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¡Viva Vincent!

Carlos Franz





Un tiburón muerto flotando en una pecera. Una sala cuyo único propósito es un gigantesco cenicero con colillas de verdad. Un cerdo, cortado a lo largo, cuyas mitades un ingenioso mecanismo acerca y separa. Una especie de mojón de elefante hecho de lauchas muertas. Una cabeza de vaca podrida -pudriéndose- en una vitrina llena de moscas. Estas son algunas -no las mejores, pero sí las más notorias- de las obras de arte presentadas en la nueva Saatchi Gallery, en Londres. La inauguración fue un evento social, animado por los desnudos de Spencer Tunick paseándose entre el público. El resultado, hasta ahora, un éxito publicitario clamoroso: filas de visitantes que pechan por pagar ocho pounds (ocho mil pesos chilenos) para ver, por ejemplo, una cama deshecha y maloliente.

Tras 15 años de escándalos, el llamado Britart ha llegado al centro de la capital y de la sociedad inglesa, vanagloriándose de «renovar» el arte británico -y parte del mundial- gracias a su política de sensacionalismo y shock. Sus artistas -como Damien Hirst y Tracey Emin- abarrotan las tapas de las revistas satinadas y compiten en notoriedad con los futbolistas. Quizá no es extraño: el gran patrón de este movimiento es un magnate de la publicidad, Charles Saatchi. Tanto el mecenas como sus apatronados parecen compartir una ética publicitaria: de lo que se trata no es de contraatacar a una realidad banal, sino de producir una banalidad tan manifiesta y efectista que pueda competir con el prestigio hueco de las marcas comerciales. Y lo más divertido -o patético- es que funciona. El mercado para el que nacieron se los pelea.

Por mi parte, visitando la galería, me siento como el niño del cuento aquel que vio al monarca pasar con esa camisa tan fina que era invisible, y que no entendía por qué sus mayores no gritaban que el rey iba desnudo. Mi objeción instintiva no es contra la provocación -la más primaria de las reacciones estéticas, el arte siempre provoca algo- sino contra la superficialidad de una provocación que se agota en el puro gesto: un cuerpo desnudo puede ser el David de Miguel Ángel; mil cuerpos en pelotas son una patota redundante. Por cierto, lo que digo es políticamente incorrecto. La política oficial, la interpretación establecida de cada una de estas obras, viene con ellas en la forma de una ficha teórica pegada a la pared donde un sesudo especialista nos indica lo que debemos entender y/o sentir ante los significados ocultos de un vacuno podrido. Los comisarios de este arte se remiten en última instancia a Marcel Duchamp y el urinario que mandó a una exhibición en 1917. Saltándose el detalle de que han pasado 80 años desde que eso fue nuevo. Y sobre todo, que si un urinario en una galería, durante una guerra mundial, podía ser una crítica histórica, un cenicero gigante, en nuestra época de humos sin fuego, es apenas una mala broma.

Por suerte, el arte contemporáneo no pertenece sólo a los discípulos sin imaginación de Duchamp. Casi al frente de esta galería, al otro lado del Támesis, se da a tablero vuelto una obra de teatro intensa y conmovedora: Vincent in Brixton. La obra imagina los tres años que Vincent van Gogh pasó en Londres, cuando tenía 21 y aún no quería o no podía aceptar el destino de artista terrible que sería el suyo. En su modesta pensión de suburbio, Vincent se enamora de una viuda mayor y neurótica, simplemente porque la oscuridad de esa alma suburbana y triste se parece a la suya. Y dibuja el cuerpo desnudo de la cuarentona revenida no para exponer su fealdad, sino para celebrar y compartir la radiante belleza que ve en ella. Vincent no trata de epatar a los burgueses, ni de choquear a nadie con exhibicionismos fáciles. Vincent trata de ver el sol de noche. Y cuando lo hace, su primera reacción es salir huyendo, resistirse a ser artista. Esa resistencia es clave.

En lugar de este deseo mercenario por ser célebre, por entrar en la galería del magnate publicitario a cualquier precio -al precio del sensacionalismo y la trivialidad-, Vincent se resiste a la vocación, y sólo pinta cuando esta es más fuerte que su miedo. Qué ganas de gritar en la galería Saatchi: ¡Viva Vincent!





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