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ArribaAbajo Las repúblicas claudicantes no fueron prematuras

He aquí un suceso importantísimo que la crítica histórica ha soslayado en muchos sitios de América y solamente ahora va poniéndose en claro por la obra sensata y equilibrada de unos, cuantos escritores, generalmente extraños al suceso hispanoamericano: me refiero a ciertos medios elegidos para impulsar la emancipación política, tales como el odio de razas, y esa especie de talión torrencial y frenético al que denominaron sus autores guerra a muerte, desde las épocas más remotas y en siglos donde aparece poco desarrollada u obnubilada la conciencia humanitaria. Como elementos de lucha, como táctica de guerra, como baluarte de defensa in extremis, tales medios fueron elegidos sin mayor discrimen, con la intención de aniquilar a los enemigos en el menor tiempo posible; pero olvidando que aquellos medios poseían una indefectible condición de armas de dos filos que resultaron, a la postre, más nocivas para quienes las manejaron.

En algunos países hispanoamericanos, entre los bolivarianos en especial, falta en sus Historias un estudio   —517→   detenido del resultado contraproducente del empleo de dichos factores de combate, una vez pasada la contienda; falta un estudio donde prolijamente veamos los daños causados en el orden social, humano, económico y administrativo por la apertura de la compuerta a los odios, por el anulamiento de los frenos éticos y por el permiso concedido en forma casi total a las pasiones destructivas. Un estudio de tal índole sería muy aleccionador -iba a decir desconsolador-, y en él recogeríamos los motivos de muchos males que después han azotado pertinazmente a los nuevos países de Hispanoamérica durante un siglo. No quiero ahondar en este problema y aquí me contentaré con citar, concatenadas, las opiniones de tres escritores que ocupan lugares críticos diferentes y escriben en diversos idiomas, pero todos ellos informados plenamente del asunto que tratan, y libres ya del deslumbramiento heroico en que hemos caído los países bolivarianos y que nos ha impedido reaccionar aún, en forma dialéctica, ante los daños y los errores de criterios engendrados por la fantástica proporción concedida a la gesta heroica, y a los héroes que la protagonizaron.

El primero de los escritores a quien citaré es José Vasconcelos, madura inteligencia, entregada a las cosas de América desde su juventud y, por lo mismo, capaz de situarse al margen de los entusiasmos colectivos y de leer en el fondo de ellos la auténtica verdad que conllevan o la delicada verdad que desfiguran. He aquí lo que escribe en su Breve Historia de México:

«En los Estados Unidos nunca se dio al movimiento independiente el sentido de una guerra de castas. Para que Morelos, por ejemplo, fuese comparable a Washington, habría de suponer que Washington se hubiera propuesto reclutar negros y mulatos para matar ingleses. Al contrario, Washington se desentendió de los negros y de los mulatos y reclutó ingleses de América, norteamericanos que no cometieron la locura de ponerse a matar a sus propios hermanos, tíos, parientes, sólo porque habían nacido en Inglaterra. Todo lo contrario, cada personaje de la revolución norteamericana tenía a orgullo   —518→   su ascendencia inglesa y buscaba su mejoramiento, un perfeccionamiento de lo inglés. Tal debió ser el sentido de nuestra propia emancipación: convertir a la Nueva España en una España mejor que la de la Península, pero con su sangre, con nuestra sangre. Todo el desastre mexicano posterior se explica por la ciega, por la criminal odiosidad que surge del seno de las chusmas de Hidalgo y se expresa en el grito suicida: mueran los gachupines... Ni a Washington, ni a Jefferson, ni a ninguno de los padres de la patria yanqui les pasó por la cabeza la idea absurda de que un piel roja debía ser Presidente o de que los negros debían ocupar los puestos ocupados por los ingleses. Lo que nosotros debimos hacer es declarar que todos los españoles residentes en México debían ser tratados como mexicanos... La idea de que la independencia tendiera a restablecer los poderes del indígena, no fue idea de indígenas. La emancipación, se ha dicho hasta el cansancio, no la idearon ni consumaron los indios. La idea de soliviantar a los indios aparece en los caudillos de la emancipación que, no encontrando ambiente para sus planes entre las clases cultas, recurrieron al arbitrio peligroso de incitar una guerra de castas, ya que no les era posible llevar adelante una guerra de emancipación. Y a este cargo no escapa ni Bolívar, que en Colombia lanzó los negros contra los blancos, a fin de reclutar ejércitos. A los del Norte semejantes procedimientos les hubieran parecido desquiciadores, y lo son».



La segunda cita la traslado de La Evolución Histórica de la América Latina de M. de Oliveira Lima, brasileño de conocido relieve y que años hace, entre las décadas primera y segunda de nuestro siglo, llevaba ya por varios países de América y de Europa su palabra rectificadora de algunos sucesos de nuestra Historia y analizaba varios de los defectos constitutivos de la misma, y al tratar de los de las repúblicas bolivarianas, apuntaba las consecuencias del odio de razas y de la guerra a muerte. Entre otras cosas, dice así:

«En una guerra civil, una de las comunidades beligerantes pasa a la categoría de Estado soberano o desaparece   —519→   en el torbellino de la lucha. La América española conquistó su soberanía; pero las consecuencias fuéronle bajo cierto aspecto, que el tiempo corregirá, perniciosas. La génesis de sus revoluciones se nos presenta allí, bien así como la expansión conquistadora de Roma está contenida en germen en las fábulas iniciales de su historia: la muerte de Remo por el hermano Rómulo y el rapto de las Sabinas... Cosa parecida está ocurriendo con la guerra de la independencia hispano-americana. Su aspecto liberador ha sido examinado por espíritus menos propensos al entusiasmo y más escrutadores de la realidad, que sin discutirle su aspecto heroico, descubren que en los muchos combates empeñados en esa guerra cruenta como las que más lo fueron, menos se midieron los expedicionarios españoles con los patriotas sublevados que los hijos de esta misma sociedad colonial... En Venezuela, la escuela guerrera por excelencia de este ciclo, aconteció lo que recuerda el señor Vallenilla Sáenz, en frase elocuente, y sonora, como toda la literatura hispanoamericana: "La flor de nuestra sociedad sucumbió bajo el hierro de la barbarie; y de la clase que engendró a Simón Bolívar, no quedaban después de Carabobo (la batalla que decidió la suerte de la colonia), sino unos despojos vivos que vagaban dispersos en las Antillas y otros despojos muertos que marcan ese largo camino de gloria que va desde el Ávila hasta el Potosí". Con efecto, los blancos habían ido sumergiéndose en los azares de la campaña y en muchas poblaciones del país sólo veíanse individuos de color que representaban la democracia triunfante. La antigua jerarquía colon ial zozobró en el vórtice revolucionario».



Y el mismo Oliveira Lima cita una de esas frases bolivarianas escrita en instantes de que la honda depresión anímica, tan negra, en que solía sumirse el alma de Bolívar después de sus fracasos o antes de sus acometidas:

«Bolívar fue, por lo demás, el primero en reconocer el hecho. En una de sus ardientes proclamas, lanzada al abandonar, vencido, el campo de acción al cual debía   —520→   retornar más enérgico que nunca, léense las siguientes palabras dirigidas a sus compatriotas: "Vuestros hermanos y no los españoles rasgaron vuestro seno, derramaron vuestra sangre, incendiaron vuestros hogares y os condenaron al destierro...»



La tercera cita pertenece nada menos que a un escritor alemán contemporáneo, Ernest Samhaber, autor de Suramérica, Biografía de un Continente, libro en el que se ensaya y se logra considerar al Nuevo Mundo hispánico en forma orgánica total, compleja y viviente. Veamos qué dice, siquiera en pequeños fragmentos acerca del asunto que vengo tratando en este párrafo. Se expresa con la objetividad del desinteresado en la contienda, que mira de dejos con la suficiente perspectiva y que está bien enterado de los sucesos:

«Las guerras de la independencia no habían empezado en nombre del pueblo sudamericano contra el pueblo español, sino en nombre de los leales súbditos del Rey don Fernando contra instituciones de España que se habían apoderado del gobierno y detentaban el poder. Habían continuado como resistencia regional contra un centralismo del Gobierno insoportable. Sólo desataron las pasiones cuando la cuestión racial dió terrible pábulo al encono. A los partidarios de los españoles les llamaban godos en Venezuela, por la vieja estirpe guerrera peninsular. ¡Lindo cuadro en el de los godos de Boves, por ejemplo, genízaros de indios caribes y negros cimarrones en su inmensa mayoría! Cuando llegó Morillo con tropas de veras españolas, los frenéticos remezones habían zarandeado al pobre país en forma tal, que no podía pensarse en restaurar el régimen de España sobre la pauta de los métodos tradicionales. Las fuerzas desplazadas tenían que emplearse, obrar sobre algo, encontrar una válvula, una salida, un cauce. Tenían que actuar en el Gobierno. La libertad había significado aquí el derrumbe de la Ley. Había, pues, que erigir un nuevo Estado cabalmente para verificar la idea de la Ley misma y para fundamentar y asentar la moral y universal y eterna vigencia para los postulados del derecho en su versión múltiple... Las ricas plantaciones habían sido   —521→   destruidas. Sus antiguas peonadas se entregaban al saqueo por los campos asolados y lo grave era que durante los años de guerra interminable habían aprendido a manejar las armas con singular destreza. Las retenían en sus manos, además, y la última chispa social de subordinación había quedado asfixiada por la cruenta embriaguez del odio y del asesinato. Según datos contemporáneos que han de manejarse, ciertamente, con suma cautela, tenía Venezuela en 1810, antes del comienzo de las guerras, una población de un millón de habitantes en números redondos. Por 1825 se había reducido esta población a un tercio. La merma no fue tan grande en Nueva Granada, asolada por guerras igualmente, llegando sólo a un cuarto de su población, calculada en un millón cuatrocientos mil habitantes. En el Ecuador que se mantuvo más tiempo bajo España, no pasó la merma de un quinto de los seiscientos mil habitantes de su población. Si tenemos en cuenta la estratificación de la población misma, adquieren estas cifras mayor significación aún. Ciertamente las epidemias y el gran terremoto de 1810 hicieron gran estrago entre las gentes pobres de manera precisa, pero la guerra misma, se cebó sobre todo en las clases superiores de raza blanca. La miseria era terrible en el asolado y devastado país. Se evidencia de modo muy especial en 1825 en el valle de Aragua, donde estaban las antiguas posesiones de Bolívar. El tráfico y el comercio estaban arruinados y faltaban capitales y hombres para reconstruir el bien común. El nivel de vida descendió al nivel ínfimo del llanero bronco. ¿Era milagro que éste se alzara con el poder...? Sólo a partir de este momento empiezan a maniobrarse los internos trastrueques en la estratificación social. Los caudillos descollantes, a la cabeza Páez mismo, ingresan en la clase de los grandes hacendados, por la fácil y ventajosa adquisición de las posesiones que habían quedado sin dueño. Por el corral se cuelan en la mansión ilustre de aquella aristocracia un día tan orgullosa. La riqueza nueva y el mundo político tienden el velo del olvido sobre el pasado. El viejo llanero inaugura un flamante caudillaje como jefe de los propietarios, es decir, de los conservadores...»



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No prolongo más las citas por no alargar estas páginas: habría con ellas para libros enteros. Sin embargo estas pocas transcripciones le harán notar al lector que no exagero al formular las consideraciones puestas más arriba. Durante los años del período hispánico, la cultura y el valor humano de nuestros pueblos fue inmensamente mayor que los de otros pueblos y regiones de América, amparados o poblados por los sajones, los holandeses o los franceses; pero desde el día de la emancipación de las repúblicas del Nuevo Mundo, Estados Unidos comenzó un sendero ascendente e incontenible hacia la prosperidad económica, hacia el poderío técnico y hacia la prepotencia política. Las causas de esta subida estelar se han situado en varios lugares, entre otros, en la riqueza minera y agrícola, en la formidable inmigración europea; en la superioridad de los anglosajones sobre los que entonces comenzaron a llamarse países latinos, etc.

Pero no se ha visto lo más importante: las repúblicas hispanoamericanas de manera primordial las bolivarianas, al entrar en su nueva era de acción histórica se encontraron con la dolorosa realidad de no tener clases dirigentes o de tenerlas debilitadas, perseguidas o divididas por odios inextintos. La verdadera causa del engrandecimiento de los Estados Unidos consistió en qué, al emanciparse políticamente de Inglaterra, contaba con clases dirigentes numerosas, compactas y conscientes de lo que buscaban, clases llamadas a desempeñar un papel importantísimo en la dirección de Estados que nacieron con tan elevada calidad jurídica y, se puede decir, saltando sobre muchas etapas de normal y lento desarrollo, como no ocurrió en los países europeos, donde, para llegar al Estado de Derecho, comenzaron por organizar mejor el Estado de arbitrio y hacerlo viable, teórica y prácticamente, hasta alcanzar la meta de los países modernos.

Las clases dirigentes de los Estados Unidos pudieron no ser intelectuales, pudieron no rebasar cierta medianía sólida; pero pudieron, también, saber qué querían y hallaron los modos de realizarlo tesoneramente. Por tanto, pensemos un poco mejor y reconozcamos que no,   —523→   fue la prematura emancipación la causante de nuestras idas y venidas nacionales durante el siglo XIX y, más, aún, apartemos de nosotros la costumbre, mala por cierto, de echar a la cuenta de aquella prematurez lo que, se debe, fundamentalmente, a ciertos medios suicidas, atropellados, escogidos sin ponderación durante las campañas independistas; medios que resultaron mayormente nocivos a las repúblicas americanas que a los ejércitos que lucharon por España y su realismo, ejércitos formados en buena parte por los mismos hijos de la América española.

No se me llame marxista por destacar este odio racial y esta lucha de clases surgida en el seno de las campañas independistas. Simplemente procedo con criterio ceñido a la realidad, despojándome de la venda brillante que los hijos de la Patria Gran colombiana solemos llevar sobre los ojos. Y concluyo esta consideración recordando que aun quedan por andarse o por practicarse muchísimos caminos en esa planicie tan explorada e inexplotada al mismo tiempo, como es la de los años de nuestra emancipación. Me contentaré aquí con mostrar uno más, que da en el fondo de un aspecto digno de ser mirado, con mayor detenimiento. Lo haré valiéndome de una imagen. Recordemos a Bolívar, al aristócrata, al hijo de nobilísimo solar, al hombre culto que naturalmente emparejó con toda la cultura de su siglo, recordémosle en los últimos días de su desventura. Ante sus ojos el panorama aparecía brumoso y lleno de dolor.

En Venezuela se alzaba con el poder un bronco llanero, un general que en lo avanzado del camino de su vida abrió su ánimo a la altura y pretendió emparejar, bien que mal, con unas pocas letras: este hombre había sido llanero de Boves y después jefe de los llaneros del ejército libertador, pero en ambos campos, a más de la valentía y heroísmo en la lucha, sembró la muerte y el odio. En Nueva Granada, el frío reptil de Santander, el acerado cuchillo de la lógica implacable y apegada a la letra que mata, subía también desde el fondo de su ambición y de su afán de gloria: este hombre llegó a general en el ejército libertador, como Páez, y tampoco,   —524→   pertenecía a una estirpe clara y llena de altos nombres, como la de Bolívar. En Quito, otro general, anhelaba así mismo revestirse con las letras, muy pasada ya la mitad del camino de su vida, y afinaba sus modales hasta emparejar con los de una persona culta, al mismo tiempo que daba saltos ascendentes por las gradas del Capitolio: este general tampoco perteneció a ilustre cuna, ni bebió toda la cultura de su tiempo, ni llegó a ser culto de modo natural como Bolívar. Si alguien se escandalizara con mis afirmaciones, lea atentamente en el Diario de Bucaramanga, de Perú de la Croix, el concepto que tenía el Libertador de muchos de sus compañeros de armas y política.

El panorama que el vencido Libertador tenía ante sus ojos estaba brumoso y lleno de dolor, porque hombres venidos desde todas partes, menos de la región de los de su alta prosapia -con algunas excepciones- se adueñaban de la obra de él. Y él, soñador incorregible, exclamaba en el clímax de su delirio final: si mi muerte contribuye a la unión de los colombianos, bajaré tranquilo al sepulcro. ¡Pobre Bolívar, el aristócrata, el hijo de noble cuna, el hombre culto que emparejó de modo natural con la cultura de su siglo, ansiaba inútilmente, con su muerte, calmar la tormenta y el odio de razas que desató con todo el poderío de su vida!



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ArribaAbajo Hay un problema mucho más grave todavía

Al estudiar el hecho o conjunto de hechos que caracterizamos con el nombre de emancipación, se da con un problema mucho más espinoso que el de la prematurez real o supuesta de nuestro nacimiento. Y es más grave por hallarse relacionado con algo esencial de la vida de las repúblicas nuevas y por situarse más allá de lo formal jurídico, estallando en las dificultades que salieron al paso a los Padres de la Patria. Se trata del modo cómo éstos vieron el destino de Hispanoamérica, si tuvieron o no clara conciencia del mismo y, en fin, si su retina -por lo menos la de los ideólogos dirigentes- no sufrió desacomodos serios por haberse habituado a mirar sólo a largas distancias: la Revolución Francesa, la independencia de Estados Unidos de Norteamérica, las doctrinas de Rousseau, el racionalismo de los enciclopedistas, las teorías de Bentham y las de otros consultores del espíritu en esa época.

Si se responde que sí, que tuvieron clara noción del destino hispanoamericano y un conocimiento prolijo o, cuando menos, global de los problemas atinentes al mismo,   —526→   habría que negar al propio tiempo una multitud de hechos, de posiciones personalistas, de tropiezos, de documentos y de consecuencias posteriores que demuestran la sobra de emociones idealizadas, la carga de doctrinas librescas y, al mismo tiempo, la falta de orientación práctica de tales problemas, sobre un terreno cercano y sembrado de dificultades, como fue la aurora de nuevas repúblicas. Pero contestar que no, equivale, así mismo, a negar otro torrente de hechos, de posiciones personales, egregias, de actitudes heroicas, de palabras grandilocuentes, de proclamas, de libros, de códigos que señalan la afortunada versión de los padres de la Patria sobre el contorno donde nacían Estados animosos y con ímpetu vital y, antes de eso, sobre el latido de la entraña que auscultaron y tradujeron. He aquí, pues, dos sumas copiosas de sucesos y de tendencias que nos dejarían perplejos, de primera a última hora, si no tuviéramos el soporte de la realidad a la que asirnos como a definitivo argumento salvador.

Encararé el asunto dentro del espacio grancolombiano -en dónde será posible verlo un poco mejor, más nítido en sus contornos y más menudo en sus detalles. Pero simplemente le miraré de paso y sin detenerme en largas consideraciones. ¿Qué se propusieron los caudillos de nuestra emancipación, tanto de manera próxima como remota? Una sola cosa, un único objetivo que llenó su visión, dejando lo demás en completo desenfoque, una sola cosa enunciada en mil tonos, en mil matices emotivos desbordantes y hasta incontrolables: «acabar con la tiranía», «eliminar la ominosa esclavitud impuesta por un yugo secular», hacer «pueblos libres», donde antes hubo solamente «feroz opresión». Podría prolongar estos clamores, tomándolos de publicaciones de la época, sin miedo de agotarlos, pues en América y en Europa, los súbditos de España y los enemigos de ella, competían en manifestar sus ideales.

Podría prolongar estos clamores, repito, pero en el fondo se vería lo mismo: el ánimo de caudillos, escritores, soldados de la causa independista, etc., lleno con los fermentos de un ideal de alto voltaje, lleno de muchas   —527→   urgencias humanas que se habían vuelto inaplazables, lleno con el sentimiento de las necesidades históricas de ese tiempo. Y al lado de este se comprobaría, juntamente, que allí mismo, tras de aquellos clamores, en el fondo de la hoguera, faltaba lo sustancial, es decir lo que debía mantener encendida la hoguera para después: o sea que no había plan concebido sobre la realidad americana, que se carecía de la previsión de los sucesos inmediatos, de la organización de una empresa destinada a llevar a cabo la estructura y los detalles, del tacto político necesario y de la sagacidad que hubiera podido superar los escombros acumulados por la guerra. El mayor número de problemas fue resuelto sobre la marcha y con el auxilio de la intuición, que en política tantas veces falla.

En la mente de los caudillos no hubo más que bellas teorías, y de tamaña acusación no se libran el legalista Santander ni el planificador Miranda que planeó todo, hasta la entronización de un monarca del Incario sobre el vasto mundo libre que proyectaba, sin contar desde luego con el carácter de esos mismos americanos en quienes tanto pensaba durante sus años de desesperada espera en la antesala de cualquier primer ministro de Londres o de París. Pensaba en ellos desconociendo su carácter, pequeña ignorancia que le costó ser entregado a los españoles por uno de ellos, por el más preclaro de la Grancolombia, a quien debió el mérito de morir en cárcel dura y lejana... Todos los caudillos, sin decirlo ni razonarlo, llevaron agazapado en el alma aquello que decía el conde de Mirabeau: «después de mí, el diluvio». Tenían los ojos deslumbrados con la hoguera de las revoluciones logradas en los Estados Unidos y en Francia, tenían el espíritu encandilado en las doctrinas filosóficas de los racionalistas, tenían el alma caldeada por los ideales democráticos; y no tuvieron, ni se dieron sosiego suficiente para tener previsión de un sinnúmero de problemas que se les presentarían, no al siguiente día de la emancipación política, sino la víspera del mismo.

Sin ofensa alguna para los libertadores debemos reconocer que nada o casi nada supieron de las realidades   —528→   concretas de los países que libertaron, realidades con las que iban a operar inesquivablemente. Ignoraron el monto de las producciones de cada uno de ellos, la clase de comercio que practicaban, las capacidades tributarias y el número de gentes que debía participar en función tan básica como es la electoral en un país democrático. Y no porque todas estas observaciones y cómputos no se hubieran practicado ya, sino por su odio simple y directo a lo español y a su afán de papeleo. Olvidaron o echaran voluntariamente al olvido las calidades raciales, sociales y éticas de los diversos distritos, en los que veían sólo el fondo inagotable de hombres para la lucha cruenta. En otras palabras: desconocieron o se les escaparon las posibilidades y las realidades internas de las naciones que iban convirtiéndose en repúblicas, tanto como los recursos con que podían hacerlas más fuertes y duraderas.

Cuando el Congreso, a pedido de Bolívar, imponía nuevos tributos de sangre o de dinero, el rechazo era total, el descontento levantaba sus lomos y las olas del mar anárquico subían con su marea hasta los labios que la víspera cantaban entusiastas himnos a la libertad. Cuántas veces la palabra anarquía cayó desde las puntas de la pluma del Libertador sobre la cabeza de sus antiguos colaboradores, como una mole roqueña desgalgada desde una alta cima de los Andes. Y cuántas veces los mismos caudillos la arrojaban como una mole, sobre la cabeza de sus contendores o rivales. El civilista llamaba anárquico al militarista, y éste le devolvía la fineza adornándole con igual epíteto, como si mejor le correspondiera al hombre de casaca negra y de ideas revolucionarias.

Desatada la lucha política en los nuevos países, rota la unidad grandiosa creada por Bolívar -unidad que al ser edificada con un poco más de atención a las realidades peculiares de cada uno de los pueblos congregados, pudo cuajar en un conglomerado federal de proporciones respetables, cuyo peso sería ahora decisivo en los asuntos americanos, quedó al desnudo la poca visión de los caudillos deslumbrados y deslumbradores. Los ideales   —529→   comenzaron a ser reemplazados por las aspiraciones personalistas, el pueblo de las magníficas proclamas pasó a ocupar un plano menos que modesto, salvo en los días de elecciones, la unidad contra la tiranía se convirtió en la unión de los de la casta, del grupo o de la clase aspirante al poder o empeñada por mantenerse en el mismo. En total, muchas de las grandilocuentes declaraciones se archivaron en la memoria de los hombres, tan propensa a olvidar, y salvo en las conmemoraciones o en los libros de Historia, no repercutieron más o fueron tenidas por falsas en el recinto cordial secreto de muchos de los que antes las pronunciaban o las aplaudían. Sobrevino, pues, el natural desencanto que en su fondo traen todas las revueltas políticas y hasta las revoluciones, desencanto reducido ahora al mínimo por la distribución doctrinaria a palo ciego o por las purgas administradas en dosis masivas.

