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Veinticinco años de novela española (1941-1966) en la crítica de Melchor Fernández Almagro

José María Martínez Cachero1





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Melchor Fernández Almagro, granadino nacido en 1893 y fallecido en Madrid el día 22 de febrero de 1966, fue muy destacadamente, crítico de la actualidad literaria española: el teatro, primero (en los diarios madrileños La Época, La Voz, Ya, sucesivamente) y hasta la Guerra Civil2; la novela, la poesía, libros de otros géneros asimismo, desde entonces, en las páginas de ABC (Madrid) y La Vanguardia española (Barcelona). Nuestro objeto ahora es describir y comentar la segunda y postrera etapa de su actividad como crítico inmediato, limitándola al ámbito narrativo y sólo en el citado diario madrileño3, a partir exactamente del 26 de noviembre de 1945 -reseña de Princesas del martirio, novela de Concha Espina- para cerrar el 24 de febrero de 1966, póstumamente4, con la reseña de Spanish show, novela de Julio Manegat.

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Muy tempranamente en la recién iniciada posguerra se incorporaba Almagro a una labor de comentario y enjuiciamiento críticos tan necesaria como desasistida en aquel concreto momento -1941- cuando, por ejemplo, Nicolás González Ruiz, que tanto bullía a la sazón, abogaba en la revista Escorial5 por una postura crítica más bien benévola mientras que una pluma anónima apostillaba (en el mismo número) su artículo exigiendo para «la coyuntura confusa y subvertida del mundo literario e intelectual español [...] más dureza que la sugerida por el artículo precedente». Otro tanto pensaba, también en 1941, Antonio Tovar6, para quien la crítica literaria tiene la misión de orientar -a los editores («esos pobres editores [...] que imprimen a veces bien y con buen gusto la enésima edición de Stefan Zweig como si no pasara nada») y al público lector («que no sabe lo que quiere y dormita sobre la más cómoda de las rutinas»)- y quienes la ejerzan no pueden limitarse (como estaba ocurriendo) a «un buen zurcido hecho con hilos grises muy consabidos». ¿Cómo iba a cumplir su menester nuestro crítico, junto a otros colegas coetáneos, en el territorio genérico que hemos acotado y a lo largo de un cuarto de siglo ciertamente arriesgado y movido?

Diez años más tarde -1951- García Gómez, que recibió en la Academia de la Lengua a Fernández Almagro7, gustaba de poner al lado de los merecidos elogios («las flores») a la obra del recipiendario, «alguna espina» que no era otra cosa que un reparo a su presunta benevolencia como crítico literario; aludía el ilustre arabista a «la responsabilidad que pudiera incumbir a F. A., que hace todas las semanas glosas de libros, en la actual situación de la crítica literaria, pues, aunque las hace muy bien, como todo lo que toca, las hace por los métodos ahora en uso, o sea con demasiada suavidad [...]. La crítica de ahora, en la que Melchor es maestro,   —491→   tiene mayor sutileza y más recámaras. Hay que leerla entre líneas y sólo así, cuando se conoce la tabla de gradación de los adjetivos encomiásticos, es cuando se comprende que con ella realmente puede decirse cifrado cuanto se quiera»8. Los partidarios del escueto y tantas veces rudo «al pan, pan y al vino, vino», quién sabe si nostálgicos de algo así como los paliques «clarinianos» y los ripios de Valbuena, pensarían que semejante modo de proceder -suave, sutil, cifrado- resultaba escasamente eficaz; no mucho después del discurso académico alguien reclamaba9 nada menos que «un poder judicial de la inteligencia, duro, pero capaz, y de la mejor ley, cuyas sentencias no vengan redactadas en un esperanto más o menos convencional, sino en un castellano liso y directo [...], huyendo de esa suavidad parsimoniosa que tiene disfraz de buenas maneras, y que es, en el fondo, tácita o expresa sociedad de bombos mutuos».

