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Virginia Woolf o la novela en crisis

Ricardo Gullón





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Un crítico sagaz aseguraba hace años que en toda novela se contenía implícitamente una teoría, clara o confusa, de la vida. El problema empieza cuando el lector pretende encararse con esta teoría y obtener de ella algunas ideas que le ayuden a entenderse mejor a sí mismo. Hubo tiempos en que los muchachos incomprendidos adoptaban cierto aire sombrío que quería recordar a Julián Sorel; más de una joven señora intentó justificar sus devaneos invocando a Ana Karénin o a Madame Bovary. Fue la gran época de la novela. Los personajes tenían más vida y mejor realidad que sus creadores: el londinense de 1834 apenas conocía el nombre de aquel mozo, casi casi adolescente, que cada semana le deparaba algunas horas de incomparable solaz; mas, en cambio, Mr. Pickwick y Sam Weller eran fieles amigos cuyas fisonomías hubieran reconocido sin vacilación millares de personas.

Tardó en invertirse el orden. Mas cuando se habla de Lawrence, de Franz Werfel, de Kafka o de Baroja, quienes interesan al lector son ellos y no las figuras nacidas de su pluma. El caso de Lawrence es ejemplar; está por ver, que sea, un novelista de primer orden; pero como hombre interesante habrá pocos en nuestro siglo a quienes convenga mejor este calificativo. ¿Y quién recuerda, mejor dicho, quién hace vivir en su recuerdo a Constancia Charterley, a Aaron Sisson, a Canguro? En alguno de sus tipos, Morel, Somera, nos atrae la parte de confidencia, de documento personal, que descubrimos en ellos; pero lo que le importa al crítico puede tener escasa significación para el lector de novelas.

El escritor ha suplantado a sus personajes, convirtiéndose él mismo en materia romancesca; su sensibilidad, sus recuerdos y sus sueños fueron amorosamente -morbosamente también- analizados. Que   —288→   gracias a esa subrogación, la literatura contemporánea se enriqueció con algunas páginas admirables, está fuera de duda, mas, en general, como tendencia que alicortó la imaginación creadora, pienso que resultó nociva. Un párrafo novelesco de Giraudoux puede parecernos mejor escrito que otro de Balzac; pero, ¿cabe comparar siquiera la obra de ambos?

Hay una anticipada renuncia a crear el tipo, a enajenarse y entrar en almas ajenas para, desde la fluida penumbra en donde brota el indeciso secreto de la vida, transmitirles sangre y aliento verdaderos. No se trata de que el novelista de hoy esté peor dotado; antes se diría que su incapacidad para trazar otra cosa que desvaídas siluetas, inaprensibles como fuegos fatuos, no es sino el tributo, exigible a su exceso de inteligencia, de cultura, de preparación para el arte de escribir. Quizá lo más conmovedor de un Goncharov, de un Pérez Galdós, es el lado más ingenuo de su arte, lo que tiene de entrega absoluta, sin reservas, a la creación de un mundo que por fuerza tiene zonas insulsas, vulgares, pesadas, ámbitos que es obligado reflejar para que la imagen sea verdadera y adecuada. No aspiraban a la pureza ni padecían el esterilizador pánico a la vulgaridad que ahora detiene el vuelo de los mejores dispuestos.

Por eso parece cada vez más difícil escribir buenas novelas. Después de Ulises, el diluvio. Acaso en Inglaterra aminore la dificultad el hecho de contar con una tradición potente, clima propicio, si no a la eclosión de obras definitivas, por lo menos a la continuidad y permanencia del género. Refiriéndose a Gran Bretaña, habló Edinond Jaloux de «el país de la novela», y además del caso excepcional de Charles Morgan, allí encontraremos, para confirmar su aserto, los nombres de Huxley, Stephen, Hudson, Aldington, los de Kipling, Joyce, Conrad, Wells, el mismo D. H. Lawrence. Una selecta falange que no admite parangón con cualquier grupo de novelistas en otro país.

