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Unidad y música: Introducción a El rapto de la mente (1989)

Russell P. Sebold





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No es lo mismo la unidad que la repetición. El autor de una breve reseña de mi libro Descubrimiento y fronteras del neoclasicismo español (Madrid, Fundación Juan March / Ediciones Cátedra, 1985) ha creído ver en ese pequeño volumen la recapitulación de muchos de mis escritos anteriores sobre el siglo XVIII. Creo, empero, que sería más exacto decir que en mis publicaciones de hace treinta, veinte, diez años, es posible rastrear las primeras pistas de las ideas y teorías que he desarrollado en forma nueva y más amplia en mis artículos y libros de fecha más reciente. Como el buen neoclásico que soy, me hallo muy atraído por el ideal de la unidad; mas por lo mismo siento un profundo horror a la falta de variedad. «Varium poema, varia oratio, varii mores, varia fortuna, voluptas etiam varia dici solet» -decía Cicerón, en su De finibus, libro II, iii, 10-. Estoy plenamente consciente de la estrecha relación existente entre mis escritos de diferentes épocas -me precio, en efecto, de la unidad que me parece haber logrado a lo largo de las páginas de tantos trabajos diferentes-; y al volver a tratar un tema del que me he ocupado anteriormente, no lo hago sin haber repasado antes detenidamente lo ya escrito por mí en esas ocasiones. Sigo esta práctica por evitar la repetición y por estar convencido   —10→   asimismo de que lo nuevo que se aporte en cada ensayo habrá de poseer mayor validez si se erige sobre la sólida base de datos e interpretaciones que gozan ya del reconocimiento de la crítica desde hace cierto número de años.

A partir de mi estudio de 1961 sobre las Fábulas literarias de Iriarte (recopilado en este libro), se encontrarán en todos mis trabajos sobre la poesía dieciochesca antecedentes del libro mencionado al comienzo del párrafo anterior; pero en ninguno de aquellos -insisto en ello, no por amor a la polémica, sino por aprovechar una ilustración especialmente clara de lo que me propongo explicar en la presente Introducción-, en ninguno de aquellos, digo, es posible hallar, como en el libro de 1985, un estudio detenido del entusiasmo ante la filosofía «ilustrada» y la ciencia moderna como una variante auténtica de la inspiración poética; una demostración documentada del hecho de que el elemento antipoético durante el setecientos se da en el ultrabarroquismo más bien que en el neoclasicismo; una definición cuidadosamente elaborada del neoclasicismo español, en su inconfundible realidad híbrida, como dos veces renovador, del clasicismo nacional a la par que del clasicismo de la Antigüedad; una reconsideración de los cánones genéricos del Neoclasicismo en la teoría y en la práctica; una investigación, a través de textos de numerosos poetas y críticos de época, de los límites cronológicos del fenómeno neoclásico, estudiando la ininterrumpida voluntad de los mejores poetas españoles, desde la misma hora de la muerte de Garcilaso de la Vega hasta los días de Bécquer, de volver al «buen tiempo» de aquel gran poeta toledano, junto con una reconstrucción igualmente documentada de la actitud antibarroca que es mantenida por un grupo de poetas muy apreciables desde fines del quinientos y será otra constante de la larga tendencia neoclásica que abarca hasta la época del autor de las Rimas. Todo esto era nuevo a la hora de estamparse Descubrimiento y fronteras del neoclasicismo español, mas todo ello estaba en perfecta armonía con lo que yo venía sosteniendo desde hacía veinticinco años. Ni acaba aquí la unidad que se acusa entre mis escritos sobre el tema neoclásico; porque los cuatro capítulos de Descubrimiento son un anticipo de otro libro mucho más largo cuya temática se extiende desde la muerte de Garcilaso hasta la de Bécquer.

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Ahora bien: ¿qué es lo que todas estas observaciones tienen que ver con la aparición de la segunda edición de El rapto de la mente? He creído que podrá resultarle útil al lector situar este libro de 1970 en la perspectiva histórica del desenvolvimiento de mis ideas sobre la poética y la poesía dieciochescas, pues así me parece que se podrá explicar en forma global mi pensamiento sobre dicha materia. Haré esto de varias maneras diferentes: Compararé ideas expresadas en publicaciones mías de fecha remota con las que he formulado en otras páginas de fecha reciente, mas primero procuraré dar una rápida visión de conjunto de la evolución (no historia) de las formas literarias durante el siglo XVIII español, de acuerdo con mis ideas; porque aunque éstas se ven repetidamente confirmadas por las investigaciones de numerosos colegas, se trata de una percepción del setecientos todavía poco familiar para algunos lectores; y podrá ser orientador nuestro paseo por el Siglo de las Luces, no solamente para aclarar el papel de El rapto de la mente en el nacimiento de una nueva valoración del siglo XVIII, sino a la vez para que, al leer los trabajos individuales reunidos aquí, el lector sepa juzgar por su cuenta en qué forma precisamente interviene cada obra estudiada en el proceso literario de la centuria que nos concierne. Para esto habremos de ir y venir entre un género y otro, entre una época y otra, y entre la Literatura y la Filosofía (pues en las variaciones de ésta, de un período a otro, se reflejan las de la mentalidad creadora). Luego, como comprobación de todo ello, y porque dentro de la unidad el buen neoclásico busca siempre la variedad, destacaré nuevas pruebas de mis conclusiones en el texto de una obra poética setecentista que hasta ahora no había estudiado: La música, poema (1779), de Tomás de Iriarte, citando sus versos por la preciosa reimpresión facsimilar de la edición príncipe realizada por la editorial Gustavo Gili, de Barcelona, en 1984.


I. Filosofía sensacionista y evolución literaria

Indudablemente, el principal motivo de la unidad de mi obra crítica ha de buscarse en el extenso uso que he hecho de la clave historiográfica para el estudio de la literatura «ilustrada»,   —12→   neoclásica y romántica, que he encontrado en la filosofía sensualista o sensacionista de Locke y Condillac, y en el pensamiento de otras figuras influidas sobre todo por el primero de ellos, como el Conde de Shaftesbury, Alexander Pope y Rousseau, así como en las ideas del célebre antecesor de Locke, el canciller Bacon. Hacia fines del siglo pasado, especialistas del clasicismo francés como Krantz y Lanson comenzaron a estudiar la ilación entre la filosofía deductiva idealista de Descartes y los patrones igualmente racionalistas que esa forma mentis inspira en las obras de creación del siglo de Luis XIV; y aunque alguna de las premisas de esos críticos decimonónicos está ya parcial o completamente refutada, su idea central resultó iluminativa, y todavía la toman en cuenta muchos intérpretes del clasicismo francés y estudiosos de obras clásicas contemporáneas de otros países europeos. (Ciertos hispanistas mal preparados en Filosofía no distinguen muy claramente entre el Deductivismo del siglo XVII francés y el Inductivismo del siglo XVIII europeo, e intentan aún aplicar el referido esquema cartesiano a la exégesis de la literatura española de la Ilustración.)

Pero -y es un pero de suma importancia para la visión clara del desarrollo de la literatura durante los últimos siglos-, si la corriente epistemológica observacional que emana de Bacon y florece en la época de Locke y Condillac es considerada en la historia intelectual como la más importante revolución filosófica del mundo moderno, como un absoluto punto y aparte en la comprensión científica que el hombre tiene del mundo en torno suyo, lo mismo que en los conocimientos que adquiere de su propio espíritu, ¿por qué no había esta nueva forma mentis de influenciar la literatura tanto como la anterior cartesiana, o aun más profundamente? (Hoy la crítica se finge demasiado sofisticada para admitir ya la vieja máxima de que la Literatura es el espejo de la vida, mas no por lo vieja deja ésta de ser verdad.) Para la España setecentista el más convincente de numerosos documentos que pudieran citarse en lo relativo a la influencia del Sensacionismo o Inductivismo sobre la Literatura, acaso sea el siguiente trozo de una carta del más conocido poeta de la centuria, Meléndez Valdés, en la que éste se refiere a la obra más importante de John Locke: «Uno de los primeros libros   —13→   que me pusieron en la mano, y aprendí de memoria, fue el de un inglés doctísimo. Al Ensayo sobre el entendimiento humano debo y deberé toda mi vida lo poco que sepa discurrir» (BAE, t. LXIII, p. 73), donde subrayo unas palabras que me parecen significativas.

El más notable cambio producido en la Literatura por tales influencias «materialistas» es que en todos los géneros, tanto los prosaicos como los poéticos, el escritor baja los ojos del cielo cristiano así como de ese otro cielo -topos uranos literario- en que rutilaban todas las convenciones, modelos genéricos y prototipos que desde hacía siglos copiábanse servilmente en las mejores obras de creación, y los enfoca ya sobre la abigarrada plétora de tentadores modelos visibles, audibles, gustables, tocables y olibles que en su propio mundo encuentra a todos lados, sin buscarlos siquiera. El primer estudio literario en que aproveché el interesante paralelo entre la filosofía realista moderna y la literatura fue un artículo de 1958 sobre la novela Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, del padre Isla, cuyo temprano realismo (y aun naturalismo) moderno y sistemático pudo analizarse merced a la luz que se arrojaba sobre él con el sensacionismo; y después volví a exponer este concepto de la narrativa isleña con más detenimiento en la larga Introducción a mi edición de la misma, en cuatro volúmenes de la colección Clásicos Castellanos, de Espasa-Calpe (Madrid, 1960-1964; reimpresiones). Por lo tanto, la unidad de mis trabajos críticos se extiende, más allá de los que versan sobre temas poéticos, para abrazar también los que se refieren a la obra de prosistas del setecientos. Ni quedan fuera tampoco esos artículos en que me ocupo de prosistas del ochocientos, pues en la novela histórica romántica se da un fenómeno que yo llamo «realismo de tiempo pretérito» y que es para épocas remotas el equivalente del «realismo fotográfico» del que se habla cuando el escritor busca el tema de su novela en la vida cotidiana de su propia época; porque donde el novelista histórico romántico no puede basarse en la observación directa de edificios antiguos y otros restos del período representado, consulta la historia del traje, la historia de la comida, etc. Después de todo, «l'observation dans le passé, c'est la recherche historique» -decía el crítico francés Émile   —14→   Faguet justamente a propósito de la novela histórica de la época romántica.

Un género intermedio entre la novela realista, que se inaugura en el XVIII -insisto en esto-, y la poesía, en la medida en que ambos se informan por la nueva teoría observacional del conocimiento, es la comedia de costumbres neoclásica, primero en verso, después en prosa, fuertemente realista y relacionable con la novela de su propio siglo y la del siguiente, pues en ella los perros ensucian las alfombras, los abogados no encuentran en sus estantes los libros que hacen falta, los burgueses insertan en la prensa anuncios para recobrar objetos perdidos, los amigos salen a tomar cerveza, se fuma, se habla de las ganancias y las pérdidas de las fábricas, se describen detalladamente las costumbres de quienes frecuentan el Paseo del Prado, etc.

La nueva, detallada y más penetrante conciencia que el hombre tiene de su entorno físico, gracias al fuerte acento que los filósofos escriben sobre el papel de los cinco sentidos en la adquisición de los conocimientos, revoluciona, no solamente la representación literaria del ser humano, de los trajes, de la casa, de la calle y de la ciudad o pueblo, sino también la del campo, de la naturaleza virgen; y esto nos acerca ya al tema de este libro: la poesía del XVIII, en la que la naturaleza rivaliza con el hombre por su importancia como tema. Para los sensacionistas no hay ideas innatas a lo Descartes, ni es válida tampoco la revelación divina como fuente de conocimientos; para ellos, la fuente de todos nuestros conocimientos, incluso nuestras teorías más complejas y abstractas, son los cinco sentidos corporales; no hará falta ya Dios, ni para la adquisición de los conocimientos ni para estudiar la vida espiritual del hombre, porque la psique humana es, según Locke, conocible a través de los patrones asociacionistas de acuerdo con los cuales convertimos nuestras percepciones sensoriales en ideas. (Ni la lengua en que se comunican los hombres es don divino, sino que consta de una serie de signos puramente arbitrarios originados en esos momentos en que el contacto sensorial con objetos nuevos sugiere voces nuevas.)

Tan absoluta dependencia del hombre de sus diferentes ligazones sensoriales con su mundo físico -tanto más cuanto   —15→   que para los sensacionistas el alma no es más que el agregado de las percepciones de los sentidos materiales transmitidas a la conciencia- lleva, en la poesía lírica, a la representación de la naturaleza en una forma infinitamente más dinámica que nunca antes, no sólo porque el sujeto humano ejercita sus sentidos mucho más en la apuntación de pormenores físicos descriptibles, sino también porque ese sujeto busca ahora una relación psicológica entre su alma material y las formas materiales del mundo natural, pues con tal relación desea reemplazar su perdido y añorado lazo espiritual con ese Dios inexistente ya. La vieja poesía pastoril cede el paso a una nueva poesía descriptiva (Thomson, Saint-Lambert, Meléndez Valdés), en la que la naturaleza casi casi parece otro personaje, tan saturada está de las sensaciones de su interlocutor humano. Ello es que se trata de una comunicación de doble dirección entre el poeta y el mundo natural, pues mientras los sentidos de aquél sirven para informarle sobre las infinitas caras de la naturaleza que puede pintar en su poema, esos mismos sentidos sirven para transferir a la naturaleza toda la gama de las emociones humanas de su solitario contemplador. He aquí anticipada, en pleno Neoclasicismo, la idea romántica de que la naturaleza es alma visible, y el alma es naturaleza invisible.

