros estilos como el «familiar» (las cartas, la dedicatoria a la Predicación fructuosa), el «fluido y plástico» (El Criticón) o el «lacónico» (El Oráculo). Esta clasificación, en verdad no muy rigurosa, era transformada años después -en el estudio introductorio a la edición de 1977 de El Comulgatorio- en una simple dicotomía.

Para Correa habría entonces un grupo profano (áulico y educativo) y un grupo ascético (integrado por El Criticón y El Comulgatorio), en torno a cuyos dos polos se repartiría la obra completa de Gracián. Resulta evidente, sin embargo, que ni por la intencionalidad ni por los elementos estilísticos pueden ser clasificados juntos El Criticón y El Comulgatorio. El primero de ellos es un texto de ficción cuyo procedimiento básico es la alegoría profana. En El Comulgatorio, por el contrario, se da una sujeción profunda a modelos heredados, mientras que el estilo tiende al laconismo conceptual de las obras de primera época. La ejemplificación en el primero (El Criticón) está rigurosamente apoyada en toda la tópica suministrada por las figuras de «los héroes de la Antigüedad». En el segundo texto, es la Escritura Sagrada la que proporciona unos modelos sobre los que se monta un proceso conceptual y no dinámico, que es lo que diferencia sustancialmente una novela de un tratado religioso12.

Para todo un sector mayoritario de la crítica, El Comulgatorio ha sido un texto que, debido fundamentalmente a la materia que trata, establecía de entrada una serie de diferencias con respecto al resto de la producción gracianesca. Las razones que fundamentaban estas diferencias se apoyaban en una suerte de maniqueísmo psicológico, esgrimido por críticos que, en lugar de operar con elementos estilísticos, han preferido manejar conceptos tan imprecisos como los de «sencillez» y «religiosidad».

Estos puntos de vista tienen su formulación quizá más desafortunada en el análisis que sobre El Comulgatorio realizara, en 1955, C. Torres, quien escribía a este propósito: «En Gracián se hallan mezclados y se entrecruzan por lo menos dos de estos tipos: el homo aestheticus y el homo religiosus, o, si he de decirlo en un lenguaje más llano, hemos de distinguir, en el panorama de su alma complicadísima, el artista y el religioso». Y más adelante: «El Comulgatorio simboliza el éxodo de la vida de Gracián hacia la eternidad y el éxodo hacia la verdadera luz y resquicio de esperanza en el oscuro laberinto de sus obras»13.

En el fondo de este tipo de apreciaciones lo que se debatía era el carácter retórico del libro de Gracián. Como escritura que afecta al sistema teológico de la religión católica, desde un punto de vista actual, ésta tendría que estar adornada de las virtudes de la sinceridad, la sencillez y la auténtica emoción piadosa, efectos todos que parecen pueden ser desvirtuados por una disposición retórica y un «ornatus» artificioso.

Se trataba entonces de hacer pasar El Comulgatorio como un libro anti-retórico por excelencia y alejado del resto de la producción literaria de Gracián, sospechosa, en algún momento, de no sujetarse a una filosofía de la acción acorde con la ortodoxia católica.

Batllori, quien, por otra parte, nos ha suministrado prácticamente todos los documentos que sobre la biografía de Gracián se manejan, ha sido uno de los máximos defensores de la sencilla piedad de este texto, frente a la moralidad laica de los manuales cortesanos:

«Yo creo que, por el contrario, es ésta la obra más sincera de Gracián, en que vuelca en el estilo que pide el tiempo sus apuntes de clase y sus notas de oración, en una atmósfera religiosa y sobrenatural que era la suya propia. En los demás libros suyos se nota siempre un esfuerzo por evadirse de su ambiente, por desobrenaturalizar su pensamiento, por fingir una moral...»14.



Para abonar sus cualidades (efectivas, puesto que el libro fue leído durante mucho tiempo como «ejercitatorio espiritual») como texto esencialmente piadoso, era preciso negar cualquier proximidad suya al retoricismo; es esta negación precisamente la que vemos, una y otra vez, constituir el núcleo argumental de los pocos análisis que sobre El Comulgatorio existen. Así, Eguía Ruiz escribe:

«No hay que pensar escribiera sólo para los otros aquellas admirables meditaciones sobre el Altísimo Sacramento de nuestros altares que se contienen en su Comulgatorio. ¡Cuan dignas son de leerse y meditarse! Sin mezcla de conceptismo, con gran copia de razones y de afectos... Nos dejó en ellas el mejor retrato de su alma eucarística y nos quiso hacer participantes de sus mismos devotos sentimientos. Con ellos se aproximó confiado al Altar»15.



También C. Torres:

«El Comulgatorio es más, mucho más: tanto por su contenido de piedad honda, nutrida, sentida y discreta, como por las circunstancias de su aparición [...]. Aunque vatios autores quieren ver en él un resabio de su predicación, en mi humilde opinión, no hay en él mucho de oratoria. Sus palabras están saturadas de doctrina evangélica, en un ambiente de humildad encantadora, rezumantes de piedad añeja, que deja un sabor de melodía aristocrática»16.



E, incluso, C. Peralta, quien llega a una apreciación exagerada cuando escribe: «Sólo el Gracián de El Comulgatorio nos parece el Gracián auténtico y real»17, siguiendo con ello las directrices de los biógrafos de principios de siglo del estilo de Liñán y Heredia, que juzgaba El Comulgatorio como:

«... Obrita llena de claridad y de sentimiento: que llega, como pocas, a lo más profundo del alma, "naturaliter christiana", y que es, en su género, el libro más hermoso y dulcemente escrito en lengua castellana, el más a propósito para el objeto»18.



Entre todos estos críticos de la obra de Gracián, es Correa Calderón quien hace la defensa más apasionada del antiretoricismo del Comulgatorio:

«En efecto, en el estilo del que Gracián hace uso en El Comulgatorio, prescinde de la lacónica condensación de que se vale en sus primeros libros hasta el Oráculo y también de la fluidez y continuos juegos de lenguaje y figuras de dicción, al igual que de toda clase de metáforas y de elipsis [...]. Como si se propusiese descender a la humildad del lector, como si el tema sublime exigiese hacerse comprensible y ponerse al alcance de todos»19.



Ante esta opinión generalizada en la crítica -opinión que ha reivindicado para este texto el triunfo de la expresión directa, «auténtica y sencilla», frente al uso artístico del artificio y la excesiva conceptualidad- se alzó, ya en 1913, la voz autorizada de A. Coster, quien, por lo demás, no se sintió nunca interesado en El Comulgatorio, libro que analiza muy someramente en su famoso estudio. Escribía el crítico francés:

«Gracián se lacta de haber empleado este estilo [«sincero»] en su época, y esta afirmación no es demasiado exacta. Si es cierto que menos perfilado que alguno de sus otros tratados se encuentran allí algunos trazos de mal gusto que se han ganado el apelativo de letra infernal».20



No sólo la presencia del «mal gusto» (las metáforas gastronómicas serían un ejemplo de ello), señalada por Coster, disturba la imagen de piedad auténticamente sentida y de escritura de origen ascético; otros datos vienen a corroborar el carácter «artificioso» del libro: el más importante de ellos es esa cierta «aspiración palaciega», ya señalada por A. Prieto21, que se transparenta en la poco usual dedicatoria del texto a una camarera mayor (dona Elvira Ponce de León) de la reina:

«Quiere, ya que acertó en el delecto de la materia de que trata, no desdecir en el acierto del patrocinio a quien se dedica, reconociendo el superior gusto de V. Exc. por generoso dueño suyo, venerándole por el que más le ha de emplear. Facilítase también la felicidad de pasar inmediatamente de manos de V. Exc. a los ojos reales...»22.