Claro está que tales deseos e inculpaciones no modificaron en Fernández Almagro su habitual procedimiento y así continuó hasta 1966, con reseñas críticas de libros semana tras semana, seguido y atendido por un amplio público de lectores y escritores, juez respetado y prestigioso más que dómine temido y hasta odiado. Jurado desde su fundación en 1956 del premio de la Crítica, jurado también de otros muchos10 premios (con preferencia narrativos: el «Planeta» en 1953 y el «Menorca» en 1955, el «Café Gijón» y el «Sésamo», por ejemplo), Almagro fue durante el cuarto de siglo a que se contrae nuestro examen un personaje-protagonista en la república literaria española, con los cinco sentidos muy atentos y despiertos para hacerse cargo de sus diversas peripecias.

Conviene maticemos en qué consisten la suavidad y sutileza de su crítica atrás apuntadas. Hay ante todo un talante personal inequívoco e irrenunciable que impregnó su actividad crítica de serena comprensión y que se traduce en una actitud hasta cierto punto indulgente con las deficiencias   —492→   halladas en la obra ajena. En el complejo conjunto que Jesús Pabón llamó melchorismo existen componentes que se adecuan a ese talante: la «independencia personal, unida a una sociabilidad en que se integran muchos y firmes lazos amistosos [...]; espíritu crítico, en el cual el temperamental pesimismo granadino se halla atenuado por la bondad generosa del corazón e iluminado por una inteligencia vivísima; cultura extraordinaria [...]»11; las cualidades señaladas -independencia, espíritu crítico, cultura no corriente- templan, ya que son compatibles con ella, la generosidad del talante y explican la presencia en la crítica de Almagro -en ciertas muestras de ella (como más adelante ejemplificaré)- de advertencias, reparos e incluso enjuiciamientos desfavorables, todo ello formulado con suma delicadeza y nunca hirientemente para el autor de la obra que se critica.

Quien era crítico literario de ABC recibía a la altura de 1956 un promedio diario de diez libros12 de vario género y contenido, cantidad que si no desbordaba sus posibilidades de lector (que eran insólitas), sí excedían con mucho el espacio de que semanalmente disponía; poco más de cincuenta y dos títulos nuevos entrarían en suerte. Piénsese entonces en la selección así operada e inmediatamente nos daremos cuenta que de la misma quedan a salvo sólo aquellos títulos cuya importancia los hace merecedores de la atención del crítico; en ellos acaso resulte poco viable encontrar materia defectuosa. (El resto de los libros recibidos, parte de ellos cuando menos era objeto de breves y anónimas gacetillas, encomendadas a otras personas, que, junto al comentario central de Fernández Almagro, constituían la sección de crítica literaria de ABC, con diferente título general y presentación en sus varias etapas).

De titularse Crítica y noticias de libros -primera etapa-, la sección pasó a denominarse -segunda etapa, entre 1950 y 1957- Crítica y glosa. Al principio no ocupaba siempre la misma página ni se destacaba tampoco por una presentación especial; en ocasiones, un dibujo de Solís Ávila representando al autor de la obra comentada, ilustraba el texto de Almagro,   —493→   quien algunas veces repartía un espacio entre dos libros.13 La inserción de Crítica y glosa acostumbraba hacerse los martes y el comentario de nuestro crítico se destacaba recuadrado, acompañándolo frecuentemente el dibujo dicho; luego del título de la sección venía el de la obra reseñada, nombre de su autor y datos bibliográficos más habituales. La tercera etapa, que es también Crítica y glosa dentro de un título más general y destacado tipográficamente (el de Libros y Revistas sobre un dibujo de fondo: libros acumulados en torno a una mesa y descansando en ésta, unas gafas), corre desde septiembre de 1957 y supone la novedad de que figura en las páginas de huecograbado de ABC, lo que permite que centre la página una fotografía del autor criticado. La etapa cuarta y postrera coincide con la publicación de Mirador literario, «suplemento semanal de crítica e información» que aparecía los jueves con diez páginas en huecograbado y, dentro de ellas, la sección Nuestras críticas que compartían Fernández Almagro -página 2, libros de creación- y Gonzalo Fernández de la Mora -página 3, libros de pensamiento-. (Fallecido nuestro crítico le sustituyó Guillermo Díaz-Plaja). Independientemente de las simples variaciones externas, el diario ABC mantuvo a lo largo de tantos años una actitud de respetuoso aprecio hacia la tarea de su crítico literario y éste, insobornable en su independencia, se avenía perfectamente con la línea liberal-conservadora del periódico.

