Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoAnécdota décima

(Vol. VI)


Anselmo y Elisia


Todos son riesgos en esta miserable vida. Cuando menos lo pensamos caemos en ellos, y cuando conocemos el peligro, o nos es muy difícil salir de él, o irremediable nuestra ruina. Los jóvenes faltos de experiencia son, por lo regular, los que caen en mayores precipicios; la vehemencia de las pasiones los arrebata muchas veces casi involuntariamente, y suelen desengañarse de su error a costa de su desgracia e infelicidad. El amor, este tirano de los corazones, es regularmente el que más atormenta el espíritu de un joven: un objeto seductivo que se le presenta a la vista lo abrasa, lo arrastra y lo trastorna. No piensa en la dificultad o imposibilidad de obtener lo que desea; no considera si el interés le usurpará la prenda que adora, si la desigualdad de condiciones se la arrancará de entre los brazos; con todo arrostra sin reparar en inconvenientes, cree que una fina correspondencia, un mutuo cariño, todo lo vencerá, todo lo allanará; y cuando más apasionado está, cuando más su loco amor le sugiere las más seguras esperanzas, entonces cualquiera de los obstáculos que debió meditar al principio, antes de entregarse a una ciega pasión, separa a dos infelices amantes que no lo serían si la juventud no fuese tan fácil en entregarse a ella. Ruinas, alborotos, desavenencias, he aquí lo que se sigue de los amores inconsiderados, aun de aquellos que no se oponen a la virtud, si antes no se miran inconvenientes claros y visibles. Los muchos desengaños que cada día vemos en el mundo no bastan a desengañar a la juventud incauta, que por falta de precaución cae en las redes que le extiende la más dominante de las pasiones, como el pez en el anzuelo atraído del gustoso cebo que diestramente le presenta encubierto el pescador astuto. Vamos a manifestar en esta anécdota los perniciosos efectos de un amor inconsiderado aunque virtuoso, para enseñar a los jóvenes con el ejemplo las consideraciones que deben hacer antes de amar objetos que, ya por la desigualdad de fortunas, ya por la desproporción de condiciones, y ya por otros motivos, no es fácil puedan conseguir.

Cerca de las murallas de Ulma, ciudad de Alemania, pasa el río Iler, y no muy lejos de ella hay una especie de isla que se reúne a un bosque frondoso. Allí los copados olmos, los enmarañados sauces, las verdes plantas, el murmurio de las aguas, el dulce canto de los pajarillos forman un sitio ameno y delicioso a las orillas del río para los que en la hermosa primavera buscan el recreo en la soledad; pero en lo interior de la selva los encumbrados peñascos, las encrespadas cimas, la espesura del monte, un lugar melancólico, triste y espantoso para quien de continuo habita en su centro, obligado de la necesidad. Hacia esta parte, cuando el radiante Sol extendía sus luminosos rayos por la faz de la tierra, salía todos los días a apacentar su ganado un pastor llamado Anselmo, joven de graciosa figura, de perspicaz talento y de unos pensamientos superiores a su condición humilde y abatida. Apenas se veía solo en aquel bosque sombrío cuando, arrebatado de su fantasía, exclamaba en voz alta de este modo:

«¡Oh, gran Dios! ¿Quién jamás se ha visto en tan mísero estado como yo? ¿Qué suerte desgraciada me ha constituido en tan vil abatimiento? Aquí vivo reducido a emplear mis tristes días en apacentar un corto rebaño para ganar el necesario sustento. Mi alma está oprimida como entre cadenas, mi valor anonadado, y yo siendo el oprobrio y la vergüenza de los hombres. ¡Cobarde, pusilánime! ¿Así descansas en el ocio? ¿Así te entregas a tan humilde ejercicio? ¿Así pasas tu vida sin buscar otro más noble, más grande, más heroico en que poder saciar tus atrevidos pensamientos? ¿Tan plácidamente abandonas las acciones magnánimas que dan al hombre lauro y fama eterna? ¿Así quieres morir oscurecido y aislado, donde jamás se sabrá que has existido? Despierta de tu engaño, miserable joven; busca en climas remotos otra carrera más noble donde eternizar tu nombre y coronarte de laureles. Ninguna empresa es difícil a un alma grande que no conoce el terror ni la asustan los peligros. ¿De qué sirve el hombre que sólo sirve para sí mismo? Deja, Anselmo, estos montes; corre, vuela rápidamente a donde tus hazañas te hagan algún día acreedor a los mayores elogios. Pero, ¡ay de mí!, ¿qué digo? ¿A dónde me arrebata mi loca fantasía? Y mis amados padres, ¿qué harán solos entre estos enmarañados bosques? ¡Oh, qué nombres, que penetran hasta lo más íntimo de mi corazón! No, no es mi cobardía la que me retiene en esta esclavitud; gustoso expondría inerme el pecho a los mayores riesgos, nada me causaría terror. Mas, ¿cómo he de tener valor para separarme de unos objetos que forman mi mayor consuelo y felicidad? ¿Cómo podría apartarme de su vista, siendo el único apoyo de su vejez y adversidad? ¡Quién cuidaría de sus infelices días, quién enjugaría sus tiernas y preciosas lágrimas? amados autores de mi vida, no, yo no os abandonaré jamás. Si mis penas martirizan, si mi imaginación altiva me atormenta, sufriré con resignación s asaltos, y vuestro aspecto, sí, vuestro aspecto decrépito e interesante contendrá mis locos y orgullosos devaneos. ¡Ah!, sí, moriría mil veces, si pudiese, antes que ser causa de vuestra muerte y desconsuelo. ¡Ay, hijos duros y crueles, respetad en vuestros padres la naturaleza y el deber! Yo seré ejemplo vuestro; a pesar de la continua melancolía que me devora, a pesar de los impulsos intrépidos de mis pasiones, dejaré en estas breñas mi vida antes que apartarme de su amable compañía».

¡Qué acentos tan acordes con la naturaleza y con la Religión! Bastantemente descubren su carácter estos sentimientos filiales. Se ve brillar su virtud en medio del tumulto de sus altivas pasiones. ¡Cuán amable es esta virtud! En semejantes exclamaciones pasaba el generoso Anselmo sus desgraciados días, hallándose su alma tan agitada al despuntar de la Aurora como al retirarse el Sol hacia el Ocaso.

Un caballero de Ulma, ilustre por su nacimiento y riquezas, tenía una hermosa casa de campo inmediato a la isla, morada lúgubre de Anselmo. Todos los años, en tiempo de primavera, iba a divertirse a ella con su amada familia. Tenía una hija única llamada Elisia, tan hermosa como sabia, la cual vivía tranquila y alegre sin haber conocido jamás el amor ni sus tiranías. Una mañana de Mayo, fresca, apacible, regada con el rocío del alba y hermoseada con la diversidad de las flores que la ingeniosa naturaleza produce, salió a pasearse en su coche, acompañada de una criada que era su mayor confianza. La frescura de la mañana, la amenidad del sitio, el dulce murmurio de las aguas y la suave armonía de los pajarillos, dejando el coche y los criados a la orilla del Iler, condujo a las dos, casi sin sentir, por la amena ribera hasta el sitio más denso donde solía Anselmo apacentar su rebaño. Estaba éste cantando para aliviar sus perennes pesares. Su voz era sonora, delicada, dulce y atractiva, y su destreza y buen oído le daban mayor realce. Atónitas de oír tal voz en un bosque que creían sólo habitado de rústicos pastores, fijaron la atención y el oído; pero viendo que sin internarse más no podían percibir lo que cantaba, fueron acercándose, encubiertas de las ramas de los árboles, hasta que pudieron entender que decía de este modo:


Déjame un rato vivir,
atrevido pensamiento,
no causes a un infeliz
tan crüeles sentimientos.
¡Oh, soledad espantosa!
¡Oh, enmarañado desierto!
¡Oh, miserable el que vive
en tal vil abatimiento!

La dulzura de la voz, la espesura del sitio, la letra y los reiterados suspiros del que cantaba excitaron la compasión de Elisia y la agitación que padeció su corazón al oír tan tiernos lamentos, la pusieron en curiosidad de ver aquel hombre infeliz que así se quejaba. Fue poco a poco con tiento acercándose hacia donde estaba Anselmo, y sin ser vista logró divisar por entre unas frondosas ramas un pastor cuya gentileza, donaire y compostura le penetraron aún con mayor violencia el corazón, y más oyendo que volvía a cantar de esta manera:


¡Oh cristalina corriente
que vas a buscar tu centro,
llévate a un hombre infeliz
que vive, pero muriendo!
No hay consuelo para mí,
triste, afligido y opreso,
sin la menor esperanza
que mitigue mi tormento.

No menos compadecida quedó Elisia al oír este segundo canto, y más viendo que, profundizado en su dolor, exhalaba los más tiernos suspiros, mezclados de copiosas lágrimas. El corazón de Elisia, sensible por naturaleza, no pudo resistir a tan lastimoso aspecto, y alternativamente lo acompañaron sus ojos en el llanto. El Sol comenzaba a herir con sus luminosos rayos; movióse Anselmo como para apartarse de aquel sitio con su ganado, y Elisia, porque no la viese, se retiró por entre los mismos árboles hasta que encontró a su criada, a quien refirió era el que cantaba un gracioso pastor, que sin duda por alguna impenetrable desgracia se hallaba reducido a tan humilde condición. Volviéronse en conversación por la ribera del río, llegaron donde estaban los criados y el coche, entraron en él y tomaron el camino para la quinta. Varios fueron los coloquios que pasaron entre las dos sobre una novedad tan imprevista; exageraban la encantadora voz y habilidad del pastor, formaban varios juicios sobre su deplorable suerte, y finalmente la atribuyeron al amor, lo que tenía no sé qué de desagradable para Elisia, porque sin saber lo que era sentía en su corazón una desazón e inquietud que jamás había probado. Convinieron las dos en tener oculto lo que les había sucedido, con ánimo de volver la mañana siguiente al mismo paraje para ver al pastor, si bien la criada sólo por la curiosidad de oírlo cantar, Elisia por la inclinación que habían introducido en su alma todas las gracias de Anselmo. Así llegaron a la quinta, y Elisia pasó el resto del día y la noche en una continua agitación y desasosiego que no podía discernir de qué dimanaba.