Si nuestros caudillos hubieran tenido más clara conciencia del destino de América, habrían demostrado solicitud por conservar aquello que con tanta impasibilidad dejaron hundir, o habrían robustecido aquello que; con ayuda de lo europeo, es decir con ayuda de la secular experiencia humana traída por el europeo, comenzó a florecer o floreció ya en lo social, en lo económico, en lo intelectual, en lo artístico. Pero en lugar de robustecer o siquiera de conservar lo acumulado durante los siglos decurridos en el pasado inmediato, todos por igual demostraron fervor en contra de ese pretérito que les concedía la base histórica y humana para operar: Bolívar y otros caudillos realizaron prodigios, por pertenecer a la clase de los criollos nobles y ricos. No se dieron punto de reposo hasta arruinar la economía urbana, semi industrial y, sobre todo, agraria: no descansaron hasta trastornar el ordenamiento social establecido y operante ya, por ser logrado en largo tiempo.

Confiaron demasiado en la improvisación, en la genialidad, en la intuición salvadora y momentánea, olvidando que lo humano se sedimenta secularmente, que la fisonomía lograda no es de accidental emergencia, que lo estatuido en los complicados meandros de la colectividad   —530→   tiene de común con la vida ciertos perfiles que buscan y ansían permanecer; olvidaron, en pocas palabras, que no se puede sacar de la nada un pueblo nuevo, máxime si se pretende llevarlo por la senda democrática del Estado de Derecho que, como ninguna otra forma de gobierno, exige lo preestablecido, es decir la formación cívica, la creación del ciudadano, que es lenta obra de afinamiento y de educación de la masa destinada a convertirse en voluntad soberana, y del individuo destinado a convertirse en gobernante o en magistrado.

La Revolución Francesa, mientras sus postulados no se hicieron vida humana, cayó en la Dictadura, evolucionó hacia el Imperio y en otras transformaciones sucesivas anduvo sin parar hasta que halló su sitio. Las repúblicas hispanoamericanas renguearon durante largos años hasta enderezar la vida colectiva en el sendero de las normas jurídicas adoptadas por los padres de la Patria, es decir hasta que tales normas jurídicas se convirtieron en manera de ser y de convivir, por lo menos en una respetable porción de ciudadanos. Solamente los Estados Unidos, por su mesura, por su previsión demostrada en grado máximo al no eliminar ni debilitar sus clases dirigentes en medio de la agonía revolucionaria, pasaron de un sistema a otro, superando de modo natural el primero, sin ruptura del plano histórico, sin negación de la escritura pretérita, sin esos levantamientos de la corteza aparente en los que el ojo perspicaz advierte graves oquedades producidas por olvidos más graves todavía. Se debe reconocer con justicia: los padres de la patria yanqui vieron mejor las cosas y supieron tenerlas en cuenta, conservándolas en su provecho, mejorándolas en provecho de la nación y respetándolas en su carácter sagrado de patrimonio de todos y de nexo con el pasado que, por muchas maneras, se incluye en la vida presente de los pueblos.

Junto a la imprevisión de los caudillos independistas quiero destacar otro hecho, éste sí muy curioso y decidor. Las repúblicas nuevas, agitadas con el desconcierto que les trajo la desorientación de sus políticos y legisladores bisoños, sacudidas con las revueltas que vinieron   —531→   en la cauda brillante de esos astros de primera magnitud como fueron los generales independistas, latigueadas con la fusta siniestra de las ruinas activas que aporta la guerra, no imitaron al pueblo de Israel, maldecidor e ingrato, como pocos. Las repúblicas hispanoamericanas no suspiraron por volver a las ollas de Egipto, por lo menos ninguna de ellas lo manifestó así, pensando con mayor acierto que vale más seguir el camino que remontar la pendiente, que vale más aprovechar la fuerza adquirida antes que anular la potencia inicial, que es inmensamente preferible encender una hoguera antes que seguir en la desorientación nocturna.

Los pueblos hispanoamericanos demostraron en esto, y en ciertas ocasiones en contra de los transitorios intereses de sus políticos y dirigentes, resignación histórica y buena fe con los principios aceptados. Acaso hubo en el fondo -por lo que se refiere a nuestro pueblo ecuatoriano- algo de la indolencia preincásica a la que reiteradamente me he referido ya. Sin embargo, no olvidemos que las últimas en abandonar sus simpatías realistas e hispanoamericanas fueron las masas populares. Ellas habrían retornado con mayor facilidad a las ollas de Egipto, si en estos países se hubiera sentido o siquiera presentido la necesidad de hacerlo. Pero no. No ocurrió tal cosa, sencillamente porque las repúblicas americanas nacieron a su debido tiempo. La emancipación política de Hispanoamérica, si hubiera acaecido prematuramente, al no evaporarse con las primeras y amargas experiencias de la vida democrática, cuando menos habría modificado los lineamientos generales de ésta. Pero consta a todo el mundo que ni uno sólo de los países antaño pertenecientes al Imperio español, abandonó su flamante condición de Estado de Derecho.



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ArribaAbajo Cómo comprender la emancipación política

Se ha vuelto usual englobar dentro del término independencia hechos diversos, heterogéneos y hasta antagónicos, reduciéndolos al común denominador del simplismo, acaso por la dificultad que se tuvo para verlos, tan prolijos fueron, en la real teoría desplegada por ellos sobre todo el Continente y en un lapso de tres décadas, más o menos. Los historiadores del siglo XIX, con algunas excepciones como la ejemplar de don Pedro Fermín Cevallos, meritoriamente anhelaron dar forma orgánica o, siquiera, completa al paisaje variado de aquel conjunto de sucesos, pero sin establecer las debidas diferencias o clarificar los acontecimientos con criterios rectores.

Lo que sí hicieron fue buscar un criterio estable que, se puede decir, lo consiguieron, pues allí han quedado las cosas enclavadas en sitio inadecuado, algunas, y en lugar extraño, otras más. Tal estabilidad ha regido, esta es indudable, y sigue imperando en la conciencia de la mayoría de los escritores hispanoamericanos. El lector habrá notado que, a lo largo de estas páginas, me he   —533→   abstenido en lo posible de usar el término independencia, usando, mejor, el de emancipación política, que me parece menos ambiguo, por tanto más adecuado y más verídico en relación con los hechos.

Estos, repito, fueron muchos, diversos, y hasta antagónicos; pero si se quiere verlos con un poco de orden, es preciso reducirlos, por lo menos, a las tres siguientes categorías: primero, el nacimiento de los nuevos entes históricos e historiables, nacimiento que aconteció de modo diverso y fue advertido en distintas fechas y de varias maneras -quien dio fe de tal suceso en el Ecuador, fue el Padre Juan de Velasco-; segunda, las contiendas y las campañas independistas que fueron de índole intelectual y de tipo militar, simples o interfiriéndose en actividad y grado diversos; y tercera, la constitución de los entes nacidos y autárquicos ya, en nuevos Estados de Derecho, constitución que no resultó ser pareja en la inmensa extensión de Hispanoamérica, pues hubo Estados que dieron en unitarios, otros en federales y, hasta, se formó una confederación de pueblos. He aquí, pues, una copia de acaecimientos a los que no es dable encontrar el denominador común, o a los que no podemos reducir a la denominación simplista. Aun cuando fueron todos tendentes a la misma finalidad.

La emancipación política de los pueblos hispanoamericanos desató multitud de hechos y pidió solución a -crecido número de problemas. Nos hemos engolfado en estudiar las causas de la independencia y casi hemos pospuesto, cuando no tratado de modo superficial, la finalidad humana que desató el anhelo independista y lo que a su paso llevó como toda avalancha, por delante. Esto no quiere decir que lo llevado por delante fuese implacablemente aniquilado. No. Por ejemplo: el impulso humanísimo y sincrónico, poderoso y juvenil -basta recordar los generales de veinte años surgidos por doquiera con esplendente gloria y personalidad- que latió en todos los costados de la emancipación americana, llevó por delante y hacia arriba el espíritu de los nuevos países, a una nueva altura donde se operó la transformación sustancial que nos ha dejado en el recinto jurídico   —534→   donde nos encontramos juntamente con una veintena de pueblos. Ante todo, es necesario comprender la emancipación política como un ascenso del espíritu nacional, como la cuarta subida que experimentó y como el cuarto avatar de su existencia, más rica y robusta, más consciente de su destino y, por tanto, mayormente responsable. Pero, ¿de qué tipo fue aquella ascensión?

Su importancia y calidad pueden medirse con las siguientes y escasas palabras: el paso al cuarto nivel significó para el espíritu ecuatoriano la transformación de la subconsciencia histórica en conciencia jurídica. ¿Y qué significó aquesto? Primordialmente dos adquisiciones. La primera: que el estado de latencia histórica en que permanecían las nuevas entidades recién cuajadas en el fondo de la era hispánica, es decir a fines del mil setecientos, se convirtiera en potencia y en actuación temporales, vigentes, espléndidas, juveniles, autónomas y capaces de resistir las circunstancias adversas que, en forma extraordinaria, les asaltaban a cada paso. La segunda: que la situación de juridicidad política -atisbos de democracia pero suficientes para encender la hoguera- en que fueron puestos los dominios españoles de América ante los acontecimientos de la Península invadida por Bonaparte y con motivo de la convocación de las Cortes de Cádiz, se desarrollara con lógica interna, aparejada a todo lo jurídicamente válido, y diera en la meta ansiada por los ideólogos del Nuevo Mundo formados, cual más y cual menos, en las doctrinas del racionalismo europeo del siglo XVIII -que eran el pan del día en estas tierras, en contra de todo lo que se diga sobre oscurantismo y opresión intelectual-, doctrinas que anhelaban el Estado democrático y lo mostraban como forma ideal de gobierno, encarnando en ésta la realización de los principios que más han movido a los hombres: justicia, libertad, igualdad, autogobierno...

Y luego de distinguir las tres categorías propuestas -por lo menos tres, insisto- y de considerar el ascenso del espíritu, que vino implícito en la emancipación, se vuelve inaplazable destacar lo fundamental de la misma,   —535→   sobre tanto de adjetivo y de transitorio que sobre ella acumuló la historiografía de los románticos. Con mejor cuenta de los sucesos, viéndolos por el lado interior de su fisonomía, que es la auténtica, acerquémonos a ellos sin la fastuosa garrulería conmemorativa y llevados solamente por la sincera devoción de lo que ahora somos, en virtud de lo que allí en ese nivel, logramos. Y llevados, además, por una moderna comprensión de los sucesos que necesitan expresarse en lenguaje siglo-ventino, y de tal manera ser asimilados por nuestro entendimiento y aproximados a nuestra simpatía. Cada siglo tiene su manera de amar y de odiar, de sentir y de comprender a sus antepasados y a los hechos que les legaron como gérmenes de valiosa convivencia y como motivos de división y distanciamiento.

Se hace hincapié en el triunfo de las ideas democráticas, involucradas en la llamada independencia, sobre las viejas doctrinas de un régimen autocrático; pero se deja celosamente rezagado el hecho que en estas mismas páginas he tenido la oportunidad de destacar con reiterada oportunidad, o sea el advenimiento de una nueva forma de existencia, más poderosa que todas las ideologías y doctrinas bebidas en los libros por los caudillos y los precursores, cuyo afán serviría en buena crítica, para establecer una más clara etiología y delimitación de los mismos hechos. Se consagran en bronces las actas de la independencia y las declaraciones de derechos de los ciudadanos, se apuntan sus fechas y se cree que a partir de esto somos nacionalidad, como si la nación fuese un establecimiento comercial fundado en mil ochocientos y tantos; y se olvida que tales actas, declaraciones y fechas no representan sino la partida de nacimiento o el certificado de llegada de nuestro espíritu nacional a un reciente nivel jurídicamente más alto que los anteriores.

Se sitúa por las más altas regiones de la gloria y de la fama la voluntad genial de los caudillos y se prescinde del valor inmensamente propicio y determinante de la llegada de veinte pueblos fraternos a la mayor edad histórica o, lo que es igual, a su capacidad para autodeterminarse. La conciencia reflexiva, la que vuelve sobre   —536→   sí, se convierte en autoconciencia y decide, es decir, asume su vida y responde. Pero llegar a la autoconciencia exige largo tránsito y el paso por etapas de sucesión temporal es dable soslayar u omitir, como se ha hecho hasta ahora con dolorosa ineptitud. Los modernos Estados occidentales llegaron a su madura conciencia nacional, luego de largo fermento en diez siglos operado en la edad media europea con materias primas proporcionadas por el mundo oriental y la cultura clásica. Nuestra edad media -donde fermentó el aporte europeo y la vida precolombina echó también su copioso jugo-, como he observado, duró solamente tres siglos y, al cabo de ese tiempo, desgarró el claustro materno, mejor dicho lo desgarramos para seguir el camino viviendo la juridicidad por cuenta propia, tras el grave y delicado e inaparente acto de asumir nuestra vida auténtica. Este acto íntimo, no historiado, difícilmente situable en el tiempo, claramente ubicable en la conciencia histórica, constituye lo más entrañable de la emancipación política de las repúblicas hispanoamericanas.



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ArribaAbajo Al llegar aquí, volvamos la cabeza

El título de este ensayo prometió hablar del hombre ecuatoriano. Voy dándole fin, y el lector supondrá que la promesa quedó incumplida, pues a lo largo de las presentes consideraciones sólo he hablado del espíritu nacional y de sus andanzas. ¿He tenido, acaso, la indiscreta actitud de limitarme a tomar el rábano por las hojas? ¿He olvidado los respetos que campean en favor de quien hace merced de tomar un libro entre las manos? No. Confieso sinceramente que no ha sido así. No he tomado el rábano por las hojas, no he esquivado el asunto medular, sino que lo he tratado desde un punto de vista no usual entre nosotros, prescindiendo del tema del hombre ecuatoriano en los aspectos sociológico, etnográfico o antropológico, tal y como frecuentemente se hace. Al comenzar lo dije: mi ánimo no es ver al ecuatoriano rodeado de disciplinas técnicas, sino considerar al mismo hombre en el campo abierto de la ética y de la Historia; no saber cuántos centímetros cúbicos de agua, sino qué clase de ideas caben en su cabeza; y sin que tal intención pretenda devaluar la intrínseca propiedad de las ciencias técnicas auxiliares o paralelas a la Historia.

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He puesto entre paréntesis, para decir con lenguaje de actualidad filosófica, tales vertientes del argumento, pues su fluencia copiosa y fácil de beber las ha transformado ya en temas triviales dentro de la producción científica o sociológica ecuatoriana. He preferido seguir, al vuelo, la ruta más complicada, más larga, más acorde con lo humano y con lo íntimo ecuatoriano, al mismo tiempo. Y bien, si no traté de este tipo de hombre siguiendo los aspectos usuales o frecuentes, y si me propuse hacerlo siguiendo una ruta radicalmente histórica, ¿de qué modo debí lograr este propósito? ¿Cabe, entonces, hablar de aquel hombre de otra manera que no sea investigando por su espíritu? Pues lo ecuatoriano, como todo lo nacional en cualquier punto de la Historia, no consiste en una realidad material, dada y conclusa como la extensión geográfica sobre la que se ejerce una jurisdicción, explicable sólo con el trato de las ciencias técnicas, sometida solamente a los métodos del análisis trivial. Consiste en una realidad de otra índole, en un estar allí para quienes saben descubrirlo, en un ente de latidos auscultables, con el audífono impar de la crítica interna; en fin de fines, consiste en una realidad espiritual. Y lo más característico: su ser no finca en un estado estático y dado de una vez para siempre, sino en una realidad dinámica, en constante formación y, por tanto, que viene dándose, desplegándose en una sucesiva marejada de encarnaciones concretas.

Pero no se debe confundir esta realidad espiritual con el espíritu de los historiadores, folkloristas, filólogos y estetas románticos. Para todos ellos el espíritu, mirado desde este alto mirador, constituye una realidad envolvente, predeterminada y determinadora del argumento, del clímax y del desenlace históricos. Aquí, en las presentes consideraciones, se trata del espíritu nacional en su más recto sentido y en su real manifestación; aquí se trata o se trató, mejor dicho, de aprehenderlo en sus tránsitos, en sus afanes por autodefinirse; porque en medio de lo transitorio humano, de lo que se va sin esperanza de retorno y de lo que llega con intención de suplantarlo, en medio de la amargura que produce la   —539→   sucesión de estas olas salobres, como es la tragedia humana de vivir sintiéndose vivir, surge la necesidad de lo permanente, se reclama algo duradero, se demanda insistentemente y sin cansancio la prolongación de lo fugaz.

Entre el hombre y el misterio se levanta el lindero de la muerte. Entre la finitud y la infinitud se yergue, conminatoria, la mano estricta de la muerte. Y ante ella, el hombre mortal dotado de la cruel urgencia de no morir, levanta la voz airada, aguza su ingenio de gusano perforador de lo insondable y trata de echar por tierra el lindero. Y lo vence. Y como trofeo ostenta su conquista: hombre y pueblos han conseguida no morir volviéndose memorables. Contra lo transitorio humano se ha descubierto, pues, lo permanente histórico. Esta permanencia demanda una memoria, esta memoria exige una conciencia, o sea, no logra hacerse sino en el regazo de un espíritu, del espíritu vuelto forma o categoría histórica y llamado desde antaño, con acierta penetrante, espíritu nacional.

Lo dicho nos lleva, como por la diestra, a comprender que si tratamos del hombre ecuatoriano en su más simple y fundamental esencia histórica, no podemos proceder de otra manera que viendo cómo se formó este tipo de vida humana que, incluida entre otras vidas parejas y semejantes, se ofrece, sin embargo, como realidad única, como ejemplo singular de existencia y como sustantividad actuante con modo y estilo peculiares. Definir al hombre ecuatoriano equivale a investigar por el proceso de su formación espiritual, que por su formación material inquieren otras ciencias que no son las históricas, precisamente.

Como fue este proceso, he diseñado en el presente ensayo, procurando destacar del mejor modo los cuatro niveles logrados en un camino ascendente que, si no es de constancia puntual, sigue curvas en las que siempre encontramos o el ascenso adquirido o el ímpetu por ascender. He señalado cuatro niveles, cuatro estaciones de paso, cuatro peldaños imprescindibles de nuestra configuración,   —540→   pero me he limitado a señalarlos, destacando lo esencial que cada un de ellos ofrece, o en cada uno de ellos sobreviene en el curso de la mentada configuración. El lector pensaría que más de un enfoque de los practicados no venía al caso; pero mirando ahora las cosas atinentes al espíritu nacional, desde el altozano de este propósito, hallará justificables algunas marchas que al principio las calificó de digresiones inútiles o impertinentes al asunto.

Ahora hemos dado en un respetable nivel histórico: esto resulta incuestionable. Mas no creo que dicho nivel sea definitivo: es suficiente volver la cabeza al camino recorrido para darnos cuenta de cómo el impulso que desde atrás nos alienta, no ha de dejarnos estacionados en un plano que, como todo lo histórico, acabará también por caducar. Lo vivo es movedizo, fluyente, cambiante, huye de la solidificación. Sobre todo es anhelante. Y de los anhelos, que son fuego interior y meta al mismo tiempo, parten nuestras manos, nuestros proyectos, nuestros lazos hacia el futuro.

Por el anhelo, que busca dar caza a la finalidad, quedamos entrampados en la red definitoria de la misma. Si nos detenemos a considerar el argumento de la existencia histórica, veremos que el hombre que se ha vuelto memorable, aquel que ha llegado a adquirir un tipo espiritual definido entre los demás hombres y pueblos, se encuentra atado con igual fuerza al pretérito que le impulsa y al futuro que le desafía. ¿Qué nos liga más en la urdimbre de motivaciones y finalidades, de causas y de antecedentes que tejen nuestra vida? ¿Sólo el regazo, que es pasado; o sólo el reto, que es futuro? Pero ¿alguien ha demostrado ya la falsedad absoluta de la enantodromía o camino de los contrarios que, con las prolijas enseñanzas de los movimientos del amor y del odio, mostraban los más viejos filósofos helenos? ¿Y alguien ha enumerado ya, en forma racional y plena, los caminos del Señor?



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ArribaAbajo Pero, ¿existe un camino singular?

Una tradición respetable se ha impuesto entre los escritores de la Historia del Ecuador: concebirla en compartimentos separados, casi incomunicados, cuando no hostiles entre sí, buscando entre sus fronteras motivos de antagonismo antes que descubriendo la continuidad establecida por la existencia entre los sectores vivos y temporales que la componen. Tomemos el caso de la república y enfrentémosla, según el uso general, a la llamada colonia. Para casi todos los escritores de la república ésta representa, en absoluto y en los detalles, una vida organizada opuestamente a la colonial, pues entre una y otra se han instalado, con ligereza crítica e ideológica, tabiques impermeables que conducen a una solución de continuidad, que ha resultado muy nociva.

Es cierto que entre las dos porciones históricas hay un rompimiento ideológico y, más todavía, una oposición jurídico-política. Pero es muy cierto que entre ambas existe una hondísima continuidad vital, que no se ha destacado con vigor, pues nuestro empeño va, en contra de lo sensato, aniquilando los nexos establecidos por la   —542→   convivencia o tratando de aniquilarlos por el desconocimiento que tenemos de los mismos. Cuando hallamos una contradicción o una oposición, la soslayamos o destruimos uno de los elementos opuestos. Pero esta actitud es la del avestruz y no la del espíritu crítico, llamado precisamente a dilucidar la oposición o a ver si realmente existe el nudo contradictorio.

En el caso puesto aquí como ejemplo, tal oposición no existe, ya que no pueden oponerse dos hechos o dos conjuntos de hechos que gravitan en planos temporales diferentes. Entre ellos habrá incongruencia, pero no oposición, menos polaridad contradictoria. Miremos qué fue, en verdad la supuesta oposición política, verbi gratia: ¿fue un cambio de forma histórica o un cambio de forma de gobierno? Para que hubiese existido cambio de forma histórica, era preciso que se aniquilara, se volviera nada todo lo anterior, que se tornara a comenzar, que racial, espiritual y culturalmente nos vaciáramos en otros moldes. Y esto no sucedió, en verdad. Lo que hubo fue cambio de forma de gobierno, doloroso cambio, trágico, adquirido a costo humano altísimo, cambio en el que se cometieron errores que llegaron a comprometer seriamente la existencia de las nuevas repúblicas. Pero hubo simple cambio de forma política o de gobierno: de la autocrática, a la forma democrática del mismo; la sustitución de un régimen caduco ya, con otro históricamente floreciente. Dicho cambio se podrá encerrar en una fórmula: paso del Estado de arbitrio, al Estado de Derecho. Los ejemplos de aparente oposición se pueden multiplicar en lo social, en lo artístico, etc., con análogo resultado.

Pero esto ¿qué significó en último término? ¿Un divorcio con el pretérito, un salto sobre tres siglos de vida hispánica y un absurdo querer remontar el tiempo y tomar las cosas en una fuente histórica remota ya e históricamente irrecuperable? No. Las bruscas rupturas de criterio que he señalado, no llegan a eliminar lo permanente que el período hispánico legó a la república, del mismo modo que lo permanente del Incario se incluyó en la vida española del Perú y del Reino de Quito, en   —543→   aquella que trajeron intacta los españoles y aquí se mezcló y tomó nuevos jugos. Veámoslo con brevedad. La república nació sobre dos sólidas bases establecidas por el régimen peninsular, en las que puso este régimen todo su empeño, que las cuidó por ser plantas de su propio clima trasladadas al vivero americano: primera, el afán de buscar siempre el tercer producto racial y, una vez logrado conservarlo; y, segunda, los organismos municipales conocimiento de la convivencia.