En 1950 trazó nuestro crítico un esquema de la novela española contemporánea14 entendiendo por tal la que va desde Galdós y los suyos (último tercio del siglo XIX) hasta los narradores últimamente incorporados (Agustí, Cela o Carmen Laforet, verbi gratia), quienes eran a la sazón algo así como un «terreno movedizo», el propio de «una generación en plena marcha», cuya obra era todavía «obra incipiente», necesitada de tiempo para definirse. Dicho artículo, dividido en cuatro apartados -casi tantos como generaciones convocadas: la realista-naturalista decimonónica; la del 98; la novecentista que, al lado de Miró, Pérez de Ayala y Ramón,   —494→   incluye también nombres más jóvenes como el de Benjamín Jarnés; la primera de posguerra-, ofrece una nómina de autores que en sus obras de aparición reciente serían objeto de comentario en las páginas de ABC; también ilustra el artículo, acá y allá y como de pasada, acerca de algunos puntos de vista de nuestro crítico a propósito de la novela: sus formas y sus vicisitudes a lo largo del tiempo.

Por lo que atañe a esta última cuestión Almagro siempre se mostrará adherido al realismo («tendencia dominante en nuestra prosa narrativa de cualquier tiempo [...]», página 27) y, aunque comprensivo con sus intentos innovadores, menos entusiasta de los rupturistas del 98 (salvo Baroja) pues le parece «no son apenas novelistas, o lo son de una manera literalmente extravagante, si respetamos el concepto que atribuyen a ese género narrativo todas las Retóricas y Preceptivas» (página 19). Diríase que cualquier asomo experimentalista le pone en guardia y por ello avisa (no sin motivo) que la greguería «no es el ingrediente más indicado para la confección de una novela» (página 24), al tiempo que llama presunta novela a Mrs. Caldwell habla con su hijo argumentando (menos convincentemente) que «en realidad, se trata de una novela poemática, modalidad que no tiene por qué verterse en un molde exigente por lo que hace al canon narrativo. Mrs. Caldwell... no es novela propiamente dicha, ni habría de serlo, dado el acusado predominio de los factores poéticos»15. Más de una vez reiteraría que la novela tuvo en el siglo XIX su momento de máximo esplendor y, consecuencia del mismo, se acuñó un canon ya clásico y punto menos que inamovible que los cultivadores de tiempo posterior sólo pudieron enriquecer con algunos pormenores de novedad técnica, corriéndose a veces el riesgo de desviación de o infidelidad a lo más genuino y sustancial del género; en 1960, sólo con distancia de semanas, lo dejó dicho y repetido claramente aprovechando el comentario, elogioso, de sendas novelas recientes debidas a Zunzunegui, Una mujer sobre la tierra -novela «muy al modo clásico, que en ese género hay que   —495→   vincular al siglo XIX, no obstante los enriquecimientos de la técnica debidos al siglo XX, si bien al precio en ocasiones de una clara desviación hacia el ensayo, el poema o el monólogo» (20-VIII-1960)- y a Torrente Ballester, Donde da la vuelta el aire -«Quiérase o no [...], la novela es forma narrativa que en el siglo XIX alcanzó máxima altura y que en el siglo XX no ha sido superada, aunque sí se hayan logrado avances de importancia decisiva en aspectos parciales [...]. En todo eso, suele haber más ensayismo o juego de ideas y aun digresión estilística, que sucesión de hechos, requisito natural del género» (1-X-1960)-.