Anselmo pasó también aquel día y la noche combatido de sus continuos pesares; y al rosicler de la Aurora salió, como acostumbraba, con su rebaño, y se fue al mismo sitio que la mañana anterior. Aquél era el centro de sus quejas y en donde el eco de la montaña parecía que respondía a sus lamentos, lo que le causaba una cierta complacencia. Un corazón sensible casi se alimenta con padecer, y cree que le falta el sustento cuando le faltan las penas. Tan habituado estaba a ellas Anselmo, que sin hipérbole puede decirse que le sucedía así. Luego que vio que la antorcha de Febo extendía sus refulgentes luces por las cimas de los encumbrados montes, prorrumpió en estas exclamaciones compasivas: «¡Oh, Padre de todos los mortales! ¡Cuántas veces te he visto nacer para resucitar y vegetar los animales y plantas! ¡Cuántas veces he llorado mis pesares cuando tú has derramado con tu esplendor la alegría! Tú caminas a largo paso hacia los antípodas, y yo, siempre aprisionado con las cadenas de mi esclavitud, vivo en este centro lúgubre y espantoso, sin más consuelo que tus brillantes luces. Tu oriente y tu ocaso me representan continuamente la vida y la muerte, pues como tú camina el alma a la esfera de su felicidad eterna. Pero, ¡ay de mí!, abatido mi espíritu en este miserable estado, sólo espera el día afortunado en que logre las delicias de la corona preparada a la paciencia y a la virtud. ¡Oh, día feliz!, ¿cuándo llegarás, cuándo vendrás a cortar el hilo vital de quien ya mira su existencia como un formidable peso que lo agobia? ¡Ah, suerte deplorable; ah, constitución triste y penosa!»

En estas y semejantes quejas pasó Anselmo un largo rato; y vencido de sus porfiados pesares quedó sumergido en el sueño más profundo, reclinado sobre una peña, testigo continuo de sus lamentos. Elisia, con el cuidado de ver al pastor, se levantó de mañana, tomó su coche y acompañada de su criada se dirigió hacia el Iler. Dejaron el coche y los criados en el mismo sitio que la mañana antecedente, y encaminándose por la ribera del río llegaron en breve tiempo cerca del sitio donde reposaba Anselmo. Se internó sola Elisia por entre las ramas de los árboles, lo vio, y luego que conoció estaba dormido se acercó más a donde estaba, arrastrada de un interior impulso, con ánimo de considerar mejor las graciosas facciones y gentileza que habían penetrado su corazón. No pudo resistirse Elisia a la conmoción que le causó un espectáculo tan sensible, y con voz sumisa exclamó: «¡Oh, precioso joven! ¡Cómo duerme! Parece que el sueño da algunas treguas a su dolor. Sus párpados cerrados, su semblante opaco y confuso, como que manifiestan una pena interior y la sensibilidad de su corazón. No, éste no es pastor; su aspecto noble demuestra la nobleza de su alma; alguna desgracia irreparable lo ha reducido a tan humilde abatimiento. ¡Ah, si podré darle algún alivio! Sin saber lo que siento entre mí misma, ¡ay!, siento una dulce inclinación a enjugar sus lágrimas, a impedir el curso de sus suspiros. ¡Quiera el piadoso Cielo escuchar mis votos para que, haciendo la felicidad de este joven, tenga yo siempre presente la grata memoria de su bien, que producirá la mía! ¿Lo despertaré? No: me haré culpable quebrantando una ley que prescribe el pudor. Mejor será retirarme. ¡Oh, cruel! ¿Y lo dejarás abandonado a su desesperado tormento? No, Elisia, quizá podrás consolar... Pero, ¡ay de mí!..., despierta... Yo... no puedo hablar...»

En esto despierta Anselmo; ve a una hermosura que procuraba huir de su presencia y casi no podía: «¡Oh, deidad hermosa de estos bosques!, exclama transportado de admiración, ¿qué hacéis en este sitio? ¿Quién os ha conducido a ver a un miserable, oprobrio de sí mismo?»

Turbada Elisia le responde interrumpidamente: «Yo no vengo..., pastor..., porque...»

«¡Qué turbación tan modesta! Esperad, no huyáis de mí, señora. Yo soy un desgraciado, víctima de la fortuna...»

«Yo no puedo esperar, pastor... Mi virtud..., el pudor...»

«¡Ah, deteneos, señora! Mas, ¡ay de mí!, ¿huye? Sí, ¡qué dolor! Ya las ramas la ocultaron a mi vista. Seguirla intento, pero no... ¡Qué belleza! ¡Qué rubor!... Mi virtud... el pudor... ¡Ay, Cielos, qué palabras tan poco usadas, tan penetrantes y amables! ¡Loco de mí! ¿Y la he dejado partir? ¡Oh, estrella adversa, faltaba este tormento más a mi situación miserable! No sé qué agitación tengo en mi corazón, pero siento..., sí, siento que me lo han robado aquellos modestos ojos».

Al acabar Anselmo estas palabras quedó suspenso, como teniendo por sueño lo que era realidad. Anduvo todo el día por el bosque confuso, desesperado y entregado a un continuo pesar, que sin saber por qué ni cómo lo devoraba en secreto. Elisia se retiró a su casa tan fuera de sí que a no ser porque sus lágrimas dieron algún desahogo a su tormento, hubiera tenido malas resultas la violenta opresión que padecía su corazón. No hay palabras para expresar la inquietud y desasosiego que sufrieron aquellas dos almas tiernas en el discurso del día y de la noche. Todo era suspirar, gemir, llorar, como agobiados de un martirio imponderable, cuyo dolor era tan excesivo que no les daba lugar para conocer la causa de que provenía.

Al día siguiente al amanecer sacó su ganado Anselmo, y ocupado más de la sensible imagen de Elisia que de sus acostumbrados pensamientos y pesares, se encaminó al sitio mismo de la mañana antecedente; si bien todos los días por costumbre lo tenía, entonces lo creyó necesidad, imaginando que podría volver a ver en él a la hermosura que le había robado su corazón. Elisia, cuidadosa, afligida y triste, salió con su criada de la quinta como las otras mañanas, con ánimo de pasearse y distraerse por las márgenes del río, pero no con el de buscar al pastor, que tal intención le parecía ajena de su decoro y honestidad, precioso fruto de la buena educación que sus padres le habían dado. Pero como la voluntad, cuando es arrebatada de una vehemente pasión, oye muy pocas veces la voz de la razón, como inocente e incauta mariposa que se acerca a la luz donde perece por no saber precaver el riesgo, así se fue acercando Elisia al sitio donde estaba Anselmo. Su intrépida pasión le decía en secreto que lo buscase, pero su pudor le prescribía que no. Combatida de estos dos extremos resolvió, en fin, sentarse al pie de un árbol frondoso. Anselmo, impaciente de ver a Elisia, dejó solo el rebaño y tomó la resolución de examinar todo el bosque hasta encontrarla. A pocos pasos que dio la halló sentada debajo del árbol, en ademán triste y pensativo; y asombrado y confuso se acercó a ella: «Señora, le dice con una modesta turbación, ¿qué hacéis en este sitio?»

Vuelve la cabeza Elisia al oír estas palabras, se levanta y asustada y confusa quiere huir; pero Anselmo, deteniéndola respetuosamente prosigue diciendo: «¿Por qué intentáis huir de mí, bellísima joven? ¿Acaso, señora, soy un monstruo que os amenaza la muerte? ¿Qué delitos pude cometer jamás para que no se dignen de mirarme los mortales? ¡Oh, cuán desgraciado soy!» Acabó estas expresiones bañados sus bellos ojos de lágrimas, y aunque quiso seguir más adelante en sus quejas no pudo articular más palabra. Enternecida Elisia de tan lastimoso e interesante espectáculo, le habla, turbada, de este modo:

«No creáis, gallardo joven, que huyo de vos; solamente huyo del peligro para no caer en él. Ayer os vi dormido, y sabe el Cielo la conmoción que excitó vuestra presencia en mi corazón. No ignorante de los males, sé también compadecerlos. Os he oído cantar, y por vuestro tierno y doloroso canto he percibido la pena que padecéis. Si conocéis que puedo aliviarla, estoy pronta a prestaros los socorros que exige la humanidad. Así veréis que sólo huyo de vos porque...»

Un rubor modesto cubre su rostro y anuda su lengua. Fácilmente conoció Anselmo el motivo de su fuga y de su turbación; pero como que no lo entendía le dijo: «¡Ah, señora!, sabe el Cielo cuánto agradezco vuestros humanos y piadosos sentimientos. Mi suerte es muy infeliz, y mi desgracia irreparable. No es amor el que me ha conducido a este miserable estado; es mi mismo abatimiento, que no conviniéndose con los elevados pensamientos de mi alma, me trae continuamente con una interna inquietud imponderable. Unos padres pobres, miserables y ancianos, que sólo tienen mi corto apoyo para su sustento, me privan de la libertad; y por no dejarlos abandonados al dolor y a la miseria, hago profesión de este humilde ejercicio para alimentar y conservar sus preciosos días. Ésta es la causa por que en medio de estos montes me habéis oído quejar de mi desventurada suerte; y puesto que nunca he encontrado sino el eco funesto y triste que responda a mis lamentos, a lo menos, ya que he tenido la dicha de veros, espero que alguna vez me consolaréis en mi amarga soledad».

«Sí, gracioso joven, le responde Elisia; aun con la sangre de mis venas, si fuese necesario, sabría proporcionaros vuestra consolación; tanto me interesa vuestro deplorable estado que no podré excusarme a cuantos alivios queráis exigir de mí. ¿Cómo os llamáis?»

«Anselmo».

