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Vida y entierro de don Pendón

José Joaquín Fernández de Lizardi





Por su amigo «El Pensador»1

Cuando era yo muchacho, que comencé a oír las hazañas del señor don Pendón, se excitaba mi curiosidad para saber el origen, alcurnia, hechos y proezas de tan famoso caballero, y mi difunta abuela, que en santa paz descanse, me divertía contándome su historia de este modo:

«Has de saber, hijo de mi corazón, que el excelentísimo señor don Pendón nació en Castilla, de sangre real. Allá anduvo a mátame y te mataré entre moros y cristianos por muchos siglos; pero arrojados de España los sarracenos, a favor de la unión y valor de los Pelayos y Fernandos, se estuvo quieto en su casa, sin meterse con alma viviente.

Nosotros hubiéramos carecido de la gran dicha de conocerlo, si el aventurero Cortés, sin orden del rey, y contra la expresa voluntad de Diego Velázquez, su lugarteniente en la isla de Cuba, no lo hubiera traído a este Nuevo Mundo, llevado del santo celo de propagar el Evangelio.

Es verdad que Jesucristo previno a sus apóstoles que para esta santa fatiga fuesen a los pueblos sin armas ni bolsas, prohibiéndoles así la codicia y crueldad, pues les tenía dicho que él los proveería de todo lo necesario y que su ley era suave y su yugo benigno2.

Sin embargo, el celoso, apostólico y caritativo Cortés no entendió de dibujos3. Juntó una porción de holgazanes, haraganes y viciosos, que hoy se llaman héroes, y de cuyos troncos desciende la mayor parte de la nobleza mexicana. Armolos de lanzas, arcabuces y espadas, guarneciolos de fierro, equipó sus buques, montó en ellos algunos cañones de artillería y partió a la conquista de tu tierra».



-¿Qué es conquista?, preguntaba yo a mi abuelita. Y ella con su acostumbrado candor me respondía: -Hijo, conquista es quitarle a un rey su reino, apoderarse de sus riquezas y hacer esclavos a sus vasallos. -¿Y eso hizo Cortés en nuestra tierra? -Sí, hijo. -¿Y eso es bueno? ¿Eso nos manda el Catecismo? Pero como fue para desterrar la idolatría y plantar el santo Evangelio... Pero si Jesucristo no quiso que su doctrina la recibieran a fuerza, ni menos a fuerza de armas, ¿cómo está eso? Yo he leído en un libro en la escuela que Jesucristo les dijo a sus apóstoles: «Id, predicad mi Evangelio por todo el mundo, y de la ciudad donde no os admitieran, salíos y sacudid el polvo de vuestros zapatos»4. ¿Conque, cómo está eso, madre grande?

-¡Qué muchacho tan tonto! -decía mi abuelita-, muy bien. Así lo vimos verificado y los padres, señores sacerdotes, que son los maestros de la ley, nos dicen que está bueno por esto y por aquello y por lo de más allá, y así ¿qué tenemos que meternos en nada? En creyendo lo que nos mandan creer, cumplimos y nos vamos al cielo derechitos.

-No se enoje usted, madre grande; pero dígame: si yo le robo a usted un real5 de su canastita, aunque sea para darlo a un pobre de limosna, ¿se enojará conmigo? -De fuerza. -¿Pecaré? -Sin duda. -¿Se enojará Dios conmigo? -¡Qué tontera!, ¿no se ha de enojar si robas y quebrantas el séptimo precepto que te manda no quitarle a ninguno nada sin su voluntad?

-Ya lo entendí. ¿Y en qué paró el santo Cortés? -En que vino, enarbolando el primer pendón que vio la América, su abuelo o bisabuelo del que hoy tenemos. Este pendón está en San Francisco, arriba de la puerta de la sacristía6.

-¡Ah!, sí, ya lo he visto. Es uno como guión de cofradía. Tiene una cruz de oro en campo negro, con unas letras alrededor que dicen hoc signo vinces7. Yo no sé qué quiere decir. -Yo tampoco sé latín; pero tu padre que lo entiende, dice que dicen con esta señal vencerás. -¡Qué portento! ¿Y por qué puso Cortés esas palabras en su pendón? -Porque esas mismas le mandó el cielo poner al emperador Constantino, cuando se le apareció una cruz roja en el aire, víspera de batirse con Majencio.

-¿Quiénes eran Constantino y Majencio? -Constantino era un emperador cristiano, y Majencio un gentil cualquiera y hechicero. -¿Y qué sucedió? -Que puso ese pendón Constantino y venció a Majencio8. -¿Y ya era cristiano?, porque yo he oído decir a mi maestro que ya se bautizó grande, sin haber menester que lo llevara la partera. -Qué sé yo; creo que aún no se había bautizado, sino que era tan gentil como su enemigo. -¡Vál[g]ame Dios!, madre grande. ¿Y qué hizo Cortés? -¿Cómo qué? Vino, mató millones de indios, les quitó sus riquezas, violó sus hijas y mujeres y los hizo esclavos para siempre. Poca cosa para pagar el grande beneficio de ser cristianos los que escaparon de su furor apostólico.