Sucesos, novela donde se cuenten cosas, personajes que las protagonizan; todo esto, si abundante y ramificado complicadamente a veces, ofrecido por el autor de modo claro y convincente sin que nunca el gusto por los virtuosismos formales prepondere y desvíe; apelaré nuevamente a textos probatorios como el que se lee dentro de un franco elogio a Mariona Rebull, de Ignacio Agustí, que, entre otros méritos, posee el de no haber olvidado su autor «que la novela, concebida en función de su específica naturaleza, ha de tener personajes cuya vida podamos seguir en relación con la de otros; situaciones y peripecias que mantengan el interés; trama y urdimbre; argumento, en una palabra» (19-X-1944). Acción y personajes en cuya creación el novelista paga tributo a la realidad cotidiana y externa sin que ello suponga mera traslación costumbrista incompatible con otras realidades menos aparenciales, tampoco incompatible con el empleo de una invención imaginativa; Andrea, la muchacha protagonista de Nada, es para Almagro una muestra de la realidad veraz trasladada a la novela16 y otro tanto cabría decir de la Galicia presentada por Torrente Ballester en su trilogía Los gozos y las sombras.

Mas el realismo tiene sus riesgos cuando se practica de manera unilateral por el escritor que otorga destacado relieve a lo sucio y desagradable de la realidad en cuanto a situaciones y personas, desquiciándolas a lo tremendista. Sabido es que el tremendismo fue tendencia algún tiempo dominante en la novela española de posguerra (digamos los años 40 y su   —496→   prolongación en los 50 merced a algunos títulos del social-realismo) y nuestro crítico, que hubo de conocerla en sus lecturas, se manifestó decididamente hostil a ella. Una cosa es hacerse cargo del feísmo brutal de no pocos pasajes de La familia de Pascual Duarte, considerable revelación para el crítico pues, aunque «la estética de Cela es una contra-estética, o, por lo menos, una especie totalmente ajena al ámbito natural», el autor ha sido capaz de «en circunstancias tan desfavorables y con materias del todo contraproducentes [lograr] efectos de poesía, de áspera, bronca, extraña poesía [...]» (16-VI-1943), y otra harto distinta una moda que arrastra en su vorágine a bastantes escritores, hechos y derechos algunos -como Sebastián Juan Arbó en Nocturno de alarmas, 1957, «dada [su] insistencia en un mismo tipo de sombríos efectos» y, también, por su tendencia irrefrenable al lenguaje directo con cuyo uso «se corre el riesgo del mal gusto» (14-IX-I957)- o recién llegados otros -como Daniel Sueiro que en La criba, 1961, no ha sabido sustraerse a «la preferencia que tantos novelistas jóvenes conceden a la exploración de un mundo sórdido, que no es el único ni el más representativo de nuestro tiempo» (7-X-1961)-.

Puede afirmarse que todo el catálogo de novelistas en activo durante el tiempo señalado (1941 a 1966) pasó por los comentarios críticos de Almagro, quien parece mostró por la literatura narrativa -también los libros de relatos breves le ocuparon- una especial atención, superior desde luego a la concedida a otros géneros. En un somero repaso encontramos a los dos noventayochistas supervivientes en la posguerra -Baroja, con El cantor vagabundo, 1950; y Azorín, autor de El enfermo, 1943, y La isla sin aurora, 1944-, siempre tan estimados y respetados por nuestro crítico, que también siguió las postreras actividades de Ricardo León -en su comprometida novela de 1943, Cristo en los infiernos, retrato de Madrid en la Guerra Civil, algo así como un escenario moral donde «los más contrapuestos estados de ánimo, desde la abyección al heroísmo» tienen cabida- y de Concha Espina -desde Princesas del martirio, 1944 asimismo novela de guerra, a Un valle en el mar, 1949-. Entremedias de estos escritores, que en razón de su ya nutrida bibliografía brindan a Fernández Almagro la posibilidad de cotejar lo actual con lo anterior en busca   —497→   de repeticiones, corroboraciones y novedades, y los incorporados últimamente, están otros que, como Ramón Ledesma Miranda (La casa de la fama, 1951) y Rafael Sánchez Mazas (La vida nueva de Pedrito de Andía, 1951), suponen la presencia en el conjunto de una promoción todavía joven y ya consagrada diversamente. Pero las mayores sorpresas, y también los riesgos mayores, radican de ordinario en los que empiezan su carrera y a este frente acudió Almagro, bien provisto de natural curiosidad y lúcida comprensión, apoyando con la autoridad de sus elogios y advertencias una vocación recién nacida y acaso todavía titubeante; anotaré su pronunciamiento favorable en casos como los de La familia de Pascual Duarte, Nada y Mariona Rebull, tres novelas punteras de los años 40 o, en la década siguiente, Industrias y andanzas de Alfanhuí (Rafael Sánchez Ferlosio, 1951, «nuevo» escritor con «un fino sentido del color» como «cualidad muy acusada»), La gota de mercurio (Alejandro Núñez Alonso, 1954, novela «excelente» cuyo autor «se acredita de expertísimo en el arte de contar y componer», 9-XI-1954) o Ignacio Aldecoa (El fulgor y la sangre, 1955, «felicísimo suceso literario» puesto que revela al poeta y cuentista ya conocidos «como un novelista de claro porvenir»). Difícil circunstancia la de enfrentarse el crítico con la primera obra del escritor novel pues se corre el peligro, doble peligro, del elogio no bien medido que puede conducir a «un prematuro engreimiento» por parte del elogiado, o de la censura también desmedida que ponga «en riesgo mortal de desánimo» a quien comienza17; Almagro, guiado tanto por su natural generosidad como por su larga experiencia, acertó a salir con bien de trance semejante.

