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Victoria de las Navas de Tolosa. Año 1212

Ángel Gálvez

María José Alonso Seoane (ed. lit.)

I

Multitud de guerreros obstruían las calles de la imperial Toledo. El sol de junio reverberaba sus ardientes rayos sobre los brillantes petos y rodelas, sobre los yelmos adornados de vistosos penachos. En todas partes se veían dalmáticas blancas, verdes y rojas. Los caballeros ostentaban sobre sus pechos las cruces de las órdenes a que pertenecían, y las bandas de las hermosas que adoraban. Ya los pajes donceles y escuderos engalanaban los palafrenes de sus señores. De un momento a otro se espera una señal, a esta señal más de 80.000 hombres se deben poner en movimiento. Esta señal se aguarda con impaciencia, esta señal se oye por fin. El clarín se escucha en todos los ángulos de Toledo, el clarín anunciaba que había llegado la hora de partir y de trocar los placeres que ofrecía la corte de D. Alonso por las penalidades de la guerra. Mas, sin embargo, todos oyen con júbilo el instrumento bélico: la alegría anima el rostro de todos los bravos españoles; todos anhelan volará la lid y postrar la soberbia del bárbaro Miramamolín Mahomad. Todos anhelan medir sus armas con el hombre verde1; todos quieren disputarse el honor de hacerle morder la arena en el combate. Hasta los ancianos, hasta las más tímidas doncellas, si lloran, no es el temor el que motiva su llanto; el placer más bien era el que hacía arrasar en lágrimas sus hermosos ojos. El corazón presagiaba a la mayor parte de las hermosas toledanas que las bandas y cintas en que se leían sus preciosos nombres, no serían objeto de escarnio de los infieles. Casi entremedio de los caballos y de la inmensa polvareda que levantan, caminan hasta bien lejos de la ciudad y, si dejan de acompañar al ejército aliado, no es por sentir la fatiga o el ardor del sol. Los mismos guerreros las obligan, los mismos guerreros las dicen: «Ya no se divisan las torres de Toledo: el sol toca ya al fin de su carrera, volved a la ciudad. Jamás desconfiéis de la victoria. En medio de la lid el recuerdo de vuestras gracias, y el favor de Dios hará invencibles nuestros brazos. El guión2 de la fe tremolará triunfante en los campos de Andalucía a pesar del hombre verde y a favor de vuestras plegarias». Al decir esto, todos los clarines sonaron a la vez. El ejército aceleró el paso y las bellas tuvieron que dar el a Dios último a los defensores de la fe.

II

Era de noche. El descontento reinaba en todo el campo cristiano; los soldados divididos en diversos grupos y corrillos al pie de sus reales, situados a la falda de Sierra Morena, se excitaban mutuamente a la deserción. Los reyes de Castilla, Aragón y Navarra, los prelados, maestres de las órdenes y capitanes conferenciaban en la tienda real. La cuestión era de gloria o ignominia. El ejército debía forzar el puerto de Losa defendido por Mahomad, o desprenderse de los laureles que pocos días antes se habían ceñido en Malagón, Calatrava y Alarcos. De avanzar, las consecuencias parecían terribles; muy pocos se atrevían a aventurar semejante proposición. Pero ¿era fácil retroceder? No. El honor de España se interesaba en ello, y los cristianos preferían la muerte al vilipendio. En medio de esta irresolución se presentó en la tienda un anciano de apacible mirar y presencia noble. En vez de lanza, empuñaban sus manos un cayado; en vez de peto, miserables andrajos cubrían su cuerpo casi desnudo.

-¿Quién eres? -le preguntó D. Alonso en el momento que le vio- ¡Guardias!

-Un momento, poderoso señor -replicó el anciano-. Mi presencia no os debe excitar inquietud alguna. Sé que necesitáis de mí; vengo a ofreceros mi ayuda.

Todos quedaron admirados al oír las razones del recién llegado, y él prosiguió:

-Nacido en estas sierras y, no habiéndolas abandonado jamás, nadie mejor que yo conoce sus ásperas fragosidades, ni sus muchos atajos y veredas. Queréis dominar la cumbre; Mahomad lo impide: seguidme, y mañana ya no reposará ese hereje en su tienda de seda carmesí.

