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ArribaAbajo Mestizaje humano y cultural

La penetración incásica fue decisiva en el orden social, en los aspectos étnico, político y económico. En dichos terrenos se produjo, en seguida, una profunda y complicada fusión de elementos humanos, tanto que la investigación posterior ha tardado mucho en deslindar claramente los elementos vernáculos de los elementos superpuestos. Debido a ello, en este lugar dejo el asunto intocado y bajo el amparo de los especializados en asuntos antropológicos y étnicos, para detenerme en lo simplemente histórico. Señalo, eso sí, la urgencia con que deben proseguirse los mentados trabajos de investigación, hoy interrumpidos o escasamente activos, a fin de ensanchar la Historia del Ecuador en cuanto nos sea dable y las ciencias lo permitan.

El ánimo del historiador actual necesita reelaborar, ampliándolo, el ámbito temporal entrevisto por el Padre Velasco, pues los demás países hispanoamericanos, casi unánimemente, han dedicado sus empeños a la tarea de rescatar la vida pretérita de la masa de polvo que los cubre. Tras de los cacharos y de los restos óseos, tras de   —123→   los trebejos metálicos y de las piedras inmobles, hay una vida humana cuya tónica debemos captar y traducir en términos universalmente inteligibles; hay un espíritu cuyos signos debemos interpretar sin caer de bruces en la fabulización arbitraria; hay una cultura o algunas culturas -cuyas fisonomías necesitamos comprender a fin de sentir cómo se han alojado en el lugar correspondiente de nuestra intimidad individual mestiza, o de nuestro ser colectivo de nación complejamente formada.

La profunda y complicada fusión del Quito y del Cuzco puede considerarse de varias maneras, aun cuando me detendré sólo en la más importante de ellas, es decir, en la que atañe al orden humano en pos de ver cómo, al llegar a este límite de su expansión, el envejecido y espléndido Incario dio fin en el Quito, y cómo éste fue el punto de partida hacia nuevas posibilidades históricas. Porque es incuestionable, aunque no sea legítimo el proponerlo, que el Imperio vencido por la reacción quiteña y reunificado bajo diverso signo dinástico por el triunfador Atahualpa, no hubiera proseguido en el mismo sendero, ni continuado análoga tradición espiritual, debido a que el nuevo orden se cimentaba en el ataque al antiguo orden político de los Incas tradicionales, y destronó a la dinastía de origen divino.

Descartada o vilipendiada la teogonía ancestral, la soberanía del Cuzco estaba perdida, como también su cultura. El bastardo, el ilegitimario, como fue el soberano quiteño que ascendía brillantemente, ante el criterio conservador de aravicos, amautas y quipocamayos, y ante la realidad secular adorada por los cuzqueños no habría podido seguir decurriendo por el mismo cauce. Hacia 1530, es decir hacia el tiempo de la penetración europea, el Incario era sombra de lo que había sido, y aun cuando su apariencia era deslumbradora, había periclitado definitivamente. Lo hallado por los españoles fue, como en el verso del poeta, la sombra de un gran nombre.

Examinaré, pues, el aspecto humano de este fin y de este comienzo, desde el mejor plano donde sea dable hacerlo: la misma realidad humana. Y comenzaré por recordar   —124→   que dos notas precisas definen la penetración cuzqueña en el Quito: el Inca, paradójicamente, mezclaba y separaba a sus súbditos. Dos tipos de mandatos o de instituciones, al parecer contradictorios, presidieron el desplazamiento poblacional de los últimos tiempos del Incario, en virtud de las aludidas reformas de Pachacuti.

La primera reglamentación consistía en el levantamiento de los ejércitos con hombres que se exigían a todas las regiones, regiones cuyo número y diferencias étnicas se multiplicaron y acentuaron en vísperas de las excursiones de conquista hacia el norte. La segunda, consistía -en la prohibición de pasar los moradores de un lugar a los demás, salvo excepcional permiso del soberano. Digo que es aparente o paradójica la oposición de estas dos órdenes; pues el señor del Cuzco fue el primero en darse, advertidamente, a la tarea de mezclar a sus súbditos, una vez creadas aquellas migraciones forzosas que se llamaron mitimaes, que ante todo y sin proponerse, fueron la forma eficaz de fundir los pueblos diversos en una totalidad resultante que, de perdurar, habría cambiado, en pocas generaciones más, la fisonomía racial y cultural del Incario.

¿Licenciaba siempre el Inca a sus ejércitos, una vez terminadas las campañas? Los cronistas no dicen nada explícito al respecto; a nosotros, en cambio, nos es fácil deducir que la prudencia del monarca y las circunstancias lo determinarían. Unas veces debía licenciarse a los combatientes, y otras debía conservárselos. Sin embargo, cuando el soberano permanecía algún tiempo en las regiones sojuzgadas o anexadas de cualquier modo, el ejército necesitaría permanecer en pie. Como también duraría la presencia del mismo en los lugares de peligro emergente o donde los nuevos súbditos, por su condición levantisca demandaban atenciones mayores y mano firme.

Pero no nos está prohibido deducir y -afirmar que el ejército, licenciado o no, pudo ser el primer aporte o la primera avalancha de mitimaes con que el Inca contribuía a fundir en una fisonomía la variedad del regionalismo imperial. Y esto debía ser así por la facilidad que   —125→   implicaba este trasplante de hombres casi realizado ya. Los soldados del incario debieron quedar, en muchos sitios, como la primera siembra imperial, siembra de gran calidad, a pesar del modo naturalísimo con que los cuzqueños, el mayor número de veces, asimilaban aquello de los vencidos que no atentaba directamente contra los principios esenciales de la dinastía divina o de la política imperial.

Por tanto, sea en el caso de una permanencia militar del ejército en tierras recién dominadas, o sea en el caso de convertirse los soldados en colonos mitimaes de primera hora, las activas fuerzas de penetración interhumana, comenzarían inmediatamente su labor, dando origen a sinnúmero de vinculaciones afectivas, familiares, económicas -aún dentro del duro marco centralista comunitario implantado a raíz de toda penetración-, y hasta de simple servicio transitorio. Tal es la fuerza de la humana calidad. Por más regimentada que supongamos al Incario, sobre todo después de las meticulosas reformas de Pachacuti, aun quedarían sectores de la conciencia privada, donde el centralismo cuzqueño nada tendría que hacer o en donde la vida desplegaría, con su acostumbrada pertinacia, las alas de su libertad.

Como pruebas aún quedan restos de cantares y leyendas recogidos por algunos cronistas acuciosos y de simpáticas resonancias poéticas con el alma de los primitivos, fragmentos donde se relatan el drama y hasta la solución trágica de desplazamientos biográficos errabundos y evadidos de las disposiciones previsoras, cuya impositiva fuerza legal no absorbía totalmente el ámbito interior de la vida profunda que, a pesar de todo, quería el régimen centralista subordinar a sus planes.

Cabello de Balboa, y para citar un solo ejemplo, nos cuenta, por menudo, la historia de los amores del mancebo llamado don Hernando Yupanqui y de la doncella doña Leonor Curicuillor, leyenda o resto de leyenda castellanizada o, mejor cristianizada en el agua emotiva del escritor español. Pero, en todo caso, leyenda en donde vemos -como en la romántica de los caballeros medioevales-   —126→   escondidos y guardados los sucesos más frecuentes de aquellos días en que el duro choque del Cuzco sobre el Quito, haría saltar la luz de estas situaciones humanas y poéticas.

Al margen de la ley, con una seguridad infalible, superándola o configurándola más humanamente, la vida fija sus caminos. Pero en el ámbito de las relaciones interhumanas corrientes, cotidianas y nada poéticas, los nexos impuestos por el trabajo que se realizaba en común, por el régimen agrario colectivista, por las igualitarias disposiciones económicas y sociales, por las crecientes relaciones de familia y por los vínculos de soberanía y subdistancia tan multiplicados en el régimen planificado y detallista de los Incas, dentro del ámbito de estas relaciones, repito, dichos nexos fueron el comienzo de la unificación, a más de ser la simiente y el cimiento de la ansiada igualación política.

Cuando el señor del Cuzco se decidió a trasvasar o entremezclar, llevando de un sitio para otro a las gentes de las diversas regiones, se propuso conseguir sumisión mayor y mayor seguridad, tanto en beneficio personal de él, como en servicio del Estado. Pero lo que consiguió en realidad, fue mucho más, porque logró, sin proponérselo, un beneficio ultrapolítico y duradero, y como fue el comienzo del asemejamiento cultural y de la aproximación étnica, incipientes todavía cuando la llegada de los españoles, pero notable ya en todo el Incario. Y he aquí un resultado que rebasó el fin propuesto. El centralismo cuzqueño, de suyo arrollador, gracias al trasplante de pueblos -no alabo la ferocidad del hecho-, gracias a la natural e inquebrantable intercomunicación humana, logró un resultado que pocos imperialismos han visto realizarse en corto plazo y con pequeño costo vital.

Sin embargo, por lo que respecta al Quito, dicho resultado fue más allá todavía. La fusión se produjo en forma tan íntima y en escala mucho mayor, que hasta el mismo Huaynacapac, soberano de ascendencia divina legítima, mezcló su sangre con la quiteña, no obstante la barrera teogónica levantada entre los vencidos y él, por su casta y por su dogma. Aun cuando este acto del   —127→   Inca pudo significar tanto la culminación de un proceso de acercamiento humano, iniciado entre los súbditos durante los prolongados meses y años de la conquista y propagado hasta convertirse en fuerza irresistible y contagiosa, hasta llegar a las clases altas y pasar de allí al soberano; o pudo significar también un proceso inverso que, iniciado en la altura se generalizó después entre los gobernados, pasando así mismo el ejemplo o el contagio, como en el caso anterior, por los tabiques de las clases sociales elevadas y dominadoras, hasta reflejarse entre vencidos y mitimaes.

Cualquiera sea el camino seguido por la vida en este hundimiento de unos grupos étnicos en otros, la penetración política del Incario quedó contrabalanceada en el Quito con las graves consecuencias acarreadas al aplicarse los principios administrativos que imponían los señores del Cuzco, llevados del afán de encontrarse rodeados de la mayor seguridad, o acarreadas por los actos desmesurados de Huaynacapac, tendentes a granjearse la simpatía de los nuevos súbditos y a robustecer la autoridad de su persona en tierras extrañas y levantiscas. Aún no estaban lejos las jornadas del norte y la sangrienta exterminación de los defensores de su suelo, jornada cuyo recuerdo quedó fijo en la laguna de la sangre o Yaguarcocha, toponimia que era un reto constante y una llamada al resentimiento. Y tampoco dejaban de crecer los muchachos huérfanos -los huambracunas- de aquella jornada pavorosa en que el Incario aplastó la última resistencia. Tales fuerzas contrarias operaban con seguridad y salían a flote sus efectos, que no por disimulados eran menos sentidos y temibles.

Una situación muy digna de notarse en la penetración cuzqueña dentro de estas regiones septentrionales del Chinchasuyo ha quedado borrosa, en la sombra, sin que haya recibido la requerida iluminación. Me refiero al estado otoñal del Incario cuando puso el pie en las tierras del Quito: es decir, que cuando emprendía esta conquista hizo su último esfuerzo de expansión imperialista. Pachacuti, al reformar las instituciones y al prestar nueva fisonomía a un Estado secularmente fortalecido,   —128→   al vaciarlo en formas nuevas y en instituciones remodeladas y algunas de ellas diversas de las antiguas, denuncia, sin que haya posibilidad de contradecirle, que el fruto estaba maduro y en los comienzos de la decadencia.

El nombre de este Inca es, en el fondo, sinónimo de un otoño dorado y fructífero. Por consiguiente, cuando el Cuzco señorea sobre el Quito, ha perdido ya toda la fuerza creadora, toda la capacidad juvenil de las antiguas empresas originales; y, desde entonces, desde el fondo del Incario, no salió nada nuevo, nada que exprese una vuelta a los orígenes. Demasiado vieja, conformada con su fuerza y brillantez, resignada, la era de los últimos señores legítimos no pasará de imponer lo consabido, de aceptar lo tradicional, de erradicar cuánto le incomode y, aparentemente, tampoco pasará de rechazar cualquier ofrenda cultural de los sojuzgados. Se había perdido la medida, el sentido interno de la medida, bajo la apariencia provechosa -eficaz decimos ahora- de las instituciones benéficas, abrillantadas por Pachacuti, el reformador.

Esta apariencia provechosa, caduca y no perceptible en su caducidad, fine hallada y ante ella se deslumbraron cronistas y conquistadores. Pero, no se puede menguar un átomo la verdad, las aportes del Incario al Quito fueron de comprobado y positivo rendimiento, probados y afinados en sucesivas conquistas y, en esta vez, aplicados con actividad máxima a la vida social y administrativa. Al mirar la superficie de los sucesos se descubre que lo incásico o lo cuzqueño, -en general no cambió al chocar con el Quito: ni la materialidad externa, ni la espiritualidad cultural.

Parecía como si los vencedores se sintieran invulnerables e intactos en su íntimo tradicionalismo; y al sentirse así no pensarían sino en el provecho que pudieran sacar de su fuerza impositiva, tanto en los rendimientos visibles, como en los resultados que a la postre se obtendrían de las nuevas formas de trabajar la tierra, o de las cuantiosas percepciones de tributos que pensaba lograr   —129→   el Estado. En total, y personalizando el caso en algún varón egregio o en alguna clase social, Huaynacapac y los señores de su corte numerosa y prepotente, no alcanzaban a ver sino el éxito de un Imperio inmenso, colmado con los bienes que siempre suele otorgar una larga paz. El ojo de los primeros europeos tampoco vio otra realidad.

Pero Huaynacapac y su séquito de potentados cuzqueños, al confiar en un mundo feliz que no mostraba límites por parte alguna, dejaron desguarnecidas, precisamente, aquellas puertas por donde llegan las auténticas, las irresistibles invasiones: las de la vida humana que se sobrepone a toda índole de gobierno, a todo tipo de régimen, débiles o poderosos, honestos o impositivos. Hay poderes insobornables, quizás de humilde apariencia, humildes por ocupar los niveles más profundos de la existencia singular o histórica; poderes que escapan aun a la mirada experta en asomarse a los brocales del alma, pero que siempre se encuentran en estado activo, como ciertos volcanes vestidos tranquilamente con nieve; fuerzas, en fin, que suelen irrumpir sorpresiva e impetuosamente cuando es llegada la hora.

Nadie cuenta con tales poderes, nadie cree en su eficacia revolutiva, y son los políticos los más avezadas a desconocerlos, y más que ninguna otra clase de políticos, aquella de contumaces gobernantes que edifican sus planes sobre el temor de los sojuzgados o sobre la lealtad de sus vasallos: Esta falta, muy frecuente en la Historia, se puede decir que constituye una etapa necesaria entre las finales de cualquier grandeza humana. A la luz de estos poderes psicológicos, callados y humildes, veré en qué consistió la revancha que tomó el Quito en contra del Incario, regimentado y perfecto.



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ArribaAbajo La incaización del Quito

Refiere el cronista Pedro Sarmiento de Gamboa que al retornar el Inca Pachacuti de la conquista del Collasuyo o de lo que ingresó al Incario bajo ese nombre, se encontraba cargado de años, aunque no cansado de hacer la guerra y de expandir los dominios que sujetaba a su señorío con tanta precisión como firmeza. Gran político y perspicaz como era, presintió, guiado por el trámite de los mismos sucesos, que detener la corriente expansiva del Imperio era matarle o condenarle a la parálisis progresiva.

Por tal razón ordenó a su hijo Topa Inga Yupanqui ponerse al frente de un ejército y marchar hacia las regiones del norte, señalándole un término temporal y geográfico para sus correrías bélicas. El designado caudillo se puso en marcha y cumplió la tarea encomendada por el Inca. Alcanzó con éxito los términos señalados, pero en vez de guardarlos, con el acatamiento que siempre merecieron las órdenes imperiales, Topa Inga los rebasó con el intento de ver lo que había más lejos. Al burlar la orden paterna descubrió ante sus ojos, primero, y luego   —131→   ante las miradas del Incario, un enorme panorama de conquistas y de realizaciones que colmarían de gloria a los dinastas cuzqueños. Claramente lo dice Sarmiento de Gamboa:

«Supo Pachacuti Inga Yupanqui, por las nuevas que le trajo Topa Inga cuando vino de la conquista del Chinchaysuyo, que había otras muy ricas y grandes provincias y naciones más adelante, donde su hijo había llegado. Y por no dejar cosa por conquistar, mandó a su hijo Topa Inga se aprestara para volver a conquistar hacia las partes de Quito. Y aprestada la gente y hechos los capitanes, dióle por compañeros a los mesmos sus hermanos Tilca Yupanqui y Anqui Yupanqui que hablan ido con Topa Inga la primera vez».



La importancia que, desde el principio, se concedió a esta conquista fue muy grande, pues debía ser una de las expansiones más atractivas del poderío incásico. Parece que se la planificó detalladamente, porque se emplearían todas las fuerzas del Imperio en conseguirla del modo más pronto y decisivo. Si leemos lo que tras las palabras de Cieza de León aparece, a pesar de la escueta manera estilística usual en las crónicas, no podernos sino formarnos idea de la importancia que esta empresa alcanzó en el deseo y en los propósitos de Pachacuti, quien, no obstante sus largos años, no vio logrados sus empeños, como tampoco los culminaría su hijo Topa Inga, primer ejecutor material de esta conquista. Al respecto se leen en Cieza estas palabras:

«La salida que el rey quería hacer de la ciudad del Cuzco, sin saber a qué parte ni a dónde había de ser la guerra; -porque esto no se decía sino a los consejeros-, juntáronse más de doscientos mil hombres, con tan gran bagaje y repuesto, que henchían los campos; y por las postas fue demandado a los gobernadores de las provincias que de todas las comarcas se trujesen los bastimentos y municiones y armas al camino real de Chinchasuyo, el cual se iba haciendo   —132→   no desviado del que su padre mandó hacer, ni tan allegado que pudiesen hacerlo todo uno».



