«Vagabundo en África»: Javier Reverte y Joseph Conrad en el corazón de las tinieblas
Julio Peñate Rivero
Universidad de Friburgo
Remontar el
río era como viajar hacia |
Joseph Conrad
Según muestra en sus diversos relatos de viaje, Javier Reverte se desplaza pertrechado de un amplio bagaje de lecturas, previas al trayecto o realizadas durante el mismo e incluso repetidas con motivo de él. En el libro que nos va a ocupar aquí se pueden distinguir diferentes tipos o niveles de textos: los que le informan, los que le orientan y los que le impulsan. Los primeros, historiográficos y de exploración, suministran datos sobre el pasado del continente africano y resultan de gran interés en especial para destacar sus conflictivas relaciones con Europa. La bibliografía es particularmente amplia y figura al final del texto. Los segundos, de escritores viajeros, intervienen con recuerdos, observaciones y juicios valorativos de alcance más limitado pero que ayudan a guiarse en circunstancias particulares. Encontramos aquí escritos de Graham Greene, André Gide y Alberto Moravia, entre otros. Los terceros, de aventura existencial, incorporan los niveles anteriores y, sobre todo, sirven de referencia básica, orientan antes del viaje y a lo largo de él y empujan a su culminación. Se trata aquí de las obras de Joseph Conrad, autor que no sólo ha marcado la trilogía africana de Reverte sino otros textos suyos como la novela Lord Paco (1985), inspirada en Lord Jim (1900) y que gana en relieve siendo leída en relación con ésta1.
Las referencias a Joseph Conrad se manifiestan en toda la obra y éste es ya un primer factor a tener en cuenta: el hecho mismo de que esa influencia sea confesada, más aún, resaltada de forma sistemática a lo largo del texto. Entre otras cosas, este libro es también un homenaje tributado a la memoria del escritor polaco-inglés y particularmente a El corazón de las tinieblas (Heart of Darkness, 1899), condición o al menos una de las condiciones del viaje de Reverte y del libro que esa experiencia ha generado.
Las referencias son, como ya hemos sugerido, explícitas y a ellas dedicaremos la mayor parte de nuestra atención, pero no olvidaremos las implícitas, igualmente muy presentes en el texto y que nos ayudarán a calibrar mejor la intensidad de la herencia conradiana de Vagabundo en África (1998). No obstante, nuestro objetivo primordial va a ser el estudio de las primeras, de su función y justificación.
Si el incipit narrativo tiene una especial relevancia en la construcción de la imagen que el lector se hace del universo discursivo que tiene ante él, el inicio de este libro resulta particularmente revelador al respecto; se abre con una escena que el propio narrador considera como una plasmación material de la ficción conradiana: la amenaza de muerte proferida por un militar ávido de dinero fácil, en plena navegación por el río Congo2. La apertura de la narración con esa escena teniendo en cuenta que el relato del viaje fluvial comenzará casi cuatrocientas páginas más tarde, acaso se justifique observando que estamos ante el momento más grave del viaje para su narrador3 o quizás como recurso narrativo para crear una intriga que resolverá hacia el final del relato pero también como una forma de subrayar la particular relevancia del texto conradiano: la ficción narrativa muestra su estrecha simbiosis con las dimensiones más profundas (y a veces inconfesables) del ser humano convirtiendo en dramática realidad lo que El corazón de las tinieblas representó en forma de ficción. Es más, la obra revertiana nace del deseo de confrontar el tenebroso mundo conradiano con su experiencia personal y concreta. Así, la escena inicial representa en cierto modo una de las tesis centrales del libro: la existencia de una estrecha correspondencia entre lo descrito por Conrad hace un siglo y la realidad actual de ese mismo medio:
Viajaba en la estela de Joseph Conrad, dejando ya muy atrás el puerto de Kinshasa y en dirección al lejano Kisangani, el conradiano «corazón de las tinieblas», en el río que también habían navegado André Gide y Graham Greene y por donde mucho antes descendieron las canoas de los exploradores Stanley y Brazza. La euforia de cumplir un acariciado propósito hacía de mí un viajero feliz4. |
El relato altera el orden normal de los acontecimientos mediante la estrategia narrativa de iniciar el discurso in medias res (a continuación se volverá al principio del viaje), para poner de relieve la particular génesis del texto, concentrada en torno a la figura conradiana, lo que en cierto sentido es toda una teoría o tesis literaria: se parte de un viaje real, hecho por el autor anglosajón, y se considera que la obra de ficción (El corazón de las tinieblas) da perfectamente cuenta de la singular experiencia producida por ese viaje. Es más, la realidad (la ciudad de Kisangani) se ha impregnado de ficción de tal manera que admite ser descrita y percibida a través de ella. Además, se nos precisa que el propósito del viaje aquí narrado no es necesariamente comprobar la realidad de la ficción (ver hasta qué punto la ficción es fiel a la realidad) sino más bien lo contrario: comprobar cómo la realidad actual corresponde a lo contenido en la ficción conradiana de hace un siglo, lo cual equivaldría a confirmar la excelencia del escritor que dio carácter literario a tal lugar.
El interés
por la novela conradiana se confirma inmediatamente: en lugar de
seguir con la narración iniciada (la amenaza del soldado
congolés) o de comenzar el relato del viaje, prolonga la
reflexión en torno a Conrad a lo largo de tres
páginas. La extensión de este segmento textual y su
estratégica situación (al principio del texto) le dan
un relieve particular que se confirma en los cuatro puntos
siguientes; en primer lugar, la transformación del marino en
un escritor auténtico y exigente. Este aspecto tiene toda su
importancia ya que pone de relieve un elemento de
«coincidencia» entre nuestros dos autores y en general
entre los grandes escritores viajeros5:
tomando el concepto en su versión más exigente, se
puede decir que ha habido auténtico viaje cuando, de
algún modo, se ha operado una transformación en el
viajero. Esto es lo que sucede en Conrad según lo expresa
terminantemente él mismo: «Antes
del Congo -escribió luego en una de sus cartas- yo era tan
sólo un animal»
(p. 18).