-¡Jesús mil veces y qué horror! ¿Todo eso hubo? ¿Y eso es lo que se cree que es bueno? Pues yo le aseguro a usted que en cuanto sea más grande no lo he de creer, porque los cristianos no pasan de unos hipócritas y supersticiosos patrañeros, cuando a estos delitos llaman virtudes, y Dios era menester que fuera el más inconsecuente y más tirano, pues se espanta de las chicas y se comía las grandes9, como dice la cocinera.

-¡Ay, muchacho!, ¿qué herejías hablas? Dios es justo y justísimo por esencia. -Ya se ve que sí; pero usted me dice que yo peco y que Dios se enoja conmigo por un real que le robé a usted, ¿y este mismo Dios recibe como un gran servicio las matanzas, pecados y robos de Cortés? ¿No es esto espantarse de las chicas y comerse las gordas? Vamos, señora, que a usted la han engañado, y Dios no puede agradarse de las conquistas. -Cállate, tonto, cállate y hablemos del pendón. -Es verdad. ¿Con ese pendón nomás, con esa cruz y esas letras mató Cortés tantos indios? -No, sino con las espadas, los arcabuces y los cañones de artillería. -¡Oh!, pues entonces mejor hubiera puesto en su bandera un arcabuz o cañón que eran los que tenían la virtud de matar, y no la Cruz de Jesucristo. Señora, ya me voy enfadando de ver tantas contradicciones y mentiras10.

Aquí no pudo contenerse mi abuela. Me concluyó con un bofetón, y no volvió a instruirme en puntos de pendón. Sin embargo, yo ya con estas lecciones, fui mirando el pendón con otros ojos. Advertía el lujo conque salía acompañado de la nobleza de México, esclavos tontos que hacían alarde de su esclavitud. Observaba los empeños del necio Ayuntamiento y los apuros del pendolero para quedar bien en el aniversario de la esclavitud de su patria. Me compadecía la fiesta y regocijo conque un pueblo desgraciado corría a ver el paseo del pendón y la comedia de la Conquista11. ¡Juro a Dios que así lo sentí desde los primeros sucesos de Bayona! ¡Bendita sea la memoria del inmortal Napoleón por quien los hombres comenzaron a conocer sus derechos!

Así se mantuvo don Pendón por más de dos siglos y medio. Él era llevado en triunfo los días doce y trece de agosto a San Hipólito12, convento de padres locos y locos cuerdos, porque es muy loco quien castiga a quien no sabe lo que hace, como hacían los tales legos, y harto cuerdo quien pierde el juicio y no siente en el alma las picardías de los hombres.

A mí me chocaba la circunstancia de que se celebrase la función de iglesia en una iglesia de locos, hasta que advertí que era cosa natural, pues solamente los locos pudieron consentir por tantos años que se ultrajase con solemnidad al Dios único, justo y piadoso por esencia, dándole gracias porque Cortés y sus asesinos y ladrones compañeros, en tal día, hubieran consumado la obra de sus atrocísmos delitos13, atrocísmos, digo, a toda la humanidad, al derecho de gentes y al mismo Dios, a quien en medio de sus repiques y cohetes parece decían con desvergüenza: Señor, te damos gracias porque el pícaro Cortés con sus asesinos y ladrones vino a este reino ahora tantos años, y contra tu piadosa voluntad, prevalido de tu santo nombre y a pretexto de tu dulce religión, mató millones de indios, violó cuantas doncellas quiso, robó todo cuanto pudo e hizo esclavos a los que Tú hiciste libres. Aun es poco; me parece que los sacerdotes subían al púlpito en tal función y decían: ¡Gran Dios!, por si no lo entendieres, te damos gracias por los crímenes de Cortés, que tenemos santificados aunque no quieras; y festejamos, celebramos y nos llenamos de júbilo al acordarnos que ahora tantos años te ofendieron impunemente esos conquistadores. ¡Qué honor a Dios!

Así estuvo el infame pendón, tan adorado, hasta que el inmortal Hidalgo14 le dio la primera estocada, que luego luego lo hizo vacilar, pues ya no pudo salir al paseo a caballo, y así, sin pompa y acompañado de unos cuantos esclavos que se llamaban regidores y oidores, salía en coche, paso a paso a su romería a San Hipólito; pero vino el famoso Iturbide15 y le ha dado tan soberbia estocada en el corazón el año pasado, que lo hizo exhalar el último suspiro. Es verdad que la Constitución Española lo puso en cama tan de gravedad que ya no salía ni en coche; pero como la esperanza se arranca con la vida, el señor don Pendón aún pudo esperar convalecer; mas no hubo remedio, murió16. Está enterrado en la Diputación. Ha dejado un hijo: cuidado, mexicanos, no vuelva a salir en triunfo. Unámonos y seremos eternamente libres.

México, 12 de agosto de 1822. Segundo de nuestra libertad.

J[osé Joaquín] Fernández de Lizardi.





 
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