Los cronistas están de acuerdo en los trámites o pasos de esta conquista: en primer término fueron sometidos los paltas y sus vecinos de poca importancia; luego después tocó el turno a los cañaris, y es claro que con el sojuzgamiento de estos últimos dio fin el primer acto del drama, pues el conquistador, luego de allanadas las dificultades subsiguientes a la conquista y previas a la nueva organización administrativa, retornó al Cuzco. La conquista, hemos de comprenderlo de una vez y no olvidarlo, desde los comienzos se presentó difícil y, en lo temporal, se prolongaba de manera no prevista por el Inca. Tamaño contratiempo urgía más la ansiedad dominadora del Imperio. Cieza nos lo cuenta con sencillez:

«Por los Bracamoros entró Túpac Yupanqui (el Topa Inga Yupanqui de otros cronistas) y volvió huyendo, porque es mala tierra aquella montaña; en los Paltas y en Guancabamba, Caxas y Ayavaca y sus comarcas, tuvo gran trabajo en sojuzgar aquellas naciones, porque son belicosas y rebustas, y tuvo guerra con ellos, más de cinco lunas; mas al fin ellos pidieron la paz y se les dio con las condiciones que a los demás; y la paz se asentaba hoy y mañana la provincia estava llena de mitimaes y con gobernadores, sin quitar el señorío a los naturales; y se hacían depósitos y ponían en ellos mantenimientos y lo más que se mandaba poner; y se hacía el real camino con las postas que había de haber en todo él».



La conquista bélica era al mismo tiempo, con un paralelismo sorprendente, penetración humana, llegada de hombres a sobreponerse a los dominados o a situarse junto a ellos en las nuevas tierras. A par del sojuzgamiento ingresaban los pioneros del Incario, los mitimaes, base imprescindible de la producción agraria y de la fusión racial. Estos mitimaes eran, sin duda, los que iban tras el ejército, que no era de los que se movía con celeridad en esta tierra, antes bien iba prolongando con exacta   —133→   puntualidad y conciencia la red de vías imperiales, ampliando y mejorando aquella suerte de sistema circulatorio, gracias al cual se logró dominar hombres y montañas dentro de un plan fijo e inalterable. Torrente sanguíneo y semilla vital, vías y mitimaes, daban empleo a la existencia desde el instante que alumbraba la paz. No importa que ésta haya sido una extraña paz impuesta por extraños gobernantes. Aquí debemos ver la calidad administrativa del Incario y comprender los métodos de extenderla.

Dice Cieza de León, y así debió acaecer, que los naturales de cada uno de los lugares recién conquistados, no obstante la presencia de gobernadores y mitimaes, conservaban su manera de ser y de comportarse, es decir que conservaban mucho de lo que les era socialmente, peculiar; sin que esto significara la ausencia o la total indiferencia del régimen centralista y de la poderosa mano niveladora que caracterizaba al Incario. Las cuestiones de detalle, por un alarde de política fuerte, se dejaban a los vencidos, como muestra de la paternal benevolencia del Inca, o como un señuelo para dar caza a porciones humanas desprevenidas, esperanzadas o tímidas. Con todo, para el punto de vista que mantengo este momento, lo importante era que esta penetración humana, siempre lista a mezclarse con lo vernáculo, desempeñaba la función de cuzqueñizar al Quito, desde el primer momento del contacto bélico o pacífico, militar o civil, religioso o económico.

Los cañaris, al segundo día de su derrota, vieron surgir en su comarca la misma actividad renovadora, si es que son del todo ciertas las afirmaciones de Garcilaso, bastante enterado de los métodos melifluos de la conquista incásica, y buen conservador de innumerables intimidades de su estirpe.

Desde luego, los cañaris no se entregaron de manera tan sencilla, como algunos historiadores han supuesto, sin -recordar lo que significaría, luego de la contienda, el que los vencedores hubieran pactado con los dichos cañaris, obligándoles a entregar rehenes y a ser convertidos en   —134→   mitimaes, los primeros mitimaes que de estas tierras se enviaron al Cuzco. Cederé la palabra al mismo Cieza de León, a fin de que sea él quien nos cuente este primer encuentro, antes de referir lo que dice Garcilaso:

«De estas tierras anduvo Tupac Inca Yupanqui hasta ser llegado a los Cañaris, con quienes también tuvo porfías y pendencias, y siendo dellos lo que de los otros, quedaron por sus vasallos, y mandó que fuesen dellos mesmos al Cuzco, a estar en la misma ciudad, más de quince mil hombres con sus mujeres y el señor principal dellos, para los tener por rehenes, y fue hecho como se mandó».



Y ahora, dejaré paso a la información del Inca historiador, quien en el capítulo V del libro octavo de los Comentarios Reales, comenta -esta palabra es exacta- la política cuzqueño desplegada entre los cañaris, a fin de que viéndola, otros pueblos se aficionaran a ella y se sometieran a la paternal forma de gobierno centralista de los conquistadores sureños. Fue el mismo Tupac Inca: Yupanqui el que se apersonó del problema y, en forma directa, ensanchó la agricultura poniendo en servicio tierras nuevas o enseñando varias labores antes ignoradas, ordenando regadíos y distintas siembras, pues la hermosa tierra se prestaba a todo aquello, can lo cual dio comienzo la vida agrícola que sería superada solamente, por la penetración europea. Nuevas semillas y nuevos cultivos fueron aportados, y las tierras vírgenes que los recibieron, pagaban crecidamente el esfuerzo regenerador de la dinastía cuzqueño, con rendimientos que satisficieron al Inca e indujeron, por otra parte; a los vencidos a aceptar sagazmente las innovaciones.

Que la noticia de los cultivos nuevos y de las semillas nuevas, sea cierta, lo han comprobado posteriores estudios botánicos y taxonómicos, según los cuales se ha comprobado que es la actual región de Bolivia el sitio de origen de varias plantas alimenticias y de utilidad humana, que al ser encontradas por los españoles en todos los lugares que iban descubriendo en este lado de América,   —135→   les hizo tomarlas por vernáculas en sitios donde no se originaron. La agricultura debe, pues, a la expansión incásica incalculable deuda.

Pero no solamente fue está aspecto el que recibió los mejores cuidados del Inca. Fueron, al decir de Garcilaso, los usos, las creencias, las festividades, las normas políticas y económicas, las principales ocupaciones que tomaron mucho tiempo, del escaso de que disponía el jefe de la expedición. Quiso este, señor cuzqueño dejar todo bien asentado, pacífico y quieto, según la frase del Inca historiador, para modelo administrativo, antes de tornar al Cuzco, a donde marchó a recibir los homenajes que su padre le tenía preparados. En total, los cañaris fueron puestos en contacto con el Incario y con el torrente vital que lanzaba éste sobre inmensas tierras, tal como lo fueron los paltas y demás grupos humanos qué les circundaban.

Al cabo de años, otra vez Topa Inca Yupanqui se presentó en los confines del Quito. Pero sufrió un desengaña, pues sus desvelos por dejarlo todo bien asentado, pacífico y quieto, no lograron fructificar. No obstante sus planes cumplidos y prolijos, encontró a los cañaris hostiles contra el régimen cuzqueño y, hasta confederados con los pueblos de más al norte, quienes encabezados por Pillahuaso, personaje mentado por Sarmiento, buscaban -el modo de ofrecer resistencia a la fuerza expansionista que reiteraba sus acometidas. Dice el texto de Sarmienta de Gamboa:

«Y desta manera legó a Tomebamba, términos de Quito, cuyo cinche, llamado Písar Cápac, se había confederado con Pillahuaso, cinche de las provincias y de las comarcas de Quito. Estos dos tenían un grueso ejército y estaban determinados a pelear con Topa Inga por defender su tierra y vidas. A los cuales Topa Inga envió mensajeros diciéndoles que se viniesen a rendir las armas y dar obediencia. Ellos respondieron estar en su patria y naturaleza, y quellos eran libres y no querían servir a nadie ni ser tributarios».



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Intencionalmente he citado la autoridad de Pedro Sarmiento de Gamboa porque, en cuanto a la persona del cinche de Quito, difiere de cuánto solemos tener por verdad inconmovible, jamás demostrada desde luego, a partir del Padre Velasco, y puesta en duda por Jacinto Jijón. Con todo, lo capital es esto: la penetración cuzqueña hizo lo posible a fin de obtener la simpatía de los vencidos o de aquellos a quienes se proponía dominar, demostrando los métodos paternales que emplearía y los rendimientos provechosos alcanzables con ellos. Sin embargo, los nuevos súbditos y los amenazados colindantes de éstos, prefirieron aliarse con otros y hacerse fuertes, con el noble objeto de resistir, buscando menores probabilidades de fracaso ante la acometida de un adversario tan experimentado y poderoso.

Es digno de notarse, también el siguiente hecho: entre el primer choque de los cuzqueños con los pueblos australes del Quito y con los situados en los términos del mismo, y el segundo encuentro, pasaron años, durante los cuales el expansionismo incásico parecía detenido. Este lapso dio tiempo a consideraciones y deseos de recobrar la independencia perdida, a varios grupos humanos, entre las cuales destacaron los cañaris. Las nuevas formas de producción aprendidas de los cuzqueños, los cultivos y más ventajas asimiladas serían, indudablemente, parte para que los moradores de Cañar asumieran esta actitud y ansiaran recuperar lo perdido. De otro lado si hemos de dar crédito a Garcilaso, Topa Inga Yupanqui pasaba su tiempo en el Cuzco, donde gastó muchos años haciendo oficio de gran príncipe, es decir prosiguiendo la política del Incario o, por lo menos, continuándola en la forma posible, en tanto peligraban sus propias conquistas septentrionales.

Con respecto a la segunda acometida del Cuzco sobre el Quito, Garcilaso relata del siguiente modo el comienzo de la empresa y sus primeras, según él, fáciles proyecciones:

«Mas como los Inca, por la natural costumbre de los poderosos, estuviessen tan ambiciosos por aumentar su   —137→   Imperio, hazíaseles de mal perder mucho tiempo, en sus conquistas, por lo cual mandó levantar un famoso exército, y con él caminó hasta ponerse en los confines de Tumipampa, y de allí empezó su conquista y ganó muchas provincias que hay hasta los confines del reino de Quito, en espacio de poco menos de cincuenta leguas, que las más nombradas son: Chanchán, Moca, Quesna, Pumallacta -que quiere decir tierra de los leones, porque se crían en ella más que en otra comarca, y los adoravan por dioses-, Ticzampi, Tiucassa, Cayampi, Urcollaso y Tincuracu, sin otras muchas que hay en aquella comarca, y de menos cuenta; las cuales fueron fáciles de ganar sin señores ni govierno ni otra policía alguna, sin ley ni religión; que cada uno adorava por dios lo que se le antojava; otros muchos no sabían qué era adorar, y assí vivían como bestias sueltas y derramadas por los campos; con los cuales se trabajó más en doctrinarlos y reducirlos a urbanidad y policía que en sujetarlos».



La dureza de las luchas del Inca durante las conquistas del Quito, el tiempo que tardó en proseguir su camino hacia el norte, la dificultad con que iba hollando el suelo que los vencidos le cedían a gran costo y por pasos contados, todo ello se ha descrito hasta los detalles en las crónicas, por lo cual no repito la narración. Lo que sí vuelvo a destacar es la política seguida, inalterablemente, siempre la misma: o sea, conquista y penetración, dominio político y superposición cultural, sojuzgamiento implacable y organización administrativa centralista. Así, pues, aun cuando de intento he variado de autoridad, citando esta vez a Garcilaso, se vuelve a encontrar lo mismo que, con respecto a paltas y cañaris, decía Cieza de León. Y según esta cita de los Comentarios Reales, el Inca trabajó más por reducir a los pueblos recién dominados a urbanidad y policía, que por sojuzgarlos materialmente. Es decir que le ocupó al Inca más el orden temporal que el simplemente militar.

Dejando a un lado la dosis de fanfarronería que hay en la frase, me atengo a lo esencial: denodadamente se   —138→   trabajó por reducir a dichos pueblos al orden y a la convivencia, que no otra cosa querían decir en el lenguaje del siglo XVI las palabras de Garcilaso: urbanidad y policía. Considerándolo bien, reducir significaba atraer a formas de convivencia estable a las gentes desparramadas sobre los riscos, hacia lugares donde se iniciara una concentración domiciliaria más o menos aproximada, más o menos duradera. El empeño que ponía en esto la prudencia del Inca, no admite réplica: la vida del Incario se fundaba en el ordenamiento comunal, en el trabajo dirigido, en la vida asegurada.

No podía, pues, dejar; a los nuevos súbditos seguir a su placer sobre el lomo de las cordilleras, alejados unos de otros por las quiebras y por las nieblas. Dicho empeño se respaldaba en obras materiales eficaces desarrolladas simultáneamente: regadíos, nuevas tierras puestas en cultivo, nuevas prácticas agrícolas, variedad de semillas y diversos procedimientos, etc. Contra la vida suelta y desarticulada, la vida en comunidad de trabajo y en aproximación de domicilios. Quizás el pastor trashumante que antaño predominaba, el pastar de llamas o de vicuñas, cedía el paso al sedente agrario, al hombre de campo que perdura todavía.

Pero tampoco esta penetración fue definitiva. Topa Inga Yupanqui, lleno de años y de trabajos, al cabo tornó al Cuzco para no volver. Su hijo, Huynacápac, nacido en suelo quiteño, en la región de Tomebamba o Tumipamba -como Garcilaso, se complace en llamarla, corrigiendo la voz castellanizada Tomebamba-, fue quien retornó a la empresa de conquistar el Quito, pero únicamente luego de dar cima a otras expediciones emprendidas a raíz de que sucediera a su padre ciñendo su frente con la divina insignia de la estirpe.

Parece que este nuevo señor del Incario anduvo despreocupado con las obras de su antecesor, pues al comienzo de sus actividades políticas, y a pesar de haber sido en muchas cosas el brazo ejecutor de Topa Inga Yupanqui y de haberle seguido en la última etapa de las guerras libradas contra los moradores del Quito desde Tomebamba   —139→   hacia el norte, casi no tomó en cuenta ni recordó aquel período de acciones gloriosas, hasta el día en que la clara insurgencia de los sojuzgados le despertó y le trajo a campañas que, en esta ocasión, fueron definitivas para el Quito. Sarmiento ha recogido la noticia del hecho:

«Sabido por Guaina Cápac cómo los indios pastos y los indios quitos, cayambes, carangues y bancabilcas se habían alzado y muerto los tucoricos y se fortalecieron de gente y de fuerzas, juntó con gran presteza mucha gente de todas las partidas de los cuatro suyos y nombró capitanes a Michi de los Hurincuzcos y a Auqui Topa de los Hanancuzcos, y dejó por gobernador en el Cuzco a su tío Guaman Achachi».



He aquí, pues, la tercera penetración. Y en esta vez el Inca llevaba la mano más severa que en los tiempos de su padre, a fin de conseguir, luego de dos costosas y fallidas tentativas y tras muchos años de esfuerzo; el acatamiento definitivo al Incario, sobre la región más septentrional del Chinchasuyo. Uno de los cronistas que narró extensamente la empresa de Huaynacapac, fue Cabello de Balboa, y el historiador que le imitó en lo que se refiere a la prolijidad, fue el Padre Velasco. En estas dos autoridades se pueden, seguir los trámites del argumento dramático y conmovido por sucesivos hechos sangrientos, que mostraron de qué manera se resistía el Quito, sin cejar, al gobierno paternal del Incario y a sus métodos eficaces de nivelación y centralismo.

Hubo una oposición cerrada al Inca. Hubo resistencia, casi sin tregua. Hubo, en fin, agrupamiento de hombres en torno de un principio y de algún caudillo. Es decir, que frente al avance cuzqueño se constituyó, si antes no existiera ya, un antemural único y unánime, aun cuando lo hubieran formado las gentes desparramadas, inciviles e insociales, tal como las describió Garcilaso, exagerando el contraste de los vencidos, con la disciplina de las huestes invasoras y, sobre todo, con el ordenamiento social del Incario. Pero esta sola oposición sistemática, mantenida largo tiempo bastaría para probar   —140→   la existencia de una unificación del Quito, la última quizás, después de periclitadas las anteriores, lentas, viejísimas, que ha estudiado Jijón. Esta última unidad impuesta en los tiempos anteriores o concomitantes con la entrada del Incario en la escena del Quito, así hubiera sido una mera unión bélica para enfrentar al enemigo poderoso, quedó finalmente liquidada por esta tercera invasión de los cuzqueños.

Perdone el lector mi insistencia, pero es necesario recalcar: sin la ayuda de un principio de unificación o de solidaridad, no podía mantenerse una durable reacción frente a un invasor tan poderoso, por parte de grupos humanos diversos y aislados en los repliegues de la Cordillera adusta, es decir por parte de grupos humanos débiles por esta causa. No se trata, en esta actitud reactiva contra el Incario, demostrada por pueblos diversos durante largas décadas, no se trata sólo de una transitoria defensa de la vida independiente -lo cual es mucho en sí; sino, mejor, de la ostentación de un tipo de vida o de cultura puesta al asecho antes de que una fuerza poderosa viniera a erradicarla o a contaminarla con otros módulos de existencia- lo cual es mucho más. La llegada de Huaynacapac halló, pues, a los moradores de las varias regiones del Quito listos a defenderse por tercera vez, a pesar del paisanaje, o algo así, que el Inca denunciaba en su persona, por ser nativo de Tomebamba.

Convirtió a esta región en la sede transitoria de su poderío. La enriqueció, acrecentando y multiplicando los aposentos reales y, a imitación de lo que hacía su padre, desplegó ante los vencidos el argumento de las obras suntuarias como reclamo, o como título de inapelable señorío. En Tomebamba no se construyeron, solamente las consabidas fortalezas en toda la comarca -de las cuales existen despojos imponentes; sino que, además de los aposentos destinados a lugares de provisión a lo largo de las rutas imperiales, se alzaron, poderosamente, varios tipos de edificios. Y en el centro domiciliario de Tomebamba, así mismo, se construyeron templos y casas para doncellas del sol. Tomebamba fue, desde entonces, lugar   —141→   mentado entre los famosos del Incario, y -en esa fama recogieron los españoles en sus crónicas, con términos tan elogiosos, que siglos después el renombre del lugar desorientaba a los historiadores. Aun cuando es verdad que este sitio fue transformado por Huaynacapac en el trampolín táctico para su último salto sobre el Quito.

A partir de Tomebamba hacia el norte, el Inca sufrió derrotas muy graves y frecuentes, aun cuando también contó pujantes victorias que fueron muy sonadas. Los cronistas nos cuentan que la última resistencia de los invadidas, tras una reñida entrega del suela a retazos pequeños e intermitentes, se fortificó hacia la parte septentrional del lugar donde hoy se levanta la ciudad capital del Ecuador, Quito; y los mismos cronistas nos cuentan que fueron los cayambis quienes acaudillaron la defensa o la personificaron, lanzando el reto desesperado al invasor, como es usual en los casos desesperados, con aquella angustia y heroísmo peculiares de la vida humana sitiada por un destino inexorable.

