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ArribaAbajo Urbanismo para el Derecho y la Economía

En consecuencia, la vida de los grupos humanos largamente acostumbrados a los sistemas preincásicos y fuertemente amoldados al sistema incásico, tuvo que recomenzar acondicionándose de manera rápida a nuevas formas de convivir, al mismo tiempo que dejaba atrás ciertos moldes sociales a fin de adquirir otros nuevos de diverso signo político. Y más que el acondicionamiento material, lo extraño y nuevo para el hombre precolombino constituyó el reajuste de su espíritu dentro de los encajes mentales de una máquina a la que no estuvo acostumbrado. Por su parte, el conquistador tampoco logró cumplir por entero su anhelo de llevar en el Nuevo Mundo una vida análoga a la que dejara y que, al amparo de instituciones, buscaba la forma de reproducir; con el empeño de copiar al otro lado del océano la región peninsular abandonada, por seguir los caminos quijotescos de la aventura. El modelo hogareño y soñado, tantas veces quedó en lo simplemente soñado; y la nostalgia mordió en el corazón de unos hombres a quienes, por una deformación de la realidad y por falta de entendimiento   —393→   cabal de los problemas de la vida, se los supone malos e insensibles.

Y quedaron tantos deseos en mero sueño, porque el contacto interhumano es de tal manera estrecho y configurador, que desfigura mutuamente a quienes se ven precisados a acercarse entre sí, en cualquier tipo de relación que sea: pacífica o belicosa, transitoria o permanente, de amistad o de querella. Y por eso acaeció que, sin ruptura de ninguna clase, tanto los españoles como los vencidos, en un trámite secular no muy visible, modificaron lentamente sus respectivas maneras de existir. Las dos formas de vida dejaron de ser, como todo lo previo, a fin de que adviniera una nueva, llena de impulso ascendente, ocasionando así que en el orden de las instituciones municipales fuera dable la aparición de aquella fisonomía mixta, que caracteriza con tanta fijeza las ciudades hispanoamericanas fundadas antes de la emancipación política; ciudades donde los postulados jurídicos de Castilla tuvieron que curvarse, sin traicionarse, con suave graduación, perdiendo la verticalidad lógica y buscando el suelo, lo terruñal, lo que humanamente tiene que ser; pues en el orden de la aplicación del Derecho, casi siempre, las normas tienden a encontrar un justo medio entre la dialéctica interpretativa que las define y la condición humana que las necesita y atrae. Sin traicionar, repito; el impulso municipal, y civilista del que venían poseídos, los conquistadores españoles llegaron a convivir dentro de un tipo de ciudad equidistante entre lo castellano urbanista y lo incásico agrario.

Por eso ocurrió, casi sin excepción, que en Hispanoamérica no alcanzase, antes de muy entrado el siglo XIX, a prosperar la ciudad mercantil, abierta a la riqueza y al lucro, o la ciudad industrial vecina de las grandes fuentes de producción, y vecina, por lo mismo, de los grandes atropellos contra la libertad y la dignidad del hombre. La ciudad hispanoamericana fue y en parte sigue siendo recatada y cautelosa de abrir su seno a los grandes programas de la prosperidad que definen y ofrecen campo anchísimo a las ciudades sin arraigo. La ciudad hispanoamericana fue y sigue siendo raíz hundida   —394→   en el pretérito, respetuosa del agro, respetuosa de toda clase de hombre, el de la ciudad y el del campo, amante de la tradición municipal, porque felizmente heredó aquella tradición. Cuando, las ciudades del Nuevo Mundo español quisieron convertirse en cosmópolis, siguiendo el curso de las humanas necesidades o impelidas por a inmigración o el contagio de ejemplos irresistibles, empezaron dando la espalda a la tradición e incluyendo en su vida otras existencias extrañas: esto les dio libertad, pero les quitó la fisonomía.

El ministerio municipalista y civil de las ciudades fundadas a lo largo del período hispánico, llegó a crear formas de vida parejas a dicho ministerio o menester, y a las mismas que sólo aludiré con brevedad. Entre otras, un estilo de política y un estilo de economía. Primeramente veamos la forma de vida política, opuesta a la que mantuvo el espíritu pre-ecuatoriano antes del Incario y durante el mismo, forma de convivencia a la que no se ha dedicado todavía en el Ecuador la merecida atención, quizás porque nuestro criterio histórico más común se ha dejado guiar con los ojos vendados entre la selva de fórmulas usuales, puestas de moda durante el siglo XIX con el fin de encerrar a la llamada colonia bajo una losa sepulcral; o, porque, nacidos y crecidos en la forma republicana democrática, nos inclinamos a suponer que ésta sea: la única forma de gobierno digna de mantenerse con apoyo de la opinión.

Los cabildos seculares de la América española constituyen un océano de vida no del todo explorada todavía: Hay que bucear en ellos para dar comienzo a la comprensión de una serie de problemas históricos y de actividades humanas dignas de la mayor estima. Los cabildos iniciaron la existencia política moderna de los pueblos hispanoamericanos y en el fondo de ellos hemos de encontrar, si sabemos ver con tino, mucho de lo que hoy nos ufanamos de poseer. No pretendo convencer a los lectores sobre la pureza democrática de tales organismos, ni sobre su papel emancipador, como algunos historiadores aseguran. No. Mi empeño va por otro camino, y se contrae a asegurar, sin que ahonde en el asunto,   —395→   el modo como aquellos cuerpos políticos sirvieron de enseñanza y de método de convivencia elevada y dignificadora, al mismo tiempo:

Ninguna ciudad de las fundadas en el Nuevo Mundo español nació huérfana de un modo de ser jurídico. Todas vieron la luz en el regazo de normas de convivencia civil centenariamente aceptadas y probadas por la Historia de los pueblos occidentales. Fundar una ciudad equivalía a promulgar un estatuto jurídico de convivencia humana, dentro de la cual iban implicadas normas, jerarquías, ordenamientos, maneras de proceder y, sobre todo, un gran respeto a la vida y a sus motivos fundamentales de ser y de desarrollarse. Las ciudades españolas del Nuevo Mundo nacieron con programa de existencia y no fueron punto de llegada en donde iban a parar los intereses particulares necesitados de defensa, sino lugar de partida desde el que echaban a caminar sus propios y reconocidos caminos los derechos que todo hombre, por ser tal, traía en el fondo de sus esperanzas o, hasta, de sus ambiciones.

Depons, hijo del siglo XVIII, iluminado por el resplandor revolucionario de Francia, en su célebre Viaje a la Parte Occidental de Tierra Firme, escrito a comienzos del siglo XIX, dice de los cabildos hispanoamericanos palabras tan valiosas como éstas:

«No se puede dar idea más exacta de los cabildos que comparándolos con los municipios establecidos por la asamblea constituyente. La única diferencia es que los cabildos no tuvieron maire».



Hevia Bolaños, sintiendo la fuente jurídica y tradicional de dónde emanaba la institución, rancia ya en España, escribía siglos antes de Depons una definición más sencilla y acorde con lo que realmente fueron los cabildos:

«Cabildo es ayuntamiento de personas señaladas para el gobierno de la república; como son Justicias y Regidores».



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Santayana, por su parte, teorizaba así:

«Cabildo es el gobierno político y económico, el cual es tan privativamente de los Ayuntamientos y de los Consejos de ellos, que, no habiendo queja de parte, o instancia fiscal, no pueden las Chancillerías o Audiencias entrometerse en estos asuntos».



Al comienzo, cuando fueron pocos, los cabildos seculares estuvieron en manos del gobierno central. Mas, al multiplicarse, al irse alejando de las ciudades capitales o de la Metrópoli -por distanciamiento geográfico o administrativo- los cabildos asumieron muchas atribuciones y, poco a poco, se volvieron autónomos. Esto ha hecho decir que la democracia se originó en ellos, lo cual en parte es cierto, si por democracia entendemos aquí, apartándonos de la estricta esencia política de la misma, el afán independista que surgió por toda la América española a fines del siglo XVIII. Lo que en verdad fundamentaron los cabildos fue la fisonomía histórica de las nuevas nacionalidades hispanoamericanas. Su importancia es, por consiguiente, mayor y su acción más profunda y viva.

Esto no quita que en ellos se levantó, más de una vez, la barricada contra el régimen peninsular, porque es innegable que los cabildos encarnaron, no obstante sus defectos y quiebras, no obstante la venta de cargos y las corruptelas administrativas, el espíritu de cada lugar, los intereses regionales y los derechos de las respectivas circunscripciones a tener, poseer y gozar del fruto de sus trabajos y esfuerzos. Los cabildos fueron, por eso, un valioso ensayo y un gran logro de prolongación de la vida familiar sobre la vida social y política. Como en todo lo humano, en ellos hubo logro y hubo fracaso, en ellos se estatuyó la costumbre y se estancó el progreso, en ellos se defendió el lugar y se creó el antagonismo a lo extraño; mas, todo con la relatividad y la ocasionalidad peculiares a lo que se nutre del jugo humano y libre, incoercible en ocasiones.

Pero lo cierto es que las ciudades que formaron parte efectiva, económica y jurídica del cuerpo imperial de España   —397→   en el lapso de casi tres siglos, que dichas ciudades habitadas por ciudadanos dueños de su capacidad cívica y civilista dentro de una urbe y ante ella, lo cierto es, repito, que dichas ciudades y sus moradores mantuvieron un estilo de política creado, acatado, y, además, teorizado, en aquella época. Esto fue capital: que se hubiera teorizado, lo que nos indica la importancia adquirida por las instituciones dentro del medio. Porque es muy necesario tener en cuenta que una forma de existencia política, algunas veces surgida de hecho, se convierte por la durable convivencia en Derecho y llega a su culmen solamente cuando ingresa en el recinto de la teoría, es decir, al hacerse doctrina. Ahora bien, por lo que toca a ésta, durante el período hispánico los teólogos, los juristas y los políticos formularon con precisa integridad doctrinal una teoría política hispanoamericana.

Solórzano Pereira en su Política Indiana -la enciclopedia de la vida y del Derecho en el Nuevo Mundo, sobre todo en lo atinente al Perú-, abunda en razonamientos y en observaciones teóricas acerca de las ciudades y de su ordenamiento legal. Y Montesclaros, virrey del Perú, al entregar el mando a su sucesor, le observaba:

«En el gobierno temporal se guardan las leyes de España, sin embargo que hay municipalidades; y porque manda Su Majestal que a éstas se recurra antes que a las primeras, es preciso que el gobernador las estudie mucho en su inteligencia».



Este último y ambiguo su nos lleva a desentrañar la frase en los dos sentidos que ofrece y que, en este caso, vienen a ser convergentes: si se trata de la inteligencia de las leyes, eso quiere decir que se debe buscar la doctrina, es decir, la teoría: y si se trata de la inteligencia del gobernador, quiere decir lo mismo, o sea que aquella ha de buscar la forma que las ordene mejor y las coordine, llevándolas al plano mental, relacionando las leyes españolas y las municipales en el lugar donde se ejecutan   —398→   operaciones de esta naturaleza, es decir, en el orden teórico.

En el libro de Vicente Sierra, El Sentido Misional de la Conquista de América, se encuentra esta cita tomada de Fasti Novi Orbis, obra escrita por el Padre Domingo Muriel S. J. en 1776, en la que, al referirse a los cabildos seculares y a la manera cómo éstos se habían compenetrado con la vida de los pueblos del Nueva Mundo español, se expresa con gran fuerza teórica ceñida a los hechos y dice:

«Porque a excepción de aquellas cosas que provienen directamente del derecho positivo natural o divino» (cómo se notan aquí las enseñanzas de Suárez transportadas a América por sus hermanos de religión) «ninguna cuestión hay en la cual se puede decidir cosa alguna relativa a las Indias si no se tiene muy en cuenta el derecho municipal indiano. El que éste sea propio y peculiar es causa de que algunos ignorándolo obren desacertadamente al prescindir del mismo y déjanse llevar del derecho antiguo o del nuevo orden común».



Las citas se podrían multiplicar a gusto, mas estas bastan para lo más de comprobar que lo municipal fue en la América española hecho indiscutido y derecho básico, y que en nuestros pueblos actuales se forjaron para la existencia dentro del Estado de Derecho, en la mejor escuela que pudo surgir en los comienzos de la edad moderna: el urbanismo de tipo civil aportado por la tradición hispana.

Pero existió mucho más aún. Lo teorético, lo interpretativo, lo opinable tuvo que sumirse, en definitiva, dentro de lo consuetudinario que, por más evolutivo e innovador que resultara el Derecho Indiano, quedó íntegro, como las capas sedimentarias bajo las tierras de labrantío. Lo consuetudinario que permaneció por debajo del nuevo Derecho no ha sido visto con la debida atención, ni se ha explorado lo que significaron los usos viejos en el cauce de la evolución hispanoamericana jurídica y en los   —399→   trámites de la justicia y de la administración durante los siglos virreinales o audienciales. Con suma facilidad se aseguran dos cosas igualmente falsas: o que el Derecho emanado de los Monarcas españoles y de sus corporaciones asesoras o consultivas era acatado pero no cumplido, o que las nuevas leyes hicieron tabla raza de lo anterior no escrito, mayormente vulnerable por esta circunstancia.

La verdad es que, por debajo, subterráneamente, se deslizaba de modo solapado y pertinaz el conjunto de instituciones y tradiciones del Incario, conformado también por otras así mismo consuetudinarias y preexistentes. Las normas que España proyectó sobre América, en número y oportunidad sorprendentes, vivían enmarcadas por un tejido de costumbres que marcharon paralelas, que se mezclaron o se cruzaron con el Derecho de estilo nuevo. A la observación del virrey Montesclaros, antes transcrita, se suman otras muchas que aparecen en la Política Indiana de Solórzano Pereira o en el Gobierno del Perú de Matienzo. Este último llegó a escribir por los años 1570 al 1573, entre otros consejos a los gobernantes y administradores de justicia, las siguientes palabras:

«Que no entraran de presto a mudar las costumbres y hazer nuevas leyes y ordenanzas, hasta conocer las condiciones y costumbres de los naturales de la tierra y españoles que en ella habitan, que como es larga son diversas las costumbres, como los temples; hase primero de acomodar a las costumbres de los que quieren governar y andar a su gusto, hasta que ganadas con ellos la opinión y fee, con la autoridad que tienen hacerles mudar costumbres, y si de golpe se quisiese quitar las borracheras de los indios que residen en Potosí, yr se han, y si de golpe se quissiese poner en orden a los caciques que no tiranizasen a sus Indios; podría resultar de ello algún daño».



Solórzano, por su parte, atribuía fuerza legal a lo consuetudinario, expresándose en términos que ahora parecerían totalmente reñidos con el absolutismo monárquico. Este gran jurisconsulto y magistrado, con los años   —400→   de su permanencia en América, aprendió que todo buen legislador «ha de acomodar sus preceptos, conforme las regiones y gentes a quienes los endereza, y su disposición y capacidad». Podría acumular las citas, pero un ejemplo servirá, mejor, de argumento de hecho: en una de las peticiones que los mercaderes de Río de la Plata dirigieron al gobierno peninsular, se estampó al pie del escrito esta frase que vale por todas las argumentaciones: «De aquí nace que la costumbre sea tan sagrada, tan digna de respeto y observancia, como lo es la misma voluntad del legislador». Se puede pensar, entonces, en cómo iría depurándose, complicándose y ahondándose la existencia de ciudades en donde se instauraba un Derecho nuevo, se teorizaba sobre él, se sentía a la costumbre vivir circundándolo y, hasta se llegaba a teorizar sobre lo consuetudinario. Urbes de tal índole no fueron urbes donde nada sucedía, según reza la muletilla de algunos historiadores del siglo pasado.

La otra forma de vivir puesta en vigencia por el urbanismo civil y municipalista consistió en una economía de tipo así mismo peculiar. La del Incario fue de simple consumo, la del período hispánico no abolió el agrarismo básico anterior, pero junto a él echó los cimientos indispensables para que surgiese una nueva especie de economía pareja a la del urbanismo europeo occidental y desarrollada en las ciudades desde la edad media: artesanado y pequeña industria que, junto con el trabajo de la tierra, predisponían a la urbe, a más de satisfacer sus necesidades, a empresas que acabaron engrandeciéndolas en su tipo de actividad. Sería suficiente recordar el ejemplo de las ciudades antillanas y centro americanas que sirvieron de reserva humana, de fondo de aprovisionamiento, de respaldo, de arsenal, de base y de punto de partida para las empresas posteriores de largo alcance, tales como la conquista y la penetración española en México y en el Perú.

Además, el municipalismo castellano sembrado en nuestras tierras, permitió a las ciudades orientarse hacia la economía moderna, y fue desde este punto de vista una etapa de transición, en cuanto se refiere al Ecuador   —401→   concretamente, medianera del agrarismo antiguo y del capitalismo moderno. Pero se debe destacar un hecho preciso: entre las ciudades del Nuevo Mundo se impuso, desde el comienzo, una seria diferencia. Mientras las ciudades de origen holandés o sajón se orientaron en un sentido, las hispánicas hicieron su vida en otro distinto, mejor dicho, opuesto; polaridad que no ha comenzado a estudiarse sino en el presente siglo y después de que hubieron hecho largo camino en este sentido economistas e historiadores de la economía. Dicha oposición se define por otra, espiritual: catolicismo frente a protestantismo. No se debe olvidar la situación sicológica, interna de los europeos que, desde distintas procedencias, vinieron al Nuevo Mundo. El español llegado a América trajo consigo el clima espiritual y el ánimo quijotesco de la Contrarreforma, mientras el sajón o el holandés traían su puritanismo en busca de un ambiente de libertad.

No quiero hacer referencia sino a dos o tres pensadores cuyas opiniones han orientado con claridad el problema de esta oposición entre ciudades protestantes y católicas en América. Por ejemplo: el economista alemán Max Weber, ha señalado con finura la influencia del puritanismo anglicano en el desarrollo del sistema capitalista. Creían los puritanos de ese entonces, con una firmeza ejemplar, que la señal de la predestinación con que Dios les había ungido, se tangilizaba en el éxito de las empresas económicas: el fervor con que las llevaron, les condujo al éxito más notable de la Historia. Por su parte, André Sigfried en su libro Les Etats Unis d'aujourdhui, ha patentizado el papel ejercido en la industria y en la orientación económica de las ciudades por las sectas protestantes. Y, por último, C. Brikman, citado por J. P. Meyer en su Trayectoria del Pensamiento Político, asegura con precisión:

«España y Portugal tuvieron que sufrir las consecuencias del espíritu medieval de sus sistemas comercial y colonial que constituyó la grandeza y a la vez la debilidad de su política y de su civilización».



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El espíritu del medievo aludido aquí, fue del todo opuesto al utilitarista y práctico demostrado por los conquistadores de índole mercantil, para quienes el Nuevo Mundo no pasó de ser una aventura en el más restricto sentido de la palabra: nada de raíz, nada de pretérito; sólo el futuro, inmenso, aprovechable y apropiable. La economía capitalista desatada por ellos -en buena porción con el oro llevado por España a Europa-, no sintió fuerza alguna a la espalda, ni vínculo ético, ni lastre histórico. Así, dicha economía pudo y debió ser certera; pero se desató con fuerza lógica implacable e implacablemente absorbió, hombres y riquezas en el vórtice de su poder, mientras, humana y lentamente crecieron, en otra parte, las ciudades de tipo hispánico, no libres de errores y de crueldades, por cierto, pero así mismo considerando siempre la economía en su sitio: ella para el hombre y no el hombre para ella.

Pudo el ánimo español, en ciertas circunstancias, permitir la explotación denominada esclavista, pudo abandonar el trabajo délos débiles en manos de algunos codiciosos, pudo creer que un medio o un instrumento empleado por una conciencia delicada continuaría siendo medio o instrumento legítimo en manos de una conciencia torcida; mas, todos los errores juntos no suman una doctrina ni acumulan un principio; mas, no hay un solo pueblo imperial de los siglos llamados modernos, y también de los antiguos, que no haya expandido su potencia política, sin acudir a medios, no digo iguales, sino imponderablemente más crueles que los usados por los españoles en ciertas regiones del Nuevo Mundo y en ciertas horas de sus conquistas. A España le quedará por siempre la inmensa satisfacción de no haber teorizado ni legislado en favor de la extorsión -lo contrario, no hay pensamiento en el mundo que iguale su lucha por la libertad, para decirlo en términos del historiador Lewis Hanke-, como otros pueblos que no gozan como ella la fama de crueles. Los atropellos cometidos en los inmensos, lejanos, distintos, pavorosos dominios del Nuevo Mundo no los ejecutaron los españoles en nombre de una doctrina económica; antes bien acaecieron a espaldas de la ley, de la doctrina y de la teoría.

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Hay algo más que agregar a esta visión sintética del ordenamiento económico implantado por España en las ciudades del Nuevo Mundo, y es que España, fue lo cierto, no supo economía y su acción económica dirigida sin doctrina, a la postre resultó negativa en sus mejores intenciones. Pero en aquel tiempo nadie sabía economía, como la sabemos ahora y con este saber enjuiciamos a España. Sin embargo, conocimientos de esta especie iban adquiriéndose inductivamente sobre el cuerpo de los sucesos, de los errores y de los reveses españoles. Inglaterra puede considerarse como la gran heredera, con beneficio de inventario, de experiencia y de política, de un sistema que fue para ella la mejor lección. Más de un siglo de contemplar a España, con ese interés con que se siguen los movimientos del enemigo, le bastaron para organizar una política colonial de tipo sajón, bien concebida y mejor llevada, segura y capaz de andar sus propios caminos. Los ataques contra la política económica en América, parten de un error inicial: el de creer a España iniciada ya, desde mil quinientos, en asuntos económicos y financieros, altos y complejos, tales como hoy los miran tantísimos técnicos y los resuelven... a medias.

España hizo las cosas de modo natural. No sostuvo, concretamente ningún principio como el célebre de Cromwell ante el Parlamento «mercadería inglesa, transportada en navío inglés; con marinos ingleses para el comercio inglés de las colonias inglesas»-; pero sí, humanamente, trató de ir corrigiendo los errores en que caía, aun cuando muchas ocasiones los remedios se convertían en un nuevo error. La historia de la economía colonial hispanoamericana está aún por escribirse, y cuando se haga barrerá con hechos lo que se afirma en varios tonos de la teoría, sobre todo en los libros de ciertos científicos convertidos en historiadores de temas tan humanos como éstos, científicos desconocedores de las premisas de donde parten tales asuntos científicos y guiados por su afán de teorizar sin que les preocupe la prueba, científicos, en fin, que modernamente se han dado en explicar con afirmaciones gratuitas las causas del atraso económico de las ciudades hispanoamericanas frente a las de otro origen surgidas después en América.

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Para explicar algunos aspectos de la economía colonial española, hay que tomar en cuenta ciertos antecedentes olvidados o desconocidos por tales científicos de nuestro tiempo. Por ejemplo: el encuentro brusco de dos formas de economía radicalmente opuestas y en etapa de revolución incompatibles. El primitivo habitante de América, en especial de la región ecuatorial de los Andes, no tuvo noción alguna de riqueza, mientras la economía del recién llegado fue una economía cimentada en las riquezas. El precolombino era, en lenguaje europeo, pobre por carecer de bienes en el sentido conservador y reproductivo de esta palabra; y no pensaba enriquecerse con la acumulación, sobre todo con el acaparamiento de metales y otros símbolos de riquezas. En cambio, el europeo pretendía sólo esto, en relación con los bienes conquistables: El precolombino en el Incario y en otros regímenes, no fue trabajador libre, pero desconocía, siquiera sea en nombre, la esclavitud y la servidumbre: paradoja difícil de explicarse entonces a la mente europea. Pues en el Viejo Mundo se trataba de la explotación del hombre por el hombre, mientras en el Nuevo se tenía cierta noción de una especial forma de trabajo protegido o dirigido. Podrían multiplicarse las oposiciones para demostrar que las teorías fácilmente elaboradas en los libros de algunos economistas actuales, desconocen a fondo, y con candor, la realidad humana convertida por ellos en cifra o en simple detalle cuantitativo.



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ArribaAbajoUrbanismo y civilidad para la cultura

La tercera forma de vida puesta en vigencia activa por la fundación española de ciudades en Hispanoamérica, descansó en lo que hoy llamaríamos muy justamente la civilidad para la cultura; forma de vida en que la colectividad se explica y se manifiesta como una relación interhumana destinada, entre otras finalidades, a crear un rango intelectual cada vez más alto. Con ser el hogar para todos, y el templo para adorar a Dios, la ciudad hispanoamericana fue mucho; pero aspiró a un valor humano más activo y modelador de lo humano: comenzó a comportarse como el plantel destinado a difundir, los conocimientos nuevos. Los conquistadores -algunos incultos y hasta brutales- en una porción respetable por su calidad, fueron varones de aquilatada cultura renacentista, porque vieron la luz en un tiempo cuyas brisas soplaron fuertemente sobre toda Europa, obligándola a renovar sus convicciones intelectuales y estéticas. Y España fue uno de los países más sacudidos y penetrados por el espíritu del Renacimiento italiano. Por eso, cuando los caudillos que ella nos mandó no fueron cultos por   —406→   sí mismos, caso dado con frecuencia, permitió y hasta dispuso que a su lado viniesen quienes sí lo fueran.

Se necesitaban reseñas pormenorizadas del Nuevo Mundo, pues un elemental principio de política exigía que el Monarca no desconociera a sus súbditos y los países que iba a gobernar. Cuando el caudillo no podía informar directamente, como en el caso de Francisco Pizarro y de algunos otros descubridores, adelantados y navegantes, venía adjunto el secretario de letras y rango universitario, tonsurado o laico, pero con el cargo de describir hombres, pueblos, razas, religiones, usos, lenguas, costumbres, tierras, climas, productos, etc. Estas relaciones no fueron dables a simple vista: se hicieron posibles sólo por la comunicación entre vencedores y vencidos. Pero una comunicación de esta especie no quedaba en decir las cosas, sino que era trasmitida de unos a otros, en una mutualidad espiritual incontenible. Por tal motivo fue posible que religión, ciencias, artes, humanidades clásicas, artesanías, se enseñaran desde el principio a los asombrados habitantes de América.

He aquí por qué ante todo, y según la orientación de la vida espiritual europea de entonces, más claramente, según el impulso de la Contrarreforma, se difundiera la enseñanza religiosa, acápite, como textualmente dice esta palabra, colocada a la cabeza de cualquier actividad española de aquel tiempo de conclusiones y de ensanchamiento espiritual. Fray Juan de Zumárraga, uno de los grandes prelados civilizadores del Nuevo Mundo, o en términos más precisos, uno de los grandes edificadores de la civilidad, en un libro suyo que se cuenta entre los primeros editados por la imprenta en México, es decir en América, decía con precisa claridad:

«El mayor cargo del oficio pastoral» -y qué pastor evangélico fue Zumárraga- «es el pasto de la doctrina, de que se debe tener siempre gran cuidado, como de cosa de donde procede todo el bien y provecho de las ovejas, si es verdadera y pura; y por el contrario, el mayor daño y perdición, si es falsa y mezclada de vanidades».



Tales palabras escritas con referencia a la tarea de difundir la doctrina cristiana a la «gente sin erudición   —407→   ni letras», sirvieron entonces de prólogo a cualquier programa educativo general: primero, busca el bien del espíritu, y luego después, hermosearle, ennobleciéndole con los tesoros más auténticos acumulados por la Historia y en aquel entonces tan cordialmente trasmitidos por el espíritu humanista. Sólo así se explica cómo el curso de la vida intelectual en el Nuevo Mundo, a pocas décadas de la conquista, contó con versados hombres de letras, eruditos, compositores y, cosa noble y excelsa, adquirió coronamiento de sabiduría con la fundación de muchísimos institutos y de numerosas Universidades. Urbes que no acertaron a obtener gran capacidad para la economía absorbente, para el comercio centralizador o para la industria, salvo muy pocas como las mineras, se volvieron resueltamente a vivir otra existencia a nutrirse de otra guisa de alimentos y fuerzas, siguiendo en esto, también, la tradición de las ciudades intelectuales de Europa.