Mas a la aparición del Romanticismo antecede el pleno desarrollo del neoclasicismo sensacionista, es decir, el Neoclasicismo influido por las nuevas corrientes filosóficas en lo que se refiere tanto a su credo literario, como a su visión del mundo. Se mantienen las convenciones temáticas y estilísticas de la poesía pastoril clásica, pero se dotan de sentido nuevo. Quiere decirse que a través de tales convenciones el Neoclasicismo optimista, afirmador de la vida y partidario de las nuevas ciencias, programas sociales y proyectos industriales de la Ilustración, busca en la naturaleza halagadores símbolos de su nueva cosmovisión. En esta fase se da en el lenguaje de los sentidos un simulacro de diálogo pacífico y armonioso entre la belleza natural y el confiado entusiasmo del ilustrado. A partir de Luzán entran en la composición de la poesía toda suerte de términos científicos referentes a los nuevos adelantos de la Ilustración, alusiones a hombres de ciencia que han enriquecido la Botánica, la Zoología, la Medicina, la   —16→   Química, la Física, la Astronomía, las Matemáticas, etc. Es más: se intenta incorporar a la misma res poética la forma del razonamiento científico. Para todas estas tendencias agrupadas bajo la rúbrica de neoclásico, por diferentes que sean -y he aquí la prueba de la autenticidad de tal rúbrica-, los modelos estilísticos han de buscarse siempre en poetas como Garcilaso de la Vega, fray Luis de León, los Argensolas, Esteban Manuel de Villegas, etc.

En medio de tanta confianza en el progreso ya está en su lugar, sin embargo, todo el andamiaje necesario para la representación del drama romántico en el gran teatro del mundo; pues en el momento en que un poeta de la nueva tendencia sensacionista neoclásica se desilusiona, ya sea por fracasos personales, ya por naufragios de los nuevos programas sociopolíticos ilustrados, renacerá como bardo romántico; porque por sus nuevas convicciones filosóficas se hallaba separado ya de su antiguo Dios, está solo en la naturaleza, y está solo en el desierto de su alma por haber perdido también su fe en las soluciones humanas. En la conjunción de soledad exterior y soledad interior (el poeta se siente abandonado por la divinidad, por la humanidad y por sus propios ideales) se da el motivo de ese agobiante weltschmerz, mal du siècle, o fastidio universal que aflige a todo auténtico romántico; profundo dolor del que se hablará en uno de los ensayos contenidos en el presente volumen. Y por mucho que el devoto de la fe materialista de Locke y Condillac ha buscado en su interlocutora universal, la naturaleza, un sustituto del deslustrado Dios cristiano, no encuentra en ese mundo antes tan hermoso ningún solaz para su pena, porque con un espejo -y en realidad esto, y no más, es lo que el universo era respecto de sus emociones- no hay diálogo auténtico, sino sólo reflejos del que se mira en él. La naturaleza no le brinda al neoclásico desilusionado -o sea romántico- argumentos para oponer a su tristeza, sino solamente nuevas metáforas de tonalidad sombría -huracanes, vientos, nubes, paisajes nocturnos, eclipses, tempestades- para poetizar su cuita; cuita de aquel «huérfano, joven, solo y desvalido» (verso de Meléndez Valdés, de 1777) que habitará cada vez más poemas líricos españoles.

El esquema histórico de la influencia filosófica sensacionista   —17→   que vamos trazando será esencial para que se entienda claramente de qué estamos hablando al llegar a hacer el balance de lo conseguido con el estudio de dicha influencia, ora en mis primeras publicaciones, ora en las más recientes, porque todo el alcance del influjo del pensamiento inductivo sobre la poética y la poesía dieciochescas no sería visible para quien no leyera sino este libro mío, especialmente en su primera forma, cuando no contenía los cinco ensayos añadidos en esta reedición. Antes, empero, de proceder a hacer ese balance, quedan por apuntar dos aspectos más del influjo sensacionista sobre la literatura durante la Centuria de las Luces y el período posterior a ella: me refiero, en primer lugar, a la liberalización de la poética clásica, la cual posibilita los encantos originales de la poesía neoclásica a la par que prepara el camino para la evolución hacia el Romanticismo (no fue una revolución); y en segundo lugar, tengo en mente el nuevo medioevalismo de carácter pintoresco que se acusa antes de 1780 en una obra como las famosas quintillas o Fiesta antigua de toros en Madrid, de Nicolás Fernández de Moratín, y sería típico de tantas obras producidas a lo largo del Romanticismo. La filología moderna, de fuerte ímpetu indagador, nació en la primera mitad del XVIII bajo la influencia de la misma teoría del conocimiento de la que venimos hablando en esta Introducción, y a su vez dio nacimiento al nuevo medioevalismo en las obras de creación.

La poética, en la Antigüedad, había sido una codificación de principios puramente empíricos; porque Aristóteles, por ejemplo, concibió su famosa Poética como una simple descripción de las técnicas que ciertos poetas de singular talento natural habían logrado inventar recurriendo a su propio ingenio antes que existiera cualquier ciencia literaria por la que se guiaran los escritores. Se trataba, en la Poética del Estagirita, de soluciones prácticas autorizadas únicamente por su éxito en obras individuales de reconocido mérito; la implicación era que otros poetas, confrontando otros problemas en otras obras individuales, tenían igual derecho a recurrir a su inteligencia y gusto naturales -la naturaleza- en busca de la fórmula idónea, o bien podían utilizar uno de los recursos igualmente naturales descritos en esa primera obra de la crítica occidental. En todo caso, los procedimientos analizados   —18→   por Aristóteles se ofrecían al poeta novel sólo como posibles auxilios, no como requisitos, y de ningún modo como corsé literario que tuviera el propósito de limitar la inspiración o la originalidad.

No embargante la común intención del gran crítico griego, de Horacio, del desconocido autor de la Rhetorica ad Herennium, de Cicerón, de Quintiliano y de otros maestros antiguos de poética y retórica -quienes daban un papel tan importante a la naturaleza (inspiración) en el proceso creativo como al arte (estudio)-, a lo largo del medioevo, del Renacimiento y aun del siglo XVII, debido a la profunda veneración de esas épocas hacia la autoridad de los antiguos, todo lo dicho en las páginas de los críticos griegos y romanos tendía a mirarse, no como disciplina empírica, sino como principio absoluto, eterno, sacrosanto que no admitía fácilmente las excepciones de que depende a menudo la originalidad. En la ya mencionada centuria cartesiana este concepto estrecho de las «reglas» había de acentuarse todavía más a causa de la noción de que Dios, a la hora de nuestra creación, había infundido en nuestras mentes todas las ideas, o los elementos de todas las ideas, que habíamos de concebir durante toda nuestra existencia (las famosas «ideas innatas»). Ahora bien: no cabía postura más alejada de ésta que la sensacionista de Locke o la científica de todo el XVIII en general, para las que los conocimientos potencialmente asequibles a través de la observación con los cinco sentidos eran tan ilimitados como la realidad universal sobre la que era posible enfocar esos sentidos humanos. Y en tal ámbito, los autores de poética empiezan a compararse con los físicos, los químicos, los astrónomos, afirmando que en el infinito seno de la naturaleza yacen sin descubrir tantas nuevas leyes literarias como nuevas leyes científicas; incluso vuelven a usar en su crítica las palabras descubrir y descubrimiento, que habían caído en desuso entre críticos después de la Antigüedad clásica.

Por tanto, el autor de una técnica nueva no violaba la poética, sino que, al contrario, de acuerdo con el concepto más ortodoxo, empírico, aristotélico, de esa disciplina, restaurado bajo el nuevo empirismo dieciochesco, ese autor descubría una regla nueva, una «regla superior», según decía Feijoo, «distinta de aquellas comunes que la escuela enseña» (en   —19→   «El no sé qué», Teatro crítico, t. VI, discurso 22). Quiere decirse que la innovación y la originalidad no se oponían en absoluto al concepto más ortodoxo de la poética, y uno de los efectos de la restauración de la interpretación libre de la poética fue, como queda sugerido antes, la aparición de la nueva poesía pastoril más descriptiva y dinámica y la preparación del terreno para el Romanticismo. Por consiguiente, tanto por lo que atañe a su credo poético como por lo que respecta a su visión del mundo, el Romanticismo encuentra sus antecedentes naturales y evolutivos en plena Ilustración y Neoclasicismo. El Neoclasicismo y el Romanticismo son fenómenos universales; se produjeron en todos los países cultos de Occidente, adelantándose ya Inglaterra, ya Alemania, ya Francia, ya Italia, ya España a las demás naciones en la introducción o interpretación de alguna de las características de esos movimientos; mas yo hablo siempre del neoclasicismo español y del romanticismo español, de igual modo que se habla del neoclasicismo francés, o del romanticismo alemán, por tomar dos ejemplos más; porque en todas estas áreas, de lo que depende lo nacional de estos movimientos es de que entre sus diversos modelos estilísticos predominen los que son de casa.

El nuevo principio filosófico de que no se sabe nada de seguro sino por el más pacienzudo y minucioso examen y reexamen de todos los datos, por triviales que parezcan (Bacon había afirmado que no podía saberse ninguna verdad nueva sin empezar por estudiar las causas de las cosas más vulgares y aun las causas de esas causas), habrá de influir también en los historiadores durante la Ilustración, singularmente en los de la Literatura -disciplina que en realidad nace en ese momento histórico-, y dará nacimiento a la Filología o estudio meticuloso y detenido de los problemas textuales y el contenido humano, socio-político y costumbrista de monumentos poéticos del pasado más remoto. A través de esta nueva Historia, de metodología realista, por decirlo así, y a través de los mismos textos de la antigua poesía nacional que se editan en la segunda mitad del siglo XVIII, el literato moderno comienza a conocer todos los pormenores y todo el colorido del rico y abigarrado panorama de la vida humana durante la Edad Media. Las obras históricas y filológicas y   —20→   ediciones críticas del setecientos a las que aludo en este párrafo son las Memorias para la historia de la poesía y poetas españoles, de fray Martín Sarmiento, los Orígenes de la poesía castellana, de Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, la Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV, de Tomás Antonio Sánchez, etc.; e influyen a la vez sobre la nueva visión más pormenorizada y colorista del pasado nacional otras obras de pura historia y crítica arqueológica del P. Enrique Flórez, de Antonio Ponz, etc.

Con la nueva ciencia de la Historia, los poetas históricos se instalan en el medioevo para observar en detalle el entorno y el perfil de sus personajes, de igual modo que lo hacen los realistas de tema actual en su presente más prosaico, o más familiar. Con la mágica llave del pasado que la Filología les ha puesto en las manos, los poetas se arrebatan por la jamás soñada riqueza y variedad de ese mundo lejano que veían por vez primera. Realismo histórico caracterizado por una notable exotiquez que deriva del insistente hacinamiento de lo históricamente pintoresco, pero que tiene el mismo cimiento filosófico que el realismo en el sentido usual de contemporáneo: éste es el modo romántico de ser histórico, y este modo (que después de Moratín padre, cultivarán el Duque de Rivas y Zorrilla con tanta gallardía) trae sus primeros orígenes de la misma influencia sensacionista que se manifiesta con tanta variedad en los fenómenos literarios del Siglo de las Luces. En el medioevalismo pintoresco, que a primera vista podría parecer más conectado con el siglo XIX que con el anterior, tenemos, empero, uno de los indicios más claros del liberalismo del neoclasicismo español, así como de la relación orgánica y evolutiva que se da entre todos los -ismos en las épocas que nos conciernen aquí; pues los dos primeros poetas que cultivaron el tema medioeval en la forma indicada fueron ambos neoclásicos, si no siempre, por lo menos buena parte del tiempo: me refiero a las ya mencionadas quintillas, la Fiesta antigua de toros en Madrid, de Moratín el Viejo, y a los romances de Doña Elvira, de Juan Meléndez Valdés.

El hecho de que estos temas y metros clásicos españoles resulten atractivos para unos poetas que al mismo tiempo cultivan géneros y temas clásicos antiguos, ilustra asimismo la amplitud del concepto neoclasicismo en tierra española. Ello   —21→   es que neoclásico en el contexto español no significa, en el fondo, más que renovación de lo consagrado en alguna época remota de la cultura ya nacional, ya occidental antigua, y si pudiéramos interrogar a los poetas del setecientos sobre su uso, probablemente dirían que era lícito aplicarlo a ciertas obras que al lector moderno le causarían la impresión de ser románticas (desde luego en el XVIII el único término conocido era clásico, aplicado por primera vez a poetas modernos en 1627), pero no tenemos más remedio que hablar de verdades permanentes con términos modernos. La misma forma en que hemos realizado la síntesis que nos ha ocupado hasta este momento, confirma la inseparabilidad de tendencias como la neoclásica y la romántica, según se dan, no en los manuales, sino en el mundo real de escritores de carne y hueso, y de ahí el subtítulo que este libro ostenta desde su primera edición: Poética y poesía dieciochescas, no neoclásicas.