La importancia histórica de la primera base no es necesario reafirmar, pues lo hispanoamericano es nuestra vida y nadie tiene para qué ponderar su propia vida, cuando nota que está viviendo con naturalidad y sano goce. Lo que sí cabe afirmar es que una de las pocas naciones que no ha practicado ni teorizado el racismo fue y sigue siendo España. Su obra de fusión humana operada en América desde la primera hora del Imperio, es tan alta, tan clara y tan noble, qué ante ella cualquier ponderación es mínima. Sin embargo, no me privo de la satisfacción de transcribir una cita del Inca Garcilaso, al respecto:

«A los hijos de español y de india o de indio y de española nos llaman mestizos, por decir que somos mezclados de ambas naciones; fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en Indias, y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me lo llamo a boca llena y me honro con él».



Esta bella lección del Inca Garcilaso debería ser comprendida y practicada por muchos desconocedores de la realidad fundamental de nuestros países: la de que somos tercer producto, resultante histórico y, por tanto, el único producto auténtico de esta tierra americana; pues primitivos y españoles son igualmente extraños a ella, son trasplantes circunstanciales y antecesores de nuestro brote mixto, ocurrido en nuestro suelo, brote mixto que es el único llamado, con pleno derecho, a hacer la Historia en Hispanoamérica. Todo lo que se plantea fuera de esta área de verdad, resulta falso, artificioso, enemigo le la vida auténtica del Continente Nuevo, teórico sin   —544→   fundamento, levantado por la faramallería pseudo política o pseudo científica. Ni lo llamado indigenista, ni lo europeo, ni lo saxoamericano de importación, de imposición: nada más que lo vivo que vive en Sudamérica, o, mejor dicho, en Hispanoamérica, es decir nada fuera de lo verdadero fundido, fusionado, mixto o mestizo. Cualquier interpretación histórica o sociológica miente, si no da comienzo en este hontanar de la verdad.

Por lo que toca a los organismos municipales, cabe decir que son la base de nuestra convivencia social y política, y tienen en el ánimo popular -fuera de las horas de aguda propaganda electoral, se entiende- más arraigo que las instituciones constitucionalistas, foráneas y nuevas si se las compara con la tradición cuadricentenaria de las otras. La vida de una cualquiera de nuestras urbes comienza, alienta, prospera, se define, se justifica y se ennoblece por sus raigambres municipales. Si suprimiéramos el municipalismo, todo el aparato constitucional quedaría en el aire. Tal como si suprimiéramos -absurdo de los absurdos- el mestizaje formado por la fusión humana y la mezcla cultural, la nacionalidad quedaría reducida a la sombra de un gran nombre, como dice el verso del poeta latino.

En verdad, no se pueden romper aquellos perfiles del contorno humano que aspiran a ser permanentes, sin atentar con sevicia contra la existencia del cuerpo histórico. Y la mala comprensión de tales perfiles duraderos, ha sido casi siempre un copioso manantial de errores, como ha ocurrido en la andanza de muchas repúblicas hispanoamericanas, dejadas tantas veces a merced del oleaje, sin otro norte que la mezquindad miope de falsas trayectorias emprendidas contra la natural y real esencia de nuestra vida. El olvido y la aversión hacia lo colonial, subsistente en la vida republicana, ha sido causa de fracasos que no deberíamos permitir siga produciéndose, estando en nuestro ánimo la posibilidad de comprender con justeza. ¿Por qué negar los sucesos acaecidos y por qué renegar de ellos, sobre todo? ¿Por qué restarles el valor que en el fondo de nuestra existencia   —545→   colectiva tuvieron, tienen y seguirán teniendo? Hay que comprender la Historia tal como se ha formado y no pretender adecuarla a un tono teórico, casi siempre gris y paupérrimo, si lo comparamos con la opulenta realidad, tono mezquino, pobre de colorido y desnudo de las más ricas posibilidades que da siempre la vida.

Vino el Incario y arrasó con lo anterior, más que nada con las instituciones anteriores -pocas y débiles, naturalmente-, pero lo que fue vital y duradero no fue destruido, sino, más bien, recogido para integrarlo en el nuevo conjunto; y el Inca, demostrando gran sensibilidad de las cosas, modeló y remodeló su política, adaptándola a las condiciones humanas que encontró, ensayando una respuesta original a la incitación que antaño desconociera, llegando al extremo de atentar contra la divinidad de su casta y emparentar con la estirpe vencida. A su vez el Incario, arrasado por la conquista española, tampoco fue anulado en sus raíces más hondas y nutricias -las de la vida sirvieron para crear la nueva raza-, muchas quedaron intactas, y ciertos logros y anhelos permanentes de duración pasaron al régimen español instaurado en el Nuevo Mundo. Numerosos aspectos de la política autocrática española se remodelaron al contacto de la autocracia derrotada en América. Pero a diferencia de estos traslados parciales, lo obtenido en tres siglos de fusión pasó, como un enorme legado, de modo íntegro y total, a servir de base a la existencia republicana.

Si tomamos en cuenta estos sucesos, la buena crítica nos llevará a suponer que la Historia del Ecuador, sin soluciones de continuidad, sin los excluyentes dogmatismos y antagonismos que imperaron en la mente de los escritores del siglo XIX, sin la tendencia a la disgregación y al desperdigamiento; nos llevará a suponer que la Historia del Ecuador, repito, debe rehacerse sin demora. Nuestra verdad histórica es un solo organismo, y, por más que entre sus partes haya relativa polaridad de funciones y sucesos, acostumbrémonos a mirarla como es: unidad de espíritu, proceso ascendente que lo configura de modo pausado, prolijo y sin perturbaciones.   —546→   Parece que los sucesos hubieran tenido un ojo más claro que el de los historiadores. La obra histórica es así: camino de contrarios, camino oculto para la mirada de los contemporáneos -cuán pocos son los clarividentes de toda la humanidad-, pero teoría que se abre en luz y en bello espectáculo cuando, acaecidos los hechos, se los contempla sabiendo contemplarlos. Y así verlos con el ritmo interior que traen, acompasados al ritmo cordial, ora lentos, ora apresurados, aquí tibios, allá ardientes, en un lado decaídos, en el otro altivos; pero en todas partes humanos y dignos de humana simpatía. «Dios ha construido el orden de las edades», dice San Agustín en La Ciudad de Dios, con una serie de contrastes, como acabada poesía





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ArribaAbajo Para entender bien al Ecuador

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ArribaAbajo Ante todo, el problema de la verdad

Comienzo por él porque constituye uno de los signos capitulares de la Historia. Así como la doctrina del historiador constituye la primera categoría histórica, la verdad constituye su primera realidad. Todos la buscan. Todas dicen amarla. Pero no todos la tratan bien. La verdad histórica necesita un doble y delicadísimo tratamiento: primero, saber encontrarla; segundo, saber alojarla en el propio criterio, vistiéndola con lo que desde siempre se ha llamado opinión personal. Si muchas veces no se fracasa en el viaje emprendido y en pos de ella, fracasamos en el empeño de expresarla a nuestro modo, porque entonces la desfiguramos, e incontables ocasiones la desfiguramos honradamente.

El caso del doble tratamiento me permitiré ilustrar con un ejemplo. Si investigo en las letras francesas, encuentro que Voltaire es el escritor más fluido uno de los más elegantes y precisos, claro hasta la trasparencia, uno de los mejores de su tiempo y de toda la vida literaria gala; y confieso que es un estilista de primer orden y hasta subyugador y, a veces, encantador. He aquí la   —550→   verdad encontrada. Pero si alguien me pregunta por la opinión que personalmente guardo sobre este escritor, le diré que me desagrada y que me causa repugnancia, como todo espíritu superficial y fácil que se las echa de profundo, o como todo ingenioso que hace profesión de tal durante las veinticuatro horas del día. He aquí lo que Voltaire es para mí, sin que esto niegue en lo más remoto las grandes cualidades intrínsecas del literato.

Con respecto a la verdad histórica, los que de ella escriben en Hispanoamérica encuentran severas y abundantes enseñanzas en los clásicos del tema, o sea en los cronistas. Recordaré, por la forma en que denunciaron su actitud honesta, la doctrina moral de tres de ellos: Fernández de Oviedo, Cieza de León y Bernal Díaz del Castillo, emocionados relatistas que descubrían el mundo americano en las letras, no sólo para los espíritus cultos interesados en el hallazgo ecuménico, sino también para cuántos deseaban entonces saber lo que ocurría tras el silencio oceánico.

La cita de Bernal Díaz del Castillo es breve y merece esculpirse en el frontis de todo edificio levantado a la verdad:

«La verdad es cosa bendita y sagrada, y todo lo que en contra de ella dijeren, va maldito».



Pedro Cieza de León, en el Proemio y en el capítulo II de la primera parte de su Crónica del Perú, dejó caer advertencias que son guías durante el largo tránsito de su relato enciclopédico:

«...porque a los grandes juicios y doctos fue concedido componer historias dándoles lustre con sus claras y sabias letras, y a los que no son tan sabios, aun pensar en ello es desvarío». «Y si no va escrita esta historia con la suavidad que da a las letras la ciencia ni con el ornato que requería, va a lo menos llena de verdades, y a cada uno se da lo que es suyo con brevedad, y con moderación se reprenden las cosas mal hechas». «Lo que pido es que, en pago de mi trabajo, aunque vaya   —551→   esta escritura desnuda de retórica, sea mirada con moderación, pues, a lo que siento, va tan acompañada de verdad». «...lo cual yo anduve todo por tierras y traté, vi y supe las cosas que en esta historia trato; las cuales he mirado con grande estudio y diligencia, para escribir con aquella verdad que debo, sin mezcla de cosa siniestra».



Mas por lo menudo y destacando el pensamiento con figuras bíblicas, lo dice Gonzalo Fernández de Oviedo en su Libro de la Cámara Real del Príncipe, del que se traslada la siguiente cita, puesta ya en ortografía moderna:

«Historiadores y cronistas son en la real casa oficio muy prominente, y el mismo título dice qué tal debe de ser, y de qué habilidad el que tal oficio ejercitase, pues ha de escribir la vida y discursos de las personas reales y sucesos de los tiempos, con la verdad y limpieza que se requiere. Oficio es de evangelista, y conviene que esté en persona que tema a Dios, porque ha de tratar de cosas muy importantes, y débelas decir, no tanto arrimándose a la elocuencia y ornamento retórico; cuanto a la puridad y al valor de la verdad, llanamente y sin rodeas ni abundancia de palabras, pues que son memorias que han de durar más que los reyes y vida de príncipes a quienes sirven; pues es notorio que sin el que lleva salario de tal oficio, no han de faltar otros muchos que sin ese interés escriban eso. Plega a Dios que cuantos tal ocupación tomaren hablen verdad, porque no les comprenda aquella sentencia infalible de la misma verdad y Sagrada Escritura, que dice: Os qued mentitur occidit animam. Paréceos y que será amargo escotar de salario, el de aquel que tales dineros llevare mintiendo! Para que tanto mal se excuse, es menester que todos los súbditos roguemos a Dios que haga tales los príncipes, que sin adulación se pueda decir de ellos todo bien; y que no tenga qué reprochar, ni los cronistas que pagar en la otra vida».



Hubo una época, prolongada lamentablemente por cierto género de escritores hispanoamericanos, en la que   —552→   los cronistas fueron, cuando menos, desdeñados: éstos, debido a que no dijeron las cosas al gusto complicado del paladar romántico liberal; aquellos, en razón de que no exageraron las cosas americanas en favor de los vencidos. Hasta hoy, a mediados del siglo XX, y después de cumplidas y prolijas tareas críticas desarrolladas en torno de Sarmiento de Gamboa y de su obra, hay quienes le denigran y le acusan de enemigo de los Incas y de su organización política; cuando este escritor, tanto o acaso más que Cieza de León, dispuso del documento vivo donde se informó de manera directa, consignando por escrito lo que oía, después de haber escuchado todas las versiones posibles y después de haberlas confrontad o con los mismos de quienes recopilaron los datos, teniendo el cuidado de leer a los interesados -cosa de ochenta curacas de la nobleza cuzqueña- aquello que había redactado. En el siglo XIX y todavía en el presente, ¿cuántos historiadores hacen de la verdad un culto sagrado y parten de premisas críticas y morales tan firmes y claras como estos tres -que no cito sino a tres- cronistas que he recordado?

¿Qué se ha hecho con la verdad? No podemos negar que se la ha buscado con empeño y hasta vale la pena consignar que ha sido encontrada con gozo; pero no se ha dado el trato que merece su excelsitud, pues la verdad es un cuerpo orgánico de naturaleza muy complicada, lleno de partes, de planos, de pliegues: me refiero a la verdad histórica. No resplandece con igual sencillez que un teorema de Matemáticas bien demostrado; y aun cuando nos satisfaga más, porque su condición rima con nuestra existencia, no podemos negar que es una verdad difícil. Mostrarla, por consiguiente, es más difícil todavía. De allí que sea tan usual escamotearla y, sin querer, dejarla maltrecha. No se necesita mentir para defraudarla: honradamente se llega a herir su intimidad y se la deja sin remedio posible, arrojada al paso, para pasto de la curiosidad malsana.

Con la verdad histórica ha sucedido en Hispanoamérica algo parecido a lo que ocurre con la pintura tenebrista. Una gran parte de la verdad se ha sumido, por   —553→   acción o por omisión, en la penumbra. Se han perdido los perfiles que la destacaban en su total realidad complicada y orgánica, y han quedado a la vista directa sólo esas partes más iluminadas o de primer plano forzoso que el historiador no ha podido escamotearlas o han pretendido sean las más salientes de su cuadro. La técnica del claroscuro agudizada en la pintura tenebrista deja ver sólo aquello que el pintor se propone: el resto queda en la tiniebla y aun cuando no haya sido soslayado por el espíritu del artista, el ojo del contemplador necesita mucho esfuerzo para descubrirlo. El que quiere ver el resto de una figura tenebrizada, necesita recurrir a su imaginación, pues la realidad corpórea ha sido tratada solamente en una parte. Igualmente con lo histórico: los tenebristas del siglo pasado, sobre todo, los que luchaban contra el oscurantismo colonial, según rezaba el sobado marchamo, ostentando parte de la verdad, hundieron en la bruma ideológica otras partes de ella y contribuyeron a que, poco a poco, se fueran perdiendo los perfiles que destacan los sucesos y les dan forma y existencia histórica real y cabal.

Una cosa es la verdad que se trata de poner por delante y otra la verdad en sí misma. La opinión no tiene derecho de emplear el tenebrismo capaz de deformarla; cuando más, puede usar de él como elemento retórico de contraste, pero no como de instrumento para investigar la verdad o como pantalla para exhibirla. La técnica adecuada a ella es la del campo abierto, la de la luz total, la de la atmósfera envolvente, porque la Historia no acepta las medias tintas. Una mentira es menos nociva que una verdad histórica tenebrizada. En técnica moderna, tanto en pintura como en Historia, hasta las sombras tienen que ser sombras de color. Es preciso que no haya más planos difusos, que no haya más perfiles o figuras sugeridas, que no haya más inconsistente bruma donde exige campear la realidad humana. Cualquier enfoque necesita principiar por esto: saber que una cosa es encontrar la verdad y otra el modo concreto de tratarla; saber que la verdad histórica objetiva no está reñida ni puede ser maltrecha por la opinión personal. En   —554→   otras palabras: saber que la opinión ha de ser más opinión, que los hechos se han de levantar del fondo de sí mismos, a veces desafiándonos, y que nosotros no podemos deshacerlos, o sea aniquilarlos, porque ni Dios con su poder puede hacer la nada. Luz total, para la realidad total: he allí la técnica mejor.



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ArribaAbajo Nuestra historia no es independiente

La verdad histórica, repito una vez más, es orgánica y complicada. No hay sucesos aislados. Todos se complican y se imbrican en sistemas y organismos cada vez más extensos y difíciles de separar. Cuando mentalmente aislamos un suceso histórico, lo desatamos de todos los demás que lo sostienen y nutren. Con una hermosa imagen, Ortega y Gasset lo mostró a los historiadores: en la punta del puño de Bruto concurre toda la vida de la Roma patricia. El suceso histórico no puede ser aislado sino mentalmente. La realidad se opone, en cambio, a desvincularlo del organismo vivo al que pertenece. Lo que ocurre entre los hombres y gracias a ellos está, pues, sometido a una complicadísima función de dependencia orgánica o de sistema lógico, sin que esto signifique mengua o amputación de la libertad con que los mismos hombres han obrada y obrarán por siempre.

No entendemos el hecho ni logramos explicárnoslo si le separamos de los hechos. Pero en lo que llevamos escrito sobre nuestra Historia ecuatoriana tal cosa no se ha visto. Y lo digo, quizás, porque se comenzó a escribir   —556→   en el siglo pasado -el que más gravita, en definitiva, sobre el nuestro- a la lumbre de las ideas independistas y al calor de las campañas que desataron. Considerar una realidad dependiente o escribir la palabra dependencia sonaba, entonces, a herejía. Cuando estudié el romanticismo histórico de don Pedro Fermín Cevallos, recordaba cómo el historiador no las tenía todas consigo cuando hablaba de la Gran Colombia, sencillamente porque no era comprensible para él como, después de la emancipación de los países americanos, pudiera haberse permitido la subsistencia de países dependientes o interdependientes.

Pero lo cierto es que la vida de los pueblos, como la de los hombres, no alcanza a ser plenamente si no es convivencia. Ni hombre aislado y conclusa, ni pueblo aislado y concluso. Toda la existencia de personas y sociedades consiste en un ir haciéndose con el auxilio mutuo: nadie se excusa de ello, ni el adversario porque la polaridad también configura. Es usual ver, un suceso borroso patentizándose merced al contraste, y con frecuencia la acción del protagonista halla definición en la actividad del antagonista. Esto por lo que se refiere a las superficies, que en cuanto a las profundidades, el más simple suceso demanda una cadena de acontecimientos anteriores, parejos o consecuentes; y si alguna vez tomamos aisladamente uno solo, como le ocurre al cazador de volatería, vemos levantarse una bandada que nos asombra. Un tapiz no se explica ni se manufactura con la materia prima de un hilo solamente: es una multitud de ellos, ordenada y tramada, la que conforma y da sentido al asunto.

La Historia del Ecuador se hace, pues, en función o en dependencia de otras y su claro entendimiento no puede consistir en el paréntesis o en el encierro de la realidad dentro de unos límites que, al cabo, son los del criterio del historiador. Las limitaciones que éste quiera imponer en el tiempo, las separaciones del espacio y los valladares geográficos son, desde este punto de vista, simples cortes mecánicos impuestos desde fuera, unos por arbitrariedad injustificada, otros por razones metódicas   —557→   o exigencias políticas. Una certera ubicación de los hechos en su claro ambiente y en su luz total, comienza por exigirnos que desterremos las formas segmentadas de comprender, aun cuando se piense con poco tino, desde luego, que tal guisa de historiar prolonga el relato o complica el criterio. Pero es menester que pensemos: ¿tiene el historiador algún derecho para simplificar lo que de suyo es complicado, o para acortar lo larga y prolijamente acontecido, si es que se precia de veraz y respetuoso de la objetividad? La costumbre de escribir manuales de Historia ha contribuido a estropear el criterio histórico.

Hay que considerar la situación de nuestro acontecer tal como fue. No es posible hablar de prehistoria ecuatoriana sin hallarnos imbricados en una serie de problemas extraecuatorianos. Hay algunos cuyo alcance va más allá de Colombia, hacia Centroamérica, hasta las Antillas, por un lado; por el otro, hacia Alaska y Asia; por otro hacia las islas del Pacífico y llega a Australia; quizás también, sobre el Atlántico, debamos llegar hasta el Continente africano. Ni las razas, ni las artes, ni las lenguas de aquellos pueblos se nos volverán comprensivas en sí mismas; para ver a dichos pueblos en su ser necesitaremos acudir a la manera de ser y actuar otros pueblos extraños, extraecuatorianos, cuya vida se incluye, indirectamente; en la nuestra, modificando o robusteciendo la raíz ecuatoriana.

Y cuando en el segundo nivel de nuestra configuración, o sea bajo el dominio incásico, penetramos para comprender la Historia, sin lugar a duda, sin que pensemos menoscabar lo propio ni exaltar lo ajeno, del modo más natural, incluimos la historia del Tahuantinsuyo en el monto de los sucesos ecuatorianos. ¿Comprenderíamos a fondo el sentido del casamiento de Huayna Cápac con la quiteña; si no hubiéramos investigado la historia dinástica del Incario, su contenido dogmático y los principios teológicos y teogónicos de donde arranca y en los que se respalda? Y lo propio se debe decir de muchas modalidades del alma campesina del Ecuador, inentendibles   —558→   si no vertemos la tradición incásica en las formas de existencia ecuatorianas. Ni la actitud del pequeño propietario ante la tierra, ni las vinculaciones que aún subsisten en la parentela, en la vecindad, en las relaciones interhumanas del campesino, se transparentarían o volverían inteligibles si, llevados de un ecuatorianismo total, cerráramos la ventana y no permitiéramos que del sur, de la tierra de los conquistadores del sur, nos llegue un haz de luz todavía actual, para iluminar desde el pasado algunas parcelas del presente.

Y no se diga cuando el español trajo al Nuevo Mundo la cultura europea del Renacimiento. Cómo se complicó entonces nuestra existencia y cómo por todas partes surgieron vínculos cada vez más complejos, más numerosos y más prolongados en sus raíces o en su alcance. Reflexionemos en lo que significó la creación del Real Consejo de Indias, lo que de tradicional europeo hubo en ello y lo que de flamante novedad se injertó en la añeja concepción de estatutos y formalidades acarreadas desde el fondo de la evolución jurídica española hoy sacudida al contagio de sucesos imprevistos e imprevisibles. Sobre las palabras Consejo de Indias, como sobre una cariátide enorme de estilo mixto, se asentaba un peso formidable: representaban lo viejo renovándose allá en España y la novedad introduciéndose en el Nuevo Mundo en forma de categorías y maneras de existir antaño inéditas. Y reflexionemos, además, en que las cosas de Flandes influyeron en las de América durante el reinado de Carlos V, en que las cosas de Inglaterra influyeron en las de América durante el reinado de Felipe II, en que las cosas de Francia influyeron en América: durante la era de los Borbones entronizados en España. Hemos olvidado estos sucesos y por ello resulta manca, por varios lados la comprensión histórica de nuestro pretérito.

La vida de los Virreinatos de Lima y de Santa Fe, para acortar un poco el área de las consideraciones presentes, se incluyó de modo natural en la vida de la Audiencia quiteña. ¿Comprenderíamos el sentido real del pleito limítrofe, que por dos lados ha sostenido el Ecuador   —559→   con sus vecinos, si olvidáramos las andanzas de la Audiencia adscrita ora a Lima, ora a Santa Fe? Además, la Presidencia de Quito y todos sus asuntos administrativos y judiciales dependían del Virreinato y de las decisiones de éste, cuando no se trataba de la apelación directa al Real Consejo de Indias. Por tanto, los actos gubernamentales y las vicisitudes virreinaticias pertenecieron a la Real Audiencia de Quito. Y lo mismo ocurrió en el ordenamiento eclesiástico. Siempre dependimos de vinculaciones remotamente anudadas, y nuestra iglesia marchó concorde y organizada con las demás de América. Las vinculaciones sociales, por su parte, llevaron a nuestros abuelos por iguales caminos: relaciones con el extraño, nexos con lo de fuera, atención decidida y favorable a todo lo que llegaba de lejos o de cerca y emparentaba con troncos sembrados ya aquí. Últimamente, gracias a los papeles meticulosos de la Casa de Contratación de Sevilla, del Consejo de Indias y de otros organismos oficiales, se ha elaborado el catálogo de los españoles que pasaban el Nuevo Mundo. Con sólo esta nómina de nexos de la historia social y política de América se han estrechado y multiplicado prodigiosamente.