Así en sus libros de tema literario -los dedicados a Ganivet (Vida y obra de Ángel Ganivet) y a Valle Inclán (Vida y literatura de Valle-Inclán)- como en las colaboraciones periodísticas el crítico Melchor Fernández Almagro se vale primordialmente de su cultura y sensibilidad, beneficiando sus impresiones de lector atento y avezado que traslada a las cuartillas clara y sencillamente, con plena libertad además (esto es: libre   —498→   de las ataduras impuestas por la observancia de metodologías rígidas y abstrusas); crítica impresionista la suya como lo exigen la premura con que se crea y el medio utilizado para su divulgación (el periódico diario), en la mejor tradición española de la modalidad -«Clarín», Valera, «Azorín», Ortega-.

Sus impresiones lectoras -al menos en la versión publicada- tienen como sustentáculo principal los valores que Almagro halla en la pieza comentada, méritos de vario orden relativos a: lo bien conseguido de algunos pasajes -la escena de la muerte de Simón Orozco, el patrón de Gran Sol, novela de Aldecoa (1957), «a nuestro juicio, un dechado de sobriedad, precisión, virtud expresiva, emotividad» (8-II-1958)-; el diestro manejo del diálogo -los que ofrece García Serrano en Los Ojos perdidos (1958) resultan «ricos en toques psicológicos y aciertos de frase» (30-VIII-1958)-; la oportuna utilización de la sorpresa -como en el capítulo décimo de Un hombre (José María Gironella, 1947), «donde el bien graduado interés conduce a uno de esos quiebros o sorpresas en que radica uno de los más típicos secretos del arte de hacer novelas»-; el cuidado de la expresión y su posible variedad de registros -Manuel Halcón en Monólogo de una mujer fría (1960) logra un lenguaje «de extraordinaria y encantadora llaneza, en una feliz alianza de léxico popular y delicadas formas de expresión [...]» (24-VI-1960)-; la apreciación del pormenor -aspecto en el que destaca Ana María Matute, que en Fiesta al Noroeste (1953) presta atención a los diversos ruidos como «el chisporroteo del fuego o el gotear de la lluvia, el tintineo de unos zarcillos o el choque de los terrones sobre la madera de un ataúd» (4-VIII-1953)-. Son cinco muestras las aducidas (entre otras mil de índole análoga) que prueban hasta qué extremo Fernández Almagro estaba atento a señalar para conocimiento del lector, en ocasiones con patente entusiasmo, los aciertos de la obra objeto de examen. Pero lo que otras veces pone de manifiesto nuestro crítico son deficiencias, asimismo de vario orden y diversa entidad, que afean a su parecer la obra en cuestión cuyo autor, así advertido, ha de esforzarse en evitarlas. Tales reparos no escasean en un crítico con fama de benévolo como Almagro y son formulados sin molestar ni herir a los interesados; lo mismo si se trata de un escritor consagrado, intocable   —499→   en apariencia, que de otro con menor renombre. Algunos ejemplos, tomados de entre un numeroso acervo, nos ilustrarán cumplidamente: El fulgor y la sangre «habría ganado aún más en calidad si el autor hubiera sacrificado algo, cuantitativamente, de su virtuosismo en el arte de contar»; José Luis Castillo Puche, en la segunda parte de Con la muerte al hombro (1954) «apela a recursos descriptivos demasiado fáciles: trátase de violencias y crímenes que por su propia truculencia apenas necesitan de otra forma expresiva que la del reportaje»; si no hay duda en considerar La colmena, de Camilo José Cela (1951), novela «extraordinaria» también es verdad que su naturalismo «a fuerza de serlo, y por falta de contraste, resulta a veces inverosímil» porque, además, «la rueda sobre la que Cela ha montado su mundo, apenas si tiene radios que no estén pintados, dolorosamente, de negro y de verde»; en La mujer nueva, de Carmen Laforet, novela distinguida en 1955 con