Hay que considerar también el poco aprecio que la Compañía de Jesús manifestó hacia el único libro adecuado a la condición sacerdotal de Gracián. En realidad, esta indiferencia tiene como causa primordial la lucha a favor y en contra del conceptismo como lenguaje de la predicación, desarrollada en el seno de la Orden.

También es de suponer que no pasara desapercibido para sus enemigos el carácter evidentemente forzado que el libro presenta. Es curioso, a este respecto, comprobar cómo en el texto que aparece al pie del retrato que la Compañía hizo poner en el claustro de su Colegio de Calatayud («P. Balthasar Gracián, ut iam ab ortu emineret...»23) no aparezca la mención al Comulgatorio, y sí, en cambio, al resto de sus libros, exceptuando El Criticón. Este dato, ya señalado por Coster24, entra en relación con los verdaderos motivos que llevaron a Gracián a escribir un libro que, diferenciado por su núcleo temático de todos los demás, mantiene sin embargo el mismo esquema operativo vigente en ellos.

Las respuestas a este planteamiento, sobre el motivo verdadero que orientó la génesis del libro, han sido, fundamentalmente, de dos tipos: El Comulgatorio era un texto que Gracián ofrecía, con un punto de cinismo y diplomacia, como desagravio a la Orden, por sus anteriores desobediencias; o El Comulgatorio traslucía una reconversión del sistema de pensamiento de Gracián hacia una religiosidad más vivencial, inmediata y auténtica.

Coster abogaba, en 1913, por la primera interpretación25. En cambio, Barllori26, Correa Calderón27, C. Torres28 y toda la larga serie de analistas que han enjuiciado la obra de Gracián con posterioridad venían a incidir sobre la segunda alternativa.



1.3. El carácter reflexivo y sistemático de El Comulgatorio, definido en ocasiones por su técnica literaria «matemática y calculada»29, aleja un poco las aproximaciones que, en nombre del ascetismo, la sincera piedad y la emotividad religiosa, puedan hacerse. Otros hechos podrían venir a reforzar lo inadecuado de estas atribuciones, dado que Gracián publica, después de El Comulgatorio y contra la orden expresa de sus superiores, la segunda parte de El Criticón, texto que no puede en modo alguno pasar como ejemplo de una época final de «fervoroso ascetismo»30.

En realidad, estas apreciaciones sobre el sentido final que el libro de Gracián alcanza están encadenadas a otra que, dentro del mismo campo semántico, era defendida también, esta vez implícitamente. Me refiero a la originalidad que El Comulgatorio pueda tener. Aunque es ésta una cuestión que será tratada más adelante con cierto detenimiento, me gustaría insistir en el carácter codificado y tradicional que el texto alcanza en todos los sentidos. Poco se ha preguntado la crítica por las fuentes directas que el libro presenta y, como hemos visto, mucho menos se ha insistido en su organización fundamentalmente retórica.

Batllori, en su trabajo del año 5831, adelantaba, sin otras pruebas, el hecho de que el libro estaba «calcado en moldes de escuela». El también jesuita C. Peralta afirmaba, en el mismo sentido, que «es el Comulgatorio un libro escrito en la línea que podemos llamar medular de la ascética de la Compañía»32.

La sujeción de El Comulgatorio a sus modelos dentro y fuera de la literatura de la Orden es, como veremos, mucho más intensa de lo que se ha podido suponer; hasta el punto de hacernos desechar la noción de originalidad, persistiendo en cambio las marcas de estilo propiamente gracianesco. Quienes han abogado por esta originalidad, la han encontrado hasta en el mismo eje temático del libro: el Misterio Eucarístico.

Así, Correa Calderón escribe: «Sin embargo, el tema tratado por Gracián, consagrado concretamente a la Comunión, escasas veces es tratado por los escritores religiosos de la época»33. Frente a esta apreciación, me atrevería a hacer dos precisiones fundamentales: la primera, que la Eucaristía es el verdadero centro de gravitación de la Contrarreforma, al tiempo que es el sacramento que la Compañía de Jesús elige prácticamente como emblema34; la segunda se refiere a la vinculación existente entre El Comulgatorio y la Cátedra de Escritura que Gracián tuvo en Zaragoza; fruto de la labor desarrollada en esa Cátedra a nivel teórico, y practicada después en sus ejercicios como orador sagrado, es El Comulgatorio, como obra de parenética escriturística que acoge en su mismo centro la institución (y el «misterio») de la Eucaristía.



1.4. Sobre el grado y conformación del pensamiento religioso de Gracián, cuestión ésta también conectada con las anteriores, ha escrito K. Heget unas páginas35, a las que, en todo caso, me remito. De cualquier modo, el cristianismo vivido por Gracián, tal y como se manifiesta en este texto, no se expresa por la vía de la emocionalidad, sino que se arquitectura rígida y racionalmente bajo la lógica de un sistema lingüístico altamente codificado.

El Comulgatorio, dentro de esta óptica, es un instrumento concebido para provocar unos efectos precisos. Esto no constituye una novedad, los estudios sobre el Barroco han evidenciado la presencia todopoderosa de ese componente, al que bien podríamos aludir con el término de «retórico». J. Bialostocki, refiriendo esta intencionalidad persuasiva y racionalista que alienta en el fondo de toda retórica más bien al campo de las artes plásticas, escribía: «El arte del siglo XVII ya no estudia la naturaleza, sino el alma humana, empleando para ello una frialdad casi científica, y buscando todos los medios para impresionar al propio hombre y estimular su actividad»36.

Entre nosotros, J. A. Maravall ha estudiado los modelos de producción de la cultura barroca, cuya principal característica es su cuidadosa disposición en orden a la configuración de las conductas de los espectadores hacia los que está dirigido. Según esto: «En el nuevo tiempo que viven las sociedades europeas hay que alcanzar a saber el modo más adecuado, podríamos decir más racional, de empleo de cada resorte y hay que poseer la técnica de su más eficaz aplicación»37. No puede caber duda, a la luz de estas palabras, de que El Comulgatorio está configurado sobre este mismo esquema, que tiene en su eficacia de cara al espectador38 (al devoto, en este caso) su sentido final y la matriz generadora de toda su formalización como lenguaje.






ArribaAbajo2. El lenguaje de la sacralidad

2.1. Inscrito en ese «proyecto retórico» que Gracián cumple con escrupulosidad, El Comulgatorio se dispone en forma de ejercitatorio espiritual organizado según las regias de la retórica clásica. Como ha escrito Benedetto Croce39, esta retórica de signo aristotélico, seguida con fidelidad en las escuelas jesuíticas, considera la forma literaria como un «ornamento» producto del ingenio y destinada a «mover los ánimos», poniendo para ello a su servicio la maquinaria de ana compleja normativa.

Las verdades divinas no eran formuladas para adquirir de ellas un simple conocimiento. Los libros de ejercicios espirituales -y mucho más los salidos de entre los escritores de la Orden- aspiran a hacer comparecer esa verdad, de una manera tan contundente e irresistible que obligue al devoto lector u oyente a amarla y reverenciarla, grabándola firmemente en su ánimo. Por lo mismo, un texto en estilo simple, carente de figuras, era, sencillamente, impensable en unos momentos en los que la plasticidad, y todos los valores que ésta entraña, constituía una aspiración común del sistema literario de la época.



2.2. El maridaje existente entre la retórica y el lenguaje específicamente religioso es un hecho documentable, ya desde los primeros tiempos del cristianismo. Sólo mucho después surgirán las primeras dudas sobre si estas dos entidades son compatibles o, incluso, si es ética su conjunción. K. Spang ha formulado la problemática de estas relaciones: «Debajo de la institucionalización retórica de la predicación surge la pregunta fundamental de si las verdades cristianas precisan del ropaje de la elocuencia o si ya de por sí son suficientemente elocuentes y convincentes»40.