En segundo lugar,
observamos un componente central en la concepción
estética de ambos escritores: la literatura no como mera
inventiva sino como organización imaginativa de la
experiencia. Conrad lo precisa a propósito de El
corazón de las tinieblas en su prólogo a la
edición de 1902: allí llevó a cabo una
experiencia «un poco (y solamente un
poco) más allá de los hechos reales, con el
propósito, perfectamente legítimo en mi
opinión, de traerla a las mentes y al corazón de los
lectores»
6:
en esa discreta ampliación de una realidad captada con
sensibilidad y profundidad reside la sustancia de la obra
artística. Sacando a colación la cita conradiana,
Reverte sugiere algo que explicitará en su siguiente libro
de viajes, sin referirse allí a su mentor pero sin que ello
impida rastrear la huella de éste: «[...] para las novelas, incluso en las
más disparatadas, y para los relatos de viaje, siempre suele
partirse de una realidad vivida de alguna manera. Sin embargo,
cuando yo trato de hacer de esa realidad un material de
algún modo literario, necesito usar la imaginación
como una forma de organización de lo
real»
7.
Tenemos, en tercer lugar, una dimensión que da toda su riqueza y complejidad al héroe conradiano (ya sea el Kurtz de la obra mencionada o el protagonista de Lord Jim): la noción de situación límite. El protagonista transita, sin querer o poder evitarlo, por la frontera entre humanidad y salvajismo, entre lucidez y locura, entre ideal y barbarie, entre la integridad moral y el asesinato miserable. La transición de uno a otro, la mezcla de ambos, la seducción de la nobleza espiritual por lo abominable, el profundo misterio de esa relación remiten, en definitiva, al (sin)sentido mismo de la existencia. La problemática puesta vigorosamente de relieve por tal tipo de personajes es sin duda uno de los mayores alicientes de la novelística conradiana. Ese atractivo marca la sensibilidad humana y estética de nuestro autor hasta el punto de que el objetivo del viaje (o al menos uno de ellos) parece ser visitar los lugares de la acción para impregnarse de su ambiente y acaso penetrar de ese modo en la intimidad de su misterio.
Finalmente, Javier
Reverte se sitúa dentro de la serie de autores que han sido
capturados por la densidad desafiante de la novela africana de
Conrad, siguiendo la línea de André Gide y de Graham
Greene quienes, igualmente subyugados por ese relato, viajaron al
lugar de la acción antes de escribir Viaje al Congo
y Un caso acabado, respectivamente8.
Los tres viajeros trasladaron, ciertamente, su propia experiencia
al libro pero a partir de una seducción compartida por la
justeza interna del universo conradiano y por su capacidad de
armonizar símbolo y realidad, de mostrar la vigencia de
aquel en ésta, hasta el punto de que ficción
simbólica y realidad material funcionan como soportes
complementarios en la investigación de «la
verdad»9.
Todo esto es lo que ha hecho del Congo, «un río literario, acaso el más
literario de todos los ríos»
(p. 334), el objeto fundamental de
atención de Vagabundo en África y su
escenario anhelado y sin embargo -o tal vez por ello- continuamente
pospuesto, según mostraremos más adelante.
Los motivos del interés por El corazón de las tinieblas no son sólo de orden paratextual (el impacto producido en autores de gran renombre). Reverte justifica su respeto por la obra varias veces y de distinto modo, dejando libre al lector de compartir o no sus razones. Si ordenamos las referencias alusivas a este punto, podemos extraer lo siguiente: Reverte parte de una concepción precisa y exigente de lo que es para él la gran literatura, la que profundiza con rigor en el tratamiento del alma humana, es decir, sin maniqueísmos, evitando la división cómoda y simplista entre el bien y el mal:
(p. 53) |
Javier Reverte se
apoya en la experiencia de la historia del propio continente
africano, en el cual la obra «civilizadora» de Europa
se ha acompañado de saqueos, masacres y explotación
mientras que la resistencia anticolonial también se ha
teñido de dictadura y de represión, como él
mismo precisará más tarde en este libro y en el resto
de su trilogía africana. Así pues, la literatura de
alto nivel es aquella que se adentra con decisión por las
vías complejas y contradictorias del espíritu humano:
«La gran literatura se asoma siempre a
los abismos del alma, aunque ponga en medio un paisaje»
(ibid.).
Queda
sobreentendido que esa poética se aplica a El
corazón de las tinieblas, pero Reverte lo hace
también de una manera más concreta a través de
sus valoraciones sobre esta novela, esparcidas a lo largo de su
libro. Al comienzo de éste tenemos ya una apreciación
global, vinculada con lo que acabamos de indicar y otorgando al
autor polaco-británico un papel de precursor: «El libro de Conrad es una parábola sobre
cómo el alma humana, impulsada por ideales nobles, puede
deslizarse hasta el límite de la barbarie, una
cuestión que ha impregnado la historia y la literatura del
siglo XX y que Conrad adelantó con lucidez»
(p. 19).
Posteriormente el
interés se orienta hacia un aspecto preciso y esencial: la
capacidad perturbadora y transformadora del viaje en el
espíritu del protagonista en función de la
experiencia que está realizando: «La selva había logrado poseerlo pronto [a
Kurtz]. Me imagino que le había susurrado cosas sobre
él mismo que él no conocía, cosas de las que
él no tenía idea hasta que se sintió
aconsejado por esa gran soledad»
(p. 203). Reverte vuelve a citar literalmente
el relato conradiano para plantear la intensidad del impacto que el
escenario del viaje deja en el protagonista de la novela. La virtud
esencial de ese espacio es su capacidad para hacer emerger
potencialidades del ser humano, sean del orden que sean, que
éste ignoraba de sí mismo.
Mucho más que un simple decorado, el escenario se revela como un factor activo, desencadenante de impulsos, acciones y reacciones que pueden desbordar al propio personaje según la narración conradiana se encarga de demostrar. Más todavía: dado que ese espacio provoca regularmente una determinada acción, termina adquiriendo la categoría de símbolo de ésta (sabido es que de algún modo existe siempre una correspondencia entre el símbolo y el objeto al que remite), con todas las consecuencias que ello implica. El símbolo no es un mero emblema gratuito sino que traduce el esfuerzo del ser humano por descifrar los enigmas del mundo que le rodea y funciona como revelador del hombre a través de su propia experiencia.
Todo ello explica el atractivo de ese singular espacio, combinación de río y selva, y el impulso que siente nuestro autor por trasladarse allí, impregnarse de él y encontrar alguna forma de luz en medio de sus tinieblas: esta podría ser la palabra clave, la imagen central del libro conradiano, la que persigue a Javier Reverte (o quizás sea lo contrario) en su propio camino. Sus preferencias giran claramente en torno a los autores que se adentran en el terreno de la reflexión existencial evocada por ese término: Conrad por supuesto, pero también el Shakespeare de Macbeth, el Lowry de Bajo el volcán, el Céline de Viaje al fondo de la noche o el Rilke que escribió en Elegías del Duino «Todo ángel es terrible»:
(p. 325)10. |
Reúne a tales escritores un proyecto intelectual y estético semejante en sus líneas básicas: adentrarse en el misterio del alma humana para revelar aquello que la constituye más íntimamente y que sin ese viaje a sus entrañas quedaría irremediablemente oculto. Penetrar en la oscuridad viene a ser para ellos la condición indispensable para descubrir la luz. La diferencia entre los que han hecho la experiencia del ámbito africano y los demás es que los primeros han encontrado allí un espacio que encarna esa problemática y que, por ello mismo, les ha empujado a internarse a través de él para desentrañarla: las tinieblas del ser humano hallan su correlato perfecto en las del continente que le vio dar sus primeros pasos11.