Para desterrar de las Indias las tinieblas de la ignorancia, como dice la Real Cédula correspondiente, se fundaron las Universidades en el Nuevo Mundo siguiendo el plan, muy claro en el pensamiento de los Reyes de España, de reconstruir Europa en tierras Americanas, tanto en la inteligencia como en el corazón de sus habitantes; porque entonces, al comenzar la llamada edad moderna, como ahora, se sintió que el Occidente se encogía amenazado por el Asia y, de contragolpe, se sintió así mismo la urgencia de hacer o rehacer Europa al otro lado del mundo. Las Universidades que acá se fundaban, en la ribera occidental del Atlántico, entraban en este plan. Los estudios generales, como entonces se llamó a tales institutos superiores de educación, siguiendo el nombre dado por las Partidas, fueron dotados con honores, preeminencias y rentas dignas de su calidad, pues que nacieron equiparados en todo -franquicias, dignidades, fueros, etc.- con la Pontificia y Real Universidad de Salamanca.

Por otra parte, es digno de mentarse un segundo motivo que determinó la creación de las Universidades en el Nuevo Mundo: se trataba de impedir que todo, inclusive los tonsurados, vinieran desde España, habiendo en   —408→   las tierras nuevas muchas gentes capacitadas para desempeñar cargos y oficios de rango, con igual dignidad intelectual que los europeos. Hay un documento de la época, citado por Ricardo Levene en su Introducción a la Historia del Derecho Indiano, que, entre otras cosas reveladoras del temperamento de la época, dice así:

«Porque habiendo siempre de venir todo de España, es violento y no durable...»



Esta frase consta en una carta que Fray Domingo de Santa María y otros frailes dirigieron al Emperador Carlos V, suplicándole favoreciera, con favores máximos, los intereses de la recién fundada Universidad de México.

Hablando de los acontecimientos de la cultura hispanoamericana en los siglos XVI y siguientes, el historiador Eduardo Gaylord Bourne -en su Régimen Colonial de España escribe sin restricciones:

«Por el número, por la extensión de los estudios y por el nivel de los conocimientos de sus rectores y maestros (las Universidades y los Institutos hispanoamericanos), eran superiores a los que existían en la América inglesa en el siglo XIX».



Y en otro lugar agrega:

«Las autoridades españolas, tanto eclesiásticas como civiles, trabajaron a porfía por el progreso de la educación; y los sabios y cultivadores de las ciencias modernas: antropólogos, lingüistas, geógrafos e historiadores, especialmente tienen a honor reconocerse como los continuadores de los sabios y misioneros hispanoamericanos de la colonia».



Pero no cometamos el error de suponer que los institutos y las Universidades estuvieron allí como algo sobrepuesto, como un andamiaje levantado en la media plaza, como un tinglado para excitar la curiosidad del público ansioso de ver qué espectáculo o qué comedia se representaría, en aquellos días de tanto acontecimiento novedoso. No. El de la sabiduría no fue un espectáculo   —409→   más, ni las gentes de las ciudades jóvenes se dedicaron a ella por no tener otros quehaceres en las horas del día. Esto pensamos a tres siglos de distancia olvidando, primero, que entonces no sobraban las partidas presupuestarias y los hombres egregios y, segundo, que una ciudad nueva es un torrente de actividades que buscan su cauce, que tratan de hacerlo a toda costa y que por tanto no vacan a su placer, como nos figuramos ahora, porque nosotros hemos recibido ya el donativo de ciudades más o menos hechos, y porque estamos cansados de oír que la vida colonial en las ciudades era lenta, ociosa y desocupada, lo cual es falso con absoluta falsedad. Mas, si pensamos un poco sobre el asunto, tenemos que concluir aceptando que tantas urbes recién salidas a la luz, exigían en aporte muchísimas actividades y energías, de todo orden, materiales y del espíritu y que, por lo mismo, el tiempo de dedicarse a la sabiduría por holganza no debía de extenderse mucho en ellas.

La prueba está en el camino recorrido, pongamos por caso, desde la conquista del Perú y la fundación de Lima, hasta la instauración de su Universidad: el Monarca don Carlos V, dictó el establecimiento de la misma en 1551, dotándola con treinta profesores bien remunerados. No sería, pues, inactiva una urbe que antes de su primer cincuentenario cuenta con una institución intelectual tan respetable. Ni, menos, se debe considerar como postiza y de pega la floración de altas escuelas si no hay la base correspondiente, si el medio humano está lejos de permitir superestructura de simple lujo o de ningún provecho, si el medio intelectual no requiere o, cuando menos, no permite la función de escuelas superiores y universalistas. Una Universidad es siempre un a posteriori lógico, imposible de convertir en un a priori administrativo sin caer, de bruces, en el absurdo: pues absurdo se llama dar un salto de esta especie sobre el vacío intelectual.

Por tanto, es más sencillo y claro aceptar que la civilidad o la condición de las urbes municipales creadas por los fundadores españoles, marcó el carácter correspondiente en el medio humano, volviéndole desde el comienzo   —410→   propicio para la convivencia espiritual y la creación intelectual, -e incluyendo en la dirección de las ciudades un serio movimiento de ascenso que no las permitió deambular al tanteo por senderos chatos o sólo tras motivos de interés transitorio o económico. Las ciudades hispanoamericanas, por lo menos las de mayor importancia, nacieron con sino de elevación y recibieron el sello de una distinguida calidad mental. Al decir del Padre José Acosta: «En el Nuevo Mundo deben ser nuevos los asuntos, nuevas las costumbres». Y nuevas fueron, en verdad, renovadoras del Continente; tradicionales pero capaces, al mismo tiempo, de convertirse en formas de vida y en manera vigorosas de ser y de ascender. Para imaginarnos lo que ha representado este sino intelectual o ascendente impreso a las ciudades hispanoamericanas por el civilismo español, y renacentista de ese entonces, basta pensar en esto: Hispanoamérica, gracias a sus urbes universitarias, a sus numerosos institutos de educación, a su destino ascendente y nuevo, ha salvado en el corto lapso de cuatro siglos una etapa recorrida por veinte o más siglos de cultura occidental.

El número y la calidad de las Universidades fundadas por España en América, respalda con suficiencia lo que he dicho. Bastaría con nombrar dos de ellas a fin de iluminar la época: la de Lima y la de México. Pero hubo algunas más, sin contar las facultades universitarias y los colegios doctorales donde se formaban religiosos seculares y regulares, teólogos laicos y juristas. Según Monseñor González' Suárez, las que hubo en Quito fueron sólo facultades universitarias, por más que se llamaran con nombres sonoros: Universidad de San Gregorio Magno, Universidad de Santo Tomás de Aquino; Universidad de San Fulgencio...

Y aquí me limitaré a consignar algunas fechas importantes para la vida intelectual hispanoamericana, fechas en las que la fundación de las Universidades puso de relieve el afán de no ser oscurantistas, que guió a los monarcas españoles en el siglo XVI, cuando las ciencias naturales comenzaban a estructurarse. En 1538, no bien completadas las acciones del conquistador, apareció la   —411→   primera Universidad en Santo Domingo. En seguida, y en el año de 1551, surgieron casi paralelas, la de México y la de Lima. En el año 1573 Santa Fe de Bogotá contó con análoga fundación. Luego vinieron otras, algunas en ciudades secundarias o en provincias y algunas otras a duplicar las existentes en las capitales, como en Bogotá y en Quito. En el siglo XVII se fundaron también Universidades, y aún en el XVIII y hasta en los comienzos del XIX. No hubo Audiencia ni Capitanía que no quiso tenerlas y, casi todas, las conseguían.

Termino este aparte con dos observaciones que resumen la cuestión del modo más claro. La primera: el paso que dio el Nuevo Mundo desde el cero cultural, en relación con el Viejo Mundo, hasta colocarse a la altura del mismo, o poco menos, en cosa de tres siglos, siendo así que Europa llevaba dieciocho o, quizás, veinte siglos de delantera. ¿Cómo fue posible esta subida violenta? ¿Se puede concebirla sin auxilio de una gran difusión cultural, aunque sea entre minorías criollas y mestizos? Por escasas que hubieran sido tales élites -lo cual es falso si investigamos bien- necesitaron formarse con una disciplina, profundidad, variedad y firmeza que no se compaginan con la afirmación superficial del oscurantismo de aquel entonces.

La segunda: este auxilio cultural pudo ser y de hecho fue de varios modos. Por fusión de raza y por fusión de estilos de vida; por una amplia comunicación espiritual desde las bases o cimientos hasta la cúspide social, desde los elementos más simples hasta las alturas más abstractas de lo que en ese entonces constituía en patrimonio intelectual. Sin esta amplitud no se hubiera dado lo que la Historia recoge en pensamiento, letras, ciencias, artes, etc., de aquellos siglos. Y lo mismo da que miremos la actitud tradicionalista o la revolucionaria con respecto a este problema. Si miramos aquella, vemos la imponderable distancia que media entre la rudimentaria y la concreta aprehensión de los hechos naturales que caracteriza un pensamiento primitivo y las complejidades del Derecho, la metafísica o la teología. Y si miramos,   —412→   superficialmente, desde luego, la corriente revolucionaria, se podría preguntar: ¿Cómo, sin conocimiento de lo tradicional se logra establecer una comparación exacta entre éste y lo moderno? ¿Cómo se llegó a conocer lo novedoso? No se ha pensado en que sólo un largo afinamiento por medio de las disciplinas tradicionales permite descubrir nuevas cosas, o que sólo la comparación de las unas con las otras permite decidirse por lo novedoso. Los que hablan de pensamiento libre y nuevo, que rompió la coyunda de la oscuridad colonial, desconocen esta posición inesquivable en buena lógica. Por mi parte creo, mejor, que la enseñanza colonial fue buena relativamente a los frutos que se cosecharon después.



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ArribaAbajo El tercer gran donativo: la cristianización

El conocimiento del Nuevo Mundo hallado por España, si ha de ser completo, debe iluminarse con el resplandor de la Contrarreforma, inmenso hogar donde un Imperio forjó sus armas de combate espiritual y político, tanto que la columna vertebral de España llegó entonces a confundirse con aquel movimiento de auténtica renovación religiosa, profunda, completa y concorde con la ansiedad eclesiástica y con las nuevas maneras de vivir aportadas por el Renacimiento Italiano del siglo XVI. El molde externo en el que el pueblo peninsular hispano vació los ímpetus imperiales, el soplo de las acciones ecuménicas llevadas a cabo, el viento que empujaba las naves, el alma de los españoles egregios o humildes; la ventana que abrieron sobre el mundo y el cristal con que lo miraban; todo, todo repetía la misma voz, sonaba con el mismo eco, esparcía análoga claridad y denotaba un gesto común.

Desde la cumbre mística de San Juan de la Cruz, explorador intrépido del alma en noche oscura, hasta el paroxismo heroico de Francisco de Orellana, explorador   —414→   de la bravía selva ecuatorial en la noche enmarañada de lo geográfico, el gesto español resultaba idéntico: catolicidad y catolicismo, o sea el universo para la religión universal. Es sabido que la Reina Isabel la Católica, victoriosa en Granada, pensó seguir al moro por las tierras de África, llevada por su ansia de cristianizar al mundo. Pero la reina Isabel no habría cambiado tales planes y, mucho menos, no se habría dejado persuadir por las pláticas de un incógnito visionario, si el afán ecuménico no hubiera fincado hondamente en su alma o no se trasparentara por detrás de la aventura que le proponía un navegante introducido en la Corte por la habilidad de un fraile angustiado con el mismo afán de llevar a Cristo por toda la tierra. En la gloriosa biografía de Doña Isabel se terminó la era de los Cruzados y dio comienzo la edad de las misiones. Por eso la Reina Católica, a más de pertenecer a la Historia de España, pertenece a la Historia de la Iglesia.

Y Carlos V, y Felipe II tampoco habrían organizado su Imperio sobre bases tan desacostumbradas si el espíritu de ellos, antes que político, no fuera religioso. Isabel, Carlos y Felipe no cuidaron de levantar un edificio temporal solamente sino otro que, acaso más allá de las apariencias políticas, en su alma, en su mentalidad renacentista, pretendía crear la catolicidad geográfica para el catolicismo. Inmenso destino, y trágico, el de este pueblo español que caminó en su siglo los más largos y difíciles caminos de la tierra y del mar, sin ver otra cosa que el cielo. La grandeza y la debilidad de su drama en el escenario mundial, manan de aquí, y no de la supuesta contextura medieval que algunos atribuyen a la fisonomía de aquel Imperio, ante todo renacentista y campeón de la Contrarreforma.

Grandeza: en cuanto a las dimensiones espirituales del magno asunto desenvuelto en un prólogo de ensueño y dos centurias, una de ascensión y otra de conservación antes del descenso. Debilidad: en cuanto que los medios simplemente humanos no se excogitaron con la suma perspicacia política necesaria -y no porque tal perspicacia faltara en los Monarcas- a fin de conseguir éxitos   —415→   materiales duraderos, pues el ánimo quijotesco de la Contrarreforma encarnado en España, anduvo distintas vías y tras otras metas que las usualmente buscadas en las empresas imperiales anteriores, coetáneas o posteriores a la empresa hispana. La armadura imperial de este pueblo consistió en el empeño de resolver las coyunturas y las controversias materiales o espirituales de entonces, sobre el plano teológico, visto y sentido con el alma y el empeño de una raza propensa a los mirajes de esta índole.

He aquí, pues, el primer regalo de España al Nuevo Mundo: primero en la suma calidad del donativo y primero en el deseo de la Reina Isabel. Una fe, una nueva fe para el idólatra, una fe renovada, acrisolada, limpia de lastre mundanal y activa por lo mismo, dinámica y emprendedora, una fe capaz de mover no la montaña únicamente, sino todas las montañas y las selvas y las punas y los bajíos y los pantanos y los torrentes y los mares del Continente de la esperanza y del amor de la Reina Isabel. Prescindir de tamaño donativo, no mirarlo en su magnitud, postergarlo en el tratamiento que exige su alcurnia, pasar con leves inclinaciones de cabeza delante de su majestuosa valía histórica, significa no comprender Hispanoamérica, la mayor de las realidades existentes desde el sur del río Misisipí hasta la Tierra del Fuego; significa menospreciar el acta de nacimiento de las nuevas nacionalidades; significa no mirar con ternura la vida del pueblo, de nuestro pueblo ecuatoriano.

El estudio y la consideración despaciosa de este donativo constituye un tema inagotado aún, no obstante los grandes esfuerzos de muchísimos historiadores modernos, cuya lista sería muy larga si quisiera incluirla aquí. Este es un tema que todavía debemos tratar cordial e imperiosamente, estrujándolo si se quiere, como estrujamos contra el pecho las cosas cordiales e imperiosas, con pasión, con calor de fuego hogareño y hasta volcánico. Porque este es un tema digno de las páginas más bellas de la epopeya bíblica, reeditada por España en América. Mucho podría decir sobre este asunto, pero no quiero ser sentimental y dejo allí, sin lanzar el dardo de mi afecto por la bella teoría de la conquista católica de muchos   —416→   reinos de la tierra, reordenados por la mano del misionero, en forma ascendente como los materiales de una catedral, para la gran plegaria que se levantó unánime al Creador, después de la última jornada del Génesis de los mundos, completados por el ministerio de un pobre marino, que acaso no fue marino sino poeta, llamado con nombre providencial y misterioso: Cristóforo Colombo, Paloma que lleva a Cristo.



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ArribaAbajo Cristianizar: empresa de salvación

Tampoco se comprenderá debidamente la conquista española de América en su boceto general, si se soslaya otro empeño íntima, primero de la Reina Isabel y, luego, de los teólogos y de los monarcas ejecutores de la teoría moral elaborada sobre el pensamiento de la Soberana por un grupo de frailes egregios, padres espirituales del Nuevo Mundo, vigías apostados en lo más alto del pensamiento para ver nuestras tierras; como nadie las miraba, desde lo cimero de las Universidades, de la de Salamanca, de manera especial. Los nombres de aquellos frailes -Vitoria; Cano, Soto, etc.- pertenecen por igual a España y a América y seguirán perteneciéndoles mientras en el mundo se hable el idioma de Castilla. El empeño de la Reina y de los doctrinarios fue el siguiente: cristianizar significa lo mismo que salvarse, salvando el alma de los prójimos, según el precepto de quien salva otra alma salva la suya. Y el tiempo estuvo para eso: el campo católico reducido por la revolución luterana necesitaba ampliar sus afanes en otro sentido, reconquistar bautizando y adoctrinando en Cristo, y el campo protestante,   —418→   en sus ámbitos más puros, si se quiere puritanos, ansiaba la misma expansión religiosa.

Por lo que toca a España, en el testamento de la Reina Isabel se encuentran, como en un amanecer lleno de fulgor, los fundamentos de la que después sería doctrina dialécticamente formulada, principios de un Derecho nuevo para el mundo recién descubierto. Derecho nacido en el regazo de una mujer que fue inmensamente enérgica para la acción, mujer intrépida, pero inmensamente propensa a la ternura. En sus palabras testamentarias se nota aún el temblor de los labios maternales y el amor que movía a decirlas. Amaba y sufría por sus nuevos súbditos. No puedo resistir a la tentación de trasladar aquí el cuadro, se puede decir fenomenológico, hecho por Ortega y Gasset de la ternura:

«¿Habéis analizado alguna vez esta emoción que llamamos ternura? ¿Es alegre, es triste la ternura? ¿No parece más bien la ternura una semilla de sonrisa que da el fruto de una lágrima? En el enternecimiento sentimos angustia precisamente por aquello mismo que nos causa placer. Así la inocencia nos encanta porque se compone de simplicidad, pureza, insuspicacia, nativa benevolencia, noble credulidad. Mas precisamente estas cualidades nos dan pena porque la persona dueña de ellas será víctima de los dobles, impuros, suspicaces, malévolos y escépticos que pueblan la sociedad. La inocencia no nos entusiasma, la inocencia no nos enoja, la inocencia nos enternece».



Ortega no pensó en la Reina Isabel cuando escribió esta bellísima descripción de la ternura, lo hizo con otro motivo que no viene al caso; pero si se piensa en la reina fundadora del Imperio más cristiano que haya habido, si la recordamos en sus horas finales, ocupada con mil menesteres precisos, entre los que contaban cordialmente sus recuerdos para América, para los habitantes de este suelo recién salido de la sombra, necesariamente hemos de ver que con esto se ennoblece más el nacimiento de una doctrina que muy pronto se trasladó a aquellas instituciones tan olvidadas, cuando no menospreciadas en nuestra tierra, las Leyes de Indias. Isabel suspiraba por la conversión de sus nuevos súbditos, sentía ternura por ellos, temía por ellos, ansiaba que el cambio espiritual se operase en sus almas con la misma suavidad con que la mañana va matando a la noche. La Reina pensaba,   —419→   enternecida, que los hijos del Nuevo Mundo, en ese instante hijos suyos también, deberían ser cristianizados por amor y con amor. Sus herederos testamentarios o espirituales debían dar forma a aquella ternura y convertirla en doctrina teológica, primero, en institución social, después, y, finalmente, en realidad humana. Porque lo capital fue salvar esas almas, tantas almas, sumidas en la paganía y huérfanas de Dios.

Sin descartar, por estrechez de criterio, el suceso natural en ese entonces y siempre lógico, muy propio de los designios de la porción material y pragmática aparejada al ensueño de Colón, parte cuyo cuidado corrió a cargo, principalmente, del Rey Fernando, hombre de visión política extraordinaria y de finalidades concretas en sus actos como Rey, necesitamos ver -la otra porción, la que resultó ser la porción conyugal femenina en este gran asunto, la valía pura del acontecimiento, la calidad espiritual y cristiana infundida en el mismo por la Reina Isabel. Porque la conquista del Nuevo Mundo fue empresa llevada por dos brazos, no trunca faena encomendada al brazo sobrenatural o terreno exclusivamente. Los frailes caminaron adunados al conquistador: a la diestra del puño fuerte que abría la ruta y la fijaba con poder irresistible, la mano abierta que bendecía y sembraba riquezas en el alma y en la tierra.

Así viajaron, por delegación, los reales cónyuges: el uno en busca del Gran Kan o, si se miran las cosas del modo más certero y comprobado, en busca de la solución práctica para los tratados de 1480, que arreglaban las dificultades entre Castilla y Portugal, a las mismas que Fernando necesitaba encontrar salida de manera definitiva inquiriendo los límites precisos de su jurisdicción; la otra, Isabel, en busca de nuevas extensiones de geografía donde desparramar la fe, una vez cubierta España con la insignia de Cristo, y una vez que el Continente africano teóricamente dejó de convertirse en teatro de nuevas redenciones. Fernando, salvaba el Reino y demostraba la pericia de un gran político renacentista. Isabel, salvaba su alma, salvando las de los paganos y, al mismo tiempo, fundaba el Imperio sobre bases que,   —420→   en el fondo, contradecían los claros postulados pragmáticos de su real consorte.

Porque la Reina y primera Emperatriz de América suponía, muy cristianamente, que su reino, como todo reino de Cristo, no era sólo de este mundo, pudo comenzar, y de hecho dio comienzo a su política, en los recintos de la Historia y de la Geografía, pero la hizo confinar, por el lado de la teología integral predominante en España, con los afanes de salvación o soteriológicos de la Reconquista. Y mientras Fernando, con los pies muy firmes en el suelo, atendía a los menesteres utilitarios de Marta, la Reina Isabel, con sus ojos muy hundidos en el océano y en esa línea donde el mar se convierte en cielo, cuidaba de los inaplazables quehaceres de María. Pero ambos, como dos alas que hacen el mismo vuelo, salvaban, hacían obra de salvamento material de España y de salvación espiritual de las almas. Debe insistirse mucho en el aspecto soteriológico de la expansión de España en el Nuevo Mundo.

El aludido testamento de la Reina, al hacer referencia al título de soberanía sobre América otorgado por el Pontificado Romano, se expresó del modo siguiente:

«...nuestra principal intención fue, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI, de buena memoria, que nos hizo la dicha concesión de procurar inducir y traer a los pueblos de ellas, y los convertir a nuestra Santa Fe Católica, y enviar a las dichas Islas y Tierra Firme, prelados y religiosos, clérigos y otras personas devotas y temerosas de Dios, para instruir los vecinos y moradores de ellas a la Fe católica, y los adoctrinar y enseñar buenas costumbres, según más largamente en las letras de la dicha concesión se contiene». Y un poco después agrega dirigiéndose a los herederos, como disponiendo para la Historia Política y Espiritual de España: «que así lo hagan y lo cumplan, y que este sea su fin principal».



Como dato ilustrativo del contagio producido por la emoción isabelina en los momentos en que se suplicaba al Papa Alejandro VI la concesión de las acostumbradas   —421→   Bulas sobre las que los Monarcas levantaban sus derechos o dirimían sus contiendas geográficas, consta una misiva de los Reyes Católicos, en la que se instruye al embajador de España ante la Santa Sede implore al Papa la merced de demorar el envío de los Nuncios que el Soberano Pontífice se propone mandar a los pueblos de América, porque los Reyes estiman necesarios algunos pasos previos, como se desprende de la dicha carta. Doña Isabel enciende con su fe a todo el mundo, desde la conciencia de un Papa de turbias y contradictorias maneras, hasta el alma del último fraile que se embarca para las tierras nuevas.

Hay afán de salvación por todas partes. Y del testamento de la Reina se desprende cuál fue el norte de su política y el impulso de su acción: convertir a los pueblos, convertirlos a la Santa Fe Católica, induciendo a dichos pueblos y trayéndolos a vida mejor y a costumbres dignas de la Fe que se les impartiera. Lo curioso está en que el testamento impone prescripciones de largo alcance: «que así lo hagan», tremendo imperativo en labios de una Reina tan poderosa y firme; «y lo cumplan», más explícita confesión de su imperiosa voluntad; y que este sea su fin principal, pues ella descubrió y conquistó estos pueblos principalmente para Dios.

¿Se cumplió la orden de la Reina Isabel? Cuando Carlos V, el nieto imperial, llegó a conocer las doctrinas americanistas del Padre Vitoria, polarizadas a la acción del Monarca, éste estuvo a punto de abandonar las conquistas y aún la soberanía hispana que se había impuesto en América. Se turbó de tal manera la conciencia del real personaje, uno de los monarcas más justicieros que haya pasado por los tronos de Europa, que el mismo Padre Vitoria, sereno y fiel a sus principios teológicos, en una carta dirigida al Emperador, le hace ver cómo el abandono de los numerosos cristianos de América sería peligroso en esa hora. La defensa de la fe exigía, según el sabio teólogo, la presencia de César en el Nuevo Mundo, pero exigían la justicia y el Derecho de Gentes que éste se retirara de sus Dominios de Ultramar, tan luego como el cristianismo y los cristianos no necesitasen la defensa   —422→   del Monarca español. ¿Quién se ha adelantado al teólogo del siglo XVI, en la doctrina y en el precepto del Nuevo Mundo emancipado?

Carlos V, por real orden del 15 de diciembre de 1521, concedió a los súbditos de América el derecho de dirigirse personalmente al Emperador. Esto dio ocasión para saber lo que se pensaba en el Nuevo Mundo y, a nosotros, nos da ocasión de saber cómo andaban las relaciones entre el Monarca y los súbditos. Una carta, entre muchísimas dirigidas al Monarca, puede darnos la tónica. Es muy conocida y anda en las biografías que se han escrito del célebre misionero primeval de México, Fray Toribio de Benavente, el Padre Motolinia, tan amado por su caridad y pobreza franciscana. De dicha carta tomo los párrafos siguientes:

«...dice el Señor, será predicado el Evangelio en todo el Universo antes de la consumación del mundo. Pues a Vuestra Majestad conviene, de oficio, darse priesa a que se predique el Santo Evangelio en todas estas tierras, y los que no quisieren oír de grado, seis por fuerza, que aquí tiene lugar aquel proverbio, más vale bueno por malo que malo por grado. Y según la palabra del Señor, por el tesoro hallado en el campo se deben vender todas las cosas, y comprar luego aquel campo; y pues sin dar mayor precio puede Vuestra Majestad haber y comprar este tesoro de preciosas margaritas, que costaron el muy rico precio de la sangre de Jesucristo, porque si esto Vuestra Majestad no procura, ¿quién hay en la tierra que pueda ganar el precioso tesoro de ánimas, que hay desparramadas por estos campos y tierras?»



Este fue el clima moral, religioso y político dentro del que se hacían las cosas en el Nuevo Mundo, cosas nuevas según la exigencia del cronista y misionero Padre José Acosta ya citado.

Por su parte, Felipe II, cuando joven, se permitió más de una observación práctica y más de una crítica jurídica o doctrinaria a los procedimientos políticos de su augusto padre, en cuanto al orden imperial en donde se buscaba el modo de salvar, por encima de todo, el orden religioso, a costa de lo útil inmediato o de lo pragmático duradero. No obstante, ese mismo Felipe, cuando llegó a reinar desde el trono de su antecesor, olvidando críticas juveniles y prácticas, siguió el mismo derrotero de su padre, pues ambos, nieto y biznieto imperiales, debían   —423→   ser fieles a la última voluntad de la Reina Isabel que prescribía inviolablemente cual sea su fin principal. Para las misiones de América aquel testamento, como las Bulas Pontificiales instauradoras de la Monarquía española en las tierras que se descubriesen y en las descubiertas ya, pesó tanto, sencillamente porque a la fuerza teológica deducida del mismo se sumó la ternura incomparable de una madre augusta.