Pero, dentro del momento histórico en el que se inscribe la redacción de El Comulgatorio, los procedimientos retóricos aparecían absolutamente incontrovertibles, originando, por lo demás, toda la mecánica interna del arte religioso. La definición de B. Jiménez Patón en su Elocuencia española en arte (Toledo, 1604): «La Rhetórica es un arte que enseña a adornar la oración»41, ilustra el proceso que ese sistema de ordenación del lenguaje cumple desde el ágora al templo y a la órbita de la teología cristiana.

Los jesuitas, aunque no son los iniciadores de este proceso de utilización masiva de la retórica para fines evangelizadores (Barthes nos recuerda cómo en las escuelas medievales la práctica de la «disputatio» se montaba en ocasiones sobre momentos extraídos de la Pasión de Cristo42), sí son los que le confieren un definitivo impulso, un estatuto, y ello desde los primeros tiempos de la Contrarreforma.

El P. J. Nadal que desarrolló todo el sistema pedagógico apuntado por San Ignacio, y que es una de las fuentes utilizadas por Gracián para la redacción de su Comulgatorio, estableció, en el estudio de las Humanidades para los colegiales de la Orden, una clase de retórica, teniendo como textos la Rhetorica ad Herennium y los libros de Quintiliano. También, la «ratio studiorum», a través de las sucesivas redacciones de 1586, 1591 y 1598, potencia el modelo retórico para toda la enseñanza impartida por la Compañía43. Dentro de este contexto se inscribe la gran cantidad de tratados retóricos escritos por religiosos de la Compañía; el primero de ellos el de Suárez (De Arte Rhetorica, 1561)44.

El Comulgatorio, en muchos sentidos, es la puesta en práctica de las reglas estatuidas en estos manuales. Después de la preceptiva y el catálogo retórico elaborado en la Agudeza y arte de ingenio, Gracián se emplea en la redacción de un texto en estilo asiático-lírico45, utilizando para ello todos los recursos que el «Arte» pone a su disposición, con lo cual su autor se sitúa, como ha escrito Pelegrín, «del lado brillante, virtuosísimo, hoy por fin rehabilitado de los sofistas»46.



2.3. La importancia de la figura de Gracián para la historia del lenguaje aplicado al discurso religioso crece si pensamos que las proposiciones que, sobre la estilística del concepto, se hacen en la Agudeza... y se ejemplifican en El Comulgatorio tuvieron una decisiva importancia en la predicación y en el estilo oratorial de su tiempo. Este hecho que, frecuentemente, ha pasado inadvertido, fue ya señalado, con caracteres un tanto exagerados, por Marti Alanis47. También K. Spang48 ha reparado en esta influencia que el libro de Gracián sin duda hubo de tener; influencia que ya quedaba adelantada en el prólogo a la Agudeza..., cuando se trataba de la clase de destinatario hacia el que iba dirigido. Dado que el libro es en realidad una retórica49, ha de ser usada como tal por diversas clases de personas, y Gracián exalta, en primer lugar, la utilidad que podía alcanzar para el orador sagrado:

«Afecté la variedad en los ejemplos, ni todos sacros, ni todos profanos, unos graves, otros corrientes, ya por la hermosura, ya por la dulzura, principalmente por la diversidad de gustos para quienes se sazonó. El predicador estimará el sustancial concepto de Ambrosio; el humanista, el picante de Marcial. Aquí hallará el filósofo el prudente dicho de Séneca, el historiador, el malicioso de Tácito; el orador, el sutil de Plinio, y el poeta, el brillante de Ausonio, porque el que enseña es deudor universal»50.



En más de un sentido, El Comulgatorio es una extensión natural de la Agudeza...; en sus términos más generales porque las meditaciones contenidas en el primero son de un riguroso conceptismo. El enlace entre la Historia Sagrada y la vida particular del devoto que en ellas se hace, está presidido por esa operación mental, que Gracián define como «concepto» en su Agudeza... (Discurso II): «acto del entendimiento que exprime la correspondencia que se halla entre los objetos». Operación que se sujeta a lo que la retórica clásica conoce como «exemplum»; allí una correspondencia, que es la base del concepto integrada en el marco del «exemplum», produce, como escribe Barthes, «una persuasión más suave, más estimada por el vulgo; es una fuerza luminosa que apela al placer inherente a toda comparación»51.

Junto a este tema, formulado de una manera clara en la Agudeza..., se sitúa otro que afecta al destino final que se ha de dar al discurso literario, concebido bajo las fórmulas del arte retórica. Esta finalidad no puede ser otra que la persuasión, ese «mover las almas», que tan repetidamente encontramos como fórmula aclimatada en la literatura espiritual del Barroco. Sobre esta persuasión, aplicada en concreto a El Comulgatorio, ha escrito Correa Calderón:

«La vehemencia, las ardientes sentencias de El Comulgatorio parecen de un orador que ha de impresionar y conmover a su auditorio con la palabra [...]. No conocemos hoy ninguna pieza oratoria de Gracián más que a través de referencias. De tener las predilecciones que manifiesta en Agudeza... podríamos pensar que él mismo practicó la más arrebatada retórica barroca en el púlpito. Es posible que se valiese de todos los recursos dialécticos y de todos los sutiles, complicados artificios del inferno para el logro de la persuasión...»52.



Y Ferrer Roda:

«Y llegamos al trance de la terrible persuasión, a la Meditación L, "Para recibir el Santísimo Sacramento por Viático". En este último capítulo, el estudio persuasivo, que nuestro Gracián enriquecía profusamente de atractivos sin cuento, se atavía severamente, y llama a todo nuestro ser, habla al alma -jamás se pudo eso decir con más propiedad-, acompasando la voz y el ritmo al tono patético que requiere el inevitable tránsito»53.



La «persuasio», racionalmente perseguida en El Comulgatorio, entraña, forzosamente, la utilización de todos los procedimientos conceptuales que sobre la materia lingüística el sistema de la retórica permita o conozca. En efecto, esos recursos están abundantemente empleados en las meditaciones del libro de Gracián, y, aunque no es mi intención proceder aquí a un análisis retórico de El Comulgatorio -cuestión ésta que convendría llevar a cabo de inmediato con las obras de Gracián-, el lector encontrará todo un inventario de estos procedimientos, que afectan a dos partes fundamentales del discurso: la «dispositio» y la «elocutio». Quiero adelantar aquí, cómo estos procedimientos son sustancialmente los mismos que autores como Ferrer Roda54, Correa Calderón55, Blecua56, Yndurain57, Heger58, Lázaro Carreter59, Peralta 60, Hazfeld61, Orozco62 y Siles63, entre otros, han catalogado como propios del sistema de la lengua literaria del Barroco, y de la de Gracián en particular. La potenciación de la «persuasio» en el esquema argumentativo de El Comulgatorio se realiza a través del uso de la segunda persona del singular, que corresponde al predicador y al moralista; también de la expresión directa, con apóstrofes y exclamaciones a manera de oración64; de los puentes tendidos entre visiones realistas y visiones simbólicas, que a modo de emblemas abundan en El Comulgatorio, y del uso del perspectivismo lingüístico, con el objeto de romper la delimitación del espacio65.

Por otro lado, la persistencia, en el empleo de un tipo de metáforas excesivamente «realistas», que se avienen mal con el lema general de El Comulgatorio, ha dado lugar a la formulación de acusaciones sobre un pretendido «mal gusto», presente en algunos pasajes del libro.