Ahora bien: los trabajos en que he hablado con mayor extensión del sensacionismo en su papel de influencia liberalizadora de esa falsa poética neoclásica, exageradamente racionalista y característica sobre todo de algunos tratadistas del siglo de Descartes, son el capítulo IV, «El 'blando numen' de los versos de Dalmiro y las primeras punzadas del dolor romántico», de mi libro Cadalso: el primer romántico «europeo» de España (Madrid, Gredos, 1974); y el capítulo III, «La filosofía de la Ilustración y el nacimiento del romanticismo español», de mi libro Trayectoria del romanticismo español. Desde la Ilustración hasta Bécquer (Barcelona, Crítica, 1983); en cuyas páginas, pese a sus dos títulos tan románticos, me dedico con igual detenimiento al Neoclasicismo y a la relación evolutiva que une estas dos manifestaciones de la libertad poética dieciochesca. Es en estos mismos ensayos, fundamentales para mi modo de pensar, donde trato también con cierta extensión temas tan estrechamente conectados con el anterior como las frecuentes comparaciones setecentistas entre el descubrimiento de nuevas leyes físicas y el de nuevas leyes literarias, la nueva visión más dinámica de la naturaleza en la poesía descriptiva neoclásica, y la soledad del atormentado romántico en la naturaleza. A la poética clásica ortodoxa (es decir, empírica) y la restauración de su liberalismo en la   —22→   centuria decimoctava he dedicado también el capítulo II, «¿Qué es la poética?», del Prólogo a mi edición de La Poética o reglas de la poesía en general, y de sus principales especies, de Ignacio de Luzán (Barcelona, Labor, 1977). De la filosofía y la ciencia modernas, no ya como compañeras de esa otra disciplina que se basa en el descubrimiento, quiero decir, la poética, sino como motivo, metáfora y contenido de la misma poesía, me ocupo en el capítulo I, «El setecientos español: prejuicios y realidades», de Descubrimiento y fronteras del neoclasicismo español.

Los modelos clásicos españoles de los poetas neoclásicos son estudiados en el subcapítulo I del capítulo V de mi libro sobre Cadalso, el cual se titula «Cadalso y el Príncipe de los Poetas Castellanos [Garcilaso]», así como en los capítulos II, «Hacia una definición del neoclasicismo», y III, «'Aquel buen tiempo de Garcilaso' y el neoclasicismo», de Descubrimiento y fronteras del neoclasicismo español. Mi definición del Neoclasicismo como «nuevo clasicismo español» (frente a la idea antigua de que no era sino un «seudoclasicismo a la francesa») fue propuesta por primera vez en 1964, al final de mi artículo «Contra los mitos antineoclásicos españoles», incorporado luego a la primera edición del presente libro: mas la expongo con mayor amplitud en el capítulo IV, «Los orígenes cosmopolitas de la Poética. Los albores de un 'nuevo clasicismo español'», de mi Prólogo a la Poética de Luzán, y en los ya mencionados capítulos II y III de Descubrimiento, así como en mi extenso artículo-reseña, «Sobre la lírica y su periodización durante la Ilustración española», acerca del libro de Joaquín Arce, La poesía del siglo ilustrado, en la Hispanic Review, t. L (verano, 1982); páginas en las que toco también otras ideas mías relativas a la poesía dieciochesca al referirme al extenso estudio que estoy escribiendo sobre la poética y la lírica españolas desde la muerte de Garcilaso hasta la de Bécquer. Hablo, en este último trabajo, del hibridismo del movimiento neoclásico en lo que respecta a sus modelos, ya clásicos antiguos, ya clásicos nacionales; y vuelvo con mayor extensión a esto en el capítulo II de Descubrimiento. La ya aludida actitud antibarroca que a partir de los primeros años del siglo XVII pesa casi tanto como la admiración a Garcilaso sobre la evolución del Neoclasicismo, la analizo   —23→   con numerosos documentos de época en el capítulo V, «'Palabras horrendas y vastas como elefantes': neoclasicismo frente a barroquismo», de Descubrimiento y fronteras del neoclasicismo español.

Este repaso de mis trabajos recientes, con los que vamos a cotejar los anteriores, no quedaría completo sin que mencionara otros varios de temas realistas y románticos; porque estoy convencido de que no se entenderá completamente ninguna de las tendencias literarias influidas por el sensacionismo sin echar por lo menos una ojeada a su estrecha ilación con sus compañeras (de aquí la presencia, ya en la edición de 1970 de este libro, del ensayo de 1968 sobre el nombre del dolor romántico, el cual fue en efecto la primera ocasión en que expuse en letras de molde mis ideas en torno al influjo sensacionista sobre el nacimiento del Romanticismo). Me referí ya en un párrafo anterior a mis estudios sobre Fray Gerundio de Campazas y su temprano realismo descriptivo, más aún, determinismo naturalista (los personajes de la obra son regidos por sus contactos sensoriales con su medio). Aun antes que Isla, Torres Villarroel, influido por el enfoque inductivo de Bacon, había logrado un notable realismo observacional en los cuadros de costumbres que traza en las Introducciones a sus Pronósticos, así como en su Vida, según he mostrado en mi libro Novela y autobiografía en la «Vida» de Torres Villarroel, Barcelona, Ariel, 1975, y también en el estudio preliminar antepuesto a mi edición de la Vida de Torres, Madrid, Taurus, 1985. El realismo de la comedia de costumbres del setecientos lo estudio en los capítulos VI y VII, «El personaje y su medio en El señorito mimado y La señorita malcriada» y «Ambientación realista y alta comedia en el teatro iriartiano», de la Introducción a mi edición de las indicadas comedias de Tomás de Iriarte, Madrid, Castalia, 1978; así como en dos artículos sobre Leandro Fernández de Moratín, de los años 1978 y 1981, el segundo de los cuales está reeditado en el presente volumen (el primero es «Historia clínica de Clara: La mojigata de Moratín», en el t. II del Homenaje a Emilio Alarcos Llorach, Universidad de Oviedo). El «realismo de tiempo pretérito» de la novela histórica romántica y de la poesía narrativa romántica de tema histórico, lo estudio en dos artículos impresos en el ABC:   —24→   «El duque de Rivas, novelista» (sábado, 16 de abril de 1988), sobre El moro expósito; y «Los perros en la literatura» (domingo, 12 de junio de 1988); en un ensayo titulado «Ilustración y toros: Nicolás Fernández de Moratín», que he escrito para un número especial de Ínsula dedicado a Carlos III y la Ilustración (diciembre, 1988); y en dos o tres trabajos más que sólo tengo bosquejados. Mi investigación original sobre el nombre del dolor romántico (1968, 1970) la amplío en el capítulo I, «El desconsolado sentir romántico», de Trayectoria del romanticismo español (1983) -sus nombres son consecuencia directa de la triste situación vital del hombre postsensacionista-, y aún añadiremos algo a esto en la presente Introducción. La soledad del apesadumbrado romántico en la naturaleza es un tema al que vuelvo con frecuencia a lo largo de mi libro sobre Cadalso; lo examino también en los capítulos I, II («Romanticismo y barroco»), III y IV («El incesto, el suicidio y el primer romanticismo español»), de Trayectoria; y lo toco asimismo en otros trabajos como «Jovellanos, dramaturgo romántico», en Anales de Literatura Española, t. IV (1985); y «Esclavitud y sensibilidad en Sab de la Avellaneda», en De la Ilustración al romanticismo. II Encuentro: Servidumbre y libertad, Universidad de Cádiz, 1987.

Ahora examinaremos esos pasajes de los trabajos recogidos en la edición original de El rapto de la mente en los que el lector encontrará anticipos de mis investigaciones y teorías posteriores relativas al influjo del sensacionismo sobre la creación literaria; luego antes de hablar de La música de Iriarte, miraremos más brevemente otros motivos de unidad que se hallan a lo largo de mis diversas publicaciones. He dicho que la primera ocasión en que estudié la influencia sensacionista sobre la literatura fue en un artículo de 1958 dedicado a una obra en prosa, Fray Gerundio de Campazas; pues bien, la nueva epistemología ilustrada está también claramente aludida en mi primer trabajo sobre la poesía, el estudio de las Fábulas literarias de Iriarte, de 1961 (recogido aquí), aunque no aparece mencionado en esas páginas el nombre del sensacionismo. Al final del apartado IV de dicho ensayo, apunto de pasada lo siguiente: «la insistencia de la filosofía de la Ilustración en lo individual puede considerarse como un primer paso en la evolución total de la mentalidad europea   —25→   hacia el romanticismo y las demás escuelas literarias del siglo XIX»; en donde, en muy pocas palabras, se anticipan mis ideas sobre los temas siguientes: la dinamización de la naturaleza en la poesía pastoril descriptiva debido a la intercesión del sensacionismo, la relación sensorial del hombre individual con esa naturaleza, la evolución más bien que revolución romántica y, finalmente, el nacimiento del realismo y sus diversas variantes debido a la misma concentración en los pormenores o lo individual. En el apartado siguiente del mismo estudio hablo de «la absoluta identidad entre naturaleza y arte» para Aristóteles y para la poética renovada de la Ilustración; concepto con el que se insinúa, en un caso y otro, que las reglas de la poesía se descubren, como las leyes de la Física, en el infinito seno de la Naturaleza (que abarca el talento natural), y así no tienen límite para el observador y creador de talento; cito asimismo, en ese lugar, la página iriartiana donde se lee: «aquellas leyes no fueron inventadas, sino descubiertas; pues la naturaleza las da de sí».

Destino dos largas notas -las 24 y 25- de mi artículo de 1964, «Contra los mitos antineoclásicos españoles» (incluido ya en la primera edición de El rapto de la mente), a aclarar ciertos aspectos del concepto descubrimiento en conexión con las reglas nuevas, y digo al final de la primera: «en realidad el hallazgo de una feliz licencia no es otra cosa sino el descubrimiento de una nueva regla». En otra nota, la 18 a mi análisis estadístico de las fuentes de Luzán, de 1967, que aparece como el capítulo II de ambas ediciones de la presente obra, relaciono el concepto descubrimiento, más claramente que nunca antes, con la influencia de la escuela filosófica de Locke: «Bajo la influencia de la nueva filosofía inductiva sensualista, con su insistencia en la observación, Pope, Feijoo y otros resucitaron la premisa aristotélica de que las reglas de la poesía eran leyes naturales universales basadas en la observación directa y el análisis de la naturaleza (es decir, del proceso creativo natural) y formuladas en los términos de la propia naturaleza. Las leyes poéticas de Aristóteles, igual que las físicas de Newton, se consideraban como eternas por haber derivado de la naturaleza, mas esto no constituía ninguna limitación para el espíritu creador, porque en el setecientos las autoridades literarias insistían en que el infinito   —26→   seno de la naturaleza encubría aún tantos principios nuevos, no descubiertos, de la poética, como nuevos cánones de la física».

He dicho antes que mi artículo de 1968, «Sobre el nombre español del dolor romántico», es donde expuse por primera vez mis ideas sobre el papel del sensacionismo en la formación del Romanticismo, especialmente en las páginas dedicadas a la dolorosa soledad del romántico individual -su fastidio universal- ante un universo indiferente; ideas que había de desarrollar con mucha más amplitud en los trabajos de 1974 y 1983 que quedan mencionados en párrafos anteriores. En el de 1968, originalmente estampado en Ínsula, tomo ya en cuenta el influjo de Condillac para explicar cómo el poeta de la época materialista de la Ilustración se siente escindido de su antiguo Dios; y queda aludida asimismo la contribución del género pastoril (nuevamente avivado por el observador sensacionista) a la representación de esa naturaleza aparentemente sensible en la que el romántico solitario buscará en vano una compañera que le consuele de la injusticia y abandono de que es objeto. Decía antes, a propósito del fastidio universal, que en el capítulo I de Trayectoria del romanticismo señalo otros intentos, no ya del XVIII, sino del XIX, de nombrar el dolor cósmico romántico; y hace varias semanas, mientras hacía un artículo sobre el suicidio romántico para ABC, concretamente sobre el del poeta catalán Juan Antonio Pagés [m. 1851], encontré entre los versos de éste el siguiente: «Dolor del mundo el pecho me afemina», en el cual se nos brinda otro posible nombre de la pena romántica: dolor del mundo.

La tendencia liberal de la poética renovada por el contacto con el sensacionismo -que será tan indispensable para la dinamización de la naturaleza en la poesía descriptiva neoclásica y para la evolución hacia el Romanticismo- se descubre incluso en el tantas veces intransigente Forner, según mostré en el trabajo de 1970 escrito originalmente para la primera edición de esta obra, pues Pablo Ignocausto ve los orígenes de la poética de su siglo en «las primitivas reglas que inspiraron la naturaleza y la necesidad», y considera que es superior el «hermoso desaliño a la sequedad simétrica».