«¿Y vos?»

«Elisia; soy de Ulma, hija de un caballero muy ilustre y rico, el conde N... Habito ahora en una casa de campo no muy lejos de este sitio. Si necesitáis de algunos socorros, podré proveeros de cuanto hayáis menester».

«Agradezco, señora, en el alma vuestra piedad. Para la condición en que nací y vivo, el Cielo compasivo me ha suministrado lo necesario con el corto producto del pequeño rebaño que apaciento. Si os compadecéis de mi lastimosa situación os pido que no os ausentéis de aquí, para que mis ojos no vuelvan a ver vuestra belleza; con sólo haberos visto no siento ya mi abatimiento, porque este mismo estado que me era odioso es el que me ha proporcionado la fortuna de ofrecerme a vuestros pies como humilde esclavo».

«¿Y vos sois pastor, y os habéis criado en estas breñas? ¿Y ese estilo dónde lo aprendisteis? Nunca creí que bajo de tan rústico traje se encontrase tanta discreción y gallardía».

«Señora, vos me hacéis avergonzar. Tengo un padre, ¡ah, caro padre mío!, que es la misma sabiduría. Sus continuas instrucciones y consejos han labrado un poco la rusticidad de mi estado. No creáis que no lo dejaría para emplearme en un noble ejercicio; mas ya os he dicho la justa causa que me lo impide. Mi alma está inflamada de aquel loable entusiasmo que sólo aspira a la gloria y a la virtud. Pero mis padres, sí, mis amados padres son causa de que aquí me halléis, aunque afligido y desconsolado».

«Esos nobles sentimientos me persuaden, oh Anselmo, de que vuestro nacimiento es superior a vuestra presente constitución».

«No, señora, nací humilde y pobre; ¡ojalá que no lo fuera! No porque mi espíritu sea ambicioso ni avaro, sino por...»

«Cada vez que habláis, Anselmo, más dudas se me ofrecen. ¡Ah, quién os hizo pastor!»

«El Cielo, señora».

«¡Ah, si no lo fuerais!...»

«¡Qué!»

«Yo no sé lo que iba a decir. A Dios, Anselmo».

«¿Os vais?»

«Sí».

«¿Y volveréis?»

«No lo sé».

«¿Por qué queréis, señora, privarme de tanto bien?»

«No es rigor, es mi deber. Yo volvería muy gustosa a veros; pero...»

«Señora, si un infeliz puede exigir de vos alguna piedad...»

«Os ruego... Mi llanto... ¡Ay, Anselmo, no me atormentéis! ¡Por qué el Cielo os ha hecho pastor!»

«Pero yo, señora, ¿en qué pequé? Acaso...»

«A Dios, gallardo joven. El Cielo os prospere y os consuele. No sabéis cuánto siento dejaros. Mi alma..., mi corazón... ¡Ah!, ¡quién no os hubiera visto jamás! Ya he dicho demasiado; no os acordéis de mí».

«¿Y cómo podré olvidaros? ¡Ay, Elisia! ¡Qué rubor! Mi abatimiento..., mi situación... ¡Ah, por qué el Cielo me hizo pastor!»

«Compasión me causáis, pobre Anselmo. Este llanto..., mi turbación..., ¡ay de mí!».

Elisia queda suspensa, bañados sus ojos de copiosas lágrimas, y Anselmo turbado y confuso. Míranse recíprocamente; y como el amor había herido insensiblemente los dos corazones con una aguda flecha, sus ojos y su llanto fueron intérpretes de su cruel y dolorosa despedida. Su corazón quedó como rodeado de unas densas nubes y el alma en la inquietud y turbación, así como se ven los arboles de una floresta agitados de improviso por un raudo y violento huracán.

Es difícil explicar el tumulto interno que padecieron estos dos infelices a su cruel separación. Como un hombre agobiado de un peso casi superior a sus fuerzas camina trémulamente, del mismo modo no daban paso sin que se conociese su tribulación y sobresalto. ¡Cuán penetrantes son los rayos de Cupido! Aun a los más cautos hieren y traspasan, y como el acero al imán se acerca el corazón al amor, sin sentir su engañoso atractivo. Si no tuviera el amor un no sé qué que insensiblemente perturba los sentidos y la razón, quitando al hombre la facultad de dominarse a sí mismo, no hubieran sucedido en el mundo tantas ruinas, muertes y desgracias. El corazón más duro se rinde a sus encantos, y el mejor medio para no caer en sus perniciosos lazos es huir en los principios, particularmente en la juventud, que como es cera para la impresión, imprevistamente llega a términos en que ni la cordura ni la prudencia son bastantes para precaver sus deplorables y funestas consecuencias.

Anselmo y Elisia son un verdadero e instructivo ejemplo: ésta conocía su error y lo seguía, y aquél penetraba que sus deseos tocaban en un absoluto imposible, y con todo no sabía precaverse. Habiéndose separado los dos con la agitación que ya se ha dicho, fácilmente puede discurrirse el sobresalto e inquietud que mortificó sus corazones tiernos e incautos, no tanto por el día cuanto por la noche. Parece que la oscuridad trae consigo las penas y convida al dolor. Ciegos y locos estuvieron aquella noche: ciegos porque no veían los imposibles que se oponían a sus deseos, y locos porque se entregaban a la más negra desesperación. Anselmo, olvidado de su mísera constitución, formaba proyectos inverosímiles; y Elisia, olvidando su calidad y circunstancias, sólo se acordaba de la madre naturaleza, que ha hecho a todos iguales, siendo casualidad y no virtud el nacimiento, la nobleza y las riquezas. No podía desechar la agradable memoria de su pastor; su modestia, sus palabras y su sensibilidad eran unas imágenes tan vivas en su fantasía que juzgaba no había visto jamás objeto tan amable. Amaneció, en fin; risueña la Aurora comenzó a derramar su fértil y hermoso rocío sobre las flores y plantas; y Anselmo, después de haber combatido toda la noche con un tropel de discursos interrumpidos y caprichosos, efectos ordinarios de una vehemente pasión, sacó su ganado y se encaminó al acostumbrado sitio.

Sus continuos sollozos y gemidos, sus lágrimas y suspiros daban algún desahogo a la opresión que sufocaba su corazón. Ya hablaba con el día, ya con las flores, ya con las aguas, ya consigo mismo; y como su mayor diversión eran las Musas, formaban paralelos, alusiones y metáforas, unas verosímiles al entendimiento y otras a la fantasía agitada del afecto, pero todas tan bellas y excelentes que, como producción ingeniosa de la naturaleza, no puede expresarlas la industria y energía del arte. Elisia salió de su quinta con el mismo acompañamiento que las otras mañanas, dejó a su criada a la margen del caudaloso Iler y sin precaución alguna, arrastrada de su pasión, fue a ver si hallaba a su amable pastor en el sitio acostumbrado. Poco antes de llegar a él oyó que Anselmo, con una voz lánguida y dolorosa así cantaba:


Ingenioso es mi destino
para agravar mi tormento,
que lejos de darme alivio
me da penas con exceso.
¡0h, amor! Nunca te he probado,
mas son tus rayos tan fieros
que una vez que te miré
me dejaste herido y ciego.

No dudó Elisia que estas expresiones se dirigían a ella. Compadecióse de la miserable situación de Anselmo, y no pudiendo resistir que padeciese más tiempo un corazón tierno, que fácilmente percibió le tributaba sus más rendidos homenajes, salió de la espesura y se encaminó apresuradamente hacia donde estaba. Luego que Anselmo la vio quedó sin movimiento; y sus ojos, derramando un copioso llanto, confirmaron más a Elisia en su lisonjera persuasión. «¡Oh, Anselmo!, le dice con la mayor ternura, ¿qué tenéis, qué causa excita en vos tan extraño sentimiento? ¿Por qué lloráis?»

«¡Ay, señora!, responde Anselmo con una sensibilidad inexplicable, bien claro es mi mal, y más claro su poco remedio; solo aquí, lloraba mi desgraciada suerte, y al veros se han aumentado mis lágrimas. No lo extrañéis. Reflexionad mi mísera y pobre constitución, contemplad vuestra calidad y hermosura, y hallaréis la fuerza de mi razón. Esos ojos, sí, esos hermosos ojos son muy vivos y penetrantes, y como intérpretes del alma dicen cuanto ella siente en secreto. Yo lo conozco bien, y como me conozco a mí mismo me contemplo más infeliz y desventurado».

«En vano, Anselmo, pretendería ocultar lo que un entendimiento menos perspicaz que el vuestro podría penetrar. Vois sois pastor, pero esa gallardía, esa alma superior a vuestro humilde estado forma una imagen tan lisonjera en mi idea que, a pesar de mi decoro, no puedo dejar de confesar que...»

«Ya os entiendo, señora. ¡Ay de mí! Pero, ¿y mi miseria y mi abatimiento?...»

«¡Ah!, no me habléis así, desgraciado joven. Bastante me mortifica esa memoria. Mas, ¡ay, Cielos!, otra aún más dura me martiriza con más rigor».

«¡Qué! Hablad. ¡Oh, dolor! ¿Qué nuevo pesar me anunciáis?»

«No os confundáis, Anselmo. Ya os he dicho quien soy, el motivo por que ahora habito inmediato a esta soledad, y aún más de lo que debiera proferir. Pero aún tenéis que saber más. Anoche recibió mi padre una carta de Ulma, en que le avisan ser necesaria su presencia para concluir un pleito muy interesante (¡oh, malditos intereses!) que está siguiendo. Tal es la priesa de este negocio que mañana, sí, mañana partimos para Ulma. La orden está dada, todo prevenido, y yo no he tenido valor para ausentarme sin veros. Cuál será mi dolor vos lo podéis pensar, cuando no tengo arbitrio para impedir una separación, cruel separación que acaso..., ¡ay Cielos!, me costará la vida».

«¡Ah, dolor!, cayóse el Cielo sobre mí. Solo en estos enmarañados bosques, todo perdí menos la memoria de un bien súbito y pasajero que, por ser bien, es poco durable para mí. ¡Elisia!»