Pero dada la magnitud de la resistencia y la gravedad de las derrotas sufridas por Huaynacapac en estos postreros intentos de pacificación total, es seguro que la masa humana concentrada en aquella región con el designio de defenderse hasta la muerte, se acrecentó con los restos de descontentos que se replegaban, desde todos los sitios, hacia el norte, mientras el Inca avanzaba impertérrito desde el sur. En Cayambe se defendieron, congregados, los grupos humanos o los representantes de todos los grupos humanos que, antes, poblaban la extensión del Quito. El final conocemos con detalle: la masa cuantitativa y los anhelos de resistencia, quedaron totalmente vencidos ante la organización y el sistema, dos condiciones superiores que, sobre sus contendores, ostentaron siempre los Incas y su ejército.

El final del sangriento drama, es decir la última expectativa del Quito, degollada en Yaguarcocha, sin duda extirpó la resistencia material y afincó al Inca sobre las tierras que tanto ambicionaba poseer su padre, y él mismo las codiciara también desde su primera juventud.   —142→   Una inmensa obediencia, por lo menos aparente, se hizo en la zona interandina del Ecuador, mientras los últimos restos perceptibles de la inconformidad hundían su ser, para siempre, en la selva tórrida de tras la Cordillera oriental. Salvajizarse y no cuzqueñizarse, pareció ser el designio de aquellos hombres. Y allí, salvajizados, en el Oriente, les encontraron los primeros aventureros españoles que marchaban en pos de la canela. De tal modo quedó pacificado el Quito, a costa de sangre y de vidas que inmediatamente fueron repuestas por el considerable número de mitimaes, fáciles de requisar, por cierto, en un Imperio grande y sumiso. Entonces comenzó, durante varias décadas no interrumpidas, la tenaz, la profunda, la auténtica, la total y externa obra del Incario en nuestras tierras.

Antes de proseguir, debo hacer patente una coincidencia cultural de importancia, cuando quiera se trate seguir el rumbo de las corrientes humanas en la geografía ecuatoriana. Es digno de nota que el camino de los Incas en su penetración, predijera en su mayor parte al camino que, un siglo después, siguieron los españoles en sus primeras incursiones sobre la complicada geografía del Quito. Unos y otros hicieron, primeramente, un largo tránsito por la zona interandina, de sur a norte, hasta llegar a la actual provincia de Pichincha. Luego la rebasaron caminando siempre hacia el norte, hasta que alcanzado un tope, que era la tierra de los quillacingas, emprendían el camino hacia el mar.

Los dos Incas conquistadores anduvieron por el camino de las montañas y lo propio hicieron los españoles de Benalcázar -me refiero únicamente al caso de Benalcázar, porque el de Alvarado no cuenta para el orden de la cultura quiteña-; pero en el caso de los cuzqueños las cosas sucedieron de ese modo, porque la respuesta humana otorgada por el Incario a la incitación física del contorno, valía para las montañas frías. De allí que el descenso de los dos Incas conquistadores del Quito hacia el mar, fuera sólo una exploración y no obtuviera ventajas políticas apreciables junto a éste.

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Topa Inga Yupanqui o Topa Inga como otros le llaman, según Sarmiento de Gamboa y algunos cronistas más, bajó hacia las costas de la actual provincia de Manabí; y desde éstas pasó a las de la actual de Guayas. Huaynacapac siguió hasta los Pastos en su última expansión septentrional y, de allí, fue hacia Esmeraldas y costeó casi todo el litoral ecuatoriano. La penetración incásica en las planicies anteandinas no llegó a ser efectiva, a pesar de las acciones bélicas y de los internamientos que los conquistadores hicieron en el mar o hacia las islas próximas -la de Puná-; el Incario pasó sin ahondar la huella debido a la razón cultural que anoté: no estaba preparado para responder a las incitaciones de la vida marítima o a las de la selva tórrida.

Y esto que aconteció en el Quito, acaeció también en el Cuzco, dónde los Incas, siglos antes, primero estatuyeron un Estado de montaña sobre un tipo de cultura parejo, antes de expandirse en la planicie costanera, donde tuvo que desarrollar nuevas formas de vida e inéditas actividades humanas, después de la conquista del Chimú. De modo que lo ocurrido en las tierras del Quito no fue nuevo ni accidental, sino propia manera de manifestarse este tipo de expansión. Sin embargo, aún desde este punto de vista, las nuevas tierras y los nuevos hombres sojuzgados en esta parte del Chinchasuyo por el Incario, significaron, primera, un punto de llegada y, sólo posteriormente, un punto de partida.

Ahora volveré al asunto. Pacificado el Quito, luego de guerras tan sangrientas y prolongadas, el Incario impuso sus métodos centralistas y férreos, con el propósito de dar origen a categorías sociales y humanas análogas, por no decir idénticas a las que regían en el centro imperial. Las guerras, a lo menos cierto tipo de guerras antiguas, por lo general no transforman íntimamente a los pueblos, tanto como las instituciones posteriores a que les someten los nuevos amos. Pero cuando éstas son coadyuvadas por la fusión racial, apresuran el surgimiento de formas de vida inéditas en el sitio donde ha acaecido la superposición.

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En el aparecimiento de tales formas de vida se empeñó, a fondo, el poder de Huaynacapac, desmesurado poder, incalculable en un inmenso Estado cuyo primer motor era la voluntad absoluta e incontrastable del Inca. Una detenida observación de este empeño del Inca, nos obliga a pensar que en sus días, venciendo al tiempo, quiso dar cima a un programa demasiado ambicioso para la existencia de un solo hombre. Aunque, es verdad, se aprovechó de coyunturas favorables que le vinieron copiosamente al encuentro, entre otras: un viejo orden establecido del que fue beneficiario sin límites, un conjunto de tradiciones y de normas sedimentadas y experimentadas durante siglos, una sed de paz en todos los pueblos hostigados por largas guerras, y una innegable semejanza entre conquistadores y conquistados.

A pesar del peculiar desarrollo artesanal y artístico, puesto de muestra ante nosotros por los restos numerosos que aún conservamos de los preincásicos moradores de nuestro paisaje, restos en cuya intimidad aún podemos descifrar, relativamente, la fuerza del espíritu que los creó, y conocer algunas de sus modalidades -descontando, sin duda, la enorme porción de misterio encerrado en dichas artes y artesanías-; a pesar de ello, repito, parece que todos los grupos étnicos sojuzgados en ese tiempo a la férrea voluntad de Huaynacapac, no fueron predominante agrícolas ni sedentarios, ni afincados como es usual dentro de la convivencia domiciliaria que se ha dado en llamar la urbe. Acaso no fueron pastores en la plenitud del término, ni en la de las formas de existencia social de ello derivadas, sin que neguemos la poca afición que demostraron en el cultivo de la tierra, como faena principal. Cuando inició su actividad reformadora, el conquistador pretendió cambiar esta situación e hizo lo posible por convertir a los moradores de toda la extensa tierra del Quito en hombres de primordial dedicación agraria.

Para conseguir este fin, el régimen cuzqueño acudió a dos instituciones: la primera, fundamentar la vida social en la producción agrícola y, la segunda, acercar los hombres de una misma región, unos a otros, concentrando   —145→   y fijando los domicilios en lugares, accesibles y controlables. Este gobierno de los Incas; militar en apariencia, llevaba la mirada fija sobre la tierra de donde tomaba jugo y forma; pues de ella nació y con ella se fortificó y gracias a ella adquirió poder y prosperidad.

Y al organizar las nuevas regiones anexadas, al ordenarlas prosiguiendo los mismos métodos del Incario, lo primero que hizo fue señalar las tierras para la labor, escogiéndolas con la misma vieja experiencia acumulada en siglos de práctica ininterrumpida; luego después, las distribuyó según los métodos determinados en las normas colectivistas del Estado y, por fin, radicó en ellas convenientemente distribuídos, a los grupos: vernaculares o a las masas de importados mitimaes. La élite -sea la cuzqueña o la nativa de las varias regiones del Quito, pues alguna habría quedado después de las guerras-, y la masa de los moradores anexados; los mitimaes propios y los servidores suministrados en tributo, es decir las diversas clases sociales, formaron un numeroso concierto bajo la vigilancia del Inca, y se encaminaron a la faena de amoldar la existencia humana, a los nuevos principios introducidos fervorosamente.

La reglamentación decimal de la masa humana, el señalamiento de los sitios de habitación fija y de trabajo obligatorio y comunal, las numerosas cargas tributarias acostumbradas en el Incario -tanto personales, como económicas-, la producción y el consumo dirigidos por el Estado, la familia y el matrimonio vigilados por la autoridad, la uniforme repetición de ritos, festividades, descansos y procedimientos de toda índole, en fin, aquellas costumbres que definían a la sabia ordenación cuzqueña diferenciándola de todas las otras del Nuevo Mundo, se pusieron en vigencia, actualizándose en el Quito con una celeridad y una rigidez, con un don administrativo y una capacidad de gobierno tales que, a no sobrevenir el colapso acelerado por el mismo Huaynacapac, pronto se hubiera levantado una cultura juvenil y resistente.

De otro lado, los años de gobierno de este Inca -muchos para un hombre, escasos para una transformación   —146→   radical-, no fueron suficientes al objeto de cambiar la vida del Quito y vaciarla totalmente en los moldes incásicos. Incuestionable es que el régimen hizo tabla raza de lo pretérito, así los Incas hubieran tenido la costumbre de respetar algunas de las usanzas que hallaban en sus vencidos; incuestionable es, así mismo, que la siembra de lo novedoso fue decisiva y llena de vigor; pero también es incuestionable que desde el fondo de la dormida tradición secular quiteña, otras fuerzas se mantenían a la espera, en guardia, listas para el asalto en la primera oportunidad.

La superposición cultural, no lenta ni orgánica, antes impuesta -con premura y violencia, no obstante su entrega de donativos cuantiosos, nuevos y útiles, a pesar de su fuerza institucional penetrante, no logró acabar con las fuentes primigenias. Y aquellos hontanares de la vida, sepultos en profundidades no caídas en olvido -misterios de la condición humana-, dieron jugo abundante y, al manar incontenibles llegada la sazón, restablecieron en poco tiempo muchas fuerzas que se suponía derrotadas sin remedio. La ruptura de la unidad política imperial, llevada a cabo por la disposición testamentaria de Huaynacapac, fue el pretexto inmediata para que diera comienzo, con fervor, con caudillo y con éxito, la requiteñización del Quito.



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ArribaAbajoLa requiteñización del Quito

El peso del Incario, crecido hasta el máximo posible, iba resultando demasiado grave sobre los hombros de una sola persona, aun cuando hubiera sido la formidable de Huaynacapac, soberano autoritario como ningún otro y el más capaz de toda su dinastía. El hecho de que este Inca fijase durante largas décadas su residencia en tierras del Quito, cosa totalmente opuesta a las usanzas del Cuzco, debería inducirnos a pensar que, a más del anhelo de poseer plenamente ciertas regiones geográficas largamente codiciadas, tenía el gobernante muy cerca de sus ojos o en la intimidad de su ánimo algunas expectativas o algunos deseos que los historiadores y los cronistas no han tomado en cuenta.

Y el hecho de que el vencedor uniera su vida con la de una hija de alguno de sus vencidos, no sólo ayuntándose a ella de modo transitorio, como permitía la costumbre polígama de los señores cuzqueños, sino consustanciándole con la realeza divina del Incario, es decir, formando con la nueva mujer un hogar sagrado y permanente, tal hecho, repito, ha perturbado la atención de   —148→   los investigadores, llevándola por caminos fáciles y dando pie a la tesis de que todo había partido del impulso político de adoptar una mujer de la tierra, con el positivo intento de lograr el beneplácito y la obediencia cordial de los sojuzgados.

Quienes han visto así el problema, no lo han comprendido sino en su elemental apariencia. El problema de Atahualpa y el golpe de gracia inferido por el más poderoso de los Incas al Imperio, o sea la división del Tahuantinsuyo, entre un legítimo sucesor de la casta divina -Huáscar-, y un bastardo a quien no se le pudo divinizar por la mera voluntad paterna -Atahualpa-; dicho problema, insisto, no es tan simple ni debe resolverse dentro de los términos usualmente manejados, si es que principiamos comprendiendo el vigor del formidable veto interpuesto, como un abismo, entre un heredero de dudoso origen y la clara filiación del Hijo del Sol, veto de carácter teogónico y teocrático, voz impositiva de tal resonancia, que el haberla desoído coadyuvó eficazmente a la ruina del imperio.

Este gravísimo suceso que pudo originarse en una utilitaria razón de Estado, como algunos historiadores piensan al ver sólo la corteza externa de los acontecimientos, o que bien pudo originarse, también, en una irresistible razón sentimental, como quieren los sensibleros papanatas de la Historia, nace de una raíz mucho más remota y denuncia lo que en el fondo de una trayectoria cultural, secularmente seguida con fijeza, debía acaecer, a la postre, por los años en que el Incario llegaba a los límites de su formidable expansión.

El Cuzco fue siempre considerado como lugar sacrosanto y central del Incario, como núcleo de su fuerza extraterrena y de su origen divino. Según la fábula inicial, fue señalado de manera milagrosa. Nunca llegó a ser ciudad en el sentido que damos a este término, nosotros los modernos, hijos en esto de la rancia tradición romanista remodelada por la Edad Media. El Cuzco era, más bien, una región en la que todos los Incas, agraristas y conquistadores, construyeron sucesivamente sus residencias,   —149→   pero siempre con miras a la aventura y a la salida constante. El Cuzco no se parece en nada a otras concentraciones domiciliarias, más o menos permanentes, fundadas por dinastías conquistadoras de Asia o de Europa Medioeval.

Era el centro del Incario, y en esto semejante a otros centros imperiales; pero se diferenciaba de ellos en lo que nos narra Sarmiento de Gamboa en su Historia de los Incas: no hubo uno solo de ellos que no formara dentro del recinto sagrado, dejándolo intacto o acrecentándolo hacia la periferia, no hubo uno solo de ellos que no formase su ayllu, sea en la parte alta o sea en la parte baja del Cuzco, según los casos. Como tampoco hubo soberano que no lo embelleciera y acrecentara, poblándola con hombres o cubriéndola con edificaciones. Y cuando creció el Incario, antes del Gobierno de Pachacuti, y cuando se desbordó al máximo con las conquistas de los dos últimos Incas, siguió conservando el Cuzco su carácter de manantial primero del poder y de la legitimidad: de él salieron y a él volvieron, en alma o en cuerpo, los soberanos y los miembros de las familias nobles. Este hecho nos hace comprender que el Cuzco fue una región sagrada, más en el sentido de la Tierra Prometida de los israelitas, que en el de una ciudad sagrada como la Meca mahometana.

Al abandonar el Cuzco, en los primeros años de su gobierno, para radicarse hasta el final de sus días en tierras del Quito, Huaynacapac violó uno de los principios fundamentales del señorío, de su estirpe. En verdad, los Incas expansionistas se movían sin cesar sobre toda la extensión del territorio, y eran una suerte de egregios turistas llevados y traídos por un cortejo de nobles y servidores que rebasa las cifras de la fantasía. Y también es verdad que la corte, o lo que así llamamos en términos renacentistas, casi nunca residía en el mismo lugar durante largo tiempo y que las visitas del soberano menudeaban, como lluvias ansiadas por todas las regiones. Y, a pesar de eso, fue igualmente verdadero que los Incas cortaron el nexo material que les unía con la   —150→   tierra sagrada, hontanar supremo del mando y de la autoridad.

Pero Huaynacapac, desatendiendo este vetusto mandamiento religioso, abandonó sin reparo alguno la consolidada sede de su estirpe y, con arrojo extraordinario, se decidió a cortar la comunicación personal y directa con ella, afincándose en regiones distantes desde las que, según dicen los cronistas, volvió sólo en despojos. Por tal manera, Huaynacapac, si no olvidó por completo el sagrado centro del Incario, por lo menos no guardó hacia el mismo los respetos que el uso de sus mayores había consagrado secularmente. Esta fue, sin duda, la primera gran ruptura que sintió en uno de sus costados materiales la sabia tradición guardada con tanto celo y protegida con tanta fuerza. Los tiempos revueltos del Incario, la vieron, se conmovieron, pero no se detuvieron.

Para darnos alguna cuenta, más o menos aproximada, de lo que tal ruptura debió significar, recordaré la leyenda constitutiva sobre la que fundaron su Estado los Incas. Según aquella leyenda, una barra de oro fue entregada por la divinidad a los ocho hermanos de Pacaritambo, la mañana en que salieron de aventura abandonando la montaña de las ventanas o Tambotoco. La barra debía ser arrojada aquí y allí, buscando el sitio donde se fijara con más reciedumbre. Al ser arrojada, tras varias infructuosas tentativas, en las tierras cuzqueñas, la barra se hundió, afincándose de tal manera, que una vez enterrada no hubo quién la arrancase. Allí sentó reales la pequeña tribu aventurera, y allí organizó su tremendo ayllu conquistador. Sagradamente dio comienzo la empresa y sagradamente se acrecentó hasta los límites que ha recogido la crónica.

La casta privilegiada no podía abandonar el sitio designado por la divinidad, milagrosamente circuido de prestigio por la leyenda inicial, como ocurre en los casos de pueblos o castas que mantienen entre sus creencias el sortilegio del origen misterioso. Y siglos después, aquella casta seguía manteniéndose a semejanza de la barra de oro hincada en la hondura, hasta el día en que el último soberano imperial buscó otro suelo y fundó un segundo   —151→   hogar en tierras muy distantes. El abandono del Cuzco, si se mira las cosas con los ojos religiosos que corresponden, significó al mismo tiempo que la ruptura de la tradición inaugural de la estirpe, el olvido del privilegio divino de la casta deificada en un sitio, y la vuelta de espaldas al derecho de gobernar con autoridad sobrehumana. Atahualpa no violó el sacrosanto principio, sino que lo halló vulnerable y flaco. Al marchar sobre el Cuzco no cometía sacrilegio ni ultrajaba la santidad de su casta.