A su vez, el Rey don Fernando se mantuvo fiel a la voluntad de su regia consorte, como prueban centenares de documentos redactados por este soberano, puntual y concreto como sus ideas y fines. La correspondencia con Diego Colón, hijo del Almirante, a quien nombró gobernador de la Isla Española, basta para dar fe de la supremacía que tuvieron en -el ánimo del Monarca los asuntos relativos a predicar el Evangelio y a la salvación de almas americanas. Pero hay algo más categórico y sustancial, como la Ordenanza que dictó al primer Consejo de Indias -capítulo I y libro IV de la Política Indiana de Solórzano Pereira- reunido en el año 1511. En este documento se pueden leer estas impresionantes palabras:

«Mandamos, y cuando podemos, encargamos a los de nuestro Consejo de Indias, que pospuesto todo otros respecto de aprovechamiento, e interés nuestro, tengan por principal cuidado las cosas de la conversión y doctrina, y sobre todo se desvelen, y ocupen con todas sus fuerzas, y entendimiento de proveer ministros suficientes para ella, poniendo todos los otros medios necesarios, y convenientes, para que los Indios, y naturales de aquellas partes se conviertan, y conserven el conocimiento d e Dios Nuestro Señor, a honra, y alabanza de su Santo Nombre. De tal manera que cumpliendo Nos en esta parte, que tanto nos obliga, y a que tanto deseamos satisfacer, los del dicho Consejo descargaran sus conciencias, pues con ello descargamos Nos la nuestra».



Si esto no es política de salvación, no sé a qué otra cosa pueda llamarse soteriología en el más recto, cristiano y teológico de los sentidos. Y si por un acaso alguien dudare de la sinceridad de los sentimientos del Monarca, he aquí lo que los egregios frailes de la Española llegaron a decirle, cuando los principios espirituales y amados comenzaron a mancharse en el pantano de las selvas antillanas:

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«...mucho mejor es que ellos solos se vayan al infierno, que no que los nuestros y ellos, y el nombre de Cristo blasfemado entre aquellas gentes por el mal ejemplo de los nuestros, y el ánimo de Vuestra Majestad, que vale tanto como todo el mundo, padezca detrimento».



Estas palabras se emplean solamente cuando la integridad religiosa vibra al mismo ritmo y con hondura igual en todas las latitudes del Estado y en todos los escalones de la conciencia pública. Aquellos frailes de la Española, tan señalados por el amor a las cosas de Dios y de América sabían lo que decían y a quienes lo decían: por lo mismo no trepidaron en usar un lenguaje desacostumbrado entre súbditos y soberanos, empleando el vehículo político de la libre comunicación de ideas y de la inviolabilidad de la correspondencia, dos instituciones que honran a los Reyes de ese tiempo tachados, no obstante, de sombríos tiranos y de irrespetuosos con la conciencia de sus súbditos.

Con respecto a este asunto de la libertad de expresión y de la libre comunicación con el Monarca, y aunque parezca alejarme del tema, quiero trasladar aquí algunas palabras de la cédula real por la que Carlos V autorizó la correspondencia directa con su persona. Allí se dice entre otras cosas: que no se impidiese «a ninguno de escrivir ansy a nos como a quien quisiere e por bien tuviere syno todos tengan libertad para ello porque aunque escrivan cualquier cosa yo he de mirar las cosas como es Razón de manera que lo que se escriviese no dapne a nayde sino aquien lo merezca». Esta libertad se reglamentó posteriormente por las molestias que llegó a causar el cúmulo de cartas que iban con destino al Soberano. Tal reglamentación consistió en crear el órgano regular, o sea que los Cabildos o las Audiencias, donde las hubiere, retuviesen aquellas cartas en las que no campease la verdad, una vez examinado el asunto en unión del interesado.

Por último, durante el reinado de Felipe II, se dictó una cédula que ordenaba mejor el problema de la correspondencia con su Rey. Esta cédula se envió al Marqués de Cañete, cuando su período virreinal en Lima,   —425→   en la misma que se garantizaba la inviolabilidad de la correspondencia y la libertad de dirigirse al Monarca. De esta cédula transcribo dos párrafos que revelan la calidad de la política humana y sensata desplegada por los Grandes Austrias al comienzo de la era hispánica. El uno dice: «pues no puede aver comercio ni comunicación entre ellos por otro camino, ni le ay para que yo sea informado del estado de las cosas en esas partes, ni para que los agraviados que no puedan venir con sus quejas, me den cuenta della». Y el otro agrega: «es opresión y violencia y inurbanidad que no se permite entre gentes que viven en christiana Policía», aquello de negar, coartar o impedir la comunicación entre gobernantes y gobernados.



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ArribaAbajo En dónde comenzó la cristianización de América

Tomada como empresa de salvación la faena de cristianizar América, no fue extraño que se llevara a cabo de manera espectacular, casi milagrosa, y, en menos de cincuenta años, cosechara resultados sorprendentes y, al mismo tiempo, amargos frutos connaturales a todo lo humano. Precisamente porque la empresa misional fue tan copiosa en bienes, en actos heroicos, en páginas de epopeya bíblica, la contrapartida sumó, así mismo, dolencias graves y escandalosas, cuyo ejemplo sirvió, como es lógico en el mundo religioso -mundo de la humildad- para corregir, enmendar, buscar soluciones mejores y hombres mejores. Pero este no es el asunto que ahora me interesa. Quiero destacar aquí otro aspecto de la cristianización del Nuevo Mundo y, en especial, lo que a ella debe el proceso configurativo del espíritu nacional.

Cuando se sigue al espíritu ecuatoriano en su camino y en su modo de ir haciéndose, resulta capitalísimo atender al nuevo paso de nivel que le lleva de la paganía politeísta al monoteísmo; de la religión inferior a la superior   —427→   que se integra con dogma, moral y culto; de la religión formularia y mágica, a la que se desenvuelve en el plano filosófico doctrinario y, sobre todo, en el teologal; de la creencia temerosa y sin horizontes sobrehumanos, a la creencia afirmativa de la persona sobre el mundo y en el mundo de la vida futura. Tal paso de nivel implica transformaciones más hondas que las acaecidas -queda visto ya- cuando el espíritu mágico del hombre prehistórico del Ecuador ingresó en el dominio del espíritu lógico o del pensamiento dialéctico; y aun fueron más hondas y sustantivas dichas transformaciones por exigir el comienzo total, desde la raíz del ser y no sólo un cambio de tales o cuales aptitudes síquicas.

Por tanto, cambiar de forma religiosa, que es en sí algo tan profundo y estremecedor de la naturaleza del ser, pide un acondicionamiento completo de la existencia, no únicamente a nuevos postulados o a distintos puntos de partida, sino a diversos sitios de llegada, a originales situaciones de conciencia, a motivaciones de actuar opuestas a las anteriores, a emociones de distinto color y brillo. Cambiar la forma religiosa significa bañar la existencia en otras aguas y en otra luz. Pero, y aquí finca lo primordial de la transformación -transubstanciación debería decir-: bañar el alma en otra luz demanda que una interior disposición de humildad y de amor haga posible el advenimiento, por don gratuito, de una nueva y perpetua luz sobre la vida. Digo estas cosas para que se calcule la inmensidad de la tarea de un misionero o de un renovador de almas. Sin este cálculo, que los cristianos lo hacemos sobre el infinito de la Gracia, toda cuenta profana de aciertos y de fracasos en este sentido, resulta incongruente con los acontecimientos espirituales.

Y este es asunto dramático y humanísimo, al par que sobrehumano. Y este el argumento histórico de raíz teológica, sin el que no se puede meditar a fondo en la transformación cristiana de los pueblos americanos y de sus hombres. El asunto en sí misma no corresponde al historiador y éste puede razonarlo desde su borde estrictamente histórico. Pero, como en el caso del milagro evangélico, sólo con poner la mano en la orla del manto   —428→   de Jesús, puede operarse el prodigio de que ese ciego vea... Si nos limitamos a rozar el borde teológico de la cristianización de América, con sólo eso, tendremos lo suficiente para comprender un mundo que, superficialmente considerado, puede resultar hermoso y atractivo; y que visto extrarreligiosamente siempre resultará incomprensible y hasta desdeñable. Porque historiadores hubo, hay y habrá que menoscaben o traten de menoscabar la acción misional aparejada a la penetración española en el Nuevo Mundo.

Y la razón es clara: fuera del ámbito religioso no se comprenden de modo cabal los grandes problemas religiosos, como fuera del arte no pueden comprenderse el mundo de la creación emotiva y sus productos, y se los segmenta volviéndolos problemas sicológicos, patológicos y hasta sociales, o lo que sea, pero no se acierta a verlos en su plenitud de creación emotiva y compleja. La obra de los misioneros que en los siglos XV, XVI, XVII y XVIII se dispersaron por América, si la consideramos desde el orden teológico simplemente o desde la teología de la Historia, es obra de la Gracia. Y observada desde el borde histórico en el que ahora me sitúo, junto al brocal de esa insondable cisterna de la actividad humana iluminada por el sol de la Gracia, significa un cambio total de vida que, en la biografía y en todo el orden humano surgido en estas tierras, dio cumplimiento a aquello que san Pablo demanda del cristianismo: la muerte del hombre viejo y del nacimiento, allí mismo, del hombre nuevo. Suceso humano y lleno de complejidad, casi misterioso, pero indispensable de considerar si honestamente se sigue el tránsito configurativo del espíritu de uno cualquiera de los pueblos hispanoamericanos.

Si alguien preguntara ahora ¿en dónde dio comienzo la cristianización de América?, la respuesta se volvería fácil de expresar: en el alma de los americanos tocada por la Gracia y guiada por los misioneros. La Gracia fue el instrumento teologal; y el alma de los americanos, el campo biográfico propicio; mientras que el ánimo fiel de los misioneros sirvió de palanca o de motor histórico. El plan se completó de esta manera, tanto en el   —429→   orden de los designios divinos, como en el campo de los sucesos humanos. Fue una respuesta terrenal al llamamiento supraterreno, correspondencia y emparejamiento de lo natural con lo sobrenatural, grande, inmensa concordia pocas veces observada en las realizaciones temporales.

En los Hechos de los Apóstoles se encuentran espectáculos parecidos que preludian la obra de los misioneros en el Nuevo Mundo, en el Occidente hallado por Colón y en el Lejano Oriente encontrado poco después para Dios y para España. Los Hechos de los Apóstoles narran: multitudes que de buen grado se aproximan a la fuente perenne de los Sacramentos, inmensas muchedumbres que reciben el bautismo en el nombre de la Augusta Trinidad, estremecimientos virginales de la comunidad cristiana que amanece para la Fe y la Historia, novedad de alma y pureza de acción. Tal como en América, bendecida en panorama y bautizada en multitud por esas manos inolvidables compañeras del sayal y del cayado. Los frailes estupendos, como los Apóstoles, agregaban un día más a la Creación y seguían la tarea en el momento en que descansa Dios. El octavo día, dice nuestro génesis, los frailes bautizaron al Nuevo Mundo y vieron que este mundo era bueno para Dios.



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ArribaAbajo Un suceso fundamental quedó en la penumbra

Luego de haberme asomado, por un momento a las profundidades de la Gracia operante en el humano acontecer, he de regresar, con el ánimo robustecido, al dominio escueto de la Historia. Ni mis capacidades, ni mis estudios, ni la índole del presente libro me permiten bajar a la cisterna profunda de la conciencia religiosa, a la que sólo me he asomado con brevedad profana y llena de respeto. En el dominio histórico, primordial aquí, principiaré por descubrir un suceso, secularmente empolvado, hasta hoy no visto con la atención que merece. Si se interroga por los motivos íntimos o por la intencionalidad firme de los misioneros en su obra, al mismo tiempo que por las causas de la comprensión afectuosa demostrada por ellos, desde el comienzo, hacia el hombre americano, hacia sus facultades y potencias, hacia su alma, cabe distinguir algunas y destacar otras en su papel religioso o natural: puede tratarse, prescindiendo del orden cristiano y caritativo, puede tratarse en el ánimo de aquellos misioneros de simple comprensión humana, de benevolencia o, también, de algunas lejanas   —431→   resonancias que imprimieron simpatía a las relaciones entre americanos y religiosos.

Se dice generalmente -entendido que entre escritores creyentes- que tales motivaciones y causas partían del espíritu de caridad o de amor, de la abnegación, del afán de evangelizar que demostró el español de la Contrarreforma, lo cual es absolutamente cierto. En estas mismas páginas acabo de recordar tales motivaciones del alma española en los siglos renacentistas, impulsos cuya valía profunda y multiforme no ha sido aún desentrañada exhaustivamente; pues en éste, como en otros aspectos la Historia de América no sólo no está hecha, sino que ha sido contrahecha por el criterio liberal decimonónico. El suceso cuya importancia quiero presentar al lector, es el siguiente: lo de oriental encerrado en el fondo del Cristianismo debió hallar repercusión casi inmediata y cordialísima en lo de oriental que hubo en la médula de las primeras culturas americanas.

El suceso, si se lo considera de modo abrupto, viene a alterar el cuadro mental que se ha formado al respecto. Sin embargo, la alteración se atenúa al instante en que recordemos ciertas realidades. Primeramente, es ya hora de pensar que los problemas relativos a nuestro hombre prehispánico no han de ser considerados solamente con criterio americanista, sino también con criterio orientalista y africanista, pues de Asia y de África hallamos sones, percutientes aún, en los legados, escasos por cierto, del predicho tipo humano. Es suficiente una somera observación comparativa de los productos culturales del americano antiguo, para notar las semejanzas desconcertantes que nos ofrecen con los de pueblos anteriores a la era clásica. Pueden las culturas americanas no haber sido coetáneas con las preclásicas de Asia o con la del Egipto; de hecho, quizás, no lo fueron, sino que se nos ofrecen como rezagos largo tiempo intactos e intocados por solicitaciones o choques venidos desde fuera; lo cual es muy posible debido al aislamiento interoceánico de los precolombinos.

Pero las semejanzas de los productos culturales existen, y eso basta para probarnos la semejanza espiritual.   —432→   En el fondo del alma de los americanos y de sus creaciones, los misioneros que fueron grandes intuitivos y sicólogos -me refiero a esa experiencia humana que hace la sabiduría y no a ningún aspecto de escuela o de técnica- los misioneros, repito, descubrieron un mundo que los adelantados y los conquistadores no llegaron a sospechar. Tal mundo fue, nada menos que el oriental, aquel soñado recinto de los anhelos bíblicos o de los gigantismos teratológicos que poblaron el espíritu medieval y el renacentista. De paso, una observación que se vuelve necesaria: hasta el fastidio se ha acentuado el anhelo de clasicismo encerrado en el Renacimiento Italiano del siglo XVI, pero todavía no se destaca de modo suficiente el impulso que, clara u obscuramente, sintió por lo asiático u oriental. Los misioneros venidos a América, en su mayor parte fueron producto del alma renacentista española de la Contrarreforma, alma complicada, contagiada por lo que el italiano implicaba en esos días de bizantino, es decir, de oriental; y por eso, dichos misioneros al descubrirlo también en el Nuevo Mundo, se apegaron a aquellos con tanto ardor.

En segundo lugar recordaré que el cristianismo, por occidental y europeo que haya sido el proceso histórico de su auge maravilloso, originalmente considerado representa en su elaboración temporal un afán de síntesis, un sincretismo genial de lo nuevo que trajo la doctrina de Jesús, con lo romano, lo judaico y otras tendencias que, por medio de los judíos y de los árabes llegaron a Europa en los primeros siglos de la edad media. En lo institucional católico, en la mística cristiana, en el ordenamiento jerárquico, hay no poco de oriental, situado, eso sí, por el predominio espiritual de Occidente en el lugar que le corresponde, lugar desde el que ejerce un papel adjetivo junto a lo dogmático y teologal, sí, pero de alta importancia histórica. Es suficiente recordar que por medio de Bizancio llegaron a occidentalizarse: el espíritu de suntuosidad, la afición a las jerarquías, la necesidad de exégesis -espíritu bizantino-, las insignias nobiliarias, los títulos, las formas de trato social, el apego a la tradición, etc....

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El hebraísmo es de cepa oriental, por más que el pueblo hebreo haya labrado su edificio histórico en el lugar más occidental del Asia, y haya, por eso, forjado su espíritu mirando al Mediterráneo: mar del occidentalismo y de la occidentalización. Con todo, no pudo menos que mirar también a los desiertos situados a sus espaldas, donde la otra rama del semitismo forjaba, con algún retraso, la cultura arábiga. Jesucristo, biográficamente considerado, fue un profeta de ese mismo espíritu hebraica y oriental. Pero, Dios me libre de equiparar la religión cristiana a las demás formas de manifestarse el alma oriental y sus religiones; y me libre más todavía, de confundir la persona de Jesús con otras figuras que en Asia fundaron también religiones destinadas a gran expansión. Mi llamada aquí se limita, como es natural, a destacar el orientalismo que alienta en el fondo del cristianismo.

Ahora recordaré un tercer hecho pertinente a lo que trato. El comportamiento español en América, descontados la fábula, el embuste, la hipocresía de los amadores del indio con amor de efecto retroactivo; descontados la sensiblería falsa y de mala ley, y los dogmas sensibleros de la leyenda negra, descontado todo aquello, siguió dos caminos: uno, el de lo misional; otro, el de lo organizativo, sea militar, sea jurídico, sea municipal, sea económico. Por tanto hubo encuentros de diversa índole entre españoles y americanos. Los numerosos descubrimientos geográficos se multiplicaron mucho más en lo humano. Y así como aquellos tuvieron éxitos clamorosos y espejismos funestos, los descubrimientos humanos fueron contradictorios y, hasta, decepcionantes, en algunos casos. Los cronistas, tanto laicos como religiosos, menudearon en noticias pertinentes a la índole, carácter, capacidades y temperamentos de los distintos grupos que iban hallando o tratando. Y así como menudeaban las noticias, las contradicciones entre ellas no se hicieron esperar, cosa muy lógica si se atiende al diverso estado social o al distinto grado de desarrollo en que iban siendo descubiertos tales pueblos, la varia manera de irlos comprendiendo y el distinto asidero que prestaban a la   —434→   mentalidad europea. Sin embargo, tales contradicciones no denunciaron ninguna oposición sustancial invencible.

La oposición surgió en otro plano y por motivos extraños al mero afán de noticiar. Y fue porque caudillos y frailes no vieron en América del mismo modo, con ojo análogo, ni podía ser de otro modo, pues cada cual, por su lado, ejercía su ministerio y cumplía la tarea que la Historia y el alma española le habían encargado; dicho doble ministerio, terrenal y sobrenatural, al concurrir sobre un mismo objeto, necesariamente, se encontró en pugna. El colonizador miraba al americano desde un ángulo especial y para un fin preciso: le contaba siempre como elemento de producción. El militar o el aventurero le apreciaban siempre como el sostén de sus empresas: con ellos o a causa de ellos subsistía la aventura. El juez y el administrador le descubrían sólo en aquel lado adjetivo que, dentro de la vida estatal, solemos enseñar a los funcionarios del gobierno o de la justicia.

Finalmente, el misionero, se entiende el misionero de ojos claros, el misionero puro, el varón de Dios al estilo de Las Casas, de Tata Vasco, del Padre Motolinia, de Fray Juan de Zumárraga, de Santo Toribio de Mogrovejo o; en fin, al estilo del Padre José de Acosta, autor del Procurando Indorum Salutae, ese tipo de misionero le veía como alma que redimir, y hasta quizás comenzó viéndole como alma antes que como hombre; y al verle así, le transparentó y, por debajo de la piel dura y quemada, encontró en el fondo del hombre americano un torrente de espiritualidad muy añejo, pero estancado varios siglos por el sometimiento pavoroso a un paisaje invencible, o por la sumisión incondicional ante amos terrenales de supuesto origen divino e invencibles también. ¿Qué descubrió el misionero en el primitivo habitante del paisaje americano? Pues eso: su inclinación oriental hacia el misterio, su gran capacidad para la vida religiosa, su afán ancestral por la existencia de Dios, su necesidad de pasar del politeísmo inferior a una superior creencia donde se organizaran la persona y su intimidad por obra de una fe capaz de allanar esas montañas que hasta ahora le habían atormentado. El misionero descubrió   —435→   esta ansiedad de infinito que el rezagado hombre americano llevaba en el fondo más arcaico de su corazón y, a satisfacerla, destinó el anhelo de sacrificio y de martirio, anhelo también oriental, que el cristianismo transporta en sus venas más robustas, para servir de agua, sal y luz del mundo.

Por esta coincidencia del alma cristiana, nacida en el regazo oriental, con el alma americana, de oscuro ancestro oriental, los misioneros comprendieron mejor a los pueblos recién hallados y las teorías que formulaban acerca de ellos, en lo social, en lo filosófico y hasta en lo teológico, les fueron siempre favorables, demostraron sus capacidades, sus talentos y sus potencias. Más aún, aplicando dichas teorías optimistas, los misioneros se dedicaron a enseñar, a formar, conduciendo hacia arriba en la fe y en el conocimiento a masas humanas que, a la vuelta de una generación, retribuyeron donosamente la confianza depositada en ellas, en el porvenir de ellas, por una legión de frailes intuitivos y sicológicos. Tal retribución estaría bien lograda con dos nombres solamente, el del Inca Garcilaso de la Vega en el Perú y el de Primitivo Alba Ixtlixóchitl en México, aun cuando haya una gran nómina de personajes valiosos y eminentes, como es sabido; pero bastarían esos dos para salvar el prestigio del humanismo acrisolado y de la obra misional de la primera época.

En cambio, la opinión del seglar -juez, administrador, aventurero, cultivador-, no fue siempre favorable al americano, más aún, mantuvo un nivel de disfavor, salvo honrosas excepciones encarnadas en virreyes o en oidores de gran capacidad intelectual y ética. Sobre todo en las Antillas, los cultivadores de la tierra, los plantadores que en algún momento lograron desviar el criterio del Monarca en España y desoyeron el mandato de la Reina Isabel -y que fueron muchos- sobre todo en las Antillas, donde floreció una estupenda agricultura nueva que hizo posibles las aventuras de México y del lejano Perú, los colonizadores agrarios no tuvieron miramiento espiritual ni material de ninguna clase hacia los sojuzgados. Contra aquellos, y sobre todo contra sus defensores   —436→   de toga o de espada, fue la batalla sin cuartel de los frailes misioneros; contra un sistema económico, pragmático y útil, justificable a la luz del naciente industrialismo americano y a la luz de las tesis políticas difundidas por el Renacimiento -rico en utopías pero también en lecciones prácticas, como las de Maquiavelo-; contra todo ello, repito, se puso en orden de batalla el pensamiento teológico y disparó sus dardos más poderosos desde la fortaleza intelectual de Salamanca, e hizo apóstoles en las selvas del Nuevo Mundo.

Los frailes acudieron a dos expedientes de gran poder: primero, configurar una brillante doctrina -obra colectiva de misioneros, teólogos, filósofos, juristas- cuyo esplendor y humanitarismo no han sido superados; y, segundo, denunciar insistentemente al Rey los atropellos que en América se cometían en flagrante oposición a doctrinas religiosas, Bulas pontificias, cédulas reales y ordenanzas que enseñaban; ordenaban e imponían procedimientos cristianos caritativos. Los civiles, por su parte, acudieron a otros expedientes mortíferos y que han sido la causa de muchos errores y malas apreciaciones de la obra misional y aun de toda la tarea cumplida por España en el Nuevo Mundo; cuando tenían autoridad y ocasión, denunciaban al Rey la codicia y a veces hasta la concupiscencia de algunos frailes que abandonaban sus deberes y se concretaban a servir los intereses materiales.

Poco a poco la acrimonia cegó a unos y a otros, hasta que ambos llegaron a la generalización de tesis, de hechos dolorosos y de procedimientos, sin meditar en las consecuencias históricas de tamaños arbitrios -la mayor prueba de esto se encuentra en la Brevísima Relación del Padre Las Casas, convertida en fuente, casi inagotable e irrefutable, antaño, de la leyenda negra-, arbitrios cuya constancia en documentos es un mar donde aun corre peligro de naufragar el criterio histórico más precavido. Con respecto de tan peliagudo asunto, nunca se acentuará lo suficiente la polaridad entre las dos corrientes: la misional y la laica, la evangelizadora y la colonizadora. La explicación simplista llevada a cabo por uno cualquiera   —437→   de los dos lados, ha conducido a los historiadores a la leyenda negra y a la leyenda blanca, ambas igualmente falsas y dañinas para la Historia de los pueblos hispanoamericanos.

La vida en aquellos tres siglos, por lo que respecta a la polaridad aludida, débese considerar como un acorde, como una polifonía, como un contrapunto incesante, natural y lógico, una vez acaecido el descubrimiento de pueblos diversos y llevada a término la penetración en los mismos. Así deben comprenderse estos asuntos, así se ha comenzado a verlos: las superposiciones históricas, para ser fecundas o para traer el nuevo producto racial y cultural, han de chocar desde que entran en contacto; pero el choque significa no sólo el golpe militar o el afán imperial, significa también algo más hondo y comunicable, es decir lleva ideales, doctrinas, instituciones. La oposición de idealistas evangelizadores y de pragmáticos colonizadores, dado el carácter español, fue violenta e irreductible. Los dos tipos de vida, es decir misioneros y colonizadores que marchaban uno junto a otro, no pudieron compaginarse en todo momento. En el caso biográfico de la sucesión de uno a otro, aparecía el converso más rabioso y extremista, como fue, entre otros, el caso del encomendero Bartolomé de las Casas, convertido en religioso por obra de un sermón de Fray Antonio de Montesinos. Se reiteraron estos sucesos en muchos soldados vueltos frailes. Aunque también hubo casos opuestos: frailes misioneros convertidos en extorsionadores de los sojuzgados.

No concluiré este acápite sin referirme otra vez a la semejanza y oculta simpatía de las dos almas evocadas: la del misionero y la del añejo morador de América, a fin de establecer una seria diferencia con lo acaecido en otras latitudes coloniales del Nuevo Mundo. Me refiero a la conquista puritana y a sus métodos. Sin apriorismo indemostrable aseguro que el colonizador protestante no, llegó jamás a comprender el alma de los que sojuzgaba, repeliéndoles, sin buscar el modo de asimilación humana o cultural de los mismos. Y la razón de este aislamiento es fácil de encontrar: el protestantismo, en buena parte   —438→   de su actitud racional, es la desorientalización del cristianismo -tesis hay que lo muestran como la germanización del Evangelio-, lo que vale decir, el enfriamiento de la emotividad religiosa, por lo menos en medio de aquellos sectores extremistas fundados por la rígida intransigencia calvinista, que llegaron hasta las últimas conclusiones de una lógica de la aridez tomada como punto de partida.

Un conquistador de este temple, cuyas crueldades muy silenciosas y algunas muy escandalosas no se han escrito con la publicidad debida, o se han escrito en mínima parte, pues el puritano tuvo mucho cuidado de disimular aquello mismo que el español ejecutaba a la luz del día con la complicidad del sol, y, más aún, tuvo el tino de poner siempre la viga en el ojo del enemigo político, de su capital enemigo político, el contrarreformista español; la crueldad fría de un conquistador de este temple, no pudo llegar jamás a comprender al hombre primitivo del Nuevo Mundo, mucho menos su espíritu que por largos siglos le ha merecido no sólo desdén, sino repugnancia. En cambio, el misionero católico sintió, mejor dicho, descubrió con finura y simpatía el sitio preciso donde ambas almas rimaban juntamente: la suya y la del recién sojuzgado. Y tal descubrimiento abrió el camino por donde éste, que no fue únicamente sojuzgado, sino, además, persona, pudo subir al reino del espíritu ecuménico y al orden humano histórico universal.