Semejante camino implica, forzosamente, un riesgo, una aventura que supone un serio desafío para nuestras certidumbres cotidianas. A ello se refiere Conrad en su libro de memorias El espejo del mar cuando observa que la aventura, física o espiritual, puede presentarse de forma inquietante, inoportuna y que solemos preferir dejarla pasar ignorantes de la oportunidad vital que nos ofrece. Sin embargo, aquí para Conrad y después para Reverte, la asociación de ambos elementos resulta indispensable: la aventura viene a ser una condición de toda obra literaria digna de ese nombre:
(pp. 139-140) |
Señalemos que Javier Reverte insiste con especial intensidad en esta asociación, en la que parece asentarse para él uno de los fundamentos más sólidos de la obra literaria. Si a ello añadimos que el continente africano ofrece la aventura de manera espontánea y casi inevitable, comprenderemos fácilmente la seducción que él ejerce sobre nuestro autor12.
La presencia,
primero evocada y luego directa, del río atraviesa
Vagabundo en África. Esta presencia no es casual y
no sólo viene marcada por la novela conradiana. Nuestro
autor precisa que el río Congo impactó a otros
viajeros de renombre: exploradores como Stanley y Brazza o
escritores como los antes mencionados (sobre los que luego
volveremos) dejaron a su vez huella en la historia del río
Congo, «el más literario de todos
los ríos»
, según ya citamos. Pero resulta
evidente que es Joseph Conrad, sobre todo a través de su
admirable novela africana, quien ha marcado de forma más
intensa la sensibilidad de Javier Reverte13.
Así pues, para acercarnos a Vagabundo tomaremos la obra de Conrad, dentro de ella su novela africana y en su interior el tópico del río y su espacio circundante: suponemos que esta perspectiva será lo suficientemente fértil para aludir a través de ella a aspectos centrales del texto revertiano. En conjunción con esta opción temática, irá la restricción estructural: el tema retenido será visto a partir de su función estructurante del relato de Reverte, como el elemento que lo vertebra por sus apariciones intermitentes y sistemáticas y, sobre todo, por su calidad de hilo conductor de la intriga anunciando el período culminante de la navegación y, cuando ésta se realiza, ocupando prácticamente todo el ámbito del discurso hasta el final del viaje y del libro. Hemos agrupado las referencias conradianas en seis categorías de las cuales presentaremos una descripción junto con ejemplos representativos: secuencias dialogales, referencias a lecturas propias del texto conradiano, precedentes literarios que remiten a la novela y la actualizan en el relato de Reverte, aproximación al río desde una percepción sólo visual, secuencias informativas, navegación por el río y posterior relectura de El corazón de las tinieblas.
A quien haya leído hasta aquí no se le escapará que estamos navegando por el terreno rico y complejo de la intertextualidad. Este estudio puede ser visto como un trabajo de campo sobre dicha problemática, quizás no tanto en el sentido englobante de Julia Kristeva (un texto viene a ser el lugar de encuentro de textos anteriores, retomados, reelaborados, ignorados o incluso negados) como en el de Gérard Genette, más restrictivo y preciso al limitarse a la presencia efectiva de un texto en otro, ya sea de forma explícita y literal o implícita y oculta para llegar incluso al plagio14. No entraremos en las categorizaciones que permitirían vincular este libro a una o a diversas variantes: nuestro objetivo no es teórico sino de orden empírico y suponemos que las categorías teóricas han de someterse a la realidad de los textos, no al contrario. Sí consideramos que Reverte, lejos de acudir a la referencia in absentia (por alusión más o menos indirecta y vaga), prefiere actuar in presentia, citando autor, libro y texto, e intentando convencer al lector, con pasión e insistencia, de la calidad de la novela conradiana. No creemos equivocarnos del todo afirmando que lo ha conseguido en buena parte de sus lectores.
Al principio de estas páginas mencionamos el incipit narrativo para aludir, de una manera general, a la impronta de la novela conradiana en el texto de Javier Reverte. Para precisar lo antes avanzado, nos interesa ahora destacar la presencia del objetivo final del viaje desde el comienzo de la narración y su continuidad e intensificación posterior. La primera frase del texto ya es bastante reveladora:
En mis ensoñaciones había un río que era grande como un mar, el Congo, «el río que se bebe todos los ríos»15, y había cruzado media África, desde Ciudad del Cabo al océano Índico, atravesando las grandes sabanas y las Tierras Altas, para llegar a Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo, pocos meses después de que terminara la guerra de 1997. |
(p. 15) |
Así pues, desde el principio se sitúa ese espacio fluvial como objetivo del camino y se sugieren algunos rasgos de la atracción que ejerce sobre el viajero (su inmensidad, el ser centro de otros ríos, el deseo intensamente acariciado de recorrerlo). Pero, además, se nos adelanta el periplo realizado (África del Sur, Zimbabue, Tanzania) hasta llegar al lugar central del viaje, situado en la república congolesa. Deteniéndonos brevemente en este segmento narrativo, percibimos una progresión básica en tres tiempos: presentación del viaje por el río y de sus motivaciones literarias y vivenciales, descripción y narración del amplio trayecto sobre todo por el sur y este del continente, y llegada al Congo (país y río). En cierto modo, su configuración formal se relaciona con la que subyace en el conjunto del libro: el circunloquio verbal por el que nos lleva esta frase corresponde a la estructura de conjunto del texto; desde la introducción del río en las primeras páginas como objetivo del viaje hasta la navegación efectiva por el mismo en la tercera parte, se narra el recorrido por los diversos países en un «excurso» de casi cuatrocientas páginas, mientras que el viaje por el Congo se concentra en algo más de sesenta antes de una breve conclusión posterior al desembarco.