-Anciano, ¿nos dices la verdad?

-Al Dios que defendéis, y que yo adoro, pongo por testigo. El hombre que jamás aparta de sí este signo de nuestra redención, esta cruz que he sabido ocultar a la vista de los infieles, no puede engañar al rey de Castilla.

-Serás un ángel si cumples lo que ofreces.

En el mismo instante comisionó el rey a D. Diego de Haro y Garci Romero3 para que con algunas compañías siguiesen al anciano y se cerciorasen si era posible lo que prometía. Los dos caudillos obedecen al punto las órdenes del monarca y, seguidos de los suyos, se internan en la sierra. Aquellos hombres parecía que caminaban a la muerte; en cualquiera parte que fijasen sus miradas veían un precipicio, por todas partes una tumba. Casi a la mitad de su camino D. Diego hizo alto, y, sin embargo de que jamás había conocido el miedo, no pudo menos de recelar. Se creyó vendido; preparó sus armas, y, a su imitación todos cuantos le seguían. Se había oído el toque de un clarín, cuyo sonido se prolongaba mucho más con el silencio de la noche.

III

Apenas podía dar crédito Mahomad a las noticias que sus soldados le contaban. Los cristianos habían frustrado sus proyectos, eran ya dueños de la sierra. El guión de la fe ondeaba casi a su vista. Los rayos del sol reflejados sobre las brillantes armaduras de los adalides cristianos, y las innumerables picas, deslumbraban sus ojos. No era posible esquivar la batalla que los católicos le presentaban. Los más afamados capitanes se hallaban a su cabeza. D. Diego de Haro mandaba la vanguardia, en la que se contaban más de ocho mil caballos. El centro lo componían los caballeros templarios y demás órdenes sagradas, y estaba a su frente el invencible D. Gonzalo Núñez. El rey del Navarra flanqueaba el lado derecho y el izquierdo el de Aragón. Cubría la retaguardia el rey de Castilla, el arzobispo D. Rodrigo, y los obispos D. Tello4, Don Pedro5 y D. Menendo6. Las trompetas de los cristianos anunciaron que había llegado la hora de pelear al sonido de estas respondieron las de los moros. Ambos ejércitos se acometen; las lanzas moriscas y cristianas se cruzan por todas partes, los dardos silban, las espadas toledanas y las cimitarras damasquinas crujen y centellean por todo el campo. El combate se hace general y, en breve tiempo, una nube de polvo cubre a los dos ejércitos. Las voces de los caudillos se confunden entre el estruendo de las armas: el suelo se cubre de cadáveres; la sangre corre por todas partes. A poco tiempo únicamente ayes, lamentos y alaridos lanzan millares de víctimas caídas en la arena que, luchando con las bascas de la muerte, expiran magulladas por el tropel de los caballos.

La victoria vuela de una a otra parte, y duda y titubea quien es el acreedor a su corona. Inmensa vocería se escucha en uno de los campos; ya la saludan, ya la aclaman. Son los infieles. El estandarte de la media luna avanza y ondea por todas partes; últimamente los cristianos pierden. Mas no; escrito estaba. El 16 de julio debía de ser un día de gloria para los españoles; un día que siempre se debía recordar con orgullo y lo fue. D. Alonso simple espectador hasta entonces, avanza con sus gentes, siembra la muerte y horror por todas partes, reanima el valor amortiguado de los combatientes y, bien pronto, el terrible Mahomad huye precipitado y no se cree seguro ni aun en el centro de Jaén. Los clarines suenan segunda vez; por todas partes se oye una sola voz: «¡Victoria!», gritan los castellanos, no teniendo enemigos que combatir. La victoria les entregó los inmensos tesoros del contrario: los fuertes de Ferral, Vilches, Baños, Baeza, Úbeda y Tolosa de las Navas, de donde tomó nombre la acción.

Á. G.

FUENTE

Gálvez, Ángel, «Año de 1212», Observatorio Pintoresco, I, 6 [7/6/1837], 42-44.

Edición: María José Alonso Seoane.