El lector español conoce a casi todos de modo suficiente. No sucede así, me parece, con sus colegas femeninos, con las deliciosas escritoras que fueron o son Catalina Mansfield, Virginia Woolf, Rosamond Lehman o Victoria Sackville-West. En estos días se ha traducido una de las más atrayentes obras de Virginia Woolf, y creó que vale la pena decir dos palabras sobre esta mujer singular y sobre el librito que acaba de ofrecérsenos.

Una nieta de William Tackeray casó con Leslie Stephhen, aristócrata,   —289→   director de una revista literaria e íntimo de George Meredith, que dejó de él un acabado retrato en la mejor de sus novelas, El egoísta, donde, bajo el nombre de Vernon Whitford, le presenta como hombre de singular inteligencia y recto corazón. Éstos fueron los padres de Virginia Stephen, a quien desde antes de nacer le estaba reservado un hogar en donde lo literario ocupaba el primer plano; su educación pudo así adecuarse venturosamente a las solicitaciones de su temperamento. A los diez años fue la favorita de Meredith, según confesión del gran novelista; a los treinta, contrajo matrimonio con un escritor de «ideas avanzadas», Leonard Woolf, y cinco años después, en 1917, fundaban ambos la editora The Hogarth Press.

El círculo familiar se ha ensanchado: Vanessa, la hermana mayor, y su esposo, el crítico Clive Bell; Adrián, el hermano, conservando las aficiones literarias de precepto en la familia, se dedicó, empero, a la Medicina; después, los hijos de Vanessa Bell, los escritores de la casa, los amigos: el biógrafo Strachey, el economista Keynes, Victoria Sackville-West. Y en este ambiente intelectualista nace la obra de Virginia Woolf.

Los primeros libros no aportan innovaciones en él modo ni en el acento; son mera continuación de lo anterior, escritos sobre el excelente punto de apoyo constituido por la tradición novelística a que más arriba aludíamos, con la misma técnica que Meredith o que Moore, por ejemplo. El cuarto de Jacob, publicado en 1922, implica una actitud totalmente diferente; tres novelas más, dos de ellas de los años veinte -Mrs. Dalloway y Excursión al faro- y otra -Las olas- de 1931, señalaron el nivel de los nuevos hallazgos, la cumbre de un procedimiento narrativo distinto del utilizado por los maestros de la generación precedente.

Las obras iniciales habían sido escritas sin la convicción de que la materia novelesca fuera realmente la que allí se manejaba como tal. Obstáculo con el que venían a dar por aquella época los mejores empeños renovadores, pues, ¿cómo falsear deliberadamente la vida, haciéndola girar en torno a un eje supuesto, a un conflicto trazado de manera irreal, cuyo planteamiento, desarrollo, accidentes y final eran arbitrarios? La vida, pensaba Virginia Woolf, no es así, y, por tanto, si la novela arranca de un equívoco, tomando como verdadero el esquema caprichoso de una peripecia en cuya tramitación se omite   —289→   todo lo que es vida, divagación, presentimiento y ensueño, tan imperdonable y tosca falsedad pone en ella tacha y quebranto imborrables. ¿Cómo podría ser exacto el retrato de un ser cuyo rostro se encubriera bajo la máscara? Copiaríamos la careta con su rictus único, y nadie llegaría a vislumbrar el gesto auténtico de la faz tras ella oculta, ese gesto que puede ser revelador del alma cuyo conocimiento deseamos.

Su ambición es -nada menos- recoger la infinitud de impresiones que van desfilando por un espíritu a lo largo de la existencia. Tal es su intento en La señora Dalloway: captarlas de «un espíritu cualquiera en un día cualquiera». Poco importa la intriga; el más anodino acontecimiento, cualquier banal suceso sirve para despertar múltiples resonancias en el personaje escogido. Así, la dama distinguida que prepara un baile, sale de compras, encuentra, después de larga ausencia, a un antiguo conocido, del qué estuvo; y acaso está, enamorada -y me parece que aquí el riguroso criterio de la escritora debió rechazar la tentación de trabajar sobre un episodio que no es, desde luego, «cualquiera»-, suministra material propicio para el experimento.