En otro ensayo escrito especialmente para la edición de   —27→   1970, su prólogo, «Sobre la actualidad de las 'reglas'», me anticipé a uno de mis estudios más recientes relacionados con esa poética renovada postsensualista -empírica- que se adapta a la lógica de las obras individuales. En varios párrafos de dicho prólogo llamo la atención primero sobre el hecho de que los conceptos inspiración y razón, en la rima III de Bécquer, corresponden exactamente a esa otra pareja de conceptos, naturaleza y arte, que hacen un papel tan importante en la Poética de Horacio. En las mismas páginas de 1970 hago notar que si bien Horacio dice que «... han de darse, unidas de concierto, / naturaleza y arte mutua ayuda», Bécquer afirma, con respecto a la inspiración y la razón, que hace falta «a un yugo atar las dos». Allí mismo, varias páginas más abajo, cito también un pasaje de las Cartas literarias a una mujer en el que el poeta aparece como un «genio ebrio de sensaciones y de inspiraciones», es decir, movido a crear poesía por el contacto sensorial con el mundo natural en torno suyo, pero para crear poesía, según también se indica en las mismas Cartas becquerianas, ese genio tendrá que templar su ebriedad con la «parte mecánica, pequeña y material» del proceso creativo, que es la ejercitación de su razón natural, por lo cual la creación poética viene a ser una dialéctica entre dos naturalezas, o bien entre dos tipos de percepciones sensoriales de la naturaleza. Sobre todo esto he escrito mucho más extensamente en trabajos posteriores, por ejemplo, en «Bécquer y la lima de Horacio», un artículo que apareció en Ínsula, en 1982, y se reeditó al año siguiente en Trayectoria del romanticismo español, pero quería dejar aquí constancia de que el presente volumen, en su forma original, representa un avance no solamente de trabajos generales históricos y teóricos que publiqué muchos años después, sino también de estudios sobre escritores individuales de época posterior. Es más: en las referidas líneas del prólogo de 1970, por tratarse de Bécquer, quedaba implícito a la vez el aproximado límite cronológico de la última influencia significativa de la poética neoclásica que yo documentaría en forma más completa en Descubrimiento y fronteras del neoclasicismo.

Ya que hemos vuelto a hablar de este último libro, mencionemos de pasada otros varios temas, aparte del estudio del sensacionismo, que lo conectan todavía con mi primer libro   —28→   sobre la materia, El rapto de la mente. En el penúltimo párrafo del prólogo de 1970, «Sobre la actualidad de las 'reglas'», así como en el subcapítulo III del estudio sobre Iriarte, titulado «La poesía y la Ilustración», procuro colocar ya toda la poesía nueva del setecientos, ya la de Iriarte, en el contexto filosófico y científico de la Centuria de las Luces, sin cuya impronta muy especial no se entienden algunos de los mayores logros artísticos del verso lírico dieciochesco, y estos dos trozos de El rapto de la mente de 1970 son primeras versiones mucho más breves del capítulo I de Descubrimiento, donde retorno a tratar del parentesco entre lo científico y lo poético en el XVIII. En ambos lugares llego asimismo a igual conclusión: mientras que la inspiración, de impreciso perfil emocional, de la lírica convencional tiene que reducirse a cierto nivel de precisión en la expresión para poder comunicarse al lector, en cambio esas inspiraciones de poetas de la Ilustración que proceden de su entusiasmo ante la precisión de las nuevas ciencias tienen que revestirse de cierta sugerente imprecisión estilística para que se logre el necesario equilibrio creativo entre estos elementos.

En mi investigación estadística de las fuentes del pensamiento poético de Luzán (1967), lo mismo que en algún otro pasaje del libro de 1970, se prevé la temática de los capítulos III y IV de Descubrimiento y fronteras del neoclasicismo español, donde demuestro con copiosos documentos cómo el Neoclasicismo es en realidad una tendencia muy larga que se extiende desde el quinientos hasta el ochocientos y se define no solamente por su admiración hacia Garcilaso, fray Luis de León y otros poetas clásicos españoles, sino también por su ininterrumpida dialéctica con el barroquismo y ultrabarroquismo. Por el trozo siguiente del indicado estudio sobre Luzán se descubre que todavía no había visto el fenómeno en su pleno alcance cronológico, pero queda claro que ya se me iba sugiriendo la interpretación que cuajaría después: «Luzán no fue sino el más importante de una serie de poco conocidos escritores que mantuvieron vivo en España el concepto clásico de la poética (esto es, el concepto cosmopolita, unitario) durante la horrible sequía literaria de los últimos decenios del seiscientos y los primeros del setecientos»; y a continuación de esto, en nota a pie de página, hablo de otro de esos   —29→   literatos, Eugenio Gerardo Lobo, quien vuelve a aparecer en el libro de 1985. Además de sus entonces sorprendentes conclusiones sobre las fuentes luzanescas, una de las mayores novedades del artículo que nos concierne de momento fueron sus notas 20 y 21 sobre El hombre práctico (1680), precioso libro, todavía injustamente desconocido, del tercer conde de Fernán Núñez, Francisco Gutiérrez de los Ríos, diplomático del reinado de Carlos I, el Hechizado, que uso como otro documento para probar la pervivencia de la teoría clásica en medio de la sequía del ultrabarroco, y en estas notas mías se inspiró en parte José Antonio Maravall para su interesante artículo «Novadores y pre-ilustrados: la obra de Gutiérrez de los Ríos, tercer conde de Fernán Núñez (1680)» (Cuadernos Hispanoamericanos, octubre de 1978).

Hasta los años ochenta no empezó a tomar forma definitiva mi concepto de esa larga tendencia neoclásica -esa voluntad colectiva de volver al tiempo de Garcilaso y fray Luis- dentro de la que se encuadra el más breve movimiento neoclásico propiamente dicho; y sin embargo, todo, todo lo que se puede leer en la versión original de El rapto de la mente está ya en armonía con tal visión y sirve para apoyarla. Verbigracia, considérese la siguiente observación sobre el gusto poético de Forner: «no tiene nada de particular el que un escritor de la época neoclásica elogie a figuras como Garcilaso, fray Luis de León, los Argensolas, Fernando de Herrera, Quevedo, Cervantes, Vicente Espinel, el príncipe de Esquilache, Juan de Jáuregui, Hurtado de Mendoza, Ercilla, etc.». Estos mismos poetas clásicos eran del gusto de todos los españoles ilustrados del setecientos; eran los indispensables modelos del movimiento neoclásico. Con el mismo motivo señalaba ya en 1964, al final de «Contra los mitos antineoclásicos españoles», que fue precisamente en la época neoclásica en la que se volvió a imprimir la obra poética de fray Luis de León después de ciento treinta años sin nueva edición, la de Garcilaso de la Vega después de ciento siete años sin nueva edición, etc.

Por fin, la definición del Neoclasicismo por géneros que he intentado hacer con cierta precisión en el capítulo II de Descubrimiento está anticipada en la práctica en el texto de 1970 de El rapto de la mente, aunque la misma definición a la   —30→   que aludo no se formuló entonces; y sigue respetándose en la práctica tal definición en lo que atañe a los estudios agregados en esta edición. Lo que quiero decir es que a despecho de su uso libre o descuidado entre los críticos de nuestro siglo, los términos clásico y neoclásico no deben aplicarse más que a obras compuestas en verso, o en géneros en los que originalmente no se usaba más que el verso (aquí aludo a mi estudio de El sí de las niñas -obra en prosa- de Moratín, recogido en esta nueva edición). Pues los primeros clásicos, los antiguos, no reconocían como pertenecientes a las bellas letras sino esos géneros que componíanse en verso -el épico, el dramático, el lírico- y sus diversas variantes. Lo escrito en prosa -los anales, las oraciones de los retóricos, las novelas antiguas, los epistolarios, etc- quedaba fuera. Las oraciones y las obras históricas (que se basaban con frecuencia en las oraciones de grandes figuras de épocas pretéritas) tenían desde luego su propia disciplina estilística muy exigente: la retórica; mas su utilidad inmediata y práctica -en el foro- las excluía de la clasificación del arte puro.

Me parece notable lo duradero de las ideas que vuelvo a exponer en esta Introducción, pues a lo largo de los años numerosos lectores han acudido a los estudios de tema ya general, ya particular, que vengo realizando de acuerdo con los mismos esquemas historiográficos, y se hallan citados esos estudios en los trabajos de hispanistas de todos los países. Naturalmente, esto me complace, pero no lo digo por esta razón, sino porque espero modestamente que pueda derivarse del ejemplo de mi obra una moraleja de cierto valor también para trabajos críticos de tema y enfoque muy diferentes de los míos. No se registrará ningún adelanto significativo y claro en la crítica humanística, creo yo, sin que intentemos hacer cada aportación lo más permanente que nos sea posible, contextuando la obra literaria estudiada en ella con otras de su misma clase, así como con los más pertinentes fenómenos culturales y documentos del período histórico en el que se haya creado. Al hacer estas observaciones, pienso, por contraste, en la actitud en realidad anticultural -por oponerse a la permanencia- de quienes cultivan la llamada teoría crítica moderna (estructuralismo, postestructuralismo, desconstruccionismo, siendo preferible seguramente esta última   —31→   forma al galicismo de más frecuente uso, deconstruccionismo). Le dije un día a un célebre colega de tal orientación, esperando complacerle, que me había gustado un determinado artículo suyo. Su respuesta: «-¿Ese artículo? Pues, no tiene ya ningún valor; lo escribí hace cinco años». ¿Cuándo había dejado de tener valor el artículo en cuestión?, ¿a los dos, a los tres, a los cuatro, a los cinco años? En cualquiera de estos casos, parece una absurda pérdida de tiempo trabajar lo que hace falta trabajar para producir un estudio académico de cierta densidad, teniendo de antemano la firme convicción de que los frutos de tales esfuerzos ni podrán durar un lustro. Si todos los especialistas de la Literatura concibiéramos nuestra actividad investigadora de la misma manera, todo el edificio de nuestra disciplina se vendría abajo mañana. Por otra parte, tenemos tal vez suerte en que los partidarios de la impermanencia sean precisamente los ya indicados traficantes en ideas de limitadísimo alcance, documentación defectuosa, terminología sesquipedal y prosa tan impenetrable como pretenciosa.




II. El contexto de la obra poética

Acabo de aludir a la necesidad de contextuar el objeto del estudio literario con el panorama literario de su momento histórico, con las demás artes de su época, con el ambiente social contemporáneo y, sobre todo, con la sensibilidad y la psicología de su creador; y los restantes motivos de unidad en mis diversos estudios literarios responden precisamente a la adopción provisional, como punto de partida, de una actitud que simule en lo posible la del poeta ante su obra. Los principios que vengo observando en mis artículos de crítica literaria desde hace muchos años están declarados ya en la primera edición de El rapto de la mente. Bastarán cuatro ejemplos existentes en este texto: uno general, y otros tres referentes respectivamente a Iriarte, Iglesias y Quintana. En el artículo «Contra los mitos antineoclásicos españoles» (1964), escribo: «Creo que un requisito indispensable de cualquier trabajo crítico firme, siquiera como hipótesis inicial, es el de guardar respeto al concepto que el autor de la obra que   —32→   se estudia tenía o podía tener de ella. [...] Una obra neoclásica tiene que leerse en el contexto histórico y artístico del neoclasicismo, y sólo en tal contexto ha de juzgarse, y juzgarse con sensibilidad». En relación con las Fábulas literarias de Iriarte reitero lo mismo, pero esta vez concluyo con un cáveat sobre otro posible peligro, porque también en alguna ocasión se ha insistido tanto en el contexto que se ha oscurecido a la figura literaria a quien se quería iluminar: Digo, en fin, en el estudio de 1961, que «se puede separar y entender ese algo nuevo de las obras neoclásicas -del mismo modo que la crítica moderna ha venido haciéndolo con las obras de otras épocas-, yendo directamente a los textos a preguntarles por su realidad interna, y limitando al necesario mínimo la consideración de cuestiones periféricas históricas, políticas, sociales, didácticas y reformadoras».

El tipo de contexto que me parece pertinente al análisis atento y exigente de la realidad artística de una obra literaria se ejemplifica en esas líneas de mi estudio sobre José Iglesias de la Casa (1968) con que introduzco el tema de la influencia del Cantar de los cantares: «El refinado gusto del siglo XVIII en conjunto, la sensibilidad plástica del dibujante y del escultor en plata, la sensibilidad auditiva del músico, el sentido detallista del observador de la vida diaria, la tierna nostalgia del enfermizo, la sensualidad medio femenina del púber, las reminiscencias temáticas y estilísticas de esas deliciosas poesías de cancionero y romancerillo [...]: todo esto entra en la composición de La esposa aldeana, y todo ello se realza allí con todavía otra nota frágil, exótica, de aire perfumado oriental esta vez».

Por muy iluminativo que sea el contexto artístico, y su valor es enorme, suelen resultar todavía más reveladores los apuntes del mismo literato sobre su técnica o sobre su visión de su materia, ya sean apuntes hechos aparte, o ya contenidos en la misma obra; y hacia el final de mi ensayo sobre la poesía de Quintana (1966), expreso esta firme convicción mía: «Vale relativamente poco toda crítica o exégesis literaria que se haga sin tomar en cuenta cualesquiera reflexiones autocríticas que pueda haber dejado el escritor estudiado; y como tantos miembros de escuelas literarias a las que les acontece no estar de moda en cierto momento, Quintana ha   —33→   sido víctima de una falsa crítica basada en los prejuicios personales de los seudocríticos y en nociones literarias externas a su estética y aun a la de toda su época». Si he de juzgar por mi propia experiencia, no existe ningún procedimiento más eficaz y fiel para la crítica que el buscar en la obra que se ha de interpretar alguna clave autocrítica, y en los casos en que me ha sido posible hallarla, no recuerdo ninguno en que me haya fallado. Hablábamos antes de la luz que podía arrojarse sobre una obra literaria de época lejana situándola en su contexto histórico, en el sentido más amplio de la palabra. Pues bien, el recurso a la autocrítica -la interpretación de la obra a la luz de lo que se sabe de la psique creadora de su autor- representa otra contextuación, pero interior esta vez.