El narrador comienza ese largo periplo en Sudáfrica con una justificación: fue en Ciudad del Cabo (fundada por los holandeses en 1652), donde se inició de modo sistemático la expropiación del continente por el hombre europeo, comenzando así una historia secular de guerras y de explotación (p. 21). No obstante y respetando la explicación del autor, conviene completarla con otra de orden intratextual que se puede resumir del modo siguiente: el conjunto del texto y del trayecto realizado viene a funcionar como una vía (camino y modo) de preparación para la parte final, cifra y culminación del viaje. Esa preparación lo fue para el protagonista y lo es ahora para el lector, que se ha de hacer merecedor de ese momento a través de una larga e intensa «formación» sobre lo que fue y es África a partir de su inserción en la historia del hombre blanco. Tal es, por otra parte, una de las más relevantes aportaciones del libro al lector europeo: mostrarle que su historia no sólo está vinculada a la africana sino que la ha determinado en función de sus intereses propios y en grave detrimento de los locales16.
Más aún, esa dilación adquiere un logrado efecto de intriga no sólo porque se prolonga a lo largo de casi todo el libro sino por otro procedimiento singularmente eficaz: es sistemáticamente activada mediante las prolepsis que, a modo de cuñas textuales, jalonan el relato y cuya variedad contribuye a relanzar la atención sin que el lector se sienta impulsado a ello. La riqueza de variantes es tal que debemos detenernos en ellas y considerar algunas de las más notables.
El diálogo,
primera de las modalidades a considerar, es uno de los recursos
privilegiados por el narrador para sugerir lo característico
de un territorio y de sus gentes, aprovechando una enseñanza
no desmentida por la experiencia: «En los
viajes se desnudan las almas en pocos minutos»
(p. 302). Por ello, no es
infrecuente que durante esos intercambios pueda resurgir su
preocupación más íntima y el objetivo final de
su periplo, como durante la conversación con un camarero en
Durban (Sudáfrica):
(pp. 49-50) |
El asunto ha surgido como por casualidad, avanza amparado en la sorpresa de que el interlocutor comparta interés y conocimientos, se afirma con la noción de desafío y se instala, después del diálogo, en la mente del narrador con la premonición de intriga y aventura. Notemos también la densidad que la literatura, particularmente la de Conrad, imprime al diálogo: los dos interlocutores hablan de ese río sólo a partir de referencias librescas; uno ha renunciado a visitarlo y otro sólo piensa en ello. El diálogo concluye una vez constatada la divergencia frente al objeto de la lectura pero su impacto permanece en nuestro narrador.
Diferente es el tratamiento del tema no a partir de la lectura sino de la experiencia. En este caso, el interlocutor parece conocer directamente el lugar y estar profundamente marcado por su contacto con él. Así sucede en un hotel de Dar es Salam, entre Reverte y Mike (cazador, guía y organizador de viajes para turistas norteamericanos). Su mirada y la pausa tensa antes de dar la respuesta son acaso más elocuentes que la información posterior. Se confirma así la noción de peligro y, con ella, de intriga, que se perfilaba en la modalidad precedente:
(p. 210)17. |
Próxima a
este tipo encontramos la referencia al río, no por alguien
que lo ha experimentado sino que ha estado suficientemente cerca de
él y se encuentra en posesión de información
para sostener lo que afirma. Así se expresa el padre
Sotillo, misionero español, tras su estancia en el Congo, al
preguntarle el narrador si ha estado en el río: «No, nunca subí hasta allí. Pero es
como la sangre de aquellas tierras»
(p. 300).
Pero mucho más atractiva para el viajero es la combinación de ambos elementos: cuando el interlocutor ha leído a Conrad y ha viajado por el río que él describe. En este caso encontramos las afirmaciones más rotundas y también más matizadas respecto al uno y al otro, como las que emite el austríaco Alfred, jefe de un campamento para turistas en el parque nacional de Selous (Tanzania). Según él, navegar por el río Congo es una condición indispensable para el conocimiento del África más auténtica:
(pp. 277-278) |
Las cuñas de intercambio verbal directo alternan con toda una serie de secuencias, en cierto sentido también dialogales, en las que el viajero retoma las alusiones al río a través de sus lecturas, no tanto de tipo histórico como literario: las de escritores que han visitado el río y escrito sobre él. Son, por lo general, momentos de reposo físico y de calma interior, que sirven para recobrar periódicamente la energía y mantener o reactivar el objetivo final del viaje. Conrad es, por supuesto, el núcleo aglutinador de todos hasta tal punto que, incluso cuando el libro leído pertenece a otro autor, no extraña que termine surgiendo su imagen. Así sucede una noche en que Reverte lee el inicio del Diario del Congo, de Graham Greene: el autor se pregunta cuál es el olor de la piel del continente y sugiere varias respuestas sin decantarse por ninguna. Reflexionando sobre ello y teniendo en cuenta el pasado dramático de esa tierra, Reverte apunta que tal vez sea el de la sangre vieja (y reseca de sus muertos18). Enseguida continúa la lectura de Greene, precisamente allí donde éste evoca una frase de Marlow en... El corazón de las tinieblas:
(p. 96) |
Y nuestro lector
dormirá con la mente impregnada en la imagen de un gran
río fascinante, provocador y poderoso: «En aquel sueño sin lógica ni
trama, sólo el gran río poseía una realidad
precisa y fuerte»
(ibid.).
Nos importa destacar aquí, primero, cómo la lectura implica una reacción en el lector, tanto en relación con las preguntas de Greene como con la afirmación de Marlow, posible alter ego conradiano (estamos así ante una cadena de transmisión lectora en cuatro tiempos que disgustaría a pocos autores: Conrad, Greene, Reverte, lectores de Vagabundo en África). Cabría, pues, hablar aquí de una «lectura dialogal», lo que acercaría esta variante a la anteriormente descrita.
Segundo, el maestro polaco es el referente común para los demás, incluidos quizás los lectores revertianos; lo que casi equivale a decir que la imagen de ese lugar nos llega mediatizada por él y a él debe acaso más que a los libros de historia o a los manuales de geografía.
Y tercero, Reverte afirma aquí el valor esencial de la literatura en la memoria histórica, tal vez superior al de la propia historiografía; por ello no extraña la presencia en su obra de la literatura como forma de conocimiento de la realidad.
La segunda
variante que ahora interesa resaltar es la que pone de manifiesto
la interrelación entre experiencia y literatura. En este
caso tomamos como ejemplo uno de los libros de memorias de Conrad
anteriormente citado, El espejo de los sueños. Su
autor insiste allí con especial énfasis en la
necesidad de captar los momentos privilegiados de la existencia en
los que la posibilidad de una experiencia inédita, de la
aventura, se ofrece a nosotros. Los seres humanos vienen a
dividirse entre quienes tienen la lucidez de percibir y de
aprovechar semejante oportunidad y los que carecen de ella (lo
cual, en cierto modo, ya es una invitación -o acaso un
desafío- al lector para que forme parte del primer grupo).