La mayoría de las tribus y pueblos situados al norte del Misisipí, ¿han logrado alcanzar sitio en la Historia Universal? ¿Por lo menos en la del Continente Americano o, en fin, en la de los Estados Unidos? ¿Han llegado a hacer su Historia? ¿Se han levantado a los dominios de la inteligencia superior, del humanismo filosófico, de la técnica científica, económica o política? No quiero multiplicar los ejemplos en otros lugares de la tierra y con otro género de conquistadores de la edad moderna, pues no es esa mi intención. Quiero destacar, más bien, un hecho impresionante: el acceso a Dios del sentimiento primitivo de América, por las gradas de la liturgia católica, ha dibujado en el cielo cultural hispanoamericano   —439→   constelaciones artísticas de valía inmortal e irrecusable. El rito de la Iglesia, cargado de tradición y de símbolos teológicos y místicos, se acompañó sin el menor reparo con la emoción de los pueblos recién hallados para la Fe, y con ellos anduvo por las montañas y camina todavía por los campos y los riscos andinos, dando así la prueba de la catolicidad del Catolicismo. Este profundo suceso de la semejanza y natural simpatía del alma misional con la del primitivo habitante de América, ha quedado en la penumbra y merece ser expuesto a la luz.



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ArribaAbajo Ascenso ético e intelectual por el Cristianismo

Pero, ¿cuáles son, en verdad, los aportes del cristianismo a la formación del espíritu ecuatoriano? Porque en la investigación que he practicado hasta aquí, en el presente ensayo, no voy a contentarme con declaraciones teóricas más o menos válidas, pues el orden histórico es pura facticidad, aun cuando lo historiológico haya de ser doctrinal. Trataré, pues, de señalar los aportes más visibles de la nueva creencia modeladora, aportes activos, vivos y vivientes, como exige toda religión superior. El catolicismo es forma de vida, más que institución dogmática y, por tanto, su papel resulta eminentemente histórico y biográfico, papel que por ahora miraré en los siguientes donativos otorgados a la existencia humana en el Nuevo Mundo: el ascenso intelectual y moral, la concepción del americano como persona, el ennoblecimiento de la vida familiar, la lucha contra la esclavitud, la entrega a la mentalidad americana del tesoro ideal abstracto, filosófico y teológico, la fundación de centros de vida parroquial o reducciones. Me detengo aquí, pues esta no es la hora de mirar toda la obra misional ni de justipreciar su empresa de transfiguración histórica.

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Primero miraré el ascenso intelectual y moral que significó el tránsito desde una o unas religiones inferiores hacia la luz del Evangelio de Jesucristo. Toda religión inferior -y por eso los historiadores de ellas las han catalogado así- no rebasa el marco de las prácticas irrazonadas: nace en el terror cósmico, y si siente el misterio -algunas religiones primitivas lo han sentido grandemente- esto no pasa de expresarse en formulismos mágicos o en manifestaciones de arte plástico de ingenuidad desconcertante. La religión en esta etapa o en este grado del espíritu no sobresale de los usos y costumbres, todo lo inveterados que puedan ser, pero sin ningún respaldo ético e intelectual. En cambio, una religión superior, por tradicional que sea, es auténticamente Historia, nace de la conciencia despierta a la verdad, se apoya en la emoción, sacude hasta la más profunda intimidad el alma del creyente, frena sus apetitos, se fundamenta en una moral y; para la inteligencia, se expresa en filosofía o en teología. Además es Fe, Fe profunda, viva, actuante y modeladora de la existencia. Por tanto, pasar de una forma religiosa o de varias formas religiosas inferiores a la claridad suprema del Evangelio, significó para el espíritu ecuatoriano un gran ascenso mental, ético y emotivo: Fue como si aquellos cristianos neófitos vieran completarse, su vida, sensación de completad que para nosotros es connatural, pues el país y la familia han sido radicalmente conformados, hasta el punto de que no caemos en la cuenta de la obra modeladora del Cristianismo. La respiramos, instintivamente, como el aire que nos rodea.

El espíritu humano, cuando se encuentra sumergido en la niebla de las religiones inferiores, al mismo tiempo se halla estáticamente preso en las garras de la naturaleza. No puede vencerla, pues comienza por creerla invencible y sentirla como un poder inmutable. La hechicería, que es una degradación grosera de lo religioso, y la magia se dan cita para encontrarse en este mismo lugar: ambas son pavor, y es sabido que el hombre que siente pavor no alcanza muchas cosas, entre ellas, no llega a superar su presente. O lo que es lo mismo: no tiene futuro, porvenir, ni Historia. Por eso, las religiones   —442→   primitivas pueden definirse de manera indirecta como el estatismo histórico del hombre en estado de naturaleza. De paso, ruego al lector considerar cuán lejos nos hallamos de Rousseau y cuán lejos se encuentran las investigaciones históricas actuales de las sensiblerías románticas del siglo XIX.

En contraste con el hombre preso de la naturaleza, las religiones superiores hacen posible el paso del estatismo espiritual a otras etapas en donde, libre de la naturaleza y del miedo que le ata a ella, la intimidad personal cobra dinamia y señorea en el mundo histórico. No incurro en exageraciones ni generalizo apresuradamente, mas el panorama humano se nos muestra del modo siguiente: en el extremo, donde hay Historia, existen al mismo tiempo un alma progresiva, fuerzas de evolución y dinamia vital respaldadas en creencias definidas, llevadas con fe ardiente, modeladora, capaz de mover y dar fisonomía a todo lo que produce, piensa y anhela un grupo humano. En el medio, las decadencias que coinciden con épocas de enfriamiento de la fe, con tiempos de tibieza y términos históricos donde la existencia se limita a conservar lo heredado, que pierde color por obra de la inercia y de los años y entra, como consecuencia, en una atmósfera de quietud mortífera. En el otro extremo, en el estatismo primitivo y ahistórico, donde lo formulario mágico antecede a la acción personal, donde la existencia no se autogobierna, sino que es llevada por los vaivenes de la naturaleza, se halla detenido el espíritu y sale de allí sólo con el auxilio de un poder capaz de elevarle.

El paso del primero de los extremos nombrados al término medio de la decadencia, siempre constituye un descendimiento. El paso del segundo de los extremos al primero, consiste en una ascensión. El espíritu ecuatoriano en trance de configurarse, gracias a la acción del Evangelio aportado por los misioneros, adquirió impulso y llegó a cobrar nueva forma de vida, forma cristiana y civil, adoptada con tal holgura y vigor, que hasta hoy nos parece propiedad natural de nuestro ser personal e histórico, y en virtud de tal forma nos presentamos ante   —443→   el conjunto de pueblos civilizados que rigen la Historia de Occidente, los cuales tienen la raíz común del cristianismo. Cuando una potencia configuradora da fisonomía secular a los pueblos, debe ser una potencia extraordinaria. Y de éstas hay muy pocas.

Para aceptar o comprender este suceso, este paso ascensional, el criterio histórico demanda situarse fuera del área racionalista, pues no hacerlo representa un anacronismo todavía subsistente en algunos medios intelectuales de América, aun cuando el simple enunciado de tal actitud incomprensiva de los cánones humanos actuales, ofenda a la historiología moderna. La raigambre racionalista de la crítica vigente en ciertos lugares, cada vez menos extensos, es larga, vetusta, y, hasta cierto punto, muy respetable. No se remonta sólo al Renacimiento Italiano del siglo XVI, sino que va más atrás, a beber en las fuentes clásicas, muchas de ellas enturbiadas por el subjetivismo occidental y moderno. La Historia como tal, la que encara la vida humana y se mide con ella directamente, libre de las taras impuestas por los criterios racionalistas, casi es de ayer. Según asegura Nicolás Berdiaeff en los comienzos de su libro El Sentido de la Historia, no nace sino en tiempo relativamente próximo a nosotros, por cuanto:

«La verdadera ciencia histórica apareció tan sólo en el siglo XIX, puesto que vemos cómo en el siglo anterior aún se admitía la posibilidad de que la religión fuese un simple invento de los sacerdotes para engañar a los pueblos. A partir del siglo XIX esto ya no fue posible».



Lo sagrado cuenta con el humano acontecer, porque es faena de los hombres y una actividad capital entre las demás de la vida. Hombres sin religión o pueblos sin religión son minoría en el tu multo biográfico o en la sucesión secular. Sin embargo, en el siglo XIX, que vio levantarse la Historia como ciencia, se presenció así mismo uno de los mayores esfuerzos para aniquilar la comprensión religiosa en la vida humana y por reducirlo todo al menester más grosero, como es la producción económica. Y el mismo Berdiaeff lo atestigua, asegurando que   —444→   lo más valiente del marxismo y su dialéctica fincó en su empeño, de desterrar el elemento sobrehumano de la Historia. Pero si examinamos atentamente este reto a lo religioso -y para hacerlo tenemos que situarnos fuera del área donde campea el materialismo histórico, es decir fuera de la política-, se encuentra que esta doctrina, para ser dialéctica, tiene que dar en lo extrahistórico, nacer de un impulso, en un programa, en una acción ideológica planificada, prefabricada. Sólo como dogma político es posible sostener que la religión es el opio del pueblo.

En nuestros días resulta muy curioso acotar el dogma leninista con el pensamiento actual e iluminado, pascalino, místico de Simona Weil, esa muchacha hebrea militante en la extrema izquierda, cuya honrada búsqueda de la verdad la puso al borde una mística personalísima y excepcional, que nos la legó en pensamiento e intuición iluminados, de tal magnitud, que estas calidades hacen de su obra una de las más claras definiciones del espíritu en la primera mitad del siglo XX. Pues bien, esta muchacha encendida en la hoguera de la verdad, comentando con agudeza el hecho humano de la fe y del trabajo, en su libro La Gravedad y la Gracia, llega a recomponer el lema leninista en su real sentido, demostrando lo extrahistórico del mismo y su mera valencia político-ideológica de partido. Tal recomposición del pensamiento de Lenin, la expresa, con sencillez, de la siguiente manera:

«Los trabajadores tienen más necesidad de poesía que de pan. Necesidad de que su vida sea poesía. Necesidad de una luz de eternidad. Únicamente la religión puede ser fuente de esa poesía. No es la religión, sino la revolución el opio del pueblo. La privación de esta poesía explica todas las formas de desmoralización».



Alguien creerá que me aparto innecesariamente del tema. No es así. Pero creo necesario retomarlo donde lo dejé de manera aparente, y seguir adelante, luego de haber comprendido que lo sagrado es un menester humano.



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ArribaAbajo La concepción del hombre americano como persona

Al decir americano, digo ecuatoriano. Y por más que el romanticismo, racionalista o no, y los demás géneros sentimentales de condimentar la Historia pretendan demostrarnos una concepción, una sola concepción del hombre prehispánico elevado a la categoría moral de persona, no conseguirán su intento aún al cabo de largos cubiliteos y prestidigitaciones seudo históricas, sencillamente porque el poblador más antiguo de América, en cualquier estado de vida social que se encontrara antes del Descubrimiento, jamás fue visto en su altísima condición ética de ser humano responsable y dueño de hacer su destino, es decir, libre. Si hubo formas políticas más o menos desarrolladas, eso no implica la existencia de doctrinas en que se respaldaran, las cuales no sólo dudo, sino que afirmo no aparecieron en ninguna parte, ni en los pueblos mexicanos ni en el Tahuantinsuyo. Por tanto, una concepción política de la persona, fue imposible que se diera. Y en el orden ético-religioso, menos todavía, porque las formas mágicas de defenderse del mundo no permiten el crecimiento de ningún estado de libertad espiritual   —446→   ni el derecho a edificar la existencia, dos cosas que significan, precisamente, una actitud de dominio sobre el mundo.

Para descargo del ánimo de quienes en la catequización no ven sino el instrumento auxiliar del sojuzgamiento de lo que llaman indio, anticipo de modo categórico y rotundo la siguiente afirmación: pocas veces se ha dado en la Historia conquista más plena ni dominio político más cabal que el logrado por la penetración española en el Nuevo Mundo, sin que para ello hubiera ahorro de energía dominadora, fuerza o sangre, lo cual determinó que el vencido fuera tratado duramente por el vencedor en un buen número de casos, y en otros tantos por la codicia del beneficiario económico lógicamente surgido en la raíz de dicha penetración. Pero agrego, así mismo, de modo claro y sincero: no obstante aquello, y precisamente por aquello, por el poder humano y la capacidad pasional del vencedor, la penetración española en América constituyó la excepción de hechos análogos, entre cuántos se puedan mirar en la Historia, sencillamente porque los afanes justicieros superaron al desbordamiento de pasiones negativas o positivas, en una lucha singular en que intervinieron a favor del sojuzgado el Monarca, los teólogos, los juristas y un sistema de leyes prudente, sucesiva y prolijamente elaborado sobre el cuerpo de los hechos.

Es indispensable anotar que durante los primeros tiempos de la dominación española en América, mientras en España se libraba una batalla por la justicia y los sentimientos humanos, como otra no se ha visto ni se verá nunca -pues las posteriores tienen como punto de partida las conquistas teóricas anotadas en ésta-, en el campo contrario a la política imperial de los Austrias no se levantó una sola voz de defensa a los vencidos, una sola doctrina que los englobase ni, menos, los exaltase; y tampoco se realizó un solo acto humanitario destinado a superar o reparar lo que posteriormente se dio en definir como la iniquidad española en el Nuevo Mundo. Y hablo de actos porque la teoría española sí tuvo colaboradores, entre ellos la acción misionera, a la que el Soberano,   —447→   como se ha recordado ya, concedió el derecho de dirigirse en forma epistolar directa a la Corte, comunicándole todos los sucesos, con puntualidad y franqueza. Resta decir que esta voz fue escuchada y, no sólo eso, acatada casi siempre pues suponían los Reyes que los frailes eran los que mejor comprendían la tarea encomendada por Dios a España. Y comprendieron bien.

Al investigar en este asunto encontramos, desde el comienzo, un enorme conjunto de doctrinas, controversias, opiniones teológicas y filosóficas, normas jurídicas, actitudes éticas y oficiales, todo ello bordeando, protegiendo, ennobleciendo la calidad de los primeros habitantes del Nuevo Mundo: y esto consta de centenares de libros, actas, testimonios, leyes y ordenanzas, consta más y de mejor manera que la codicia, que la maldad, las pasiones negativas de quienes bastardeaban, fundándose en la fuerza y en la distancia, los ideales soteriológicos y misioneros de la conquista espiritual de nuestras tierras. Lo que parecería inexplicable, por ilógico, es que sólo se haya visto este bastardeamiento, acudiendo a la argucia de generalizar las excepciones y silenciando, al mismo tiempo, lo corriente, lo que sucedía entonces de modo cotidiano. Dije lo que parecía ilógico, simplemente porque hoy sabemos cómo se hizo la anti-historia de España, a partir del siglo XVIII o un poco antes, con elementos proporcionados por los mismos españoles y de los que, los enemigos de aquella, extrajeron cuidadosamente las últimas consecuencias. Sin embargo, en contra de eso, se ha restablecido la verdad y, como testimonio de ella, hay entre otros muchísimos, un libro del historiador norteamericano Lewis Hanke, La Lucha por la Justicia en la Conquista de América, libro que debe le er todo hispanoamericano y en el que este gran problema de nuestra vida inicial y el de los americanos vistos como personas, se halla tratado de manera exhaustiva y enmarcado en quicios de crítica moderna y erudita.

La conquista de América propuso de distinta manera el problema de la justicia. Lo planteó de manera gigantesca, antaño no considerada en los hechos, no obstante haber sido discriminado en teoría desde antes de Aristóteles.   —448→   Pero fue la conquista de América la que planteó de manera gigantesca el problema de la justicia; y, luego, los problemas del Derecho y de la persona humana, en el terreno de los acontecimientos históricos. Inmensa sucesión de éstos, espectacular concatenación de ellos, heroico desencadenamiento de la voluntad dominadora, se enfrentaron con teorías formuladas y con trámites consuetudinarios. Hasta entonces -siglos XV y XVI-, justicia universal, igualdad humana, derecho para todas las gentes, estuvieron en las escuelas o en los libros o, cuando más, en una rarísima práctica que los acataba o los violaba sin desencadenar tormenta alguna. Pero, con la conquista del Nuevo Mundo, las teorías y los sucesos, chocaron con tal violencia, que se produjo un incendio cuyas llamaradas han ardido para todo el Derecho posterior. Y la cosa no pudo ser de otra manera en aquel tiempo extremista, y caracterizado por una rudeza singular, pues los siglos más fuertes de la Historia occidental, no son los primeros del medievo, sino los que corren del Renacimiento al siglo XVIII. Con tales temperamentos, como los surgidos en aquella época, la contienda debió ser y lo fue, tremenda. Comenzó, precisamente, el día en que, al saber que el Almirante Colón había vendido unas cuantas decenas de americanos esclavizados, la Reina Isabel preguntó: «¿Con qué derecho dispone el señor Almirante de mis vasallos?»

Primera vez que al americano se le llamó vasallo, súbdito de la Monarquía española, es decir, persona para un régimen político y no cosa para la especulación del conquistador. Nació, así, la concepción del habitante de América como persona. Pero tal concepción no se dio de súbito, ni en plenitud, ni ejerció las atribuciones que de ello se deducían. Siguió un trámite lento, grave, lleno de dificultades opuestas por los intereses materiales y por numerosas circunstancias contrarias a los deseos de teólogos y monarcas. Desatada la lucha entre doctrinarios y hombres prácticos, llenó casi todo el siglo XVI, pero ganaron con ella el habitante de América y el Derecho moderno. Condujo la discusión a un sin fin de elementos doctrinales y, de hecho, inundó con sus clamores la Corte   —449→   y las Universidades, enfrentó a colonizadores y a misioneros, a hombres de espada con hombres de toga, a agricultores con filántropos, en total, movió a todo el Imperio y dejó cimentada la mayor lección de justicia que se haya escuchado hasta ese siglo.

No obstante la variedad de la lucha y de las posiciones asumidas en ella, el concepto del hombre americano como persona siguió un curso ascendente por tres peldaños o etapas. Primero, fue teológico o doctrinario, cuando la palabra de Salamanca llegó a ser coreada por los argumentos de hecho que aportaban los frailes misioneros y, robustecida así, se enfrentó con los intereses de los nuevos colonos ya poderosos y con los que a ellos les defendían en la Corte, pretendiendo desviar el criterio del Monarca, inclinado siempre en favor de los primitivos moradores del Nuevo Mundo. Segundo, fue ético o humanitario, tangibilizado en leyes, disposiciones y prácticas misionales o administrativas, cuya vigencia puede medirse, precisamente, por las violaciones denunciadas o sancionadas. Tercero, fue social; y realizado gracias al ánimo igualatorio de los frailes dedicados con todo amor a levantar al primitivo a regiones espirituales que, por entonces, constituían el patrimonio cultural de Europa; es decir, levantamiento del nivel de vida, mejoramiento de las costumbres, participación en el Derecho, en la ciencia, en las artes, en los beneficios de la vida humana, como son, entre otros, la comunidad social, las escuelas y más establecimientos de educación, el acceso a los servicios públicos, etc.

El reconocimiento legal y definitivo del americano como vasallo de Castilla se hizo en tiempo de Carlos V. Mucho significó en la evolución del Derecho moderno esta declaratoria en la que a los primitivos habitantes de América se les llamó súbditos de la Corona y del Imperio, vasallos, es decir, personas integrantes de un Estado que, en esos días, era el más grande de la tierra. El Monarca procedió de tal manera movido por las doctrinas de los frailes salmantinos, especialmente por los dominicos de San Esteban, Fray Francisco de Vitoria, entre los más egregios. Ningún gobernante de la Historia ha concedido,   —450→   de golpe, sólo por motivos éticos y religiosos, la extensión universal de la protección jurídica, o sea el derecho a ser persona, de manera tan generosa y desprendida, en tiempos en que el Derecho se reconocía, pero se escatimaba. Los mismos hombres y gobernantes que en aquellos años luchaban contra la tiranía de Roma y de su paladín, el Emperador Carlos V, es decir, todos los príncipes y gobernantes adeptos a la revolución luterana o defensores del protestantismo, ¿reconocieron los elementales derechos que, a mano armada, reivindicaban los campesinos de Alemania? Pensemos en este amargo contraste histórico, y si lo hacemos sinceramente, deduciremos con honestidad lógica el alto valor del acto por el cual Carlos V reconoció la persona ética y jurídica de sus súbditos del Nuevo Mundo.

Un poco más de dos siglos después, tamaña página de la evolución del Derecho fue completamente ignorada u olvidada por los Libertadores del Nuevo Mundo, en cuyos escritos y proclamas encontramos a cada paso cierta morbosa delectación al llamarse esclavos de una esclavitud que no existió y al fingir la ruptura de cadenas morales de un tipo de encadenamiento que nunca llegó a imponerse, ni menos, a obrar como tal en un medio político y humano propenso a ello. Pero al propio tiempo algunos Libertadores olvidaron su condición de ricos terratenientes en cuyas fincas trabajaban innumerables esclavos negros, descendientes de capturados o ellos mismos capturados como bestias en África y luego vendidos, como cosas en América, por esos mismos mercaderes protestantes primeros beneficiarios de este gran negocio cuya moral y ejemplos políticos tanto exaltaban y ahora trataban de copiar los Próceres de la Independencia y nuevos padres de la patria. Después se dirá que la Historia se desenvuelve con lógica simple e infalible... Después se dirá que la lógica histórica se desarrolla siguiendo un procesó unilateral y rectilíneo con positividad absoluta, sin enredarse con la paradoja, con el misterio y con las sorpresas más inesperadas.

Pero donde la concepción del hombre americano como persona resultó más efectiva, fue en la tercera de las   —451→   etapas nombradas, en la social. El matrimonio mixto, base del mestizaje y de la fusión de las dos culturas, se permitió casi desde el primer momento, siendo, por tanto, falsa aquella aseveración acerca de la generalidad de las uniones ilegítimas. Estas se dieron, qué duda cabe. Mas, de otro lado estaban el celo de los misioneros, las disposiciones legales emanadas de la Corona de España, la moral cristiana y el instinto humano demostrado por la raza hispana en todas sus manifestaciones y posibilidades, durante los siglos de oro, que no fueron únicamente de las letras, sino de la política, de los anhelos profundos y de la vida entera. Porque, y esta es una verdad muy grande y poco vista, acaso ni el siglo de Pericles fue un siglo tan completo, como fueron los años de la grandeza española.

Nada quedó sin cuidado, entonces, no se diga la vida humana expuesta por muchos años de los siglos XVI y XVII a un proceso de crecimiento extraordinario. El cruce o mestizaje practicado por instinto racial y por imperativo ético, no quedó, ni pudo quedar abandonado al arbitrio, a espaldas de la Ley de Dios y de la Ley positiva de un pueblo gallardamente convertido en el campeón de la doctrina cristiana, a pesar de las tremendas impedimentas que gravitaban sobre el ánimo del europeo solicitado por el Renacimiento y la revolución protestante en aquellos tiempos sacudidos, duros, recios tiempos donde predominaban los temperamentos más fuertes entre los fuertes. Pero en América surgieron egregias las ideas y no exclusivamente los temperamentos fuertes y, por eso, en incontables ocasiones, se vio como la voluntad y la actitud de éstos se doblegaba ante la invisible autoridad de aquellas.

Para que se vea lo que hubo respecto al matrimonio, recordaré someramente algunos hechos. En los primeros viajes no se embarcaban para América las mujeres, cosa natural debido al recelo que al ánimo femenino causa, generalmente, lo desconocido. Apenas establecidos los primeros conquistadores, recibieron órdenes precisas para llevar a sus mujeres; los que infringían dichos mandatos, eran devueltos en el primer barco a España. Por otra   —452→   parte, se concedía, de preferencia, permiso de embarcar en Sevilla a los solteros. Poco después, pasaban a América numerosas mujeres, doncellas, amas, acompañantes, etc., en los séquitos de capitanes, Virreyes y Oidores. Además, los solteros que habían pasado al Nuevo Mundo, tuvieron que someterse a algunas condiciones. La primera de ellas, la compulsión de los misioneros que no podían tolerar el amancebamiento ni otro género de escándalos. Luego después, los cargos, los repartimientos de tierras, las concesiones de solares y la encomienda de hombres para el trabajo, no se hacían más que a los casados. Finalmente, la condición de vecino de la ciudad se concedía al establecido en el lugar con su mujer, hijos y encomendados. Las funciones políticas, civiles y municipales no podían ser desempeñadas sino por los vecinos. Ser vecino, entonces equivalía a ser ciudadano.

Mas no sólo fue permitido el matrimonio mixto entre americano y español o entre española y americano, pues en esto el reconocimiento de la persona ética del hombre americano, del nuevo sobre todo, quizás podía decirse interesado o utilitario. Hubo más. En el otro extremo, y pasando naturalmente por la zona media del reconocimiento de la calidad de vasallos a los habitantes primitivos del Nuevo Mundo, en el otro extremo, repito, se reconocieron linajes, señorías y noblezas a los americanos que los ostentaron o poseyeron antes del Descubrimiento y a muchos mestizos nacidos de padre o madre noble, generalmente de madre americana. Dicho género de reconocimientos implicaba, tal como en Europa, fueros, privilegios, derechos y más atributos tangibles. Nobles, descendientes de señores, curacas, etc., emparejaron jurídicamente con los nobles del Viejo Mundo, pues el Rey de España así lo quiso. En las primeras épocas del período hispánico así fue establecido y, dentro de las dimensiones de un orden naciente, sometido a miles de contradicciones y de experimentos, se cumplía la voluntad real con relativa fijeza.

Pero a fines del siglo XVII y durante el siglo XVIII el criollo rico, significativo y poderoso, intervino oclusivamente   —453→   y, como antes el encomendero de las primeras encomiendas antillanas, interpuso influencias, desvió criterios y consiguió poner vallas al ascenso del americano tanto como a la del mestizo. No fue la Metrópoli quien discriminó en materia de castas. Nombres, posiciones y grados les fueron discernidos aquí en el Nuevo Mundo, otorgándoles cognomentos nuevos y situaciones restrictivas en una escala social que se extendía y complicaba prodigiosamente. Fueron los criollos ricos, los flamantes linajes establecidos sobre la autoridad del dinero, los mercaderes de títulos de cartón y de prebendas, quienes originaron en Hispanoamérica la costumbre, hasta hoy no extinguida en muchos lugares, de escrutar y analizar hasta el último grumo de sangre y los grados de color que a ellos van aparejados. Pero al español que nació y vivió en España y eventualmente vino a América o nunca vino a ella, ese le tuvo sin cuidado, y cuando más, se limitó a repetir la larga cadena de denominaciones inventadas en América y vigentes con una malévola puntualidad.

Ángel Rosenblat ha reunido en su libro La Población Indígena y el Mestizaje en América las numerosas catalogaciones surgidas en México, Perú y Buenos Aires, las populares y las consignadas en libros de cronistas o de visitantes y viajeros ilustres. Hay variaciones en cuanto al género, pero el número de todas ellas resulta siempre copioso. Por lo tragicómico de las denominaciones consignaré aquí las más comunes, sin detenerme a indicar los grados de cruzamiento que representaban: pardos, cuarterones, zambahigos, tente-en-el-aire, salta atrás, lobo, albarazado, cambujo, no-te-entiendo, etc... Esta proliferación de nombres, su cuidadosa reserva y el análisis más o menos prolijo que se acostumbraba practicar, ha hecho hablar del régimen de castas en América durante el dominio español, sin que aquí tuviera la vigencia ni la férrea fijeza hermética de las castas de la India u otros lugares. A decir verdad, las castas son siempre cerradas y la prueba de que no existían en el Mundo Nuevo más de que de nombre fue, precisamente, el mestizaje que en sus diversos grados y tintes iba recibiendo cognomentos imposibles en un régimen de castas, donde existen éstas   —454→   sin intermedio o matiz alguno. El tercer producto de la fusión basta, pues, para refutar la denominación establecida por la costumbre y sancionada por una sociedad puntillosa.