Los hechos le interesan poco a Virginia Woolf; sólo en cuanto imprescindibles para que a su contacto reaccione la sensibilidad que le importa escudriñar. La experiencia es sugestiva, pero tal impresionismo literario ni seduce ni logra cautivar, aunque se labore con tan acucioso talento y con dones tan genuinos como los que poseía la señora Woolf.

Ya se aludió a la peligrosa eventualidad de que el novelista se inserte demasiado entre los capítulos de sus libros. Y aquí tenemos que registrar otro riesgo, también ocasionado a desviaciones fundamentales, de lo que ha de ser raíz y caudal motriz de la acción: el puntillismo, la preocupación por la técnica que se alza a desmedida altura, el primor excesivo, tantas y tan ambiciosas intenciones, que resulta casi inevitable que el ingenuo leyente se deslumbre, siquiera pasajeramente, y que al deslumbrarse permanezca unos momentos desorientado.

El método -porque es forzoso reconocer que lo hay- reside en situar al personaje viviendo en el recuerdo, condición previa para informarnos de los sucesos pasados, que constituyen la cifra que aclara y explica el estado de ánimo en que le hallamos al conocerle. Hay una retroacción del relato, suministrándose la anécdota en fugaces   —291→   períodos que alternan con amplios desarrollos de impresiones diversas, unas veces referidas directamente a aquélla y otras veces bastante alejadas, al menos en apariencia, porque en tesis general han de apreciarse como estimables contribuciones a la caracterización del sujeto. El monólogo interior se convirtió así en el más útil de los recursos con que podía contar el inventor.

No es dudoso que pudieran intentarse, y se intentaron grande; cosas: algunos libros encantadores son fehaciente testimonio de los alientos creadores contenidos en el ímpetu y la casi heroica decisión de algunos aventureros de la novela. Pero hay fracasos ejemplares, como el de James Joyce en Ulises, esa extraordinaria obra, construida por un obrero genial sobre el plano de un laberinto. Si a ella no llega, ni en la osadía del concebir ni en lo ambicioso de la realización en el Orlando, de Virginia Woolf, hallamos, al menos, una muestra singular de estas audaces tentativas de englobar dentro de la específica arquitectura de la novela aquellos que un día fueron, con límites rígidos, géneros independientes: ensayo, poesía, historia e incluso ciencia pura. Pues Orlando es la novela de no se sabe bien qué: según uno de sus críticos, la de la inquietud sexual de muestro tiempo o la de la aristocracia británica o la de la poesía inglesa, y quizá la de todo ello a la vez, personificado en un ser proteico, que, a través de cuatro siglos de inmarcesible juventud, excepto de espíritu, cambia de todo hasta de sexo, pues el mancebo que en la primera página -siglo XV- arremete contra la amojamada testa del moro, se ha convertido, al llegar al fin -11 de octubre de 1928-, en una muchacha actual, representativa de la Inglaterra eterna, en una mujer que es precisamente la escritora Victoria Sackville-West.

No pretendo ahora insistir sobre esta delicada cumbre de una estética y de un peregrino modo de ver las cosas. La suave ironía, el remansado propósito de escribir una obra definitiva, que se desea tenga aparente espontaneidad y gracia auroral de brote recién nacido, nos conmueve precisamente por haber fallado el intento. Y la lección de este malogro sirve como paradigma del derrumbamiento que amenaza a que ambiciona síntesis imposibles por rehuir los -en apariencia-, fáciles caminos que se proponen a nuestra curiosidad; Orlando, como Ulises -aunque en grado menor-, es más pieza de museo que obra literaria. Extremos a que llegó el viejo arte de novelar.