«¡Anselmo!»

«¿Y vos partís?»

«¿Y vos os quedáis?»

«¿Y yo no muero?»

«¿Y yo vivo?»

«¡Oh, Elisia, qué estrella tan adversa!»

«¡Ay, Anselmo, qué destino tan inhumano!»

«¿Me olvidaréis, señora?»

«¿Os acordaréis de mí, infeliz joven?»

«¿Yo? Hasta la muerte».

«Yo, Anselmo, mientras respire esta alma. ¿Pero, qué será de mí sin vos?»

«¿Y qué podré yo hacer sin vuestra presencia entre estas breñas?»

«Vuestra soledad...»

«Vuestra hermosura...»

«Me consternará».

«Hará mis días amargos».

«¡Ah!, ¿quién os hizo pastor?»

«¡Ah!, ¿quién os trajo a estos bosques?»

«Ya articular no puedo».

«Ya no puedo respirar, bella Elisia. ¡Ay de mí! ¿Será posible que os acordéis de un miserable pastor?»

«¡Ay, Anselmo!, nunca podré olvidaros».

«Pero os vais».

«Sí».

«¿Y quién prescribe tan bárbara ley?»

«Mi suerte infeliz. Yo vivía tranquila; os vi, y ahora me veo rodeada de tanta angustia y confusión que no sé ni aun explicar mi tormento. Veo que sois pastor, conozco que no debería amaros, pero diviso en vuestro semblante y en vuestras palabras un no sé qué de grande y de noble que desmiente vuestro humilde origen».

«¡Ay, Dios, ¡qué mísero estado el mío! Tenéis razón, hermosa Elisia; pero no me acordéis una humillación que me hace indigno de vuestro amor».

«Mi amor no os faltará jamás, aunque me costará tantas penas que ya no habrá día feliz para mí. A Dios, desgraciado joven; en mi corazón llevo vuestra miseria y soledad. No sé si nos volveremos a ver. Si puedo no os privaré de este consuelo, para que a lo menos lloremos juntos nuestra lamentable suerte. Sólo el llanto y los suspiros es lo que en ella nos queda, ningún otro remedio alcanzo. ¡Ay, pastor, quién no os hubiera visto jamás!... A Dios».

«¡Ay, piadosa Elisia!, ¿tan presto os vais?»

«Sí, no puedo ya resistir más».

«Esa bella mano... ¡Ah, corazón desdichado! ¡Ah, desventurada Elisia!»

Aquella penosa turbación que embaraza las palabras fue un asalto improviso que anudó la lengua y anegó los ojos de estos dos miserables jóvenes. Anselmo besó la mano a Elisia y la bañó con sus lágrimas, y Elisia estrechó la de Anselmo en su pecho, lo miró triste y compasiva y suplió recíprocamente la vista lo que no pudo explicar la lengua. Como una mujer tierna y fiel que se despide de su querido esposo en los últimos alientos de su vida, que sus lágrimas, sus miradas tristes y expirantes y su excesiva turbación manifiestan más su íntimo dolor y angustia que la voz más elocuente y expresiva, así se despidieron Anselmo y Elisia, con tan confusa agitación que parecía el funesto presagio de la más deplorable desventura. Sus corazones, tiernos por naturaleza, hallaron la más oportuna extensión para ejercitar su sensibilidad. No hay pena comparable a la suya. Resonaba entre aquellas empinadas breñas un eco sordo y triste, que respondía a sus melancólicos lamentos. Todo era para ellos horror y desesperación; y agobiados de su misma angustia y tribulación, con inciertos y vacilantes pasos se separaron el uno del otro, llevando cada uno en su corazón la imagen sensible del tierno y dulce objeto que causaba su sobresalto y amargura. Pasóse un largo espacio de tiempo sin que volviesen en sí, y cuando se desahogaron algún tanto sus oprimidos corazones prorrumpieron en tan lamentables quejas que, si las duras piedras fuesen capaces de sentimiento, se hubieran enternecido al oírlos.

Reprimiendo cuanto pudo su dolor, la inconsolable Elisia volvió a su casa, y al día siguiente se fue a Ulma sin poder desechar de su imaginación a su amable pastor ni contener sus copiosas lágrimas, cuando se hallaba sin testigos que notasen su pena. Anselmo pasaba en la más deplorable y melancólica situación los días y las noches, sin poder tampoco desechar la memoria de su amada Elisia. Casi alternativamente le correspondía ésta; que aunque estaban tan distantes, estaban en sus corazones tan presentes que parecía se acordaban entre sí para llorar y sentir unánimente sus desventuras y aflicciones. En este tan lastimero estado cortó la inexorable Parca la vida a la madre de Anselmo, cuya desgracia irreparable añadió más pábulo a su continua pena. Pocos días, después cayó malo el padre, no pudiendo resistir al dolor de la pérdida de su amada consorte. ¡Ah, qué accidentes tan sensibles para el corazón de Anselmo! Agravábase la enfermedad, y conociendo el anciano que llegaba su última hora llamó a Anselmo y le habló de esta manera:

«Hijo mío, ya el autor de tus miserables días está próximo a expirar. Mi muerte es cierta. Yo lo conozco. La frialdad de mis venas, la languidez de mi corazón, todo me anuncia que ya llegó el tiempo en que debo pagar irremisiblemente la deuda de todo viviente. Yo no soy inmortal; a pesar de todas mis desgracias cuento ya ochenta y dos años; ya he vivido bastante, y estas consideraciones deben consolarte. El Soberano Autor del universo lo dispone así, y todo cristiano debe rendir la cerviz a su voluntad. Conozco que me haría culpable de injusticia si te ocultase más tiempo un secreto que hasta ahora he temido revelarte. Tú eres sabio, es cierto, pero eres joven; y no ignorando tus elevados pensamientos, he diferido hasta este momento lo que antes me pareció inoportuno decirte. Tú no eres hijo de un miserable pastor como crees, ni esta humilde cabaña es el centro de tu nacimiento. Yo soy el conde de N..., rico potentado en otro tiempo de Escocia. Cuando las revoluciones de aquel reino fui tenido por traidor, y para librarme de mis enemigos abandoné mi patria, y como hombre oscuro y humilde me retiré a este sitio. Cuando vi que se iba consumiendo el poco dinero que así tu desventurada madre como yo pudimos traer en nuestra dolorosa y precipitada retirada, compré el corto rebaño que apacientas, con cuyo producto hemos pasado parcamente hasta aquí. Tú eras muy pequeñito entonces, y como tu corta edad te había preservado de saber esta desgracia, quise ocultártela para que no te afligiese la memoria del bien perdido. Protesto, por el lance terrible en que me hallo, que jamás alimenté en mi corazón los viles e indignos sentimientos de la traición; y Dios, sí, Dios, como justo juez de los hombres, habrá aclarado mi inocencia. Esta persuasión me anima a declararte quién soy y quién eres. Estos papeles te instruirán de los derechos y privilegios de tu casa y estados. Parte a Escocia; allí nadie te conoce, infórmate del estado de mi causa, y si acaso se ha descubierto la infame calumnia, date a conocer y procura recuperar el honor y los bienes injustamente perdidos. Si no, vuélvete a este retirado bosque, respeta los juicios del Cielo, y considerando con resignación lo que es este mundo caduco y engañoso lograrás la mayor felicidad en medio de la indigencia y de la miseria. Toma ejemplo de mí y de tu amada madre, que siempre rendidos a la Voluntad Suprema ni nos hemos quejado de nuestra adversa suerte ni echado de menos las riquezas y falsos honores del mundo, que embriagan y obcecan. Nunca tiene el cristiano mejor ocasión para conocer la futilidad de las vanidades que lisonjean al hombre que en la aflicción y la pobreza, pues la prosperidad orgullosa lo hace regularmente estúpido e insensato. Acuérdate de estos consejos. La humana vida es un continuo juguete de la fortuna, e infaliblemente tendrás necesidad de ellos en el espacio de los miserables días que te faltan. Ten constancia para superar las pasiones, pues el hombre debe ser superior a sí mismo. Jamás te estimule el interés a las buenas obras, ni el falso honor del mundo, sino el verdadero honor que camina de concierto con la Religión y la virtud. Ama más la muerte que cometer una acción indigna. Detesta la adulación y la mentira, inseparables y perniciosos consejeros de los grandes y poderosos de la tierra. Pesa siempre la razón en la balanza de la justicia; aborrece la iniquidad, el orgullo y la avaricia; respeta la humanidad, compadeciendo y socorriendo a los infelices, no olvidándote jamás, si llegas a verte, como espero, en la opulencia, de que tú también has sido miserable; huye siempre de la Corte y de aquel bullicio que reina en ella y nos hace olvidar que somos hombres de la misma naturaleza que los demás; no te mezcles en sus intrigas ni en su engañosa política, ni sigas sus máximas, máximas por lo regular inspiradas por un egoísmo abominable y por una ambición odiosa y criminal; sea la venganza un objeto detestable a tu corazón, la calumnia un horror que te atemorice sólo al imaginarla, y la beneficencia el mayor consuelo para tu alma; perdona las injurias en el mismo momento en que te las hagan, acordándote de la misericordia con que Dios nos perdona; y en fin, considera siempre las obligaciones del hombre de bien, y nunca obres ni contra tu conciencia ni contra la verdadera probidad. A Dios, hijo de mi alma; recibe mi bendición, y...»