Es preciso recordar, y hasta, valorar en lo posible la fuerza de las leyendas sobre el alma de los hombres primitivos y de las culturas elementales, a fin de hacernos una idea siquiera remota de lo que significaría, como fuerza aglutinante y - como energía tradicionalista, la leyenda a la que me he referido. Huaynacapac, al ir contra ella, violó severos preceptos, lo cual, y a pesar del sagrado respeto que inspiraba su persona, sin duda ocasionó comentarios desfavorables entre los aravicos, los amautas y los quipocamayos, encargados de vigilar por el recto cumplimiento de la sagrada tradición. Y en el pueblo del centro suscitaría, además, un desencanto, si no del mito, por lo menos de la persona que lo afrentaba; y cuyo castigo debía esperar con ansiedad y con terror.

Pero el Inca Huaynacapac no se detuvo en esto, y violó por segunda vez los principios fundamentales de su estirpe, al contraer segundo matrimonio en el Quito y al empeñarse en que tal acto convaleciera hasta dar carácter sagrado -es decir de legítimo sucesor- al fruto de dicha unión. Ahora bien, tamaño deseo era incompatible con la forma del Estado, con la forma de gobierno y con los métodos sociales empleados; porque el absolutismo cuzqueño fue de origen teogónico y se mantenía por un régimen teocrático, es decir, aquel absolutismo era divino por su origen.

Nadie podía nada en el Incario porque era un Estado en el que la normación reguladora llegaba hasta el fuero interno de los súbditos. Aun cuando tal absolutismo tenía un límite en su propia naturaleza: le estaba vedado al Inca atacar el origen del poder, o sea enturbiar la fuente   —152→   divina de su estirpe, cuya prolongación debía operarse, necesariamente, por la unión legítima de dos hermanos legítimos. Fuera de este cauce, el caudal sagrado se contaminaba de mal y, en consecuencia, el derecho de gobernar se bastardeaba.

Antes de revisar hecho tan grave, tan clamorosamente nocivo para la unidad imperial, es decir antes de examinar el problema de Atahualpa, recordaré la actitud asumida por el cronista Inca, al relatar este suceso de consecuencias tan nefastas para el Cuzco; es curioso que Garcilaso, al comenzar la narración del Imperio dividido entre los hijos de Huaynacapac, aceptara de modo tácito la situación de Atahualpa y que sólo después le colocase en el sitio en que, según la sagrada tradición, lo correspondía. Primeramente le llamó, como a su hermano, sin regatearle el título de Inca; después comenzó a llamarle rey, y; al final, no le dio tratamiento dignificativo alguno, antes le colmó de epítetos despectivos. Trasladaré unos pocos fragmentos de tres capítulos sucesivos del libro noveno de los Comentarios Reales, a fin de que el lector note la curiosa evolución mental de Garcilaso frente al problema:

»Muerto Huayna Cápac, reinaron sus dos hijos cuatro o cinco años en pacífica possessión y quietud entre sí el uno con el otro, sin hazer nuevas conquistas ni aún sin pretenderlas... El Inca Atahualpa tampoco procuró nuevas conquistas, por atender al beneficio de sus vassallos y al suyo propio. Haviendo vivido aquellos años en esta paz y quietud, como el reinar no sepa sufrir igual ni segundo dio Huáscar Inca en imaginar que havía hecho mal en consentir lo que su padre -le mandó acerca del reino de Quitu, que fuesse de su hermano Atahualpa...

»El rey Atahualpa mandó echar vando público por todo su reino y por las demás provincias que posseía, que toda la gente útil se apercibiesse para ir al Cozco, dentro de tantos días, a celebrar las obsequias del gran Huayna Cápac, su padre, conforme a las costumbres antiguas de cada nación, y para hazer la   —153→   jura y homenaje que al monarca Huáscar Inca se havía de hazer... Por otra parte mandó en secreto a sus capitanes que cada uno en su distrito escogiese la gente más útil para la guerra, y les mandasse que llevassen sus armas secretamente porque más los quería para batallas que para obsequias...

»Antes que passemos adelante, será razón que digamos la causa que movió a Atahualpa a hazer las crueldades que hizo en su linaje, para lo cual es de saber que por los estatutos y fueros de aquel reino, usados inviolablemente y guardados desde el primer Inca Manco Cápac, hasta el Gran Huayna Cápac, Atahualpa, su hijo, no solamente no podía heredar el reino de Quito, porque todo lo que se ganava era de la corona imperial, mas antes era incapaz de poseer el reino del Cuzco, porque para lo heredar havía de ser hijo de la legítima mujer, la cual, como se ha visto, havía de ser hermana del rey, porque le pertenesciesse la herencia del reino tanto por la madre como, por el padre; faltando lo cual, havía de ser el Rey por lo menos legítimo de la sangre real hijo de Palla que fuesse limpia de sangre alienígena».


La segunda violación de los principios sagrados de la estirpe fue, pues, el segundo matrimonio de Huaynacapac en el Quito, con una hija del lugar; hecho que le puso en la pendiente de la tercera violación, cuando pretendió legitimar y dar derecho sucesorio al fruto de dicha unión. El problema de Atahualpa arranca de este origen herético. Fue un bastardo, un llegado por caminos indirectos y, al heredar a su padre una gran parte del Imperio, su pretendido derecho sucesorio lesionó el corazón del orden establecido secularmente.

Pero, a fin de ver con claridad el asunto, me permitiré fastidiar al lector con una larga serie de citas, en las que podrá apreciar la variedad de opiniones suscitadas por la división del Incario prescrita por Huaynacapac en beneficio de su hijo quiteño, el bastardo Atahualpa. Un suceso de tales dimensiones debió ser muy escandaloso y más estentóreo aún que el hecho de haber erradicado   —154→   del Cuzco el centro de la administración y de la residencia dinástica. Dicho escándalo se nos patentiza en el número crecido de opiniones contradictorias que se han recogido después en las crónicas o en las búsquedas oficiales practicadas por orden de las autoridades españolas.

En esas opiniones se transparenta más disfavor que favor para Atahualpa, lo que es lógico. He aquí algunas, salvo las de los quipocamayos que mandó traducir o descifrar Vaca de Castro, pues todas ellas son adversas al bastardo:

»Más adelante están los aposentos de Carangue, adonde algunos quisieron decir que nasció Atabalipa, hijo de Guaynacapa, aunque su madre era natural de este pueblo. Y cierto no es así, porque yo lo procuré con gran diligencia, y nasció en el Cuzco Atabalipa, y lo demás es burla.

»Guasear, hija de la Goya, hermana de su padre, señora principal; Atahualpa, hija de una india quillaco, llamada Túpac Palla. El uno y el otro nascieron en el Cuzco, y no en Quito como algunos han dicho y escripto para esto sin haber entendido como ello es razón».


(Cieza de León, Crónica del Perú, primera y segunda parte)                


»Y los que quedaron en Tumipampa embalsamaron el cuerpo de Guaina Cápac y Juntaron todos los despojos y captivos que Guaina Cápac en las guerras había habido, para entrar con ellos triunfando en el Cuzco.

»Y al tiempo que se habían de partir, es de saber que Atagualpa, hijo bastarda de Guaina Cápac y de Toto Coca, su prima de linaje por el Inga Yupanqui, al cual Guaina Cápac había llevado consigo a aquella guerra para ver como probaba»


(Pedro Sarmiento de Gamboa, Historia de los Incas)                


»Los que más fama dejaron por sus exelentes hechos fueron Topa, Opangui y Guaynacapa, padre,   —155→   agüello y bisagüello de Atabalipa: Empero a todos los Ingas pasó Guaynacapa, que mozo rico suena; el cual, habiendo conquistado el Quito por fuerza de armas, se casó con la señora de aquel reino, y hubo en ella a Atabalipa y a Illescas. Murió en Quito; Dejó aquella tierra a Atabalipa, y el imperio y los tesoros del Cuzco a Guascas. Tuvo, lo que dicen, doscientos hijos en diversas mujeres, y ochocientos leguas de señoría».


(López de Gómara, Historia General de las Indias)                


«Guaynacapa... en Quito tomó nueva mujer, hija del señor de la tierra, y de ella hubo un hijo, que se llamó Atabalipa, a quien él quiso mucha; y dejándole debajo de tutores en Quito, tornó a visitar la tierra del Cuzco, y en esta vuelta hicieron el camino tan trabajoso de la sierra, de que está hecha relación; después de haberse estado en el Cuzco algunos años, determinó volverse a Quito, así porque le era más agradable aquella tierra como por el deseo de ver a Atabalipa, su hijo, a quien él quería más que a otros; y así volvió a Quito por el camino que hemos dicho de los llanos, donde vivió y tuvo su asiento lo restante de la vida hasta que murió y mandó que aquella provincia de Quito que él había conquistado, quedase para Atabalipa, pues había sido de sus abuelos»


(Agustín de Zárate, Historia del Descubrimiento y Conquista del Perú)                


«Atabalipa, mi señor, es hijo de Huainacava, ques ya muerto, e señoreó e sojuzgó todas estas tierras: e a éste su hijo Atabalipa le dexó por señor de una grand provincia, que está delante de Tomepumpa, que se dize Quito, y a otro su hijo mayor dexó todas las otras tierras e señorío prinzipal»


(Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia General y Natural de las Indias)                


«Después de muerto Guayna Cappa Inca... sucedió en el Imperio su hijo Guasear, y habiendo siete años que era muerto Guayna Cappa, comenzó a tener   —156→   grandes competencias y debates con su hermano Atahualpa Inca, que era rey en la ciudad de Quito, la causa y razón que hubo (para) estos debates y grandes rencillas... fue sobre la herencia y propiedad de aquellas provincias del reino de Quito que Atagualpa como propietario y verdadero señor poseía en paz y quietud»


(Gutiérrez de Santa Clara, Historia de las guerras civiles del Perú)                


«...al defunto Guaynacapac Inga lo llevan a la ciudad del Cuzco... cabecera deste reino a enterrallo... En este tiempo que tuvieron grandes dares y tomares los dos Ingas, el legítimo Huascar Ynga, y el bastardo Atagualpa Inga»


(Guaman Poma de Ayala, Nueva Crónica y Buen Gobierno)                


«A éste (Huinacápac) le sucedieron dos hijos en quien se partió el Imperio y todos sus reinos, que fueron Guascar, su primogénito y legítimo heredero del Cuzco, y Atagualpa en el reino de Quito, que se levantó contra su hermano».


(Juan Anello de Oliva, Historia del Reino y Provincia del Perú, etc.)                


«Tuvo algunos hijos (Huaynacapac), y los dos mayores fueron Guascar Inga legítimo sucesor del reina, que dejó en el Cuzco, y Atagualpa, hijo menor, y no heredero, que tenía consigo en Quito».


(Fray Antonio de la Calancha, Crónica Moralizada, etc.)                


«El hijo mayor que dejó Guayna-Caápac fue Huáscar Inga... Atau-hualpa era hermano segundo de sólo padre, mancebo noble, muy prudente y avisado y bien quisto... Nació en la ciudad de Cuzco, de donde su padre le había sacado en tierna edad y traído consigo en las guerras... Atau-hualpa fue aclamado por rey de Quito, de que nacieron entre los dos hermanos tan sangrientas guerras, que acarrearon a entrambos su perdición».


(Bernabé Cobo, Historia del Nuevo Mundo)                


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El caso fue demasiado grave y, como es frecuente en situaciones análogas, no alcanzó ni en su tiempo ni después una versión concorde, como tampoco el beneficiado con la herencia del Quito mereció acatamiento unánime de parte de los suyos. Considerado el asunto dentro de la dogmática del Incario, no había duda alguna: Atahualpa era un intruso. Los preceptos fundamentales son más rígidos en los Estados que gozan de mejor organización, y atacar a aquellos equivale a herir mortalmente a éstos. La decisión de Huaynacapac fue un acto inaudito, una inaceptable ordenanza que rompió de modo escandaloso la unidad material alcanzada en generaciones sucesivas y a costa, de experiencias dolorosas. El último Inca abolió con un solo gesto, siglos de tradición esforzadamente guardados y trasmitidos con afectuoso cuidado; desoyó el secular imperativo de su sangre, de su estirpe y de sus creencias religiosas; pero, sobre todo, con aquel gesto singular hundió al Incario y dejó vía franca a nuevas formas de convivencia humana.

Sin embargo, no todo concluye aquí. El historiador debe escrutar un poco más y debe preguntar: ¿cómo y por qué se hizo posible y tuvo efecto ese gesto destructor, tanto más difícil de comprender si se toma en cuenta que fue la obra de un gobernante de extraordinarias calidades políticas? Las respuestas comunes, como sabemos, se reducen a dos: la primera por amor a una mujer quiteña y al hijo habido en ella; y la segunda, por restituir lo que había conquistado a tanto precio. Dos contestaciones cuya superficialidad las vuelve tan tenues, que son inservibles.

La procesión va por dentro, decía un añejo decir popular, y esa interna ambulancia de causas y de finalidades necesitamos mirar, descubriéndola y describiéndola, porque es inaceptable, desde cualquier lado que se considere, la posibilidad, la mera posibilidad teórica de un inmenso Imperio, mantenido al parecer en forma plena; derrumbándose al primer golpe de un puñado de soldados europeos; pues el ejército de Francisco Pizarro, lejos de sus bases de aprovisionamiento, sin retirada efectiva, apenas constaba de ciento ochenta hombres, de los   —158→   cuales ciento veinte eran infantes y los otros sesenta eran caballeros.

¿Por qué fue herido de muerte el Incario? Pero, ¿es legítimo hacer esta clase de preguntas? Y al hacerlas, ¿no se querrá convertir a la Historia en una cábala o en algo por el estilo? Interrogar a las raíces más hondas del humano acontecer es, sin embargo, uno de los fines de la filosofía del acto colectivo y la razón de existir la Historia de la Cultura. Vistos los sucesos con detenimiento, hay la posibilidad y la necesidad de proponernos la cuestión porque el Incario, realmente, recibió el golpe de gracia no de otras manos que de las del más grande de sus soberanos, el Inca Huaynacapac.

No se puede negar que la división del imperio fue el principio de su ruina, pero solamente en el aspecto exterior; pues, en cuanto al orden interno, la quiebra debió sentirse mucho antes. Y quien la sintió, queda dicho más arriba, fue Pachacuti, aquel extraño personaje al que se debe comprender mejor a fin de entrar con un poco más de claridad en el mundo incaico y en sus prolongaciones sobre el Quito. Quizás el lector se fastidie con las repeticiones, pero aquí tengo que decir nuevamente: Pachacuti, el noveno Inca según las capaccuna más respetables, y según dicen la etimología de su nombre y los cronistas, fue el reformador. Ahora bien: ¿qué se reforma? ¿Aquello que se encuentra en forma y está bien o, al contrario, aquello que se ha deformado y no se encuentra bien?

En el ámbito de la Historia se justifica el reformador sólo cuando los sucesos se han desviado de los principios, cuando las tradiciones han salido de quicio, cuando los entes historiables han crecido tanto que no encajan ya en los moldes usuales o en las normas precedentes o, también cuando las consecuencias sobrepasan o descaminan las finalidades anheladas. Durante el gobierno de Pachacuti el Incario necesitaba ya de reformas, lo que traducido a los términos corrientes significa, sin duda alguna, que algo o mucho no caminaba ya acompasado a la tradición fundamental.

Entonces se volvió urgente reencauzar aquello que había salido de madre, y a tal faena se entregó con entusiasmo   —159→   el anciano Inca, coincidiendo con los días en que la gran fuerza expansiva acumulada en el seno del Imperio, por el natural crecimiento del mismo y por las conquistas llenas de éxito, imponía un ensanchamiento institucional parejo al ensanchamiento geográfico operado en el campo material, como consecuencia de la incorporación de varias regiones, entre otras la del Chinchasuyo. La previsión del Inca, sin embargo, quedó huérfana de resultados prácticos, porque los hechos fueron más allá de los anhelos.

Es, pues, necesario deducir que, en el fondo más oculto de la organización tradicional, se produjeron fisuras profundas que el éxito atronador impedía mirar o valorar con justicia; y Huaynacapac fue el menos paciente para detenerse a contemplarlas, pues su vista no iba dirigida, entonces, sino a la eficacia de sus planes de remodelación de las tierras recién incorporadas, y no tuvo tiempo de percatarse de hechos fundamentales, aunque sutiles, definitivos para la subsistencia del Estado. Por el contrario, llevado de ideas extrañas o impulsado por la fuerza de los sucesos que debió afrontar, violó, por tres veces la sagrada tradición del Incario, apresurando, sin darse cuenta cabal de ello el colapso del Estado y su cultura.

Muy pocos políticos son capaces de detenerse a tiempo. Gobernantes y caudillos que hayan dado muestra de este género de prudencia, existen menos todavía; y Huaynacapac, así nos propongamos destacar sólo sus grandes dotes, no puede contarse dentro de este número excepcional. Si es que el organismo histórico, mantenido en alta forma externa, no hubiera sufrido quiebras íntimas, las más de ellas invisibles, los golpes inferidos por este Inca al Estado, quizás hubieran logrado ser reparables. La juventud de los entes culturales no permite desviaciones como las que he recordado, o tiene recursos suficientes para dominar con la vida a las adversas circunstancias. Pero en las horas de senectud colectiva, en las de madurez de los frutos culturales o en las de atoñamiento de los jugos humanos, el colapso llega por caminos variados y, en ocasiones, por vías sorpresivas o insospechadas.

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Gran parte de este colapso va, además, a la cuenta del Quito. Los años del gobierno constructor de Huaynacapac, fecundos, opulentos y convincentes, en su ostentación dramática, acaso no llegaron a hundirse más adentro de la dermis colectiva. Tras de ésta, el viejo impulso por unificar las regiones que después formaron el Ecuador, ese impulso que vimos detenido por la penetración cuzqueño, continuó operando sin que nadie le detuviera, a la sombra de una resistencia que vistió el seductor ropaje de la sujeción más completa. Porque no es sensato creer que el Quito se unificó y aprestó a la lucha contra Huáscar sólo, en fuerza de postrimeras y accidentales circunstancias. Dividido el Imperio y puesto Atahualpa en la disyuntiva de acatar el dominio de Huáscar o de liquidarlo necesariamente, salió a la superficie algo muy poderoso, real e insobornable que, durante décadas, había permanecido oculto.