Un poco de humildad pudo saltar a Virginia Woolf. Desarraigan   —292→   del ambiente intelectualista en que -según consignamos- se desarrolló su vida, grabando, tan poderosa impronta en su obra, y abandonar algunos de los prejuicios de tribu que frenaban el impulso creador; tales fueron las insoslayables necesidades que nunca llegaron a trasponerla coraza -¡tan, por desventura, hermética!- que resguardaba su corazón, de artista. El innato desdén por la habilidad narrativa fue su peor limitación; las más bellas páginas están escritas cuando se olvida de fórmulas y teorías, por ejemplo, al evocar Peter Walsh las juveniles escenas de un idilio fracasado; los peores momentos suelen advenir cuando el procedimiento impresionista despliega sus recursos y vemos al mentado personaje poseído de vagos delirios, que no revelan más que un vulgar substratum de personalidad paranoide.

Y cuán deliciosamente sabía contar Virginia Woolf, puede ahora comprobarse en nuestro idioma, gracias a la reciente versión de una, de sus obras mejor logradas: «Flush», la biografía de un faldero1. No se trata, desde luego, de un chucho cualquiera, sino de uno de los ejemplares más ilustres de la raza canina, el perrito de la poetisa Elizabeth Barret.

En el ambiente recargado de Wimpole Street, semiclausura involuntaria de la Barret, este pequeño animal que era «Flush», puso una nota de anhelo vital, que antes de llegar él allí se desconocía. Virginia Woolf adivinó cuánto interés podía ofrecer aquel clima raro de pasiones embozadas y de almas vagamente anhelosas, y, para estudiarlo, se colocó en el punto de vista del can, a todas luces clarividente, que Miss Mitford regaló a su amiga inválida. Excelente ocurrencia, porque el perro, que no tarda en identificarse con su ama, tiene un olfato que le advierte la realidad de sutiles novedades, presencia de fantasmas, y así, gracias a «Flush» Virginia, nos enteramos de muchos secretos del alma de Elizabeth. Da la casualidad que, sin perjuicio de su buena raza española, el animalito es ciertamente un modelo de honesto perro inglés. Es un bicho respetable, apegado a las tradiciones, que necesita el revulsivo eficaz del trasplante a Italia para que despierte la sangre de sus abuelos y pierda el barniz, digamos intelectual, con que la reposada vida londinense le fue cubriendo. Pues no en vano se convive durante amos con una solterona sedentaria, que pasa los días emborronando papel.

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Otear la vida de la Barret, siguiendo la mirada de su faldero, para nosotros ventajoso, porque nos ahorra la parte de folletín que en aquélla se registra: las violencias del padre tiránico, el ansia del nombre de las pobres vírgenes, resignadas al lento descaecer. ¡Cuánto episodio melodramático puede, en suma, sugerirse y, al propio tiempo, esquivarse con sólo dar a conocer al temible Eduardo Barret, por el miedo que su arribada produce al pobre «Flush» También el consabido himno al amor y a la poesía se elude en virtud del desdén del perrito por tanta sublimidad, tanta desmesura en la expresión de los sentimientos; gracias a él, en este libro no hay página carente de gracia, de sentido del humor y de la proporción.

En la captación del ambiente alcanza «Flush» los más justos matices: las diferencias entre campo y ciudad, entre Londres y Florencia son para el avispado chucho la evidencia de mundos dispares. La imagen de Elizabeth queda un tanto desdibujada, acaso porque, a pesar de todo, no es fácil llegar al secreto de un alma poniendo la nada encima del cuerpo que la alberga. Y de Robert Browning no llegamos a ver sino el bulto de su figura; una sombra que se interpone, sin que «Flush» Virginia tenga gran cosa que decir de ella.