Un sudor frío le baña el rostro, túrbansele los ojos y la lengua, pónese pálido, y entre aquellas terribles ansias y congojas que trae siempre consigo el fin extremo de la miserable vida, alarga los brazos, abraza a su amado hijo y expira. Con la confusión, el terror y el dolor que improvisamente acometieron al infeliz Anselmo, queda al pronto en una inacción asombrosa, y no pudiendo resistir a la justa opresión de su corazón cae desmayado en el seno de su padre, de aquel tierno y amoroso padre que acababa de darle tan bellas y sabias instrucciones. Está privado del sentido un largo rato; vuelve después en sí, y considerando aquel espectáculo funesto y doloroso baña con sus cálidas lágrimas el cuerpo frío y pálido del autor de sus días. La naturaleza ofrecía a sus ojos turbados y lagrimosos lo que tiene de más sensible e interesante: un padre, sí, ¡oh, voz amable y penetrante!, un padre cubierto de los horrores y del palor de la muerte, yerto cadáver pero venerable en quien perdía su única compañía y consuelo. Las bellas palabras y consejos que acababa de oír de su boca y el grande secreto que le había revelado lo tenían tan fuera de sí que no cabe ponderación en su admiración y dolor. Prorrumpe en los más íntimos suspiros y gemidos, besa la mano a su amado padre y riega una y mil veces su exánime y yerto rostro con el más abundante y lastimoso llanto. Su corazón sensible, entregado a los más extraños movimientos, no le representaba en aquel penoso trance sino la serie cruel de sus acumuladas desventuras. Procura dar sepultura al más digno objeto de su cariño, permanece en aquel bosque algunos días llorando, gimiendo y suspirando sin cesar, vende su ganado y los escasos bienes que tenía, pero no la pequeña casa en que vivía, y parte para Escocia rodeado siempre de las tristes imágenes de sus difuntos padres y de su bella Elisia, de quien nunca se olvidaba aun en medio de sus continuas tribulaciones y pesares. La memoria de quien era y la esperanza de que, si recobraba su casa y estados perdidos, podría llegar a gozar de su amable Elisia, lo consolaban algún tanto, y unos ratos abandonado a la profunda melancolía que lo devoraba, y otros algo más tranquilo con las reflexiones que hacía, llegó a Escocia sin ser conocido de nadie. Supo luego que arribó cómo, disipada la rebelión, seguidas, examinadas y sentenciadas las causas de los que se habían tenido por rebeldes, habían conocido la inocencia de su padre y publicado pregones para que se restituyese a su casa y se le volviesen sus rentas, honores y prerrogativas. Presenta sus papeles, reconócenlos, y a él por legítimo heredero de los estados de su padre. Reintégranselos al punto, toma posesión de ellos, se da a conocer a sus parientes; todos, compadecidos de sus desgracias, lo abrazan tiernamente entre alegrías y llantos y ve colmada su fortuna y saciados sus elevados pensamientos. Pero nunca se olvida de su Elisia, por quien solamente le era apreciable su nueva y brillante situación.

Mientras sucedían a Anselmo todas estas cosas adversas y prósperas, Elisia, que jamás lo apartaba de su memoria, padecía de continuo la más desesperada melancolía. Nada la divertía: la compañía la enfadaba, las diversiones le eran odiosas, la conversación la fastidiaba, la música la entristecía más, el paseo la inquietaba, y sólo en el retiro y la soledad hallaba su figurado e imaginario descanso. Efecto propio de un corazón asaltado de la hipocondría, que sin mirar el riesgo a que se expone apetece únicamente los lugares sombríos y opacos, donde, aunque le parece consigue algún reposo y alivio, no es sino una ilusión lisonjera, que poco a poco lo consume. En el estado más deplorable se hallaba Elisia, sin otros pensamientos que la memoria funesta de su amable pastor, cuyas gracias de naturaleza, cuanto más consideradas más le llegaban al alma, cuando un día la llama su padre y le propone un casamiento con un caballero rico y de condición. Elisia queda suspensa; no obstante, manifiesta oposición con humildad y ternura. Su padre, ya con un tono más vivo y casi irritado, comienza a persuadirla; ella sigue en su resistencia con lágrimas y suspiros; su padre no cede de ningún modo a sus instancias. La situación humilde de Anselmo hacía a Elisia mirar como imposible un designio que en otras circunstancias hubiera creído asequible; y estimulada de esta consideración y de las amenazas de su padre, dice al fin que está pronta a seguir su dictamen y a obedecer su voluntad. Consecuencias muy ordinarias de la dureza e indiscreción de muchos padres inconsiderados, que haciendo un irreparable perjuicio a la humanidad y a la Religión, y sin considerar que de la elección de estado depende la felicidad o infelicidad temporal y eterna, obligan a sus hijos a que sacrifiquen su libre albedrío en las pérfidas aras del interés, de la ambición y de la vanidad. Así sucedió con Elisia. Inmediatamente se ejecutaron las capitulaciones, se hizo público y se señaló el día para celebrar los desposorios.

Siendo ya cuando sucedían estas cosas la mitad del mes de Mayo, y viendo su padre que estaba Elisia bastante melancólica, aunque procuraba disimularlo, para divertir sus tristezas dispuso el ir a la casa de campo por algunos días, hasta que llegase el de la boda. Luego que supo Elisia esta determinación, se alegró algún tanto con la esperanza de ver a Anselmo y manifestarle por la última vez los vivos sentimientos que padecía su alma, pareciéndole que de este modo lograría algún desahogo en su inconsolable pena; pero sin prever el riesgo a que se exponía renovando una pasión violenta, ni el vehemente dolor que podría causar a Anselmo la noticia de su tratado y próximo casamiento. Quien pintó ciego al Amor conoció muy bien que éste era su mejor atributo, pues no viendo los escollos que se le oponen va a chocar contra ellos incautamente, y como una nave que camina sin timón ni velas a discreción de los vientos y de las ondas furiosas, así perece y naufraga. Dispusieron su marcha y llegaron en breve a la quinta, cuando ocultaba el Sol sus refulgentes rayos.

Anselmo, que sólo vivía ocupado de la memoria de su Elisia, dispuso volver a buscarla. Arregló sus intereses con bastante precipitación, y pretextando que un grave negocio lo obligaba a volver al bosque donde había habitado en compañía de sus amados padres, se despidió de sus parientes. Reflexionando que ya había llegado el tiempo en que el padre de Elisia acostumbraba ir a la recreación de la quinta, se fue en derechura a ella, dejando a un criado que llevaba en una villa no muy lejos de Ulma, con orden de que lo esperase allí hasta que volviese a buscarlo; preguntó a un doméstico si estaban allí sus amos, y le respondió que habían llegado aquella misma tarde. Sin esperar ni preguntar otra cosa se fue al bosque, entró en su cabaña, derramó algunas lágrimas aquella noche a la memoria de sus amados padres, y al día siguiente, tomando su ordinario vestido de pastor, se fue por la ribera del Iler al mismo sitio donde vio la primera vez a Elisia, con ánimo de soprenderla con la noticia inesperada de su nueva y brillante fortuna y de explicarle su amorosa pasión ya sin el menor reparo, para unir con lazos indisolubles sus dos tiernos corazones. Se lisonjeaba de que, aunque era un miserable pastor cuando se despidió de él Elisia, sus lágrimas, sus suspiros y sus palabras tiernas e interrumpidas manifestaban que sólo era la humildad de su origen la que le había embarazado declararse más, y que su corazón estaba penetrado del más grande amor. Se persuadía que, siguiendo los impulsos de él, iría sin duda a verlo aquella misma mañana. Con efecto, sucedió así. Cuando estaba Anselmo más impaciente, engolfado en el mar inmenso de sus imaginaciones lisonjeras, y se figuraba lograr sus fundadas esperanzas, se presenta a su vista Elisia, cuyo semblante pálido y turbado anunciaba la confusión de su alma. Luego que la ve Anselmo, como despavorido y fuera de sí llégase a ella, cógela de la mano, se la besa, la riega de lágrimas y le habla con tanta ternura y expresión que no puede explicarse. Le manifiesta su contento, la asegura de que no es reo de un solo pensamiento que no sea dirigido a ella; y viendo que a tan afectuosas expresiones nada respondía Elisia, ignorando de qué provenía su turbación le dice de esta manera: «¿Qué tenéis, hermosa Elisia? ¿Qué opacidad oscurece vuestros bellos ojos? ¿Qué lágrimas son esas que derramáis con tanta ternura? ¿Qué suspiros interrumpidos son esos que exhaláis? ¿Así me acogéis después de tan larga ausencia? ¿Así recibís mis finezas? ¿Acaso perdí ya vuestro amor? ¿Acaso os confunde mi pobre y mísero estado? ¡Ah!, sacadme de mis dudas y sobresaltos; sí, generosa Elisia, consolad mi triste corazón, que deseoso de encontrar en vos el lleno de sus satisfacciones y descanso, anhelaba con ansia veros. ¡Ay de mí! ¿Vos no me miráis? ¿Soy un objeto aborrecible a vuestros ojos?»

«No, le interrumpe Elisia, no, Anselmo. Sabe el Cielo que jamás os he olvidado, ni nunca os he amado más. Sin prever vuestro martirio ni el mío, con el ansia ciega de veros, olvidada de mí misma, sí, (ya mi pasión no me permite ocultaros nada) he venido a buscaros, y ahora que conozco el peligro, ni sé cómo evadirme de él ni cómo hablaros».

«Decid, replicó Anselmo, ¡qué oigo!, decid, amable Elisia..., hablad... ¡Qué pena!... Más dudas me asaltan... ¿Qué novedad... Vuestra turbación..., vuestro semblante..., ¡ay!, todo me anuncia la mayor desventura. Sacadme de la confusión que me rodea, y ya que muera, a lo menos que sepa la causa que me mata. Si mi suerte, si mi estado miserable, si el ser pastor os impide hablar o es causa de vuestra confusión, advertid que yo...»

«¡Ay, Anselmo!, quizá será mayor bien el silencio».

«No. La misma incertidumbre de mi suerte me consternará en extremo. Hablad, y después...»

«¿Queréis al fin que hable?»

«Sí».