El mismo Rosenblat, del estudio prolijo que practica sobre el hecha y su sanción por la costumbre, deduce esta verdad: «La sociedad y las autoridades menores fueron casi siempre guardianes más celosos de las castas que la monarquía y las leyes». La costumbre rebasó la era hispánica y llegó a la era republicana, tanto que aún bastante entrada en años la democracia, dio frutos tan sazonados como algunos artículos del liberalísimo Código Civil chileno compuesto por Andrés Bello, donde volvieron a exhibirse denominaciones como éstas: hijos sacrílegos, de dañado ayuntamiento, adulterinos, etc. Tales cognomentos fueron usuales desde muy antaño en el Derecho, es cierto; pero en el nuevo ordenamiento civil democrático e igualitario estaban por demás, y la simple catalogación de hijos legítimos e ilegítimos bastaba y sobraba para lo más de establecer una dolorosa desigualdad que no necesita ser declarada con términos infamantes. Pero la costumbre pesó, y Bello no reparó en acatarla.

En cambio, el fraile y el misionero, con unanimidad, mantuvieron el espíritu igualitario, emanado de la teología y destinado a informar el espíritu religioso de los españoles de los siglos XVI y XVII. Los que hablaron de igualdad durante las campañas independistas y en el siglo XIX, olvidaron con sumo cuidado que ésta fue una actitud asumida y heredada, con raíces muy adentro y envejecida en tres centurias de constante ascensión social del hombre americano. El caso de los llamados precursores y el de los que guiaron a los pueblos durante las décadas de la emancipación política, no sucedió como llovido, no llegó por generación espontánea, no advino mecánicamente, pues su raíz orgánica venía desde muy lejos, desde capas históricas hondas y firmes, tan hondas como los fueros de Aragón y tan firmes como los derechos igualitarios de las viejas ciudades castellanas. El sentimiento igualitario en Hispanoamérica, a pesar de las   —455→   designaciones y clasificaciones de castas, grados y matices de color, mana de un hontanar muy íntimo: desde la fuente donde se hacen la existencia y la perduración histórica.



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ArribaAbajo El ascenso repercutió en la familia

Al reconocer al antiguo morador de América en su calidad inviolable de persona, el misionero, el teólogo, el jurista y el Monarca de España partieron de un punto de vista ético, es decir noble, magnánimo -en cualquier tiempo, no se diga entonces cuando la estrechez de las prácticas jurídicas comenzaba apenas a luchar contra los regionalismos cerrados que, al configurarse las modernas naciones europeas se acentuó más, tanto en la teoría como en los hechos. La aventura hispánica en el Nuevo Mundo constituyó el primer disparo de largo alcance en el camino de la generalización creciente del Derecho Moderno. Dejando a un lado el aspecto doctrinal de este peliagudo problema, por ahora me interesa destacar un primer efecto de la actitud española frente al hombre americano, a lo que fue éste en su intimidad personal y en sus derechos a presentarse entre los demás en sociedad. Dicho efecto al que voy en seguida a referirme, es la repercusión del ensanchamiento jurídico en el orden familiar y sus consecuencias en el mestizaje y en la elevación del hombre americano.

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Es incuestionable que el orden familiar tanto en el Incario como en los distintos pueblos sojuzgados por el mismo, no había logrado rebasar un estado de familia muy poco menos que indiferenciada, en algunas partes, y totalmente indiferenciada en otras. Entre los pueblos y grupos no dominados por el Tahuantinsuyo, el orden tribual era el único existente. Dentro de la organización incásica los grupos sociales más estrechamente unidos se llamaron aillus en la lengua de los quichuas. Pero el aillo no fue la familia ni algo que le reemplazase, en el sentido que nosotros damos a nuestra institución familiar, es decir llena de contenido ético, histórico y humano. El aillu constituyó el núcleo social, la unidad sociológica, si se quiere, de aquellas masas que se diferenciaban unas de otras por la región, por el habla y, hasta, por los dioses. El aillu no sirvió de base para el ennoblecimiento moral del primitivo habitante de nuestro paisaje. Porque, ilusiones aparte, la concepción de la familia no se fundamenta sólo en la urgencia biológica, en la satisfacción de necesidades económicas y, menos todavía, en cálculos políticos o estadísticos, por más bien intencionados que sean. El aillu fue, en último término, una unidad cuantitativa y eso le impidió rebasar lo fenoménico social y acceder a lo ético y a lo histórico. Concebir la familia como cantidad y reducir la composición de ella a lo simplemente numérico, es un error que se ha repetido muchas veces, y no sólo se acostumbró entre pueblos y culturas primitivos. En el siglo pasado, para citar un caso, muchos sociólogos siguieron este camino, con el honesto afán de dar solución a los problemas sociales.

La familia, fundamento moral y religioso de la vida humana -no sólo en el Cristianismo sino en toda religión superior y en toda cultura elevada-, tiene por fin guiar hacia lo más alto la, urgencia biológica, transformar en nexos afectivos y cordiales la dura, la árida satisfacción de las necesidades económicas y es, no unidad de cómputo, sino unidad cualitativa donde muchos instintos, apetitos, impulsos y deseos se subliman hasta ser amor, amor perfecto, fidelidad, alta confianza, desprendimiento,   —458→   sacrificio. La familia nace por la fusión afectiva de las almas, no por la proximidad apetitiva de los cuerpos. Por eso, una buena porción de uniones conyugales no son familia. Por eso, muchas instituciones sociológicas que han surgido y que han medrado, no son familia. Por eso, tantísimas uniones materiales que no llegan a dar con una de las más puras fuentes de la vida ética, no son familia aún cuando las apariencias se pongan de su lado, aún cuando costumbres e instituciones les presten aparente solidez y perduración.

El ordenamiento humano preincásico, en lo que nos es dable alcanzar, en muchos lugares de la futura presidencia de Quito no había sobrepasado algunas formas de existencia lamentablemente primitivas y bárbaras. La familia indiferenciada -ya se sabe que ponemos familia indiferenciada donde no queremos escribir promiscuidad- regía con todos sus inconvenientes y trabas para el correcto desarrollo histórico; pues es tan sabido y no necesita probarse que el ingreso de los pueblos a la al ta Historia se realiza por las puertas del pensamiento dialéctico, de la familia diferenciada y de la religión superior. Las técnicas guerreras, económicas, políticas son convergencias necesarias también, aun cuando con mayor frecuencia de que se cree, y con perdón de los que opinan de distinto modo, llegan con retraso. Hablando en general, por lo que respecta al Ecuador prehispánico, se puede decir que antes de la llegada de los Incas la familia no se había constituido por igual, ni sobre principios durables y éticos.

Al incaísmo le tocó incorporar a la organización familiar algunos de éstos, pero le cupo la suerte de enturbiar el nexo afectivo y sentimental -si es que lo hubo o si es que se había desarrollado- con la tendencia estatista de la planificación económica. Porque es de experiencia elemental que todo Estado colectivo, materialista o no, tiende a suprimir las vallas que se interponen entre él y el súbdito; y las vallas más consistentes son, de manera primordial, las que cimentan la persona y sus derechos y aspiraciones más íntimos. El Incario tuvo la gran prolijidad y la previsión indefectible de no dejar crecer la   —459→   persona y la familia. Pudo robustecer al individuo como fuente productiva de economía y de fuerza: de hecho así fue. Pudo robustecer el aillu que no era sino el germen de la condensación social: de hecho fue así. Mas la familia en el alto, en el cabal sentido de la ética y de la religiosidad aparejada a la misma, no llegó a desarrollarse en el Incario.

Le cupo al misionero implantarla en el Perú, coma en México, en Centroamérica y en todos los demás territorios descubiertos para España. E igual tarea realizó el misionero portugués en los dominios conquistados por sus compatriotas. Consta que fue esta labor de edificación moral de la célula histórica, una de las más difíciles de llevar a cabo, porque el neófito que recibía instrucción demostrando facilidad para comprender las altas enseñanzas que se le impartían, que frecuentaba los sacramentos expresando la gran devoción que sentía con sinceridad, difícilmente morigeraba ciertas costumbres y reincidía calamitosamente en ellas, por llevarlas muy robustas y ahondadas en el alma. La poligamia, atenuada cuando más en la bigamia, las borracheras incontables y escandalosas, las ocultas aficiones por la hechicería y hasta por la idolatría ocasionalmente practicada, afligían a cada paso el ánimo de los misioneros. Y aquí fue el aguzarse el ingenio del catequista, el afanarse en el cuidado del plantel reciente, el vigilar prolijo, el reclamo afectuoso y la predicación insistente y porfiada.

La caridad misional asumió, por eso, muchas ocasiones la forma del castigo paterfamiliar, que ansiaba extinguir el mal curándolo en su raíz, y a ellos dedicó el misionero sus mejores energías, apoyado por la autoridad real. Y por fruto consiguió, lentamente, la aceptación y prosperidad de la verdadera, de la auténtica familia, de la cristiana, que ha hecho la cultura occidental, que ha ennoblecido a todos los hombres acogidos a su calor, que les ha proporcionado fuente de afectos profundos y bálsamo para las horas duras de la existencia, que les ha dado el antídoto contra la soledad del alma y que, en fin, les ha permitido poner un nombre claro y distinto sobre sus frentes, que es lo mismo que haberles otorgado un   —460→   título de dignidad y distinción entre lo anónimo y sobre lo zoológico y lo material que pretenden aniquilar al hombre a cada paso.

Pertenecer a una familia, o sea conceder a alguien el derecho de filiación, mirando la cosa por el lado activo, equivale a decir adiós a la zoología y a ingresar en la Historia; equivale a abandonar el dominio cósmico indiferenciado y situarse en el orden humano ungido con el donativo sobrehumano del amor; equivale a pasar del reino subalterno de la tiniebla biológica a la claridad magnificada de la biografía, capaz de autoedificarse con las fuerzas éticas y religiosas. Y, en el caso del primitivo habitante de América, aquello significó el paso definitivo del reino de la sombra a la luz de la Gracia, al salto del oscuro anhelo insatisfecho, a la digna satisfacción de los ideales más altos, al descubrimiento de Dios, que fue la máxima revelación operada en el alma de los americanos, al filo del descubrimiento cumplido por Cristóbal Colón.



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ArribaAbajo Y, ahora, con la esclavitud

Como prólogo de esta tremebunda cuestión citaré las palabras que el escritor alemán, Ernest Samhaber, consigna en su libro Sudamérica, palabras estrictamente com probadas por cifras que no pueden ser incluidas aquí. Dicen así:

«La trata es factor determinante en la historia del siglo XVIII. Ella cuaja los fundamentos de la hegemonía universal inglesa y mantiene sus quillas, sobre el mar que ella rige, en mayor medida que los gloriosos dechados de heroísmo como la muerte del general Wolfe, por bizarría, frente a la canadiense fortaleza de Quebec, francesa hasta entonces, durante la Guerra de los Siete Años; en mayor medida que la resistencia indomable de la guarnición de Gibraltar durante la guerra norteamericana de la Independencia; en mayor medida que el estruendo triunfal de Clive de la India en Plassey, vencedor de un ejército que por el número le desbordaba. Todas las colonias del orbe, la argéntea sangría del fabuloso Cerro y de las vetas mexicanas de la América Española, los cargamentos de oro, los fardos de diamantes del Brasil   —462→   quimérico, el tráfico del Oriente remoto con sus especias y sus aromas y sus brocados, representan ganancia menor que la trata de negros, con el comercio del ébano de África. La potencia de la Europa del siglo XVIII se nutre así, en proporción enorme, de cruentos raudales, de indecible miseria, de humano clamor al cielo inclemente».



Y luego de estas palabras, citaré las de José Antonio Sacco, al comienzo de su libro La Esclavitud de los Indios en el Nuevo Mundo, libro romántico en que el escritor cubano, las más de las veces, se limita a repetir las hiperbólicas aseveraciones de Fray Bartolomé de Las Casas. Tales palabras dicen así:

«El indígena del Nuevo Mundo, sin saber que hubiese esclavos en el Viejo Continente, pues que ignoraba su existencia, esclavizó al indio su semejante».



Y después de aseveración tan seria y general, demuestra lo que ocurría en el mundo precolombino, región a región de Centro, Norte y Sudamérica: Darién, Nicaragua, Honduras o Hiburas, reino Quiché o Guatemala, Ciapa; luego enumera los reinos de Cumaná y Venezuela donde los caribes adquirían esclavos de varios modos, incluyendo el trueque de ellos por oro bruto; después vienen México y sus diversos pueblos; cita en seguida lo que se llamó después Nueva Granada y, finalmente el Perú. Al recordar al Perú lo hace con los siguientes términos:

«Si de Nueva España (antiguo Anáhuac, hoy México) pasamos a países más meridionales, damos con el Perú, que en grandeza y civilización fue superior a México; pero, así como en éste encontraron los españoles establecida la esclavitud de los indios, así también en aquel». Señala las razones por las que en el Perú debía ser mínima o nula la esclavitud, pero agrega después: «Sin embargo, aunque en casos de rebelión hubo veces en que exterminaron a todos los hombres, otras redujeron los rebeldes a perpetua servidumbre, y de aquí nació aquella raza de esclavos por origen, pertenecientes a la   —463→   Corona, llamados yanaconas, y que vestían de un modo diferente al de la gente libre».



Pero no solamente se esclavizaba al negro y al americano, sino que revocando o refutando la teoría cuya vigencia se hizo ya sentir entonces -teoría según la cual no podían ser esclavizados sino los cautivos no cristianos tomados en guerra justa- algunos europeos se daban a la tarea de esclavizar a hombres blancos y en el mismo continente europeo. Tal fue el caso de Holanda, tierra de la libertad de conciencia, lugar de refugio de todos los espíritus perseguidos por la intolerancia católica, pues de la protestante no se habla; Holanda, repito, tierra de la libertad, hasta entrado el siglo XVIII presenciaba escenas de cacería humana destinada a incrementar la población de las colonias inglesas y holandesas de ultramar. Traeré aquí las palabras de un historiador y no de los menos hispanófobo, por cierto, el abate Raynal, quien en mitad del siglo de las luces escribe en su Histoire Philosophique et Politique des Etablissements et du Conzeroe dans les Deux Indes:

«Esta especie de esclavitud dura más o menos tiempo, pero no puede pasar de ocho años. Si entre estos emigrantes se hallan niños, su servidumbre sólo debe durar hasta la mayor edad, 21 años para los varones y 18 para las hembras. Ninguno de estos siervos tiene el derecho de casarse sin el consentimiento de su amo, que pone al darlo el precio que le parece... este comercio lo ejercen unos bandidos salidos de las marismas de Holanda... que se dispersan por el Palatinado, Suabia y los cantones más poblados o menos felices de Alemania... y los entregan a negociantes de Amsterdam y Roterdam, a su vez sobornados por las compañías pobladoras de las colonias... Así se venden familias enteras, sin saberlo, a dueños lejanos que les preparan condiciones tanto más duras cuanto que el hambre y la necesidad no las permitan rehusarlas».

Y qué mejor testimonio que el del mismo General Miranda, quien compró también un esclavo blanco, como cuenta en la nota que el 17 de enero de 1784 anotó en su Diario:

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«El criado que traje conmigo desde Philadelphia se me huió pocos días después de mi arrivo; le avía comprado a bordo de una embarcación Irlandeza, que trajo una cargazón de más de 300 esclavos entre mugeres y hombres, por el precio de 10 guineas en Philadelphia obligado a servirme dos años y medio; era nacido en Escocia, y tendría 16 años de edad, su nombre John Dean, parecióme honesto y sin malicia, pero el sujeto probó lo contrario».



Si hasta un libertador americano y soldado de la libertad en Europa compró un esclavo blanco a finales del siglo XVIII, sin que eso haya afectado en lo mínimo a su delicadeza humana e ideológica, ¿cuántos crímenes se habrán cometido durante los dos siglos anteriores, tan rudos y llenos de temperamentos fuertes, siglos en los que la voluntad de poderío no reconoció otro límite que el material del mundo? Sensiblerías aparte, debemos reconocer que la esclavitud constituyó el hecho corriente y moliente de una etapa en que se fraguó la masa para la economía capitalista, etapa en la que los fines se sobreponían a todo y en la que los sistemas tenían que plegarse y suavizarse en la mano férrea del político, del aventurero, del colonizador. Hechos que a nuestra delicadeza moral y a nuestro clima político resulta abominables, pasaban entonces sin marcar preocupación en el contorno: se sucedían a diario y a diario eran empleados en el logro de aspiraciones utilitarias. Salvo el de los teólogos y juristas españoles, apoyados con argumentos de hecho por los misioneros del Nuevo Mundo, salvo el de uno que otro pastor protestante de las colonias norteamericanas, la historia no ha recogido los nombres de defensores de la humanidad sino en el siglo XVIII. Antes de esta centuria y desde el Renacimiento Italiano, ni los tratadistas del Derecho de Gentes hicieron reparos formales a la esclavitud.

Respecto de esta terrible institución aún hay mucho que decir y se dirá cuando llegue la hora. En estas páginas adelanto lo necesario al planteamiento hecho más arriba, o sea algo relacionado con el gran asunto de la cristianización del Nuevo Mundo. Para lo cual recordaré   —465→   algunos sucesos como los siguientes: la esclavitud, como producto económico, ha asomado con frecuencia en la Historia; y en su aspecto de saldo fatal de la expansión política o del suceso bélico, ha llegado a tener diversas fuentes de origen o diversos puntos de partida. Por otra parte, hacia los comienzos de la edad moderna, la actitud europea con respecto a esta institución llegó a un cierto acuerdo tácito, en lo relativo al hecho de quienes podían ser reducidos a esclavitud. Las guerras defensivas del Continente y las guerras de salvación religiosa -Reconquista, Cruzada, etc.- fueron el principio lógico de donde derivó tal acuerdo.

Se decía entonces y se tuvo por establecido entre príncipes y gobiernos, que no era lícito ni permisible hacer esclavos entre cristianos, por más crueles que llega ran a ser las guerras entre ellos; y por más a discreción del vencedor que quedara el vencido. Una oscura y siempre latente oposición entre Europa y los demás Continentes -entre los que se defendieron durante siglos y los agresores seculares también- hizo que en el fondo del pensamiento político de los europeos el esclavismo demorase y se retrasara a la evolución general del Derecho; y, además, permitió que superase el afinamiento moral y a la sensibilidad interhumana siempre creciente en la Historia Occidental. Mas, desde la Cruzada y desde la resistencia dura a las últimas invasiones asiáticas, el enemigo capital fue el mahometano infiel, sin que nadie se parase a considerar en su origen árabe; turco o berberisco; y con tal de que fuera oscuro, amarillo o negro su color. Esto indicaba que el hombre blanco parecía haber quedado definitivamente libre ante el hombre blanco; la vida europea posterior, en nuestros mismos días, se ha encargado de enseñarnos que esto no ha sido así.

Sólo el otro, el hombre cuya calidad racial era considerada extraña, seguía siendo esclavizado, pero dentro de ciertas condiciones que la trata de negros venía a echar por tierra en el siglo XVIII y un poco antes; dichas condiciones eran: que el esclavizable fuese infiel y, además, derrotado en guerra calificada previamente de justa. Problema tremendo para la actual comprensión   —466→   de la vida humana; pero las cosas ocurrieron así y no podemos deformarlas: parece que desde el siglo XIII hasta el siglo XVI, Europa maduró para esta concepción que, bien mirada, fue un poco superior a la que los traficantes del ébano establecieron después. Sin embargo, y suceso no muy raro en la Historia: como he recordado ya, aquellos siglos demostraron al mismo tiempo una formidable hombredad entendida al filo de la fuerza, de la robustez física, de la imposición del temperamento duro. Y como consecuencia, repetiré lo dicho sin incurrir en exageración, los siglos XVI y XVII fueron los más duros de la vida occidental; pues del modo como en arte se sobreponían los titanes de la concepción o de la obra realizada, en el mundo físico se imponía lo más recio y en el orden sicológico sobresalía y trataba de adueñarse del terreno la fortaleza, la inclemencia y el frío, calculado e insobornable interés egoísta. Basta recordar que en el cielo político de esos siglos y, hasta mucho después; lucieron dos astros de primera magnitud, un secretario y un cardenal, a quienes los avisados tuvieron por altos modelos de conducta pública y social: Maquiavelo y Richelieu.

Pues bien, el Descubrimiento de América y la reducción de sus pobladores a nuevas formas de existencia rural o urbana y a nuevas reglamentaciones de trabajo, ocurrieron en tiempos en los que la sensiblería política o la gazmoñería pseudo moral de los regionalistas y de los románticos no había asomado aún. Aquellos tiempos fueron duros, modelados por la mano firme y huesuda de los caracteres dominadores en que abundó, para colmo, el Renacimiento. Una vez vista la empresa o soñada la aventura o tomada la resolución, las cosas debían someterse, los elementos humillarse, los acontecimientos plasmarse en el molde volitivo de aquellos aventureros, navegantes, condotieros, adelantados, caudillos... Y sin embargo, en América la aventura no solamente llegó a término, como en otros lugares, sino que, además, transportó, irrompiblemente unido a ella, un signo preciso, una marca de origen que patentizaba la acción con su fuego doctrinario, prestándola un color inconfundible. Y   —467→   en esto fincó la originalidad de la conquista y la penetración española en América: en el categórico signo antiesclavista marcado sobre ella por los Reyes y por los frailes, no obstante sentir en contra un pesado conjunto de razones y motivos, tolerables en ese entonces, que pudieron ser y, de hecho, fueron puestos en actividad a fin de contrarrestar la voluntad real y religiosa.

Mas la empresa estuvo concebida de tal modo que, por extrañas que hubieran sido las ideas de Colón y por atractivo que se presentara el empeño de hallar camino para el comercio con Oriente, marchando por Occidente, los sucesos acabaron por doblarse en manos de la Reina Isabel la Católica y por humanizarse en la intención original de los misioneros; tanto que, sólo por excepción, en un panorama inconmensurable donde se suscitaron luchas y reacciones crueles entre invasores y defensores de su tierra, y sólo como legítima defensa, fue permitido ocasionalmente esclavizar en las Antillas a los caribes, en algunas regiones de México o en las horas más duras de la conquista de Chile, luego de feroces contiendas donde los americanos ponían en peligro de extinción total la empresa expedicionaria de los europeos.

A consentir en ello se veía forzado precariamente el Monarca, muy a su pesar, viendo en esta actividad inhumana una medida política de salvación in extremis, y levantando con ello el tumulto doctrinal de los intelectuales de España -siempre fue Salamanca el vigía apostado en la antena mayor- o de los religiosos misioneros en el Nuevo Mundo. Citaré el asombro producido en la Corte con motivo de los primeros esclavos enviados por mandato de Colón desde las Antillas a España a que fuesen distribuídos o vendidos. El Rey Fernando dudó, consintió, pero al siguiente día ordenó la inmediata devolución de los mismos y, sin disimular enojo, hizo notar que tales hambres estaban destinados al servicio de Cristo y no a la feria impía de los esclavos. Solórzano Pereyra en su Política Indiana, narra así el hecho:

«...lo mucho que los Reyes Católicos sintieron, y extrañaron, que Cristóbal Colón hubiese enviado a España en los primeros descubrimientos trescientos indios,   —468→   que sacó de la Isla Española, para que acá se repartiesen como esclavos entre sus parientes, y amigos, y que los mandaran volver a su costa, y que fueran puestos en libertad, so pena de muerte».



Y un poco más allá agrega:

«Los que en verdad fueron esclavizados se decía lo fueron por ser sumamente fieros, y bárbaros, y que comían carne humana, o nos habían ocasionado justo motivo para poder castigarlos: todavía aún esto se mandó cesar, y revocar, teniéndose por más justo, que todos indistintamente fuesen puestos en libertad».



La tesis antiesclavista hace aparición en el Condicilo de la Reina Isabel, uno de cuyos acápites, el XII, dice así:

«Item por quanta al tiempo que nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas e tierras firmes del mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fue al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI de buena memoria, que nos fizo la dicha concesión y de procurar inducir y traer los pueblos dellas a los convertir a nuestra Santa Fe Católica, y enviar a las dichas islas e tierra firme del Mar Océano Prelados e Religiosos e Clérigos y otras personas doctas y temerosas de Dios, para instruir los vecinos e moradores dellas en la Fe Católica, e les enseñar e dotar doctrinar buenas costumbres, e poner en ello la diligencia debida, según como más largamente en las letras de la dicha concesión se contiene. Por ende suplico al Rey mi Señor mui afectuosamente, e encargo e mando a la dicha Princesa mi hija e al dicho Príncipe su marido, que así lo hagan e cumplan, e que este sea su principal fin, e que en ello pongan mucha diligencia, y non consientan ni den lugar que los indios vecinos e moradores de las dichas Indias e tierra firme, ganadas e por ganar, rescivan agravio en sus personas e bienes; mas mando que sean bien e justamente tratados. Y si algún agravio han recibido lo remedien e provean, por manera que no exceda en cosa alguna lo que en las Letras Apostólicas de la dicha concesión nos es inyungido e mandado».



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Después de esta imperial ordenanza, irrevocada y sancionada con la muerte de la Reina, los Monarcas siguieron sus pasos. Fernando, Carlos V, Felipe II, se ocuparon atentamente con la solución del problema que surgía con pertinacia y, hasta, con necesidad económica, por varias partes simultáneamente o aquí y allí de manera sucesiva. Las Nuevas Leyes que contienen organizado el cuerpo de doctrina y de preceptos emanados durante la primera cincuentena del reinado de los Monarcas españoles en América, las Nuevas Leyes de 1542, expedidas y sancionadas por Carlos V, en contra de encomenderos y esclavizadores y pedidas insistentemente por los frailes misioneros, tienen con respecto a la esclavitud disposiciones como ésta:

«Item, ordenamos, y mandamos, que de aquí en adelante por ninguna causa de guerra, ni otra alguna, aunque sea só título de rebelión, ni por rescate, ni de otra manera, no se pueda hacer esclavo de Indio alguno. Y queremos, y mandamos, que sean tratados como vasallos nuestros de la Corona de Castilla, pues lo son».



En la carta con que se envían las Nuevas Leyes a México, el Monarca es más explícito aún:

«Que las Audiencias de Indios, llamadas las partes, sin tela de juicio, sumaria, y brevemente, sola la verdad sabida pongan en libertad a los Indios, que se hubiesen hecho esclavos, contra razón, y derecho, y contra las provisciones, e instrucciones por Nos dadas, si las personas que los tienen por esclavos, no mostrasen incontinenti título de como los tienen, y poseen legítimamente, sin esperar más probanzas, ni haber otros más títulos, y sin embargo de cualquier posesión que haya de servidumbre, ni que estén errados, aunque no se pruebe por los Indios cosa alguna, y tengan carta de compra, u otros títulos poseedores de ellos: porque estos tales por la presumpción, que tienen de la libertad en su favor, son libres como vasallos nuestros».





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ArribaAbajo La solución, en el punto medio

Repito, ahora, la pregunta categórica: ¿a quiénes se podía esclavizar? Y también repito la respuesta categórica: a los infieles capturados en una guerra calificada previamente de justa. Pero esta misma pregunta, al ser hecha en América, no obtuvo ya una respuesta paladina; en lugar de ella se presentaron dos posibilidades, cada una con defensores teóricos y de hecho. La primera: el vencido, en virtud de las modalidades de su cultura primitiva y de la ingenuidad de su carácter, no debía quedar abandonado a su propio arbitrio ni al curso de sus propias instituciones y costumbres, pues así no se cristalizaría, ni se salvaría. Los colonizadores agrícolas, los que necesitaban de brazos, de trabajo y de elementos de nueva producción, se acogían a este argumento doctrinario; pero en el fondo veían la verdad del asunto en su justo sitio, y algunas veces así le llegaron a decir al Rey: si nos privan del brazo trabajador, si nos quitan los cultivadores del campo, abandonamos el Nuevo Mundo y dejamos la empresa española en la estacada.