La señora Woolf, aun escribiendo el más concentrado de sus libros no pudo impedir que se atenuara la sensación de verdad a que aspiraba, por el afán de trascender, por el empeño de ser a todo trance sutil, ingeniosa y, bajo grácil apariencia, profunda.

Este escollo bien conocido fue casi conjurado en «Flush», donde no se registran las desviaciones, repeticiones, alejamientos del tema que quieren pasar por inconscientes y no dejan de ser candorosas cruces de pensamiento, que, aun acomodados a la realidad, son en la obra artística ganga recusable y, a la larga, producen fatiga, según se comprueba en Excursión al faro o en Las olas, libro éste donde asistimos al curso de no menos de media docena de monólogos interiores una y otra vez interrumpidos, reanudados y desbaratados, hasta lindar con la incoherencia.

Y gracias a que ese peligro pudo sobrepasarse, decíamos, «Flush» es un cuento bien contado. Con una sola persona, Elizabeth, y el protagonista, sin que el plan inicial se le vaya de la mano al autor. Escrito con ese amor a los detalles, que revela observación atenta, amor aprendido quizá de su gran amigo Lytton Strachey, que la enseñó, también lo que Maurois llamó «ironía velada de aparente candor», y   —294→   aun aquella sutileza de intención que le permite rozar los temas sin marchitarlos, dejándoles frescura de flor viva, intacto perfume.

Sí ahora abordamos la cuestión apuntada al comienzo de este artículo, con objeto de resumir en pocas palabras la teoría vital de Virginia Woolf, observaremos que la empresa no es sencilla. Tomemos una de las primeras obras, Noche y día, aparecida en 1919; releamos enseguida Las olas, y nos sorprenderá esta idea central: la insuficiencia radical del hombre para resignarse a una existencia imita, sin posibilidades de fusión con otras almas, de las que, sin embargo, anhela participar. Nada temen tanto los personajes de Virginia Woolf; por ejemplo, Katherin Hilbery, que me parece el más representativo de los inclusos en las obras de su primera manera, como la soledad, hallarse separados de los otros seres por un vasto territorio de sombra, que no cabe poblar con gestos, palabras, acciones, porque toda tentativa se resuelve en el dolor de su esterilidad. Así, el aislamiento fortalece la tensión necesaria para mantener y estimular su fe en la eficiencia de una comunicación íntima con los demás, puesto que cada salida al exterior equivale a un nuevo fracaso. Esta incomunicación espiritual es la misma de La señora Dalloway, pese a que cree «que para conocerla a ella o a cualquier otro es preciso buscar las personas que, los completan, e incluso los lugares», ya que uno es algo más que el ser visible con quien tratarnos», o la del profesor Ramsay, en Excursión al faro -que en sus esfuerzos por quebrarla, evidencian una lucha patética-, o también la de Bernardo, en Las olas, donde se disimula por el artificio de la superación de las diversas individualidades, ficción tanto más desoladora cuando expresiva de un puro forcejeo mental con lo imposible.

La tremenda incapacidad para situarse en la realidad me parece síntoma de mala salud espiritual; y nuestra vida es una realidad que no podemos soslayar ni diluir en esa vaga comunión de filiación panteísta, a que se llega en Las olas. Buscamos a tientas el alma del prójimo, pero nuestro corazón explora a sabiendas de cuán angosto es el paso a franquear, sin la desorbitada e inhumana aspiración de fundir espíritus, anhelos y creencias, porque no ignoramos que ésta es idea libresca, irrealizable; siquiera sentirla en perpetua fuga pueda hacer desdichadas a ciertas almas estremecidas, como es el caso de la desamparada mujer que fue Virginia Woolf, inteligencia que no dejó de tantear, como sus personajes, «en esa región difícil, donde lo inacabado,   —285→   lo inexpresado, lo desconocido se funden para ofrecernos la ilusión de lo perfecto». Pero ella no tuvo en la hora decisiva, frente a las verdes praderas del Sussex, una mano amiga, que, como la de Ralph, al posarse en el brazo de la señorita Hilbery, disipara las tinieblas, el recuerdo del caos, señalando «la vuelta de la seguridad, de tierra firme magnífica y brillante bajo el sol».