«Pues preparad el alma al golpe más formidable y funesto. Si tenéis valor, éste es el lance en que podéis demostrarlo. Ensanchad vuestro corazón y oíd, ¡ay de mí!, si yo puedo articular. Hace algunos días que me llamó mi padre y me propuso un casamiento con un caballero de Ulma, ya de alguna edad pero rico e ilustre. Lo repugno, al instante. Mi padre me persuade con dulzura, y yo resisto. Irrítase, no me vence; me amenaza ásperamente y yo, triste, infeliz de mí, sola y sin amparo, digo al fin que sí. La consideración de vuestro miserable estado y humilde nacimiento, y el ver tan irritado a mi padre contra mí vencieron mi resistencia, aunque sólo fue en lo exterior, que en el fondo de mi corazón sólo vuestra imagen está grabada. Dentro de cuatro días se celebrará mi sacrificio; yo obligaré mis afectos a amar al esposo que el Cielo me ha destinado. Mi virtud no será vacilante, mi honor triunfará, no lo dudo; pero el contraste será cruel, y poco tiempo sobreviviré a este golpe funesto que de vos me separa para siempre; sí, mi muerte será el más seguro testimonio del amor que infructuosamente os profeso».

Atónito y confuso Anselmo, se rindió a la opresión de su alma y cayó sin aliento en brazos de su amante. ¡Con cuántas lágrimas bañó Elisia el rostro pálido y triste de Anselmo! ¡Cuántos suspiros exhaló mirando sus ojos opacos y turbados! El tropel de imaginaciones, de penas y aflicciones que la asaltaron, es imponderable. Vuelve en sí Anselmo; exhala un tierno suspiro de lo íntimo del corazón, mira a Elisia como un hombre que, ofuscado de la oscuridad, no distingue lo que se le presenta a la vista; quiere hablarle, y no puede. Reconoce en los bellos ojos de Elisia la pena y angustia de su corazón. En fin, prorrumpe como espantado y aturdido en estas voces: «¡Ay Cielos! ¡Qué es lo que me pasa! ¡Qué pavor me sorprende! ¡Hermosa Elisia! ¡Quién nunca os hubiera visto! Soy el más miserable de los hombres. En brazos de un rival..., yo sin esperanza... ¡Oh, suerte! ¡Oh, dura pena! Mi dolor..., mi desesperación... ¡Oh, suceso inesperado! No, no me sería tan sensible veros en brazos de otro si yo fuese un pastor miserable como me creéis. Vuestra hermosura, vuestra virtud, vuestra calidad merecían suerte más venturosa. Pero soy... Ya nada soy..., ¡ay de mí!; soy hijo del conde de N...»

«¡Qué decís, le interrumpe trémulamente Elisia! ¡Qué habláis! ¡Vos no sois pastor! ¡Ah!, bien conocía yo que la grandeza de vuestra alma era superior a vuestra humillación. Soy muerta. Este golpe me faltaba. Pero, ¿me engañáis? ¡Ah!, no, decidme la verdad». Entonces le refiere Anselmo menudamente toda su historia, le descubre la causa por que había vuelto a tomar aquel simple vestido; y adornó su narración con tantos episodios tiernos, naturales y sublimes que no es fácil expresar. Acabada la exacta relación de todo lo pasado, aunque interrumpida con muchos suspiros y lágrimas, quedó Elisia suspensa y Anselmo inconsolable. ¡Quién podrá describir sus miradas lánguidas, las palabras vivas y sensibles que se dijeron y las lágrimas que costó a estos dos infelices jóvenes la triste combinación de los sucesos que daban más fomento a su dolor? Consideraban ya perdida la esperanza de su mayor felicidad, y se tenían por los más desgraciados del universo. Despidióse en fin Elisia, atravesado su corazón con las impías flechas de su adversidad, y aseguró a Anselmo que no podría volverla a ver a menos que por la noche no entrase en el jardín y le hablase por una ventana inmediata a un estanque que en él había. Diole para este efecto una llave de la puerta del jardín; tomóla Anselmo sin poder hablar palabra; quedó en la más extraña confusión, y como en semejantes lances casi es imposible expresar el dolor y la pena, recurrieron a las miradas penetrantes, al silencio y a la turbación para demostrar lo que no podían proferir. Así se despidieron estos dos infelices, víctimas de su estrella adversa, como quien se levanta después de un sueño pesado, cuya idea lo contrista hasta que está bien despierto.

Solo Anselmo en aquellos bosques pasó el resto del día, ya en un abatimiento profundo, ya en un letargo gravoso, ya en una desesperación excesiva que lo enajenaba de sí mismo, no hallando de ningún modo reposo ni consuelo. No encontraba medio para desahogar su corazón oprimido, y resolvió, después de muchas tiernas exclamaciones, escribir una carta a Elisia, que decía de esta suerte:

Anselmo a Elisia.

«Cuando a un infeliz dan en perseguirlo las miserias y desgracias, a cada paso encuentra más y más para aumentar sus penas y dolores. Mísera fue mi suerte en la niñez, mísera en la juventud, mísera la ocupación de mi vida; y cuando mejoro de estado hallo que es más mísero que el primero, cuando más feliz me creía soy más desdichado. Rodeado de las más negras memorias, acometido de las más desesperadas consideraciones, solo y sin consuelo, lucho con mi amor, con mis celos, con mi rabia, con mi enojo. En las tinieblas y en la soledad solamente responde el eco a mis tétricos acentos, y ni puedo sosegarme ni puedo hallar alivio. ¿Vos en brazos de otro, y yo no muero? ¿Vos ausente de mí, y yo sin esperanza? ¡Ah, dolor! Casi es una ley olvidaros, ¿y podré yo hacerlo? No. Vuestra imagen siempre a mi vista será un continuo torcedor de mi corazón. La memoria de quien es más feliz que yo excitará mi rabia y mis implacables celos. No, no sobreviviré a este golpe cruel. El recuerdo de una pérdida tan estimable me hará continuamente llorar la de mi reposo y felicidad. Mas vos, entre las delicias de Himeneo, ¿os acordaréis de mí? No lo espero. ¡Ay de mí! Pues, ¿qué mal os he hecho yo? ¿En qué he pecado para tanta ingratitud? Pero sí, soy un monstruo odioso, oprobrio de vos y de mí mismo. Aborrecedme, despreciadme, no hagáis caso de mí, matadme a celos; no merezco otra cosa, no soy digno de vuestro amor. Siendo un pastor aspiraba... No, no soy acreedor a la más mínima compasión... Pero, ¡ay, cielos!, no, por piedad, Elisia mía, no me olvidéis. La memoria de que vivo en vuestro corazón prolongará unos infelices días que consagraré a vos misma. Ya que todo perdí, a lo menos no me privéis de una lisonjera idea. Siempre raciocinando con vos, entre mí mismo os llamaré mi bien, mi amor y mi consuelo, y ya que soy tan desventurado, sabiendo que vos me amáis moriré contento. Poco os pido, ¡ay amable Elisia! Vuestras miradas tristes y confusas, vuestras tiernas palabras, todo me anuncia la compasión que tenéis por mí. No os pido más, ni vos podéis concederme menos. Sí, generosa Elisia, doleos de mi tormento, tened lástima de quien ya considera su existencia como una pesada carga que lo oprime. ¡Ah, suerte funesta y deplorable! No quisiera tener memoria para acordarme de lo que fui, ni capacidad para reflexionar lo que soy y lo que seré. Sé, y no podré dejar de saber, que fui un miserable, que soy un desgraciado y que seré cada día más, privado de un bien, sí, de un bien que, por ser tan grande, me es más sensible su pérdida. Pero, ¿acaso ya no hay remedio? ¿Acaso no hay la menor esperanza? ¿Por ventura no hallaré quien compadezca mis males? No, no; la angustia que padece mi triste corazón me predice que ya no hay esperanza alguna para mí. Yo seré desventurado, yo pagaré la pena que merecen mis atrevidos pensamientos. ¡Pastor incauto! Tu inconsideración ha labrado tu ruina, tu altivez será causa de tu muerte. ¡Ay, mísero de mí! Ya he dicho bastante, aunque en discursos interrumpidos, como un enfermo en el acceso de la fiebre, o un loco en el ímpetu del frenesí, que sin saber lo que dicen dan a entender que es el mal el impulso de su voz. A Dios, perdida esperanza mía. El Cielo os haga más feliz que a mí, pues quedo sumergido en el mar inmenso de tantas penas que sólo la muerte, que espero, podrá ser un seguro testimonio de mi grave dolor. Vuestro siempre el más desventurado de los hombres, sí, el más deplorable, Anselmo».

Mientras que escribió esta carta llegó la noche, y la hora oportuna para ver a Elisia; muda de traje, vase al jardín, entra en él y llega a la ventana, donde ya lo esperaba el objeto de sus penas. Cógele Anselmo la mano, la acerca a sus labios y la llena de lágrimas. Elisia le dice, con una voz trémula e interrumpida de profundos suspiros: «Ya no es tiempo, Anselmo, de fomentar una llama que abrasa y consume el corazón. Lo que antes era inocencia, ya es delito. Mi estado presente es diferente del pasado. Las leyes de la modestia me mandan que no escuche vuestras caricia, y mi virtud y reposo que evite vuestra presencia. El Cielo es testigo de mi grave dolor, ya que no puedo explicarlo. Mis lágrimas os aseguran de lo que padece mi corazón. Quisiera, a costa de mi sangre, poderos consolar; nada omitiría para vuestro alivio. Pero mi virtud y mi honor son unos sagrados que debéis respetar. A Dios para siempre. No os acordéis de mí...» En esto la llaman; Anselmo, confuso y precipitado, le da la carta y le suplica le responda para su consuelo. Elisia le dice con la mayor ternura: «No es ya tiempo, Anselmo, no. Cubra vuestro olvido la memoria de una mísera mujer».