Coster, a propósito de la Meditación XVI («Para comulgar en un convite descubierto»), señalaba cómo el proceso conceptual allí seguido (la comunión es un banquete, en el que todas las viandas son símbolos de intenciones espirituales; lo realísticamente grosero nos reenvía hacia las acciones piadosas: «¡Oh que comida tan gustosa! una lengua, que aunque de sí mana leche y miel, pero fue aheleada con hiel y con vinagre. Mira que la comas de buen gusto, pues unas manos y unos pies traspasados con los clavos, no son de dejar...») era un ejemplo perfecto de mal gusto, «digno del estilo de fray Gerundio»66. Correa Calderón rebatió en la introducción a su edición de Obras Completas de Gracián67 esta atribución de mal gusto; lo hizo en base a unos testimonios (cita el Salmo 42, a Terrones del Caño, a Alonso de Ledesma y a López de Úbeda), que establecían ya una especie de tradición en el tratamiento de estos temas.

En realidad, el uso de este tipo de metáforas tan estrictamente realistas tiene dos significados muy importantes para ese lenguaje de la sacralidad que Gracián utiliza.

En primer Lugar, la tradición en el uso de estas metáforas gastronómicas («pieté gastronomique», escribe Coster despectivamente) está mucho más codificada de lo que Correa expone. Sobre este tipo de metáfora se encuentra centrada toda la arquitectura de El Comulgatorio. El tema eucarístico del libro constituye el pie forzado sobre el que Gracián ha ido adecuando las sucesivas meditaciones68. La consideración de las intenciones espirituales, derivadas de la contemplación de las escenas desarrolladas en el banquete eucarístico, estaban ya fuertemente prefijadas, desde que San Ignacio hiciera de ellas uno de los puntos de meditación fundamental en sus Ejercicios:

«Mientras la persona come, considere como que ve a Cristo Nuestro Señor comer con sus apóstoles, y cómo bebe, y cómo mira, y cómo habla; y procure de imitarle. De manera que la principal parte del entendimiento se ocupe en la consideración de Nuestro Señor, y la menor en el sustento corporal...»69.



Muchos de los escritores de la literatura espiritual que redactan sus obras con posterioridad a los Ejercicios... ignacianos, al tratar de las imágenes sagradas, atenderán a suscitar ante todo una emoción totalizadora que afecte a todos los sentidos del devoto. La viabilidad de este tratamiento, aparentemente irreverente, había sido establecida por San Agustín, en las múltiples referencias que sobre ello hay en el libro X de sus Confesiones70: «Odor tuus -escribía el Doctor de la Iglesia-, Domine, excitabit in nobis concupiscentias aeternas» (Tu olor, Señor, despierta en nosotros deseos de eternidad).

En segundo lugar, la utilización masiva de este tipo de figuras retóricas en El Comulgatorio obedece a una marca que, más allá de ser la de un estilo, es, también, la de una época. La introducción de elementos de grotesco realismo, recordemos que Gracián es el autor de un fragmento como éste:

«Hoy me como el sabroso corazón del Cordero de Dios, otro día sus pies y manos llagadas, que aunque lo comes todo, pero hoy con especial apetito aquella cabeza espinada, y mañana aquel costado abierto, aquella lengua aheleada, que cada plato de éstos merece todo un día y aun toda una eternidad»71.



El proceso comparativo montado sobre estas realidades tan distantes, significa, siguiendo a Maravall72, una erosión realista indiscutible de los elementos sobrenaturales. El texto de Gracián, en este sentido, como en otros, nos lleva a la extremosidad de un procedimiento. No es sólo que la retórica haya usurpado su puesto a la auténtica expresión piadosa, sino que la literatura religiosa ha llegado al final de una larga evolución, cuyos comienzos contenían en germen el carácter entero de su desarrollo final.






ArribaAbajo3. La memoria, parte quinta de la retórica

3.1. Los tratados religiosos aparecidos a lo largo de la época barroca recurren con frecuencia a la exhortación en el empleo de la imaginación, para representar de un modo vivido los pasajes más percusivos de la «Passio Christi». Según estos mismos tratados, sería la «vista de la imaginación» (como la denomina, el primero de ellos, San Ignacio) la que reconstruye en nuestro interior -y en esto consiste la oración y el «ejercicio espiritual»- toda la arquitectura historial del dogma.

Es, sin embargo, como hemos visto, el término «imaginación», y la operación psicológica a que alude directamente, poco adecuado73 , por lo que pronto lo vemos sustituido por un concepto más preciso: el de «memoria»74. MEMORIA, como facultad a la que le está reservado el recuerdo del pasado75, y MEMORIA, también, como parte de la Prudencia cristiana (junto al entendimiento y a la voluntad76), y colofón, como escribía Cicerón, de todo el proceso retórico: «La Memoria es la tesorera de lo inventado y custodia de las demás partes de la Retórica»77.

La proliferación de sentidos que la rememoración de los hechos sagrados adquiere principalmente en el siglo XVII está basada en la gran importancia que para el pensamiento clásico tuvo la ejercitación de la MEMORIA, como parte fundamental del aprendizaje de la retórica78. La Escolástica, más adelante, amparando este planteamiento que se hace en la retórica a base de utilizar la facultad humana de configurar imágenes mentales, formula toda una teoría del conocimiento, que tiene en el «phantasma» su base reconocida por Aquino («Nihil potest homo intelligere sine phantasmata»).

En el Commentarium al De memoria et reminiscentia aristotélica, Tomás de Aquino consagra, para la tradición religiosa, la mnemónica, instalada ya en ese mismo ámbito desde la relevancia que en sus Confesiones le diera San Agustín79. Los preceptos de Santo Tomás al tratar de la ejercitación de la MEMORIA son ya perfectamente aplicables a los propósitos de una meditación piadosa80 . La utilización que en estos preceptos se hace de las «similitudes corporales» presenta, por otra parte, una finalidad evidente. La impresividad y dramatismo de que están dotadas (y ésta es una característica en la que la oratoria sagrada pondrá un especial énfasis) están dirigidas directamente al entendimiento del oyente, por medio de la supresión de todos los elementos que impliquen distanciamiento y estableciendo un diálogo directo, muchas veces presente en los libros de espiritualidad española81.

Estas calidades que revela el empleo de unas figuras que los textos evangélicos ofrecían con abundancia, fueron aprovechadas en este sentido por las distintas escuelas de literatura ascética y mística en España. Ya desde finales del siglo XV, y aceptando la hipótesis de M. Bataillon sobre la existencia de una Primera Reforma española o Prerreforma82, ha de destacarse, como característica esencial de ésta, la tendencia hacia el método de la oración por imágenes.

Los textos y los autores que con más abundancia han empleado este sistema eminentemente retórico han sido citados ya en dos breves artículos míos83. Me interesa, sin embargo, destacar aquí cómo el método de los «loci» y las «imagines» (nombre técnico que reciben en la retórica tradicional), se generaliza entre los escritores religiosos y forma una tradición expositiva a la que Gracián se atendrá con rigor. Esta mecánica llega a ser sentida como un esquema operativo ineludible, si el orador o escritor religioso quería conectar del modo más eficaz posible con su público. Para ello, como ha escrito F. A. Yates, «el predicador necesitaba la ayuda de otro tipo de Summae. Summae de ejemplos y similitudes por las que pudiese fácilmente encontrar las formas corporales en que vestir las intenciones espirituales que quería grabar en las almas y en las memorias de sus auditores»84.



3.2. Las referencias explícitas al método de configurar una imagen mental en el recuerdo, con el objeto de realizar una más perfecta meditación en las escenas de la Pasión o en motivos de los Antiguos y Nuevos Testamentos, son abundantísimas en la literatura del período anterior al año 1655, en que Gracián publica El Comulgatorio.