O sea que los sojuzgados por el centralismo cuzqueño, mostraron gran capacidad de aprendizaje y asimilaron lo que sus dominadores les enseñaban, y con esto más, por esos procesos históricos a veces tan difíciles de explicar, robustecieron por lo bajo la tradición opuesta a la que imperaba sobre ellos. Se beneficiaron del Incario asimilándose la cultura incásica y permanecieron, después de todo, profundamente quiteñas. Sólo así se explica el sorpresivo suceso del Quito dominando al Cuzco, luego de cortísimo período de luchas; suceso interpretado por la generalidad de los historiadores del siglo XVIII o del siglo XIX -racionalistas aquéllos y románticos éstos-, como la casualidad ofrecida por unas guerras favorables a Atahualpa. Pero suceso tanto más sorpresivo para el historiador actual, cuanto que las guerras de Atahualpa contra Huáscar rebasaron la medida de una contienda fraterna, pero, en verdad, guerras de conquista de un Estado por otro Estado.

Quienes marcan el derrumbamiento del Incario con la fecha de llegada de Francisco Pizarro y sus pequeñas fuerzas a Túmbez, no han visto sino la corteza del asunto. Quienes ven el final del Tahuantinsuyo al momento en que el Cuzco sucumbe ante las fuerzas de Atahualpa,   —161→   tampoco logran mejor visión. El Incario concluyó el momento en que Huaynacapac desguarnecía el Tahuantinsuyo dividiéndole en dos Estados. Igual cosa acaeció con el Imperio Romano, muerto externa e internamente el día de su partición en dos mitades. Y del mismo modo que el Imperio de Oriente -la mitad que sobrevivió-, fue una entidad en política y en cultura muy diversa del Imperio latino, el Quito incaizado, y por más que lo estuviere, no fue incásico y, de subsistir, no habría sido el heredero cultural o el sucedáneo político del Incario, sino un Estado real y efectivamente distinto.

Hay algo que pudiera decirse en contra de esta afirmación, y es que no fue todo el Quito el sublevado contra el Cuzco, alegando el hecho muy cierto de que los cañaris, en apariencia, permanecieron fieles a Huáscar. Pero el argumento que respalda a esta excepción no es suficiente, ni puede esgrimirse en buena crítica histórica por las siguientes tres razones -que enuncio en seguida:

En primer término, la fidelidad cañarí o lo que, así se denomina, fue determinada par la circunstancia gravísima de hallarse afincada en el Cuzco la más respetable porción social, artesanal y militar de dicha gente cañari. La de ellos fue pues, una fidelidad de emergencia, si cabe decir, impuesta por un elemental principio de defensa de aquellos rehenes, mejor dicho mitimaes; prendidos a priori; situación o calidad que -no se disimulaba lo suficiente bajo la capa de confianza que en aquéllos habían depositado Huáscar y sus antecesores. La llamada infidelidad de los cañaris al Quito puede menguarse, además, en virtud de las fábulas que corrían sobre la prisión de Atahualpa en Tomebamba, fábulas que, según algunos cronistas son falsas. Pero, y esto es decisivo, hubo siempre en el ánimo general cuzqueño, un marcado deseo de sobajar a las cañaris mitimaes o rehenes, en toda circunstancia, como se comprueba con una atenta lectura de los Comentarios de Garcilaso, donde se ve asomar reiteradamente el odio de los cuzqueños a estos peculiarísimos leales.

En segundo lugar, la excepción de los cañaris, sobre todo de los de la región de Tomebamba, no constituye   —162→   prueba contra la existencia del ánimo colectivo de configurar la unidad quiteña contra Huáscar, pues no se trataba del levantamiento de un Estado nacional, como innumerables veces ha ocurrido en la Historia, ya que no había aquí un Estado nacional debido a que la unificación política en torno del Quito no estaba madura todavía. Claro es que los trámites del proceso de nuestra formación fueron acelerados en aquella guerra contra el Cuzco; pero de allí a concluir que hubo nacionalidad plena, como algunos escritores apresurados aseguran; falta muchísimo. El Quito fue, entonces, un Estado monárquico, gobernado por un soberano absoluto que logró someter a prueba positiva, acaso sin proponérselo y acaso también sin buscarlo, -el fin que nosotros descubrimos tuvo el hecho en su más profunda realidad; pues logró poner a prueba la fuerza cohesiva que había adquirido ya el diverso y numeroso grupo de pueblos moradores en esta región de los Andes, sea por el natural desarrollo lento del mundo preincásico, sea por las innovaciones religiosas, políticas, sociales y económicas aportadas por el Incario. En este sentido el mismo Incario acaso fuera el autor indirecto de esta emancipación del Quito.

En tercer lugar, la prueba de que el Quito fue una unidad profunda, real y no quebrantada por la dominación, mientras -el Incario fue ya en ese mismo tiempo fina entidad frustrada, la tenemos en el mismo desarrollo de los sucesos. Huáscar, siguiendo la vieja táctica sorpresiva, invadió acometiendo con celeridad desconcertante y obtuvo, como es de suponer, grandes resultados. Atahualpa; sorprendido al comienzo, no entró a la guerra bajo buenos auspicios. Pero, poco a poco, la superioridad humana y militar del Quito dejó a la luz, no sólo un tipo de ventajas favorables en el orden bélico, sino principalmente dejó en evidencia la fragilidad del vetusto Incario. Los siglos no pasan en vano, y su caminar impávido es para los hombres y sus creaciones, a más de cronología, vida: vida que nace y muere, existencia que se configura y se desfigura, obra que se edifica y se derrumba. El Quito era en esos días, con ciertas reservas de crítica histórica, obra que se edificaba, existencia que   —163→   se configuraba, vida que nacía; en tanto el Cuzco representaba en el drama humano el papel antagónico de la obra en trance de derrumbamiento, de la existencia configurada hacia mucho tiempo y en vía de desfigurarse, y representaba, principalmente, el papel de la vida en vísperas de seguro fin.

A partir de entonces, la parte más septentrional del Chinchasuyo, volvió a ser lo que debía haber sido antes de presentarse, agresivo y fulgurante en el límite de los paltas o de los bracamoros, Topa Inga Yupanqui. Es decir, una inevitable necesidad de unificación volvió a presentarse; necesidad acrecentada por casi un siglo de espera y puesta en el caso de ser realizada con motivo de una coyuntura que; además, en el fondo, representaba la natural revancha del Quito.

Atahualpa concentró en su persona la diversa urgencia, personificó el anhelo, en cuyas aras sacrificó todo, echando mano a los recursos más tremendos, si es que es verdad cuanto en sus Comentarios Reales nos detalla Garcilaso, apoyándose en la autoridad de algunos cronistas anteriores pero, primordialmente, apoyándose en la tradición familiar de los Incas. Arrasó Tomebamba con furor no visto desde los días de Yaguarcocha, y estos dos dramas henchidos de sangre tendrían análogo sentido si es que en ellos se hubiera tratado de solucionar igual conflicto. Pero, ciertamente, en Yaguarcocha fue un conquistador el que extirpaba el último reducto de una resistencia a muerte; y aquí, entre tanto, se trataba ahora de reunificar el Quito librándolo de un Imperio sometido, al fin, a la pena de muerte.

En materia de crueldades -imputadas de un lado y silenciadas de otro-, repito, Garcilaso acumuló innúmeras sobre los hombros de Atahualpa, en tres enjundiosos capítulos del libro noveno de los Comentarios, sin duda exagerando los detalles, por el natural resentimiento que hacia los vencedores guardaba la estirpe derrotada por primera vez en largos siglos. Mas, en el fondo, hubo esa tremenda situación trágica del caudillo que se empeña por levantar lo suyo a costa de todo riesgo y, en el   —164→   caso que ahora recuerdo, la urgencia del caudillo quiteño por salvar su obra, de modo tal que el Cuzco no volviera a señorear jamás en las tierras recientemente liberadas, y que ni siquiera lo intentase. El caso no es único: desde Roma, eliminando la posible resurrección de Cartago, hasta las amenazas de rendiciones incondicionales proclamadas por la barbarie engreída al triunfar en las conflagraciones mundiales de nuestro siglo, la cosa es la misma. El logro o el fracaso de ella la ha justificado o la ha afrentado. Nada más.

Aquella crueldad de Atahualpa, destacada posteriormente por los cronistas, tanto castellanos como americanos y mestizos, que miraron el suceso desde el Perú o desde el punto de vista dinástico de los Incas, para la investigación crítica actual no representa -la crueldad sino el deseo de afirmar con toda energía una verdad que, desde entonces se volvió irrefutable: el Quito necesitó ser plenamente un ente humano separado y diverso de sus análogos y de sus vecinos. Pocos años después veremos confirmarse esta verdad con un hecho absoluto: los españoles que, desde San Miguel o desde Guatemala y otros lugares marcharon de aventura o de conquista sobre las tierras septentrionales del Incario, de modo unánime y de manera unívoca, todos sin excepción -Benalcázar, Almagro, Alvarado, Gonzalo Pizarro- dijeron ir a la conquista o al descubrimiento del Quito y de sus aledaños, y no a la del norte de Chinchasuyo, o a la de una parte del Tahuantinsuyo, o a la de una región del Perú. Dijeron Quito con claridad fonética y sin reticencia mental.

La requiteñización fue, pues, íntegra. Los perfiles no destacados, más o menos un siglo antes, cuando llegó Topa Inga Yupanqui, si es que seguimos la genealogía más fácil y usual, esos perfiles borrosos cuya falta de nitidez ha permitido a algunos escritores asegurar la ausencia de un ente humano definido que respondiese al nombre de Quito, ahora, luego de las guerras de Atahualpa, guerras que no tuvieron un mero cariz dinástico, lo repito, aquellos perfiles se distinguieron plenamente, quedando a la vista de propios y extraños. ¿De dónde   —165→   emergieron? ¿Sólo de las fulminantes conquistas de Atahualpa, o de algún venero más profundo y sustancial? La sustancia humana durable que se llama Quito, no Pudo adquirir fijeza en el agua torrencial de unas guerras desencadenadas a causa de aquella misma sustancia que Huaynacapac, sin quererlo, mejoró notablemente, pero no logró transmutar. Al fondo de su acción creadora, este Inca, sin duda halló una tremenda resistencia que no pudo sobrepasar. Toda la eficacia administrativa del Incario no fue suficiente para cambiar una sustancia durable por otra. Entonces, como no sucede en el cuento de Aladino, pero sí ocurre en las doradas decadencias, la realidad insobornable se viste con apariencias deslumbradoras. La continuada presencia de Huaynacapac en el Quito y las violaciones de las normas sagradas de la dinastía cuzqueña, se explican por el afán de vencer esta oscura resistencia invencible.



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ArribaAbajo La sensación del fracaso

El Incario en la madurez, y sin lugar a recuperación alguna, no consiguió mantenerse en forma desde el día cuando tocó el punto de máxima elasticidad que los hechos y las posibilidades internas de su naturaleza le permitieron. Un conjunto de detalles hoy desconocidos para nosotros, daría entonces la tónica y dictaría la orden de buscar salvación en toda medida, inclusive en las suicidas a las que echó mano Huaynacapac. Con todo, algo se puede rastrear, pues algo queda como grano de oro en el arenal de la playa, grano cuidadosamente recogido por los cronistas acuciosos que bucearon en el agua turbia de las tradiciones populares.

Me refiero a las fábulas escatológicas o catastróficas, vestidas con la sagrada autoridad de la profecía, o del vaticinio pronunciado por algún aravico o con el ropaje, de la vieja leyenda reactualizada en un momento dado, sin que nadie sepa el por qué. Este tipo de fábulas corrieron de boca en boca durante los años finales del gobierno de Huaynacapac. No había el régimen llegado a su hora postrera, pero atardecía ya cuando comenzaron   —167→   a circular fábulas tremendas, especie de lechuzas y vampiros que alzaron el vuelo al iniciarse la penumbra vesperal.

Una noche, la aparición de la luna cercada de triple halo despertó el pavor en el ánimo del soberano, de suyo tan firme y sereno. Huaynacapac, sobrecogido por el miedo, ordenó a los sacerdotes interpretarle el suceso. Uno de ellos se atrevió a comunicar al Inca el funesto mensaje que le enviaban los cielos: «La luna está encerrada en un círculo al que rodean otros, y esto significa lo siguiente: el primer círculo que es rojo como el fuego, quiere decir que la sangre de tu estirpe divina será derramada; el segundo círculo que es negro listado de verde, quiere decir que el fin del dominio está cerca debido a guerras fratricidas; y el tercer círculo que es como el humo, quiere decir que todo lo presente acabará y se deshará muy pronto. Tu madre la luna te envía esta advertencia». La fábula, desde luego, no puede ser mejor compuesta a posteriori de los hechos, pero su prístina versión circularía sin duda en el ánimo suspicaz de los que, si bien no tenían conciencia clara de los sucesos, intuían que el suelo se hundía bajo los pies.

La reactualización de la fábula de Viracocha; hasta darle forma humana y semejanza material con el español, cuya figura se anunciaba reiteradamente con incursiones en las costas del Pacífico o Mar del Sur, debió también ser sintomática del daño que se presentía; y la psicología del americano, primitivo morador de un suelo tan lleno de amenazas, indudablemente no anduvo lejos de caer subyugada por relatos de esta clase, si aún ahora es dado a vaticinios y agüeros de índole pavorosa y superficial.

Los volcanes, entrados en período de actividad, constituyeron con sus amenazas y con sus espectaculares manifestaciones la mayor fuente de profecías, dichas no se sabía cuándo, pero sin saberse cómo puestas en boga para anunciar castigos a corto plazo. Una gran corriente de terror circulaba por el Incario, tal como otras veces ha acontecido en la Historia. Mas, lo importante es   —168→   que hubo una viva sensación de fracaso, lealmente recogida por el espíritu popular, luego conservada y, por fin; transmitida a algunos cronistas que se interesaron por creencias y supersticiones de esta especie.

Es frecuente ver el colapso cultural o histórico precedido por la tenebrosa sensación del mismo. Tanto el hombre como la colectividad son intuitivos de este género de realidades próximas y racionalmente incontrolables. La historia, en los pueblos clásicos, abunda en ejemplos de esta guisa de psicosis. Los Historiadores más serios las recogieron en sus relaciones, como testimonio del estado de alma colectivo precursora de los grandes sucesos aflictivos, sin que les regatearan categoría de veracidad.

Los romanos, de manera especial, debido a su creencia inveterada en los presagios y por el acatamiento unánime a la voz de augures y arúspices a la que vivían encadenados, consignaron en sus anales estas perturbaciones del alma colectiva, con una honestidad digna de envidia. Podemos regatear la dosis de verdad encerrada en el corazón de las fábulas qué duda cabe. Pero debemos detenernos a mirar un poco al fondo de las mismas, si queremos descubrir el estado de ánimo que las engendra, porque la frecuencia del caso en latitudes históricas sin congruencia alguna, sin contacto material directo o indirecto y sin que entre ellas haya mediado influencia o conocimiento, da materia para prolongadas meditaciones.

Aquí me limito a consignar una consecuencia, que me parece legítimamente deducible de gran número de casos análogos, y que podemos revisar en los historiadores: las fábulas escatológicas con sus presagios o con sus recuerdos, no son únicamente heraldos misteriosos de las desgracias que se avecinan o voces de advertencia para que los hombres obren de esta manera o de la otra; sino que, de modo principal, son la subconsciente denuncia o la autoconfirmación del fracaso histórico al que llegan, sin remedio, todos los ciclos del humano acontecer. Antes de periclitar un mundo, del modo cómo antes de zozobrar un barco echa fuera de sí a ratas y sabandijas,   —169→   arroja desde sus intimidades más secretas, como una exudación causada por el miedo, cierto tipo de fábulas y leyendas que denuncian la parálisis iniciada adentro, silenciosamente, sentida y hasta vivida antes de que el estampido catastrófico la confirme afuera. Por eso, no está demás agregar que el Quito que se levantaba con ánimo de sustituir al Cuzco era, pues, una realidad muy diversa del Incario periclitado y presa de pavor, antes de que Francisco Pizarro y sus huestes minúsculas llegasen a Túmbes. Huainacápac lo presintió y Atahualpa fue el testigo más calificado.



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ArribaAbajo Tragedia clásica en toda regla

Dividido el Imperio, suplantado tras una guerra por una nueva forma política incapaz aún de señalar sus perfiles con claridad, como antaño luego de la subdivisión de Roma, sobrevino también ahora una volkerwänderung, una invasión de pueblos. Pero en este caso no llegó detrás del Caúcaso, de más allá de los Urales, de las planicies donde moraban los scitas, sino de allende el mar -como quería la fábula de Viracocha-, de tras el ancho, el inconmensurable mar. Más todavía, los primeros en aparecer en las costas del Tahuantinsuyo habían descubierto incontables mares y, entre ellos, dos de los mayores y más inmensos que los referidos en las viejas leyendas. Y estos hombres conocedores de tantos mares, llegaban colmados por el deseo de poblar las tierras nuevas. Y nuevos pueblos habrán de salir de la simiente nueva, milagrosamente emergidos de aquel diminuto núcleo de seres repletos de asombro y emprendedores, impulsados por las fuerzas misteriosas que, para desconcierto de los que nunca ven la hondura histórica, laten en el más callado recinto de la Historia.

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Los que llegaban eran hombres que acometieron el riesgo de saltar sobre el pavor de los abismos: sentido, acariciado y acrecentado desde la antigüedad hasta los albores del extraordinario siglo XVI. Este salto sobre los abismos cerúleos e inconsistentes del agua, plantea una paradoja: el miedo al mar impele a los hombres a dominar el mar. Durante siglos de navegación Costanera, largos y cansados siglos de mirar sin término y con ansiosa cobardía hacia el horizonte donde la vista se pierde en una simple línea, hubo el deseo de ir y el temor de nunca regresar. Hasta que una vez, ese mismo pavor infundió la fuerza necesaria para vencerlo, y el alma aventurera salió desafiante y retornó con el gozo de haber triunfado.

Los que ven en la Historia sólo el costado de la codicia económica, pueden creer que los hombres llegados a las costas del Tahuantinsuyo eran unos ruines buscadores de oro -cosa en sí mismo inofensiva-; pero quienes piensan que la vida humana es mucho más la satisfacción de urgencias materiales, creen, y están en lo cierto, que aquellos soldados de Pizarro llevaban el alma repleta de formidables anhelos, que ahora ninguno de sus detractores podría abrigarlos: descubrir un Imperio, dominar un mundo, edificar ciudades, poblar la tierra, cristianizar, salvar hombres, aun cuando para hacerlo fuera indispensable acudir, sin miedos ni tapujos, a la violencia. Nadie ha dicho, con toda lógica y con toda sinceridad, que tanto la violencia como el amor, no sean fuerzas edificadoras de la Historia. Ni nadie lo dirá a conciencia, sin caer en falacia o en hipocresía.