el premio «Menorca» por un jurado del que Almagro formaba parte, cabe advertir que hacia su término «la factura literaria desciende un tanto: el sacrificio final de Paulina queda psicológicamente explicado, pero los sucesos que preparan el desenlace sobrevienen con excesiva rapidez, el diálogo resulta, en ocasiones, harto sentencioso [...]» (13-XII-1955); a Dolores Medio, premio Nadal 1952 con Nosotros los Rivero, la previene «contra la tentación del tópico que la lleva, por ejemplo, a comparar una iglesia iluminada con brillante ascua de oro» (12-VI-1953) y a Núñez Alonso, autor de La gota de mercurio, le aconseja que no manche su «rica y flexible prosa, variada en recursos sintácticos», con el empleo innecesario y abusivo de neologismos como «paraliticado»; una deficiencia de Mi idolatrado hijo Sisí (Delibes, 1953) es que en el enfrentamiento entre los Rubes y los Sendín, «el autor aboceta no más a los Sendín, y la verdad es que si estuviesen mejor logrados, como grupo familiar y socialmente representativo, el contraste resultaría más convincente y humano» (21-XIII-1953). ¿A qué seguir con otras menciones muy coincidentes con las aducidas? Bástennos las siete del recuento, donde salen a plaza maneras de componer, lenguaje y expresión, personajes y situaciones, como representativas de un extensísimo conjunto (cientos de referencias) que el crítico fue escribiendo semana tras semana.

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A través de ese conjunto quedaría también constancia de tendencias y modalidades que señoreaban el ámbito de nuestra novelística y, asimismo, de la opinión que le merecían a Fernández Almagro. Señalado ya su rechazo del tremendismo debe decirse que tampoco le agradaba la complacencia de algunos narradores en lo que ha sido llamado la España negra e incluso frente a autores como Delibes, nunca vencido hacia la exageración, hubo de comentar a propósito de La hoja roja (1959): «Algo habría que decir acerca de los angustiosos fondos de una España pobre y elemental que los personajes de esta conmovedora novela dejan entrever. Pero la objeción(subrayo por mi cuenta) no recaería sobre La hoja... únicamente, sino que se haría extensiva a gran parte de nuestra novelística actual» (5-III-1960). Constata la relativa abundancia durante los años 50 y 60 de la novela con protagonista colectivo, como El Jarama o Nuevas amistades, que sustituye al personaje-protagonista individual18; otro ejemplo es Laberintos de Jesús Fernández Santos (1964), y ante «la pandilla» que lleva el peso de la acción piensa el crítico que si «el héroe individual de otro tiempo se hace ahora colectivo o comanditario», ese cambio supone que «sale ganando en valor de personaje representativo» (31-V-1964). Ve con agrado Almagro pero siempre que resulte algo más bien tonal e instrumental, el empleo del lirismo, recurso que suele acompañarse del cuidado de la expresión, patente (para bien) en Los ojos perdidos (García Serrano, 1958), que «tratan de lograr muchos novelistas actuales, hasta el punto de sustituir el más tópico y común de sus objetivos». Renovar los escenarios de la acción novelesca, tanto los micro-escenarios como los que son dominios territoriales más extensos, saliéndose así de lo trillado, es dato que nuestro crítico airea satisfecho cuando lo encuentra en sus lecturas, caso de Gloria en subasta (Alejandro Núñez Alonso, 1964) ya que «estamos convencidos de que uno de los procedimientos más indicados para renovar la novela española de hoy estriba en el cambio de escenarios [...]» pues, contrariamente, va siendo hora de salirse, por ejemplo, de «las cafeterías, las pensiones, las oficinas, los paradores   —501→   de turismo..., que nos parecen ambientes harto saturados de tópicos por la novela actual» (5-VII-1964).