Dicho esto se retiró Elisia, y Anselmo quedó como si un rayo con sus fétidos átomos lo hubiera ofuscado y perturbado. No acertaba a salir del jardín; trémulo el pie le embarazaba el paso. Cobra en fin un poco vigor, y sale de allí como un hombre que se levanta de la cama soñando, y camina sin saber por dónde. Le parecía cuanto había visto una exhalación, y casi que dudaba lo que le había pasado. «¿Es posible, decía, que es Elisia quien me ha hablado? ¿Es posible que sea realidad y no quimera cuanto he visto y oído? ¡Ah!, no me engaño; verdad es. ¡Oh, ingrata! ¡Oh, pérfida! ¡Y tú amabas! ¡Y aquellas lágrimas, y aquellas miradas, y aquella ternura! Todo, sí, todo, ¡ay Cielos!, se disipó como una ligera niebla. ¡Ay, infeliz de mí! Ni aun esperanza... ¡Oh, miserable suerte! ¡Elisia, amable Elisia...! No me oye. Ya no hay consuelo para mí. ¡Ah, oscuridad lóbrega y triste! ¡Oh, montes, testigos insensibles de mis continuos ayes!, abrid vuestro seno, recibid a un infeliz, víctima de su desgracia. Sin Elisia, ¡ay amada Elisia!, ¿qué haré, desventurado de mí, cómo podré vivir? La muerte, ¡ah!, sí, la muerte ni aun responderme quiere. Ya el corazón me tiembla, un sudor frío me acobarda, la sangre de mis venas se hiela. ¡Oh, amor, oh bárbaro, amor! ¿Así oprimes a los mortales? ¡Así privas de la fuerza y el valor?... Mísero estado mío...: ni consuelo..., ni apoyo..., ni parientes..., ni amigos...; todo, sí, todo falta para mí menos la desesperación, el horror y el tormento». Con estas y semejantes quejas llegó Anselmo a su pobre cabaña, morada antigua y humilde de sus amados padres. El tropel de imágenes funestas y sensibles que asaltaban su turbada fantasía devoraban cruelmente su afligido corazón. Nada lo consolaba, y entre la confusión, el horror y la pena que le causaba su soledad y melancólico estado puso a Elisia esta carta:

Anselmo a Elisia.

«No puede haber mayor dolor que el de oír un desengaño de unos labios tan amados. ¿Conque ya murió toda esperanza para mí? ¿Conque ya no podré veros, amable Elisia? ¡Ah, ingrata! ¿Por qué me priváis de lisonjearme aún con lo incierto? ¿Por qué no me dais una débil esperanza que me mantenga en vida? ¿Acaso ya un lazo indisoluble nos priva de todo remedio? ¿Acaso vuestras lágrimas tiernas, una confesión ingenua de la serie de nuestros sucesos, no podrían arrancar del corazón de vuestro padre un rayo de compasión por nosotros? ¿No hay remedio, no hay remedio todavía? ¡Ah!, si vuestro corazón estuviera tan rodeado de aflicciones como el mío, vos hallaríais algún medio para calmarlas. Yo sé cuánto poder tiene vuestro llanto, cuánta fuerza vuestras palabras. No es ya tiempo, me decís. ¿Por qué? Porque vuestra ingratitud, vuestra indiferencia no quieren que lo sea. ¡Ah, pérfida, ah, mudable! Si yo fuese un miserable pastor, ciertamente no habría remedio; pero siendo quien soy, es la mayor crueldad no intentarlo. ¡Ingrata mujer! ¿Este es el efecto que mis lágrimas y suspiros causan en vuestro corazón? Yo quisiera poderos imitar en el rigor; sí, quisiera aborreceros, o a lo menos olvidaros, pero no puedo, no, cruel. Fuiste mi amor primero, y jamás se ocupará mi memoria en otro objeto. ¿Y vos tenéis valor de separaros para siempre de vuestro infeliz Anselmo? ¿Vos tenéis constancia para entregar a otro un corazón que era mío? ¿Vos tenéis ánimo para introducir en mi alma la confusión, el desorden y la desesperación? ¿Dónde están tantas palabras, dónde tantas lágrimas y suspiros? ¡Ah, tirana! Quisiera irritarme contra vos, pero mi corazón desfallece sólo al considerar que os he perdido. No, no puede resistir a este formidable golpe. Mi pasión me ciega, me arrebata, me trastorna; mi dolor me guía a la desesperación, y no encuentro en tantos males más remedio que la muerte. Vuestra crueldad e ingratitud me conducen a ella rápidamente. Si esto es lo que anheláis, no tardaréis en ver desgraciada víctima de vuestra instabilidad y rigor a vuestro desgraciado e infeliz Anselmo».

Después de escrita esta carta se recostó Anselmo sobre la mesa; así le venció el sueño, y pasó el resto de la noche, ya soñando sobre la mudanza e ingratitud de Elisia y exhalando los más íntimos suspiros y tiernas quejas, ya despierto y entregado a su dolor y confusión. Apenas amaneció cuando salió de la cabaña y se internó en la espesura de aquel bosque, donde podía quejarse libremente. El sitio donde vio la vez primera a Elisia, el lugar en que se despidió de ella, el recuerdo de sus palabras tiernas y amargo llanto, todo formaba en su acalorada y turbada fantasía imágenes tan melancólicas y funestas que lo privaban de sentido y de conocimiento. Así anduvo toda aquella mañana como demente, sin acordarse ni aun de tomar un leve sustento, y lo cogió la tarde rendido a sus pesares y debilidad.

No hallando el menor consuelo ni sosiego determinó acercarse al jardín, deseando tener el gusto momentáneo de ver a Elisia y darle la carta, a pesar de lo que le había dicho la noche anterior. Llegó al jardín, encontró la puerta abierta, y como llevado de la curiosidad de ver las flores y plantas de que estaba adornado entró en él, sin que nadie le embarazase el paso. A pocos que dio divisó a lo lejos unas señoras; pensó al instante que alguna de ellas sería Elisia, y reprimiendo cuanto pudo su agitación y yendo mirando al jardín con atención para disimular mejor, se fue acercando a donde estaban. Conocióle luego Elisia, y temerosa de que sus compañeras percibiesen algún interés y sobresalto en las miradas de Anselmo, se detuvo a coger algunas flores hasta que llegó donde ella estaba. Quedó asustada al ver en su semblante pintada toda la confusión de su corazón, y con voz sumisa le dijo: «¿A qué venís? No paséis adelante». Anselmo, turbado, le responde: «Vengo a morir», y le da disimuladamente la carta. Tómala Elisia precipitada y le dice: «Venid esta noche a la misma ventana que anoche, y a Dios». Con esto le hizo una cortesía, y acelerando el paso fue a incorporarse con la compañía. Preguntáronle quién era aquel caballero. Elisia respondió que no lo conocía, que se había entrado en el jardín llevado de curiosidad, y que le había pedido disimulase aquella libertad. Creyéronla y continuaron su paseo. Anselmo, luego que se separó Elisia, volvió hacia la puerta, y penetrado de confusión, aunque algo consolado, se salió del jardín, también sin que nadie más lo viese.

Como lo último que pierden los amantes es la esperanza, las palabras de Elisia le hicieron todavía concebir alguna, cuya agradable idea lo consoló algún tanto en medio de sus angustias y pesares. Cobró algún vigor, figurándosele que no sin algún objeto le había dicho Elisia que volviese a verla aquella noche al mismo paraje que la antecedente; y lisonjeado de alguna felicidad, mientras que llegaba la hora resolvió ir a su cabaña a tomar algún sustento, porque ya era demasiada su debilidad. Varias eran las imaginaciones que lo agitaban, entre el temor y la esperanza; pero reanimado con la de hablar a Elisia aquella noche, y lisonjeado de que todavía no estaba extinguido en su corazón el fuego del amor, llegó más animoso y consolado a su cabaña. Allí tomó un poco de alimento, y estuvo hasta que llegó la noche luchando continuamente con sus pensamientos, ya agradables y gozosos, ya desagradables y melancólicos, impaciente de que se acercase el momento feliz de ver a su amable Elisia.

Apenas conoció que era la hora oportuna, cuando se dirigió otra vez hacia el jardín; llegó a él, entró, y lleno de sobresalto y confusión se acercó a la ventana, donde ya lo esperaba Elisia. Al ver que se acercaba le preguntó Elisia, no sin bastante agitación: «¿Sois vos, Anselmo?»

«Sí, amable Elisia, le respondió Anselmo no con menos turbación»; y Elisia añadió con una voz más acelerada y trémula: «Gente suena. Tomad esa carta, y a Dios».

«Deteneos..., oíd...»

«No, no puedo absolutamente. Si alguien nos viese peligraría mi honor, y tal vez vuestra vida. Mañana nos vamos a Ulma. A Dios, a Dios»; y dicho esto, sin detenerse un punto se retiró precipitadamente de la ventana. Quedó Anselmo absorto y confuso oyendo estas palabras dichas por Elisia con la mayor ternura y viendo su acelerada retirada, sin poder penetrar la causa de estos defectos.

Viendo ya frustrada la ocasión de hablar más a Elisia y manifestarle el estado deplorable a que lo dejaba reducido su ausencia, se salió del jardín, y ansioso de leer la carta, para ver si en ella le daba alguna esperanza o consuelo, abrevió cuanto pudo el paso hasta llegar a su cabaña. Apenas entró en ella encendió luz, y agitado de los más extraños movimientos la abrió, y vio que decía así:

Elisia a Anselmo.