Tomé en cuenta ambos contextos, el general de la época y el particular del escritor, en mi ensayo sobre la Raquel de García de la Huerta, recogido en este volumen desde su primera edición. Uno de los incontables prejuicios antineoclásicos de la crítica de otro tiempo consistía en mantener que en la castiza nación española no podía producirse una tragedia de auténticas líneas clásicas; se insistía en que las más legítimas formas teatrales de la España de ayer eran, ya la comedia lopesco-calderoniana, ya el drama romántico; y se concluía que si la Raquel destacaba todavía en nuestra centuria por su alta calidad literaria, tenía que ser porque en el fondo era una comedia aureosecular, solamente disfrazada a lo seudoclásico, o bien porque en ella Huerta se anticipaba al gran teatro de Rivas, García Gutiérrez y Zorrilla. Pues bien: yo estudié la Raquel, no en forma tan arbitraria y antidieciochesca, sino en el contexto de la renovación clásica que informa cada vez más decisivamente el ambiente literario español durante la segunda mitad del siglo XVIII, así como en el contexto de la declaración del propio autor de que en su obra se han de escuchar «los trágicos acentos de española Melpómene», caracterizada por «severa sencillez y austero estilo»; y no obstante la aparición desde 1970 de otros estudios sobre la Raquel, creo muy sinceramente que el mío, merced a su enfoque, es todavía el único en el que se logra decir algo de cierto peso sobre las técnicas que llevaron al gran valor artístico de la obra de Huerta: técnicas clásicas, o bien neoclásicas.

El último ejemplo de contexto que voy a introducir, y el   —34→   último asimismo de cómo se preludian en mis primeras publicaciones mis otras más recientes, se nos brinda en un curioso fenómeno al que Tomás de Iriarte da el nombre de connaturalización. Se trata de una forma de traducción artística por la que una obra maestra perteneciente a una literatura casi casi viene a metamorfosearse en otra obra diferente, igualmente original y, lo que es más, perteneciente ya a otra literatura. (Feijoo anteriormente, en su célebre ensayo sobre la introducción de voces nuevas -Cartas eruditas, t. I, carta 33-, había utilizado el mismo término para la traslación de palabras individuales de un idioma a otro, manteniendo que «es, a la verdad, para muy pocos el inventar voces o connaturalizar las extranjeras».) Los dramaturgos franceses del siglo XVIII llevaron este arte a la perfección con sus numerosas adaptaciones de obras teatrales de autores antiguos y autores españoles; mas nadie, creo yo, ha explicado más felizmente que Iriarte la teoría de esta forma de renacimiento. Según el autor de Los literatos en Cuaresma, porque es en esa obra en donde se expresa lo siguiente, el buen traductor debe «connaturalizarse, digámoslo así, con el autor cuyo escrito traslada, bebiéndole las ideas, los efectos, las opiniones, y expresándolo todo en otra lengua con igual concisión, energía y fluidez. [...] traducir como se debe, es obra para quien en su lengua nativa posea ya un estilo fácil, claro, correcto y persuasivo». Connaturalizarse es, en fin, hacerse primero de una misma naturaleza con el escritor extranjero, para saber luego hacer que la obra de ese escritor se connaturalice con la nueva literatura a la que se traslada. Ahora bien: en dos ensayos diferentes contenidos ya en la primera edición de El rapto de la mente, «Contra los mitos antineoclásicos españoles» y el estudio sobre la Raquel de García de la Huerta (véase sobre todo la nota 10 de este último), sugiero que la otra tragedia del autor que acabo de mencionar, el Agamenón vengado, si se estudiara con los criterios adecuados podría revelarse como una obra original en el mismo sentido en que lo son las muy conocidas tragedias de tema griego de Racine, en lugar de seguir mirándose como una mera adaptación en verso de la traducción en prosa que había hecho en el quinientos el maestro Hernán Pérez de Oliva de la Electra de Sófocles. Y en efecto, acaba de publicarse, en el número   —35→   de mayo-agosto de 1988 de la Revista de Estudios Extremeños, un extenso trabajo mío titulado «Connaturalización y creación en el Agamenón vengado de García de la Huerta», el cual fue en su día una conferencia en el simposio internacional organizado por Miguel Ángel Lozano y celebrado en la Universidad de Extremadura, en noviembre de 1987, con ocasión del segundo centenario de la muerte del gran trágico neoclásico.




III. Los capítulos nuevos en esta edición

Antes de analizar el nuevo documento confirmatorio que se nos proporciona en La música de Iriarte, no estaría de más, me parece, comentar brevemente la relación entre los ensayos contenidos en la primera edición de este libro y los que ahora se añaden para en cierto sentido completar el libro. En los manuales de literatura se viene suponiendo desde hace muchos años que en el setecientos el fuerte espíritu crítico y el incremento de la erudición en todos los órdenes culturales militan contra la ejercitación del talento poético, de igual modo que todavía algún criticastro cree ver en la nueva ciencia dieciochesca un obstáculo para el cultivo de la poesía. Pues bien: creo que con mi trabajo sobre el P. Sarmiento se rebate este cargo; y por ende, este capítulo inserto ahora se une por su proposito al que es aún el primer estudio de la primera parte de este volumen, puesto que con el atento examen de la imponente «erudición» de las Memorias para la historia de la poesía y poetas españoles del correligionario y amigo de Feijoo se echa abajo otro mito antineoclásico. Las opiniones de Sarmiento en torno al proceso creativo y sus juicios valorativos sobre los poetas y la poesía, los cuales yo entresaqué de alusiones dispersas entre sus investigaciones puramente históricas, resultan ser los mismos que expresaban los propios poetas y autores de artes poéticas durante el siglo XVIII; por lo cual difícilmente podía esta obra de erudición oponerse a cualquier forma de creación poética que fuera posible en su ámbito cultural. Según verá el lector, al llegar a «Martín Sarmiento y la doctrina neoclásica», este benedictino encantador opina que las reglas de la poesía derivan   —36→   de la observación de la naturaleza (mundo en torno y talento natural); que mientras que las reglas son universales y atemporales, los mejores ejemplos de la práctica poética se han de buscar en la poesía nacional; que para asegurar la frecuentación de tales modelos habría que sacar de modo sistemático ediciones esmeradas de todos los grandes poetas nacionales del pasado; que ser partidario de buena poesía es ser también antibarroco (antigótico, si hubiéramos de expresarnos más a lo dieciochesco); pero que, no obstante esto último, el estilo se beneficia alguna vez por cierta falta de aliño (eco tal vez del «beau désordre» que Boileau buscaba en las odas). Para refutar la oposición puramente imaginaria entre la creación y la erudición, tampoco habría que desechar el curiosísimo -pero en realidad nada sorprendente- dato de que las Memorias de Sarmiento (escritas en 1745) no encontraron editor hasta 1775, en medio de la época en que las imprentas Real, de Joaquín Ibarra y de Antonio de Sancha rivalizaban en la reimpresión de los grandes monumentos de la poesía clásica castellana, así como en la publicación de los mejores imitadores (emuladores) neoclásicos de ésta, y quien editó la obra del ya difunto investigador benedictino fue precisamente Ibarra.

Respecto de mi estudio de la «visión filosófica» que Antonio Alcalá Galiano tenía de la literatura setecentista española, no sé si debo decir que ese trabajo mío, o bien la misma obra de Galiano analizada en él, la Historia de la literatura [...] en el siglo XVIII, representa un antecedente de mi libro Descubrimiento y fronteras del neoclasicismo español. Ello es que habiendo considerado los modelos que los autores dieciochescos se propusieron emular, el crítico decimonónico llega a una conclusión que yo, después de haber repasado todo esto mucho más detenida y minuciosamente, no dudo de ningún modo en abrazar como mía también, esto es, que a los reformadores literarios del setecientos, poetas y prosistas, los vemos una y otra vez adjudicando la primera importancia a «los poco antes olvidados modelos del siglo XVI y principios del siguiente, que forman nuestra escuela clásica, y aun tal vez pasando a buscar e imitar una u otra perfección de edad más remota». A este punto precisamente dedico todo el capítulo III de Descubrimiento, a lo cual he   —37→   aludido antes. Podría decirse asimismo que en el último tercio del capítulo y en todo el capítulo IV de Descubrimiento, donde estudio el ultrabarroco, he intentado realizar el plan de investigación que Galiano propone con estas palabras: «quien leyese con atención crítica y filosófica la historia de España durante el siglo XVII y viere qué estudios se permitían entre nosotros, qué estímulos excitaban los ingenios y qué ideas andaban dominantes, encontrará allí la explicación de la barbarie en que vino a caer la nación española bajo los príncipes austríacos». Sin embargo, la justificación de la inclusión de este ensayo mío en el presente volumen se ha de buscar en otro aspecto de la obra de Galiano, que también estudio en las mismas páginas: se trata de la lucha personal del crítico gaditano entre su admiración a los neoclásicos y los fuertes y muy arraigados prejuicios antidieciochescos de la época romántica del XIX en que le tocó vivir. Pues deslindar las opiniones objetivas, o «filosóficas», de Galiano sobre el Neoclasicismo de estas otras meramente de época que inevitablemente se reflejan en su crítica, me parece que representa una continuación del proyecto de desmitificación que emprendí en «Contra los mitos antineoclásicos españoles».

El artículo «Interián de Ayala en el neoclasicismo», incluido ahora en esta segunda edición, fue escrito en los días en que terminaba Descubrimiento y lleva en sus primeras páginas un resumen del esquema historiográfico expuesto en el libro de 1985. Pues se estudia al ya nombrado fraile mercedario a la luz de ese esquema, procurando ver en qué sentido él era uno de esos «poco conocidos escritores españoles que mantuvieron vivo en España el concepto clásico de la poética (esto es, el concepto cosmopolita, el unitario) durante la horrible sequía literaria de los últimos decenios del seiscientos y los primeros del setecientos», por decirlo con unas palabras citadas antes en esta Introducción y que escribí ya en 1967 al hablar de Luzán y ciertos contemporáneos suyos. Por la inserción de este trabajo sobre Interián, en fin, lo mismo que por las demás adiciones que se han efectuado en esta nueva edición, El rapto de la mente viene a estar tan al día como mis otras publicaciones más recientes, tanto más cuanto que los antecedentes de todas éstas se hallaban ya en el libro de 1970. Mi breve ensayo sobre el soneto «Caíste,   —38→   altiva Roma, en fin caíste», de Gabriel Álvarez de Toledo, no toca directamente la historiografía, mas sí se estudia en él el estilo de otro de esos poco conocidos neoclásicos que mantuvieron viva la tradición clásica en medio de la sequía ultrabarroca, y el punto de partida para este estudio estilístico es la idea clásica de la imitación, o sea la emulación. (Donde estudio más extensamente la doctrina clásica y neoclásica de la imitación-emulación es en el capítulo III de la Introducción que puse a mi edición de las Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte, Clásicos Castellanos, Madrid, Espasa-Calpe, 1966 y reimpresiones; porque aunque se trata allí de una obra en prosa, Torres Villarroel adopta ante Quevedo una actitud semejante en algunos aspectos a la que toma un poeta ante otro poeta del pasado en quien quiere inspirarse para luego sobrepasarle.)

«Autobiografía y realismo en El sí de las niñas» fue originalmente una conferencia, dada en Boloña, Nueva York y Madrid; y habiendo tenido cierto éxito se estampó dos veces antes de incorporarse a este volumen. Más arriba me he referido a la importante influencia de la filosofía sensacionista sobre el nacimiento del Realismo, y en el presente trabajo sobre Moratín tomo en cuenta la tendencia fundamentalmente realista -realismo burgués- que caracteriza a la poética cómica horaciana desde la Antigüedad. (En realidad las dos corrientes realistas -horaciana y sensacionista- se apoyan mutuamente en la comedia de Moratín; y en otro estudio donde disponía de más espacio analizo con cierto detenimiento la relación funcional entre esas dos bases teóricas para el Realismo: véase «Comedia clásica y novela moderna en las Escenas matritenses de Mesonero Romanos», en el Bulletin Hispanique, tomo LXXXIII, números 3-4, julio-diciembre 1981, pp. 331-377)

Debe decirse algo también sobre la forma de El sí de las niñas en relación con el contenido -estudios de poética y poesía- de El rapto de la mente. Luzán, en el capítulo XI (XIII, 1789) del libro III de su Poética, apunta las ideas siguientes: «como la comedia pide un estilo propio y natural, [...] parece que es mucho mejor la prosa que el verso, como más propia y más fácil de reducir a la llaneza y sencillez cómica. Pero, sin embargo, es cierto que el verso es un   —39→   instrumento necesario a la poesía, la que sin él no debe llamarse tal, y que el buen poeta sabrá hacer que sus versos sean tan claros como la prosa más pura y más propia. [...] Y en cuanto a los versos de romances con asonantes, me parece que son muy propios de la comedia, por ser muy semejantes a la prosa» (ed. de Sebold, pp. 510 y 511). Por este texto se ve que Luzán es, como de costumbre, más liberal que otras autoridades contemporáneas sobre poética: titubea, quisiera admitir la prosa, por lo menos propone una versificación que se acerca a ella; mas ese otro paso deja que lo dé Moratín el Joven, sostenido sin duda por el ejemplo de Molière. (No tomo en cuenta aquí la comedia lacrimosa, compuesta normalmente en prosa, pues ésta es una forma menos clásica, aunque fue inventada y cultivada en los diversos países europeos por dramaturgos que por su abolengo poético eran neoclásicos.) La conclusión en que quiero insistir aquí es que ni por su marcadísimo realismo de caracterización, de diálogo, etc., ni por su prosa, deja El sí de las niñas de pertenecer a la provincia del Neoclasicismo: significa simplemente la forma más avanzada posible de comedia neoclásica. «Respicere exemplar vitae, morumque jubebo / doctum imitatorem, et veras huic ducere voces»-escribía Horacio en los versos 317-318 de su Epístola a los pisones-; y ni la minuciosa descripción de lo vulgar ni la prosa quedan fuera del modelo de la vida (exemplar vitae) o la expresión natural (veras voces).