El texto conradiano está en estrecha relación con
este principio. Uno y otro parten de la experiencia viajera de su
autor, en particular la congolesa, la cual marcó
indeleblemente su existencia y su carrera de escritor: «Él tuvo el valor o tal vez sólo la
obligación de hacerlo»
(p. 149).
Pero quizás
lo importante para nosotros, dado que nos centramos en la
construcción, en la configuración formal del texto
que leemos, es que estas observaciones no forman parte,
estrictamente hablando, del viaje revertiano, no surgieron durante
el periplo africano para ser luego trasladadas al libro. Se trata
de lecturas previas a ambos («Es un texto
que había leído muchos años antes de ir a
África y, sobre todo, mucho antes de ir al río
Congo»
, p. 139) y que
el autor coloca en el lugar que le conviene de su texto
(páginas 139-141) para relanzar ante el lector el motivo
central de un viaje que se textualizará mucho más
tarde (a partir de la página 399): «Lo escribo ahora mientras recuerdo que
seguía viajando en pos de un río y que aún
estaba muy lejos, llegando a Zimbabue, muy lejos todavía del
río Congo»
(p.
141). Nos hallamos, pues, ante un perfecto ejemplo de
elaboración del discurso narrativo en función
básicamente de su eficacia ante el receptor y no de la
cronología de los hechos narrados. Sin duda ello forma parte
de lo que para Reverte (de nuevo en la estela
conradiana19)
es constitutivo de la literatura: la ordenación de la
experiencia a partir de la imaginación creativa y no de la
mera fantasía.
No es casual que esta secuencia se encuentre al inicio de un capítulo, sin interrumpir la narración en curso (cosa que también realizará el autor, como una variante textual más) y dándole un relieve que no tendría en medio de él, ahogada entre las diversas peripecias. Reverte retoma la fórmula posteriormente pero dándole una notable variación: por un lado, la dota de una solemnidad aún mayor al situarla en la apertura de la segunda parte del libro («Del Índico al Atlántico», en las páginas 203 y siguientes). Por otro, nos indica que en este caso la lectura de un fragmento de la novela sí corresponde a un momento preciso del viaje: el vuelo en avión entre Harare (la antigua Salisbury rhodesiana) y Dar es Salam. Esos dos datos sugieren que estamos ante una secuencia de relieve particular: en efecto, ese trayecto corresponde al mayor desvío realizado durante el viaje respecto al destino final: en lugar de trasladarse directamente a Kinshasa y embarcarse allí, se desvía hacia las costas del océano Índico retrasando de nuevo y durante días el encuentro con el río.
Si dijimos antes que el periplo anterior a la navegación era como una preparación (del autor y del lector) para el encuentro con el río20, cabe hablar ahora de una estrategia, quizás inconsciente durante el viaje pero no en la estructuración del texto, de retardar libremente la llegada al río, de apurar la excitación que produce la dilación misma del encuentro, sabiendo que ella va a multiplicar la intensidad de la reunión posterior. Así pues, a la noción de preparación y esfuerzo («entrenamiento») se une la de una relación casi amorosa que convierte en placentero y excitante todo lo que precede a la exaltación del encuentro final21.
Añadamos todavía tres notas a este punto; en primer lugar, la correspondencia estructural y temática: la configuración formal del libro funciona en armonía con lo que nos transmite su trama argumental; a la dilación de la historia corresponde una estructura discursiva que la «hace sentir» en el proceso mismo de lectura. En segundo lugar, lo que acabamos de decir conviene igualmente a la novela de Conrad: también allí asistimos a un largo periplo lleno de sinuosidades (arguméntales y discursivas) hasta que Marlow entra en contacto con Kurtz, objetivo de su viaje, en el tramo final del relato. La impronta conradiana se deja sentir también en esta faceta del texto de Reverte pero conviene resaltar un tercer elemento, de diferenciación en este caso; el paralelismo entre las dos obras no es rigurosamente sistemático ya que las distingue un elemento capital: el objetivo y el encuentro decisivo de Marlow no es tanto con el río como con Kurtz, el personaje europeo que se ha internado por él y que ha pretendido imponérsele incurriendo en el delirio y la barbarie.
En el caso de Reverte, objetivo y encuentro se distinguen: el primero consiste en sentir la realidad de una experiencia vivida sólo en la imaginación. El encuentro, inesperado por cierto, es con el resultado actual de la presencia europea, materializado en la corrupción, la arbitrariedad y el riesgo para la vida del viajero. Estamos, pues, en dos estadios diferentes de la historia del río y acaso del continente. Identificar ambos momentos sería incurrir en una anacronía histórica que el texto no admite. Las guerras, explotaciones, masacres y depredaciones que han marcado las tierras visitadas (expuestas con detalle a lo largo del libro) se sintetizan y reactivan en el singular espacio del río. Tal vez ahí estriba su calidad de revelador de la realidad africana, según los viajeros concuerdan en afirmar. En cierto modo, el río ya estaba presente desde el inicio del periplo pero hacía falta internarse por él para comprenderlo22.
No nos detendremos en aquellos escritores que, de un modo o de otro, han influido en la sensibilidad de Reverte, una parte de los cuales son citados en este libro: Shakespeare, Cervantes, Rilke, Orwell, Miller, Leguineche, entre otros. En efecto, parecen tener aquí mayor relevancia quienes han tratado la problemática africana con dedicación suficiente para retener la atención de Javier Reverte. Recordemos, por ejemplo, a Henry Rider Haggard quien, con Las minas del rey Salomón (1885), despertó el sueño de África en varias generaciones de ingleses ávidos de aventura; a Evelyn Waugh que, en su libro de engañoso título Un turista en África (1958), trazó afinadas descripciones del hombre y de los problemas del continente; sin olvidar a Mark Twain, irónico y duro fustigador del comportamiento de los británicos y de los bóers en Siguiendo el Ecuador (1898)23. Las referencias a estos y otros escritores, muy numerosas en Vagabundo en África, han contribuido con notable eficacia a la imagen que el libro nos sugiere del continente.