El Tahuantinsuyo, en aquellos días de la llegada castellana a Túmbez, comenzaba a ser un recuerdo, quizás muy doloroso en el ánimo dé la mayoría de los súbditos del flamante soberano, Atahualpa, amo reciente y aureolado de un círculo de espanto, según unos; o respaldado por la tradición resucitada; según otros. Pero, y no obstante ser uno el soberano, las dos fracciones del Imperio fenecido estaban claras y nadie volvería a confundirlas, ni el gobernante cuyo régimen entraba en un lapso de estabilidad, pero a quien el tiempo no otorgó   —172→   la coyuntura favorable que era necesaria. Con todo, la división subsistió y cada una de las dos partes del antiguo Incario echó a caminar por la ruta de su destino y de su natural impulso. Y, por lo que atañe al Quito, revivió e inició el camino interrumpido por la penetración cuzqueña.

La palingenesia histórica, de darse, no siempre ocurre de igual manera. Es un trance humano excepcional, mas no por eso uniforme. A veces se reduce a una simple copia, vaciando formas jóvenes en moldes viejos, y estas son las pseudomórfosis que Spengler estudió originalmente; a veces modifica el molde y prosigue la vida antigua, lo que constituye un anacronismo peregrino; y otras veces, en fin, sobre el escenario de lo antiguo y derribado, utilizando únicamente la unidad de espacio, la vida se complace en levantar, fundiendo lo superviviente viejo con lo adventicio nuevo, formas originales e inesperadas de existencia histórica.

Este fue el caso. Carcomido el Incario por los años, los éxitos y las copiosas realizaciones, cayó en manos de un bastardo que degolló a la estirpe sagrada, casi hasta aniquilarla. Y cuando este hombre poderoso y audaz se aprestaba a gozar de su triunfo, cuando empezó a sentirse fuerte de verdad y sin contendor a la vista, he aquí que una tropilla de aventureros le desposeyó sin piedad alguna y le mostró la verdad más dura que un poderoso hombre de gobierno puede encontrar.

Sin proponérselo, porque ignoraban la historia del Imperio, Francisco Pizarro y sus hombres enseñaron al soberano caído en Cajamarca la debilidad de su gobierno o, mejor dicho, el punto débil del mismo, la falta de raíz de su nueva política y la casi inexistencia cultural del pomposo Estado que acababa de instaurar. Un soplo, nada más que un soplo, y toda esa inmensa estructura rodó por el polvo. Qué tragedia tan en regla fue aquélla. Tragedia clásica sin mengua o ausencia de un sola detalle, sin falta de un solo recurso, sin ausencia de un solo personaje fundamental.

Esa fue la hora en que se recordaba la voz de los profetas que dijeron: «Vendrán ciertos hombres y se   —173→   harán pasar por servidores míos... No les creáis. En tiempos futuros os, enviaré hombres blancos, barbados, y ellos os instruirán. Someteos a sus voluntades». Por lo menos los aravicus del Cuzco repetían estas frases de Viracocha, para consuelo de los que lamentaban la legitimidad vencida del ex-soberano, Huáscar. El seductor consuelo de cada vez: gozarse con el castigo que otro más poderoso infiere al que nos ha agredido. Y hasta había quienes recordaban ciertas palabras de Pachacuti, en que parecía aludirse o predecirse la desventura de Cajamarca: «Viracocha da la victoria a quien le place, pero nadie conoce su decisión antes de la batalla». Menudeaban en el mundo pequeño, en el pueblo oscuro, en la gran masa dolida, que es como el coro y el espectador, al mismo tiempo, de toda tragedia grande; menudeaban tales palabras misteriosas, como saetas de luz con que la ingenuidad popular trataba de explicarse, alumbrándolos, ciertos hechos desmesurados que no lograba explicarlos con la razón natural, con la impotencia de sus vidas o, también, con su ira y con sus deseos de venganza».

Entre tanto, el drama tejía los nudos más complicados e iba preparando, infaliblemente, el desenlace trágico. Como es natural en todos aquellos procesos, al vencido le faltaron los dioses propicios y le sobraron los hombres adversos. Junto al monarca prisionero montaba la guardia la codicia de los adversos. Junto al monarca prisionero montaba la guardia la codicia de los enemigos de Atahualpa, y en la hora precisa de defenderle, hasta los pocos amigos del vencido se hallaron ausentes. También faltaron los hombres propicios, que pudo haber, pues era usual que los dioses de la fábula antigua abandonaran a sus fieles cuando querían perderles. Lo mismo hizo el padre Sol con Atahualpa, y no prestó su auxilio al hijo de Huaynacapac en aquella hora postrera, porque la redención jamás entró en el catálogo de las realidades sancionadas por el fatalismo trágico. La sangre del Cuzco preludió la de Cajamarca, porque en buena regla dramática la sangre llama a la sangre. Y todos los actores de este drama; cristianos y no cristianos, parecían   —174→   instrumentos de una venganza sagrada, emergida del antro más tenebroso de un enigma cuya solución escapaba definitivamente a ellos. El Padre Valverde, Francisco Pizarro y Atahualpa eran, a todas luces, marionetas de algún titiritero poderoso; impasible, ávido del espectáculo trágico.

Y el vencido, como Prometeo, sin reconocer su derrota, audaz y soberano señor de su voluntad hasta el último instante, impertérrito y solemne fulminó desde el fondo de la mazmorra donde yacía desvencijado, la muerte de su hermano Huáscar. Atahualpa, según las normas del drama clásico se ostentaba así en toda su terrible grandeza. El final no demoró mucho tiempo. La fatalidad -ojalá en lengua americana existiera entonces el término equivalente a la eimarmené griega- dio el golpe de gracia; y el último vestigio aparente del antiguo régimen, vestigio históricamente falseado pero externamente conservado, por lo menos ante la mirada inexperta de los nuevos conquistadores, el último vestigio, digo, rodó en el polvo, mientras un silencio inmenso cubría la inmensa tierra que en adelante se llamaría el Perú, entidad nacida para reemplazar al Incario en la mayor parte de su extensión; geográfica. La palingenesia, por lo que toca a esta vez, por virtud de la tragedia quedó operada así.

Aunque no todo había rodado hacia la muerte en aquella tarde postrera de Cajamarca: A poco de la caída del Inca y a poco de su final sangriento, en la conciencia de uno de los recién llegados se hizo una luz, y de mero fulgor se convirtió en incendio interno. El hombre que así se abrasaba era Sebastián de Benalcázar, que dio a pensar en el Quito o a recordarlo por haber oído hablar de él a cierto amigo suyo, bastante informado en noticias extraordinarias. Si: textual y decididamente, Benalcázar pensó en el Quito. Y, mientras el grueso de la expedición pensaba sólo en el Tahuantinsuyo; deslumbrada por las realidades superiores a los ensueños, una fracción minoritaria, uno de los subalternos, se encaminó certeramente hacia el Quito, sin confundirle con otra entidad, sin desmembrarle en su esencia, sin regatearle   —175→   un tomín de realidad. Después de muerto el quiteño Atahualpa, quedó el Quito vivo y persistente, como el señuelo o el reclamo de la aventura. Y a ella fue de todo corazón Sebastián de Benalcázar, a constituir cabeza de otro dominio español, a fundar otras poblaciones mestizas, a desplegar la vida en otro tipo de palingenesia. Fue a reeditar el Quito, sin repetirle, en nuevos moldes donde echó, sin titubeos, lo americano primitivo y lo español renacentista. El rumbo de esta aventura, espectacular y compleja, fue también una llegada que, en seguida, se transformó en afán de nuevas marchas y partidas.



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ArribaAbajo Benalcázar y más compañeras de aventura

Después de la jornada de Cajamarca y de repartido el rescate de Atahualpa, era necesario vigilar la costa y Pizarro eligió para situar a la entrada del Perú, es decir en San Miguel, al capitán Sebastián Moyano de Benalcázar. Al parecer allí quedó confinado, en misión de confianza, mientras los otros dos caudillos -Pizarro y Almagro- andaban en pos de aventuras, hasta el día en que se alzó contra las órdenes del superior y emprendió el camino del Quito. Quienes descubren en el fondo de este alzamiento y en la subsecuente partida del capitán hacia el Norte, sólo un franco deseo de formar gobierno aparte, encubren buena dosis, acaso la mayor dosis de la verdad. Es cierto que Benalcázar tenía entonces los recursos suficientes para buscar dominio por cuenta propia; es cierto, así mismo, que su prestigio había crecido en las acciones de valor que desplegó contra los aventureros menores que llegaban cada día y cuyo número aumentaba sin control; es cierto, por fin, que el ánimo esforzado y el espíritu inquieto del caudillo buscaban a cada instante la oportunidad de alzar el vuelo por donde más les conviniere.

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Pero había algo más. Una azorante, una tremenda noticia circulaba por las costas: Don Pedro de Alvarado, hombre de corazón inquebrantable, venía seguido de una enorme hueste en busca de tierras no comprendidas en las capitulaciones firmadas entre el soberano español y Francisco Pizarro. Era bien conocido el temple de Alvarado y, por eso, Benalcázar sabía que no le sería posible hacer frente a un adversario superior en fuerzas y en porfía. Era necesario tomarle la delantera, buscando, luego, la forma legal de cerrarle el paso. Y más todavía: las inquietudes, las ilusiones, los impulsos acrecentados por las noticias que Benalcázar, Orellana y Alvarado escuchaban en Centro América sobre el Quito, sobre la posibilidad de conectar los dos Mares, el del Norte y el del Sur, sobre la promesa de cuantiosas recompensas ofrecidas por el Emperador en beneficio de quien hallare dicha conexión, eran señuelos irresistibles y, por último un argumento de hecho, muy reciente: la mayor parte del oro rendido por Atahualpa como rescate, procedía de ese atractivo Quito donde, sin duda, la imaginación, la espada y el ánimo andarían a su gusto.

Ignoraba Atahualpa, o acaso la ofuscación causada por la derrota le hizo olvidar que quien da oro por la vida, pierde el oro y pierde la vida. Pero alguien ganaba, seguramente, en este juego: ganaba no metal, en verdad sino experiencia. Este alguien fue el prenombrado Sebastián de Benalcázar, que todo lo averiguaba con meticulosidad, y en su mente despejada hacía y rehacía cuanto los relatos no iluminaban o dejaban en penumbra. Núcleos de población, centros de abastecimiento, rutas posibles, número y calidad de los jefes y guerreros del otro lado, distancias, accidentes geográficos, todo lo integraba con la más elemental prolijidad en su mente, durante meses sucesivos, hasta dar forma y figura militar a su empresa.

Tampoco olvidó el dinero, los bastimentos, los hombres, los caballos, las armas y las municiones: no se improvisa una tropa de aventura por más aventurero que sea el organizador y por más diminuta que sea la tropilla. Por otra parte, acostumbrados ya los españoles al   —178→   sufrimiento y a las sorpresas desconcertantes, no entraban en una expedición a ciegas: sería imposible que Benalcázar echara en saco roto las penalidades sin cuenta que sufrió Pizarro en esos mismos años. La cautela ponía freno a la valentía: es decir que una virtud se equilibraba con otra virtud. Nos falta a los modernos estudiar un poco más la ética de los caudillos del renacimiento, en quienes solemos destacar sus defectos, olvidando que el mejor enfoque del hombre se hace comprendiendo también sus condiciones positivas.

Antonio de Herrera, que dispuso de muchos papeles hoy inasequibles, entre ellos los manuscritos de Cieza de León, especialmente los aún inéditos, ofrece en sus Décadas la noticia de los comienzos de la aventura de Benalcázar, en términos aunque escuetos, lo suficientemente claros para reafirmar lo que dejo dicho:

«Llegado Sebastián de Benalcázar á la ciudad de San Miguel, adonde el Adelantado D. Francisco Pizarro le havía embiado por Governador con las nuevas de las Riquezas del Perú, halló Soldados, que havían llegado de Panamá; i como- después llegaron otros, i se vio Benalcázar con buen número de Gente, i era Hombre belicoso; i de animo levantado, propuso de ir la buelta del Quito, descubriendo, porque también quería gloria de haver conquistado nuevas Tierras; y tuvo forma, como sin pedirlo, le requirió el Regimiento, que hiciese aquella jornada, por la nueva que havía, que en aquellas Provincias se tomaban las Armas contra los Castellanos, i por las grandes riquezas que en ellas havía... I gastando del Oro i Plata que tenía, comenzó a ponerse en orden para la jornada, creiendo, que los Tesoros de Caxamalca eran pocos para los que havían de hallar en el Quito... Haviendo, pues, apercibido ciento y quarenta Soldados de a Pie, i de a Caballo, bien armados, llevando por Alférez Real á Miguel Muñoz, su Pariente; por Maese de Campo, á Halcón de la Cerda; i capitanes, Francisco Pacheco, i Juan Gutiérrez, salió de San Miguel, i fue á Carrochabamba, Provincia de la Sierra,   —179→   adonde hallaron buen acogimiento; i siguiendo su Camino, en los Despoblados pasaron increíbles trabajos, de hambre, i frío, hasta llegar á Zoropalta».



Y hubo, también, cierto móvil político en esta empresa. Se trataba de los cañaris -siempre los cañaris- mal situados frente a los restos del ejército quiteño rehecho por Rumiñahui, luego de la sorpresa de Cajamarca, ejército acostumbrado a las conquistas por Atahualpa, y que ahora se mostraba amenazador contra los que osaran levantarse o se habían levantado ya, desoyendo la palabra de orden impuesta por aquel jefe, que abrigaba planes de unificación a fin de mantener quiteña la parte librada del dominio cuzqueño. Parece que los atemorizados cañaris no tuvieron más coyuntura que volver los ojos hacia Benalcázar, ofreciéndole amistad, entregándosele de paz y prometiéndole servir de guías y asistentes en la expedición hacia el norte y ayudarle, en caso necesario, en la acciones bélicas.

No les quedaba pues otra dirección política, ya que en el Cuzco no habían sido los amigos que decían los Incas, antes bien vivieron allí largos años dentro de un clima de hostilidad que se patentizó más agudo, luego de caído el Incario. Pero el hecho de que los cañaris llegaran hasta Benalcázar, nos comprueba que éste inquiría, averiguaba, buscaba y trataba de hallar los caminos hacia el Quito; lo cual, sabido por los cañaris, les puso a éstos en la determinación de aliarse con el nuevo dominador, entregándose a él pacíficamente. Zárate cuenta los hechos de la siguiente manera:

«...envió (Pizarro) por su teniente desde Caxamalca a San Miguel al capitán Benalcázar con diez de a caballo; al cual por ese tiempo se vinieron a quejar los indios cañares que Ruminagui y los otros indios de Quito les daban continua guerra, lo -cual fue a coyuntura que de Panamá y de Nicaragua había venido mucha gente, y dellos tomó Benalcázar docientos hombres, los ochenta de caballo, y con ellos se fue la vía del Quito, así por defender a los cañares,   —180→   que se le habían dado por amigos, como porque tenía noticia que en el Quito había gran cantidad de oro que Atabaliba había dejado».



Antes de pasar adelante, quiero hacer notar lo que, entre líneas y a veces explícitamente, se lee en la segunda parte de los Comentarios de Garcilaso, con respecto a la situación en que se hallaron los cañaris en el Cuzco. Dije más arriba que la fidelidad de ellos hacia el Incario fue punto más que forzosa, y para decir aquello me fundé en la manera despectiva con que, sin equívoco alguno, se les trataba. Los cañaris fueron los primeros mitimaes de estas tierras del Quito, como recuerda el lector y no perdieron tal calidad durante la dominación del Incario, aun cuando en años postreros les confiaron delicados servicios dentro de la vida estatal, entregándoles la guardia de algo que hoy diríamos del orden público, en ciertos sectores de lo social y religioso cuzqueño. Con todo, siempre fueron tenidos en menos, cuando no despreciados claramente.

Al revisar la Historia General del Perú del Inca historiador, encuéntranse consignadas, con poca prudencia, anécdotas en las que se ve a los cañaris recibir un trato no muy digno que digamos. Garcilaso llega a contar cómo les llamaron, pública y escandalosamente -exteriorizando algo que era íntimo- con motivo de un gran acto religioso, aucas y perros cañaris. Entre paréntesis, es sabido que aucas se decía sólo a aquellos cuya rusticidad provocaba la mofa de los cuzqueños. Y narra otras ocasiones algunos hechos en los que la reputación de estos esclavos -por lo menos así se les llama- no queda muy en su sitio. Odiados aquí, despreciados allá, les quedaba a los cañaris el último refugio de la amistad española.

Y con respecto de la aventura de Benalcázar, también una palabra antes de proseguir. En los cronistas más conocidos y respetables se halla el móvil del oro y el de las riquezas de Atahualpa, como el resorte mayor de la empresa. Esta verdad oficial que, en sí misma tiene mucho de verdad, necesita complementarse con   —181→   otra, que sólo ahora y gracias a conocimientos biográficos más seguros y a investigaciones de historia de la geografía se ha posibilitado. Me refiero al impulso descubridor que animaba a casi todos los caudillos de ese entonces, apasionados, en cuanto a lo de este lado del mundo se refiere, por acortar las distancias y dar con la fuente de ciertos productos indispensables para la vida europea.

Si olvidamos este resorte geográfico no comprenderemos la actividad de los primeros pobladores de San Francisco de Quito, quienes miraban y aplaudían que el incipiente Cabildo sirviera de madre para grandes empresas y, hasta, permitían que se desmembrase la flamante urbe con las continuas expediciones que amenazaban dejar sin moradores al vecindario. Benalcázar, Orellana, Alvarado, persiguieron un mismo fin: dar con la canela y dar con la salida al Mar del Norte que conectase, sin las graves molestias de atravesar el Darién, a aquél mar con el Mar del Sur.

Al salir de San Miguel, Benalcázar, llevaba el ánimo poblado de planes. Políticos: como el de hacerse fuerte, gracias a la amistad de los cañaris, en algún punto de la Sierra, desde donde seguir adelante con su empresa, alejándose de los territorios concedidos a Francisco Pizarro o puestos por el Monarca bajo la jurisdicción de él. Personales: como el de hallar gloria y ser, también él, descubridor, según dice el cronista. Económicos: como el de instaurar gobierno propio en beneficio de sí y de los suyos o como el de conquistar tierras en donde el oro brille tanto o más que el sol. Geográficos: como el de ponerse en condiciones de ir en busca de la conexión interoceánica, motivo de inquietud de los cosmógrafos, señuelo esquivo de los aventureros, y fuente de recompensas y de honores prometidos por el Emperador. Así provisto su ánimo, Benalcázar salió de San Miguel, sin volver la mirada atrás, y con la vista firme en su futuro.