IV. La música de Iriarte y la literatura ilustrada

De alguna que otra observación contenida en «Tomás de Iriarte: poeta de 'rapto racional'V», se desprende que al escribir ese estudio de 1961 sobre las Fábulas literarias (1782) del neoclásico canario, yo no estimaba todavía en lo debido la importancia de su poema anterior, La música (1779), como documento para la iluminación del pensamiento estético de su autor, del ambiente neoclásico en conjunto y de la entonces ya visible progenie romántica de éste. Veamos ahora, por tanto, cómo con el texto de La música se ilustran tales cuestiones; y a la vez veremos nuevos indicios de las corrientes unitivas que caracterizan a mis trabajos críticos. Los testimonios   —40→   de la cultura poética de Tomás presentes en La música abarcan desde antecedentes concretos de técnicas aprovechadas más tarde en las Fábulas literarias hasta ejemplos de las profundas deudas que él tenía con los clásicos grecolatinos y los clásicos nacionales, hasta su familiaridad con las ideas literarias de los demás países modernos, hasta sus conocimientos de la nueva filosofía sensacionista y su participación en la nueva sensibilidad artística condicionada por ésta.

Todo el mundo sabe que en las Fábulas literarias los habitantes del reino animal representan tanto los vicios de los malos escritores como las virtudes de los buenos siervos de las musas; y teniendo esto en cuenta, es curioso que en La música Iriarte se proponga castigar así a aquellos oyentes descorteses que meten ruido durante los conciertos: «Mientras celebran otros / los italianos dúos, / las nuevas sinfonías alemanas, / gozar debéis vosotros / el fatal canto de nocturnos búhos, / de encenagadas ranas / el ingrato graznido, / y de tábanos roncos el zumbido; / que a tal pena os sentencio» (pp. 102 y 103). Aquí, empero, no nos interesan tanto los paralelos concretos como aquellos otros trozos de La música que reflejan el encuentro en el setecientos literario de la tradición y la innovación: encuentro que es en el fondo el tema de la mayor parte de mis publicaciones.

Obsérvase en numerosos pasajes de La música lo que hoy, en los estudios humanísticos y artísticos, acostumbramos llamar comparatismo, y seguramente tales parangones estarán en parte inspirados por el famoso verso 361 del Arte poética de Horacio: «Ut pictura poesis erit...»; obra de la que Iriarte había publicado su célebre versión castellana dos años antes. Ello es que en el poema que nos ocupa ahora Tomás descubre comparaciones y contrastes entre la pintura y la música parecidos a los que Horacio señalaba entre la pintura y la poesía en el pasaje al que acabo de aludir. Iriarte insiste aún más que Horacio en los contrastes: «Cuando una imagen se nos da del llanto, / no sabe el colorido / imitar el sollozo, ni el gemido / cual suelen imitarse con el canto. / Tampoco éste las lágrimas figura / cual figurarlas puede la pintura. / Y así cada arte ni lo expresa todo, / ni lo puede expresar del mismo modo» (p. 35). La otra tendencia comparatista iriartiana, que reúne la música a la poesía, nos resulta más iluminativa   —41→   en el contexto de las presentes reflexiones; pues Tomás aplica a la música los preceptos poéticos de Horacio -tema en sí curioso y merecedor de estudio-, y por este camino viene a apuntar varias ideas útiles para el estudio del verso durante el XVIII español. Como ejemplo de la aplicación de las reglas poéticas al arte de Euterpe pueden citarse los versos siguientes de La música, los cuales son en realidad una Epístola a los pisones en miniatura: «... cuán escaso / el número es -medio exclama Iriarte- de aquellos que corrigen / sus obras lentamente, / y que por el dictamen se dirigen / de un censor imparcial e inteligente. / De músico instruido no se alabe / quien no tenga a la vista sobre el clave / estos y otros consejos que en el Lacio / a los poetas daba el cuerdo Horacio. / Él le dirá en su carta a los pisones / que, sin el arte, quien un vicio evita, / en vicio no menor se precipita» (p. 117). Aquí el lector reconocerá inmediatamente alusiones a la lima horaciana y otros preceptos recomendados en un principio a los pisones, mas a la par que Tomás parafrasea alguna vez las reglas del gran poeta romano y le menciona varias veces por su nombre, también imita en La música el estilo del Arte poética del ilustre hijo de Venusia; fenómeno mucho más significativo porque veremos que lo mismo sucede con los poetas clásicos españoles en este poema dieciochesco. Verbigracia, los conocidos versos 268 y 269 de la Epístola horaciana, dirigidos a los jóvenes poetas romanos: «... Vos exemplaria Graeca / nocturna versate manu, versate diurna», tienen un clarísimo eco en estos de La música: «Aspirad, con tan faustos ejemplares, / al laurel, oh mancebos estudiosos; / y haced que del humilde Manzanares / sean el Po y el Tíber envidiosos» (p. 68).

He dicho que sucede exactamente lo mismo con el poeta que para los españoles del XVIII es el principal modelo para el feliz cultivo del verso nacional: quiero decir, el Príncipe de los Poetas Castellanos, el toledano Garcilaso de la Vega, a quien también se nombra y se imita en La música; con lo cual se nos brinda un nuevo ejemplo del hibridismo o doble orientación fuentística del neoclasicismo español, ora hacia el clasicismo antiguo, ora hacia el clasicismo nacional. Garcilaso aparece mencionado en un pasaje de criterio comparativo muy amplio, pues abarca a diferentes naciones, diferentes   —42→   artes y diferentes tiempos: «La pintura revive / en un Corregio, un Rafael de Urbino, / un Ticiano, un Velázquez y un Pusino. / La arquitectura nuevo honor recibe / de un Paladio, de un Viñola, un Herrera. / Triunfa la poesía con un Taso, / un Milton, un Boileau, y un Garcilaso. / Y así llega también la feliz era / en que Guido Aretino / da nuevo ser al arte más divino» (p. 16). (Aquí desde luego cae Iriarte en el anacronismo, porque Guido Aretino, o d'Arezzo, antecede en varios siglos a las demás figuras enumeradas.) La imitación estilística de Garcilaso ocurre al final del canto II de La música, el cual se acerca por su tono y forma a la égloga: «Se encaminan gozosos a la aldea / Salicio juntamente y su Crisea» (p. 49). El modelo del verso final de dicho canto se halla, en efecto, al principio de la Égloga I de Garcilaso: «El dulce lamentar de dos pastores, / Salicio juntamente y Nemoroso, / he de contar...». Y aun antes, en el Prólogo no paginado a La música, Iriarte se guía por la autoridad de los clásicos españoles al explicar que para la versificación de su poema ha preferido la silva a «nuestros tercetos y octavas», porque en aquélla es más fácil explayarse libremente en la exposición de las ideas; «lo cual -concluye- sería fácil probar con los más clásicos ejemplos». Esto es, los más clásicos ejemplos españoles, y también en ellos buscaban sus modelos todos los contemporáneos de Tomás.

Entre las reglas de cuya persistente actualidad hablo en el Prólogo original al presente libro figura una cuyos primeros exponentes parecen haber sido Marco Girolamo Vida y Alexander Pope, aunque se halla incorporada también a la Poética de Luzán, según señalo en el lugar indicado con las citas apropiadas. Me refiero al precepto que Pope resume así, en su Essay on criticism: «The sound must seem an echo to the sense». Ahora bien: he aquí uno de los mejores ejemplos de los conocimientos que Tomás tenía de las ideas literarias que eran la moneda corriente de todos los países europeos en su tiempo; porque el referido principio poético aparece aludido por lo menos tres veces en La música: «tratando del arte de la sonoridad era preciso emplear la poesía más sonora [esto es, el verso consonante]» (Prólogo sin paginar); «... cuando al exceso de una pena / corresponde agitado movimiento, / nótese cómo el canto desordena / su natural compás.   —43→   Ya vacilante / contra tiempo modula; / ya las voces apenas articula, / formando aspiraciones. Palpitante / se atrasa, se acelera; / los intervalos de su escala altera; / con sollozos se explica, con latidos, / y con ecos que salen oprimidos» (pp. 42 y 43); «... cedan las austeras reflexiones / al musical deleite. Las pasiones, / las imágenes vivas, / que el metro saber hacer expresivas, / nueva expresión con la armonía adquieran» (p. 76). La noción de Boileau relativa a la libertad de la oda: «Chez elle un beau désordre est un effet de l'art» (L'art poétique, canto II, v. 72), de finalidad semejante a la de la anterior regla, es objeto de una curiosa adaptación en las páginas 46 y 47 de La música: «Ni se ha de señalar con demasía / el golpe del compás, porque no es justo / observar estudiada simetría / en la turbada agitación del susto. / Bien al contrario, el caprichoso gusto / contratiempos emplea, y suspensiones, / que sin orden se sueltan, o se ligan».

Un precepto que tiene antecedentes en la Poética de Aristóteles y pertenece con tanto derecho a Horacio como a cualquiera de los modernos, aunque estos lo amplían mucho, es el relativo a la observancia de la propiedad en las costumbres que se atribuyen a los personajes de las obras dramáticas: una doncella no ha de hablar como un soldado; una vieja humilde no ha de pensar como un filósofo, etc. Los románticos seguirán haciendo advertencias por el estilo, sin darse cuenta de que no dicen nada nuevo; mas el Iriarte comparatista sí parece original al aprovechar la referida regla para otro de los paralelos que gusta de destacar entre la música y la literatura: «Exige la agradable unión del coro / que se guarde el carácter y decoro / propio de cada voz. Quien los olvida, / quien sin causa las fuerza y las invierte, / yerra, no de otra suerte / que el escritor que de observar no cuida / las varias propiedades / que inseparables son de las edades» (pp. 60 y 61).

Bastará ya un ejemplo más de lo que las páginas de La música aportan a la iluminación de los conocimientos que Iriarte tenía de la crítica europea de su tiempo. Al final de mi estudio sobre las Fábulas literarias, hablo de una nueva interpretación, en esa obra, de la famosa y tan criticada utilidad didáctica de la poesía neoclásica, influida por la Teoría de los sentimientos morales del economista escocés Adam Smith,   —44→   según quien la mera «apariencia de la utilidad» presta a las producciones del arte una especie única de belleza, porque la búsqueda de la precisión en los medios para lograr la utilidad es esencialmente una búsqueda de la forma. Quiere decirse que en las obras más auténticamente poéticas del setecientos la función de la utilidad viene a ser esencialmente la misma que la de la dulzura, esa compañera con la que ha estado casada, aunque tantas veces mal avenida, desde la aparición del Arte poética de Horacio. El precepto horaciano de que «omne tulit punctum, qui miscuit utile dulci» (Arte poética, v. 343), está aludido en forma directa en La música: «... la música los nombres / de deleitable y útil se merece» (p. 113); pero mucho más interesante que su mera presencia es la nueva aplicación que se hace de él. Esta última se encuentra expuesta ya en el Prólogo a La música, donde Tomás observa que tratándose de un cuerpo de principios prácticos para el dominio técnico de un arte como la música conviene «elegir en materia tan vasta solamente [...] lo que más se adapte a la expresión poética; pues [...] un poema no es un método para aprender, ni una disertación para ventilar cuestiones» (no paginado). Lo útil, entonces, en una obra que «no es un método para aprender», es muy evidente que está allí por otro motivo, y cuando esa obra es un poema ese motivo debe sin duda buscarse en la función estética de prestar cierta grata apariencia de provecho que atraiga al goce artístico de la poesía a esos lectores que sin este anzuelo acaso prefirieran otro tipo de lectura; y en esto tenemos un claro antecedente de la función de la utilidad de las reglas poéticas en las Fábulas literarias.

Por todo lo dicho hasta aquí casi pudiera sostenerse que La música es a un mismo tiempo un poema sobre la música y un arte poético. Mas basta ya de ejemplos de cómo Iriarte entronca con la poesía clásica antigua y nacional, así como con la crítica europea de su tiempo, pues algo de todo esto se estudiará también en otras páginas de este libro; y por lo tanto, miremos ya los testimonios más importantes sobre la escuela poética setecentista que nos brinda el texto de La música: me refiero 1) a los trozos del poema en que se hallan alusiones a esas influencias filosóficas (principalmente el Sensacionismo) que liberalizan la interpretación arbitrariamente   —45→   estricta que se había hecho de la poética en ciertas naciones modernas, 2) a la consecuente ampliación de los horizontes poéticos y 3) a la anticipación de otras modalidades literarias muy nuevas que iban a producirse en un momento ya cercano, no por la revolución contra el status quo, sino por la evolución. Todo esto desde luego lo he estudiado extensamente en relación con otras obras dieciochescas, pero todo ello se halla reflejado también a lo largo del texto del poema que nos concierne de momento, y con ello dispondremos de otra demostración tanto más elocuente de las ideas historiográficas expuestas en este libro cuanto que nadie suponía que La música contuviera ejemplos de las más avanzadas ideas poéticas neoclásicas, y menos aún, anticipos del Romanticismo.