Se podría creer que con la llamada independencia todo aquello terminaría. Y no sucedió así. Nada hay más dependiente que la llamada independencia. La fuerza humana histórica puesta de relieve con las campañas independistas y con la subsiguiente emancipación política, fue un impulso que nos movió en función de otros pueblos y que, recíprocamente, movió a otros países en armonía con el ánimo de los pobladores de la Presidencia de Quito. Si no fuera así, no se explicaría el ascenso de Bolívar, la protección de su sombra desde Caracas hasta la Paz, la integridad constitucionalista que surgió en reemplazo del centralismo monárquico, la contextura de la Gran Colombia y otros sucesos de gran potencia histórica. La mayor edad del Nuevo Mundo español fue un suceso sincrónico y que nosotros debemos estudiar sincréticamente incluyendo, no sólo por exigencia de método sino por vía natural, lo extraecuatoriano   —560→   del acontecimiento, en el fondo de la Historia del Ecuador.

Y, por fin, los años de la República tampoco se resignan a ser comprendidos de manera aislada. Por ejemplo: quien olvide nuestra dependencia económica, vivirá en un paraíso de inocencia envidiable, como si no hubieran pasado sobre él las olas de crisis y angustia desatadas sobre el mundo desde fines del siglo anterior. ¿Cuál es el país americano que puede ufanarse de enfrentar solo a la esfinge o de resolver solo, así mismo, el nudo gordiano de la economía? Ni antaño era dable aquesto, mucho menos a la altura de nuestro tiempo. Y lo que digo de la economía se extiende a los problemas sociales, a la legislación, a las relaciones de cultura, a la defensa del Continente y, en fin, a todo el cúmulo de cosas concretas e inesquivables que hacen de Hispanoamérica un mundo peculiar, incluido en otro mundo más general que es América. El Ecuador no es una unidad aislada o absoluta en los dos mundos que acabo de nombrar, ni podría mantenerse como una mónada cerrada sobre sí. Se halla incluso en dos organismos, Hispanoamérica y América, cultural el uno y geográfico el otro, y de ellos no logrará salir sino a trueque de amputarse y, por ende, a trueque de imposibilitarse como realidad histórica total.



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ArribaAbajo El período hispánico no fue uno solo

Encontramos, casi sin excepción, englobados en el ambiguo término colonia, tres siglos de existencia no uniforme, un cúmulo de sucesos de diverso signo, años de crecimiento, de plenitud y de menoscabo, es decir hallamos bajo dicho término situaciones históricas opuestas. Y tanto hemos simplificado que por lo general se consideran sinónimos términos como éstos: colonia, obraje, mito y encomienda. Para muchas mentes, hasta pocos años hace, colonia, no significaba sino una serie monótona, insípida, injustificable de años de opresión, donde no había sucedido otra cosa fuera del desenfreno infame de los españoles que extorsionaban a los infelices indios sojuzgados, con ayuda de tres instituciones igualmente monstruosas y criminales; la mita, el obraje y la encomienda. Esto era lo que, poco más o poco menos, sabía cualquier flamante bachiller o todo ecuatoriano medio, sobre un largo tiempo decurrido desde el siglo XVI hasta comienzos del siglo XIX: cosa de trescientos años, los más importantes para la formación y vida del Ecuador y su conformación espiritual, años más importantes quizás que los cientos y tantos del período republicano.

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Sin embargo, aquel período tan ligeramente simplificado, no fue uno solo. Por lo menos, y de modo externo, se dividió en dos: la era de los Austrias y la etapa de los Borbones. Y para mayor exactitud, el primero debería dividirse en otras dos porciones: la que se inicia con los Reyes Católicos y llega a la plenitud con los grandes Austrias, Carlos V y Felipe II; y el que, en seguida, se muestra como un período de conservación de lo establecido en el Imperio y, sobre todo, en el Nuevo Mundo. La etapa borbónica, afrancesada, no sintió las cosas de América del mismo modo, y durante esos años la colonia entró en decrepitud temprana o en decadencia. A cuántos gustan hacer divisiones externas y metódicas, el anterior repartimiento de los siglos coloniales, debería agradarles, pues corresponde a cambios profundos operados en la Historia del Imperio español peninsular y ultramarino.

Los Reyes Católicos fueron los fundadores de la extensa organización política: ellos crearan las primeras normas y las instituciones nuevas, tomándolas de la tradición española para adaptarlas al orden americano, hallándolas en el medio donde surgían tumultuosamente, creándolas originales para acontecimientos imprevistos o posiciones humanas originales también. Se comenzó capitulando con Cristóbal Colón y luego después con los descubridores y navegantes que le siguieron, pero desde el primer momento se estableció el Almirantazgo de las Indias para el Descubridor, y luego se instituyeron los virreinatos -Colón fue también virrey-; en seguida los cargos y funciones de gobernadores y adelantados; por fin, los capitanes generales y las justicias. Sobre todo ello, vigilándolo y organizándolo, se constituyó el Real Consejo de Indias, análogo al de Castilla y otros existentes ya. Este lineamiento general no fue modificado en sustancia, aun cuando es cierto que lo legislativo y lo administrativo llegaron a acondicionarse, desarrollarse y agigantarse con Carlos V y Felipe II.

Sin hipérbole alguna se puede decir que la organización de América en el marco de un Estado se debe a   —563→   estos dos monarcas, creadores también entre otras cosas, del Estado moderno administrativamente centralizado. Ellos presidieron el gran debate sobre la calidad moral y la condición política y humana de los primitivos moradores de América, ellos legislaron viva y copiosamente sobre el cuerpo inestable de los sucesos del Imperio ultramarino, ellos delimitaron con precisión las funciones y atribuciones de los encargados de gobernar, administrar justicia o realizar actividades fiscales, financieras o económicas en el Nuevo Mundo; ellos crearon los juicios de residencia y las visitas a dichos empleados y funcionarios, establecieron las audiencias y determinaron las competencias de los jueces en lo civil y en lo penal, dieron las principales ordenanzas para el régimen de la sociedad, del cabildo y de la vida agraria; ellos crearon las primeras y grandes Universidades, dotándolas de privilegios y de prebendas, enviaron los primeros grandes artistas y desataron el vuelo de la emotividad mestiza en la escultura, en la arquitectura y en la pintura; ellos, en fin, establecieron la Casa de Contratación como escuela de pilotaje, de marina, de cosmografía y de ciencias naturales, emporio al mismo tiempo del intercambio municipal de los productos de América, Europa, Asia y África, y ojo abierto sobre la condición moral y la calidad personal de los que pasaban al Nuevo Mundo.

La segunda época de los Austrias, que va desde Felipe III hasta Carlos II el Hechizado, es una época en que se trata de conservar lo adquirido, de impedir se cambie lo ya logrado y de recopilar lo dictaminado, tanto que tiene un símbolo: la Nueva Recopilación publicada en tiempo de Felipe IV, luego de un trabajo abrumador de más de medio siglo, llevado a cabo por ilustres jurisconsultos, entre los que se cuenta Juan de Solórzano y Pereira, que no llegó a ver impreso el fruto de los esfuerzos de casi toda su vida. En esta etapa aun cuando nada se quiere reformar, se contemporiza sin embargo con los extraños al Imperio, se accede a sus pretensiones sobre lo que no descubrieron, es decir se manifiesta la falta de fuerza creadora: la ausencia de esas personalidades recias como fueron los dos primeros Austrias,   —564→   capaces de tener una gran política americana sencillamente porque mantuvieron una gran política europea. En cambio, ahora, la política internacional de España en Europa se debilitaba cada día más, y los monarcas no eran los de antaño, ni estaba España en la plenitud del siglo XIV. Cuando históricamente no se puede construir, se conserva; pero, a la postre, cualquier empeño conservador se resquebraja y desploma, como sucedió con el imperio español del Nuevo Mundo.

El comienzo del fin de este gran organismo ultramarino y supercontinental, si cabe hablar de dicho comienzo con exactitud cronométrica, fue el advenimiento de los Borbones a España. Francia miró siempre con malos ojos la tarea de los grandes Austrias en América, odió aquella política, aspiró a destruirla tanto como Inglaterra y, cuando un nieto de Luis XIV llegó a sentarse en el trono de Carlos V y Felipe II, misioneros y pacificadores, creadores de pueblos y ciudades, no pudo sentir esa política, no pudo amar ese empeño secularmente odiado desde tras los Pirineos y, en consecuencia, el Nuevo Mundo no figuró entre los objetos de la predilección borbónica, aun cuando este mundo fuera leal y constante a los predichos dinastas.

Al parecer nada cambió en América, pero muy pronto se patentizaba el viejo desconocimiento de lo americano o el antiguo rencor hacia tierras que no tuvieron la suerte de ingresar en la Corona de Francia. La nueva dinastía comenzó por modificar el Real Consejo de Indias, disminuyendo los poderes y las funciones que fueron, aún en horas del más alto absolutismo de los Austrias, la fuerza modeladora interpuesta entre España y América; y que normalmente representaron las potencias más dedicadas a comprender un universo de sucesos tan diversos del europeo. Con la disminución de tales poderes y funciones se operó un cambio radical, que no he visto destacado por ningún historiador americano: el centralismo administrativo de los Austrias quedó suplantado por el centralismo personalista de los Borbones, consecuencia natural si recordamos que los monarcas de esta dinastía pertenecieron a la misma de Luis Sol, piadosamente   —565→   empeñado a lo largo de su vida pública en demostrar que el Estado era él. El Consejo de Indias fue desvencijado y desarticulado, adjudicándose sus miembros y tareas a varias secretarías del Estado por real orden de Carlos I II hasta que en 1812 las Cortes de Cádiz decretaron la muerte legal de un organismo tan respetable en la primera etapa del período hispánico.

Los Borbones que reinaron sobre América, desde Felipe V -primer Borbón entronizado en España- hasta nuestro «amado y muy deseado» Fernando VII, no sintieron hondamente las cosas americanas, las miraron como otras de las más triviales de sus extensos planes políticos y, por eso, si fueron muy progresistas en España, no manifestaron igual celo hacia el Nuevo Mundo. Durante el reinado de ellos se dio esta dualidad paradójica: mientras fueron progresistas esta España, fueron decadentes en el Nuevo Mundo. En la península introdujeron el liberalismo y hasta fueron liberales y preciados de tolerantes; en América demostraron intolerancia y a ella debemos censuras y restricciones que la ligereza de -algunos críticos ha hecho recaer sobre los Austrias. Mientras Carlos V y Felipe II concedieron libertad de palabra, de expresión y de petición, las Borbones catalogaron entre los libros prohibidos para los americanos los Comentarios Reales del Inca Garcilaso o quemaron los relatos de algún mestizo. Mientras en España y siguiendo las viejas corrientes del alma española, los primeros Ministros Floridablanca y Aranda pensaban o escribían planes adecuados y extensos para una política reorganizada y con largos alcances futuros, los monarcas de esos mismos primeros ministros ordenaban en relación con América programas restrictivos. En tiempo de los Austrias no se censuró, condenó o mandó a silenciar a ningún fraile que escribía directamente al Rey conminando su política, conjurándole a que saliera de América o amenazándole con castigos eternos; pero en tiempo de los Borbones liberales y progresistas, murió en la cárcel Eugenio Espejo por haber hablado de independencia en las colonias. Y mientras en tiempo de los Austrias los dominios españoles ultramarinos, sobre todo los Americanos,   —566→   eran un reino más incorporado jurídicamente a la Corona de Castilla, en la dorada y progresista era de los Borbones dejaron de llamarse reinos, comenzaron a llamarse oficialmente colonias y no pasaron de ser simples colonias explotables y así miradas y sometidas con el viejo rencor de la corte de Francia.

Por último, mientras en España, y pensando en español, el conde de Aranda proponía formar un nuevo tipo de Imperio con monarquías independientes constituidas en toda América y encomendadas a príncipes de las casas de Borbón, la intolerancia de un monarca liberal, y sobre todo su miedo a que se le independizaran las colonias del Paraguay y fuesen causa del mal ejemplo para las demás, expulsó de América a los jesuitas civilizadores y misioneros. Pensó liberarse el monarca de la que pensó carga imponderable, acabando con estos religiosos, progresistas de verdad, y lo único obtenido fue que el soberano se librara del peso de América. Porque el golpe contra los jesuitas resultó, a la postre, ser un golpe definitivo contra el Imperio; y no porque los diseminados religiosos de este nuevo tipo de diáspora se vengaran con sus letras de la corte afrancesada y antiamericana, sino porque la salida de ellos resultó ser el termómetro, la pantalla y el testimonio de que algo profundo había ocurrido en la América española. Los jesuitas fueron, antes que Miranda y otros llamados precursores, los que dieron testimonio de la muerte del Imperio y del nacimiento de otros nuevos organismos históricos, capaces de vivir ya por su cuenta propia. Directamente, los jesuitas de la diáspora, constituyeron la fuerza mental esparcida por Europa y la constancia irrecusable de que una vida nueva había surgido en el Nuevo Mundo. Por lo que toca a los expulsos del Reino de Quito o de la Presidencia o de la Audiencia, nos deberíamos contentar señalando, por lo menos, tres nombres muy significativos: el Padre Juan de Velasco, el Padre Bernardo Recio -aun cuando no era quiteño- y el Padre Celedonio Arteta. Los tres tomaron el pulso del nuevo ente humano recién nacido, es decir, los tres historiaron. Y dije por lo menos tres, puesto que si leemos atentamente lo que entre líneas queda en la Historia del Padre Velasco,   —567→   o si reducimos a su justo valor humano ciertas aseveraciones algo frecuentes en él, tales como: según los otros es así, pero según mi criterio es de este otro modo, etc..., tenemos para suponer que no solamente fueron éstos los únicos jesuitas historiadores del Reino de Quito. Acaso la suerte, la mejor investigación o los años nos deparen descubrir algunos de los que faltan hasta hoy en la bibliografía quitense del siglo XVIII.



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ArribaAbajo La Economía Imperial de España

Intencionalmente he puesto la palabra imperial, para no confundirla con el moderno imperialismo, cuyos matices, técnicos procedimientos y fines son incompatibles con la política imperial que España instituyó sobre sus reinos de ultramar. Hoy se dice imperialismo, y sin discrimen de ninguna clase se encasilla dentro del término cualquier realidad histórica, sin tomar en cuenta sus peculiaridades intransferibles. Resulta más fácil llamar imperialismo lo que han realizado o realizan pueblos como Roma, Francia, España, Inglaterra, Estados Unidos, Rusia..., antes que comenzar con un desligamiento de posiciones históricas. España tuvo una economía imperial, es cierto, pero no organizó ninguna economía imperialista, pues el tiempo, los conocimientos, las posibilidades marítimas y técnicas, los mercados y la concentración de capitales que apoyarían el desarrollo económico, posterior, no dejaron que los Austrias de la primera o de la segunda época levantasen construcciones políticas análogas a las que Inglaterra levantó después. España se contentó con hacer lo que, de manera natural, se hacía entonces.

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Aduciré, como prueba, unos pocos datos. Ante todo España trató de canalizar la economía mercantil con pueblos sin unidad de legislación y sin costumbres mercantiles claras o establecidas con amplitud, con pueblos que no habían rebasado de ninguna manera el más elemental trueque cuantitativo de productos naturales. Dar un curso a esta corriente elemental, acrecentándola primero, antes de mejorarla, y luego después abrir camino a los efectos comerciales que podían venir de Europa o a los que podían ir a ella, fue cuestión de gran trabajo que hoy menospreciamos, por nuestra empecinada credulidad que nos lleva a tomar como dogma las pocas cosas claras que, sobre el pasado, alcanzan a decirnos los libros de economía escritos por los economistas modernos, que si algo ignoran es precisamente la Historia.

Pero la solución de este problema que hoy resulta elemental para nosotros, antes que a España preocupó durante largos años a las ciudades Italianas que comerciaban con Oriente y a las ciudades del Báltico. Dicho empeño de canalizar las mercancías y el tránsito de las mismas, dieron nacimiento a organismos tales como los fondacs, las alfandegas, la etaple, organismos que en España fueron imitados con la Casa de Contratación ubicada en Sevilla, pero fundada luego de que los portugueses hubieron creado su Casa de Inda y su Casa de Guinea. Lo que sí hubo de peculiar en la Casa de Contratación fue un agregado extraeconómico y científico, destinado a la investigación geográfica, pero que en ningún momento afectó a lo usual económico de entonces: me refiero a la escuela de pilotaje ínsita en ella, escuela que tuvo como primeros pilotos mayores a Juan de la Cosa, América Vespucio y otros eminentes cosmógrafos que transformaron la visión del mundo en el mil quinientos. Puede verse al respecto, entre los clásicos, el libro de Lopes de Velasco, y entre los contemporáneos nuestros, el libro de Gonzalo Menéndez Pidal.

Con las prenombradas creaciones surgidas en Europa a fines del Medievo y durante el Renacimiento, se trataba de actuar con previsión ante las amenazas que por todas partes surgían contra el cambio y el tránsito, amenazas   —570→   de cuya magnitud no tenemos ahora la menor sensación y que las traducimos, debilitadas, al leer los textos de muchas disposiciones civiles y mercantiles que nos han llegado no obstante el cambio del estilo jurídico operado por la Revolución Francesa. Dichas creaciones fundaron, pues, una especie de proteccionismo incipiente, necesario entonces y cuya utilidad hoy no existe. Con todo, y no obstante aquel proteccionismo que trató de ser previsivo, nadie estuvo en ese tiempo al cabo de suponer lo que sobrevendría al mundo económico después del Descubrimiento de América y de la universalización del intercambio mercantil. España por ser la primera descubridora, fue la primera víctima de eso que, al cabo d e largos años de estudio, hemos dado en llamar mala política. Pero en aquel siglo no lo fue y constituyó, más bien, el único medio legítimo para combatir la anarquía comercial y para proporcionar alguna seguridad al comercio.

El Descubrimiento de América trajo la mayor crisis de desvalorización monetaria que se había visto hasta entonces. El ingreso de una enorme cantidad de metales finos en el circulante europeo causó la baja del oro y la subida de los precios, baja y alza que España las sufrió mayormente por ser el punto de fricción. Gracias a la aventura marina de esta nación y a costa de su patrimonio público y particular, se descubrieron mundos de riqueza incalculables, pero de una riqueza de la que toda Europa estaba entonces menesterosa. Desde la Cruzada, el comercio Europeo fue una causa de creciente depauperación y de fuga de los metales finos hacia Oriente, pues a los países asiáticos no les interesó nunca, el producto europeo.

El momento en que España trajo aquellos metales, todos los países de Europa se echaron vorazmente sobre ellos y, sin excepción alguna, se precipitaron a gozar de la ventaja justa o injusta, como siempre sucede en la historia de los grandes hallazgos o descubrimientos. Europa entera se apresuró a satisfacer su larga sed de oro, su hambre de metales finos, su urgencia metálica creciente en varios siglos. Los que de manera superficial   —571→   suelen hablar de la codicia española en la conquista de América, han olvidado y olvidan todavía de destacar que tal codicia no es sino el síntoma, la señal externa de la, necesidad general en Europa. Y este beneficio, llevado por España al Viejo Mundo, precisamente por ser beneficio, trajo crueles compensaciones: un desnivel económico del que España fue la primera víctima. Sin embargo, lo original estuvo en que la mala política desplegada por España para llevar tanto oro a Europa, hizo la ruina comercial de España y su quiebra económica, mientras consolidó la prosperidad de todos los enemigos de ella, Holanda e Inglaterra, sobre todo.

Pero, ¿cómo debemos ver esta economía? Se la ha mirado a través del principio liberal individualista del siglo XIX, y hay ahora quienes tratan de juzgarla con los modernos criterios, incluyéndola en conceptos que son aptos para explicar solamente la historia de la economía capitalista, pero no otras formas pretéritas ni otros sistemas en desuso. He encontrado en economistas del siglo XX severas acusaciones a España por haber trasplantado al Nuevo Mundo los métodos económicos en uso, las formas de producción y las ideas sobre el trabajo que eran las que pudieron darse en el mil quinientos. Si no fuera una candorosidad, cabría preguntarles: ¿Querían estos economistas que España trasplantase al Nuevo Mundo, en el siglo XVI, las ideas del siglo XIX o, mejor, las del siglo XX? Lo que hizo España en ese entonces no fue malo en sí, aun cuando los resultados, mucho después, hayan resultado nocivos, pero más a España que al Nuevo Mundo. Se compara la evolución económica norteamericana con la del sur, creyendo que se trata sólo de una diferencia de procesos económicos, cuando la verdad está en otra parte: en una crisis social provocada por la liquidación de las clases dirigentes durante los años de las guerras independistas sudamericanas, lo cual trajo como resultado la mengua o la sequía definitiva de innumerables fuentes productivas.

La economía de España se fundamentó sobre métodos diversos de los del librecambio y del intervencionismo modernos. Sus postulados fueron, si así cabe hablar   —572→   ahora, intermedios entre estos dos extremos nombrados: un régimen semi-colonial y semi-libre al mismo tiempo, cosa que nos resulta difícil entender inmediatamente, pues nuestras ideas se han fijado sobre el papel de la técnica actual de modo tan firme, que casi nada vemos fuera de ellas. Un ejemplo aclarará el tipo de régimen español económico en América: entre la esclavitud propugnada y utilizada por un régimen simplemente colonialista y la libertad concedida por un estatuto simplemente liberal, España escogió un término medio, la encomienda que fue una especie de protección dentro de la que se cuidaba de guardar la libertad personal. Y cuando esta institución llegó a parecer anacrónica, fue suprimida por España en los comienzos del mil setecientos.

Las que han impedido ver bien la economía imperialista de España han sido las inmensas riquezas transportadas a Europa en los primeros tiempos de la era hispánica. Por de pronto, la fábula del oro español ofuscó a los adversarios de los Austrias o de su política, y todos se confabularon para arrebatar tanta riqueza. Ningún medio se consideró ilegítimo: la calumnia, el robo, el atraco, la piratería, nada escapó a las manos o a los planes de los sedientos de oro que, lejos de contentarse con el que les producía el natural intercambio, buscaron los sistemas o los caminos más directos de enriquecerse a costa de España, a la que primero denigraban y, luego, desvalijaban en tierra y mar. El historiador norteamericano, profesor de la universidad de Harvard, C. H. Haring, en su libro Los Bucaneros de las Indias Occidentales, trae entre otros documentos una carta de Dalby Thomas, que revela el clima de aversión suscitado contra España con motivo de los tesoros hallados o explotados. El historiador citado asegura que dicha carta demuestra el promedio de la mentalidad inglesa en contra de los españoles. Dice el famoso documento:

«Dedicaremos breves reflexiones a la desmedida diligencia, o mejor dicho, a la estupidez de esta nación (se refiere a la inglesa) bajo los reinados de Enrique VII, Enrique VIII, Eduardo VI y la Reina María, los cuales   —573→   veían con santa calma cómo los españoles robaban, pillaban y transportaban tranquilos a su país todas las riquezas de aquel áureo mundo, y soportaban que ellos cerrasen con fuertes y castillos las puertas y entradas de todas las opulentas provincias de América, sin poseer título alguno o pretensión de derecho mejor que el de otras naciones, salvo el de haber sido incidentalmente los primeros descubridores de parte de ella, donde las crueldades atestiguadas por sus propias historias, cometidas sobre un pueblo pobre, desnudo e inocente que habitaba las islas, lo mismo que contra aquellos verdaderamente civilizados y poderosos imperios del Perú y de México, invocaban el socorro y la ayuda de todo el género humano contra su desenfrenada avaricia y hórridas matanzas... Nosotros dormimos hasta que el ambicioso español, usando aquella fuente inagotable de tesoros, hubo corrompido a la mayor parte de cortes y senados de Europa, e incendiado con disensiones y discordias civiles, a todas las naciones vecinas de nosotros, o sujetándolas a su yugo; maquinando también hacernos arrastrar sus cadenas para incorporarnos al triunfo de la monarquía universal no sólo proyectada, sino casi cumplida, cuando Isabel ciñó la corona... y a los opuestos intereses de Felipe II y de la Reina Isabel, en asuntos más personales que nacionales, debemos que ella favoreciera y les azuzase a aquellos intrépidos aventureros Drake, Hawkins, Raleigh, Lord Clifford y muchos valientes que produjo aquella edad, los cuales con sus piraterías y sus atrevidas empresas (semejantes a las que practican los bucaneros) abrieron la vía de nuestros descubrimientos y fructuosos establecimientos de América».