Todo fue caminar y sufrir. Las primeras penalidades se debieron a la naturaleza hostil. Pero los españoles siguieron, por aquí, la ruta del Incario, donde las caballerías podían desplazarse. Donde no, buscaban senda propia, o la hacían para ascender a las montañas. El   —182→   ascenso a éstas dejó en las crónicas huella duradera y, todos, los que, narran esa parte del viaje de Benalcázar y su pequeña hueste, coinciden -en destacar los sufrimientos sobrellevados con ejemplar entereza, hasta el día en que fueron recibidos por Caaparra, cacique o jefe de los cañaris residentes en el valle de Tomebamba. Este jefe saludó en los exploradores no sólo a sus aliados sino, además, a sus nuevos y definitivos dominadores.

La primera parte de la jornada se había llevado a cabo, tal como en el sur, subiendo desde las regiones costaneras hacia la sierra. Lo importante de la empresa fincaba en esto, precisamente: en dominar la montaña fría, donde se encontraban los mejores emplazamientos para fundar ciudades. Consciente o subconscientemente, aquellos aventureros señalaron el camino de la nueva cultura, de la que iba a nacer en ciudades erigidas en el altiplano y proyectadas después sobre la selva tórrida, o sobre la playa marítima del Pacífico. Para el español, conquistar equivalía a poblar, y poblar era fundar ciudades, donde la vida instauras e flamantes rutas, poniendo en contacto a españoles y primitivos americanos, y procurando una eficaz coyuntura al mestizaje.

A partir de la tierra cañarí, es decir desde el nudo del Azuay hacia el norte, otro tipo de penalidades iba a presentarse a la fuerza expedicionaria. No lucharía más contra la naturaleza sola sino contra los Andes y los primitivos moradores de los mismos que, amparados en una geografía tan agresiva y conocida por ellos, causarían graves molestias, a cada instante, a la tropilla invasora. Las marchas y contramarchas, los rodeos, las subidas a la altura fría y los descensos a la hondura tórrida, que reiteradamente practicaron, acosados por una forma de guerrillas desconocida entre los europeos, sometieron a tremenda prueba la resistencia de Benalcázar, la energía de sus soldados y la lealtad de los cañaris. Estos aliados resultaron más útiles de lo que sospecharon los españoles, pues sin ellos no habrían vencido las emboscadas y los ardides preparados por Rumiñahui y sus gentes.

Ignorantes del terreno y acosados por una multitud enorme que no quería ofrecer batalla en campo abierto,   —183→   antes bien obligaba a los aventureros a desfilar interminablemente por quiebras peligrosas, los caudillos y su pequeña hueste iban a la desesperación. Pero aquí, como en todas las demás regiones descubiertas hasta entonces, la técnica, el valor, la disciplina y el ejemplo, de los capitanes lograron vencer a la masa fuerte y a sus ardides; masa fuerte sí, pero sin disciplina capaz de resistir el acoso de la potencia personal y de la táctica española. La lectura de las crónicas y de los historiadores nos convence de la obstinación de las unos y de la astucia de los otros.

Los advertidos cañaris se sumaron eficazmente al valor de los invasores, y gracias a estos aliados pudieron los europeos desconcertar a sus adversarios quiteños, que al cabo les tomaron por adivinos o por dioses a quienes era imposible engañar y, mucho más, vencer. Un conjunto de circunstancias favorables permitió el avance lento de Benalcázar hacia el norte, sin que le detuvieran guerrillas, batallas o ardides. A favor de los blancos estuvo el hado con las profecías y los signos inequívocos. Los volcanes con su fuego y los cañaris con su malicia, trabajaron para la tropilla de expedicionarios.

Pero, ¿quién era Rumiñahui? Los cronistas y los historiadores coinciden en lo que se refiere a su persona. Fue uno de los hombres de confianza de Atahualpa, quiteño de nacimiento, compañero de armas de aquél y, quizás también, el brazo ejecutor de sus planes de requiteñización. Al caer el Soberano en la tarde de Cajamarca, Rumiñahui, silencioso y convencido de su fuerza, emprendió viaje al norte, lleno de intentos que los ejecutó, uno o uno; con mano implacable. Comenzó por quitar del gobierno al encargado del mismo, Cozopangui, tío de Atahualpa, especie de asociado al mando o de gobernador en ausencia del titular; este hombre era firmemente leal a su sobrino, ayo o tutor de los hijos de éste, celoso guardián de la familia y de los planes dinásticos forjados sobre la misma. Rumiñahui, político hábil, pensó que nada podría con este guardián de por medio. Por eso, de un solo golpe destrozó ayo, planes y dinastía: muerto   —184→   Atahualpa, nada más hacedero que sustituirle en el gobierno.

Dicen algunos cronistas, siguiendo la tradición; que luego de este golpe audaz, Rumiñahui eliminó a la familia de Atahualpa, legítima e ilegítima, con fría traición y después de haber embriagado a todos los miembros que la componían. Quiliscacha, el que después fue llamado Inca Illescas, salvó de la redada por una suerte singular. La traición en sí, no resultaba extraña en el marco de esa época y de esas circunstancias, pues el número y eficacia de las lecciones recibidas o impartidas en el Cuzco, donde Atahualpa, quizás por manos del mismo Rumiñahui, eliminó a muchos centenares de nobles orejones pertenecientes a los más floridos aillus del Incario. De otro lado, en un clima de violencia desencadenado por varios años de guerra, acrecentado por la penetración europea y acicateado por el ansia de heredar un reino, no debió parecer muy escandalosa una política de eliminación en masa, como la llevada a término por el nuevo Jefe supremo. Y éste, una vez asegurados los flancos de su futuro señorío, dispuesto a ganarlo o a perderlo en un solo envite, se decidió a ofrecer resistencia a los españoles que, supuso, y en ello no se equivocó, vendrían lo más pronto sobre el Quito.

En unos pueblos esquilmados por el tributo de sangre que les impuso Atahualpa a fin de llevar hasta el Cuzco sus guerras, se recibió con total desagrado la orden de una nueva contribución de hombres y, más, con la intención de oponerles al avance de unos guerreros que los primitivos moradores de estas tierras comenzaron a creer invencibles. Con todo, tras esfuerzos insistentes, un ejército a una gran masa de hombres fue levantada como una muralla. Pero en esta vez no hubo la decidida voluntad de casi un siglo antes contra el Inca, ante quien se ofrendaba la vida con heroísmo; sin acudir a estratagemas y astucias, como ahora, ante un pequeño número de combatientes demasiado audaces. La guerra se planteaba, pues, en diversas condiciones, y Rumiñahui era el primero en darse cuenta de ello; a pesar de su valentía y de su decisión de vender cara la vida, en su intimidad   —185→   no debió estar firme, ni seguro de los que le seguían, como comprobó después. Los agresores eran también de otra calidad, peleaban con otro tipo de denuedo y empleaban recursos desconocidos entre los primitivos moradores del Nuevo Mundo.

Respecto de este asunto se debe hacer alguna aclaración, antes de seguir adelante, para desvirtuar acreditadas fábulas que pasan por dogmas en la historia de la penetración española. Las armas de fuego y los caballos han sido los comodines de esta fabulación. Pues bien, la eficacia de las armas de fuego que manejaban en ese entonces los españoles en América, al igual de todos los ejércitos europeos en Europa, era tal, que servía sólo para asustar a corta distancia, si tenemos en cuenta el pequeño alcance que cubrían -se comenzó a llamarles pomposamente armas de largo alcance-, y el prolongado tiempo que demandaba preparar cada disparo, haciendo gracia de la efectividad de cada uno de éstos, la mayoría de casos debía consumirse en un alarde de sonoridad inútil. A su vez, los caballos serían implemento eficaz sólo en lugares descampados y planos, donde sabemos, por reiteradas afirmaciones de los cronistas, que Rumiñahui no daba cara a los españoles. En las quiebras y a lo largo de las terribles jornadas de exploración o de camino, los caballos debieron prestar otro tipo de servicio, no bélico precisamente, aunque complementario de éste.

La verdad es que el acero y una táctica de combate fundada en el valor personal y en una elevada ética guerrera, fueron los supremos recursos del español. Las armas caballerescas no estuvieron fuera de uso en los primeros años del renacimiento, y hasta muy vencido el siglo XVI las armas de fuego no adquirieron la eficacia que generosamente solemos prestarles. Por tanto, cada español confiaba más en su lanza y en su espada, que en su caballo y en su mosquete, que eran armas de excepcional poder en circunstancias excepcionales, pues el medio en que luchaba disminuía la efectividad contante del cuadrúpedo y obligaba a cada hombre a mantenerse en forma, por lo que a los ejercicios de armas se refería.

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Fue el renacimiento la época en que vieron la luz numerosísimos tratados de esgrima, de equitación, de táctica de guerra, de ejercicio de las armas; entendiéndose por éste, no el, conocimiento y manejo de aquellas, sino el estado del hombre vigilante sobre su contorno material, listo a dominarlo con su fuerza moral. Y también fue el renacimiento la edad de los guerreros que mercaban su fuerza bélica en una competencia, no de precio sino de calidad, como nunca existiera antaño. Señores, condotieros, soldados y hombres de todas clases manejaban las armas como una necesidad indispensable en la vida. Y, entonces, la práctica de la espada y de la lanza, sea a caballo o sea a pie, era tan imprescindible, como en nuestro tiempo es impositiva y casi necesaria la práctica de un deporte cualquiera.

Los hombres de Atahualpa, de Rurniñahui y de todos los demás caudillos que se enfrentaban con los españoles, no tenían preparación bélica singular y, comparada con la europea, una muy deficiente ordenación colectiva, inepta, al cabo, ante los guerreros castellanos -por eso las conquistas de Cortez y de Pizarro fueron posibles-; mas, cuando los primitivos moradores de América aprendieron las tácticas europeas, se cambiaron las bigoteras y los conquistadores sufrieron serios desastres en combates de igual a igual, como en el Arauco domado y casi indomable.

Nunca ha sido la guerra cosa de bravura solamente. Los que así opinan andan muy lejos de la realidad y de la Historia. La práctica y el oficio de las armas -que nada tiene que ver con la condición de hombres y de pueblos pacíficos o belicosos- han requerido siempre de enseñanza larga y paciente. Aquellos hombres renacentistas por su voluntad de poderío, que venían tras los nautas y junto a los colonos y artesanos -y aún estos mismos necesitaban conocer el ejercicio de las armas, ejercicio cuyo sentido y ordenamiento los modernos hemos echado en saco roto. Los ejercicios militares que hoy se usan, nada tienen de común con el antiguo ejercicio de las armas, que comenzaba por ser una disciplina interna del   —187→   hombre para velar sobre su cuerpo, y comprendía después las defensas naturales o artificiales del mismo.

El ejercicio de las armas; constituyese carrera o no -lo mismo que el ejercicio actual del deporte, constituya profesionalismo o no- fue una demostración de la calidad personal, una especie de alto complemento educativo, como en los griegos la gimnástica y atletismo, un adorno a veces inexcusable, que se miraba como un noble atributo de todo hombre, pues las circunstancias de la vida podían, inopinadamente, exigir de él decisiones altas y brazo fuerte. Comenzó por ser adiestramiento aparejado a la educación de aristócratas y señores, y acabó generalizándose entre todas las gentes bien nacidas. Las armas, como las letras, cuanto más, mejor: he allí un ideal del renacimiento, como otro cualquiera de otros tiempos y de otros hombres. Y en el caso de la penetración española en el Nuevo, Mundo, tenemos que convenir en que si el aventurero no fiaba de su brazo y de su espada, si no había aprendido el ejercicio de las armas, el medio y las necesidades le obligarían a servirse de ellas del mejor moda posible, porque en eso le iba la existencia.

Esta clase de hombres era la que marchaba hacia el norte por tierras del Quito, al tiempo que desde allí marchaban hacia el sur otros hombres con diversas tácticas guerreras, a defender a tan nuevo jefe, sucesor por propia cuenta de Atahualpa, difunto ya, como era difunto el orden y el derecho que este último Soberano representaba. Pero, sea como fuese; el Quito, o lo que ahora pasaba por tal, se encarnó o reencarnó en el flamante caudillo que, dudoso ante la superioridad española, no llegó a organizar como plan de defensa sino recursos imaginativos y estratagemas que retardasen, dificultando, la marcha progresiva de la hueste castellana. Y, en efecto, la línea de avance de Benalcázar es de lo más sinuosa y complicada, pues la negativa pertinaz de los quiteños a comprometerse en una acción decisiva, y la pertinaz búsqueda de la misma que planteaban los soldados españoles, obligaban a estos últimos a seguir rutas casi inverosímiles.

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Con todo, obligados los quiteños por ciertas circunstancias ineludibles, no pudieron evitar encuentros de fondo, en lugares adecuados para la táctica europea, donde ocasionalmente se aliaban todos los elementos de que disponían los castellanos para casos propicios: armas, despliegue de hombres, caballos, etc. Con pocos encuentros de éstos, los sueños terminaron para los defensores. Y es que no eran los ánimos, las fuerzas ni los caudillos de antaño los que salieron contra los españoles en estas luchas. Un Imperio, al caer, así deje en pie una de sus mitades con personalidad readquirida o reafirmada, necesariamente arrastra consigo las mejores fuerzas que antaño daban cohesión y altura a los procedimientos políticos o militares. Reino dividido es reino hundido, por cualquier lado que se considere este asunto.

Las huestes de Rumiñahui nada original ni nada inesperado podían oponer a soldados que, a más de entrenamiento, poseían táctica superior. Benalcázar y su puñado de hombres avanzaban sin cesar, venciendo los obstáculos, dominando los imprevistos, con una audacia sin igual, llegando a distancia escandalosamente remota, si se toma en cuenta el punto de partida o la base del ejército pizarrista que operaba en el Perú; osadía que se explica sólo por el conocimiento que los españoles tenían de los hechos cotidianos en el campo contrario, donde faltaban la decisión y la unidad de criterio. Es que el nuevo jefe no tenía la talla de Atahualpa, ni los viejos soldados estaban acostumbrados a obedecer a personajes de segunda fila, porque la mayoría de aquellos habían visto mandar al mismo Atahualpa o a su padre Huaynacapac.



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ArribaAbajo Almagro y Alvarado enturbiaron la aventura

Los planes de Sebastián de Benalcázar parecían realizarse. Su penetración rebasaba el límite primeramente calculado y alcanzaba ya los límites que el Incario tocó por el norte, cuando tuvo que retornar hacia el centro del Quito en fuerza de circunstancias con las que, si oscuramente contó, nunca pensaba serían tan apremiantes para él en momento menos supuesto. Sucedió que el segundo jefe, después de Pizarro, o sea Diego de Almagro, se había presentado en la región, sin anuncio previo, y esta cambiaba momentáneamente los planes expedicionarios o los aplazaba para un después indeterminado.

Pensaba Benalcázar entre otras cosas -a más de las que trivialmente se le imputan-, adelantarse a la actividad formidable de don Pedro de Alvarado, que tenía bien conocida por haber marchado hombro a hombro con él en varias acciones bélicas y expedicionarias. Alvarado andaba empeñado, al igual de Francisco de Orellana, en alcanzar los beneficios ofrecidos por el Emperador para el primero que hallare el paso entre los dos Océanos, en esta latitud del Nuevo Mundo. Para llevar adelante   —190→   esta empresa Alvarado contaba con una base excepcionalmente favorable en Guatemala, donde había ordenado ya el aparejamiento de nada menos que doce barcos, con el fin de zarpar hacia el sur. Los barcos se llenarían con miles de gentes de guerra y de trabajo, de una manera tan entusiasta y tan llena de optimismo, que no había modo de retenerla. Además, a un hombre como Alvarado, nadie le impedía cumplir con sus sueños.

Sólo los hechos, sólo cierta clase de hechos poderosos, pensaba Benalcázar, sería suficiente muralla para tan atrevida voluntad. Y éstos fincaban en adelantarse, en llegar antes a las nuevas tierras, en tomar posesión de las mismas en nombre del Rey y en establecer con legalidad alguna fundación urbana que, por basarse en respetables usanzas jurídicas, serviría de antemural en la lucha que había de producirse con la llegada del nuevo expedicionario. Con esto contaba Benalcázar; pero con la presencia de Almagro, quizás no pensó contar sino mucho después. Y he aquí que, sin anuncio, el segundo de Pizarro llegaba provisto de poderes y de reales delegaciones. No venía sólo como delegado de Pizarro, venía sobre todo como el ojo supervisor del Monarca, lejano y presente por medio de la Ley.

Herrera, al referirse al hecho, que lo narró con los papeles de don Pedro de la Gasca ante la vista, deja en el aire, indecisas y llameantes, algunas insinuaciones, sin precisarles, pero que son lo suficientemente demostrativas de algo que el espíritu del crítico no debe pasar por alto. Tales insinuaciones no dicen o, si lo dicen, lo hacen de modo turbio, porque en aquel entonces nadie ignoraba el verdadero sentido de ellas. Veámoslo:

«Llegado Don Diego de Almagro á San Miguel, y no hallando a Sebastián de Benalcázar, con la ocasión que tuvieron sus Emulos de ver admirado al Mariscal, de que una persona, como Benalcázar, de juicio y de razón, dexase la Governación, que tenía á su cargo, y sin licencia de su Superior, se huviesse metido á emprender nuevos Descubrimientos, le dixeron, que sin duda se iba alzado, y con fin, de juntarse con   —191→   D. Pedro de Alvarado: estas cosas, i la necesidad, que juntamente con la brevedad del tiempo, instaban al Mariscal, que era Hombre de ingenio, pronto i resuelto: luego determinó de ir en busca de Benalcázar, para prevenir a cualquier inconviniente, no hallando mejor remedio, que la suma diligencia. Partióse luego con algunos Compañeros, mas de los que llevaba; y finalmente, llegó al Quito, a tiempo, que Sebastián dé Benalcázar andaba buscando los tesoros, de que se ha tratado más atrás; y luego le embio a llamar con su Alférez Miguel Muñoz».

«El Capitán Sebastián de Benalcázar; en llegándole la orden del Mariscal D. Diego de Almagro; luego dio la buelta al Quito, i aunque le reprendió, por haver salido de San Miguel, sin orden del Superior, dandole a entender lo que contra él se havía dicho, fue con suavidad, teniendo respeto al tiempo, y á la necesidad, i á la sustancia de la Persona, i al fruto, que de gente tan exercitada, se podía prometer; y porque también Benalcázar justificaba su intención, afirmando, que no le había movido á lo hecho, sino deseo de servir; i no lo que sus Emulas havian dicho...»