Son frecuentes en el texto de La música las voces sensación, sentir, sentidos, sensibilidad, sensible, observación, descubrimiento y naturaleza; encontramos en el texto asimismo los nombres de dos de los sentidos: el olfato y la vista (p. 15). Se trata, en fin, de la terminología del Sensacionismo a lo Locke y Condillac. Dentro de un momento examinaremos ejemplos de estos términos en sus contextos, pero por de pronto será iluminativo apuntar aquí alguno de los testimonios textuales contenidos en La música, de que su autor estaba de hecho familiarizado con las ideas de Locke, aunque por otra parte no había en la época de Iriarte casi ningún lector culto que no lo estuviera. Al caracterizar la música como una lengua universal, Tomás la diferencia de esas otras que hablamos, cuyas palabras él define en la forma siguiente: «... las dicciones / de los idiomas varios / solamente unos signos arbitrarios / son de nuestras ideas y pasiones; / pero el compás y acentos musicales, / cual signos naturales, tienen por sí virtud que no depende / de la interpretación de las naciones» (pp. 104 y 105). Ahora bien: tal distinción se apoya directamente en la explicación que hace Locke de la relación entre las palabras y las ideas significadas por ellas, y de la consecuente diversidad de los idiomas: «Thus we conceive how words [...] came to be made use of by men as signs of their ideas; not by any natural connexion that there is between particular articulate sounds and certain ideas, for then there would be but one language amongst all men; but by a voluntary imposition, whereby such a word is made arbitrarily   —46→   the mark of such an idea (Así se nos hace posible concebir cómo las palabras [...] vinieron a ser usadas por los hombres como signos de sus ideas; no por ninguna conexión natural que exista entre unos particulares sonidos articulados y ciertas ideas, pues entonces no habría sino una sola lengua entre todos los hombres; sino por una imposición voluntaria, por la que se hace arbitrariamente que una palabra determinada sea la marca de una cosa determinada)» (An Essay Concerning Human Understanding, lib. III, cap. II, párr. 1). (Comparando estos dos pasajes se ve que Iriarte buscaba en la música la lengua natural e internacional que era imposible con el habla.)

El concepto lockiano de las palabras se había expuesto ya en España en el tomo I del Teatro crítico universal (1726) del P. Feijoo, discurso XV, «Paralelo de las lenguas castellana y francesa», y también en esa obra es uno de los más claros indicios de que su autor conocía las teorías contenidas en el Ensayo sobre el entendimiento humano. En fin, Feijoo escribe: «... la propiedad de una voz no es otra cosa que su específica determinación a significar tal objeto; y como ésta es arbitraria o dependiente de la libre voluntad de los hombres, supuesto que en una región esté tal voz determinada a significar tal objeto, tan propia es como otra cualquiera que le signifique en idioma diferente». Feijoo debió de leer a Locke en la versión francesa de Pierre Coste (1700), mas Iriarte dominaba el inglés suficientemente para leer el Essay Concerning Human Understanding en su texto original. Queda claro que la idea común a Locke, Feijoo e Iriarte es la de la arbitrariedad.

Aparece a la par en La música otro curioso término que es típico de Locke. Lo subrayo en las dos citas siguientes. Locke diserta así sobre el placer y el dolor, el mal y el bien: «And if we reflect on ourselves, and observe how these, under various considerations, operate in us; what modifications or tempers of mind, what internal sensations (if I may so call them) they produce in us, we may thence form to ourselves the ideas of our passions (Y si reflexionamos sobre nosotros mismos, y observamos cómo estos, bajo varias formas, operan dentro de nosotros; qué modificaciones o disposiciones de la mente, qué sensaciones internas [si así puedo   —47→   llamarlas] producen en nosotros, podremos de ahí representarnos las ideas de nuestras pasiones)» (Essay, lib. II, cap. XX, párr. 3). Ensalzando el poder de la música para captar y estimular la psicología del hombre y sus pasiones, Iriarte pregunta: «Mas ¿quién como la música suave / de expresar las internas sensaciones, / y moverlas también el arte sabe?» (p. 39).

A la vista de tales reflejos de los conocimientos filosóficos de Tomás, no puede ya extrañar a nadie que se descubran en La música importantes documentos relativos a las mismas ideas que se expresan en torno a la teoría poética y el proceso creativo en Los literatos en Cuaresma, las Fábulas literarias y otras obras suyas. Son muy conocidas las nuevas corrientes intelectuales que -a través de filósofos como Locke, Shaftesbury, Pope (Essay on Man), Condillac y Rousseau, y poetas, novelistas y dramaturgos como Thomson, Akenside, Sheridan, Saint-Lambert, Diderot, Rousseau otra vez, Saint-Pierre, Cadalso, Meléndez Valdés, Jovellanos y Montengón- llevan en el siglo XVIII a esa delicada sensibilidad anímica y artística, ese tierno, por no decir lacrimoso, sentimentalismo que suele mirarse, o bien como antecedente del romanticismo decimonónico, o como componente ya del «premier romantisme», según dicen algunos críticos franceses, o sea primer romanticismo, según digo yo. No voy a repetir todo lo que yo he dicho sobre esto en otros lugares, ni lo que han escrito otros muchos investigadores sobre el mismo tema, mas conste aquí lo ya dicho para la aclaración de lo que sigue.

En el apartado segundo del ensayo sobre las Fábulas literarias recogido en este libro estudio la voluntad iriartiana de lograr un estilo clásico contenido, y por tanto su honda angustia al verse una y otra vez «... en el apuro / de propender a un delicado estilo». Ahora bien: esta inclinación a la delicadeza, que por otra parte es una constante del alma poética, según digo en el lugar indicado, se halla acentuada en la época de fuerte sentimentalismo que vive toda Europa en los decenios finales del setecientos; y debido a ciertas diferencias entre La música y las Fábulas literarias cuya explicación nos llevaría demasiado lejos de nuestro tema, esta propensión de Tomás a la expresión «delicada» se halla más acusada en la obra de 1779 que en la de 1782. Baste decir que   —48→   la diferencia principal parece estribar en el aire más vago, insinuante y psíquico de la fraseología musical respecto de la poética, tanto más cuanto que en sus Fábulas Tomás aspira a una poesía pura, pero una poesía pura, pero una poesía pura que sea al mismo tiempo perfectamente racionalista. Estamos endeudados con la música -se nos dice en el poema así titulado- por «aquel placer que se introduce al alma / en la quietud y silenciosa calma» (p. 112); pero merced a las constantes comparaciones de que se vale el poeta para caracterizar los misterios de Euterpe, se nos recuerda que también los hijos de Apolo «expresan con la dulce poesía / del alma los efectos más ocultos» (p. 74). (Ante tales pasajes -y veremos otros similares al comienzo del ensayo sobre el canario- parece mentir que hace unos treinta y cinco años cierto criticastro haya podido decir en letras de molde que Iriarte jamás conoció en el acto de la composición en verso el gusto anímico que la creación trae a la mayoría de los poetas, sino sólo un placer al nivel de la bestialidad.)

Tal sensibilidad vivencial ante el fenómeno poético o musical se tradujo muy temprano en Iriarte a esa otra sensibilidad arquitectónica que preside a la elaboración estilística de la inspiración, así como a la formulación conceptual de los juicios críticos. Veamos ahora cómo se refleja esa metamorfosis en La música. Es, ante todo, significativo que la voz sensibilidad aparezca en una paráfrasis iriartiana de la idea horaciana de que la creación artística depende igualmente de la naturaleza (inspiración) y del arte (estudio razonado). «Así es preciso y justo -resume Tomás en La música- / concurran de este arte al ejercicio / la sensibilidad, ingenio y gusto / con la meditación y con el juicio» (p. 7). He aquí la naturaleza horaciana sensibilizada por su contacto con las nuevas corrientes filosóficas. Nótese el uso del sustantivo sensibilidad. Pero más importante para tal sensibilización que estas corrientes en sí es el nuevo lazo que merced a su influencia unirá tanto el arte (reglas) como la naturaleza (numen) a esa otra Naturaleza macrocósmica o mundo natural en torno nuestro. Dichos tres conceptos se reúnen en los versos siguientes de La música: «Sabia Naturaleza, que al encanto / de la divina música sensibles / formaste las vivientes criaturas, / díctame tus preceptos infalibles» (p. 3).

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Algunas páginas más abajo, Tomás se refiere a cierta ley musical que la «Naturaleza nos impone», así como al origen de esta y las demás leyes de la armonía: «Pero antes que el casual descubrimiento, / o la curiosa observación mostrara / esta derivación, que nos aclara / de la sonoridad el fundamento, / ¿quién negará que el hombre conocía / el placer de la acorde sinfonía?» (pp. 15 y 16). Con estos versos Iriarte aplica a la música el mismo principio básico de la poética ortodoxa y renovada que había afirmado seis años antes en Los literatos en Cuaresma (1773), donde decía: «aquellas leyes no fueron inventadas, sino descubiertas; pues la naturaleza las da de sí». En los dos últimos trozos citados he escrito las palabras clave en letra cursiva. Quiere decirse, en fin, que tanto en la música como en la poesía el artista no conoce más límite a su libertad que el del universo y la sabia lógica por la que se rige éste, y lo que ha librado al artista de interpretaciones más estrechas de la preceptiva es precisamente la observación que, como al hombre de ciencia, le lleva al descubrimiento de nuevos principios de su oficio en el infinito seno de la naturaleza.

La relación funcional entre la observación de la naturaleza = mundo-en-torno y la naturaleza = inspiración, sensibilizada gracias al influjo sensacionista, se revela ya en la página 6 de La música, donde Tomás propone los medios más adecuados para lograr los primores del arte: «Para el acierto en ello se requiere / que desde luego el músico aplicado / con estudio profundo considere / la imagen y el dechado / de la naturaleza, sus aspectos, / su sencilla belleza y sus defectos. / Después se necesita que la sienta; / que la admire, y se llene / de las ideas que ella representa; / que se deleite, y casi se enajene». Que se enajene el poeta. He aquí un éxtasis afín a la manía de los «vates», o profetas y poetas antiguos.

¿De aquí cuánto dista el Romanticismo? Como he dicho en tantas ocasiones, la liberalización o sensibilización de la poética es la indispensable condición previa, primero para la consecución de una nueva visión más dinámica y realista del paisaje en la poesía pastoril neoclásica del setecientos y, luego, para la evolución hacia la cosmovisión romántica. Iriarte no es en absoluto un romántico; es un gran neoclásico, mas es a la vez un hombre, no solamente muy culto, sino singularmente   —50→   bien informado y sensible a todo cuanto pasaba en el mundo literario de su tiempo, con la añadidura de que es inusualmente ecuánime y tolerante -después de todo, era íntimo amigo de Cadalso, sin renunciar de ningún modo a su propia postura más clásica-; y por todo esto, sus testimonios sobre las novedades literarias que estaban entonces a la vuelta de la esquina (por ejemplo, las que estudio en El rapto de la mente, en el capítulo sobre el nombre del dolor romántico) son seguramente de los más objetivos, fidedignos y significativos de todo el siglo XVIII. Quisiera ilustrar esto.

Durante la centuria decimoctava, gracias al descubrimiento de nuevos preceptos, el escritor dispone de una gama de posibilidades de creación sin límite; y resulta evidente que todos los -ismos literarios nacidos en ambiente tan libre tendrán en el fondo una ineludible base común. No será, por ende, posible estudiarlos sino conjuntamente si se ha de evitar la falsedad de nuestra historiografía usual. Existen en La música textos con los que podríamos trazar toda la historia de la evolución desde la nueva poesía dieciochesca de la naturaleza -en la que el mundo natural se presenta como profundamente sensibilizado debido a su contacto con el alma de su contemplador humano, a través de los sentidos de éste- hasta los géneros románticos. En las páginas 42-45 de mi ya mencionado Prólogo a la Poética de Luzán, reproduzco y estudio dos odas anacreónticas sobre el mismo tema, una del poeta clásico Esteban Manuel de Villegas («A un arroyuelo») y la otra del neoclásico Juan Meléndez Valdés («El arroyuelo»), con el propósito de destacar la enorme diferencia entre el idealismo (visión conceptual, deductiva, fría, geométrica casi a lo Descartes) de la primera y el naturalismo (visión inmediata, inductiva, animada por el encantador desorden de lo sensorial a lo Bacon, Locke, Newton, Condillac) de la otra.