Y si se quieren más ejemplos, aquí los pongo, tomándolos de publicaciones de aquellos tiempos. La primera es de un ex-fraile inglés que, bien recibido por los españoles de Centroamérica, ejerció el ministerio sacerdotal durante largos años en Guatemala, y a su vuelta a Inglaterra apostató, se afilió al protestantismo, indujo al protector Cromwell a desatar la guerra contra España en aguas de América, y fue el instigador malévolo de lo que en la política inglesa de esos años llegó a llamarse   —574→   pomposamente Designio Occidental. Me refiero a Tomás Gage, que a más de venir de capellán de la flota británica encargada de arrebatar a los españoles la isla de Jamaica, escribió en sus relatos sobre América frases tan claras como las siguientes:

«A mis compatriotas, por consiguiente, ofrezco un Nuevo Mundo, para que sea objeto de sus futuros esfuerzos, valor y piedad, deseando acepten esta relación fiel y llana mía, en donde la nación inglesa podrá ver cuánta riqueza y honor perdieron por inadvertencia del Rey Enrique VII, que viviendo en paz y en abundancia de riqueza, desechó no obstante, por desgracia, la oferta de ser el primer descubridor de América».



Y el sobrino del pirata Drake, ennoblecido por la corte inglesa, escribió la biografía de su tío, intitulándola paladinamente así: «Sir Francis Drake Redivivo: Llamamiento a esta Edad Afeminada y Bota para que siga sus Nobles Empresas en busca de Oro y Plata». Parece que estas palabras preludian estas otras, célebres en las historias de las doctrinas económicas modernas: «De cómo pueden tener oro las naciones que no tienen minas». Y es que el afán de oro, concentrado malévolamente por la leyenda sobre la cabeza de los españoles, anduvo en el corazón de todos los gobernantes, de todas los aventureros, de todos los políticos de Europa, que no es raro ni ejemplarizador que hallemos en labios de hombres como Walter Raleigh frases dichas al oído de su Reina, doña Isabel, destinadas a enfrentarla contra la política española en el Nuevo Mundo y contra España misma, frases que muestran si los codiciosos eran sólo los primeros descubridores:

«La Guayana es un país que tiene todavía su virginidad, jamás saqueado, arado o trabajado, la faz de la tierra sin romper, la virtud y la sal del suelo sin gastar por el abono, las minas sin quebrar, los sepulcros sin abrir, las imágenes todavía sin derrocar en sus templos... El soldado de filas aquí combatiría por oro y se cobrará en vez de maravedíes con planchas de medio pie   —575→   de ancho, cuando se rompe ahora los huesos en otras guerras para comer y salir de miseria. Los capitanes y jefes que luchan por honor y abundancia hallarán ciudades más ricas y hermosas, más templos adornados con imágenes de oro, más sepulcros llenos de tesoros, que ni Cortés halló en México ni Pizarro en Perú; y la gloria esplendorosa de esta conquista eclipsará a los rayos luminosos de la nación española»



La envidia, a más del celo por las riquezas españolas, despertada en los franceses, queda patente en la siguiente cita que la tomo del Cuadro General de las Indias de Madariaga, que la tomo, repito, con el fin de que se vea el grado de obcecación a que llegaron todos los pueblos europeos a cual más que otro, por causa del oro y sus reflejos. El abate francés residente en la Martinica, en su Nouveau Voyage aux Isles de l'Amérique contenant l'Historie Naturelle de Ces Pays, cuenta el siguiente episodio sicológico y muy revelador:

«El jueves 28 de enero pasaron ante Macuba los galeones de España, a eso de una legua. Iban diez y siete con dos pequeñas fragatas. Desde que se divisaron, y antes de que se supiera quienes eran, se dio la alarma, y los habitantes se congregaron en armas en la ciudad para marchar a donde se les mandare. Pero en cuanto se reconoció que eran galeones de España, cada cual se volvió a su casa, en la seguridad completa de que esos señores son demasiado pacíficos para emprender cosa alguna contra nuestro reposo. Esas naves nos parecieron ir cargadas de gente, las más de entre ellas llevaban tres galerías, lo cual las hacía muy altas; había siete u ocho que parecían llevar por lo menos cincuenta y sesenta cañones. Las otras no iban al parecer tan bien proveídas. Por suerte para ellos, no teníamos a la sazón más que una nave de guerra, y estaban fuera todos nuestros filibusteros. Si los galeones hubieran venido un poco antes, teníamos cinco grandes naves que les hubieran arreglado las cuentas».



Confrontando el concepto popular que albergaba la conciencia mayoritaria hacia los españoles y el criterio   —576→   ilustrado del buen abate, que lamenta la falta de naves guerreras para arreglar las cuentas a esos buenos señores pacíficos de quienes nada había que temer, se vislumbra la moral o la falta de moral, mejor dicho, que definía las posiciones que han llegado a pasar por históricas en décadas y siglos sucesivos.

Pero hay algo más importante para nosotros, a la altura crítica en que nos hallamos. ¿Tuvieron los primeros habitantes del Nuevo Mundo un concepto económico de tales riquezas? ¿Fueron para ellos riquezas de verdad, o bienes en el sentido más alto, o siquiera, instrumentos de intercambio? Con excepción del trueque de esclavos que en el mar de las Antillas practicaban los caribes, empleando, a veces, el intercambio del metal, no queda la menor huella de que el oro o la plata hubiesen servido para fines económicos, antes bien sabemos que en algunos lugares del pacífico se usaban las conchas como mercancía talón para los cambios y en México los granos de cacao. En algunas partes el oro tuvo valor apreciativo, que ni siquiera fue de lujo. En otras, valor ornamental destinado a ciertas clases sociales superiores. Y, por fin, en unas pocas regiones un valor litúrgico o de aditamento pomposo a las solemnidades religiosas. En la Crónica del Perú, Cieza de León, escribe estas palabras más valiosas que muchas fábulas de los economistas del día:

«Estando yo en el Cuzco tomando de los principales de allí la relación de los Ingas, oí decir que Paulo y otros principales decían que si todo el tesoro que había en las provincias y guacas (que son los templos) y en los enterramientos se juntara, que haría tan poca mella lo que los tesoros que en estas partes están perdidos, y lo que de una gran vasija de agua una gota della; y que haciendo clara y patente la comparación, tomaba una medida grande de maíz, de la cual sacando un puño decía: "Los cristianos han habido esto; lo demás está en tales partes que nosotros mismos no sabemos dello". Así que grandes son los tesoros que en estas partes están perdidos; y lo que ha habido, si los españoles no lo hubieran   —577→   habido, ciertamente todo ello o más estuviera ofrecido al diablo y a sus templos y sepulturas, donde enterraban sus difuntos, porque estos indios no lo quieren ni lo buscan para otra cosa, pues no pagan con ello sueldo a la gente de guerra, ni mercan ciudades ni reinos, ni quieren más que enjaezarse con ello vivos; y después que son muertos llevárselo consigo...»



Hubo inmensas riquezas, hubo deseo de adquirirlas, hubo ficción en los caminos hacia las mismas, intervino de un lado la fábula para fortalecer el coraje de los aventureros y, de otro, intervino el odio de los enemigos de España para enturbiar el relato claro de los hechos y el entendimiento cabal de los asuntos que han sido, acaso, los más desfigurados de la era hispánica. Modernamente las cosas tratan de regresar a su encaje natural y, lo más notable, han sido los historiadores de raza sajona los que con mayor ahínco han colaborado en la tarea de restituir a la verdad su perdida posición. Me contentaré con citar al respecto, sólo unas cuantas palabras tomadas de Ch. F. Lumnis, consignadas en su libro Los Conquistadores Españoles:

»Nos hemos acostumbrado a considerar a los españoles como los únicos que iban en busca de oro, dando a entender que la caza de oro es un pecado y que ellos eran exclusivamente propensos a cometerlo. Pero no es ese un defecto exclusivamente de los españoles; esa afición es común a toda la humanidad. La única diferencia está en que los españoles hallaron oro, lo que es un pecado grande para ciertos historiadores, incapaces de considerar lo que hubieran hecho los ingleses si es que hubiesen hallado oro en América desde el principio.

»No creo que nadie niegue que, cuando se descubrió oro en las partes más distantes de su tierra, el sajón tuvo piernas para llegar hasta ese metal, y hasta adoptó medidas que no eran del todo decorosas para apoderarse de él; pero nadie es tan imbécil que hable de los días del 49 como de algo que nos deshonre. Hubo ciertamente algunos lamentables episodios; pero, cuando California conmovió de pronto al Continente, haciendo llegar hasta   —578→   ella la fuerza de los Estados del Este, abrió uno de los más valientes, más importantes y más señalados capítulos de nuestra historia nacional. Porque el oro no es un pecado: es un artículo muy necesario, y muy digno siempre que recordemos que es un medio y no un fin; punto de sentido común económico que solemos olvidar tan fácilmente en el centro bursátil de Nueva York como en las minas del Oeste.

«La historia científica moderna ha demostrado plenamente cuan disparatada y errónea es la idea de que los españoles tan sólo buscaron oro, y nos enseña de qué manera tan varonil satisfacían sus necesidades del cuerpo y del espíritu. Pero el oro no era para ellos, como sería hoy mismo para todos los hombres, el principal motivo. La gran diferencia está únicamente en que el oro no les hacía olvidar su religión. Fue un dedo de oro el que guió a Colón hacia América; a Cortés hacia México; a Pizarro hacia el Perú, de igual modo que nos guió a nosotros a California, sin lo cual no hubiera sido hoy uno de nuestros Estados. El oro que se encontró al principio en el Nuevo Mundo era desgraciadamente poco: antes de la conquista de México ascendió sólo a quinientos mil pesos; Cortés aumentó la cantidad y Pizarra la hizo subir a una suma fabulosa y deslumbradora. Pero lo curioso es que el oro que se encontró, no representó, en la explotación y civilización del Nuevo Mundo, un papel tan importante como el que se buscaba en vano. El maravilloso mito que representa el vellocino de oro americano influyó, de un modo más eficaz, en la geografía y en la historia de las verdaderas e incalculables riquezas del Perú».



No terminaré estas consideraciones sobre la economía imperial de España sin agregar algo que no ha sido calculado, porque también como la suma de metales finos dados por América al Viejo Continente, es incalculable. Me refiero al aporte económico de España al Nuevo Mundo, a la inmensa cantidad de nuevas fuentes de riqueza traídas desde la primera hora, o sea desde el segundo viaje de Colón, y que hoy constituyen, más que   —579→   las minas, la vida y la base de la propiedad de todos los pueblos hispanoamericanos. Semillas, ganados de toda clase, especies vivas de plantas y animales, formas de cultivo, instrumentos de labranza, nuevas formas de explotación minera, agraria, comercial, fabril y, por último, el lote maravilloso de las artes y las artesanías de toda índole.

Frente a la palabra incalculables, con que solemos calificar las riquezas metálicas aportadas por el Nuevo Mundo a España y Europa entera, situemos esta última lista de bienes nombrados, bienes que no han consumido, ni desvalorizado, ni han sido objeto de robo, envidia, pillaje, piratería y otros latrocinios internacionales, antiguos y modernos, celosamente amparados por la complicidad del odio tradicional a España. Frente al oro llevado se alza una montaña de bienes útiles y reproductivos con los que vive Hispanoamérica. Y ante estos bienes útiles, repito, la palabra incalculables tendría que multiplicarse quién sabe por qué cifra o elevarse quién sabe a qué potencia para balancear aquella riqueza metálica con esta suma de bienes materiales y positivos y reproductivos, legados por España al Nuevo Mundo.

Desde Pedro Mártir de Anglería, uno de los primeros escritores de las cosas de América, no hay cronista donde no encontremos las ingentes sumas de bienes reproductivos que los españoles llevaron por iniciativa privada o por orden del Monarca a las tierras nuevas. Y todo porque la economía imperial de España no fue sólo extractiva o de opresión, sino porque fue humana y por eso mismo falible y caduca. Los planes inflexibles e infalibles son, apenas, de nuestros días. Si el oro y la plata que la nación descubridora transportó a Europa le intoxicaron o le sirvieron para labrarse el odio del bandolerismo internacional, los bienes reproductivos que trajo a América han servido para que un Continente viva, prospere, suba de nivel de vida y adquiera alto rango y gran decencia histórica entre todos los pueblos que han lucido en la edad contemporánea.



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ArribaAbajo Lectura e interpretación de las fuentes

Después de lo enseñado magistralmente por don Rafael Altamira y Crevea, casi nada se puede agregar sobre el modo como debemos acometer la lectura e interpretación de las fuentes de nuestra Historia y sobre la imperiosa necesidad, filológica, de retornar al origen, dejando, en lo posible, la costumbre de atenernos a las autoridades actuales que, por serlo, resultan de segunda mano. Parece inútil, repito, decir algo más sobre este asunto; pero, como en algunos países del Nuevo Mundo, el Ecuador entre ellos, aun se mira de reojo a los cronistas y a su obra inmensa, es necesario volver sobre el tema, añadiendo al boceto general trazado por el maestro español algunas líneas características o algunas observaciones necesarias para nuestro medio.

En primer término cabe señalar el doloroso hecho de que nuestros historiadores no van hacia las fuentes, y se contentan, en la mayoría de los casos, con citar las citas de otros que, quizás, por vía indirecta conocieron fragmentariamente a los cronistas. Por lo que toca a la generalidad del hecho ecuatoriano y a la historiografía actual,   —581→   sobre todo, parece creerse que González Suárez o, cuando más, Cevallos y Velasco, no pueden ni deben ser rebasados; y la generalidad de los que escriben sobre asuntos históricos nacionales se contentan con repetir a los tres escritores nombrados, con repetirlos en modo mayor o menor, sin que les importe el resto, y cuando éste llega a interesarles de algún modo, lo cubren con lugares comunes y frases hechas.

Con respecto a la cita de citas, repetiré aquí la frase de Lumnis:

«Ningún hombre estudioso se atreve a citar a Prescott o a Irving o a cualquiera de sus seguidores, como autoridades de la Historia; hoy sólo se los considera como brillantes noveladores y nada más. Es menester que alguien haga tan populares las verdades de la historia de América, como lo han sido las fábulas, y tal vez pase mucho tiempo antes de que salga un Prescott sin equivocaciones».



Parece que no fuera así, pero la verdad es que se citan las citas de Prescott sin acudir a las fuentes y, por eso, hay, generalizados tantos errores que nadie se ha tomado el trabajo de repensarlos. Con respecto a la cita de citas cabe también anotar el curioso caso de hispanoamericanos que citan la autoridad de cronistas castellanos traducidos al inglés o al francés, olvidando de leerlos en el idioma original y olvidando que los traductores modernos de aquellos escritores antiguos, por ignorar el castellano del siglo XVI, les obligan a decir cosas que jamás se les ocurrieron. El caso es palmario en Sir Clemens Markham, tenido por última autoridad, pero donosamente desnudado en la media vía por Roberto Levillier, quien publicó en uno de los apéndices de su Don Francisco de Toledo, los dos Cieza de León que corren por el mundo: el auténtico y el traducido, el castellano que dijo lo que dijo, y el inglés a quien se le hizo decir lo que se quiso. Lo notable está en que la mayoría de los historiógrafos citan al Cieza falsificado, siendo tan fácil citar al verdadero.

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A los cronistas habría que clasificarlos, primero, en oficiales, nombrados por los Monarcas y dueños de un inmenso repertorio de informaciones, hechos, controversias, denuncias, datos, opiniones y más elementos con que formaron esos inmensos edificios enciclopédicos, tales: como el levantado por Antonio de Herrera y Tordesillas. Y, segundo, en cronistas oficiosos que emprendieron la tarea de escribir sobre la marcha de sus aventuras y midiendo el terreno paso a paso, como Cieza de León a Bernal Díaz del Castillo. En seguida habrá que hacer otra distinción: los cronistas seglares y los cronistas religiosos, pues el espíritu con que escribieron fue distinto, aunque en la casi totalidad de los hechos consignados por unos y otros no hubiera discrepancia o todos llevaran el sello de la severidad; pero es lo cierto que el religioso consignaba de manera preferente lo relativo a religiones, cristianización, progresos intelectuales, vida familiar y moral; mientras que los seglares se complacían más en lo caballeresco, en lo aventurero, en lo militar, político, administrativo, judicial, y municipal. Finalmente, cabe una última distinción entre los cronistas primitivos y los más elaborados, siguiendo para ello la guía impuesta por el tiempo o las corrientes de cultura que llegaban de Europa. La gama de ellos, en este caso, puede extenderse, desde el humanista clásico, hasta el gongorista abultado; desde la ingenua relación del primer viajero lleno de asombro, hasta la engolada del científico investigador del siglo XVIII; desde la humanista y sesuda crónica del que fue al Nuevo Mundo a trabajar y crear, hasta la pedantesca del turista que pasó a América para criticar negativamente. En esta variedad de cronistas hay, pues, para todos los gustos y aficiones; pero hay, principalmente, para abastecer cualquier afán de mirar en totalidad o en panorama universal las cosas complejas y numerosas del Nuevo Mundo.

Pero los cronistas, ya les tomemos en singular, uno por uno, o ya les consideremos en conjunto, representan una insuperable fuente de información, como documento irrecusable de la época en que escribieron; y representan un reflejo de esa misma época, como vida vivida   —583→   por ellos y trasladada a sus escritos, salvo los pocos casos de escritores que sólo organizaron el relato con ayuda de documentos recibidos del otro lado del mar, como Pedro Mártir de Anglería o Antonio de Herrera y Tordesillas, para citar dos casos únicamente. Mas, en todos los que viajaron a América y escribieron luego, hallaremos esta dualidad: documento y vida.

Los primeros cronistas dispusieron de un venero pocas veces asequible en el caso de culturas extintas o en vías de desaparecer: hallaron el dato vivo y, por lo que se refiere al Tahuantinsuyo, lo recogieron de labios de curacas; amautas y aravicos, es decir de los jefes de las tribus, de los sabios y de los poetas, tres hilos humanos de la tradición más pura. Los que vinieron en seguida apelaron al testimonio de los instrumentos históricos más precisos en aquellas circunstancias, como ser los monumentos, las instituciones, las lenguas, las costumbres, las crenchas. Porque una vez que se describieron lo geográfico y lo político, por ser más aparentes y ostentosos, se volvió necesario describir al hombre, a su alma, a su espíritu, a sus creaciones emotivas o religiosas, a sus tendencias íntimas y a sus fines concretos. Esta es la diferencia que encontramos entre dos ilustres cronistas, imprescindibles ambos y ambos dignos del mayor crédito: Pedro Cieza de León y el Padre José de Acosta. El primero se encaminó hacia lo externo, lo sólido, lo concreto; el segundo hacia lo íntima, lo espiritual, lo personal.

Pero además de documento y vida, los cronistas sirvieron de vehículo para europeizar lo americano que tan copiosamente se descubría y solicitaba la curiosidad universal; y al mismo tiempo americanizaban todo aquello que España traía a sus nuevos dominios. Porque, sin duda alguna, los cronistas crearon el tipo literario que expresó mejor la fusión de culturas y de razas que iba operándose en el Nuevo Mundo. La mayor parte de ellos, sobre todo los más distinguidos, fueron humanistas e hijos legítimos del Renacimiento -basta recordar que los primeros libros sobre América, entre los que se cuenta el de Pedro Mártir de Anglería Décadas del Nuevo   —584→   Mundo, fueron escritos en el latín más exigente de ese entonces-; pero humanistas entregados no sólo a la faena de volver la mirada a los temas clásicos y paradigmáticos, sino además a los vulgares y triviales temas que el afán cotidiano ponía ante sus ojos asombrados por la visión de lo nuevo y no acostumbrado hasta entonces. Y por más que en todo ello hubiese ensueño, también hubo la norma pura, el precepto riguroso, el estilo acrisolado que se contagiaba con temas absolutamente extraños a lo que era normal entre los humanistas. Por eso, sin incurrir en exageración alguna, se puede decir que los cronistas fueron los creadores del mestizaje literario en América.



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ArribaAbajo El período hispánico y sus acontecimientos

¿Cómo verlos? Mejor aún, ¿cómo han sido mirados? La respuesta es sencilla. Siempre de un solo modo: con ojo positivo o con ojo negativo. Pocas veces ha habido ante ellos una correcta posición o un acomodo total de la mirada, por cuanto en el juicio que nos formamos sobre estos sucesos han intervenido elementos perturbadores, de los que nunca nos defenderemos suficientemente. Y el primero de estos gérmenes de perturbación es el abundantísimo testimonio de la infracción de las normas jurídicas, que existe tan copiosamente acumulado en archivos, en papeles y en actas públicas y ha servido para que los enemigos de la era hispánica la denigren sin términos. Sin embargo, ante el hecho casi abrumador de la abundancia de datos, alguien ha preguntado ¿por qué en los archivos judiciales y administrativos y en los papeles de esa larga serie de décadas, abundan los datos negativos, y por qué no hay allí un número igual o siquiera inferior de datos positivos? Lo correcto hubiera sido comenzar por esta pregunta; pero todos sabemos que los historiadores han manejado, antes que   —586→   otra cosa, los datos negativos como única fuente de verdad.

Me propongo responder a la pregunta propuesta, pero antes de hacerlo deseo ofrecer al lector dos ejemplos que ráneos. ¿Qué día no aparece por lo menos una página me ayudarán a despejar el camino. El primero es el de la crónica roja, tan abundante en los diarios contemporáneos de hechos delictivos en los periódicos hispanoamericanos? ¿Son hechos real y positivamente acaecidos o no lo son? Por tanto, parece lógico afirmar que la realidad de todos los pueblos hispanoamericanas sea ésa, porque no hay un solo documento de la presente época, es decir, no hay un solo diario donde no aparezcan crímenes o infracciones del código penal. ¿Será justa consecuencia asegurar, con la observación de tales páginas sensacionalistas; que los países hispanoamericanos no conocen el derecho o desconocen la sanción pública o andan huérfanos de moralidad, o que viven tiempos oscuros y terroríficos, sólo por causa de los diarios? Indudablemente esta consecuencia sería injusta y absurda, porque a quienquiera se le ocurrirá que el monto de aquellos sucesos delictuosos no suma sino una mínima parte de la realidad cotidiana en uno cualquiera de los países aludidos. La crónica roja no es la definición de un país, como tampoco sería el archivo de los tribunales del crimen. Nos servirán, estadísticamente considerados los datos que contengan estos últimos, para mostrarnos algún aspecto de la realidad de aquellos pueblos, pero no toda la realidad de ellos.

El otro ejemplo, tomado así mismo del medio contemporáneo, es el siguiente: el llamado arte social o de denuncia trata de destacar, sobre otros valores positivos, los antivalores que alientan en lo bajo del compuesto sociológico, tales como el dolor, la miseria, la enfermedad, la fealdad, la mezquindad, las pasiones negativas, etc. Y a todo este conjunto de cosas tremendas llama realidad humana. Novela de la realidad ecuatoriana se dice de un relato donde no ocurren sino violaciones, estupros, incestos, extorsiones, depredaciones y más muestras de maldad. Pero considerando a fondo las cosas, sin que nos ofusquen las palabras gruesas y sin que las pinturas   —587→   feas nos desorienten, ¿podrá definirse la realidad de un país por aquel conjunto de datos negativos, por más reales y comprobados que sean? Como ante el caso de la crónica roja y del archivo de los tribunales del crimen, el espíritu más corto deduce que todo este cúmulo de antivalores forma lo excepcional, por numeroso que nos parezca, pues no es lo normal durante todo el tiempo y a lo largo de toda la conducta de los moradores de un país. Será una mínima parte de la realidad, más nunca toda la realidad. Y ya que he hablado del arte de denuncia, haré notar que no hay época de la Historia donde no aparezca tal forma de sancionar, corregir o moderar. Los documentos procesales donde se consignan los delitos cometidos en los años de la dominación española, son la literatura de denuncia de aquellos siglos y de ella hay que deducir las mismas consecuencias que el buen juicio deduce de las novelas, de las pinturas, de las crónicas sensacionalistas y de los archivos penales de nuestra época.

