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Vida de los aforismos

Antonio Rivero Taravillo

Todo buen lector es aforista de lo ajeno: introduce el escalpelo que es el lápiz en el cuerpo a menudo informe y adiposo de los textos extensos y extrae de ellos muestras de tejido que, a diferencia de lo que sucede en la medicina o más específicamente la ictiología, no son representativas del organismo explorado, sino algo superior: su quintaesencia. Ciertamente, los aforismos son bonsáis que se cultivan en tiestos minúsculos comparados con los campos en los que los árboles «naturales» medran; pero también estos frondosos que conceden sombra no solo al meñique sino al cuerpo entero, si se los varea bien, dan los mismos frutos, idénticos aromas, igual carnosidad.

   Al pasar ya a escribirlos, sucede algo parecido a cuando se recolectan. Sea en el interior de un párrafo o en una estrofa, quien le ha cogido el gusto al acrisolado extracto deja este en una frase especialmente afinada en la prosa, en un verso del poema, un punto que reconoce como álgido en el discurrir del texto. Son esas oraciones hijos pródigos que desean marcharse de la casa paterna, lleno el morral de la agudeza en el que han aguardado el hallazgo, el diamante sin ganga. Quieren emprender vida propia, recorrer mundo lejos del territorio y la familia en que nació. Igualmente ocurre que a veces los aforismos nacen sin pertenecer a un clan. Huérfanos o expósitos, han de aguzar el ingenio para salir adelante, tan desvalidos y solitarios como están. Y como los galopines y rapazuelos de las novelas de Dickens (o como uno recuerda que son las historias dickensianas, tanto da) se reúnen en tropillas en las que hallan protección, como los bancos de alevines frente a los peces grandes. Los libros de aforismos son tapias desde las que estos meninos da rua apedrean al viandante burgués. La meta es acertarle en la frente y abrir en ella una brecha por la que se le escape la materia gris, y cuando son buenos lo logran. Avispados, los aforismos, esos golfillos, suelen salir en bandas a recorrer las calles de la literatura, pero cada uno tiene una individualidad que lo distingue de la masa; serán parvos pero no pavos; personas cada una con su carácter, y no atontolinados gregarios.

Volviendo al símil médico, se puede decir que son los aforismos vendajes contra la incontinencia, esparadrapos para la pesadez, levas tiritas para los plúmbeos mamotretos, enemas para la diarrea verborraica (es decir, que la cortan), así como también gotas para el aburrimiento, grageas contra la estupidez, cápsulas vitamínicas de la inteligencia, pastillas para el lirismo, polvos para la reflexión solubles no en un agua cualquiera, sino en esa que es mayoritaria en nuestro cuerpo, al parecer el setenta por ciento de él. Efectos secundarios no se sabe que tengan, salvo en el zoquete, pero ni siquiera en este producen somnolencia; tampoco describe la literatura científica que modifique la tensión en los «cachos de carne», ni que quite el sueño a los mentecatos. En los más sabios ocasionan, eso sí, hormigueo, bullir de ideas y asociaciones de estas. No ya buenos sino extraordinarios tendrían que ser, por otra parte, para producir un infarto.

Mi experiencia con el aforismo ha sido primero la de extractor de frases subrayadas con el lápiz, ese apéndice de madera y grafito del intelecto, y luego mediante la condición de padre desconsiderado que ha arrojado hijos al mundo, abandonándolos sin familia pero, para compensar, agrupándolos luego en hospicios y orfelinatos: los cuatro o cinco libros de este género que he publicado hasta la fecha, uno de ellos además con la limosna de un premio otorgado si no por la beneficencia sí por la fundación que lleva el nombre de un gran aforista: Rafael Pérez Estrada.

   Sin duda una bombilla, una lámpara, dan más luz. Pero los aforismos, que tienen algo de fósforo, además de entregar una pequeña luminosidad prenden mechas, pabilos, fuegos. Alumbran y calientan, confortan. A mí me han servido para arañar en la oscuridad y para hacer mengua del frío. Me hacen, si miope, ver mejor; retrasan con su vitalidad el día en el que el entendimiento sea fiambre.

Los epitafios tienen algo de aforismos, con su redondez de aros que echan a rodar, como en un juego. Suelen ser, en efecto, rotundos. De la misma forma son los puntos suspensivos, esos círculos negros liliputienses que constituyen en germen un libro de aforismos, tres reyes magos pigmeos y, en consecuencia, los tres Baltasar. Es decir, cerca del misterio de la Trinidad. más por hallarse en la vecindad del misterio que por pertenecer a la muy céltica composición de las tríadas, también ellas concisas, sugerentes, enigmáticas, como las Trioedd Ynys Prydein en la monumental y pasmosa edición de Rachel Bromwich.

Yo, en esto de los aforismos, como el mismo ser humano (me gustaría creer que soy homo sapiens) he sido recolector antes que agricultor, neolítico de lo antiguo antes que literario de lo nuevo. ¿Hablamos de arqueología? Me recuerdo, cuando salía a cazar en mis primeras lecturas juveniles, cobrando piezas de Nietzsche o de Hermann Hesse como un Nabokov mediterráneo que capturaba esas mariposas que salían revoloteando de los libros. Luego creé yo mis propias larvas, quiero decir que creí en ellas, en sus posibilidades. Y llevé hojas de morera a los gusanos metidos en una caja o cajón que más adelante se convertiría en libro. Creo que de no existir esa otra caja, el ordenador, el portátil cuya tapa se abre con su caótico catálogo de asombros, no habría incurrido en este error de trenzar aforismos que luego compusieron libros, como los gusanos de seda hilan su finura. No me importa reconocer que las llamadas redes sociales (al principio solo estaba de cuerpo presente en una que privilegia el rostro) fueron decisivas en la aplicación que puse en prolongar el largo hilo que no se sabe a dónde llega, el error de que otros lean lo de uno. Sin duda la inmediata reacción ajena tiene su recompensa, y eso me animó a perseverar en esa senda que he seguido hasta hoy.

El aforismo tiene mucho de sexual. Es algo que, siendo pequeño, se dilata. Lo hace por un envío de sangre o una relajación muscular, y es a la postre el cerebro el que transmite las órdenes para que así sea. Lo minúsculo crece en la mente, esta lo amplifica. Se da una relación entre una y otra: aquel estimula a esta, y esta en pago de sus servicios le concede una importancia mayor.

La miniatura que es el aforismo es esa primera piedra que, rodando, rodando, produce un alud, el copo que genera una bola de nieve que puede provocar desprendimientos y arrasar poblados. La frialdad que uno pone (como quería Poe que se hiciera un poema) en amasar ese primer copo, y el calor que uno insufla en él, porque lo racional requiere muchos grados más de temperatura que solo puede darle la sensibilidad, es lo que hace que su poder se multiplique. David contra Goliat, un pequeño aforismo puede ser el grano con el que se asfixie un gigante.

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