Citaré tan sólo fragmentos pertenecientes a escritores religiosos cuya obra conoció una extensa difusión; en todos ellos queda de manifiesto las características que la imagen de la MEMORIA tiene desde sus tiempos de utilización profana. En primer lugar, San Ignacio:

«considerar todo aquel día, cuanto más frecuente podrá, cómo el cuerpo sacratísimo de Cristo Nuestro Señor quedó desatado y apartado del ánima, y dónde y cómo sepultado»85.



Luis de la Puente:

«Si tengo de pensar en el infierno, imaginaré un lugar como un calabozo oscuro, estrecho y horrible, lleno de fuego y las almas dentro de él, ardiendo en medio de aquellas llamas. Y si he de pensar en el nacimiento, formaré una figura de un portal desabrigado, y a un niño en pañales puesto en el pesebre...»86.



Diego de Hojeda:


«Por tu causa en la cruz está hablando;
Óyelo...
[...]
Mas mira cómo está que su tormento...»87.



Juan de Ávila:

«Piense con atención el passo de su muerte lo más entrañablemente que pudiere como si en ella estuviere, notando particularmente cómo estará en la cama, la candela en la mano, y todo lo demás que el Señor le diere; y tras esto cómo, salida el ánima, quedará acá el cuerpo, y será llevado a enterrar...»88.



Fray Juan de los Ángeles:

«Conserva, pues, esta imagen preciosa de Cristo viva en tu MEMORIA en todo tiempo, lugar y negocio, así en la prosperidad como en la adversidad. Y si comieres moja todos tus bocados, como en una salsa soberana y apetitosísima, en la sangre de sus preciadas y rosadas llagas. Cuando bebieres, acuérdate que tu Dios gustó por ti hiel y vinagre y la muerte...»89.



Santa Teresa de Jesús:

«Porque entiende el alma estos misterios por manera más perfecta, y es que los representa el entendimiento y estámpanse en la memoria, de manera que de sólo ver al Señor caído en aquel espantoso sudor en el Huerto, aquello le basta para no sólo una hora, sino muchos días mirando con una sencilla vista quién es y cuan ingratos hemos sido...»90.



Y fray Héctor Pinto:

«Los ojos del cuerpo engáñanse muchas veces por estar aneblados o de otra manera impedidos, o porque aunque sean claros no hay distancia de ellos al objeto -o si la hay es desproporcionada-, o por la brevedad del tiempo de la vista, mas los ojos del entendimiento, alumbrados con los rayos del divino resplandor, no se engañan porque de otra manera no sería entendimiento. Y de aquí vienen los divinos profetas a llamar a sus profecías visiones, como cosas ciertas y averiguadas»91.





3.3. Las Meditaciones contenidas en El Comulgatorio parten de la configuración de un «cuadro» evangélico92 (similar en todo a los que en los testimonios anteriores hemos visto), del que Gracián extrae una serie de consideraciones que sumergen al lector en la atmósfera piadosa de un diálogo íntimo con las imágenes de la Historia Sagrada.

Estas imágenes, dispuestas en escenas codificadas ya en la imaginería y pintura religiosa barroca93, contienen en sí mismas los puntos de un discurso en el que el predicador, al recorrer su superficie, no tiene sino que demandar («memoriae mandare») las intenciones espirituales que ellas encierran. Insertadas en un proceso de reminiscencia que tiene por objeto los pasajes más impresivos del Viejo y Nuevo Testamento (de las cincuenta Meditaciones, treinta y tres son pertenecientes a pasajes de los Evangelios, siete al Viejo testamento y diez están basadas en motivos no directamente relacionados con la Biblia), ofrecen éstas un ritual pormenorizado, siempre igual a sí mismo.

Como toda conmemoración94, las Meditaciones de Gracián descubren un presente vacío que la representación traída debe llenar con su magnificiente ejemplaridad. Ese presente -que cumple una función estructural en El Comulgatorio-, radicalmente instalado en el pecado y en el olvido, se siente como un obstáculo para la posesión final de la realidad que la MEMORIA trae en forma de imagen de piedad. Así, ante el cuadro emocionante de la reconciliación entre el Hijo Pródigo y su padre (reconciliación en la que se medita a través de los atributos materiales de la misma: el anillo en el dedo, el mejor manjar, el vestido nuevo...). Gracián exhorta al pecador a incorporarse a la escena; ahora ya no como Pródigo (aunque mantenga su figura), sino como hijo de Dios a la casa del Padre:

«Pondera tú, con qué resolución deberías levantarte de ese abismo de miserias en que anegaron tus culpas; cómo te debes disponer con verdadera humildad para subir a la casa de tu gran Padre, con qué adorno te has de sentar a la mesa de los ángeles, no arrastrando los yerros de tus pecados, desatado, sí, por una buena confesión; vestido de la preciosa gala de la gracia, anillo en el dedo de la noble caridad, y con las ricas joyas de las virtudes, llega a lograr tan divinos favores»95.



Este proceso metafórico se cumple una y otra vez en el texto de Gracián; unas veces el comulgante es como Juan, el discípulo predilecto, que previamente fue presentado antes con una percusiva imagen que le «pintaba» reclinado en el pecho de su Maestro (Meditación, XXV); otras veces será como Zaqueo, príncipe de los publicanos que busca a Cristo por las calles (Meditación , VI) o como el convidado desagradecido (Meditación, XXIII) o como los tres Reyes postrados (Meditación, XXVII).

El principio es en todas estas figuraciones el mismo: el discurso recorre una imagen conocida de la iconografía cristiana invitando al lector a sumarse a la escena que se desarrolla. La composición imaginativa alude a una comunión mística, la del cristiano con su Dios más allá de toda representación mental, que, sin embargo, debe actuar como soporte: «Haced esto en recuerdo mío -in meam commemorationem (Lucas, 22, 19).



3.4. La reminiscencia, conmemoración o MEMORIA de esos hechos sagrados, que constituyen el punto de partida de las «Meditaciones» de El Comulgatorio, se realiza por medio de tres tipos de asociación mental, ya señalados en otro contexto por Aristóteles: la similitud, la contigüidad y la oposición. Estas tres operaciones, que tienen su correlato lingüístico, son, justamente, las generadoras de estos breves textos de Gracián, porque son tres modos retóricos de/para construir figuras.

Cicerón, en su exposición sobre la sistemática que debe seguir el orador para alumbrar el discurso, las menciona96, y el propio Gracián recoge, ampliándolas, estas matrices generativas del discurso:

«La primera se refiere a la agudeza incompleja, es de correlación y conveniencia de un término a otro... La segunda es de ponderación ingeniosa sutil... La tercera es de raciocinación... La cuarta es de invención»97.



El Comulgatorio, es en cierto modo, la ejemplificación de este procedimiento retórico. La meditación que de él se propone, no discurre por unos caminos caprichosos a impulsos de un rapto místico, sigue, en cambio, unos puntos preestablecidos, alternando cuidadosamente las figuras (similitud, contigüidad, oposición) desprendidas de la relación metafórica a que se somete el texto en general.

Este sistema, como cal, no es original de Gracián (punto en el que, como vimos, insistía cierta parte de la crítica), sino que se encuentra reflejado con similares características en las obras de los tratadistas de retórica sacra y específicamente recogido en los apartados dedicados al empleo piadoso de la MEMORIA.

Escardo, en la Rhetorica Christiana, escribe sobre el procedimiento a seguir en la elaboración del discurso: «y para esto [para la brevedad de que gusta la memoria] importa decorar el sermón divino en partes, y éstas en períodos, o cláusulas»98. El también jesuita S. Izquierdo, en un texto posterior a la redacción de El Comulgatorio, alude a esas relaciones entre la oración mental y la MEMORIA, definiendo así el procedimiento que las rige: «Oración mental, o meditación, no es otra cosa que traer a la memoria alguna sentencia, o hecho, y discurrir con el entendimiento sobre ello, ponderando sus circunstancias, e infiriendo unas cosas de otras» -y, más adelante- «Porque consiste [la oración mental] en usar de nuestras potencias naturales en las materias pertenecientes a nuestra salvación [...]. Es a saber, de la memoria, poniendo delante el negocio de que avernos de tratar...»99.