Con estos dos antecedentes ya le puedo decir al lector, sin reparo alguno, que los datos positivos de la conducta general no constan, porque no deben constar, en los archivos y en los documentos, como de ningún modo van al tribunal las pruebas del modo y de las veces que cada uno de nosotros acata la ley. Pero si la infringimos, esta segunda forma de nuestro comportamiento irá al tribunal antes de lo que queramos. Por tanto, es necesario convenir que en los papeles públicos, en las denuncias, en los archivos constan las situaciones excepcionales y no el normal comportamiento de los hombres en medio de la sociedad. Decir que los siglos llamados coloniales no fueron sino un cúmulo de monstruosidades porque en los papeles públicos de la época no consta el buen comportamiento de los moradores de aquellas centurias, es no saber nada de la conducta humana. Si me propongo una investigación cuantitativa de cuántos artículos del código penal ecuatoriano han quedado libres de infracción, me daré cuenta de que en un lapso sorpresivamente corto no quedaría libre sino el primero y, acaso, con reservas. ¿Pero de este hecho será correcto deducir   —588→   que no hay moralidad en el país y que no existe el código penal?

Sin embargo, tras una prolija investigación de los papeles de la era hispánica, se ha desprendido la existencia de datos positivos, porque no sólo se guardan sentencias en los extensos y bien conservados depósitos de dichos papeles -tan numerosos y circunstanciados, gracias a la administración centralizada de los grandes Austrias- sino que se guardan también actas, informes, probanzas, memoriales, testimonios y una copia inmensa de documentos de toda índole que nos dicen la manera normal como vivieron y actuaran los habitantes de la Real Audiencia de Quito, del mismo modo que las demás jurisdicciones y repartimientos políticos del Imperio Español en América.

Pero esta última clase de papeles hasta ahora no se ha leído con la misma atención que la otra, primero porque no es tan numeroso debido a la razón que expuse; y, segundo, porque aun los investigadores más sensatos olvidan la sensatez y se dejan vencer por su condición de hombres de carne y hueso, y se sienten más atraídos por lo negativo. Vuelvo al caso de la crónica roja para explicarme: ¿por qué no hacemos la experiencia de contar de cada cien lectores de diarios, cuántos son los que buscan primero la página sensacional del delito donde la vida o la honra de los prójimos sale siempre mal librada? Nos asustaría el número casi inapreciable de lectores que primero buscan la nota editorial o el artículo de fondo. Es que amamos tanto el sensacionalismo que se alimenta con la honra ajena...

Nombraré, ahora, un segundo elemento, perturbador: la autocrítica, pasión española por excelencia. Los que han explorado en los riquísimos archivos peninsulares, en el de Sevilla sobre todo, saben hasta dónde llegó en la era hispánica el sentimiento de honor, de la dignidad, de la lealtad al Monarca, a las leyes, a la creencia y sus imperativos, lo cual produjo una autocrítica ejemplar. Nadie ha censurado con más severidad la obra de España en el Nuevo Mundo, nadie sino los propios españoles, y no los que vinieron o vieron las cosas otoñadas en el   —589→   siglo XVIII o en perspectiva, sino aquellos mismos que iban realizando la faena de evangelizar, de civilizar, de fundar urbes, de sembrar la vida municipal, de comenzar la enseñanza en escuelas, institutos y Universidades, de gobernar en flamantes Presidencias y Virreinatos, en fin aquellos mismos que iban ensayando las leyes nuevas y ejercitando una manera de juzgar y sancionar diversa de la primitiva. El español en esta materia fue inexorable con sí mismo y con todos los suyos. Quien desconozca este aspecto del alma española o lo menosprecie, naufragará en este mar de la autocrítica ejercitada aún contra lo más positivo y valioso de la obra peninsular en América.

Un tercer elemento perturbador del criterio es una consecuencia de la autocrítica: la hipérbole. He aquí una arraigada pasión española: la exageración de lo negativo. Y quien la olvide no se dará cuenta dónde están el comienzo y el fin de las realidades americanas. Quizás nosotros seamos los menos capacitados para juzgar de esta autocrítica y de esta hiperbólica manera de enjuiciar los sucesos que fue propia de los españoles, simplemente porque nosotros somos de la misma condición y llevamos la misma línea histórica todavía en buena parte. Mas, por saberlo, somos los que más a resguardo necesitamos depositar el sentido histórico exacto y la exacta visión de la era hispánica. No sólo es frecuente, es casi fatal encontrar la hipérbole en el fondo de noticias e informaciones aún las más objetivas. De allí que se haya producido otro hecho sicológico, así mismo frecuente en el ánimo del historiador hispanoamericano, también contaminado con la tendencia hiperbólica: de un conjunto de hechos fácilmente se han deducido afirmaciones generales y tajantes.

Qué mucho es esto, si acostumbramos agigantar los hechos que presenciamos, como si no los presenciaran los demás. Por ejemplo: la violación de alguna o de algunas normas jurídicas nos hace exclamar, en seguida, que no hay justicia; la presencia de un juez venal, nos lleva a asegurar rotundamente que los jueces -no decimos cuántos, cuándo ni dónde- son venales y prevaricadores.   —590→   Por allí se elige alcalde a un analfabeto, en una villa de tercer orden y, preludiando lo que haríamos nosotros, Gregario Acosta se dirige al Rey en estas palabras hiperbólicas:

«El modo de gobierno que acá se tiene es éste: que para hacer alcaldes o regidores buscan los más simples o más tímidos y muchos de ellos no saben firmar sus nombres; y esto dicen que es república, que lo hacen los escribanos, por que todo pasa por ellos».

¿Se quieren más ejemplos? Tendría que agregar una gran porción de la historia colonial usualmente incluida en manuales y textos corrientes. La cosa, empero, es otra. Veámosla, pero con ejemplos al día: «todo el pueblo estuvo presente en la protesta» -y no pasaron de diez los protestantes-; «la ciudadanía al pie le aclamó como un solo hombre» -la tal ciudadanía se pudo contar con los dedos de una mano, como los amigos-; «nadie quedó en casa y el presidente electo recibió la aclamación unánime» -cuando todos miraban el hecho desde los balcones de su casa-; «no hay una sola persona que no convenga con nuestro criterio» -se entiende persona amiga-; «toda la opinión pública lo condena» -ya sabemos que la tal opinión pública no es sino la de aquellos incapaces de tener opinión personal... Y no me propongo contar aquí las verídicas -las únicas verídicas según se dice- palabras de toda suerte de oposición política: «todo es entre compadres», «fuera de la trinca, nadie», «se perpetúan en el poder» -un poder que no puede rebasar períodos de cuatro años: ¡extraña perpetuidad!

Leamos con un poco de discreta alarma los periódicos, las revistas, los boletines, los discursos parlamentarios; leamos sin ficción los papeles donde se escriben sin cesar estas mismas frases u otras del mismo o peor estilo, y veremos cómo la mentira y la hipérbole son el aporte de lo que pasa por autenticidad política. Leamos y convengamos, entonces, que la verdad política -semejante en esto a la verdad de las técnicas artísticas- se hace con la arena innumerable de menudas falsedades o de mayúsculas   —591→   exageraciones. Proyéctenlos ahora sobre estas noticias una distancia de cien o de doscientos años, tendremos alguna sensación de la montaña que se levanta frente y contra el criterio histórico más esforzado. Las generalizaciones y las hipérboles, al cabo, elevan una barrera impresionante y, a ratos, invencible.

Con todo, y ya que sabemos la existencia de elementos perturbadores del juicio histórico, y sabemos concretamente cuáles son los que perturban o desvían la clara comprensión de los sucesos de la era hispánica, tenemos el remedio en la mano y tenemos al mal vencido a medias. Por tanto, a la pregunta de cómo debemos mirar tales sucesos, deberíamos responder que en general hemos de ver las cosas de aquella época, larga y tan documentada, como los sucesos de una edad organizada donde se equilibran los contrarios y se unifican los diferentes. Y no sólo eso, sino que debemos verlas como formando un organismo dotado de antecedentes tradicionales, configurado, preformado y además, continuamente formándose en las fuentes del Derecho, de la política, de la creencia, etc. que, desde el Medievo, desde Roma, desde lo más remoto del mundo clásico, llegaron hasta América, pero no importadas pasivamente y a secas, sino vivas y operantes, listas para servir a españoles, americanos y mestizos, lo cual determinó que se las ordenara y remodelara dándoles nueva fisonomía y vigencia.

Se han visto, pues, las cosas americanas en una desconsoladora y desconocida sucesión unilateral y unidimensional. Cuando algo se ha avanzado, ha sido para aplicarles un criterio de superficie, extensivo, de dos dimensiones. Hace muy poco se ha comenzado a mirarlas en su profundidad, descubriendo o persiguiendo su tercera dimensión, considerándolas en formas estereoscópicas, iluminando todos sus planos y rodeando todas sus casas, mensurándolas en forma estereométrica. Aunque tal método no agota el asunto. Falta la visión cultural de los asuntos del Nuevo Mundo, y tal método ha de llegar cuando este cuerpo compacto, orgánico, tradicional, trasplantado y fundido en un tercer producto nuevo, sea   —592→   puesto en función de dos coordenadas más: la de la atmósfera externa y envolvente y la de la atmósfera interior o capacidad espiritual creadora. Es decir el día que obtengamos la cuarta dimensión de la Historia americana.



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ArribaAbajo Paridad y disparidad de criterios

Nuestra usual manera de juzgar las cosas americanas acaecidas desde el siglo XV, finales, hasta el siglo XIX, comienzos, no suele ser pareja y adolece de la gravísima falta de comportarse doblemente: de una manera con lo colonial español y de otra con lo colonial no español. Lo correcto sería que estuviésemos en igualdad de comportamiento crítico ante la igualdad de hechos sucedidos en un mismo tiempo. Pero no ha sucedido así, y la mayoría de los historiadores de la era hispánica y que escriben en español, a imitación de los que escriben en otros idiomas sobre temas hispánicos, han abandonado a los propios para hacer recaer sólo sobre ellos el peso de una carga distribuible entre todos los conquistadores de los prenombrados siglos.

Los sucesos americanos posteriores al Descubrimiento y a la penetración de españoles, portugueses, franceses, holandeses e ingleses en las tierras del Nuevo Mundo, no son análogos, aun cuando aparentemente quiera presentárselos como análogos. Llevan un signo diverso los sucesos del área española, y no tienen de común sino el   —594→   nombre con los hechos del área portuguesa, pero sí se polarizan completamente es con los de la zona colonizada por Holanda o Inglaterra. Entre los conquistadores venidos en pos de aventuras al Nuevo Mundo, es preciso establecer la siguiente distinción: la del conquistador colonizador, y la del conquistador civilizador. El primero fue quien, sin duda, recogió más éxitos; y el segundo, así mismo sin duda alguna, fue quién sembró más cultura y humanidad.

Pero la oposición fue más profunda: la del conquistador católico y la del conquistador protestante. Cada cual trajo su espíritu y empleó sus métodos: éste para colonizar, aquel para civilizar. En la vida americana hay, pues, marcadas, dos tendencias que les ha tocado vivir. En esto nada hay de particular, pues resulta comprensible y lógico ver la trayectoria espiritual de un escritor en consonancia con su obrar y con sus juicios. Pero lo que no resulta lógico es hallar en la zona de escritores católicos y en el trato de la era hispánica empleados los criterios protestantes, o ver combatida la obra de España en el Nuevo Mundo con ayuda de los criterios protestantes manejados por quienes no lo son.

No es un secreto, a la altura crítica en que nos hallamos, y después de trabajos tan importantes emprendidos aun por historiadores de habla sajona, no es un secreto, repito; ni es cosa imposible de probar, que desde Holanda o Inglaterra se desfiguró la Historia para atacar a España en el Nuevo Mundo o en la misma península. Y esta deformación sirvió de argumento básico a la obra de muchos historiadores hispanoamericanos de los primeros tiempos, de las repúblicas emancipadas, argumento que se ha trasmitido, repitiéndose sin mayor juicio casi hasta los días actuales, tanto que pasa por verdadero y respetable no sólo entre los aprendices de Historia sino entre distinguidos cultivadores de la misma.

Gracias a tal influencia los hispanoamericanos se han acostumbrado a contar ponderativamente sólo las crueldades o las inepcias de España durante la era colonial, y se han olvidado con envidiable piedad las peores atrocidades   —595→   cometidas en las respectivas colonias, por los súbditos de Holanda o de Inglaterra. Los criterios protestantes tienden un velo espeso para disimular los excesos que franceses, ingleses, holandeses y más gentes cometían entonces en Europa y fuera de ella. Todos los escritores a una, muestran, escandalizados, señalando con el dedo las crueldades españolas, quizás con el aliviador propósito de permanecer hipócritamente limpios, desviando la atención. Es cosa vieja como el pecado de Adán aquello de echar la culpa al vecino para justificar con la aparente inocencia. El método de la excusa protestante por las crueldades cometidas en América, se redujo a echar la culpa a la serpiente; y para un puritano inglés nadie mejor que un español hacía el papel de la serpiente.

A pesar de estos velos la verdad es fácil de encontrar, si se averigua por los sistemas y por los hombres. Ante el complejo cúmulo de hechos sucedidos en el Nuevo Mundo los países europeos ensayaron una respuesta doble: mandar hombres y mandar sistemas. Mas, cabe preguntar: ¿los sistemas fueron los mismos? No. Hay entre ellos una radical diferencia, pues fueron dados con espíritu distinto y con finalidad diversa. El conquistador civilizador empleó un sistema totalmente opuesto al usado por el conquistador colonizador. A este último le importaban tierras y brazos para trabajarlas, rendimientos mejores, economía y sólo economía; mientras al primero le importaba más el hombre como persona, la salvación del alma de este nuevo hombre, el cultivo del espíritu virginal y, por añadidura le interesaban también tierras y brazos para trabajarlas. O sea que entre los dos sistemas hubo esta diferencia: emplear al hombre en beneficio de la civilización y de la economía, sin olvidar que es hombre; y emplear al hombre en beneficio de la economía, convirtiéndole en simple elemento de la producción.

El sistema creado por España no fue, no pudo ser un sistema abusivo. En cambio el sistema usado por el colonizador de otros países fue, desde su raíz, abusivo. Y aquí cabe otra aclaración. El que un sistema sea justo   —596→   o humanitario no implica la ausencia de hombres injustos e inhumanos: ahora bien, en tierras dominadas por España hubo muchos hombres injustos y abusivos, mas no por el sistema ni en fuerza del mismo, sino en contra del sistema y a espaldas de la autoridad. En Hispanoamérica, durante la era colonial, hubo muchos abusos: individuales. En cambio, en las otras colonias había, como aun existen, sistemas abusivos, que nunca han sido vistos con el espanto bobalicón y sensiblero con que se ha mirado el caso español. Con todo, es muy útil recordar que ambos tipos de conquistador fueron hijos de una época de escasa sensibilidad humanitaria y de un crudo endurecimiento de las relaciones entre los fuertes y los débiles. A lo largo de los siglos XV, XVI, XVII XVIII los espectáculos crueles y las costumbres recias menudearon en forma alarmante para nosotros, que vivimos ablandados ya por el sentimentalismo puesto de moda en los siglos XVIII y XIX, es decir por el racionalismo y por los románticos.



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ArribaAbajo El Derecho Indiano y su vigencia

A propósito de sistemas conviene hablar de este asunto, convertido en la piedra de toque del estudio histórico de la era hispánica. Las Leyes de Indias han sido ensalzadas o vituperadas y, por consiguiente, han desatado controversias tenaces y promovida juicios radicales. Desde luego, los juicios agresivos han nacido del desconocimiento de dicho sistema legal, de la conveniencia política doctrinaria de los ideólogos opuestos a ellas, o en fin, de la odiosidad a la obra española en América. A su vez, los juicios laudatorios no han visto, por lo general, la esencia del asunto, porque se han detenido en la letra de la Ley -y cuán pocos han revisado antaño este cuerpo de legislación tan grande y tan difícil de estudiar-, o no han tomado el tema en su doble faz histórica y jurídica. Por eso, en el uno y en el otro bando se han dicho egregias insensateces que vamos hoy dejándolas de lado, ante el progreso de una crítica más completa y de un mejor conocimiento del asunto.

Ante todo las Leyes de Indias tuvieron un proceso de elaboración lento y realista, sobre el cuerpo de los sucesos   —598→   que se encontraron o de los que iban surgiendo en la vida americana, recién ingresada entonces en un proceso de acrecimiento como antes no lo tuviera. Las Leyes de Indias no fueron creación mental, aun cuando obedecieron a los lineamientos firmes de una doctrina teológica presente siempre en el actuar del español en el Nuevo Mundo. Es, pues, falso acusar a dicha legislación de cerebralismo teorético, de idealismo irrealizable, de retórica judicial, o, hasta de cretinismo como algún pobre de espíritu ha dicho por allí. Las Leyes de Indias surgieron sobre el cuerpo de la realidad americana, porque todo fue nuevo e imprevisto, inexperimentado en Europa y sometido a un proceso evolutivo que escapaba a cualquier previsión teórica. Lo cual no significaba una originalidad absoluta o que no se trajesen instituciones desde el Viejo Mundo o que no se fijasen los lineamientos sistemáticos del cuerpo de Leyes. Se necesita suma inexperiencia en materias jurídicas para hacer semejante aseveración: en las normas surgidas al contacto de la realidad americana hubo la doctrina implícita y la realidad condicionada, como en todo cuerpo jurídico aparecido en la Historia del Derecho.

No es cierto que se trasladaran todas las instituciones jurídicas de allá o que las que viajaron con los españoles fueran traídas sin más. Por otro lado, es indudable que el tradicionalismo jurídico español, como cualquier tradicionalismo de esta índole, tiene hondas y numerosas raíces que le vuelven conservador, del mismo modo que conservadora es toda creación que llega a organizarse. Al marchar, los españoles llevaban sus instituciones a donde iban; pero al pasar a América notaron que tales instituciones, por arraigadas y queridas que fuesen, necesitaban reacondicionarse, no sólo al medio o a las nuevas necesidades imprevistas o a las circunstancias ocasionales, sino que ante todo, debían adecuarse y acrecentarse, adquiriendo una flexibilidad dinámica para crear, construir, impulsar y mantener un orbe nuevo de relaciones humanas totalmente desconocidas en esos días.

Esta urgencia dinámica se notó en seguida y de allí esa copiosa legislación que, estudiada por el Consejo de   —599→   Indias sobre datos vivos importados o proporcionados por los que afrontaban la realidad en América, se promulgaba en forma de Cédulas Reales; unas tras otras, en una sucesión sorprendente. Esto que ha sido tildado como defecto legalista, denuncia el dinamismo adquirido por el Derecho en un país y en una época de conservadorismo acentuado. Solórzano Pereira, en el siglo XVII, pudo observar el hecho con agudeza y trató de explicarlo con una metáfora: aplicó al caso el mito o la fábula de los trajes de la luna. Cuando ésta se diera cuenta de que iba desnuda, pidió a su madre una túnica, pero ella, muy prudente, se negó a dársela alegando que perpetuamente mudaba de talle y que, en consecuencia, era imposible hacerle un vestido que luciera de verdad. Lo mismo ocurre en los dominios de Ultramar, dice Solórzano, donde no es dable dar una forma, estabilizada al Derecho, porque siempre está creciendo o mudándose.

Dinamia y adecuación presiden el desenvolvimiento jurídico en el Nuevo Mundo. La mesta, la audiencia, el cabildo municipal, fueron viejas realidades peninsulares trasladadas por los españoles, pero que no fueron sembradas en tierra nueva, de igual modo y tal como llegaron. Sufrieron reacomodos y algunas, una vez cumplido su papel o invalidadas por la inaplicación, como sucedió con la mesta o la encomienda en el siglo XVIII, desaparecieron. Lo cual significa que no se trasladó a ciegas, y que las fundaciones de urbes y los sistemas de poblar siguieron en parte el trámite usual de España durante la reconquista de tierras al moro, y en parte se adecuaron al paisaje que solicitaba o incitaba de diversa manera. Como ejemplo traeré a cuenta algo que he visto dicho y repetido con ironía en algunos historiadores americanos, al respecto de esto. Es el caso de Benalcázar, hombre sin letras, enseñando a fundar Bogotá a Jiménes de Quezada, hombre letrado, universitario y conocedor del Derecho. ¿Sería que Jiménez fuese un dómine inexperto? No. Se trataba de que Benalcázar había fundado, al modo americano, dos o tres ciudades españolas en el Reino de Quito, con lo cual adquirió una experiencia de la que carecía el cultísimo y letrado fundador del Reino de la Nueva Granada.

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Otro ejemplo sería el de las reducciones. El hecho de reducir a los moradores del campo, desparramados por las quiebras cordilleranas, a lugares de población fija, distintos jurídicamente de las villas y de las ciudades, sale del marco usual y determina situaciones legales novedosas. Y en el número de estas mismas reducciones hubo diversos tipos de ellas: como ser reducción con repartimiento, reducción con cacique, reducción con comuna de campesinos solos. Los ejemplos se podrían multiplicar, demostrando que las normas brotadas al contacto de la realidad son tan numerosas, que ponen en descrédito la usual acusación de que el Derecho Indiano era puramente impositivo. Fue un derecho como cualquier otro de la historia jurídica y no un galimatías ni un cajón de sastre donde los frailes idealistas encasillaron su sed de oro y de predominio.

En segundo lugar, me detendré a ver qué hubo en cuanto a la vigencia de dichas normas. Para hacerlo trasladaré un juicio valioso que me servirá de punto de partida, juicio valioso por ser de quien viene y más valioso por contener todo lo que después se ha dicho en contra del Derecho Indiano. Se trata, nada menos que de la crítica hecha por don Andrés Bello a la obra de don Martín Fernández Navarrete y al prólogo que éste pone al frente de su Colección de los Viajes y Descubrimientos que hicieron por mar los españoles. El juicio de Bello dice así:

«El candor con que el señor Navarrete ensalza las malévolas intenciones de los reyes y las sabias y bien entendidas (el subrayado es de Bello) disposiciones del Código de Indias, no puede producir otro efecto en nosotros que el de hacernos compadecer a los que piensan que puede ser prácticamente útil y benéfico un cuerpo de leyes cuya autoridad tiene por única garantía la autoridad de jefes y jueces absolutos. Hayan sido en buena hora piadosísimas las intenciones del legislador. Pero ¿se han cumplido? ¿Y de qué sirven reglamentos que pueden quebrantarse o eludirse con impunidad? La primera cualidad de una legislación, y sin la cual todas   —601→   las otras son vanas, es la de hacerse observar. La parte más sabia y mejor entendida de estas leyes, según sus panegiristas, y la que ha sido mejor observada, porque en ellos se consultaron los intereses de la metrópoli y no los nuestros, es la que tiene por objeto la protección a los indígenas. ¿Y a qué se reduce? A mantenerlos en pupilaje perpetuo. ¡Admirable legislación, que niega al hombre el uso de sus derechos, para precaver el abuso! Si las leyes de Indias merecieron bajo algún aspecto el elogio, no de sabias, sino de bien entendidas, fue sólo en cuanto iban encaminadas a prolongar la dominación española en América. Bien se ve que al establecerlas se tuvo presente aquella antigua máxima de los tiranos: Dividet ut imperes. En cuanto a fomentar la industria, mejorar las costumbres y propagar las luces, no hay código más defectuoso, más suspicaz, más mezquino».



Vamos a descontar lo que haya en este juicio de acomodación temporal de la retina, pues cualquier hijo de su siglo tiene derecho a ver las cosas según los cánones de la época. Vamos a descontar el aspecto subjetivo del asunto, o sea el triste espectáculo de un intelectual metido a demagogo. Y vamos a desentrañar en este juicio -que resume anticipadamente a todos los que se han pronunciado contra el Derecho Indiano- lo que haya de jurídico. No crea el lector que Bello no merece mis respetos: sí que los merece y los más profundos; pero el juicio aquí transcrito es uno de aquellos que mucho se han repetido sin revisarlos y hace más daño que bien al prestigio de quien lo escribiera. Con todo, como la autoridad de Bello, de Don Andrés Bello jurista, pesa tanto, hay que detenerse ante una página que, si él resucitara, bien quisiera olvidarla o borrarla.