  —471→  

La segunda respuesta, en cambio, se polarizaba a la anterior con toda robustez: el vencido no debe ser esclavizado porque los Reyes, los teólogos y los misioneros encontraban inicuo tal procedimiento. El americano, aun cuando no era cristiano de hecho, estaba en potencia de serlo, por tanto no era infiel y, por ende, no era esclavizable. Felipe II lo comprendió así, y lo dijo en la Real Cédula enviada en 1570 sobre el asunto:

«Como tenéis entendido, Nos tenemos mandado que no se hagan esclavos ningunos Indios en sus tierras ni por ninguna vía; y así no habemos de permitir, ni dar lugar a que Indios algunos lo sean; sino libres, aunque de otra demarcación. Y estaréis advertidos que si los Moros, que son de su naturaleza Moros, vinieren a dogmatizar su secta Mahomética, o a hacer guerra a vosotros, o a los Indios, que están a Nos sujetos, o a Nuestro Real Servicio, los podéis hacer esclavos. Mas a los que fueren indios, y hubieren tomado la secta de Mahoma, no los haréis esclavos por ninguna vía, ni manera que sea; sino procuraréis hacerlos convertir, y persuadir por buenos, y lícitos medios a nuestra Santa Fe Católica».


El trabajador de la tierra y el colonizador agrario, poco duchos en distinciones dialécticas, hombres de su época, duros y batalladores, al caminar por las sendas que iban abriendo con su mano en el Nuevo Mundo y al chocar con las resistencias humanas y geográficas, no previstas por la doctrina humanitaria oficialmente sostenida desde España y mantenida en América por los Misioneros, tendían a subordinar y de hecho subordinaban al vendido a los intereses económicos personales. Esto nos deja ver que si la aventura española del Descubrimiento y penetración fue una aventura soñada, fue también un sueño como el del Segismundo calderoniano, asentado en una irrecusable dosis de realidad. Y aquí surgió una dramática dualidad entre los hechos, llamados necesidades, y las doctrinas tenidas por nobles ideales. La tendencia a esclavizar y el hecho esclavista surgían por todas partes, mientras la tendencia humanitaria les cerraba el paso en donde surgían, pues la mano del Monarca asomaba donde quiera se violaban sus mandatos   —472→   y su nave seguía el índice apuntado por los ideales. Planteada la disyuntiva debió venir, por fuerza, la solución, porque históricamente hombres y pueblos no viven en el filo de la navaja, y porque la Historia no es el dominio de las expectativas ni de los puntos suspensivos. Pero también es cierto que en las situaciones de balanceo y disyuntiva las respuestas no van por ninguno de los extremos y es frecuente ver que, de hecho, hallan un camino más o menos equidistante de los términos en pugna.

Y esto sucedió, en efecto: los americanos sojuzgados por los españoles no iban a quedar libres como los hidalgos, ni esclavizados como los fieles sometidos en guerra justa. Los americanos, en lo que miraba al orden administrativo y económico fueron repartidos o encomendados: es decir que se les siguió mirando en su propio ser personal y respetándoles como seres capaces y responsables, aun cuando sus atribuciones se atenuaron relativamente al servicio del Estado y de los intereses económicos de la nueva producción y del productor. Sin embargo, en el orden ético no hubo transigencia: a pesar de todo, el Rey y el Misionero no vieron en ellos sino vasallos de la Corona, conservados en el plano correspondiente y consideradas como personas libres.

Esta doble postura merece atención seria, pues la imposibilidad de comprenderla en que se halló el liberalismo del siglo XIX, ha creado en torno de aquella dualidad dificultades críticas dignas de superarse ya. En efecto, el liberalismo romántico y racionalista, cuya actitud capital consistió en confundir la libertad, toda la completa y extensa libertad humana, con las dimensiones de un lado de ella, es decir con la libertad política, anduvo lejos de penetrar en el sentido de una institución y en los meandros de una realidad que creaban un tipo especial de servicios personales pagaderos al fisco en persona de un concesionario y que se llegó a denominar con una palabra bastante inadecuada: repartimiento. Si el lector desea orientarse a fondo en este problema, debe leer los trabajos del historiador mexicano Silvio Zavala, en especial su libro documentado y crítico donde agota   —473→   el tema: La Encomienda Indiana. Aquí es muy oportuno recordar la definición que de la encomienda trae Solórzano Pereyra en su Política Indiana; definición que si bien no puede aplicarse a la primitiva manera del repartimiento antillano, engloba a la que después fue adquiriendo en México, Perú, Nueva Granada, Chile, etc. El texto de Solórzano dice así:

«Un derecho concedido por merced Real a los beneméritos de las Indias para recibir y cobrar para sí los tributos de los indios, que se les encomendaren por su vida y la de un heredero conforme a la ley de la sucesión, con cargo de cuidar del bien de los indios en lo espiritual y temporal, y de habitar y defender las provincias donde fueren encomendados, y hacer de cumplir todo esto, homenaje o juramento particular».


(Vol. III y cap. III.)                


Los historiadores europeos y americanos del siglo pasado, salvo contadas excepciones, y muchos historiadores del presente siglo, que aun piensan como aquellos, no aciertan a comprender cómo una persona libre puede seguir siéndolo sin vivir bajo normas políticas que no san las que nosotros profesamos. A todo trapo se ha enseñado en los manuales corrientes de Historia que fue la Revolución Francesa la inventora de la libertad, o poco menos, y por eso tales escritores piensan, como la mayoría, de buena fe, que no hay libertad sin liberalismo o sin constitucionalismo, y olvidan, cuando no ignoran que el accidente político y cualquier capítulo de la evolución política son transitorios en la Historia, mientras a ésta, como al hombre mismo, le conviene en esencia, es decir permanentemente, la natural libertad ética de la persona. Y esto, que ahora resulta más fácil comprender, hace años y en el siglo anterior más todavía, no era perceptible porque se hizo coincidir toda la libertad con la libertad política. Por otra parte es una cuestión incomprobable la de asegurar que sólo el ciudadano del Estado democrático es el único ser libre de la Historia. Bajo un régimen autocrático o aristocrático se puede ser igualmente libre que bajo un sistema democrático. ¿La prueba? Muy simple: la inmensa capacidad creativa que el   —474→   espíritu humano ha ejercido siempre, la potencia de autoedificación mostrada por las biografías excelsas, las faenas históricas debidamente realizadas...

Vuelvo ahora, al repartimiento o encomienda. Fue la solución intermedia, pero no del agrado de los misioneros y doctrinarios juristas o teólogos, por más que pretendiera liquidar una grave situación surgida en el transcurso de los acontecimientos imprevisibles. Los moralistas, se sintieron, pues, defraudados y llegaron a extremos tales como negar la absolución aún en artículo de muerte a los encomenderos antillanos. Los hechos de las islas del Caribe acabaron dando la razón a los frailes y el Rey modificó la institución de manera que, al pasar a tierra firme, fue otra muy distinta la que se implantó en México y en Centroamérica. Ahora bien, la contrapartida positiva del asunto es innegable: en poquísimos años las Antillas entraron en una prosperidad económica agraria de formidables consecuencias para la Historia de América. Por tanto, la solución planeada no fue tal. Los sucesos de las Antillas, determinaron que las encomiendas fuesen limitadas, suprimidas, condenadas. Pero de modo pareja los éxitos económicos y las nuevas urgencias de la vida que se extendía prodigiosamente, hacían que de nuevo fuesen establecidas, modificadas, adaptadas a las exigencias doctrinarias.

La concatenación habría seguido sin término a no ser por el conjunto de mentalidades agrupadas en torno del tema y por el sistema de Leyes conseguido al fin de una contienda, mucho más complicada y ardua de lo que generalmente se supone. Pero si de un lado militaba el sentimiento misional y el sentido ético del espíritu español, de otro ponderaban con igual gravedad las necesidades económicas de la conquista y el ánimo emprendedor de buen número de esos mismos españoles -aun cuando dicho sea de paso, estas necesidades no lograron alterar la escala de valores vigentes en esos años. También se debe tomar en cuenta un hecho de grandes dimensiones sicológicas: los primeros ensayos de verterse Europa sobre el mundo en forma política y de envergadura, los realizaba España más que Portugal, y ningún   —475→   otro Estado del Viejo Continente acumulaba aún esa experiencia que más de siglo y medio después llegó a denominarse política colonial; experiencia en cuyo seno y bajo un enorme artilugio económico, aparato más peligroso que el caballo de Troya, experiencia en cuya seno, repito, se han alojado a lo largo de tres o cuatro siglos mayores montañas de iniquidades e inhumanidad que las atribuidas a los conquistadores españoles, tan sinceros y tan humanos.

Desde luego no pretendo escamotear ingenuamente el dolor desatado por los repartimientos o encomiendas y acrecentado tanto por la codicia humana como por la falta de experiencia que dejo anotada. Pero sí aseguro que el crítico o el historiador debe tener en cuenta los principios y los acontecimientos, los ideales y las codicias, a fin de echar en el debe de cada cual lo que le compete. Hay, pues, que distinguir entre las pasiones humanas negativas y la solución doctrinaria, entre el orden legal y las necesidades impositivas o inesquivables: es decir, hay que mirar los dos extremos de la contienda, en medio de las terribles penalidades que uno y otro tuvieron que afrontar. Porque si un ideal es siempre un oro que se prueba en los crisoles, también un sistema económico es y ha sido susceptible de sufrir dolores y torturas. En seguida, es preciso tener a la vista otros ingredientes históricos, como son: la previsión muy limitada de hechos nuevos, la inadaptada manera de proceder con lo desconocido o desacostumbrado, el mundo diferente y deslumbrador, lleno de ilusiones y de fábulas que llevaba el europeo en la mente, el mundo real que encontró, sin fábulas y con tremendas penalidades, la justicia del gobernante, la calidad del encomendero y, lo que resulta más grave, la imposibilidad de evitar choques o encuentros que, reiteradamente, habían de producirse en los momentos precisos en que tanto vencedores como vencidos reacomodaban su existencia, es decir su experiencia y su conducta, a un ritmo de vida desconocido para ambos.

Dos regímenes opuestos, al enfrentarse, si en ambos había decisión de seguir viviendo, no podían soldarse de   —476→   manera cómoda. Olvidar esta resolución de ambas partes, ha causado lamentables confusiones. Pero aún hay más: al hablar de la penetración española en América se debe pensar que, dado el impulso histórico adquirido por los conquistadores en ese entonces, la empresa no fue únicamente el hecho del que se debían deducir tales o cuales derechos, como llegó a ser después la regla general en todos los imperios levantados a la zaga del Imperio español. El aspecto doctrinario que presidió la organización hispánica en las tierras del Nuevo Mundo, obliga a la buena crítica histórica a mirar la penetración de los peninsulares y a situarla en región aparte, por más elementos negativos que haya arrastrado y por más semejanzas que se encuentren entre ella y los métodos de conquistar y colonizar puestos en vigencia por otros Estados europeos.

Gracias a la presencia dominadora de este elemento doctrinal, surgió en el seno del Imperio español, antes que en ninguna parte, un estilo especial de crítica, la autocrítica histórica-institucional, no desplegada entre los elementos adversos al régimen, como sería de suponer, porque entonces todos conformaban una inmensa unidad orgánica. Este suceso humano y ejemplarizador de alta crítica, de sincera autocrítica, ¿se repitió en otras latitudes morales o políticas? La primera pregunta de los teólogos salmantinos fue ésta: ¿son justas las guerras de conquista en América? Y contestaron, todos, que no. Luego después agregaron otra más peliaguda: ¿las Bulas Pontificias son título suficiente? Y después de estudiar lo que largamente se había practicado en Europa, de dar valor a la jurisprudencia establecida, anotan las diferencias de las decisiones Pontificias ante otros casos y las peculiaridades del caso americano, para, al fin, contestar que no. Las razones de la penetración en el Nuevo Mundo, se entienden en forma pacífica, son para los teólogos otras muy modernas y distintas de las usuales entonces: la universalización del Derecho, la libertad de comerciar, la necesidad de evangelizar persuasivamente, es decir, humanamente a los idólatras, etc.

  —477→  

El historiador americano Lewis Hanke, ya recordado más de una vez en estas páginas, en su libro Las Teorías Políticas de Bartolomé de Las Casas, escribe el siguiente juicio respaldado por su inmensa versación sobre el tema:

«El descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo por gente tan dada a la legalidad como los españoles, fue una buena fortuna para los estudiosos de la teoría política. Nunca se había visto tanta reunión de autoridades ni tal multiplicidad de citas de todos los escritores venerables, como hasta entonces. A pesar de que el empuje de los europeos había creado en los siglos subsiguientes situaciones parecidas en todas partes del mundo, el medio intelectual había cambiado y no se promovieron tales discusiones político-teológicas».


Y al final de su libro capital, La Lucha por la Justicia en la Conquista de América, escribe estas palabras:

«No obstante, sean cuales fueren los medios desarrollados por los hombres para destruir a sus semejantes, los problemas reales que existen entre las naciones no pertenecen al dominio de la mecánica. Están en un campo más delicado, el de las relaciones humanas. Algunos españoles, hace ya mucho tiempo, vieron esta verdad, que toda el mundo debe comprender hoy si ha de sobrebrevivir. Los métodos específicos empleados por los españoles para aplicar sus teorías elaboradas en el siglo XVI están hoy tan anticuados como las flechas envenenadas que los indios tiraban a los conquistadores, pero las ideas y los ideales que algunos españoles trataron de llevar a la práctica al penetrar en el Nuevo Mundo para colonizarlo, nunca perderán su brillo mientras los hombres crean que los otros pueblos tienen derecho a la vida, que hay métodos justos a los que puedan ceñirse las relaciones entre los pueblos y que, en esencia, todos los pueblos del mundo están constituídos por hombres».


Por último, no dejaré el tema sin anotar otra dimensión del mismo. En la América hispana, el repartimiento, como solución intermedia entre los dos extremos que dejo anotados, no fue solamente un medio económico, social o político, según querían muchos, o como algunos   —478→   historiadores lo han interpretado. No. Estuvo lleno del espíritu misional que soplaba el ánimo español, fue una auxiliar en la faena religiosa de hacer hombres a los idólatras y, por consiguiente, planteaba casos de conciencia en todas partes. Desde Salamanca advertía al Padre Vitoria:

«La faena del teólogo en el Nuevo Mundo es una faena que ha de acompañar al gobernante, al juez, al encomendero, al plantador».


Los colonos de la Florida solicitaron que haya teólogos entre los miembros de los tribunales, a fin de que les resolviesen los casos de conciencia. Las Audiencias pensaron seriamente y muchas veces que entre los jueces deberían tomar, asiento dos o tres teólogos. Y el Virrey Toledo, cuando surgió el problema de las plantaciones de coca, recibió una petición en la que ambas partes interesadas se ponían de acuerdo al demandar un teólogo o un Oidor que viesen las cosas con sus ojos y sobre el terreno. Estos casos se dieron solamente porque todos tenían conciencia del predominio de lo ético sobre lo político y lo económico, porque no se había operado entonces la lamentable transvaloración de los valores que hoy nos hace llamar para todo al técnico acostumbrado ya a confundir al hombre con las máquinas y a los problemas de la vida humana con las tablas estadísticas.

No hubo esclavitud del americano en los dominios de España, no pudo haberla institucionalmente y sólo de modo transitorio, en raros casos, se la toleró como estrategia de defensa y remedio a grandes males. Y sucedió así porque la fuente de donde manaban las instituciones jurídicas no se había enturbiado todavía. El español vio con claridad intuitiva lo mismo que en nuestros días ha visto Simona Weil:

«La esclavitud es el trabajo sin luz de eternidad, sin poesía, sin religión. Que la luz eterna dé, no una razón para vivir y trabajar, sino plenitud que haga superflua a la búsqueda de esta razón».


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Cuando sea del caso me detendré a demostrar cómo la poesía de la devoción popular circuyó con un halo infrangible el alma de los americanos y de los mestizos, que el trabajo de ellos llegó a transformarse en poemas de piedra y luz, que su razón de vivir no fue solamente la ganancia o la obligación, pues a falta de una razón superior de existencia, que sí existió entonces en el Nuevo Mundo, también se anotaría lo que la misma escritora añade:

«A falta de ella -de tal razón- los únicos estimulantes son la obligación y la ganancia. La obligación es la opresión del pueblo. La ganancia es la corrupción del pueblo».




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ArribaAbajo El donativo del ideal abstracto

En quinto lugar, dentro de estas reflexiones, figura el esfuerzo de los misioneros y de los adelantados evangelizadores por donar al primitivo habitante de América un lote de ideas abstractas con qué moverse en las altas regiones de la teología y de la filosofía. Con motivo del paso del espíritu mágico al pensamiento dialéctico, anoté ya el inmenso valor de este aporte europeo al fondo cultural americano y a la configuración de nuestra fisonomía y mentalidad. Pero en el campo religioso surgió un aspecto más preciso del mismo problema: o sea, la necesidad de que cada palabra que expresaba un pensamiento no fuera estropeada con sentidos incorrectos. Es decir, surgió el problema lingüístico como un asunto complementario del problema mental. ¿Podía el pensamiento abstracto, en campos de suyos difíciles, como son la filosofía y la teología, llegar en debida forma a un medio cultural donde nunca fue cultivado? Porque el asunto era éste: no se trató de traducir términos de un idioma a otro que los tuviera equivalentes. La cosa era muchísimo más complicada: en el segundo idioma, en el americano, por desarrollado que lo supusieran algunos, no   —481→   existían términos equivalentes ni siquiera giros idiomáticos, metafóricos o circunloquios eufemísticos para contener el jugo que en él se trataba de verter. Hoy mismo, no obstante la inmensa intercomunicación intelectual, es muy difícil traducir de un idioma culto a otro la esencia de los conceptos filosóficos. El español y el francés dejan introducidos muchísimos términos de la filosofía alemana actual.

Resulta incuestionable, para quienes hayan observado los aspectos evolutivos del espíritu humano, y meditado un poco en ellos, la inmensa distancia medianera entre las formas concretas y primitivas, y las maneras universales y evolucionadas de pensar; aquellas; movidas por el resorte poético de la metáfora; éstas, ceñidas por el resplandor fijo y filosófico del concepto. Por lo mismo, teniendo en cuenta esta realidad, ¿el primitivo de América lograría adecuar su comprensión al léxico desconocido en que los misioneros le ofrecían cuestiones y temas abstractos, más lejanos y desconocidos todavía? De otro lado, la inteligencia más propensa a captar lo adjetiva y colorista, como es toda mente; primitiva, forja idiomas adecuados a tal fin primordial y, como consecuencia de ello, los idiomas de los pueblos prehispánicos no fueron adecuados instrumentos para un género de pensamientos diverso del usual: fueron vehículos simples, destinados a expresar cosas concretas y elementales.

He aquí, sin duda, la primera impresión de los misioneros: el habla primitiva, en el grado de desarrolla lingüístico y mental en que se encontraba, no conseguía alojar la hondura del pensamiento abstracto y, por tanto, la hondura de la enseñanza evangélica general, de la enseñanza del dogma y de las ideas filosóficas imprescindibles sobre las que se asienta el cristianismo; en consecuencia, tales ideas, se dijo, deben ser impartidas en el idioma propio de los misioneros. Pero tal método creaba una distancia más entre los recién descubiertos y los evangelizadores y la enseñanza de primera hora, demostró este lado débil: el neófito no comprendió o comprendía a medias disminuyendo, alterando o trastrocando el valor íntimo de las ideas divulgadas con la mayor sencillez   —482→   posible, pero remotas aún de los confines psíquicos precisos y, se puede asegurar, estrechos dentro de los que se mueve el alma mágica. Los bautizados eran muchísimos en los días inmediatos a los primeros descubrimientos en la tierra firme, pero los cristianos cabales y practicantes constituyeron una suma minoritaria. El optimismo de aquellos, tempranero y primaveral, se otoñaba apenas brotaban las primeras flores.

¿En dónde hallar el remedio? La preocupación se extendió de América a España, pero la respuesta adecuada se buscó en el único lugar adecuado: en los hechos. He recordado ya abundantemente la altísima calidad ética e intelectual de los primeros frailes llegados a las Antillas y al Continente, sobre todo dominicos y franciscanos. Sin teoría, sin mayores experiencias, pues solamente después; pero muchísimo después, asomaron los libros profanos y especializados de lo que hoy llamamos sociología religiosa, etnología comparada, lingüística, etc., sin teorías, repito, mas con su instinto humanista y muy acentuado por los estudios clásicos tan de moda entonces, aquellos misioneros que, además, fueron estupendos conocedores de almas, hallaron el remedio en la fuente del mal. Ahondaron en las posibilidades anímicas del americano y en las posibilidades expresivas de sus lenguajes, y tras un duro investigar y un aprendizaje posible en aquellos días de tanta afición por lo extraño, dedujeron que el cristianismo tenía que verterse en la comprensión y en la expresión peculiar de los neófitos.

Dice el Padre José de Acosta al comenzar el capítulo VI del Libro IV de su De Procuranda Indorum Salude:

«Tres cosas son necesarias en todo ministro que ha de cuidar de la salvación de las almas: integridad de vida, doctrina sana y facultad de palabra...»



Y más adelante:

«Cuando considero con atención muchas veces el negocio de la salvación de los indios, no me ocurre medio más eficaz que si hombres de vida íntegra y probada tomasen sobre sí el cuidado de aprender el idioma índico y hacérselo familiar, hasta conseguir manera de expresarse   —483→   bien por medio del arte y, sobre todo, por el ejercicio prolongado. Y me persuado que de esa manera en breve penetraría el evangelio al corazón de los Indios y en ellos haría su obra, ya que hasta ahora se ve que no les ha pasado de los oídos sin penetrar en lo íntimo del alma».Y en el capítulo VIII, ironiza:

«Hay quienes sostienen que hay que obligar a los indios, con leyes severas, a que aprendan nuestro idioma. Los cuales son liberales con lo ajeno y ruines de lo suyo; y a semejanza de la república de Platón; fabrican leyes que son sólo palabras, cosa fácil; mas que si se lleva a la práctica son pura fábula». Y en el capítulo IV agrega:

«Lo único, pues, que resta es que trabajemos los ministros del evangelio, y con estudio y paciencia hagamos acopio de palabras: es difícil y trabajoso, pero no imposible... El arte de la lengua índica está reducido a preceptos no muchos ni difíciles; y hemos de estar a los primeros escritores de ella... Hay, además, publicados ya, otros muchos escritos elegantes y copiosos con cuya lección puede aprovechar el estudioso discípulo... Muy fáciles, dirá alguno, prescribir todo eso; pero llevarlo a cabo es largo y trabajoso. Así es, lo confieso. Pera el trabajo todo lo vence, y al trabajo lo hace gustoso la inclinación del ánimo... Si, pues, los sacerdotes quieren aprovechar mucho a los indios, pongan todo empeño, cuando estén recién venidos de España, antes de que se enfríe el fervor y sed de las almas que traen, en no ocuparse ni entretenerse en nada, sino en aprender con estudio cuidadoso la lengua y después que la sepan en ejercitarla... Sabiamente establecieron los padres dominicos de la provincia de Guatimala, como me contaba una persona digna de crédito, que como ley inviolable todos los que viniesen de España estuvieren el primer año sin hacer otra cosa que aprender la lengua, y pasado un año entero los mandan a los trabajos apostólicos».



Volveré a recordar el Catálogo de las Lenguas de Hervás y Panduro y lo que este primer tratado de lingüística debe a los misioneros de las Antillas, de México   —484→   y del resto de pueblos conservados por los frailes venidos a la tierra americana. Las lenguas europeas parecían totalmente alejadas y aún opuestas a las del Nuevo Mundo y esto complicaba su aprendizaje. Sin embargo, vencida la primera desorientación, se halló el camino, como lo prueban los cronistas y el sinnúmero de léxicos y guías de predicadores y de confesores, y entonces dichas lenguas fueron haciéndose asequibles. Pero quedaba aún mucho por hacer: o sea, conseguir una estructura para estos idiomas, comprenderlos en su arquitectura íntima a fin de dotarles con gramáticas y con léxicos adecuados, superando los errores, los preceptos falsos y otros absurdos que surgieron en la primera hora, como anotó el Padre Acosta. Esto, salvo la dificultad inherente a su naturaleza, que conlleva toda suerte de técnica, se ha simplificado relativamente en nuestro tiempo, merced a la filología y más disciplinas anexas o derivadas; pero en el siglo XVI constituyó un trabajo inmenso y un esfuerzo digno del mayor aprecio. Y por encima de todo, como si esto no fuera ya casi inasequible en aquellos años, los frailes catequistas se dedicaron a infundir en las lenguas americanas, en las más importantes y evolucionadas, cuando menos, el soplo de las nuevas ideas, el impulso de los más altos conceptos, la fuerza de los más lejanos mirajes y el aliento de lo universal.

Donosamente lo recuerda el citado Padre José de Acosta. Dice que las voces correspondientes a lo material, tales como caballo, buey, trigo, mieses, herramientas, etc., eran fáciles de llevar al seno de las nuevas, constituyendo en las lenguas americanas españolismos, de modo análogo que en las viejas de Europa, los neologismos que las enriquecen, o los traslados que las ensanchan. Pero el escrupuloso cronista que fue un gran misionero juntamente, se detiene a considerar la dificultad de llevar al habla americana palabras tales como virginidad, ángeles, eucaristía, misterio, trinidad, gracia, cuyo contenido abstracto no se impondría a la mente de los neófitos, sino por un proceso de repetición y de clara exposición. Ningún neologismo ni metáfora alguna pueden bastar, por de pronto. Con todo, afrontaron los misioneros   —485→   este inmenso trabajo, sin recursos técnicos, sin auxiliares de trabajo mental, sin documentos informativos, haciendo todo desde el comienzo.

Señalaré un nombre, uno solo, que vale por una etapa lingüística y misiológica: Fray Bernardino de Sahagún, a quien se le debe tanto como a Champolión, con la desventaja en contra de éste, que si descifró la jeroglífica del Egipto sobre el cadáver de la misma, no la hizo evolucionar ni agregó un adarme de ideología al fondo de aquella, sino que apenas dijo al mundo moderno lo que había sido antaño una forma de escritura extinta. En cambio, Fray Bernardino, con la pictografía mexicana y con la lengua náhuatl y otras, hizo lo de Champolión, o sea trasladar el sentido recóndito a otro universal y comprensible y, además, tradujo los conceptos, organizó la gramática y creó un número enorme de palabras y de pictogramas correspondientes, precisamente, a las ideas abstractas que faltaban en aquellas lenguas y escrituras. El ingenio del excelso misionero y genial filólogo -genial en sentido de original- elaboró, primero, un catecismo, adecuando a su sentido figuras, vocablos y técnica gramatical nunca usados, pero inflexiblemente ceñidos a la estructura y al espíritu del idioma al que se refería. Luego de este catecismo -primera proeza- se realizaron otras obras fructuosas.

¿Se quiere una muestra levísima de las dificultades ideológicas vencidas por los misioneros? De un estudio del Padre Carmelo Sáenz de Santa María, publicado en la Revista de Indias de Madrid, tomo el siguiente ejemplo referido a uno de los idiomas de Centroamérica. El ejemplo está desglosado del Arte de la Lengua Cachiquel o Guatemálico de Fray Ildephonso Joseph de Flores y dice así:

«En el Padre Nuestro, por ejemplo, encontramos el vocablo RUKAJARTISAXIQ, que junto con el optativo UTSTA, equivale a nuestro santificado sea. El vocablo se compone de una raíz trilítera y cinco infijos significativos: la raíz es KAJ, que, inusitada como tal, se convierte con el verbalizador AR en KAJAR, que significa alcanzar fama; el infijo TISA tiene valor compulsivo, es   —486→   decir envuelve la idea de contribuir a que se alcance fama; el sufijo X nos hace ver que el verbo es pasivo, y, por último, el sufijo lo constituye el vocablo en la categoría de sustantivo verbal equivalente a nuestro infinitivo. El pronombre antepuesto RU sirve para referir el vocablo a una tercera persona; es decir ejercita el oficio de nuestro relativo».