No resulta fácil reconstruir el posible esquema ordenador seguido por Melchor Fernández Almagro en sus comentarios de crítica inmediata; reconocida su índole impresionista, las impresiones suscitadas por el libro leído marcarían el orden de cuestiones, donde por lo común la producción anterior del autor (de existir) sirve de entrada a un recorrido, diversamente pormenorizado pero siempre breve, por los aspectos más relevantes -de contenido y formales-, rematándose habitualmente con un apretado juicio de valor (a veces poco más que un adjetivo); aunque tal esquema sea incumplido en ocasiones, nunca se produce revoltijo o mescolanza y la claridad expositiva corre pareja con la sencillez y precisión estilísticas. Almagro echa mano de su cultura literaria para apoyar e ilustrar concretas aseveraciones y apunta así un curioso parentesco de Mariona Rebull -«nieta de Madame Bovary y sobrina de nuestra Regenta»-; o aproxima la preocupación trascendente de algún personaje de Donde da la vuelta el aire «con matices de Graham Greene, de Bernanos y, más aún, tal vez, de Mauriac»; o, enfrentado con El camino (Delibes, 1950), dice: «Pensamos en sugestiones de Faulkner, por el procedimiento, y de Steinbeck, por el halo poético» (15-III-1951); finalmente, adjudica calidad pictórica «zuloaguesca» a los rasgos descriptivos de El fulgor y la sangre.






ArribaFinal

Si llegados a este punto nos preguntamos sobre la importancia de la tarea crítica realizada por Melchor Fernández Almagro en el género novela a lo largo de un cuarto de siglo, ¿qué cabría responder? De atenernos solamente a lo cuantitativo, sumando a esa labor escrita su frecuente y autorizada presencia en jurados literarios, el resultado final es claramente favorable (una muestra confirmatoria la constituye, verbi gratia, su frecuente utilización como testimonio solvente en las páginas de mi libro La novela española entre 1936 y 1980...). Cosa por el estilo sucede en cuanto a la excelencia, orientador bastante seguro para autores y lectores   —502→   de entonces, acaso también de posibles lectores actuales, en virtud de las características de su crítica que he ido señalando. Cumplió el cometido asignado de acuerdo con su peculiar talante -«actuó más en Valera que en «Clarín», escribí en otra ocasión»- y fue digno compañero de los colegas que por entonces (desde los primeros años de la posguerra y hasta 1966) hicieron carrera de críticos inmediatos. Tras su muerte afirmó Gerardo Diego19 que «leyéndolas [sus críticas], entre líneas, se podía advertir bien claro el reparo, la restricción, el matiz crítico dentro de un tono general de cortesía informativa y resumidora»; quizá se exageró eso del lenguaje crítico críptico y no resulta necesario leer entre líneas o la posesión de un código de claves para hacerse cargo de sus aseveraciones. Lo que sí me parece indudable es que Almagro formula en sus comentarios, siempre que lo estima merecido y cualquiera sea la jerarquía del escritor en cuestión, advertencias, reparos, señalamientos o como se quiera llamar; claro que sin echar los pies por alto pues, como señalaba en trance necrológico otro buen amigo de Melchor20, «tuvo la constante preocupación de no herir a nadie y de templar sus críticas para no engendrar amarguras».



 
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