Iré, por partes, con ayuda del lector. El primer motivo de ataque es, naturalmente, el del liberal romántico del signo XIX que no entiende el pasado; o sea que las leyes emanadas y respaldadas por la autoridad de jueces y jueces absolutos no son tales ni funcionan como tales. Jurídicamente, he aquí un dislate: el Derecho es Derecho, por ser Derecho, y no por venir de un poder autocrático, aristocrático o democrático; y, además, es Derecho   —602→   por valer políticamente coma tal y ejecutarse dentro del Estado con fuerza incontrastable, sin atender a la persona del gobernante que lo respalda o del juez que lo aplica. Si esto no es así, hay que reformar totalmente y escribir de nuevo la Historia y la Historia del Derecho. La afirmación de Bello es históricamente falsa, y he aquí por qué: ninguno de los jueces, de ninguna de las Audiencias del Nuevo Mundo fue juez absoluto, porque sobre él tenía las apelaciones legales del caso, las visitas, las sanciones, los ojos de Argos de Virreyes y Gobernadores, la atención fija del Consejo de Indias y, en tiempo de los Austrias, la mirada escrutadora de los Reyes.

Y aun éstos, hasta la llegada de los Borbones, franceses y verdaderamente absolutistas, al estilo de su progenitor, Luis XIV, no fueron absolutistas en los asuntos relativos al Nuevo Mundo. Porque la forma de elaborar las leyes dejaba margen a otras muchas voluntades que no eran la soberana. El trámite usual era éste: sobre el cuerpo de las realidades que iban experimentándose en América, se demandaban normas al Conseja de Indias, integrado, no por ignorantes, sino por hombres que habían hecho su carrera judicial en los Dominios de Ultramar, como gobernadores, jueces, oidores, presidentes de Audiencia, etc. Estos preparaban el proyecto y lo enviaban al Rey, el cual lo convertía en Real Cédula con su firma. Se dieron casos en que el Rey rechazaba proyectos discutidos previamente en el Consejo; pero en la generalidad no sucedía así, como lo comprueban las actas del Supremo Consejo de Indias, actas que Bello no las conocía, pues no había tiempo ni interés alguno para eso en los comienzos de la era republicana.

Luego después el escritor pone en duda que las leyes se hayan cumplido, y pregunta: «Pero, ¿se han cumplido? ¿Y de qué sirven reglamentos que pueden quebrantarse o eludirse con impunidad?» Ante todo, un jurista como Bello sabía qué cosa eran reglamentos y qué cosa eran leyes, y al confundirlos hace gala de desdeñar un cuerpo jurídico secularmente integrado, como si del mismo hablara un hombre de la calle en vez de un jurisconsulto. Dejo para después el lugar común de que las   —603→   Leyes de Indias no se cumplieron, y me ocupo ante todo con el problema jurídico de la violabilidad de la norma. Toda norma jurídica lleva encerrado en su esencia el riesgo de su violabilidad, y, por tanto, increpar un sistema jurídico por haber sido violado significa dos cosas: o ignorar desde lo más elemental qué cosa sea el Derecho, o desfigurar con dolo y dañada intención la realidad jurídica. Las normas contenidas en el Derecho Indiano, como las normas contenidas en cualquier otro código de cualquier época del mundo, son violables; como el mismo Bello vio ser violadas las normas perfectas y únicas justas, según él, de su Código Civil. La presencia de los jueces junto a toda norma jurídica significa dos cosas: una, externa al Derecho; y otra, interna al sistema, o sea la necesidad de reafirmar a la norma como tal. Porque, así suene a paradoja, nunca el Derecho es más Derecho, que cuando lo vemos violado.

Pero la acusación de Bello va a algo más: esas leyes se violaban impunemente. Entonces: ¿qué hicieron las Audiencias en un lapso de tres siglos? Entonces: ¿qué nos dicen las sentencias acumuladas en los archivos de tribunales civiles y penales que Bello consultó para escribir su Código? Entonces: será posible que durante la llamada colonia se haya robado, se haya matado, violado, calumniado, prevaricado, extorsionado, despojado, vivido y convivido sin ningún freno, sin ningún orden, sin ninguna moralidad? José Ingenieros sacó la conclusión de este juicio de Bello y aseguró, sin rubor alguno, que todo pudo haber con la Legislación de Indias, menos moralidad en las colonias. ¿Será posible que haya sociedad humana sin moralidad, por rudimentaria y extraña que parezca? Asegurar que una legislación entera es violable con impunidad, asegura tanto, que el juicio excede a toda capacidad judicativa, es decir deja de ser juicio y se convierte en monstruosa y desmesurada inepcia.

Ahora me referiré a la vigencia de las Leyes de Indias. Bello asegura, paladinamente, que no se cumplían, que de nada servían porque no se acataban, y, tras él, ésta ha sido la muletilla más socorrida contra el Derecho Indiano,   —604→   aun en boca de historiadores favorables a España. Este problema es demasiado grave en sus consecuencias, no obstante proponerse en términos demasiado leves y escasos. Por eso ruego al lector me siga con paciencia. Y comienzo por aquello de que la Ley se obedece pero no se cumple, que dicen era fórmula pronunciada para dejar en el olvido las órdenes y las disposiciones jurídicas emanadas del Monarca. En dicha fórmula se ha visto, por lo menos, la insubordinación de los funcionarios americanos dedicados a hacer solamente su voluntad, de espaldas a la ley, y no sólo de los funcionarios sino, además, de los súbditos criollos que, de esa manera dejaban a merced de la arbitrariedad, sin normas jurídicas, un inmenso Imperio. Sin embargo, en tales palabras que sí se pronunciaban, pero no en modo general sino por excepción, hay que descubrir lo que realmente alojaban, o sea el sentimiento democrático latente en la Monarquía española, desde el siglo XIII y aún desde antes.

Tales palabras eran la fórmula destinada a obtener la reconsideración de las leyes y decretos reales constantes en las Cédulas. Eran tales palabras la señal de que ante el Monarca se había interpuesto un reclamo o, usando el lenguaje de la época, se había suplicado. ¿Qué significa suplicar de una ley? Pues, sencillamente, pedir al Monarca sea reconsiderada, reformada o derogada, por ser una norma que venía a lesionar derechos adquiridos o fueros establecidos por la costumbre, la tradición o la misma ley. En el Derecho español esto fue usado desde antaño, y no sólo en el Derecho español sino en otros sistemas jurídicos donde tanto la persona singular como las regiones podían presentarse al Monarca de modo directo y libre. El término pertenecía al viejo trámite y, por eso, no constituyó ninguna novedad entré españoles y criollos, como la ha constituido entre los historiadores del siglo XIX, poco afectos a ahondar en las oscuridades tenebrosas de la colonia.

Cuando al Nuevo Mundo llegaban algunas normas perjudiciales a lo establecido o lesivas de los derechos personales o que no se conformaban con la realidad, las Audiencias recibían la Cédula con toda solemnidad, pero   —605→   suplicaban con esta diligencia, al tiempo que pronunciaban la fórmula: se obedece, pero no se cumple. Mientras tanto, hasta que el Rey viese y proveyese lo conveniente, la Cédula quedaba en suspenso o entraba en una vigencia condicionada. Las normas así puestas en tela de juicio conseguían ser reconsideradas o derogadas, pero también hubo ocasiones en que regresaban con lo que ahora diríamos un insístese definitivo. Y estos eran, por lo general, los casos en que el Rey o el Consejo de Indias, mirando la justicia de lo ordenado, sospechaban el interés personalista agazapado tras la suplicación. Pero lo importante del caso está en que, a pesar de la suplicación, y no obstante que la ley se obedecía y no se cumplía, no se produjo nunca una situación de ajuridicidad, injuridicidad o antijuricidad, lo cual era ya mucho en aquel entonces.

Del mal entendimiento de esta fórmula y del uso que se haría de la misma, se ha deducido con sorprendente facilidad que las Leyes de Indias no tuvieron vigencia. Historiadores de variada índole repitieron la afirmación, sin pararse a meditar en cuánto puede ir implícito en estos términos tan generales que, por lo mismo, acaso resultan muy vagos o muy decidores. Si resultan vagos, no hay problema, porque nada involucran y son una frase más de tantas como se han hecho con las cosas de América. Y, si contrariamente, resultan decidores, lo involucrado nos llevaría a dos consecuencias igualmente absurdas.

La primera: si España o si el Rey legislaba y América no obedecía, ¿qué significaba aquello? Para responder consideremos menudamente esta otra cuestión: ¿cuáles el nexo real y valioso, el único nexo que cuenta entre el gobernante y los gobernados? No es la fuerza, no es el interés, no es la sangre, no es el idioma, no es la creencia, aunque antaño, pero muy antaño, sí lo fuera. El único nexo real entre gobernantes y gobernados, desde que se ha organizado el mundo histórico, es el nexo legal, es el que se ha sobrepuesto por su calidad ética y por su manera de funcionar, superando simpatías   —606→   y antipatías personales y vinculaciones de todo otro orden. Roto este nexo entre gobernante y gobernado se interpone entre ellos la subordinación o la independencia jurídica -autonomía como dicen los vocabularios modernos. Ahora bien, si aceptamos que, a lo largo de trescientos años, las llamadas colonias vivían en estado de insubordinación o de autonomía -insubordinación que debía ser política y autonomía que debía ser legal- ¿de qué o de quién se emanciparon los países hispanoamericanos? ¿Contra qué tiranía, despotismo o absolutismo insurgieron?

La otra conclusión igualmente absurda es ésta: que España legisló impunemente por tres siglos, lo cual significa su imposibilidad de organizarse y de sostenerse como cuerpo político mundial, uno de los más extensos de la edad moderna y uno de los más durables también. Una imposibilidad que dura tres siglos es cosa admirable; demasiado admirable. Y más vale aceptar lo contrario, o sea que es imposible sostener en el aire o por la simple fuerza material un formidable organismo histórico. Dicho Imperio tuvo un soporte jurídico y administrativo, generado por una política de alto estilo y que sólo nuestra democrática segmentación de criterio no nos lo hace apreciar en debida manera. La lectura de las palabras de Bello, dejan este regusto y hacen ver que para el criterio romántico de este escritor y de los que le siguen, no hay alto estilo político ni organización justiciera sino dentro del régimen republicano democrático. Pero al creer que sólo este tipo de republicanismo realiza altos valores jurídicos y éticos, se cometen dos errores: el uno, por olvidar la esencia singularísima de los valores, que son expresión libre de la libre capacidad creativa del hombre; y el otro, por no reparar en que la democracia no es sino una mínima fracción de la historia humana, dominante en una parte de la historia moderna, la cual no es sino una pequeña lumbrarada de la vida del hombre sobre la tierra.

En consecuencia es mejor suponer, porque además es cierto, que también dentro de otras formas de gobierno y de otros sistemas administrativos se produjeron, como   —607→   consecuencia de una política de alto estilo, cuerpos jurídicos imponentes, bien organizados, dialécticamente desarrollados, como el que se elaboró para el Imperio español en el Nuevo Mundo. Decir que en América, durante tres siglos, no imperó sino la arbitrariedad caprichosa, que se legisló para que las leyes no se cumplieran, que los encargados de representar el poder o de aplicar las leyes fueron los primeros no sólo en violarlas sino en sepultarlas en el olvido, es, simplemente, un contrasentido: y éste ha sido tan grande que su volumen ha inducido a que no se viera una cosa tan elemental como la siguiente: un Imperio que se extendió por el mundo europeo, americano, asiático y africano y que, además, duró tres siglos, debía tener, por absoluta necesidad, un soporte legal activo y operante, necesario en aquel entonces y fundado sobre doctrinas y sobre hechos reales.

Y esto me lleva a otro problema que suele plantearse con respecto al Derecho Indiano. Hay quienes no le niegan sus calidades, pero luego de colmarle de elogios le archivan en el estante de las utopías o de los idealismos demasiado bellos para ser posibles. Pero es que no se ha visto aquí el gran problema de la evolución del Derecho. Un ordenamiento jurídico llega al máximo de su vida real y de su efectividad, solamente cuando el curso de su existencia se halla confirmado por una serie de situaciones históricas favorables y de coincidencias humanas eficaces. Hay plenitud de un orden jurídico el instante en que Historia y Derecho se afirman mutuamente. Pero cuando el Derecho está en proceso de anticiparse o de descubrir algo -como sucedía durante la penetración española en América-, y la Historia anda tras encontrar su morfología o en pos de fijarse en formas inéditas de vida, como sucedió en el mismo período, la coincidencia entre los hechos humanos y las normas jurídicas se vuelve más difícil -de allí las grandes polémicas jurídicas y teológicas surgidas contra los sucesos y los criterios pragmáticos, desatadas en tiempo de Carlos V y de Felipe II- y, como consecuencia, la violabilidad más inminente de los preceptos legales.

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Pero de esta posición natural en todo proceso histórico nuevo, a que el Derecho Indiano haya sido impracticable o no haya traspuesto el límite de la mera idealidad teorética, media un abismo. Sin embargo, cabe añadir que muchas disposiciones de aquel cuerpo de leyes guardan aún su actualidad, acaso la misma que tuvieron al tiempo de promulgarse, pues las realidades no han variado mucho. Y no debe sorprendernos esta permanencia, porque en el desenvolvimiento jurídico se nota con frecuencia que todo Derecho principia siendo postulado antes que norma efectiva. Los postulados surgen numerosos en las épocas de busca o de aventura, en tiempos de transición o en aquellos donde se han superpuesto unas culturas sobre otras, en las etapas donde se opera una germinación de productos históricos originales y, en fin, en años donde la vida se expande sobre horizontes más anchos. Entonces, los postulados, las utopías, los ensueños constructivos, a más de venir numerosos, vienen cargados de fuerza y tienen la peculiaridad de caminar muy lejos.

Antes de concluir estas breves consideraciones sobre el Derecho Indiano, tomado como premisa crítica de nuestra Historia, agregaré algo más. El Derecho europeo, y especialmente el español en lo que va del siglo XV al XVIII, estuvo fuertemente dominado por la tradición jurídica medieval. Pero el nuevo Derecho que se instauró en Hispanoamérica a raíz de la emancipación política, tuvo dos fuentes diversas. La romántica y racionalista, cuya fuerza ayudó a desatar las campañas independistas que culminaron con la promulgación de cartas políticas dentro de Estados de Derecho; y la historicista, imbuida por el tradicionalismo romanista que surgió en Alemania y fue patrocinado por Napoleón, romanismo cuya dialéctica ayudó a redactar el Código Civil que lleva el nombre de este Emperador. El flamante código, bautizado esplendorosamente, y las doctrinas en que se respaldó, puestas de moda por la erudición universitaria de grandes historiadores alemanes de ese tiempo, deslumbraron a los jurisconsultos de las jóvenes repúblicas hispanoamericanas.

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El deslumbramiento, como es natural, dejó a sus víctimas ciegas para todo lo que no fuera el civilismo romanista de nuevo cuño. Bello, gran civilista de este estilo, y con él la mayoría de los jurisconsultos y legisladores del siglo XIX, no pudo comprender el Derecho Indiano, porque le resultaba extraño y no encajaba en la mentalidad individualista. El Derecho Indiano desentonaba con los colores del cuadro teórico en boga, por ser de cepa medieval, no individualista, no liberal, y romanista sólo a medias, en lo que la tradición natural le permitía ser. Tenía mucho de comunal, de germano, de agrario, de municipalista español y, principalmente, de americano hispánico, de mestizo, y en fin, de una inmensa suma de realidades básicas y soterradas que el individualismo liberal no alcanzó a comprender. Por eso Bello y otros autores de Códigos rechazaban aquellos elementos que no se trenzaban dócilmente con las tesis o con las instituciones capitales que llevaban en la cabeza, las más de ellas copiadas de lo francés y producto de importación. Los pocos restos de situaciones jurídicas previas que no se pudieron echar a saco roto, entraron en vigencia o en nueva vigencia, contra la doctrina y contra el deseo de los autores de los recientes códigos.

No solamente España tuvo en los tiempos renacentistas un Derecho de procedencia medieval. Toda Europa lo tuvo hasta el siglo XVIII y la mayoría de los países europeos hasta el siglo XIX y hasta el XX. Aun hoy lo mantienen como elementos de contrapeso y de equilibrio junto al Derecho contemporáneo, pues en verdad resulta casi imposible extirpar la tradición jurídica, sin despedazar los nexos del presente con la vida histórica sumida en el fondo de cada generación actual. De allí el cúmulo de desatinos acarreados a Hispanoamérica por los sistemas jurídicos que desentendieron el pasado. El Derecho fue unas de aquellas raíces de autenticidad medieval con que se nutrió el Renacimiento europeo del siglo XVI. Y como tantas otras cosas medievales siguió viviendo, mejor dicho sobreviviendo a la oposición y a la crítica de sus contradictores. Se situó al margen del camino mientras pasaba el cortejo individualista y hoy, otra vez, levanta irónicamente el entrecejo sobre el lomo   —610→   de los encrespados acontecimientos actuales, e irónicamente parece preguntar: ¿no os dije que lo social y lo comunitario son también personas de su derecho, no son personas sui juris como decían los romanos? Pero, en verdad, el cabal entendimiento de este serio problema ha exigido que las repúblicas hispanoamericanas madurasen durante siglo y medio. No podemos, pues, culpar de todo a Bello y a sus seguidores.

Pero hoy, luego de largos estudios logrados con paciente amor al pasado, luego de una mejor visión panorámica de ese Derecho Indiano, uno de los más dramáticos por su formación y por as realidades humanas qué encauzó, si seguimos empeñados en no ver que aquel Derecho se incluyó hasta el fondo de una vida secular y provechosa para nuestra actual configuración nacional, resistiremos a la verdad y seremos convictos de obstinarnos en el error conocido, mereciendo él apóstrofe de Jeremías al pueblo de Israel: cansado el profeta de que esos hombres no viesen a pesar de sus ojos y no obstante sus orejas no oyesen, les llamó insensatos y sin cordura. Ante la verdad no hay sino una sola actitud: la humildad. Postura intelectual digna, que en materias históricos, sin embargo, no proscribe a la opinión personal.

Para terminar agregaré qué una característica importante del Derecho Indiano fue su calidad evolutiva. Su manera de presentarse ofrece una condición muy singular: y es que fue dándose sobre los hechos. El carácter de imperativo hipotético aparejado a toda norma jurídica se presenta con cierta atenuación dentro de un régimen que está siempre alerta y al tanto de lo que sucede para ir regulándolo, reformándolo, condicionándolo y acomodando las cosas a las normas y las normas a los sucesos con una paciencia más que previsiva, fiel seguidora de la realidad. El del Nuevo Mundo no fue un Derecho consuetudinario, no fue un Derecho sistematizado, no fue una mera y simple protección dada de una vez: fue aquello y algo más; sus características se muestran como algo vivo y viviente a lo largo de tres siglos en los que, a pesar del lastre rutinario y de la tremenda lentitud judicial, dadas las condiciones de aquellos   —611→   años, no se anquilosó y estuvo, más bien, reformándose a cada paso. El presente punto, que es toda una norma jurídica, se puede decir que en el Derecho Indiano revistió la forma de un gerundio pertinaz: era un ir siendo aparejado a la novedad. Como ejemplo bastaría citar el régimen de las tierras y sus modificaciones desde 1500 hasta 1800: pocos Derechos compiten en la Historia con lo ocurrido en el Nuevo Mundo.



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ArribaAbajo Llamar las cosas por su nombre

No propugno dar de bruces sobre el bizantinismo ni empantanarnos en la crítica palabrera, porque la Historia nos exige la definición de actos humanos por medio de posiciones mentales bien tomadas. Lo que propugno es la urgencia de deslindar ciertas acepciones que las diversas formas de vida han dado a los sucesos ecuatorianos o pre-ecuatorianas; llamando las cosas diversas con nombres análogos, o las cosas análogas con nombres diversos. Pues en la Historia, lo mismo que en la evolución de las ideas, muchas palabras han permanecido inmutables, mientras ha cambiado una vez y otra el sentido que se aloja en ellas. Las necesidades humanas, el gusto, la moda y hasta el olvido influyen para aquel cambio de sentido. Por eso, al historiar, no hay que echar a saco roto, la posibilidad de que unas veces se empleen palabras adecuadas para otros tiempos, sin tener presente que el sonido de las voces no siempre conviene con el sentido de la vida.

Sin embargo, eso se ha hecho. Inveteradamente, con el respaldo de altos ejemplos y de una costumbre tenaz,   —613→   se han designado las cosas de América por medio de conceptos formados en la tradición europea. Me explicaré con un ejemplo: siguiendo la costumbre establecida llamamos ciudades al Quito preincásico, al Tomebamba incaizado, al Cuzco incásico, etc., sin que por un momento nos detengamos a meditar en la carga tradicional que gravita sobre el vocablo español, de fácil manejo y de casi insustituible reemplazo. El concepto español de ciudad no es sólo español renacentista, es medieval, es romántico, es romano y, antes de llegar a la pluma de los cronistas de quienes tomaron los historiadores americanos, hizo un camino histórico, muy colmado de sentido, a lo largo de quince o más siglos. La palabra ciudad aloja en su sentido una larga serie de configuraciones históricas y jurídicas, superpuestas en el curso de la vida europea. Los hombres del siglo XVI la manejaron con naturalidad, designando con ella cualquier conjunto de habitantes aglomerados en cualquier conjunto de domicilios. Al llegar al Nuevo Mundo los europeos trajeron en sus ojos la imagen más externa de las ciudades, y no pensaron en otra cosa sino en denominar con el nombre tan conocido desde antaño; cosas completamente desconocidas y para las que mentalmente no acuñaron término preciso.

Los que ahora meditamos en estas cuestiones, en cambio, estamos obligados a desmenuzar el concepto y a sacar lo que hay en sus entrañas. La ciudad que decían los renacentistas españoles y escribían los cronistas, fue ya un conglomerado de romanismo, de germanismo y de arabismo; sin tomar en cuenta lo ancestral que le sirvió de cuna; luego del municipalismo, que es categoría política, hay que ver las maneras de coexistencia social enseñadas por el romano, por el visigodo y por el mahometano. Celtas, fenicios y griegos pusieron también lo suyo; sobre todo estos últimos que, del mismo modo como el romano iba con la noción irrompible de su civitas, marchaba con la compleja mentalidad de su polis. He aquí, pues, algo parecido a lo que sucedió en Troya: cuando los desenterradores de ciudades muertas la buscaban, dieron con la gran sorpresa de hallar muchas   —614→   Troyas superpuestas, todas ellas distintas y la posterior asentándose sobre la anterior y nutriéndose directamente de ella.

Cuando hablamos de Persépolis no es lo mismo que cuando hablamos de la Tebas egipcia, de Agrigento, de Siracusa, de Cádiz o de Roma. Tampoco cuando hablamos de Aquisgrán, debemos pensar en algo parecido a Tenochtitlán o a Cuzco. Son realidades enteramente distintas en lo jurídico y en lo histórico, por más que Carlomagno, Moctezuma o Túpac Yupanqui, reduciendo a unidad elementos dispares, hubiesen dado forma externa a dominios un tanto parecidos, concentrándolos en residencias urbanas o domiciliarias que tipifican sus respectivos sistemas y culturas. Esta costumbre de llamar ciudades, al estilo europeo y sin mayor discrimen, a las residencias más o menos fijas que se hallaron en el Tahuantinsuyo, como ser Cuzco, Quito o Tomebamba, ha dado origen a sinnúmero de errores arqueológicos y de equívocos históricos. Cuán certero anduvo Cieza de León al no dejarse llevar siquiera en esto por la moda renacentista y por el asombro desatado al contacto de realidades diversas, sólo podemos considerarlo ahora, al saber que aquellas famosas ciudades eran simples residencias domiciliarias más o menos transitorias, para las cuales el nombre de reales aposentos, forjado por el cronista, resultó enteramente justo. Sobre la Ciudad Incásica aun no se ha escrito un libro que nos la muestre en su función y en su esencia, tal como se ha hecho con la Ciudad Antigua o con la Ciudad Griega. No obstante, el camino está abierto: entre otros historiadores modernos de ciudades viejas, medievales o contemporáneas, Lewis Mumford ha demostrado algunos caminos practicables.