Pero el tratado que de un modo más figuroso analiza la trayectoria de las imágenes de la MEMORIA, dentro del contexto de la predicación religiosa, es el de Lorenzo Ortiz: Memoria, Entendimiento y Voluntad, Empresas que enseñan y persuaden su buen uso en lo moral y en lo político (Sevilla, 1677). En sus capítulos dedicados a la MEMORIA llena o vacía (fol. 4 v.); al proceso de su enriquecimiento (fol. 16 r.) o a las ejercitaciones concretas en las que se ha de entretener esta potencia (por ejemplo, la meditación visualizadora de las penas del Infierno -fol. 20 v.-), ofrecen una exposición globalizadora de lo que la imaginación del devoto, aplicada a reconstruir escenas piadosas, significó en el contexto general de la religiosidad barroca y del jesuitismo en particular. Los ejercicios espirituales contenidos en El Comulgatorio utilizan también, en nombre de la finalidad que persiguen (el «movere», la «persuasio»), todos los recursos que Memoria, Entendimiento y Voluntad ponen a su disposición.






Arriba4. El Comulgatorio y la tradición jesuítica de la composición de lugar

«Hará la composición de lugar, que es imaginar alguna
figura corporal o imagen de lo que ha de meditar,
haziéndose presente a las personas, lugar, y las
demás circunstancias, según la materia de la meditación».


IZQUIERDO, S., Práctica de los Ejercicios Espirituales de Nuestro Padre San Ignacio100.                


La relación que El Comulgatorio de Baltasar Gracián presenta con respecto al corpus de literatura doctrinal emanado de la orden jesuítica ha sido puesto episódicamente en evidencia por la crítica ocupada en la biografía del autor. Desde el punto de vista de esta biografía, El Comulgatorio aparece como una obra esencial, por cuanto significa un regreso -sincero o no101- de Gracián a la disciplina intelectual de la Compañía, de la que parecía haberle alejado virtualmente la redacción de sus manuales profanos. El estudio de esta perspectiva ha logrado marginar de la preocupación crítica el análisis concreto de lo que constituye el núcleo o eje organizativo de El Comulgatorio: la fidelidad al procedimiento de la «composición de lugar» ignaciana.

Esta forma de meditación que dispone las figuras de la Historia Evangélica, preferentemente, en torno a una escena llena de significación es, como evidenciaré, el recurso didáctico más típico del jesuitismo de la Contrarreforma y del Barroco. El empleo que del mismo hace Gracián en su Comulgatorio, emparenta el texto con todo lo que resulta medular en el campo de la literatura y las artes plásticas inspiradas en los ideales de la Orden. Sin embargo, antes de analizar estas relaciones que El Comulgatorio mantiene a varios niveles con los textos de la literatura espiritual jesuítica, convendría pasar revista a los escasos estudios dedicados al tema en concreto de la formación de Gracián como jesuita.

4.1. En 1931, el artículo de Eguía Ruiz en el B.R.A.E.102, venía a cubrir, por vez primera, el período de formación de Gracián comprendido entre 1619 y 1626 (en 1619, haría el noviciado en Tarragona; en 1622, Gracián estudiaba Artes en el Colegio de Calatayud; en 1624, Teología en Zaragoza...). El artículo atendía a diseñar, antes que el panorama de los estudios seguidos por Gracián, el cuadro completo de compañeros y maestros que con él vivieron. Al año 1948 pertenece un brevísimo artículo de Batllori (Gracián jesuita barroco)103 , en el que había un dato de interés para el objeto de nuestro trabajo: la constancia documental de que Gracián, entre 1630 y 1631, había practicado en Valencia el año de perfeccionamiento espiritual, conocido en la Compañía con el nombre de «tercera probación». La investigación más completa sobre los datos de la difícil posición de Gracián en la Orden, la realizó también Batllori, en un artículo suyo del año siguiente (La vida alternante de Baltasar Gracián en la Compañía de Jesús)104. En este texto crítico se afirmaba, en primer lugar, la adscripción de El Comulgatorio a la literatura específicamente jesuítica105 y. en segundo lugar, la influencia que la «Ratio studiorum» había alcanzado en la retórica y en la poética de Gracián, juntándose a ello valiosos datos sobre la cronología de los años en que el escritor realizó los ejercicios ignacianos.

Stinglhamber, en 1954, venía a completar finalmente esta serie de estudios monográficos dedicados a las relaciones de Gracián con la Compañía de Jesús. Su artículo (Baltasar Gracián et la Compagnie de Jesús)106, bajo unos presupuestos muy determinados, ponía de relieve el olvido que, en los análisis críticos de la obra de Gracián, se daba de la influencia concreta que el sistema de la «Ratio studiorum» había tenido sobre ésta. No hay en todo el trabajo de Stinglhamber una sola alusión a El Comulgatorio. Resulta extraño que el crítico, al examinar las relaciones de Baltasar Gracián con la Compañía, no se refiera para nada al texto que, de modo más evidente, mejor las podría representar. Esta actitud del crítico americano no es, sin embargo, solitaria, sino que continúa una línea de tradicional desatención hacia este libro, a mi modo de ver tan especialmente significativo107.



4.2. En cuanto libro sujeto a una tradición de escuela, El Comulgatorio tiene que estar forzosamente conectado con la exposición doctrinaria realizada por el fundador San Ignacio, y con las sucesivas formulaciones que su pensamiento tuvo a lo largo de la época barroca108. Curiosamente, esta conexión que resalta por su evidencia no ha sido nunca formulada por la crítica, si exceptuamos las referencias que a tal cuestión han hecho Batllori y Peralta109; sin embargo, la influencia ideológica y formal de los textos de San Ignacio sobre el modelo argumentativo de Gracián aumenta dentro de la órbita de acción del libro que comentamos.

El tipo de meditación propuesto por el Fundador en sus Ejercicios... no es, desde luego, original de su pensamiento. Lo que podemos llamar «composición de lugar», tiene sus antecedentes concretos en la «devotio moderna»110 y en las obras atribuidas a San Buenaventura111; no obstante, es San Ignacio el que eleva lo que era un procedimiento más de oración mental a la categoría de todo un sistema de comunicación religiosa112.

La meditación por imágenes o «composición de lugar» ha sido definida -en el contexto de la literatura espiritual contrarreformista española- por Rodríguez G. de Ceballos113, Bernoville114 y Orozco115, entre otros. Esta «composición de lugar», que forma la base de la teoría de la oración mental ignaciana, implica una exhortación continua para poner los sentidos al servicio de la piedad religiosa En efecto, la fórmula más frecuente dentro de los Ejercicios... ignacianos es ese «traer a la memoria» (E. E., I, 50). que es el primer paso para una meditación cuyos otros puntos serán «oír», «ver con la vista de la imaginación», «oler», «tocar» y hasta «gustar»116 de los efectos desprendidos de ese cuadro piadoso que flota en la imaginación del devoto. Sobre la eficacia de este calculado procedimiento que es la «composición de lugar», ha escrito Orozco:

«Hasta en los escritores conceptistas, al reducirse a esquema, a simple pincelada la descripción del paso de la Pasión, lo que queda es un rasgo plástico e impresionante que clava en los sentidos el cuadro trágico del dolor. Así Gracián nos pinta a Cristo "al pie de la columna, caído, revolcándose en la balsa de su sangre". Bastan estas contadas palabras para que la imagen haga olvidar la lectura. Y es que precisamente ése era su objeto: no la fría lectura, sino despertar en el lector la presencia de un determinado cuadro o ambiente, digo que en propiedad sólo corresponde, y así lo había sido durante toda la Edad Media, a la escultura y a la pintura»117.