La anacreóntica de Batilo no es en absoluto romántica, mas el hecho de que en ella la naturaleza esté totalmente saturada de los sentimientos del poeta significa que ha llegado el momento histórico en que podrán traducirse por el léxico de las formas y fuerzas naturales otras emociones humanas más fuertes que las habitualmente delicadas del género inaugurado por el griego Anacreonte. Los doce versos finales del canto I de La música ofrecen a la vista del lector   —51→   una naturaleza palpitante de vida, aunque tranquila; semejante a la pintada, a la sentida, en la anacreóntica de Meléndez:


¡Dichoso aquel que, cuando asoma el alba
en el mayo sereno,
se complace en salir al campo ameno,
y oír la acorde salva
con que la ofrecen dulces jilguerillos
los obsequios más gratos y sencillos!
Quien goza este recreo, y de él se agrada,
quien funda en él su estudio, es quien traslada
al papel, o al armónico instrumento,
de los afectos varios el acento,
y habla a los corazones
el idioma genial de las pasiones.


[p. 25]                


Este ejemplo de la nueva naturaleza, dinamizada por su contacto con las percepciones sensoriales de su intérprete poético, parece tanto más significativo cuanto que tal descripción no es la puesta en escena de ninguno de los «episodios y ficciones poéticas» introducidas en La música para «disminuir la aridez de la doctrina» (Prólogo sin paginar). Es tal la fascinación en el XVIII por el pormenor nuevamente revelado de la hermosa naturaleza, que el escritor se siente a menudo tentado a apartarse de su tema principal para rendir culto a ésta, sobre todo si el tema del que venía hablando antes se relaciona de alguna manera con esas disciplinas que fueron la clave de la nueva visión del mundo natural; y justo antes del pasaje que acabamos de ver, en la mismísima página, se lee: «¡Dichoso el que se inclina / a tal placer por su nativo genio, / y hermanando la ciencia y el ingenio, / del arte los prodigios examina, / proporciones recónditas calcula, / sus móviles y causas especula,...!». No hay que olvidar que el poeta inglés Thomson, al dirigir una oda a la Óptica de sir Isaac Newton, se desata en las más sensuales descripciones paisajísticas. Tenían razón los poetas del setecientos al afirmar que la poesía descriptiva era invención de su centuria.

Importa la presencia del ya indicado éxtasis contemplativo en La música para la función confirmatoria que desempeña   —52→   el poema en la presente Introducción, mas no deja de ser igualmente decisivo para la corroboración de nuestras ideas sobre el setecientos el hecho de que también se atisba en sus versos esa ya aludida dirección romántica totalmente nueva de las letras posibilitada por el sensacionismo. La naturaleza hecha espíritu visible, dotada de psicología sensible por su interlocutor humano, podrá ya compadecerse de éste en sus horas de desgarradora y solitaria aflicción reflejando como en espejo la honda tristeza del hijo de Adán. En el presente caso, es, claro está, ya la naturaleza, ya la imagen sonora de la naturaleza creada por la música, la que parece apiadarse del dolorido. Veamos el trozo más «romántico» de La música. Se trata de una advertencia para la orquesta:


Y no siempre es debido que confunda
el lúgubre carácter y el horrendo:
éste pide por sí confuso estruendo;
aquél los ecos débiles del piano,
que imitan sordo estrépito lejano.
Así el silencio de la noche obscura,
del árido desierto la aspereza,
o el retiro, la sombra y la tristeza
del valle y la espesura;
el asombro, pavor, remordimiento
del malhechor cruel, sanguinolento,
que pálidas fantasmas se figura;
el tedio de la vida; el doloroso
aspecto de miserias y de males;
la muerte y aparatos funerales,
todos dictan al músico ingenioso
varios estilos de expresivo canto
que agradar saben con el mismo espanto.


[pp. 47 y 48]                


El lúgubre carácter, el desierto (espiritual por lo menos), la noche oscura, el retiro, la sombra y la tristeza, el asombro, pavor, remordimiento del malhechor cruel, sanguinolento, las pálidas fantasmas, el tedio de la vida, el doloroso aspecto de miserias y de males, los aparatos funerales, etc., son notas todas ellas que comparten estos versos con las Noches lúgubres   —53→   (terminadas de componer en 1774) del gran amigo de Tomás, José Cadalso. «Agradar con el mismo espanto» recuerda a la vez cierta observación de Tediato, en la noche III de la obra cadalsiana: «El mismo horroroso conjunto de la noche antepasada vuelve a herir mi vista con aquella dulce melancolía...». En una página anterior, en el canto II de La música, el personaje Salicio describe a la pastora Crisea su reacción ante esa música que representa «los efectos del terror», y dice emocionado: «Tardo, titubeante, convulsivo; / helarse el curso de la sangre siento, / embargarse la voz intercadente, / erizarse el cabello, y de repente... / Pero son ilusiones de la idea» (p. 46).

Tomás tiene un poemita muy gracioso titulado «Definición del mal que llaman esplín», composición de un elegante dandi dieciochesco. Pero cuando este mal va en serio es preferible a él la más destructiva pasión, según se nos dice al comienzo del canto IV: «Por eso hay quien se entrega a las pasiones / sin temer sus amargas consecuencias; / y todos con afán buscan el medio / de desechar la languidez y el tedio» (p. 73). Nada hay más dieciochesco que esto último si nos guiamos por la interpretación debida al autor de un libro de título muy sencillo pero sugerente, El aburrimiento, traducido por Ricardo Rubio, Madrid, Daniel Jorro, editor, 1904. El autor, E. Tardieu, escribe: «El aburrimiento no ha encontrado su expresión en la literatura sino en tiempos recientes, y las primeras confidencias hechas con respecto a él remontan al siglo XVIII. [...] Mal personal formado de fatiga y falta de esperanza, mal de decadencia, mal aristocrático que se desarrolla en aquellos cuyo pensamiento tiene demasiados tonos y refinamientos perversos, el aburrimiento ha hablado a su tiempo en literatura, cuando el hombre ha descendido a su interior y ha retrocedido de espanto ante su alma vacía» (pp. 359 y 360). Sin embargo, y ello es muy romántico, al afligido esa autocontemplación le «agrada con el mismo espanto», al decir de Tomás.

Bien mirado, el aspecto psicológico de lo que llamamos Romanticismo constituye un intento de representar en forma realista el ánimo humano en momentos de extraordinaria tensión emocional, ora en la Literatura, ora en las otras Artes. Tal intención realista se descubre incluso en esos pasajes de   —54→   La música donde Iriarte reconoce los límites miméticos de la armonía: «Mas no siempre la música presenta / un traslado perfecto / de toda sensación, pasión o efecto / que el corazón humano experimenta» (p. 34). Me interesa este pasaje porque contiene la palabra sensación, pero especialmente porque conecta con lo que decíamos antes sobre la deuda común del Realismo, el Romanticismo y varios -ismos menores con la epistemología sensacionista y sus epígonos durante el largo período que abarca desde la época de Torres Villarroel y el P. Isla hasta la de Galdós y sus contemporáneos. En este sentido, es curioso notar que La música contiene algún apunte costumbrista, efecto del tipo de observación sistemática y consciente que se introdujo en la Literatura a mediados del siglo XVIII -costumbrismo moderno ya y totalmente diferente del de un Juan de Zabaleta o Francisco Santos-, por ejemplo: «El rústico aldeano, / no menos que el plebeyo ciudadano, / ¿en qué bárbaro clima / al baile no se anima / con diversos tañidos, / por costumbre heredados, no aprendidos? Dígalo solamente / el más usual en la española gente, / [...] el airoso fandango, que alegría / infunde en nacionales y extranjeros, / en los sabios y ancianos más severos» (p. 113). En estos últimos versos -habría que subrayarlo- Iriarte toca también, aunque de pasada, la universalidad del arte folclórico; tema que sería tratado con frecuencia en el ochocientos por Antonio de Trueba, Augusto Ferrán, Gustavo Adolfo Bécquer, etc. El hecho de que tales apuntes se deslizasen en el poema de un culto y refinado estudioso de las artes musicales de toda Europa (quien fue a la vez el primer tocador de algunas de las composiciones de Haydn), no sorprenderá en absoluto a quien ha leído el muy costumbrista Viaje a la Alcarria (1781), de Iriarte, editado por Alejandro Cioranescu, Aula de Cultura de Tenerife, 1976: «... el mesonero es viejo, cojo y horrible. La mesonera morena y hombruna. Tiene una niña de siete años, blanca, rubia y hermosísima. Nota: que por este lugar no dejan de pasar extranjeros de aquel color y pelo. [...] El cura es hombre muy franco, alegre y correntón, y tenemos buenos ratos. Su hermana, que es mujer de entendimiento, gobierna la casa y es de una excelente conversación, porque es inclinada a leer y saber, a lo cual ayuda mucho el ingenio natural que tiene. Por las   —55→   noches se junta lo mejorcito del lugar y hay un mediano bailoteo», etc. (pp. 76-79).

No creo que haya lector que encuentre más placer en las grandes obras románticas y aun en las obras románticas de segunda fila que el autor de estas líneas, mas urge tener siempre presente que el papel de los románticos decimonónicos en cuanto críticos fue la mayoría de las veces alevoso respecto de los literatos de la centuria precedente. Los más conocidos exponentes del segundo romanticismo, el del ochocientos, leían a Cadalso, a Iriarte, a Meléndez Valdés, a Jovellanos, a los dos Moratines con mucha admiración y aprendían de ellos; y, sin embargo, casi siempre hablaban mal de ellos en sus trabajos críticos para ocultar o minimizar la enorme deuda que tenían con ellos en la temática y la técnica -habitual pero, en este caso, exagerado afán de originalidad de la generación joven respecto de sus mayores-. De esto hablo extensamente más abajo, en el artículo «Contra los mitos antineoclásicos españoles»; pero lo menciono aquí porque el último ejemplo de interés historiográfico que quiero destacar en La música sirve para ilustrar la ya aludida injusticia de la crítica romántica. Böhl von Faber, Agustín Durán, Alcalá Galiano, Espronceda, otros muchos escritores del segundo romanticismo mantenían que este movimiento era superior al Neoclasicismo -clasicismo, decían ellos- por buscar sus héroes en el Cristianismo, mientras que los clásicos por ser serviles imitadores, ya de la literatura pagana de la Antigüedad, ya de las imitaciones francesas de la literatura pagana grecolatina, ofrecían a sus lectores unas páginas malsanas, pero sobre todo frías y poco atrayentes para un mundo tan alejado de la mitología y las grandes figuras históricas de Grecia y Roma.

En el capítulo de El rapto de la mente que acabo de mencionar quedan citadas las siguientes líneas de Espronceda -ruego al lector perdone el uso aquí del mismo ejemplo, pero ya se verá por qué lo hago así-: «Al ver a Homero cantar el sitio de Troya, a Virgilio la fundación de Roma, parécenos oírles decir a la posteridad: 'Cantad como nosotros... Cantad vuestras Troyas, vuestras Romas, vuestros héroes y vuestros dioses. ¿Tan estéril ha sido vuestra naturaleza que para presentar ejemplos de valor y virtud tenéis que   —56→   retroceder veinte siglos?'» (en «Poesía», El Siglo, 1834, BAE, t. LXXII, p. 579b). Cincuenta y cinco años antes, Iriarte distingue en la mismísima forma entre la inspiración de los poetas de la antigüedad grecolatina y el «divino furor» de los autores de la música cristiana; casi casi parece prever la injusticia de la crítica romántica, y es como si quisiera replicar anticipadamente demostrando que en su siglo era posible una visión histórica igualmente discriminatoria, y sobre todo, que también era posible entonces estimar en lo debido el estro cristiano.


No es obra, no, del hombre: le ilumina,
sin duda, el mismo cielo
a quien el canto sacro se destina;
y la imaginación, que le arrebata
con remontado vuelo
a los eternos y sublimes coros,
al vivo le retrata
los conciertos sonoros
que tal vez nos figura
con sus mudos colores la pintura.
¡Oh divino furor, más verdadero
que el que inspiraba a Homero,
a Píndaro y Virgilio!


[pp. 58 y 59]                


En alguna página de La música donde el entusiasmo de Iriarte por su tema se combina con la descripción de la naturaleza, se encuentra un trozo de lectura muy amena; pero, aunque este poema me interesa más ahora que hace veinte o treinta años, no pretendo en modo alguno probar que se aproxime al alto nivel literario de las Fábulas literarias y las comedias El señorito mimado, La señorita malcriada y El don de gentes, de su mismo autor, o aun al de la escena trágica unipersonal Guzmán el Bueno. La música es literatura en el sentido limitado en que lo son los poemas Epistola ad Pisones de Horacio, De arte poetica de Marco Girolamo Vida y L'Art poétique de Boileau. Mas entre los testimonios documentales sobre la auténtica realidad literaria del siglo XVIII que se vienen aportando en número creciente durante los últimos años, la importancia de La música es enorme, porque es un   —57→   documento extenso y comprensivo, como hemos visto, y porque es de un autor no sólo muy conocido, sino muy representativo de su tiempo. Con el estudio de tantos documentos en los últimos treinta años vienen haciéndose cada vez más evidentes las amplias orientaciones teóricas de los literatos setecentistas, su cosmopolitismo templado por su amor a España, su admiración hacia los grandes poetas nacionales del quinientos, su culto al talento individual, su aptitud para emular a los clásicos antiguos y a los clásicos españoles, y aun para adelantarse a la cosmovisión, los estilos y los temas de sesenta y cien años más tarde; y es imposible que cualquier persona de mediana sofisticación historiográfica, de mediana sensibilidad a los valores artísticos, de mediano buen sentido, dude ya de la evidencia de tales datos.







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