Y lo dicho de la palabra ciudad, de las diferencias de contenido cultural que en ella pueden suscitarse, es preciso tener en cuenta cuando se escriben otras palabras capitales de la Historia americana, que resultan ambiguas por falta de penetración en sus varios sentidos. Las voces monarca, imperio, nación aparecen usadas con derroche, sin que se haya reparado en las serias diferencias de aplicación o de contenido que era necesario hacer   —615→   previamente. Consideraré un solo caso: el del orden tribual supremo y dominador del Incario, o sea el conjunto de relaciones sociales e históricas implicadas cuando mentamos la dinastía de los Incas del Cuzco. Este orden tribual cerrado, no se mezcló sino excepcionalmente con otros grupos tribuales; para conformar con ellos una nación en el sentido europeo de la palabra y del hecho mismo. Los absolutos señores del Cuzco llevaban diversos planes -basta recordar el motivo de las feroces guerras entre Huáscar y Atahualpa- y antes que la fusión, procuraban la erradicación, por ejemplo de las lenguas que iban encontrando.

No hay que suponer falta de tiempo a un proceso evolutivo, que se truncó a la llegada de los españoles, la misma que hubiese impedido surgiera una lingua franca, pues las lenguas que se hablaban al tiempo de la conquista incásica probablemente lo eran de una o de muy pocas extinguidas ya, siglos antes de la penetración europea. No quiero decir que en las zonas de fricción o de rozamiento entre vencedores y sojuzgados no se hubiera dado la intercomunicación y la fusión que en tales casos resultan imposibles de evitar. Pero de ello, a un concepto y a un hecho de nacionalidad, aceptado sin discrimen alguno como aparece en cronistas e historiadores de las cosas americanas, media un abismo. El tipo de unificación planificado que imponía el Incario anduvo lejos del concepto renacentista de nacionalidad. Los hombres de aquel entonces, acaso aturdidos por el hecho de la reciente formación de Estados nacionales en Europa, no repararon en la diferencia, y quienes emplearon las crónicas, posteriormente, no se detuvieron, tampoco, en esta consideración.

Al aplicar, in génere, la terminología incásica a las realidades ecuatorianas preincásicas, se ha lesionado mortalmente a éstas y se las ha arrojado al pozo del olvido, tanto que ahora no podemos pensar en los hombres preincásicos del Ecuador y en sus obras, sino en términos incásicos, lo cual dificulta enormemente el entendimiento de nuestra vida más antigua. Lo mismo acontece cuando, gracias a la influencia irresistible de las letras   —616→   renacentistas; se tradujo a términos europeos la realidad incásica a la cual si, por fortuna, no podemos olvidar por hallarse escrita, no llegamos a penetrar en sus más recónditos sentidos sino con mucha dificultad. Cada edad, cada era, cada cultura tienen sus conceptos-clave. Fuera de ellos o con el uso desvirtuado de los mismos, se nos evapora entre las manos el alma de tales eras, etapas o culturas.

Lo propio ha sucedido con la era hispánica. La hemos victimado casi, aplicándola conceptos -clave de la vida política y social posteriores a la Revolución Francesa. La democracia política y los ejes mentales sobre los que gira o descansa el Estado de Derecho, son antiestéticos de los soportes mentales, ideológicos, tradicionalistas y religiosos sobre los que descansaba la monarquía española. Y lo más grave es que mediante el instrumental de apriorismos actuales, tratamos de desentrañar muchas instituciones, costumbres y actitudes que entonces, en esos tres siglos lentos y prolíficos del medievo hispanoamericano, representaban largos aposterioris tradicionales, logradas maneras de ser y de estar, cuajados modos de convivir y de subsistir. Claro está que hoy carece de vigencia o de uso la mayor parte de aquellas maneras y no nos vienen bien al espíritu ni al cuerpo; pero esto no nos quita el derecho que tuvieron para vivir y actuar en su hora, como no les quitará a las presentes maneras su vigencia, el hecho de que mañana sean examinadas, con justas razones, por los que traten de comprender nuestro siglo.

Como ve el lector, en el mundo de la Historia es más difícil llamar las cosas por su nombre, que en el mundo de la existencia cuotidiana donde, por afán de rapidez, simplificamos las mismas cosas por todo medio. En la historia sucede de otra manera: cuando ansiamos claridad -y esta ansia es al mismo tiempo un grave deber moral- tenemos que comenzar complicando para, luego, si es posible, simplificar. La claridad histórica se hace a fuerza de complicar; de distinguir, de separar; recuerda los procedimientos del alquimista dado a clarificar sus jarabes con auxilio de sustancias colorantes. Estas   —617→   sustancias, por ser colorantes, quedan en suspensión y ayudan a retener lo extraño, dejando pasar un liquido purísimo, que es como saldo de todo el proceso investigador.



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Arriba Y tengamos fe en lo que es y en lo que será después

Cuando sentimos que las cosas del Ecuador no marchan como sería nuestro gran deseo, o no se acompasan al ritmo de los ideales, o después de leer un libro donde se sintetiza bien o mal el desarrollo político de las repúblicas hispanoamericanas, cuyo camino creemos indefinidamente lento, cuando sentimos esto, repito, solemos poner los ojos en blanco y, ahuecando la voz con solemnidad de supremos censores, exclamamos: ¡qué países!... ¡qué gobiernos!... ¡qué repúblicas!... Y en el apóstrofe ingerimos inquietud, indignación, desesperanza y, hasta, vencimiento. No perdonamos que los hechos ecuatorianos o americanos vayan con ritmo dispar de los ideales y, como fracasados en el empeño de acelerar el camino de los pueblos del Continente, aseguramos que el Nuevo Mundo español se emancipó antes de hora, si es que no pensamos, como algunos políticos del siglo XIX, en recurrir al protectorado de tal o cual potencia extraña que nos refrene y nos determine a ir por rutas más certeras. Esta es la visión pesimista del Ecuador.

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La pregunta hay que hacer, pues los hechos se han dado: ¿cuántos ecuatorianos han vuelto la mirada a una potencia extranjera, sea para urdir planes de supremacía personalista, o sea para contener las luchas fratricidas? Imitando a los precursores, que en el siglo XVIII anduvieron con sus ansiedades a cuestas y golpearon las puertas de los gobiernos de Francia e Inglaterra demandando auxilio para sus ideales, fueron también numerosos los caudillos o los gobernantes que en el siglo XIX marcharon en busca del auxilio externo, despreciando o desvalorizando las fuerzas de casa adentro, y confirmando, la persistencia de un hecho bautizado por Salvador de Madariaga con el nombre de donjulianismo.

El caso máximo fue el del máximo constructor del país, don Gabriel García Moreno, que sin reparo llegó a tratar, con un diplomático el protectorado de Francia sobre el Ecuador. Tan extranjerizantes y, sobre todo, tan afrancesados fueron los dirigentes de la nueva república, a causa del antiespañolismo desatado durante las querellas independistas y, después, a causa de las ambiciones militaristas que sustituyeron al viejo régimen peninsular, tan extranjerizantes fueron, que actitudes como la garciana -hipócritamente combatida entonces por los adversarios de García Moreno, quienes en secreto hacían lo mismo o algo peor- fueron miradas por la generalidad ciudadana como menos ofensivas a la autarquía estatal, que las de otros traficantes del territorio que, en esos mismos días, no vacilaron en ceder toda la región trasandina, a cambio del gozo fugaz de levantar, un caciquismo efímero en alguna parcialidad de la patria.

Si hojeamos la literatura oficial, la de los escritos públicos y el pensamiento publicado de los gobernantes, encontraremos un sabor pesimista que nos alarmaría si es que no viviéramos saturados de amargura. Rocafuerte, por ejemplo, en sus escritos y en sus Mensajes, menudea en expresiones desconsoladoras como éstas:

«A mí, no me arredra el título de tirano; lo que me horroriza es la idea cruel, de que por falta de valor y firmeza en el gobierno, diez o doce anarquistas trastornen   —620→   el orden o interrumpan el curso pacífico de nuestra prosperidad». «Portales, en Chile, ha fijado la paz y el orden a punta de látigo y de rigor: ese es el medio más positivo de organizar estas atrasadas regiones... en América sólo un Gobierno enérgico como el de Prieto o de Rosas, que raye en despotismo o en feroz tiranía, podía sostener y conservar el don precioso de la paz».



He aquí palabras de un civilista, civilizador y enemigo del militarismo que no escatima, por su concepción pesimista de la vida nacional o por la fuerza de los hechos que le circundan, su admiración por el régimen de fuerza, o por la política militar de otras repúblicas, envueltas durante aquellos años en olas de variadas tormentas políticas. Este mismo Rocafuerte parodió bufamente el Canto a Junín, para dedicarlo al militarote mexicano Santa Ana, a quien le puso sobre Bolívar y le llamó Verdadero Libertador.

Ni se diga de García Moreno. No escatimó sus alabanzas a la energía y al exclusivismo administrativos. «Libertad para todo y para todos, menos para el mal y los malhechores». He allí una frase estupenda, de gran contenido enunciativo, de sonoridad atronadora, perfecta como un programa dialéctico, inatacable como un imperativo categórico. Pero, ¿quiénes y cuántos eran los malhechores? Al sumarlos, es decir al mirar el contenido material de la frase, el monto de malhechores era tal, que en el Ecuador muy contadas personas podían ir incólumes a las páginas del Código Moral de García Moreno. Su concepción pesimista del Ecuador fue la causa de ciertos graves errores que cometió como gobernante, aun cuando como hombre los excusara. Si este magnífico ejemplar de político edificador hubiera superado ciertas paradojas atadas a su biografía, como ésta de edificador y pesimista, no tendría igual en la Historia americana. Un denso pesimismo desenfocó, con intermitencia rara es cierto, la perspectiva política del egregio gobernante.

Si hasta Urvina tuvo una noción parecida de la vida ecuatoriana. Y digo así porque los caudillos que aprovecharon   —621→   del suelo hispanoamericano y aún lo aprovechan, parten de supuestos optimistas o de premisas de seguridad envidiable. Con todo, Urvina llegó a decir en un Mensaje al Congreso:

«La fuerza armada es la base del poder público, y mucho más en los pueblos incipientes, donde no hay aún hábitos arraigados de obediencia a la ley, donde falta costumbres republicanas, y donde la democracia necesita hacer todavía conquistas».



Está claro que este militar hablaba con una experiencia irrefutable. Prescindiendo de su distinguida personalidad privada y de los buenos sentimientos que mostró, como gobernante cesarista supo hasta donde debía confiarse en él Ecuador del siglo XIX. No lo miró con fe, tampoco fue copiosa la esperanza que depositaba en sus destinos y, desprovisto de fe en el país y con pocas esperanzas en el mismo, al gobernarlo, iba demostrando, de manera inconclusa, hasta dónde el poder necesita arraigar en la fuerza. Sus maestros y sus discípulos -o sea desde Flores hasta Veintimilla y más acá- no tuvieron otro criterio ni otra forma de gobernar, porque el militarismo de nuestros gobernantes no significa, en última esencia, sino la visión pesimista del Ecuador.

Cuántos ecuatorianos en cosa de siglo y medio de vida democrática, a imitación de Rocafuerte, de García Moreno o de Urvina, no han movido la cabeza en señal de duda, pública o privadamente, y se han dicho con palabras o con gestos: esto no marcha. Y es verdad, en determinadas horas el panorama histórico se cerraba tanto que permitía poner en duda la supervivencia de una república nacida entre temores -quien no acepte esto de temores, lea detenidamente y medite en los primeros artículos de la primera Constitución Política del Ecuador- y poco después convulsionada por aquellos mismos próceres que la construyeron, para sumirla pronto en el pantano del cuartelazo, de la violación de las leyes o de la proterva intención de jefecillos convertidos en caciques. Durante lustros el gobierno civil y enmarcado   —622→   en normas constitucionales, llegó a parecer una mera excepción risible o una caricatura del mando: tan fuerte se mostró la codicia de los mandatarios que se sintieron dueños del país, de la economía o de la opinión.

Sobre todo dueños de esta última. Porque es forzoso confesar que, no obstante los clamores de libertad, durante el siglo XIX, la opinión fue mejor dirigida dentro de las repúblicas democráticas, como no fue dentro de antiguas formas de gobierno calificadas de despóticas o como no llegó a ser en tiempos más modernos. Cierto, es que en el Ecuador, a la faz de las demás repúblicas nuevas, la prensa nunca ha dejado de ser piedra de escándalo; pero aquello mismo, en vez de probar la libertad de opinión, usada en la mejor manera moral y jurídica, demuestra que el libertinaje en el siglo pasado se había robustecido y vuelto impune con el antifaz de unas normas esgrimidas a todo trapo. Como es igualmente cierto que el escándalo ha durado y dura todavía en el Ecuador hasta el presente; y todos los políticos, los ideólogos, las periodistas, cada cual en su medida, tienen que arrepentirse de haberlo desatado o de haber usufructuado del mismo.

No está mal decir las cosas malas de un país. Pueden aleccionarnos y prestar ayuda el intento de configurar mejor las casas públicas. Pero no sirven para guía de conducta posible y positiva. Sirven para ser esquivadas y para hacernos pensar que no todo es malo ni ha podido ser en los años de vida republicana que lleva ya el Ecuador. Lo creador y durable supera a lo caduco y defectuoso. Por eso subsistimos. Por eso hemos caminado largo, con profundo dolor, indudablemente. No hemos llegado, como quieren los pesimistas, porque un destino que se cumple o un país que llega se ha concluido para siempre. Llegar es tocar a término, dar con el fin, encerrarse en la definición. Pero la definición histórica, según he demostrado, si pretende ser tal, no define, no pone límites. Se parece al viento, al huracán, a la tramontana, empuja al viaje, hincha las velas, barre las nubes y muestra horizontes inéditos.

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No hay para alarmarse: mientras hay más dolor, existen mayores posibilidades de vencimiento y de supervivencia. Son falsas, con absoluto desconocimiento de la vida humana, las tesis dulzonas del optimismo, del pacifismo, de la dorada Capua: la existencia del hombre sobre la tierra, y aquí debemos entender por existencia la biografía y la Historia, es dolor, quiebra, defecto, sacrificio, abnegación. Es mucho más aún. Pero ahora nos basta recordar esto. Es dolor que sana, quiebra que endurece, defecto que colma, abnegación que da y recibe la recompensa, sacrificio que vuelve sagrado todo lo que toca. ¿No vale esto infinitamente más que el éxtasis bobo de la felicidad buscada en paraísos terrenales, soñados, inasequibles, desde el dorado de la edad de oro, hasta el de la más reciente utopía?

Quisiera decir a cada ecuatoriano que no se amedrente porque el dolor nos acompaña. ¿No fue necesario que las persas llegaran, a Atenas, los cartagineses a Cannas, los galos hasta el mismo Capitolio romano, los bárbaros a Europa, los turcos al Mediterráneo, para que surgieran aquellas cimas denominadas cultura griega, civilización romana, espiritualidad medieval, Europa renacentista? Con el dolor, con el sufrimiento se levantan las mayores edificaciones humanas. La facilidad, nada grande ha edificado. La facilidad es el bienestar de los pusilánimes. Y es notorio que la felicidad se vuelve norma de vida y se convierte en el mayor anhelo, sólo durante las épocas decadentes. Nuestros afanes de satisfacción material, de embobada paz gratuita, de regalo económico sin preocupaciones, huirían atemorizados si es que, con el debido detenimiento, leyéramos y releyéramos la Historia del mundo clásico, y comprobáramos a qué hora Atenas fue consciente de su dicha o en qué siglo Roma sorbió a pulmón lleno el ambiente del placer.

El dolor nos ha circuido y los fracasos se han acumulado espectacularmente en la Historia del Ecuador: mas no todo ha sido malo durante los años de la existencia republicana. Desde Rocafuerte hasta García Moreno, desde García Moreno hasta Alfaro se han dado grandes pasos que, por serlo, como es natural han dejado vacíos   —624→   entre estación y estación. Pero ¿quién ha dicho ni ha visto que un gran paso sea la sucesión continua, continua e irrompible, como la de los puntos de una línea? Pasos de tal naturaleza dejan siempre en su seno grandes lagunas. Si esto lo comprendiéramos bien, las soluciones de continuidad y las contradicciones de la vida ecuatoriana se volverían más explicables. Todo lo de anti García Moreno que los escritores suelen destacar en Alfaro, significa una continuación necesaria de García Moreno: continuación aun en lo antitético. Pensemos sólo en esto: el laicismo implantado por el segundo fue un eco del teocratismo impuesto por el primero. Así se llaman y responden los ecos en la Historia: no nos admiremos. En cierto modo, y en contra de los lógicos teorizadores, se puede asegurar que una porción considerable de la dialéctica histórica se construye, con el ingrediente de las contradicciones. No creo en la ley de los contrarios según la enseñanza griega, pero sí en la enseñanza agustiniana de la armonía universal de lo diverso. Esto no significa, en el campo íntimo de mi ortodoxia católica, la justificación del laicismo como norma de vida constitucional ecuatoriana: no, solamente trato de comprender por qué motivos llegó y trajo aquel tono mayor.

Pero iba a otro asunto. No todo ha sido malo en los años de la existencia republicana. Para demostrarlo no aduciré datos estadísticos de población, de enseñanza, de riqueza utilizada, de mejoramiento material, de civilidad, etc. Sería bueno, pero vendría aquí fuera de lugar. Acaso valdría como argumentación a posteriori. Mi deseo es menos concreto y, por lo mismo, más comprensivo. Una somera meditación sobre los años de vida emancipada que llevamos ya a cuestas, nos permite llegar a la sencilla conclusión de que el irrespeto a la Ley suprema, la inexperiencia política, las ambiciones personalistas, las divisiones fratricidas, los pocos años de paz, de continuidad administrativa, no han podido desviar de su cauce a un espíritu vital originado en siglos de gestación lenta y definitiva, ímpetu salido a luz en los comienzos del siglo XIX aunque sentido irrecusablemente   —625→   en las honduras del siglo XVIII, ímpetu, en fin, lleno de sentido y dispuesto a seguir rumbo fijo.

O sea que el subconsciente histórico detectado por los más finos espíritus de mil setecientos -el Padre Velasco entre otros-, al tornarse plena conciencia histórica en el mil ochocientos, logró demostrar la fuerza acumulada, se ha hecho acreedor a nuestra fe y nos exige, por tanto, una fidelidad inquebrantable. Somos país, somos nación, somos conciencia formada, en medio de los dolores y de los vencimientos que todos conocen y ven flotar sobre la superficie de nuestra convivencia. Y digo así, sobre la superficie, pues en el fondo de aquellos vencimientos y dolores se halla el veneno de la continuidad; La catástrofe -bueno, el término es demasiado grave- diré mejor el sufrimiento, ¿cuántas veces nos ha reunido en una fraternidad innegable?

Pero la fidelidad debe ir más allá de las quiebras políticas. Si las miramos sólo por su lado externo, hay para duro sufrimiento. Pero si las consideramos en su sentido íntimo, acaso nos den un soporte inmejorable para la fe patriótica vacilante. En estas mismas páginas he recordado a dos pueblos de la antigüedad clásica. Ahora vuelvo a hacerlo, con el fin de fallar explicación a las convulsiones políticas post-independistas. Las guerras, las convulsiones, las luchas sangrientas alojan en su seno un sentido histórico de notable alcance. No son lo que la crítica apresurada suele suponer de ellas. Mas no haré aquí una teoría de la guerra; aun cuando recuerde al lector que, hay guerras de configuración nacional, guerras de reacomodación a formas históricas nuevas, convulsiones de capas humanas que se sedimentan luego de enturbiar el vaso histórico donde se despliegan, movimientos o agitaciones concurrentes que buscan ubicación propicia, etc. Las agitaciones históricas y sociales no son, por consiguiente, la mecánica maniobra de los usufructuarios de la contienda o de la angustia colectiva. Una explicación de esta índole es muy pobre, muy epidérmica y no convence ya a esta altura de la crítica sino a los ignorantes de la Historia.

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Nuestras agitaciones post-independistas, tan numerosas, tan sangrientas y costosas representan, si las vemos en su fondo, exigencias de reacomodación de una vida antigua a las formas recientes aportadas por la república democrática y por el Estado de Derecho. Las democracias nacientes han sido así: nos lo prueban los ejemplos de Grecia y de Roma. La democracia ateniense tan poco loada par los maestros del pensamiento político de aquel entonces, esa misma democracia a la que nada faltó para convertirse en la peor demagogia en manos de audaces oligarcas; la república romana donde, a pesar de la potencialidad política representada por los patricios, y a pesar de la constitución aristocrática de dicha forma de gobierno, la república romana, repita, donde la democracia latente, regazo del antiguo régimen de los reyes, era levadura de amplia fermentación en verdad, las dos democracias de la antigüedad clásica demuestran qué las guerras de acomodación política son crueles, numerosas y persistentes. Y en Hispanoamérica, a lo largo del siglo XIX, se presentó el mismo síntoma: caudillismo, luchas fratricidas, inestabilidad política, agitación por acomodarse, en total. Pero esto no significa aplaudir, ni siquiera moderar la censura al militarismo que desató a tantas figuras agresivas, que entorpeció el desenvolvimiento constitucional y que en muchos países pobres fue la peor carga sobre el haber y sobre el ánimo de sus moradores.

La fama de países convulsionados que han cobrado algunos, como el Ecuador, no es exclusiva de ellos ni deja de tener ancestro histórico muy honorable. Un estado de agitaciones sucesivas no surge únicamente por la obra o por la mala obra de caudillos, de los generales, de los jefes de partidos codiciosos de poder. Hay alga de esto, y en el caso de las repúblicas hispanoamericanas siempre lo hubo. Pero existió mucho más que, inconscientemente, fue aprovechado por los codiciosos o por los más despiertos o por los más sensibles al hecho político. El país, desacomodado por las querellas independistas, sintió en seguida la urgencia de acomodarse a la nueva forma de convivencia, porque no iba a salir, sin ningún   —627→   costo, de una serie de tres siglos de precisa ubicación o acomodo social y jurídico, para entrar en otra que, para esos días, comenzaba a resultarle holgada. La era hispánica se rigió por cánones que venían muy estrechos a las entidades históricas recién surgidas: pero eso no quiere decir que la nueva forma le viniera como a la medida. Tenían las nuevas repúblicas la impostergable necesidad de crecer, de adquirir mayores experiencias, pues la mayor edad histórica o biográfica no es una suma de experimentos teóricos, librescos o contemplados solamente, sino la etapa en que hombres y pueblos entran en capacidad de ser dueños de sus experiencias, de saber administrarlas, de acumularlas y emplearlas con sabiduría vital.

Tengamos fe en lo que es, en cuanto ha llegado a ser y en lo que será después. Fe robusta, activa, constructora. Los pueblos jóvenes exigen más entrega a ellos y más vigilancia de su porvenir; pero vigilancia bifronte, proyectada en las dos direcciones en que se hace la vida humana: como en el árbol, crecimiento en dos sentidos, búsqueda del cielo y del suelo. Solamente así merecemos seguir siendo lo que somos; pues esta permanencia no es un estar, ni sólo un poseer, sino un merecer. Hacerse dignos de un futuro es caminar con todo lo que uno fue, con todo lo que se ha logrado y con todo lo que se espera. Ni anquilosis, ni fractura: fluencia continua, natural como la del agua o de la luz, eso necesita la vida humana para desenvolverse desde posiciones definitivamente adquiridas, hacia nuevas expectativas o realizaciones posibles. La vida histórica no se descoyunta de sí misma en su larga función de caminar. Va toda ella misma, de tránsito y de conquista, de logro y de esperanza. En el mundo histórico se ve con mayor claridad cómo ser es esperar, y cómo esperanza, en su última raíz, significa fidelidad.