Esto no obstante,
nos interesan sobre todo los escritores que visitaron la
región después de Joseph Conrad y escribieron con
gran sensibilidad sobre ella. Nos referimos a Graham Greene y a
André Gide y, en menor medida, a Alberto Moravia. Este
último destaca la presencia imponente de una naturaleza
salvaje, todavía no sometida al imperio de la
civilización industrial. Reverte valora algunas de sus
intuiciones paisajísticas (en un determinado momento el
aspecto fúnebre y tétrico de la selva: p. 255), pero le censura su
afirmación sobre la repetición continua de los mismos
paisajes por todo el continente: «Un
escritor no debe nunca poner frases brillantes sobre una
experiencia de turista. O se calla, o viaja. En el caso de Moravia,
hay que admirar su talento, pero no hay que creerle demasiado en lo
que escribe cuando habla de África»
(pp. 178-179).
Así pues,
aun reconociendo el interés de su obra africana, Reverte
manifiesta serias reservas en relación con el autor de
Paseos por África, lo cual no sucederá nunca
con los otros dos escritores. Pero además de ésta,
existe entre ellos y Moravia otra gran diferencia, que se nos
revela decisiva, su relación con Joseph Conrad: ambos lo
leyeron con pasión, quedaron marcados por su obra, fueron
tras el escenario de su acción y nos transmitieron
literariamente el impacto imborrable que el universo conradiano
(obra y escenario) dejó en ellos. Por ejemplo, Graham
Greene, pretendiendo liberarse de la obsesiva influencia de Conrad,
no hizo más que encontrar una nueva formulación para
un tema tan conradiano como el del ser humano enfrentado a los
límites extremos de su condición y al absurdo de la
vida y de la muerte (en Un caso acabado). Además,
en su Diario del Congo, alude con gravedad y respeto al
escenario, a las sensaciones que le procuró y a la obra
misma de El corazón de las tinieblas. Reverte, que
lo lleva entre sus libros de lectura, no puede quedar insensible
ante imágenes tan poéticas y tan profundas como
ésta: «Graham Greene
escribió una vez que África tiene la forma de un
corazón humano. Es un corazón que, cuando sangra, la
herida hay que buscarla casi siempre en el Congo»
(pp. 337-338).
Por su parte,
André Gide leyó con frecuencia y admiración un
libro para él tan perfectamente acabado como El
corazón de las tinieblas24.
Tuvo ocasión de impregnarse del universo conradiano
remontando como él el curso del río, penetrando
profunda e íntimamente en el país. Y también
como Conrad25
fustigó los resultados del sistema colonial, en particular
el modo de explotación vinculado al caucho, dando
oportunidad a Reverte para plantear, como de paso, un tema capital
en la literatura: la relación entre ética y
estética. El hecho de que Gide siga vivo hoy día en
el corazón de los lectores (y en el patrimonio literario de
la humanidad) quizás esté en relación con los
valores humanos que subyacen en su obra: «¿Tendrá que ver la gran literatura
con los principios que afirman la igualdad de los hombres?,
¿será pequeña literatura toda aquella que
emana de un sentimiento de raza superior?»
(p. 154)26.
En resumen: lo que reúne a los dos escritores, Greene y Gide, es que, dado su grado de empatía con la novela conradiana, cada vez que intervienen en el relato revertiano actúan como eslabones suyos, actualizan en cierto modo su presencia, nos la evocan inmediatamente puesto que aparecen en la narración por su compenetración con ella. Y no olvidemos que cuando nos referimos a dicha novela, tenemos presente la columna vertebral que la recorre dotándola de la fuerza dramática que la caracteriza: el caudaloso, inmenso y misterioso río Congo. Sin duda que no es ésta su única función textual (ambos autores tienen de sobra entidad por sí mismos) pero también nos parece que ésta es sin duda una de ellas, contribuyendo con una variante más, aunque posiblemente menos evidente que el resto, a activar la impronta conradiana a lo largo del texto y en particular en el camino hacia la meta final del viajero.
A la etapa
anterior de aproximación y desvío (desde
Sudáfrica a Tanzania), sucede la del acercamiento
físico al ámbito del río y de contacto
directo, por ahora sólo visual, con el mismo. Las
cuñas discursivas que, distribuidas en el texto, hacen
referencia a ello, pueden resumirse en tres variantes. En primer
lugar, la visión que tiene lugar durante el vuelo en
avión desde Kigali hasta Kinshasa, futuro lugar de embarque:
se trata todavía de una percepción externa y distante
del río tantas veces soñado, atisbado desde arriba no
sólo como «mar», sino también como ser
vivo, como «gigante»
, «invencible animal»
, «que se abría paso por el bosque, sin
esfuerzo, apático, como si viajara durmiendo entre la densa
vegetación»
(p.
329); un ser vivo que el autor considera todavía invicto a
pesar de todos los esfuerzos destinados a dominarlo.
La siguiente
imagen del río evoca el solemne momento del encuentro
directo con él: «Al fin
había llegado a sus orillas. No hay emoción
más intensa para un hombre que la que produce el
cumplimiento de un propósito y, después de tantas
semanas de vagabundo en África, estaba junto a las aguas del
río Congo»
(pp. 347-348). Pero las aguas bajan lentas y
turbias entre los muelles de Kinshasa, arrastrando plantas y
maderas arrancadas a la selva río arriba. La
sensación que se desprende de él es hostil, incluso
de odio en algunos visitantes como lo fue en Arthur Jephson
compañero de Stanley: «Uno lo
odia como si fuera una cosa viva; es tan traicionero y astuto, tan
abrumador e implacable por su fuerza y su intensidad
irresistible... El dios del río Congo es perverso, de eso
estoy convencido»
(p.
348).
Esa noción de ser vivo, o al menos capaz de despertar sensaciones de tal, se prolonga y culmina en la tercera evocación, cuando el autor viaja cerca de él, regresando en tren a Kinshasa para iniciar el recorrido en barco27. Ahora no solamente toma carácter humano más que de animal, sino que incluso adquiere la función de síntesis del comportamiento del hombre:
(p. 370) |
Recordemos que estas reflexiones no se produjeron necesariamente durante el viaje efectuado por Reverte ni en el orden en el que aparecen en el libro sino que han sido situadas en él estratégicamente, en función de una eficacia expositiva destinada a mantener la atención del lector fija en el anunciado viaje fluvial y a aumentar su interés por éste (su realización, sus peripecias, su desenlace). Esta organización del texto, cuidadosamente elaborada, se percibe también en el último ejemplo que citaremos aquí: la tercera parte del libro, en la que se relata la navegación por el río, se abre con la descripción detallada del barco utilizado para el viaje (pp. 389-392); se describe su exterior así como sus dependencias internas (cabinas, bodegas, dormitorios), la composición de la tripulación y de los viajeros, ciertas actividades realizadas durante la travesía, etc. Pero el narrador ha antepuesto algo que él sólo verá después: aún no ha comprado el billete para un viaje que se relatará unas cinco páginas más tarde.