Esta misma eficacia e impresividad es la que hace que este tipo de oración se convierta en un modelo dentro del género de la oratoria sagrada, en la poesía religiosa del Barroco o, ya en otro contexto, determine el sistema de producción de las artes dedicadas a adornar los templos católico118. No podemos dudar de que este modelo rígidamente arquitecturado en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio sea el seguido en El Comulgatorio de Gracián, ya que todas las Meditaciones que en él se contienen son «composiciones de lugar», en las que hasta el mismo léxico revela su filiación en los textos doctrinales del jesuitismo119.

El valor que San Ignacio concede a los sentidos dentro del sistema de su doctrina debe, pues, ser puesto en paralelo con la importancia que éstos ocupan en las sucesivas estampas que El Comulgatorio nos ofrece. J. Gallego ha escrito sobre el papel fundamental que los sentidos desempeñan dentro el pensamiento ignaciano:

«Su rasgo más genial [el de San Ignacio] es no desdeñar ni glorificar los sentidos, sino tenerlos en cuenta, emplearlos a mayor gloria de Dios, ya que tan decisiva es su influencia sobre el alma»120.



Esto mismo puede hacerse extensible a un Gracián persuadido de que los sentidos constituyen las puertas por las que las imágenes de una doctrina corporeizada consiguen mover los afectos a la Piedad. Muy escasas Meditaciones, de las que reúne El Comulgatorio, están dedicadas a temas abstractos. La preeminencia de la visualidad, con el agolpamiento de objetos emblemáticos, sostenidos o intercambiados por imágenes que adoptan posturas grandilocuentes en el marco de una escena, es el método elegido por Gracián, como antes lo fuera por San Ignacio. Estas mismas imágenes de la Historia Sagrada hablarán, entablando un diálogo íntimo con el devoto; diálogo en el cual el predicador pronto desaparece como mediador («Oye, alma, como te dice el mismo Señor a ti otro tanto...», Meditación X); incluso, podrán llegar a ser tocadas («Para comulgar con la licencia de Santo Tomás, de tocar el costado de Cristo», Med. XLII) o saboreados los objetos que ofrecen («Para comulgar en un convite descubierto», Med. XVI). Esta apelación a los sentidos, marca ideológica de toda la literatura jesuítica, tiene mucho que ver con el impulso que el arte figurativo religioso recibió en el Concilio de Trento121.

A pesar de ello, el libro de Gracián no es, en sentido estricto, un libro contrarreformista, sino lindante ya estilísticamente con un barroquismo que ha perdido buena parte de su conexión con el inmediato pasado122. La dependencia de Gracián con respecto a lo ratificado en Trento se manifiesta de modo especial en lo que se refiere a la propia retórica sacra123 y al culto a las imágenes, aspecto éste debatido en la sesión del 3 de diciembre de 1563124.

E. Orozco, comentando el decreto tridentino, señala una serie de aspiraciones en el mismo, que pueden ser también atribuidas al objetivo perseguido en El Comulgatorio:

«Esta aspiración [la de excitar al devoto a adorar y amar a Dios] había de forzar al artista en todos sus recursos expresivos: con su obra tiene que hablar al intelecto, herir el sentimiento, mover la voluntad, y hasta sugerir lo sobrenatural»125.



Que estas mismas directrices están aún presentes en la mente de los escritores de la Orden por los años en que Gracián escribe su Comulgatorio nos lo demuestra el hecho de que Juan Antonio Xarque, que convivió con Gracián en el Colegio de Zaragoza, dedique todo un capítulo de su obra El orador cristiano, sobre el miserere. Sacras invectivas contra los vicios..., Zaragoza 1657, a glosar «Lo que el Santo Concilio tridentino ordena a los predicadores» (p. 313). Son numerosos los testimonios, en libros de autores de la Compañía y en la literatura de otras órdenes religiosas, de esta «actitud plástica», que parece ser la característica más definitoria del discurso religioso mantenido en El Comulgatorio.

Juan Bautista Escardo, autor de la famosa Rhetorica Christiana, Mallorca, 1647, dedica dos capítulos de la misma al tema de las imágenes, reales o evocadas en la MEMORIA, como uno de los procedimientos capitales en la. organización de la «ars praedicandi»126. En el prólogo mismo de esta obra de Escardo hay un detallado estudio sobre cómo enriquecer las materias con «lindos lugares de la Escritura Sagrada». El también jesuita Baltasar Álvarez, confesor de Santa Teresa, expresa así su método de oración, que sin embargo fue acusado de «quietista» por la Compañía:

«Desde que Nuestro Señor me hizo esta misericordia, la oración es ponerme en su presencia, dada interior y corporalmente: permanente, per modum habitus, de asiento: unas veces gozándome con El...»127.



También la Doctora de la Iglesia, quizá como resultado directo de la influencia de los jesuitas, tiene páginas muy interesantes reivindicando la humanidad de Cristo y la importancia de la meditación por imágenes visuales internas128. De igual modo que Santa Teresa, Juan de Ávila (a quien Correa Calderón señala como una de las fuentes utilizadas por Gracián para la composición de su Comulgatorio)129, fray Juan de los Ángeles130, fray Antonio de Guevara131, el Beato Nicolás Factor y los jesuitas Luis de Palma132 y Luis de la Puente133, hacen de una «composición de lugar» un punto nuclear de su doctrina junto a ellos, en menor medida, las referencias a la «composición de lugar» y al método de oración mediante la formación mental de similitudes corporales, es una constante en todos los escritores de las variadas escuelas ascético-místicas de la literatura religiosa española134.

La necesidad sentida de encarnar las abstractas virtudes y vicios en un pasaje evangélico que desarrolla una pequeña historia, procede, en realidad, de un conocimiento experimental de las reglas que rigen la memoria humana; como, a finales del siglo XVI, escribía un retórico neolatino:

«Las intenciones simples y espirituales se escapan fácilmente de la memoria a no ser que las vinculemos a similitudes corporales»135.



Eran entonces las facilidades que se le querían dar a la MEMORIA para forjar un recuerdo que actúe con más vehemencia las que determinaban el uso, en la predicación y en los libros de devoción, de las imágenes corporales que encontramos empleadas con profusión en El Comulgatorio. San Francisco de Borja, uno de los jesuitas con más proclividad hacia el uso de los sentidos para los fines de la oración piadosa, escribía al frente de sus Meditaciones para todas las dominicas y ferias del año y para las principales festividades:

«Para hallar mayor facilidad en la meditación se pone una imagen que represente el misterio evangélico, y así, antes de comenzar la meditación, mirará la imagen y particularmente advertirá lo que en ella hay que advertir, para considerarlo en la meditación mejor y para sacar mayor provecho de ella: porque el oficio que hace la imagen es como dar guisado el manjar que se ha de comer, de manera que no queda sino comerlo...»136.