Con lo transcrito, basta para ver, siquiera levantada un poquito la cortina, la inmensa copia de ardorosas faenas acometidas por los frailes con el fin de elevar el nivel lingüístico e ideológico de las hablas primitivas americanas, al alto grado exigido por la doctrina cristiana y por la vida intelectual puesta en vigencia a impulsos de la misma.

Si el lector quiere datos, simplemente bibliográficos, para agregar a esta labor intelectual, pero que con ella se compaginan, puedo ofrecerle, entre muchísimos, los siguientes: la imprenta que asomó en México, pisando los talones de los primeros misioneros, publicó en este país, y casi cien años antes de que en la otra América, en la sajona, hubiera imprenta, nada menos que libros en, doce idiomas vernaculares. Lo cual revela un esfuerzo, que hoy diríamos filológico, pero que entonces se llamaba misional, un esfuerzo superior quizás a lo que el Renacimiento europeo ejecutaba en Europa en este sentido. José Torre Revelo, autor de El libro, la imprenta y el periodismo en América durante la dominación española, llega a contar 11.652 obras distintas salidas de las imprentas mexicanas en aquella era, lo cual hace decir a otro historiador de estos asuntos, José R. Benites, en su libro, Historia gráfica de la Nueva España:

«Cuántos países del Viejo Continente se habrían sentido orgullosos de una producción científica y literaria como la nuestra, que, iniciada por el religioso dominico Fray Juan de la Magdalena, a raíz de consumada la conquista, en creciente progresión llegó hasta la consumación de nuestra Independencia, con las alas siempre abiertas».





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ArribaAbajo La Iglesia y la constitución parroquial

Para terminar con la breve enumeración de los donativos otorgados por el Cristianismo a la formación de nuestro espíritu y fisonomía nacionales, señalaré uno más: o sea la obra social de la Iglesia en el campo, gracias a la cual la política española se desdobló y, sin dejar el área urbana donde la vimos creando el sentimiento de ciudad y las instituciones municipales, se encaminó juntamente al agro en donde, así mismo sin destruir el agrarismo aportado por el Incario, dio origen a lo que reconocemos hoy con el nombre civil de parroquia, nombre y hecho implantados por la acción pastoral. Si al fin resultó posible, contra el querer de los misioneros y teólogos, que las corrientes económicas y las duras realidades que se desataron con la conquista de América terminaran por establecer la encomienda o el repartimiento, en verdad no fue menos posible que el afán misionero acabara por importar las reducciones como el único medio llamado a unir para la convivencia civil y cristiana a los primitivos habitantes del paisaje andino o de la selva tórrida, en lugares que se prestasen mejor   —488→   a dicha convivencia, tanto como al mejoramiento moral y material de aquellos hombres dispersos en una geografía extremadamente difícil.

La política española de ese entonces fue bifronte y, como el Jano de la mitología romana, miraba en dos direcciones opuestas, completando de tal manera el círculo de atenciones debidas a un asunto tan grave, como el de la existencia nueva en el Nuevo Mundo. Los incas fueron natural y funcionalmente agraristas; los españoles civiles se inclinaron de mayor modo hacia el predominio de la urbe. Pero entre los dos atractivos, igualmente poderosos, la solución intermedia no se hizo esperar. Ni agro, ni urbe de manera excluyente: los dos a un mismo tiempo. Mas, he aquí la cuestión clave, ¿quién se encargaría del campo, mientras el adelantado descubriese, el artesano crease la pequeña industria, el soldado guerrease con tribus salvajes o con otros soldados europeos? No hubo más respuesta que la ofrecida por la decisión de los frailes misioneros y, casi en seguida, la voz pastoral de los primeros Obispos, en conformidad con la resolución del Segundo Concilio Limense:

«Que la muchedumbre de indios que está esparcida por diversos ranchos, se reduzca a pueblos copiosos y concertados, como lo tiene mandado Su Majestad Católica».



Los personeros de la nueva faena civilizadora -y lo digo sin paradoja, pues las reducciones constituyeron escuela activa de la vida civil, ya que en los pueblos de campesinos llegaron hasta a administrarse bienes agrícolas e industriales comunes, con cajas comunales y reglamentos adecuados- fueron los misioneros presentes desde la primera mañana y trabajadores infatigables hasta la última tarde. Dieron comienzo de modo resuelto a la acción rural de la Iglesia, luchando contra dos fuerzas de la mayor resistencia: la geografía y los propios habitantes del campo. Contra la geografía que, como, queda recordado al tratar del paisaje ecuatoriano y de sus primitivos moradores, impuso la dispersión y la siguen manteniendo todavía, dolorosamente, en lugares donde no   —489→   llegó a ser vencido por el Incario o por las reducciones; pero en aquel entonces, y dificultado la obra de los misioneros, la mole geográfica se opuso al propósito de acercar a los hombres y reunirlos en sitios donde pudieran llevar existencia social, con suerte análoga y aproximadas por análogas condiciones de vida. Y luego después, lucharon contra los propios habitantes del agro: pues los campesinos, estremecidos por el nuevo clamoreo bélico de la conquista española y liberados de la forzosa organización económica impuesta por el Incario, aniquilado ya, trataron de buscar refugio en su antigua vida sedente, envuelta en la bruma sicológica de la introversión y de la melancolía.

¿En qué consistió esta actividad rural de la Iglesia? Resumiré en qué forma se hizo tangible la acción religiosa creadora de poblados rurales de los que, severamente, quedaron excluidos los españoles y en cuyos contornos, hasta cierto número de leguas, no podía haber obraje ni encomiendas. Hay dos libros ecuatorianos, ambos de moderna factura y aparecimiento, en los que se estudia el problema de las reducciones en la Audiencia de Quito. Tales son La Conquista Espiritual del Imperio de los Incas, de Fray José María Vargas O. P., y La Iglesia Modeladora de la Nacionalidad, de Julio Tobar Donoso. En ellos se puede apreciar la hondura de la acción eclesiástica y la extensión de sus esfuerzos por cubrir de poblados un inmenso sector del antiguo Tahuantinsuyo.

Con las reducciones se trató, ante todo, de desarrollar en el alma primitiva aquellas virtudes que engendran primero el sentimiento y, luego, la práctica del conjunto de costumbres y procedimientos que nos permiten hablar de un grupo humano como si fuera un país, una nación y una civilidad; porque el Imperio Incásico no se preocupó con el nacimiento y desarrollo de tales virtudes y sentimientos, ni tenía razón alguna para ello. Esta afirmación quizás pueda causar extrañeza, pero en verdad, tanto el hombre preincásico, cómo el dominado por el Incario no contaron entre sus quehaceres la preocupación de edificar la sociedad fundándola en la familia diferenciada, o la de llegar a la unidad mediante la cercanía   —490→   de los espíritus o por la de los intereses y mancomunidad de los fines privados. Todo esto quedó absorbido en la voluntad poderosa del Inca y su real presencia en el inmenso Imperio.

Las ideas y las realidades de país, patria, nación, sociedad y civilidad fueron enseñadas lentamente a los habitantes del agro por los misioneros de la reducción, y fueron implantadas con prudencia en unas mentes que del Estado no tenían conceptos sino solamente conocimientos externos por sus signos materiales: el Estado o la agrupación mayor y poderosa aparecía para ellas en el trabajo, en las prohibiciones, en los reglamentos y, cuando más, en las festividades. Esta falta de nociones hizo deleznable al Incario, más que la ausencia de personalidad política de sus componentes. La faena de los religiosos consistió, pues, en crear y en volver duradero aquel conjunto de instrumentos ideológicos que aproximan a los hombres y los vuelven sociables con mayor firmeza, estableciendo entre ellos nexos materiales y vinculaciones afectivas y éticas, en cuyo seno se posibilita la unidad de un grupo humano y su clara colocación en la Historia.

¿Pero, cuál fue dicho conjunto instrumental? Consistió, primero, en ideas, y luego, en prácticas e instituciones. Pero, como paso previo, se procuró la reunión material de las gentes constituidas en familias, en torno de un centro común, procurando sustituir la vieja existencia dispersa y desparramada en grandes distancias, por la constitución de residencias alineadas unas junto a otras, en donde se aprendiera domesticidad y naciera lo que hoy decimos domicilio, vieja manera de existir las familias desde la era antigua y trasladada a América por los misioneros. En el centro; la Iglesia de la reducción, la escuela o local de enseñanza y el lugar de las reuniones: públicas al aire libre. Este lugar, la plaza, desempeñó su papel importante en la integración de la nueva sicología civil: servía, entre otras cosas, para las fiestas y para las ferias. No se ha reparado todavía, que yo sepa, en el valor formativo de las fiestas con las que tanto el Incario como el régimen español trataron de contrarrestar   —491→   el silencio taciturno de un grupo de pueblos doblegados por la dureza de un paisaje inmenso.

Sobre los hogares -ya podemos hablar de ellos- así reunidos materialmente, como envolviéndolos en una atmósfera, se desplegaron ciertas instituciones en que lo nuevo y lo tradicional se daban la mano. Por ejemplo: en el caso de la propiedad. Los españoles eran individualistas en esta materia, vivieron e impusieron el régimen de propiedad privada, aun cuando muchos atisbos de derechos comunales vinieron con ellos desde las usanzas campesinas peninsulares. En el agro la cosa tampoco era clara y sencilla: el Incario estableció el régimen colectivo, pero también respetó en algunos términos la propiedad individual. Las dos formas convivieron en las reducciones. La propiedad privada se tangibilizó en la casa familiar y en las tierras de labrantío, que cada cual poseía con justo y reconocido título; ateniéndose, además, a las facultades y garantías del Derecho Civil español: o sea que dicha propiedad era libremente adquirida, trasmisible, usufructuable, etc. Pero junto a ella se constituyó la tierra comunal, del mismo modo que en torno de las ciudades: aquí y allí una extensión de terreno se declaraba de uso común y en él se podía pastar, cazar, recolectar combustible, etc. Con la diferencia de que las tierras comunales agrarias fueron más extensas que las urbanas, y que en ellas los moradores de la reducción respectiva estaban obligados, cada uno, a labrar una extensión determinada de tierra de diez brazas de ancho. Lo aquí producido ingresaba al haber comunal.

La Real Cédula de Fuensalida, del 28 de octubre de 1541, recogida en la Ley 5, título 17, libro 4o. de la Novísima Recopilación, dice al respecto:

«Que todos los montes, pastos, términos, y aguas de las Provincias de los Indios sean comunes, para que todos puedan gozar de ellos libremente. Y así mismo puedan hacer caber cualesquier bohíos, que oviere en las dichas provincias, cabañas, y traer su ganado junto a ellos, o apartarles como quisieren».



  —492→  

En la Ley 8 y en la Ley 43 de la misma Recopilación, se determinó la fisonomía de los pueblos rurales y el funcionamiento de los mismos. Al hablar de los ejidos correspondientes, se dice:

«A cada uno de ellos -de los dichos pueblos- se conceda una legua, dentro de la cual los españoles no puedan apacentar su ganado. Estancias de ganado mayor se pueden tener a una y media o a dos leguas de los pueblos de Indios».



En el establecimiento de dichos poblados se demostró un realismo notable, un afán de conservar las tradiciones institucionales benéficas y un deseo de atraer a los americanos vencidos a un nuevo plano de existencia que algunas repúblicas independizadas no pudieran conservar. Cierto que la decadencia del régimen español durante el siglo XVIII en el Nuevo Mundo tampoco hizo mucho por mantener lo que dejó, como legado mejor, el espíritu previsivo, paternal y organizador de los grandes Austrias y de sus mejores colaboradores, los frailes. Pero en la era republicana se acentuó más el abandono a las poblaciones campesinas, y, hasta, se llegó a olvidar que tenían sus derechos. Los legisladores y juristas, llevados por su ánimo liberal individualista y por el desdén que sintieron hacia las Leyes de Indias, suprimieron muchas instituciones tradicionales y desvincularon la vida del campo, como pasó, por ejemplo, con el Código Civil de don Andrés Bello. Bienes comunales, cajas comunales, trabajos colectivos, administración comunal de la reducción o del pueblo rural, todo ello fue olvidado o soslayado. Lo positivo y valioso del indigenismo contemporáneo ha tratado de hacer lo que hicieron los españoles en las reducciones, aun cuando silenciando, en muchos lugares, el origen y la raíz ancestral de tales costumbres.

Al reducir al campesino a una vida civil, se buscaba el modo de hacerle ingresar, gradualmente y sin desarraigo de ninguna clase, en la vida que pusieron los españoles en curso, luego de la penetración. Y de manera intuitiva se resolvió, por dos caminos, el tremendo problema del cambio de nivel de existencia: en la urbe, por   —493→   medio del mestizaje; en el campo, con auxilio de la reducción. De tal modo no se rompió definitivamente con el pasado y se entregó al porvenir un conjunto de pueblos correctamente ingresados en la cultura occidental, por etapas y sin precipitaciones catastróficas. Tampoco se ha meditado con hondura en este doble proceso que, en definitiva, tendió a un solo fin: a mejorar al hombre americano, a hacerle más apto para recibir, no sólo en cabeza de sus egregios representantes -Blas Valera, Garcilaso, etc.- el tesoro de la tradición cultural europea, sino en todo el cuerpo social, humana y éticamente mirado, y por eso mismo digno de recibir los donativos aportados desde el otro lado del océano.

Como prueba de lo dicho, citaré sólo dos testimonios documentales de gran valor que denuncian la seria preocupación de la Iglesia por civilizar al morador del campo. El primero, es una de las disposiciones del Tercer Concilio Limense; aquel que presidió Santo Toribio de Mogrovejo. El segundo, es la autorización real otorgada a pedido de Monseñor Fray Pedro de la Pena, Obispo, de Quita, a fin de que se fundasen reducciones en el territorio real de la Presidencia del mismo Quito, documento publicado primera vez por Tobar Donoso en el libro citado, documento que este historiador ha calificado de carta constitucional del sistema agrario ecuatoriano. Los dos textos que transcribo a continuación, constituyen el ejemplo mínimo, tomado de una gran copia de ellos, entre los que el investigador encontraría, al proponerse, datos inesperados para reconstruir mejor tres siglos muy importantes de nuestra convivencia, cuya comprensión sigue siendo todavía tan descabalada, como la de un libro al que le faltase la mayoría de sus páginas.

He aquí el texto de una de las conclusiones, más aún, disposiciones del Tercer Concilio de Lima, relativa al problema aquí tratado. Subrayaré las palabras capitales del texto, puesto aquí en ortografía actual:

«La vida cristiana y celestial que enseña la fe evangélica pide y presupone tal modo de vivir, que no sea contrario a la razón natural e indigno de hombres y conforme al Apóstol, primero es lo corporal y animal, que   —494→   lo espiritual e interior, y así nos parece que importa grandemente que todos los curas y demás personas, a quienes toca el cargo de indios, se tengan por muy encargados de poner diligencia en que los indios, dejadas sus costumbres bárbaras y de salvajes, se hagan a vivir con orden y costumbres políticas, como es, que a las iglesias no vayan sucios ni descompuestos, sino lavados, aderezados y limpios; que las mujeres cubran con algún tocado sus cabezas...; que en sus casas tengan mesas para comer y camas para dormir; que las mismas casas y moradas suyas no parezcan corrales de ovejas sino moradas de hombres en el concierto y limpieza y aderezo de las demás cosas, que fueren semejantes a éstas, todo lo cual no se ha de ejecutar haciendo molestia y a fuerza a los indios, sino con buen modo y con un cuidado y autoridad paternal».



Todo esto concuerda en extensión administrativa y en intensidad humanitaria con la obra y doctrina del Virrey don Francisco de Toledo, quien solía decir «para aprender a ser cristianos, tienen primero necesidad de saber ser hombres», cuando mandaba a edificar para las poblaciones de los americanos, tanto incásicos, como preincásicos, calles trazadas a cordel, casas de cabildo, hospitales, templos, escuelas y otras obras públicas como si se tratara de poblaciones para blancos o mestizos, unificando a todos en la labor urbanista y civilizadora, sin distinciones de tipo racial o de situación económica e histórica. Con respecto a esto, es todavía cantera inexplotada -el Memorial que este Virrey, legislador y colonizador -a quien la tradición incásica, por boca de sus mejores representantes en esos años, como Huaman Poma de Ayala, calificó con el nombre del más sabio Inca, Pachacuti-, Memorial que presentó al Rey luego de trece años de servicio a la causa humanitaria en tierras del Perú. En esas páginas pueden hallarse, en este nativo, frescas aún y brotadas en momentos históricos extraordinariamente singulares, muchas observaciones, notas críticas, actividades en juego, etc., atinentes a la superposición cultural y a la fusión humana operada en esa región del Nuevo Mundo.

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El segundo texto lo tomo del libro de Tobar Donoso, La iglesia Modeladora de la Nacionalidad, y dice así:

«El Rey: Presidentes y Oidores de la Nuestra Audiencia Real que reside en la ciudad de San Francisco de la Provincia de Quito. Por relación que nos ha hecho el Reverendo en Cristo, Padre don Fray Pedro de la Peña, Obispo de esta ciudad, hemos entendido que los caseríos y poblaciones de los naturales de esa Provincia están muy apartadas y en tierras muy ásperas y montuosas y las hicieron en tiempos de su infidelidad para poderse defender de sus enemigos y convenía que estuviesen pobladas en parte donde la nuestra justicia y sacerdotes les pudiesen ver y doctrinar más cómodamente, y me ha suplicado proveyésemos en ello lo que conviene a nuestro servicio mandando que los dichos indios poblasen en lugares cómodos, junto a la Iglesia Parroquial y los pueblos se hiciesen de gentes y vecinos conforme a la disposición de la tierra y, habiénse visto por los de mi Consejo de las Indias, fue acordado que debía mandar dar esta mi Cédula y yo lo he tenido por bien. Por ende yo vos mando que veáis lo susodicho y provéais como los Indios de esa Provincia vivan juntos y congregados y que haya poblaciones conforme a la orden que por Nos está dada cerca de ello, para que puedan ser visitados y doctrinados y vivan en la orden y policía que convenga. Fecha en San Lorenzo el Real, a quince de junio de mil e quinientos y setenta y tres años».



Como conclusión a este recuento de los donativos hechos por el español al americano, gracias a los cuales nuestro espíritu nacional subió a un nivel y ganó fuerza para configurarse, en lo futuro, por cuenta propia, añadiré una consideración más. Las maneras de resolver el grave problema de la persona humana -que se presenta a cada cultura y a cada época- y el trato que corresponde a esta calidad, recibió en el siglo XVI una solución dada por los españoles en América y pensada juntamente por los juristas, los teólogos, los Monarcas y los misioneros. Esta fue una solución que llevaba a la unidad y a la certidumbre, respuesta definitiva, categórica, intelectual y humana al mismo tiempo. En cambio, la   —496→   que se fraguó en el Siglo XVII, por ejemplo, con su actitud clásica y racional, llevó al pensamiento europeo al campo del relativismo y la inseguridad, le condujo a dudar del hombre y de la vida, y le guió hacia una claudicante y desconfiada interpretación de las diversas razas y distintos pueblos. Tal fue la doctrina de Montaigne y de Montesquieu, entre otras muchísimas doctrinas.

La actitud del descubridor español del siglo XVI fue abierta y receptiva, optimista y hasta soñadora. Se opuso a la del viajero francés, italiano o inglés del siglo siguiente. Aquella actitud fue de formación y de investigación; esta otra, apenas, de información y búsqueda erudita. En aquélla, postura se encuentran los gérmenes del moderno Derecho universalizado. En la segunda, apenas, los comienzos de la teoría rousseauniana del buen salvaje. El español en el americano vio, con entereza, una persona más a quien tratar en la Historia. Los que salieron de Europa en pos de los españoles, hallaron en cada nuevo prójimo un trabajador más o un comprador más.



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ArribaAbajo El ascenso y su manera de acaecer

Cualquier observador de los sucesos humanos sabe que nada se obtiene en el orden histórico, sino a precio elevado. Por algo a los definitivos adelantos siempre se les ha llamado conquistas: ya sea del pensamiento sobre la naturaleza, ya sea de las sociedades sobre su medio, ya sea de unos grupos humanos sobre otros. Aun cuando este último género de conquistas no haya recibido, por lo general, explicaciones claras o adecuadas en el marco de la justicia. El hecho inexcusable de que toda conquista engendra dolor o se obtiene por el sendero del sufrimiento, perturba la mirada de los observadores y hasta pervierte el criterio histórico, lo cual es muy natural si se cuenta con el instintivo afecto que solemos demostrar hacia el padecimiento. Lo malo está en que allí nos quedamos y las investigaciones, por eso, han demorado en la superficie sin tratar a fondo del asunto humano, llamado inhumano y, a veces, cubriendo de denuestos al hecho en sí, al suceso apresuradamente juzgado y al conjunto de antecedentes y consecuentes que con el mismo se conectan o llegan a subsistir.

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La ascensión histórica de los primitivos habitantes de América, en este caso concreto de los súbditos del Tahuantinsuyo -el Reino de Quito incluido-, el ascenso de ellos debió costar y, en efecto, costó mucho dolor, inmensas fatigas, incontables suplicios. El ascenso histórico de tales pueblos desde la cultura primitiva hacia la cultura superior, su salida desde el alma mágica y su definitiva llegada al recinto del espíritu dialéctico, supuso inenarrable caudal de penas. Muchos se han estremecido ante ellas, pero de diverso modo y con distintos fines. Unos por sensibilidad humana: éstos han sido los más pocos. Otros por sensiblería afectada o por la moda sensiblera puesta en auge por el romanticismo decimonónico: éstos han sido los más. Algunos por rutina, aquellos por resentimiento, aquestos por simple menor esfuerzo. Mas, la corteza de dolor humano -todo tiempo tiene su corteza de dolor- que ha sido tan aparente en los llamados siglos coloniales, permanece aún intacta y alberga un más adentro y un más allá inéditos y menesterosos de correcta interpretación histórica.

Ante el dolor de los primitivos habitantes de América, sometidos por su destino a un rápido proceso de ascensión, se han observado dos posturas igualmente ahistóricas: o el detenimiento ante el hecho con una sensiblería poco apta para dar de sí un juicio o una doctrina; o la negación bobalicona de los acontecimientos, como si eso ilustrara o dignificara el proceso de la penetración española en el Nuevo Mundo. Ambas actitudes son igualmente falsas: la una por paralítica, la otra por hipócrita. Pues el dolor es un elemento de purificación, un altísimo valor ético e histórico, una atmósfera donde lo humano ha adquirido y adquiere cualidades supremas. El dolor, por eso, pertenece a la biografía tanto como a la Historia, y quien lo niegue o quien lo repudie o quien lo infame, desconoce e injuria a una de las fuentes más puras de donde surte la existencia humana.

La correcta situación ante el dolor de los sojuzgados americanos, que tuvo que producirse, que se produjo, por más que se hizo lo necesario para que no se produjera, es la del reconocimiento del hecho y, luego la de   —499→   su ubicación en categorías históricas adecuadas. No la morosa delectación, no el generalizar hechas singulares para de ellos deducir frases huecas y etiquetas oprobiosas con que infamar una larga época de nuestra vida. Calificar a priori los siglos de la dominación española como de siglos de la encomienda, de la mita y del obraje, sin saber cómo nacieron estas instituciones, cómo evolucionaron, qué las retuvo durante ciertas épocas y cómo se extinguían al fin, es, simplemente, no saber Historia y cooperar para que se la siga ignorando. Repetir frases huecas, mientras los archivos permanecen inexplorados, limitarse a la copia, de lo dicho sin agregar adarme de sentido común, no darse a la tarea de repensar lo escrito por los antecesores: he allí lo que, en líneas generales, se hace frente a un acontecimiento tan profundo y tan definitivo como fue la organización de nuestra vida actual. Organización que, necesariamente, hubo de costar mucho, aun cuando esto lastime nuestra moderna sensiblería, moderna y exacerbada por su sinnúmero de tóxicos mentales, políticos y hasta económicos.

El acontecer humano durante la era hispánica fue duro para unos y otros. Ni los vencedores ni los vencidos pasaron de sus labios la copa amarga de un largo sufrimiento entretejido con momentos de lúcida alegría, de optimista cosecha, de esperanza, de ensueño: eso es lo humano y nada de ello debería extrañarnos. La presencia del africano importado como si fuese mercancía barata, acrecentó los motivos de sufrimiento y complicó más aún el penoso sendero de la ascensión cultural. Sin embargo, hay que anotar con prolija satisfacción: el negro trajo una enorme dosis de alegría y de espíritu jocundo. Sirvió de catalizador, hizo de intermedio, ayudó de modo no destacado todavía, al ascenso espiritual del melancólico habitante primitivo de nuestro paisaje andino. Porque en incontables casos el africano y su progenie, por haber entrado más en la casa y en la domesticidad del español, llegaron a ser portadores de su sangre, nombre y costumbres hacia los americanos, por una nueva vía de mestizaje, más popular si cabe decir, más modesta y menos dificultada quizás. La complejidad que   —500→   aporta el africano resulta ser etnográfica, más que sicológica y; social, por cuanto, sin negar la natural propensión humana al discrimen de colores y de razas, no fueron los españoles muy dados a meditaciones y repudios etnológicos. La sangre europea, llegó, por eso, al americano siguiendo dos caminos: directamente por la entrega de vencedores a vencidos, e indirectamente por medio del africano, que demostró ser muy buen conductor.

Pero lo que sí acrecentó la presencia del africano fue el dolor. La curiosa manera de escamotear la esclavitud en América, abrió el cauce del suplicio a incontables seres humanos acarreados por la dureza de aquellos siglos a un seguro padecimiento. El espectáculo del africano sirviendo de sustitutivo o de sucedáneo en una función tan cruel, como la de poner la base de la economía en el Nuevo Mundo, a espaldas de los principios humanos que, no obstante se predicaban ya, ha hecho pronunciar a Depons, inculpando de todo al Padre Las Casas, estas palabras tan rudas y, acaso, tan ciertas:

«Fue en esa época cuando Bartolomé de Las Casas, este apóstol de la libertad de los Indios y de la esclavitud de los Negros, a quien la Historia ha otorgado el título de filántropo, cuando no merece sino el epíteto de indómano...»



Como si el buen fraile tuviera toda la culpa de haber asimilado mal un principio que en su tiempo había cobrado firmeza: aquel principio por el cual se creía en la justicia de hacer esclavos a los no cristianos tomados en guerra justa. No cristianos eran los africanos, pero con ellos no había ninguna guerra justa, ni siquiera injusta. ¿Cuándo y dónde Inglaterra, Holanda, Dinamarca y otros países dados con tanto furor a la trata de negros, declararon guerra al Continente africano o fueron declarados la guerra por aquel? Esta segunda parte del axioma pasó inadvertida la mente afiebrada del defensor de los americanos. Pero no toda la culpa fue de él. Tienen la suya aquellos siglos rudos, aquellos tiempos en que surgía impetuosa la voluntad del poderío.