Y mientras estas reprensiones paternales se desarrollaban en el bajío, y mientras los dos caudillos se concertaban para hacerse fuertes en la llanura de Riobamba -Tiobamba, como supone Jijón-, el famoso héroe de la noche triste, don Pedro de Alvarado, daba cima a su mayor empresa: el paso por la selva tórrida y pantanosa y el trasmonto de la cordillera fría. No iba poco acompañado este caudillo, pues su caudal de gente era respetable y, a más de ejército y avituallamiento de boca y de guerra, transportaba una gran cantidad de gente de paz. Sabemos la cifra de aquella expedición: cosa de cuatro mil hombres. Alvarado, como los mejores capitanes y guerreros de su tiempo, era en la misma pieza combatiente y civilizador, fundador de ciudades, es decir poblador porque los españoles no entendían, lo dije ya, ninguna solución en la que el conquistador y el civilizador se divorciaran.

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Si no fuera real, realísimo, el camino seguido por Alvarado y sus gentes, si esta formidable expedición no se hubiera movido marcando los sitios por donde pasaba, es decir, si es que aún hoy y a pesar de los cambios de la toponimia no pudiéramos seguir -en el mapa dicha senda, parecería cosa de fábula recontar las penalidades sufridas y la audacia desplegada entre las selvas de Manabí, los pantanos de Los Ríos, las quiebras de los declives andinos y las durezas de la cordillera, a la que vencieron esos hombres esforzados -en tiempo de nieves y por alturas inverosímiles para los europeos de ese entonces. Pero el hecho ocurrió, y tal como los cronistas unánimemente lo han narrado, hasta en los más pequeños detalles, por haber sido éste uno de los más sonados y vigorosos de ese tiempo. Por otra parte, Alvarado, con sus cartas al Rey y a Cobos, fue el mejor cronista de su audaz expedición.

Hubo, pues, tres voluntades convergentes, cada cual más recia que otra, y en esta confluencia de hechos, necesariamente, debía surgir una confluencia de derechos y una tremenda pugna de los mismos. Ante este suceso es preciso detenerse, a fin de considerar el orden que regulaba los acontecimientos, según era usual en aquellos años. Benalcázar tuvo la prioridad de la penetración, el adelantamiento de la conquista, la paternidad de la idea y, hasta la que podría ser inapelable pretensión de gobierno propio. Almagro detentaba la autoridad de Pizarro, la representación del orden jurídico puntualizado en las capitulaciones celebradas por el mismo Pizarro y el Emperador, la jerarquía militar y civil unidas en una sola persona. Y, por último, Alvarado tenía en su favor el derecho emanado de la voluntad real para descubrir en el Pacífico, en las tierras e islas donde no hubieren penetrado Pizarro y sus subalternos; y, además, disponía de su gran talla heroica, incontrastable, de su armada de mar -diez de los doce barcos aparejados en Guatemala con este propósito-, de su ejército bien provisto y de una masa de pobladores pacíficos, los mismos que en caso de conflicto se habrían tornado en hombres de combate.

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Los tres diferían en sus aspiraciones, hallaban sus anhelos completamente opuestos, tenían como supremo arbitrio, en caso de incomprensión o de vulgar codicia, la fuerza de sus brazos ejercitados y el coraje de sus ánimos bien templados por luchas, sufrimientos y, hasta, decepciones. Pero sobre esto había algo en que todos coincidían, algo que los tres respetaban juntamente, algo inatacable, algo que de lejos o de cerca validaba y vindicaba sus actos: la norma jurídica que emanaba de la voluntad real. Ninguno de ellos tenía nada de por sí o esperaba justificar algo por su absoluto querer: todos tres dimanaban su poder del poder real y justificarían ante el Rey sus procedimientos, pero dentro de los marcos de la norma jurídica impuesta por un Estado en el que, hace largos siglos, las cosas ocurrían en virtud de preceptos o de pactos.

De las capitulaciones suscritas entre el Monarca y los caudillos, derivaban los derechos personales de los españoles en el Nuevo Mundo. Ninguno de los hombres de conquista, de los adelantados, de los gobernadores, de los capitanes y más personas constituídos en jerarquía o en poder, tenía en sí la fuerza de crear una situación nueva o de modificar arbitrariamente un status previo. Don Silvio Zavala ha estudiado este asunto con claridad definitiva, y en pos de él una escuela se ha constituido con ánimo de restablecer la verdad jurídica en el Nuevo Mundo. El lector interesado puede acudir a esta fuente, si trata de ahondar el problema con honestidad de criterio.

Sebastián de Benalcázar, Diego de Almagro y Pedro de Alvarado tenían frente a sus deseos la muralla de bronce de la autoridad real. Pero la autoridad real de los Austrias, por absolutistas que hayan sido estos monarcas, tenía sus límites en los usos, en las costumbres, en los fueros y en las normas previas, sin contar con los varios Consejos Reales que también podían, y mucho, dentro del orden estatal. En tales condiciones, desde luego mediando lealtad al Soberano, la solución del conflicto no fue sino la que debía ser: una solución de derecho. Pocos años más tarde, por no haber sido la solución tal como   —194→   merecía ser, don Pedro La Gasca impuso a los desleales la voluntad real, en su última forma, es decir vestida con la última pena.

Y nótese que para esta segunda escena, los caudillos habían crecido más, los poderes se habían consolidado mejor, las pretensiones habían tenido tiempo de desarrollarse; pero a pesar de estas atenuantes, no legales sino históricas, a pesar de estas atenuantes impuestas a la voluntad real, muy a pesar de estas sordinas impuestas a la voz del monarca, no se consiguió saltar la barrera de la ley y, menos, en el caso de los tres caudillos enfrentados en el Quito, en aquellos días donde todo se justificaba en España, porque no existían Virreyes ni Audiencias en el Nuevo Mundo. Por eso, los tres pensaron bien antes de confiar sus pretensiones al juego de las armas. En ello les iba honra y vida. Honra más que vida, como es natural entre hidalgos.

¿Cuál fue aquella solución? La típicamente española en el Nuevo Mundo, o sea, la de fundar ciudad, es decir la urbe con cabildo, la urbe con poder jurídico, el conjunto de hombres afincados y adjuntados en ayuntamiento, según el régimen civil español. Los tres caudillos se esfumaron como pretensiones y surgió una sola realidad auténtica y superior: el cabildo civil. Ni Benalcázar, ni Almagro, ni Alvarado: Quito, sólo Quito. El orden fundacional, el ordenamiento poblacional, la normación superior de los destinos de un lugar sujeto a un Derecho tradicionalmente respetado y vivido por los españoles: la ciudad y su concejo municipal.

Pero hubo un orden en los acontecimientos. Primero acaeció la sujeción pacífica de Benalcázar a Almagro, el reconocimiento que hizo aquél de haberse excedido en la observancia de sus deberes, pues ni Rumiñahui levantado en guerra contra Pizarro y los suyos, ni los cañaris en demanda de protección, ni la noticia de la inminente llegada de Alvarado con sus numerosas huestes, eran causa bastante para la justificación del alzamiento palmario, ocurrido poco antes en San Miguel. Una vez reducido Benalcázar al orden, restablecido a su sitial el principio de autoridad y la regla jerárquica puesta a salvo, quedó   —195→   el capitán disminuido en su papel de protagonista autónomo; y una vez vuelto atrás en sus largas avanzadas de exploración y concentradas sus gentes juntamente con las de Almagro en sitio adecuado, sin mayores vacilaciones y luego de discutirse a fondo el asunto de hecho y de Derecho, en menos de cuarenta y ocho horas de preparativos necesarios, surgió como meta la fundación urbana, con cabildo adecuado y capaz de dictar derecho y de representar la soberanía real. Benalcázar y Almagro consultaron, opinaron y decidieron: al cabo, no había mejor solución que la de convertirse, todos, de cabezas, en súbditos de la ley y del Rey.

La cosa es clara si se leen las sencillas y poderosas palabras escritas en el acta fundacional de Santiago de Quito, en su última parte, donde estrictamente fijados aparecen los supremos mandatos y los nexos establecidos conforme al derecho leal y largamente guardado en la vieja Castilla, heredera de la rancia tradición ibérica, romanista y germana, en cuanto se refiere a comunidades humanas o a vida de ciudades. En dicha acta se dice que los alcaldes reciben, de modo muy cumplido, es decir con la plenitud usual de los poderes adecuados, la jurisdicción o sea la capacidad de dictar derecho tanto en lo civil como en lo penal o criminal según rezaba antaño la fórmula consabida. Y a más de ello, se da a los dichos alcaldes la fuerza de ejecución necesaria para el cumplimiento de lo que mandaren, se les rellena de calidades y de capacidad inexistentes hasta ese día y, así, se les deja con la fuerza institucional recién instaurada, como almenas imbatibles, frente a las pretensiones de Alvarado.

De este modo nació Quito, el Quito español, el primero, fugaz y movedizo, destinado a cambiar muy luego, de asiento material; pero jurídico y bien asentado en precedentes de Derecho y de rancia Historia. Nació como necesidad de norma jurídica ante la inminencia de la lucha fratricida. Nació como gran y supremo recurso, de paz. Nació como declaratoria de la voluntad colectiva, que buscaba asociarse bajo los dictados de la ley. Nació en forma tal que, nada, ni siquiera el nombre de villa   —196→   que oficialmente se le impusiera después, por un explicable error, llegó a borrar su calidad de urbe con cabildo.

Quienes hablan solamente de las creaciones democráticas del novísima Derecho Constitucional, posterior a nuestra emancipación política de España, quienes mucho hablan para enaltecer cuánto nos vino con la república, olvidan que la semilla del Estado de Derecho se depositó en los surcos abiertos por cada acta fundacional de una urbe hispanoamericana con cabildo. Debemos convenir, entonces, que nuestra vocación para el Derecho es más antigua, más pura, más nítida de lo que ciertos borrosos ideólogas aseguraban dogmáticamente en el siglo XIX. Somos, entitativamente, como ciudad y como ciudadanos, viejo invento español, el más añejo invento de paz y de orden puesto en ejercicio sobre el terreno del Quito. De allí nuestro republicanismo irrenunciable. Nacimos con el Derecho y siempre viviremos a su amparo. No hay solución histórica durable o próspera que, contraviniéndolo, haya echado raíz a partir de entonces.

Al llegar Alvarado encontró una realidad superior a sus- deseos. Sus presuntos adversarios, dado que únicamente hubieran querido adelantársele y jugarle una mala partida, dado que sólo hubieran querido tan poca cosa, le derrotaron sin darle tiempo a la revancha. Por tal motivo, y no obstante disponer de mayor potencial bélica y de mayores posibilidades para ganar una contienda armada, transigió, se avino a conceder a sus rivales el utillaje y los hombres de la expedición; dejando a éstos: en libertad de quedarse o de regresar, y vendiendo los implementos bélicos y marítimos en una suma de dinero, que no pareció excesiva a ninguna de las partes.

Lo más importante de todo fue que Alvarado acató, caballerosamente, las normas jurídicas establecidas, conviniendo en que sólo dentro de territorio dominado ya o cedido por el Rey para descubrimientos o adelantos se fundaba, con legitimidad, una urbe con cabildo. Si Benalcázar y Almagro lo habían hecho, era porque legalmente podían hacerlo. En la conciencia recta de un español leal no hallaba excusa válida la violación de las normas, o cualquier subterfugio contra lo pactado con el   —197→   Rey, normas que en esos años significaban lo que hoy nosotros entendemos por Derecho Público. En la actitud de Alvarado entregando su armada y sus útiles de guerra y colonización por una cantidad de doblones, actitud todo lo pragmática posible, aparece en el fondo el insobornable e hidalgo acatamiento de la voluntad real.

Al llegar Alvarado, repito, al llegar o bajar desde los riscos andinos, luego de pequeñas escaramuzas diplomáticas y de algunos decires y tomares, convino en todo sin mayor peligro para la paz. Convino, fundamentalmente, en que Quito, Santiago de Quito, era ciudad, fundación española en regla; estatuto e institución política superior, y autoridad que rebasaba las voluntades privadas puestas allí en juego, y a la que en lugar de destruir era preciso acrecentar. Por eso le cedió base poblacional con la buena suma de expedicionarios que llevaba tras de sí y que tantos sufrimientos y cuidados le causó al pasar por los pantanos de la selva tórrida o entre los hielos implacables de los Andes. Si consideramos materialmente el caso, poca cosa era la pequeña ciudad recién fundada con escaso número de soldados, transformados en primeros vecinos y presidida por un cabildo, eso sí, en regla. En esta pequeña urbe y bajo la jurisdicción de su cuerpo capitular, entró la gente de Alvarado; aquella que no quiso tornar a Guatemala y prefirió la aventura del Quito a la realidad conocida ya en la tierra últimamente abandonada.

Fueron alcaldes, Diego de Tapia y Gonzalo Farfán, nombrados según menudamente se detallaba en las ordenanzas existentes para estos casos, y con el imprescindible permiso real, directo o delegado. En esta ocasión, el permiso fue delegado por Pizarro -que lo tuvo del Emperador- a Diego de Almagro. Y fueron designados regidores o cabildantes Marcos de Varela, Hernando Gallegos, Hernando de Prado, Martín Alonso de Angulo, Hernando de Gamarra, Cristóbal de Ayala, Cristóbal de Orejón y Lope Ortiz. Sin duda los más representativos de todos los congregados en la planicie de Tiobamba. Conviene repetir asiduamente estos nombres, para que los ecuatorianos no los olviden nunca. Son los nombres de   —198→   los primeros urbanizadores o civilizadores -es decir hacedores de urbes o de ciudades- que dieron figura política a la vida social ecuatoriana incipiente, que la anunciaron, bocetándola firmemente, el día 15 de agosto del año inicial de la nueva etapa de nuestra existencia histórica, o sea del año 1534.

La fundación la hizo Almagro en nombre y representación de Pizarra, como era de ley, pues, como queda dicho, ninguno de los capitanes allí presentes ostentaba facultades legales directamente recibidas del Rey. Pero el primero de los nombrados fue enviado desde el Perú con los poderes precisos para cuanto hubiere de hacerse en lo militar, en lo civil y en lo demás que se presentare. Por otra parte, de no cumplirse puntillosamente lo dispuesto por la ley y la costumbre, las gentes guatemaltecas -así se dio en llamar a los que marcharon con Alvarado- y éste mismo, no habrían acatado el hecho fundacional. Con todo, la fugacidad de la nueva urbe, que en la mente de los circunstantes se hallaba destinada a trasladarse -como lo prueba el acta capitular del 28 de agosto, o sea a trece días de fundado el cabildo-, se palpaba por todas partes. Un solo ejemplo, constante de actas, basta para demostrarlo: de trescientos castellanos que se hallaron presentes en la erección de Santiago de Quito, sólo sesenta se avecindaran en forma legal, empadronándose como consta en el documento respectivo.

Con toda seguridad, en esta fundación no hubo el atractivo inmediato, y los expedicionarios no se afincaron en un lugar a todas luces tratado como de paso, excogitado can el fin político de dar forma jurídica a lo hecho por Benalcázar y, sobre todo, con el fin de sentar un precedente encaminado a obstaculizar futuros conflictos de aspiraciones o cruzamientos de la actividad descubridora o fundadora. Que se aprovechó la lección, lo veremos después en el caso de Benalcázar ante Jiménez de Quezada y la fundación de Santa Fe de Bogotá.

Y respecto a la transitoriedad de Santiago, hay que agregar: el traslado de ciudades constituía vieja costumbre española en los azares y andanzas de la reconquista peninsular a las fuerzas de Mahoma. Sin decirlo nunca   —199→   de modo expreso, por lo general, se erradicaba una urbe y se la trasladaba, haciendo una distinción entre fundar de Derecho -que era lo principal-, y fundarla de hecho -que era lo superveniente. Por eso es necesario repetir: aun cuando enmarcadas en un vetusto derecho y en normas tradicionales, las urbes hispanoamericanas no son obra de actividad social o política acumulada en el pretérito, como las viejas urbes medievales. Son ventanas abiertas al futuro y a la esperanza.

Lo sorprendente es que también Alvarado acató la fugacidad del establecimiento material de Santiago de Quito, fugacidad que no afectaba a la existencia del orden jurídico y civil allí creado para el porvenir, pues bastaba la organización del cuerpo capitular -alcaldes y regidores, con el secretario escribano-, a fin de que lo más importante del trámite se diera por autorizado y, así, el nuevo organismo cobrase autoridad plena sobre las voluntades particulares. De manera que la fundación fue inatacable. La fundación de la ciudad de Quito, llevase el prenombre de Santiago, de Francisco o de otro cualquier santo de la devoción popular española por aquellos años, se recibió sin réplica por parte del único adversario que entonces pudo alegar algo en contra de dicha fundación: Pedro de Alvarado. La voluntad expresa de Almagro y de Benalcázar, voluntad de fundar Quito y no otra población, fue claramente reconocida entonces, y tal aceptación no admite réplica ahora, como tampoco la admitió antaño.

Me perdonará el lector la prolijidad con la que comento este suceso fundamental de la Nueva Historia del Quito, mirando sus aspectos varios una vez y otra, por que existe alguna corriente histórica, respetable desde luego, que pretende realizar una fuerte distorsión en el cuerpo de los hechos, haciéndoles hablar un extraño lenguaje, a partir no del nombre de la urbe fundada, sino del prenombre o del cognomento devoto antepuesto al mismo; tesis que aspira a demostrar que la fundación de esta Santiago en Riobamba, de la que he hablado, no fue la fundación de Quito, como todos dicen, sino la fundación de Santiago de Guayaquil.

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De paso, recordaré, como mero dato crítico y bibliográfico corroborante, el hecho que sigue: si esta tesis a que me refiero hubiera aparecido antes del Sebastián de Benalcázar de Jijón y Caamaño o antes de Biogénesis de Santiago de Guayaquil de Rafael Euclides Silva, acaso la tesis demandaría muy serias consideraciones; pero refutada a priori como se hallaba, quizás no sea tan temible de acometer ni tan difícil de vencer. El reconocimiento de Alvarado vale inmensamente más que cualquier género de interpretaciones a posteriori, o más que cualquier tipo de trabajo erudito, por serio y apreciable que aparezca.