Nuestra disconformidad con la tesis -¿por qué temer a las palabras?- no justificaría silenciar que la obra entera de Virginia Woolf en vida y su muerte, son consecuencia de una sensibilidad mantenida con ímpetu primaveral en la raíz de su espíritu. Sostenida, estimulada por una cultura de primer orden y por un corazón en cuyas fibra toda causa justa, toda palabra inteligente, hallaban adecuada resonancia, aspiró demasiado; dejó que sus sueños volaran más allá de las nubes, tras de los altos cielos que sólo el ojo de Dios puede alcanzar su derrota nos lega una enseñanza que no es posible desconocer.

«La muerte -escribió- es un desafío; la muerte es un conato para unirse, ya que los hombres sienten que lo esencial, místicamente, lo escapa; lo que estaba más cerca, se aleja, el encanto se desvanece y uno se encuentra solo. En la muerte hay un abrazo». Creía en la comunión última, en la posibilidad de una segunda vida a través de los recuerdos de otras personas, y por eso en Excursión al faro sepa la obra en dos partes, con diez años de intermedio, en los que nada sucede, si no es que «el tiempo pasa», para que, al cabo, podamos ver cómo la difunta señora Ramsay sigue presente en la emoción de Lily Briscoe, después de haberse perdido en la cadena de los días su memoria, de jornadas en las que sólo cuenta el soplo del viento, la carcoma infatigable, la hierba que crece, lo perenne al lado de los menudos acontecimientos -descritos en dos líneas, entre paréntesis- presentados como algo insignificante, trivial. ¿Y no quería la señora Ramsay insinuarse en el corazón ajeno para sobrevivir en él, «incorporada a la trama misiva de su existencia»?

Y aun queda un punto importante, una cuestión que toda la obra de Virginia Woolf se esfuerza en contestar. ¿Cuál es el sentido de la vida? De Excursión al faro tomamos la respuesta: «La gran revelación, quizá, no llegará nunca, si no que la reemplazarán los pequeños milagros cotidianos, las revelaciones, los fósforos que inopinadamente lucen en la oscuridad».

O cómo dice en otra parte, «momentos que son yemas en el árbol   —296→   de la vida, flores de la noche». Todo su arte, en resumen, aspira a revelarnos ese continente psíquico, cuya zona en penumbra resulta tan difícil avizorar; renunció deliberadamente a cuanto discrepaba con el temperamento; con las posibilidades de su destino creador. Pues por encima de todo quería salvaguardar la perfección de su obra, embellecer y disimular la trágica desesperanza incita en el mensaje de que era portadora, transmitido, con no bien encubierta angustia, en un lenguaje casi musical, admirable, sin duda, pero no suficiente para ocultar la trama y el tejido puramente cerebral que bajo sus armonías se esconde.

Dos palabras a propósito de la versión española de «Flush». Asistimos a una polémica sobre las traducciones, en la que se han emitido pareceres acertados y también otros, reveladores de escasa sindéresis en los opinantes. Rafael Vázquez Zamora, al traducir la obrita de Virginia Woolf, ha terciado, a su modo, en el debate, suministrando el ejemplo de cómo deben ser aquéllas, ya que supo conservar la gracia peculiar del original amoldada a un castellano de inusitada majeza y alegría. La traducción puede ser, por tanto, obra estimable, a condición de que como en este empeño se ponga a su servicio finura de inteligencia, amor a la tarea y conocimiento de ambos idiomas. No es extraño que el resultado conseguido por Vázquez Zamora disuene agradablemente en el coro pueblerino de traductores a los que suele faltar -en el supuesto más optimista- alguna de las condiciones indicadas, y aún con frecuencia todas ellas.





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