Naturalmente derivado de este precepto, fielmente seguido por Gracián, se encuentra el de la máxima impresividad con que la escena elegida debe estar dotada137. No todos los pasajes evangélicos son susceptibles, por sí mismos, de desencadenar las mismas emociones. En El Comulgatorio tenemos las muestras de la sensibilidad y el rigor psicológico con que Gracián elige las «composiciones de lugar» que ha de glosar. Todas ellas presentan una suerte de dicotomía -de disemia, en términos técnicos-, muy grata al sistema de su pensamiento. La nota de originalidad que Gracián introduce en todo lo que va era una tradición altamente codificada es, precisamente, la de rehuir pasajes evangélicos (sobre todo los referidos a la propia «Passio Christi»), cuya emotividad el propio tema aseguraba

El ingenio de Gracián conduce El Comulgatorio hacia la adopción de cuadros piadosos poco «utilizados», tanto en la oratoria sacra, como en la literatura o en la plástica pictórica y escultórica. Dentro de esta temática particular deben incluirse todas aquellas Meditaciones que tienen por asunto escenas del Antiguo Testamento («De la entrada del arca del testamento en casa de Obededón» -Med. VIII-. «De la dicha de Misiboset, sentado a la Mesa Real» -Med. XXIV-. «Del convite del rey Asuero» -Med. XXVI-...); escenas, es de suponer, mal conocidas por sus lectores, a los que sometía, con procedimientos muy tradicionales, a un tipo de visión probablemente nueva para ellos.

Suprimiendo el patetismo, optaba Gracián, de un modo individual (y en ello debemos ver una marca estilística), por un tipo de «composición de lugar», en la que lo discursivo, lo racional, lo conceptuoso y, en definitiva, lo retórico, adquiriera toda la primacía.



4.3. El Comulgatorio es un texto cuya iconografía material -el grabado, la pintura- no existe, aun cuando esta combinación (la del texto con la imagen) es muy frecuente en los libros de espiritualidad de la orden jesuítica. Que el texto destinado a conmover a los devotos lectores se vería potenciado, en su eficacia persuasiva, por el acompañamiento de ilustraciones, era una consecuencia misma de los principios psicológicos en nombre de los que se había adoptado la «composición de lugar», como recurso pedagógico insustituible.

Las minuciosas descripciones literarias de San Ignacio estaban necesitando una materialización visual que no tardó en llevarse a cabo en las obras de sus seguidores San Francisco de Borja138, Pedro Canisio139, Agustín Vivaldi140, Bartolomé Ricci141 y, sobre todo, Jerónimo Nadal. Este último, a través de sus dos famosas obras (Adnotationes et meditationes in Evangelia, Antuerpiae, 1593 y Evangelicae Historiae Imagines, Antuerpiae, 1593)142, genera ya una tradición sólida dentro de la Orden, en lo que se refiere al sistema de la meditación por imágenes. En las Evangelicae... los pasos que debe seguir la meditación se encuentran señalados por letras que remiten a textos latinos puestos como pie de la estampa. En ocasiones, un grabado (por ejemplo el que lleva como título In nocte natalis domini) contiene hasta doce puntos diferentes de meditación. Son, sin embargo, los temas dedicados a la Pasión los que mayores efectos suscitan, y con mayor morosidad deben ser meditados (el grabado Quae gesta sunt post erectam crucem aumenta ya hasta veintidós el número de puntos para la meditación). Estas estampas sacras, cuyo programa iconográfico ideó Jerónimo Nadal, están dedicadas -como también sucede en el caso de El Comulgatorio- a fechas litúrgicas concretas, lo que sugiere ya que estamos ante un nivel fijo de estereotipos143.

El sistema arriba descrito origina pronto una proliferación de textos que presentan las mismas características. Me gustaría citar entre ellos, porque son especialmente significativos para el objeto de nuestro estudio, la serie de grabados que acompañan la edición de la Vita beati Patris Ignatii de Loyola (Antuerpiae 1610), organizados en forma de «composiciones de lugar» e incluyendo números y letras que faciliten al devoto los pasos de la meditación. También, el libro de fray Juan Roxas y Ausa, con una serie de grabados -casi emblemas- alusivos al texto de Las Moradas de Santa Teresa144 y la Práctica de los Exercitios Espirituales de Nuestro Padre San Ignacio, Roma, 1675, que es una edición de los Ejercicios Espirituales, comentada por el jesuita Sebastián Izquierdo e ilustrada con grabados muy conceptuales. La fecha que ostenta este último libro, en plena época del barroquismo iniciado en la segunda mitad de siglo, es significativa de la importancia que adquiere la literatura y la plástica emblemática dentro de la Compañía de Jesús.

Los trabajos teóricos de Menestrier (La philosophie des Images, París, 1682 y Philosophia Imaginum id est Syloge Symbolorum Amplissima, Antuerpiae, 1693) están situados también en esa zona de fechas, que conforma el sistema de literatura espiritual en que El Comulgatorio se encuentra sin duda alguna. El empleo del emblema que caracteriza este tipo de literatura a partir de las fechas señaladas145 se encuentra enmarcado en ese proceso de conceptualización y abstracción creciente que lo utiliza como sustituto de la representación figurativa. Cuando las escenas de la Historia Sagrada han sido ya utilizadas hasta la saciedad, surge ese otro motivo -el emblema, el símbolo, la alegoría- que permite, con mayor economía, una nueva serie de consideraciones.

Este proceso, esquemáticamente aquí trazado, es el seguido por Gracián, quien, primero, como hemos visto, comienza por rehuir las «composiciones de lugar», demasiado tópicas y habituales, sustituyéndolas por otras que incidían en pasajes poco conocidos. Pero no solamente esto, Gracián, en su Comulgatorio como antes en El Criticón, adopta el empleo de emblemas sabiamente equilibrados con las representaciones estrictamente realistas. La utilización de estos emblemas es una marca específica de la literatura jesuítica de esa época146 pero es, también, un elemento sustancial en el pensamiento de la Orden desde el mismo San Ignacio, en cuyos Ejercicios Espirituales se pueden encontrar pasajes protoemblemáticos147. Naturalmente, no es el contexto religioso el único dentro del que el motivo del emblema encuentra aclimatación: éste se utiliza en toda la literatura didáctica de la época y no hay que olvidar, en este sentido, que un espíritu próximo al de Gracián. Diego Saavedra Fajardo, había escrito, en 1640, y en la Dedicatoria de las Empresas Políticas, al Príncipe Baltasar Carlos:

«Propongo a V. A. la Idea de un Príncipe Político-Cristiano, representada con el buril y con la pluma, para que por los ojos y por los oídos (instrumentos del saber) quede más informado el ánimo de V. A. en la sciencia de reinar, y sirvan las figuras de memoria artificiosa».



Es conocido, también, el dato de las relaciones que Gracián entabla, dentro del círculo de Lastanosa, con Juan Francisco Andrés de Uztarroz, el cual hace, en 1634, una traducción del libro de empresas del italiano Stefano Guazzo148. La vinculación de Gracián con la literatura emblemática renacentista fue ya puesta de relieve por K. Ludwig Selig149; pero el trabajo de este crítico, centrado exclusivamente en las fuentes que, con base en los Emblemata de Alciato, Gracián maneja en algunos pasajes de El Criticón y Agudeza..., no contiene referencia alguna a El Comulgatorio; texto, una vez más, dado en el olvido.

Sin embargo, El Comulgatorio presenta pasajes fundamentales para el corpus de literatura emblemática barroca, siendo de esperar que sucesivos estudios reparen en un procedimiento estilístico e ideológico que para Gracián tanto atractivo tiene150. En la Meditación XXXIV (El grano de trigo), en la XIII (las dos «alas»: Mortificación/oración); V (el Maná); XX (el divino panal), XVIII (las tres salas del alma); XLIV (Cristo como pelícano)... hay testimonios suficientes como para incluir El Comulgatorio entre la serie de libros emblemáticos vinculados también, en última instancia, a la mnemotecnia y producidos por la Compañía de Jesús. Sus emblemas o empresas espirituales tienen su versión, menos conceptuosa, en la plasticidad con que, bajo la operativa de la «compositio loci», el escritor jesuita desarrolla un modelo de meditación religiosa, en el marco de una tradición bien probada.







 
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