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Por otra parte, la ascensión del americano a la cultura superior no se debe considerar como una línea uniforme, ininterrumpida, elegante, muy asequible. Fue compleja, llena de altibajos, de quiebras, de derrumbes subsecuentes a momentos de empinamiento, de largas demoras, de estaciones de búsqueda y aún de retorno. Complicada, imbricada, llena de meandros la realidad que iba resultando, tan pronto daba pasos airosos -como en el arte-, tan pronto reptaba en el dolor -como en ciertos aspectos y en ciertas horas del trabajo agrario o minero. Los cronistas de toda índole menudearon en observaciones optimistas sobre la capacidad de asimilación de los sojuzgados y adujeron pruebas en número abrumador y hasta irrefutable. Pero, cuidémonos de generalizar demasiado: al margen de la aptitud ascendente debió existir un peso inerte, como es del caso, un peso casi muerto que hacía del panorama progresista un espectáculo real y no paradisíaco. Porque no es fácil ni gratuito cambiar unas formas de vida por otras, sobre todo si las que se abandonan son menos complejas y menos altas que las que se adquieren.

Que esta adquisición fue definitiva y beneficiosa, ennoblecedora y capaz de volver al americano un hombre apto para la cultura universal, qué duda cabe. Sólo un empecinamiento radicalmente ahistórico e inhumano puede creer que América no subió con la penetración europea. La lógica y el pensamiento dialéctico, el urbanismo, las ciencias y las técnicas, las artes, la cristianización y la posibilidad mental de progresar al ritmo de la cultura de occidente, son testimonios de descargo. Sin todo este inmenso lote de beneficios espirituales e históricos, aunque esto no sea en cierto modo licito pensar, América no estaría hoy donde se encuentra, ni Hispanoamérica en vísperas de asumir la función rectora de algunos sectores del espíritu humano. Hay, pues, un sendero ascendente, un paso lento y doloroso de formas de vida primitiva a formas de existencia superior, un tránsito que ha convertido en un corto lapso a pueblos y tribus aisladas entre sí, en comunidad de naciones y en Estados de Derecho con plena potencia histórica y vigencia internacional.



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ArribaAbajo Y, así, ingresamos en el cuarto nivel

Me detendré, finalmente, sobre este último tramo o nivel en el proceso formativo del espíritu ecuatoriano, nivel o altura que, a diferencia de los dos anteriores -el impuesto por el Incario y el aportado por la obra múltiple de España-, no se llegó a obtener sólo en el auxilio de elementos externos, sino gracias al natural desenvolvimiento de nuestro ser histórico en vías de poseer su plena capacidad. He aquí, pues, una seria diferencia que el crítico necesita precisar con delicadeza igual o mayor que la del jurisconsulto que parte límites entre una jurisdicción y otra: es decir, nuestra actual planicie humana y activa, aquella etapa que llamamos república independiente, se formó desde adentro, desde la oscura y persistente roca de la intrahistoria, pues la geología de la convivencia del futuro pueblo ecuatoriano, para entonces, a finales del siglo XVIII, tenía sedimentadas ya varias capas de solidez indestructible, las suficientes para mantener la estructura exterior de un Estado autónomo.

Y se debe decir con entereza, aun cuando esto implique un cambio mental muy serio y un recomienzo en   —503→   el entendimiento de la Historia del Ecuador: nuestra actual categoría humana y activa, la etapa que llamamos república independiente, no dio comienzo por la obra de ciertas fuerzas externas a las que apresuradamente se ha concedido, por lo general; un carácter definitorio que no tuvieron, que no pudieron tener dada su condición de meras coincidencias -positivas e influyentes, sí, pero no más-, tales como la Revolución Francesa, la lectura y traducción de libros capitales del racionalismo político, el conocimiento y el entusiasmo consiguiente despertado por las doctrinas de Jeremías Bentham, el ejemplo de los Estados Unidos, la agitación propagandista de los llamados precursores, la clandestina ingerencia de las sociedades secretas, las incitaciones a la revuelta venidas desde fuera, etc.; tales elementos históricos de acción sugerente o excitante, deslumbradores algunos de ellos, e impositivos los otros, bien sea solos, bien sea sumados todos ellos, no habrían dado fruto alguno, si es que su fuerza no hubiese concurrido con otra más poderosa, o sea con el primer motor humano constituido ya en Hispanoamérica: sin la previa conformación de la entidad histórica nueva, ninguna institución política independiente, autónoma y autárquica habría sido posible.

A las mentadas causas que, a más de ser externas al suceso de la emancipación política de los pueblos de nuestro continente, y son extrañas las más de ellas a nuestro estilo histórico, se pueden agregar otras que, sin dejar de ser externas al suceso, pertenecen a nuestra línea de vida temporal, tales como: las dificultades que cada día iba encontrando mayormente acumuladas la economía española a causa de la aversión profunda y confabulada de franceses, holandeses e ingleses y de sus respectivos países, políticas y gobiernos; la decadencia del imperio ultramarino de España durante la era de los Borbones; la caída de estos mismos en la red napoleónica, etc. Pera estas causas, con ser pertinentes a nuestra línea histórica, no lograrán explicar con total claridad el hecho de la emancipación política, hecho preformado por nuestra realidad, por las formas de vida acumuladas en el alma y en la actitud humana de los americanos evolucionados   —504→   a hispanoamericanas, algunos de cuyos más egregios exponentes, como fueron los caudillos de las luchas independistas, llevaron a la zona de lo espectacular, al campo de batallas visibles, lo que en la intimidad de la mayor parte de los americanos pugnaba por salir, librando batallas interiores, invisibles, pero tan reales como las otras. No hablo de que en el alma de los hispanoamericanos hubiera entonces antiespañolismo contumaz u odio irrefrenable, cosa inepta en sí; lo que aseguro es que en dichas almas se sentía o se presentía la urgencia de vivir con rango político asumido con plena decisión.

El cuarto nivel alcanzado por el espíritu ecuatoriano, se hizo posible únicamente por la presencia de esta realidad histórica íntima; y la comprensión cabal de dicho nivel, si es justa, ha de partir de su presencia, de los actos que fue capaz de impulsar y del conjunto de motivaciones que suscitó. Sin embargo, el lector no debe caer en la apresurada suposición de que se trata aquí del nacimiento de la nacionalidad -tesis romántica-, ni del primer brote del espíritu nacional como algunos dicen y escriben por allí -tesis simplista. No, se trata de algo más profundo que esto: de buscar, fuera y más adentro de las partidas de nacimiento de las entidades políticas, de intuir más allá de la instauración de las repúblicas democráticas, precisamente aquello que las hizo posibles, cómo advinieron tantos nuevos Estados cabalgando en un oleaje incontenible porque fue vital, cómo llegaron a pleno su ser en un proceso donde la subconsciencia histórica ingresó en la luz histórica, mostrando ánimo y fuerza para obrar por cuenta propia.

En otras palabras, se trata aquí de algo tan hondo y delicado como es siempre la adquisición del destino peculiar: ciertos hispanoamericanos de mayor perspicacia -tal, por ejemplo el Padre Juan de Velasco a cuya Historia me refería al comienzo de estas reflexiones- sintieron o presintieron el nacimiento de una potencia espiritual, mejor dicho se dieron cuenta de que había nacido mucho antes y en esos años cobraba autonomía y una incontenible apetencia de gobernarse y, más aún,   —505→   de darse la forma de gobierno que les parecía más conveniente, como antaño, uno o dos siglos atrás, no sucediera. Que hubo conatos de separatismo a la manera española, quién lo duda; allí están los casos del tirano Aguirre y de Gonzalo Pizarro, los dos soñadores con la monarquía, que se miraban reyes en el espejo de la ambición, quizás para compensarse con visiones el triste final de sus andanzas fantásticas por la selva. Pero tales conatos y otros más por el estilo, tanto como las sublevaciones de los sojuzgados que intentaron reponer a sus antiguos soberanos, suponían siempre la continuación de una forma de gobierno o la vuelta a otra antigua.

Pero ahora, en este nivel del espíritu ecuatoriano, se trataba de otro estado de ánimo, de diverso punto de arranque, de distintas finalidades anheladas. Uno o dos signos antes de que se hubiera configurado la entidad histórica válida por sí misma y por sí misma dispuesta a caminar, es decir en los siglos XVI y XVII, no habría sido dable teorizar sobre una emancipación política o hablar de una mayor edad histórica, pues aquello resultaba no sólo problemático, cuando no absurdo. Lo fundamental, lo primero es ver en nuestra vida emancipada ya de España, el fondo que verdaderamente atrae, aun cuando un poco entre neblina: o sea, que surgió con anterioridad a las luchas independistas una nueva entidad histórica, más poderosa que todas las fuerzas coincidentes u opuestas a su trayectoria, entidad capaz de unir aquellas fuerzas para aprovecharlas, y capaz de sobrepasar las otras o de vencerlas.

¿De dónde advino este nuevo ser? Un libro no bastaría a responder cuestión tan compleja, de modo que lo expresado aquí apenas constituirá un boceto y mínimo, por añadidura. Con todo, me arriesgo a la síntesis y, además, a dejar insatisfecho al lector. Y comienzo por asegurar que el nuevo ser representa un resultado humano de elementos humanos también, puestos en juego durante varios siglos. ¿Perogrullada? Quizás, pero explicable, aun cuando de modo sumario en estas páginas. Cuando hablamos de nuestra Independencia, así, solemnemente, escribiéndola con mayúscula, dejamos a la zaga   —506→   todo lo espiritual y auténtico, donde tuvo su regazo. Dejamos a la zaga esta verdad: nos independizamos por tener espíritu adecuado ya a ejercitar el señorío que concede la voluntad libre, a ejercitarlo sobre las circunstancias, a ejercitarlo llevando a la práctica un programa antevisto y anhelado.

En total nos independizamos, mejor dicho nos emancipamos, porque un repertorio de posibilidades espirituales emergió, desde la intrahistoria a la superficie histórica, pero luego de haber tomado cuerpo y de haber asumido potencia edificante, por largos años. Sin esto; la autonomía de las repúblicas americanas no habría sobrevenido, por más ediciones de Voltaire, de Diderot, de Condorcet, de Bentham que hubiesen sido devoradas por los hispanoamericanos prohibidos de leerlas; por más revoluciones que se hubiesen operado en Francia o en otros países; por más ejemplos conmovedores, como los de Estados Unidos y otros que se hubiesen contemplado. Nuestra revuelta antiespañola, al no tener el fundamento real, espiritual e histórico anotado, nos habría conducido, cuando más, a cambiar de amo, a trocar la dependencia, llegando a ser, quizás súbditos de Inglaterra, como tantos lo desearon en Europa y hasta en la misma América. Para comprender bien esto, pensemos en un grave suceso: ¿por qué tales ejemplos, si fueron causas definitivas de la emancipación política, no dieron resultado en otros pueblos que entonces no lograron, y todavía en nuestro tiempo no logran plenitud política? Sencillamente, porque en dichos pueblos, a diferencia de los hispanoamericanos del mil setecientos, a finales, y del mil ochocientos, en sus comienzos, no había nacido la nueva entidad histórica.

Pero he hablado de tomar cuerpo y he hablado de potencia edificante. Aquello no fue simple palabrería sino realidad, sustancialísima realidad, realidad radical como dice Ortega refiriéndose a la vida humana. Pues vida humana es lo que allí se encuentra, cuando liberados de nociones equívocas enfrentamos el suceso de nuestra emancipación política; vida muy activa y ágil, móvil con asombroso poder de desplazamiento; asombroso   —507→   porque una serie de siglos parecería haber impuesto ciertas formas de convivencia alejadas del cambio y ajenas a la transformación, al estremecimiento y a la violencia exigidos por cualquier género de mudanza profunda. Mas, he aquí que a fines del siglo XVIII hallamos en muchos lugares de Hispanoamérica -y en nuestro país destacan su personalidad el Padre Velasco y Espejo- gentes móviles, ágiles, propensas al grave sacudimiento que implica todo cambio de actitud; y las hallamos en número, calidad y jerarquía tan varios, que eso nos obliga a calificar el suceso como general. Sí, el suceso fue general, coincidente por doquiera, aun cuando en muchos sitios apareciera bajo una densa capa de polvo acumulada por las odiosidades políticas, alumbrada por los rencores raciales, atizados por una propaganda demagógica generalizada, o por los egoísmos caudillistas que, exorbitantemente, han desfigurado las cosas del Nuevo Mundo.

Insisto en la cuestión, ¿de dónde vino la nueva entidad histórica? El cuerpo y su potencia a los que me he referido, son obra prolija y demorada de una gestación, en el seno de nuestra edad media, seno en cuyas honduras no bien exploradas todavía, se operó un mestizaje racial y una fusión de culturas. Dación y recibimientos mutuos de potencias espirituales, dación y recibimiento de energías biológicas y raciales, dación y recibimiento de actitudes históricas con qué formar una serie de respuestas a las incitaciones dadas o a las incitaciones emergentes; he allí lo que a primera vista sobresale en este doble proceso de penetración acaecido a lo largo de tres siglos. Primero se hizo, en el fondo humano, el cuerpo social; el soporte vivo en el que vino a soplar y a dar espíritu la potencia histórica.

Pero eso no fue todo. Al lado de tal cuerpo y potencia, existe un anhelo, un afán de llegar a ser. Hay, pues, una enorme realidad, y es la siguiente: toda fusión, todo mestizaje son comienzos, puntos de partida y no términos de llegada; por lo mismo, a partir de aquellos hechos de fusión y de mestizaje, hacia acá, se debe considerar la Historia de nuestra vida emancipada, pues los   —508→   sucesos así lo ordenan, porque su naturaleza consiste en pasar, antes que en permanecer a secas; consiste en una entidad que permanece en sí, pero transita. Esta simple observación de lo que con tanta frecuencia ha acaecido en la Historia, basta para desechar, de un golpe, la célebre y robustecida afirmación de que en la colonia nada acaecía, de que en los tres siglos de la opresión española, las cosas se repetían con desoladora monotonía, de que los espíritus libres no hallaron ambiente ni espacio en el seno de tantos años de aburrimiento.

Hubo pues, como vengo repitiendo incansablemente, hubo pues en aquel entonces fusión cultural y mestizaje racial, a partir de las cuales es preciso considerar dos hechos: primero, fuerzas humanas que se hallaron desde esos años en estado latente y fuerzas que comenzaron a obrar a impulso ascensional -negar esto equivaldría a negar la Historia de América-; y, segundo, que tales fuerzas no estuvieron allí encerradas ascendiendo sin motivo, sino que se encontraron naturalmente vinculadas a un fin u orientadas hacia la finalidad que preside todo lo histórico, o sea todo lo ético, o sea todo lo humano. En el fondo de nuestra edad media aquellas fuerzas -potencias edificantes- vinculadas a la finalidad histórica, buscaron una salida en qué encarnarse mejor y tomar cuerpo. Y la hallaron, como en el seno de las edades medias ha sucedido siempre, rompiendo el claustro materno, gracias al imperativo vital de todo nuevo ser que aspira a la existencia autónoma. En otras palabras: la nueva realidad hispanoamericana, la que se impuso y domina todavía, la que eligió su destino, pero mantiene su tradición filial con lo hispánico, llegó desde esa oscura y potente región de los acontecimientos humanos que es la intrahistoria.



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ArribaAbajo ¿Este nivel fue prematuramente alcanzado?

He aquí un problema muy serio, bastante complicado y casi insoluble si se atiende solamente a las premisas teóricas acostumbradas, y más difícil aún si se confunden, como ha sucedido, las fronteras de la probabilidad con las de lo conjetural. Con frecuencia se pregunta si la emancipación política sobrevino a tiempo o antes de hora, y se responde que sí o se responde que no, sin aducir situaciones históricas fundamentales, hechos análogos o sucesos congruentes. Y al proceder de tal manera se comete un grave error de lógica, tomando una cosa por otra, se comete uno de esos tropos históricos a los que tan aficionados se muestran los historiadores. Es decir, se confunde la probabilidad que, ante todo, es objetiva, con lo conjetural que, ante todo, es subjetivo; y se olvida que la Historia, a más de ser enjuiciamiento crítico es también suceso objetivo, suma de sucesos acaecidos con detonante realidad y cuya presencia será innegable por siempre.

La probabilidad histórica no puede, entonces, caer en el fondo de lo simplemente conjetural y de allí la razón   —510→   por la que adolecen de vaciedad los juicios y las opiniones conjeturales, que dan en suponer lo que habría resultado después, si los hechos en vez de suceder como sucedieron, hubieran acaecido de diversa manera. Esto no tiene sentido, pues en el mundo del humano acontecer, quizás tanto o más que en el de la ontología, las cosas son como son y no admiten deformidad alguna, porque a más de ser así, son como fueron o, lo que da lo mismo, se hallan definitivamente lejos del alcance de nuestra voluntad actual. Si la Historia se diera sólo en el presente, si se fabricara sólo hacia el futuro, entonces lo conjetural hallaría mejor cabida en su seno; mientras tanto, permanecerá aposentada en otro recinto lógico.

Pero veré algo de lo que se suele decir con respecto a la prematura emancipación política. Los mantenedores de esta tesis, tomando como punto de partida el sin número de vaivenes de la vida republicana de los nuevos países durante el siglo anterior y también en el presente, atendiendo a lo negativo e inexperto que debían ofrecer las repúblicas niñas, atendiendo al caudillismo civil o militar que, en cierto modo, refuta los principios ideológicos en cuyo nombre se libraron las batallas independistas, en total, tomando en cuenta el andar vacilante de países neófitos que todas las repúblicas hispanoamericanas ofrecieron durante muchas décadas, salvándose de ello en parte la república chilena; los mantenedores de la tesis prematurista, repito, aseguran que la emancipación debió realizarse mucho después -no nos dicen cuándo-, quizás en fecha no oportuna todavía, quizás a mediados o a fines del siglo anterior, pero en todo caso después de lo que realmente ocurriera.

Y se aduce el ejemplo del Brasil que primero trajo la metrópoli a su tierra y, sólo después, demostró su deseo de ser república independiente del gobierno portugués, roto el vínculo con la monarquía lusitana de manera lenta y sin contorsiones y luchas sangrientas, conservando lo conservable y superando lo superable. Pero esta conjetura, tan fácil de plantear en la teoría, no para mientes en que no aduce hechos análogos o congruentes como pide la crítica, y salta sobre serias diferencias   —511→   históricas, sobre sucesos largamente incubados y, lo que resulta más digno de nota, sobre las diversas circunstancias políticas por las que atravesaban los dos Imperios en aquellos años. Sin embargo, la idea de la emancipación gradual nació en España, en la mente de un Primer Ministro, el Conde Aranda, quien propuso al Monarca la autonomía de América -en ese entonces y por el afrancesamiento llamado ya colonia-, la formación en ella de tres o cuatro monarquías y la vinculación de las mismas en la persona de algunos miembros de la Casa de Borbón. Esta idea no fue inusitada, antes bien constituía una de las preocupaciones de la época: ante la revolución o el cambio, ante la ruptura o la transacción, se levantaba el ejemplo de la Monarquía constitucional inglesa, y aquello parecía lo mejor.

Para encontrar la endeblez de la conjetura prematurista, es suficiente hacer las consideraciones siguientes, si se quiere situar la crítica sobre un cimiento real. Los dos imperios, el hispano y el lusitano, no evolucionaron de manera igual, ni en el aspecto económico, ni en el social ni, mucho menos, en el espiritual, que es el primero para comprender el estado de ánimo de los hispanoamericanos frente a la avalancha filosófica del racionalismo, o ante los sucesos desatados cómo consecuencia de él. Por otra parte, el imperio español formuló doctrinas capitales con respecto al hombre americano y llevó el asunto de su personalidad ética al campo religioso y universitario. La trata de negros, por ejemplo, nunca fue negocio español; y la misma trata de negros constituyó la piedra angular del problema independista brasileño o, para ser más preciso, la piedra de tope de la transformación republicana del Brasil.

Recordaré otras circunstancias diversas y políticamente opuestas, que jugaron papel decisivo en la historia de las nuevas repúblicas hispanoamericanas. Mientras los Braganzas escaparon de la red napoleónica y convirtieron a Río de Janeiro en una nueva corte imperial, los Borbones de Madrid fueron miserablemente convertidos en instrumentos de juego de manos del ajedrecista que por entonces   —512→   daba caza a los Monarcas de Europa, en una especie de departe venatorio -tal fue el miedo de los Reyes perseguidos por el audaz Emperador de los franceses. Mientras tanto, en el Imperio español, de América; se desarrollaban otros sucesos de diversa índole, aun cuando vinculados a los asuntos dinásticos del Viejo Mundo.

Sacudida por el golpe napoleónico, toda Hispanoamérica asumió por unanimidad un gesto legitimista, cuya lógica se desarrolló de manera impecable. Recordaré cómo: las mentes más egregias de México, de Nueva Granada y Argentina -la de San Martín se contaba entre estas últimas- inmediatamente y sin previo acuerdo, con una concordancia que explica del mejor modo lo hispanoamericano formado ya entonces, pensaron en reconstruir la monarquía española en América, en beneficio de este Continente, trayendo el depuesto Carlos a sus dominios del Nuevo Mundo. Mas, hubo un juramento de fidelidad que a continuación se interpuso, y aquellas mismas mentes egregias pensaron traer a Fernando VII, para en torno suyo crear una monarquía poderosa, leal con la Historia, legítima y libre del centralismo europeo y de las asechanzas napoleónicas. Sin embargo, el Emperador de los franceses más astuto de lo que solían suponerle sus adversarios, atrapó en Bayona a Fernando y, de un plumazo, anuló la monarquía leal, tradicionalmente legítima y esplendorosa que para sí idearon los hispanoamericanos.

¿Qué hicieron éstos? ¿Reconocieron a José Napoleón? ¿Aceptaron algo que fuera ilegítimo? ¿Las Juntas de Gobierno precariamente establecidas, y las Cortes de Cádiz, llenaron esta necesidad de legitimismo? Más allá de lo formulario y más allá del liberalismo bisoño existía un sentimiento que no se ha destacado con la honradez y con el brillo que merece: la fidelidad americana. En el fondo de las versiones oficiales y en la Historia escrita por los románticos, al fondo de la actitud de los pueblos americanos se trata de mostrar siempre, sin finura alguna, la falsía, la postura amoral de los súbditos de América jurando falsa mente fidelidad y buscando   —513→   romper aquel mismo juramento. Y esto no es cierto, porque lealmente nada se reconoció que no fuera legítimo, porque nada se reconoció en contra de la persona del Monarca legítimo: Fernando VII. Y aún cuando éste quizás no mereciera tamaño honor, por él se inclinó la conciencia política de los súbditos del Nuevo Mundo. Si no es el soberano legítimo, nadie. He allí la conclusión lógica, fidelísima, férrea de la conciencia americana frente a un problema que, por su misma naturaleza, habría desorientado a otros pueblos. Si no es Fernando VII, nadie. Esto no quita que muchos americanos, egregios también, explotados por las sociedades secretas y por el odio político a España, el tradicional de Inglaterra y el de Francia, aspirasen a cambiar el rumbo de dicha fidelidad. Los historiadores románticos no, han visto, quizás, sino este intento minoritario y han menospreciada la actitud general de los hispanoamericanos.

El corolario de esta actitud, por otra parte, favoreció las apariencias de la versión decimonónica del asunto. He aquí como: si Fernando VII no podía reinar, por haberse roto el hilo de la tradición histórica legitimista, nadie; pero como un pueblo no puede ser gobernado por nadie, ninguno mejor que él mismo para autogobernarse. Pocas cosas más dialécticas se encuentran en la Historia y pocas más sofisticadas al mismo tiempo. ¿Cabe entonces, situación semejante o congruente con los hechos de la América portuguesa? Son suficientes las dos consideraciones anteriores para anular las conjeturas de quienes creen resolver el problema de inoportunidad de nuestra emancipación, acudiendo a juicios de escaso o ningún valor adecuado. Lo que se debe hallar en todo esto es, por el contrario, la realidad del nuevo ente histórico nacido ya, concordemente subrayada por la antedicha fidelidad, tan lógica, de los hispanoamericanos, actitud de hombres fieles a sí mismos y a la vida colectiva que sabían llevar con dignidad.

Al argumentar por la tesis de la emancipación prematura de nuestros países, se deduce como prueba el casi inevitable conflicto caudillista que durante un siglo asoló a Hispanoamérica, sin ver que tal conflicto en vez   —514→   de explicar, pedía explicación. En verdad, ¿qué significó aquel andar claudicante de la política civilista, en manos de caudillos militares? ¿Qué significaron tantos odios de bandería y hasta de meros sectores personalistas en el cuadro general del Estado democrático? ¿Qué tantas odiosidades de color y hasta de clase, reales o fomentadas? ¿Qué, en fin, esas formas evolucionadas de un nuevo talión impuesto entre partidos y bandos que se turnaban en el mando? Niego rotundamente que aquello signifique emancipación prematura, pues gobernantes y súbditos, no obstante cierta ceguera parcial, veían más allá de la fragmentación transitoria y banderista, la unidad suprema del Derecho y, en el fondo de la conciencia, la ineficacia de los sucesos tumultuarios, la superioridad inmutable de unos pocos principios acatados por todos y la primacía de la Carta Política sobre las relaciones de todos los ciudadanos.

Pudo romperse una Constitución, de hecho se violaron muchas Cartas Políticas, pero ni el más inexperto de los caudillos que se adueñó del poder negó la constitucionalidad, pretendió regir sin norma suprema o atacó a la fisonomía jurídica del Estado, tratando de salir de él o de regresar a otras formas de gobierno adjuradas ya por los pueblos americanos. El caudillismo llegó muchísimas veces al extremo de buscar protección para sus planes, llamando a la puerta de otros Estados, pero nadie planteó la tesis de suprimir el Estado de Derecho o de negarlo en su calidad de conquista legítima y firme. Veo ya la sonrisa picaresca en los labios de algún lector ecuatoriano, a caza del más leve pretexto para llamarme floreano u otra cosa por el estilo. Pues bien, mi opinión; en lo general, no es muy favorable al primer Presidente del Ecuador, Juan José Flores, quien tuvo la ridícula idea de restablecer la dinastía borbónica en un minúsculo sector del antiguo Imperio Español en América. Mucho después de haber sido gobernante de un Estado autónomo, este general golpeó varias puertas de Europa mendigando el amparo necesario a sus planes.

Pero este general y primer caudillo de la serie de caudillos ecuatorianos, dio harto que hablar por el fracaso   —515→   de su expedición lograda con el ofuscamiento de algún político de Madrid. Pero en tal fracaso no se han visto dos cosas, que son las más importantes: la primera, que el gobierno inglés castigó a Flores incautándole todos sus implementos bélicos y los barcos en que iban, no tanto por odio a la monarquía y amor a la democracia americana, cuanto porque Flores mendigó el amparo de Madrid, en lugar de haber mendigado el amparo de Londres; y, la segunda, muy conveniente de destacar en este sitio, que si bien es cierto que el monarquismo pudo retornar al Nuevo Mundo -todo es dable en la posibilidad teórica-, tal monarquismo habría sido de tipo constitucional, es decir afirmado sobre una Carta Política, lo que avala mi expresión: ni el caudillo más inexperto se atrevió contra el Estado de Derecho.

Un conjunto de hechos que no explican, antes bien piden ser explicados, no pueden asegurarnos la prematurez de nuestra emancipación. Esta acaeció en su hora, como los sucesos recordados ocurrieron también por motivos propios, hora y motivos que se han confundido y es preciso deslindar. Pero al hacerlo, no puede quedar sin dilucidarse los sucesos que se aducen como argumentos y que demandan una satisfactoria comprensión, que debemos buscarla en otro lugar. Quizás tal lugar sea éste: América anduvo claudicante y entre el tumulto contradictorio, no por haberse emancipado antes de hora sino porque lo hizo empleando medios no todos ellos correctamente adecuados al fin propuesto, no todos ellos adecuados, razonables y justos y, lo que fue más peligroso, por no haberlos aplicado con las debidas consideraciones humanas y políticas. Pero esto merece párrafo aparte.