Todavía antes de comenzar la navegación con el autor, éste hace con el lector lo que él mismo ha realizado: documentarse y reflexionar sobre el viaje. En este caso no se trata de evocaciones o de sentimientos más o menos subjetivos sino de referencias sobre la geografía, la literatura, la historia y la novela conradiana.
Los datos geográficos son numerosos y de distinto tipo: origen, recorrido, cauce, navegabilidad, entorno selvático, habitantes y sus costumbres (ver pp. 331-334). El conjunto de esos datos confluyen en generar en el lector un respeto ante la inmensidad, complejidad, riqueza, variedad, misterio, peligro y belleza del espacio por el que se va a internar: el ser humano es bien poca cosa comparado con el ser del río y de la selva con la cual forma una unidad indisociable.
El rasgo más relevante del pasado literario ha de ser la información sobre el viaje de Joseph Conrad por el río en 1890, para dar curso a una obsesión alimentada desde la infancia por llegar hasta allí y enriquecerse con experiencias que procurarán un impulso definitivo a su carrera de escritor. Las motivaciones, los preparativos del viaje, el recorrido por río y tierra, su visión directa de la explotación colonial y los diferentes ingredientes que harán de él, nueve años después, el autor de El corazón de las tinieblas: tales son los datos recogidos en esa secuencia (pp. 357-362), necesaria para conocer la compleja trayectoria que está en el origen de su andadura literaria.
La conciencia de Conrad quedó, como ya se ha visto, impresionada por la actuación europea en las colonias africanas y de ello surgió su crítica al sistema generado por «la carrera del Congo» a partir de 1879 (pp. 366 y siguientes): la rivalidad franco-belga por hacerse con el control de la zona usando como peones de avanzadilla respectivamente a los exploradores Brazza y Stanley. Esa rivalidad que acabaría con la división en dos del territorio, abriendo así las puertas a la política de atrocidades de Leopoldo II de Bélgica, con el objetivo oficial de llevar allí la civilización europea y acabar con «las tinieblas», expresión que recoge Conrad en el título de su novela (lo cual ya es significativo del contenido de la misma y de su posición ante el colonialismo).
En cuanto a las referencias sobre este libro, Reverte trata los modelos reales en que se pudo inspirar Conrad para sus personajes y argumento refiriéndose a diversos estudiosos como Henryk Zins o Hannah Arendt y se hace eco sobre todo de las discusiones en torno al posible modelo de Kurtz, protagonista principal de la narración (Klein, un agente comercial de Leopoldo II; Leander Starr Jameson, lugarteniente de Cecil Rhodes; Arthur Hodister, también agente del rey belga, etc.). Reverte diserta sobre la personalidad de Kurtz para dar al lector elementos de juicio sobre este punto; el tono ensayístico empleado tendrá muy poco que ver con el que empleará al evocar el viaje en barco...
Cuando el
río se convierte en el escenario continuo de la
acción, la estructura del discurso se modifica radicalmente
no sólo porque ya no tiene sentido la configuración
anterior, basada en la preparación para esta fase de la
narración, sino porque la densidad de la vivencia es tal que
sugiere una nueva configuración al relato, tanto en el plano
formal como en el de la historia contada. Se adopta así la
estructura del diario de a bordo para narrar lo sucedido en cada
uno de los diez días de trayecto (diez días que
ocupan proporcionalmente más espacio textual que los casi
dos meses de viaje anteriores): los problemas de la comida, del
sueño, del lavado de ropa, una herida accidental, las
pequeñas confidencias, los robos de la tripulación,
fiebres, la ruptura del motor, clases de inglés a una joven
deseosa de aprender y todas las pequeñas peripecias de la
travesía dejan de serlo para adquirir un calado humano
insospechado para el viajero (y para el lector). Además,
acontecimientos de todo tipo abordan al barco y marcan el ritmo del
viaje con sorpresas casi continuas: controles y violencia militar,
temporales, embarrancamientos, mercado fluvial, etc.: «Todos
los días sucede algo distinto en este río [dice
Carlos, gerente de la compañía dueña del
barco]. Y cada día aprendemos algo nuevo sobre él y
nunca sabemos nada. Es como nuestra vida: aprender para no saber.
El río no tiene lógica»
(p. 453). No extraña entonces que
buena parte del texto consista en la relación de los hechos
vividos por el Reverte narrador, hechos relatados en forma
diacrónica, siguiendo el fluir diario de los acontecimientos
y transmitidos con un lenguaje eficaz, sin florituras, impregnado
aún del temblor de la experiencia.
Tampoco asistimos aquí al juego temporal casi continuo que vimos en las partes anteriores entre el presente del viaje y el pasado histórico del lugar visitado: ahora la actualidad es suficientemente densa para abarcar el conjunto del texto. No obstante, observamos sobre todo dos momentos en que el ritmo de la acción se quiebra, lo que permite suponer que se trata, como veremos, de secuencias especialmente significativas para esta fase del texto: las referencias a la naturaleza y las evocaciones de El corazón de las tinieblas.
En cuanto a las primeras, el paisaje se afirma con total rotundidad; hasta entonces había habido más bien pocas y breves referencias a los lugares visitados. Ahora las diversas caras de la selva y del río se imponen a la retina del viajero:
(p. 406) |
(p. 416) |
(p. 418) |
Percibimos, en esta reducida muestra28, que no se trata de admirar un cuadro que nos es externo y cuya vinculación con el viajero se limita a lo puramente formal y esteticista. Es un paisaje que actúa sobre el espectador al menos en dos niveles: en primer lugar, la belleza de ese espectáculo extraordinario fascina por su grandiosidad y por su continua variación: es el nivel más bien formal al que hemos aludido. Pero nos interesa otro, sin duda más sustancial: la visión de la naturaleza repercute intensamente en el interior del viajero generando reflexiones sobre algo tan central como la escala de valores propios y su relación con el mundo: la posición del ser humano en el marco de la inmensidad que lo rodea (primera cita), la conexión del lugar con uno de los símbolos centrales de la existencia (el río de la vida, segundo fragmento), la posibilidad de transformar las sensaciones más epidérmicas en sentimientos entrañables de comunión con la naturaleza (tercera cita), sin olvidar sensaciones íntimas de libertad sin compromiso y ampliación de la existencia (p. 415). Se diría que esa intensa percepción de la naturaleza atraviesa en profundidad el camino por el río y el conjunto del libro en la medida en que todo él parece orientado hacia ese viaje final.
