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Viaje al misterio de vivir y morir

Daniel Moyano






La vorágine

José Eustasio Rivera



Ed. Cátedra, 390 páginas, 1000 pts.

La palabra vorágine, según María Moliner, significa «remolino muy fuerte, que se forma en el agua del mar, de un río, etc.», pero deriva del latín «vorare», o sea que vorágine es un remolino que devora, y ése es el sentido más patente que tiene en la novela del colombiano José Eustasio Rivera, La vorágine, publicada en Bogotá en 1924, que acaba de aparecer ¿por primera vez? aquí en España en una edición al cuidado de Montserrat Ordóñez.

Se trata de un clásico, claro, de una especie de Cien años de soledad de los años veinte, no sólo por su calidad sino por la cantidad de lectores que tuvo en su momento y por la cantidad de estudios y traducciones que generó.

Rivera es uno de esos escritores que los franceses llaman «de tripa». Escribe con sus verdades profundas, no por un mero ejercicio de la literatura. De allí el poder de convicción de todo lo que nos cuenta sobre la tragedia de la explotación del caucho en las selvas amazónicas. Más que tragedia del caucho, tragedia de la vida, por el sentido metafísico que tiene casi todo lo que dice.

La vorágine es una novela de viaje y de búsqueda, estrechamente emparentada con Moby Dick de Melville. Para aclarar esto, es necesario decir que la novela europea, desde su nacimiento por los tiempos de Bocaccio hasta llegar al siglo XIX y sus prolongaciones en los comienzos del XX, con Robert Musil en los finales y pasando por Proust, narra el nacimiento, apogeo y decadencia de la burguesía. La novela rusa, en cambio, llamada de la «mirada del alma», bucea con Dostoyevsky en los abismos psicológicos. Al otro lado del Atlántico, la función de la novela varía. En países poblados por desarraigados, se convierte en un instrumento de búsqueda y de indagación de un fundamento, de una necesaria identidad. Melville intenta, con Moby Dick, escribir el Hamlet del siglo XIX, a través de la dudosa o aparente locura del capitán Ahab, semejante a la del personaje shakespiriano. Ahab inicia un viaje hacia los mares del sur en busca de una ballena blanca para vengarse de ella. Arturo Cova, el personaje/narrador de Rivera, hace un viaje a través de la selva para vengarse de una mujer, Alicia. La identidad Moby Dick/Alicia es evidente. Ambas, ballena y mujer, son un misterio que al final del viaje queda sin resolver. Moby Dick es el mal, pero además es blanca. El mal y la pureza, mezclados en una sola entidad. Alicia, selva/mujer, «abismo antropófago», es despreciada y amada, objeto de venganza y cariño, es vida y muerte al mismo tiempo, naturaleza, misterio de vivir y de morir.

Es decir: mientras en Europa la novela, según Flaubert, era un espejo que el escritor ponía para que en él se reflejara la realidad externa, en las Américas este espejo se convertía en un objeto mediante el cual el escritor procuraba mirarse a sí mismo, para adentro, a ver quién era él mismo, en búsqueda de una identidad perdida desde el preciso instante en que don Cristóbal con sus tres barquitos puso pie en tierras de allende el mar océano, para bien o para mal, hace unos quinientos años más o menos. Y éste es un elemento que no hay que perder de vista al leer esta novela colombiana, para su mayor goce y comprensión.

Hay otra cosa que alucina en esta obra: el lenguaje. Hace un par de días, por RNE pasaron un programa con la grabación del canto de un pájaro del Caribe. Era un canto inteligente. Con modulaciones. Recordaba al zenzontle, un pájaro mexicano que imita las voces de todos sus congéneres. Los escritores del Caribe colombiano (entre otros León de Greiff, García Márquez y Rivera) hacen un uso musical del lenguaje, donde reside, por lo menos en el caso de Rivera, la mitad de su formidable poder de convicción. La otra mitad surge de su visión del mundo, un mundo que contempló durante breve tiempo en su corta vida, pero con una intensidad tremenda, patente en ésta su única novela.

Este lenguaje, para un lector español, acaso sea un poco engorroso por momentos, por los términos regionales, que no son ni americanismos ni arcaísmos sino palabras que llevaron para el lado de allá los españolitos que salían a buscar la utopía en carabela. Pero si las consideramos perfumes de palabras olvidadas, el conocimiento de ellas se convierte en un auténtico placer.

La terrible situación social creada por la explotación feroz del caucho, donde los dueños de la selva, extranjeros, disponían de la vida de los nativos, es el infierno real que el personaje narrador, Arturo Cova, debe atravesar para satisfacer su necesidad de venganza, para matar al hombre que le robó la mujer que él mismo había robado antes. Ese es el motivo del viaje. Pero hay dos viajes.

El otro es el que Rivera/Cova hace hacia su propio infierno, el interior, tan terrible como el otro, para encontrar su identidad, la desconocida identidad de América, un tema vertebral en toda la narrativa latinoamericana.





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