En consonancia con lo dicho sobre la cantidad y densidad de peripecias, encontramos muy pocas alusiones a lecturas previas, de nuevo en oposición a las partes precedentes. Excepto dos breves referencias al excelente Diario de la guerra del Congo (sobre la guerra de 1964), del periodista Vicente Talón, el resto de citas y anotaciones se concentra en torno a El corazón de las tinieblas, culminando así la presencia de la novela conradiana en el texto de nuestro autor. Ahora bien, dada la particularidad temática de esta parte, ¿existen también aquí rasgos específicos, suficientemente significativos, en relación con dicha presencia?
Podemos responder
de manera afirmativa a esa pregunta a través de los tres
puntos siguientes. El primero de ellos es la constatación
que realiza el viajero, a través de su propia experiencia,
de la correspondencia entre el espacio que él observa y el
descrito en la novela conradiana: «El
río no había cambiado nada desde que Conrad lo
navegó un siglo antes»
(p. 421), constata Reverte mientras relee el
texto. La naturaleza no sólo continúa semejante a
entonces sino que apremia al hombre con imposiciones parecidas
incluso en circunstancias muy concretas: aún hoy los barcos
siguen corriendo el mismo riesgo que entonces de desorientarse o de
embarrancar en las aguas cambiantes e imprevisibles del río.
Pero Reverte no se limita a destacar esa correspondencia sino que
da un paso más: llega a ceder, varias veces, la palabra
propia a Conrad para describir el río y las sensaciones que
éste genera, por ejemplo, a propósito de las
posibilidades de extraviarse:
(pp. 450-451). |
Estos silencios del escritor español para dar la voz al autor polaco vienen a ser una prueba no tanto de la veracidad de lo escrito (sin que dudemos forzosamente de ella) como de la íntima concordancia entre ambos frente al fenómeno descrito, en otras palabras, de la profunda huella de la visión conradiana en la percepción que Reverte tiene de ese espacio29.
El segundo punto
destacable es la secuencia de la amenaza de muerte por parte del
militar bebido (si Reverte no le entrega inmediatamente doscientos
dólares)30:
la pesadilla dura varias horas, con descenso del barco y malos
tratos incluidos, y constituye la secuencia más extensa de
esta parte y la más intensa y dramática del conjunto
del libro (pp. 429-445). La
tensión ha sido tal que basta una frase para resumirla:
«Siento que algo se ha roto dentro de
mí y también que algo se ha construido»
(p. 445).
Si el lector
regresa al principio del texto, que resulta ser ahora una
presentación global del viaje realizado, podrá
adivinar el alcance de esa frase. En efecto, aludiendo a los mismos
hechos, subrayaba allí el autor: «[En el río] aprendí que es cierto
que los símbolos, en ocasiones, se transforman en realidad
abrumadora»
(p. 20),
es decir, que el símbolo puede ser algo más que un
signo convencional de la realidad para revelarse, en determinadas
circunstancias, como el objeto mismo que representa y, por ese
motivo, convertirse en amenaza directa para quien se acerca a
él y queda finalmente atrapado en su influencia. Es lo que
ha sucedido a nuestro viajero, pero para llegar a esa
conclusión hubo de realizar el trayecto: quizás se
encuentra aquí la manifestación máxima de su
transformación, el resultado fundamental de su viaje
exterior e interior. Cuando se ha llegado a esta conclusión,
se puede decir que el viaje esencial, el interior, ha terminado y
que prolongar el trayecto se ha vuelto innecesario. Reverte puede
concluir su recorrido.
El tercer y
último elemento tiene que ver menos con el río que
con la novela misma de Conrad y resulta de capital importancia para
la captación de su sentido: es al final de la
travesía por el espacio en el que Conrad imaginó (o
acaso vivió) las aventuras luego magistralmente narradas,
cuando el Reverte lector cree comprender (en el sentido cordial de
captar, de sentir desde dentro, sin necesariamente compartir) al
protagonista y, acaso a través de él, el conjunto de
la novela: «Creo que ahora enriendo al
personaje de Kurtz de El corazón de las tinieblas,
el hombre perdido en la remota estación de la selva en cuya
búsqueda parte el vapor en que viaja Marlow, narrador del
libro»
(pp. 462-463),
dice Reverte y a continuación asistimos a un
frenético repaso, de más de una página, de
referencias a Kurtz, a la selva, a la transformación
allí recibida, a su degradación y a su angustioso y
solitario final. La conclusión de todo este camino es que,
tal vez, el auténtico corazón tenebroso no sea el de
la selva sino el del propio ser humano: «Me pregunto si no será el nuestro, el de
los hombres, y no el de la selva, el verdadero corazón de
las tinieblas. Eso es lo que sintió Conrad cuando
navegó el Congo»
(p. 464).
Así pues, existe una íntima conexión entre ambos puntos: por un lado, Reverte comprueba, con su propia experiencia, la implicación del símbolo en la realidad y, por otro, esa experiencia le ayuda a comprender el sentido del libro que tan intensamente le ha subyugado.
Se podría argumentar que Javier Reverte ha realizado el mismo camino que Conrad (viaje, experiencia y escritura). Pero quizás ha hecho el camino inverso: Conrad partió de su experiencia vital (viaje como marinero) para desembocar en una manifestación simbólica. Reverte parte de la lectura para acudir a la propia experimentación práctica. No obstante, los paralelismos son múltiples, por ejemplo, el trayecto final por el río viene a ser, para el Reverte viajero y personaje de su propio libro, semejante al encuentro de Marlow con Kurtz, objetivo final de su viaje... pero acaso más destacable sea la invitación a la circularidad que contiene Vagabundo: una vez terminada la lectura, se hace necesario volver al principio para comprobar hasta qué punto el incipit inicial ya incorporaba la estructura básica del libro según lo hemos ido viendo posteriormente.
Ese movimiento, complementario del anterior, corresponde perfectamente al sentido del libro: volver a leer una y otra vez para profundizar en el misterio, para comprenderlo y comprendernos mejor. Pocos caminos hay más estimulantes para ello que la gran literatura, de la cual forman parte, sin duda alguna, los textos aquí someramente abordados.
Después de
leer Vagabundo en África, a más de un lector
le sucederá como a Reverte tras recorrer El
corazón de las tinieblas; soñará con
«el río que se bebe a todos los
ríos»
, y no le ha de faltar razón:
Navegar un río no es nada semejante a navegar un mar. Navegar un río africano no se parece a la navegación de cualquier otro curso de agua de otro lugar del mundo. Y navegar el Congo, surcando «el corazón de las tinieblas», es un viaje diferente a todos los imaginables31. |