«Vuestras cartas son tan tiernas, tan expresivas, tan patéticas, y manifiestan tanta agitación y sentimiento que os aseguro he derramado sobre ellas copiosas lágrimas. Pero en la segunda, tratarme de ingrata y cruel, ¿por qué? Porque cumplo una obligación que me es indispensable cumplir. ¡Ay, Anselmo!, no hay remedio. Ni ruegos, ni lágrimas, ni cuantos esfuerzos son imaginables bastan para impedir nuestra desgracia. Es preciso separarnos para siempre. Sí, Anselmo; y si alguna vez queréis verme ha de ser poniendo en lugar de un amor criminal un amor heroico; en vez de hacerme instancias para que falte a mi deber, reprenderme si lo hago. Ésta es la verdadera virtud; y pues vos sois tan amante de ella, os ruego, por el mismo amor que me tenéis, que no causéis mi ruina. No es esto que yo lo piense así de vos; conozco vuestro corazón puro y honesto, y me parece imposible que os opongáis a la virtud, al honor. Mañana nos vamos a Ulma, después de mañana quedará mi voluntad sacrificada a la voluntad ajena; no sé si en mí habrá fuerzas para resistir a este golpe inhumano que me separa de vos. Yo os ruego que viváis; vuestra muerte sería el último término de mi desventura. La desesperación no remediaría jamás nuestra suerte, antes bien la haría más funesta. Vos tenéis talento: aprovechadlo. Lo que perdéis no vale tanto como vuestra pérdida. La ausencia todo lo borra; un nuevo amor quizá os hará más feliz. Deseo que lo seáis más que yo. Ya no puedo más. A Dios, amigo; este nombre inocente nunca faltará de mis labios ni de mi corazón. Elisia».

Acabó de leer Anselmo esta carta bañados sus ojos de lágrimas, y arrebatado de su admiración y pesar exclamó: «¡Ay, Elisia; ah, mujer divina! Gracia, hermosura, virtud, talento, todo se reúne en vos para mayor tormento mío». Dicho esto quedó por bastante tiempo privado del sentido, no sabiendo qué le sucedía ni pudiendo resistir a la opresión de su corazón. Después que volvió en sí miró y remiró aquella carta, derramando torrentes de lágrimas, y no sabía más que decir, con una ternura inexplicable: «Ya perdí a Elisia, ya no hay consuelo para mí, ya se desvanecieron todas mis esperanzas». Volvió a leerla, y considerando las palabras de Elisia con la mayor atención, hizo una breve suspensión, y pasando de la ternura al furor, atribuyendo a ingratitud las expresiones, de Elisia, prorrumpió en estas expresiones: «¡Ah, ingrata, ah, falsa mujer! Estos son pretextos para dejarme abandonado a mi desesperación; sí, no hay duda. Con velo de virtud quieres, pérfida, cubrir tus engaños. La serenidad con que me propones que dirija mi amor a otro objeto manifiesta tu indiferencia e inconstancia. Si amases como yo perderías primero la vida que abandonarme. No hay remedio, dices, no bastan esfuerzos... ¡Oh, engañosa, no lograrás lisonjearme! Si fuese cierto te tendría compasión; pero no creo tus fingidas ternuras. Tú te entregarás gustosa a mi rival mientras que yo, lleno de angustia y desesperación, me consumo en mi soledad. Pero no, no te durará mucho tiempo el gozo de un triunfo tan infame. Buscaré a mi rival, le arrancaré el corazón y lo presentaré delante de tus ojos ensangrentado para tu horror, vergüenza y confusión... Pero, ¡ay de mí! ¿A dónde me arrebata mi ciega pasión? ¿A dónde me guía mi excesivo furor? ¿Por qué me quejo de la infeliz Elisia? ¿Qué culpa tiene aquella amable joven de que yo, siendo un miserable pastor, aspirase incautamente a obtener su amor? ¿Qué culpa tiene su esposo de mi inconsideración y altivez? Yo soy sólo el enemigo de mí mismo; yo he fabricado por una imprudencia reprensible mi ruina y mi tormento. Aprended de mí, jóvenes incautos, aprended de mí; escarmentad, mirad los efectos de un amor necio que aprueba la voluntad fácil y reprueba la justa razón. ¿Por qué, infeliz pastor, querías elevarte más de lo que te permitía tu humilde estado? ¿Qué esperanzas podías fundar de un amor tan desigual? ¡Válgame Dios, qué trastornos no produce esta dominante pasión! Ofusca los ojos de los desgraciados amantes para que no vean la desproporción de sus miras ni los obstáculos que necesariamente deben oponérseles, hasta que una dolorosa experiencia les hace abrirlos para que vean su indiscreción y locura, a costa, las más veces, de su propio reposo y felicidad. ¡Qué ejemplo debe ser el mío para los que incautamente se entregan a esperanzas vanas que no pueden jamás llegar a colmo! Desgraciado Anselmo, ahora pagarás tu temeridad. Yo no puedo olvidar a Elisia; su amable imagen, grabada en mi corazón, causará la amargura de mi vida, ¿y quién sabe qué fin tendrá? ¡Oh, Cielos! Me horrorizo sólo en pensar que ya perdí para siempre el objeto, el dulce objeto que más amaba. Ya no tendré consuelo... ¿De qué me sirve mi nuevo estado..., de qué tantos bienes si me falta el más apreciable?... ¡Ay de mí!... No hay remedio.. ¡Triste Elisia!, quizá llorarás lo mismo que estoy llorando, quizá tus días serán tan oscuros como los míos... Un precepto paterno, una amenaza cruel te han vencido, sí, miserable Elisia, tu corazón no es traidor... Un cuerpo tan bello, tan dotado de gracias, no puede albergar un alma falsa, un alma vil... Tú eres infeliz, mi corazón me lo predice; pero yo seré más infeliz que tú. Yo no tengo valor para vivir y haberte perdido; tú tal vez lo tendrás para pasar una vida triste y deplorable, habiendo perdido a tu Anselmo. Mi espíritu desfallece al pronunciarlo. Venid, tormentos, venid, penas; acabad con un miserable juguete del amor y de la fortuna, oprimidme de una vez para que tengan fin tantas confusiones como me agitan, y tanta amargura como por todas partes me rodea».

Agitado de tan diversos sentimientos y aflicciones se hallaba el desgraciado Anselmo, ya quejándose de Elisia, ya compadeciéndola, y ya atribuyéndose a sí mismo la culpa de sus infortunios. No menos agitado estaba el corazón de Elisia, precisada a unirse a un esposo que no amaba y a separarse del que más quería. Consideraba la triste situación de Anselmo, leía sus cartas y dedicaba su amargo llanto al objeto que más le interesaba, y de quien se había despedido para siempre. También la afligía la dureza de su padre, a cuyos pies, llena de lágrimas y confusión, se había arrojado para confesarle su repugnancia y el justo motivo de ella, y había sido rechazada con aspereza, sin querer escucharla y atemorizada con las amenazas más crueles si profería una palabra opuesta a sus designios y voluntad. Todo la tenía consternada y sumergida en el más profundo dolor. Viendo que ya no había remedio, acudía a las reflexiones más prudentes para vencer su repugnancia. Sus esfuerzos eran vanos: la idea solamente del esposo a que la destinaba el precepto de su padre la horrorizaba; la memoria de su perdido Anselmo la confundía. Nada podía mitigar su tormento, con nada hallaba reposo ni tranquilidad. Llena de confusión, de pesar y sobresalto pasó también la noche, y al día siguiente, disimulando cuanto pudo su turbación y pena, entró en el coche y se encaminaron a Ulma. Cada paso que daban hacia la ciudad aumentaba su dolor, acordándose de que se acercaba el fatal momento de entregarse contra su voluntad a un hombre que aborrecía. Llegaron a su casa, donde creció su desconsuelo al ver a su esposo, y más no pudiendo desahogar la opresión de su espíritu por las muchas gentes que sucesivamente iban a felicitarla por el nuevo estado que le esperaba.

Igualmente padecía Anselmo un dolor y angustia inexplicables en medio del bosque, rodeado de soledad y desconsuelo. Parecía que la naturaleza había formado dos corazones tan conformes que se movían por un mismo impulso, así como dos instrumentos templados unísonamente, que tocado el uno, la misma vibración hace que el otro corresponda con igual sonido. Finalmente, al siguiente día se celebraron los desposorios de Elisia con la mayor magnificencia y concurso. En todos brillaba la alegría; sólo el corazón de Elisia estaba triste y abatido. Al pronunciar trémulamente el sí sintió estremecerse toda su máquina, y como que un grave peso la había sumergido bajo de la tierra. Interiormente dio un doloroso suspiro y dijo: Ya acabó mi esperanza, ya soy la más infeliz del mundo. ¡Pobre Anselmo! ¡Joven desventurado!

Anselmo, que no se ocupaba sino de la triste memoria de su perdida Elisia, anduvo todo aquel día entregado al más desesperado dolor, sin hallar el menor descanso. Así lo cogió la noche, cuyas tinieblas aumentaron su amargura y confusión. Arrebatado de las más funestas ideas, verosímiles a su fantasía por la fuerza del sentimiento, preguntaba a las plantas, a los árboles, a las piedras por su amada Elisia. El eco triste respondía a sus lamentos, y la oscuridad y soledad turbaban más su agitada fantasía. «Ven, decía, ven amable Elisia, a mis brazos. Apártate, pérfido, de mi Elisia: yo soy su esposo, tú no tienes derecho alguno para robarme un corazón que es mío. Huye, monstruo infame, de mi vista; déjame la prenda que más amo, toma cuanto yo tengo, éste es el mayor bien del mundo. Si quieres llevártelo has de quitarme primero la vida; pero no podrás, yo te daré mil muertes..., yo te arrancaré el corazón... Ya huye..., ya me dejó a mi amada Elisia. Ven, objeto de mis ayes y suspiros, ven: ya seré feliz..., ya acabaron mis tormentos... Pero, ¿tú no me respondes? ¡Ah, ingrata! ¿Acaso te disgusta haberte separado de ese indigno, de ese engañoso que intentaba turbar mi felicidad...? Mas, ¡ay de mí!, Elisia no está aquí: todo es un delirio. A estas horas, quizá en brazos de mi afortunado rival... Yo, sin esperanza..., yo, solo en esta soledad, abandonado a mi desesperación, a mis celos, a mi furor... ¡Cielos, qué nueva angustia es ésta! No puedo, no, resistir a mi riguroso tormento... Sin Elisia..., ¡ay, amable Elisia!, ¿qué haré, desventurado de mí, a dónde iré que logre algún alivio en tanta congoja y tribulación? No puedo sosegar un momento. Por todas partes se me representa la muerte, sí; yo no sobreviviré a la pérdida de una joya tan preciosa. Elisia, Elisia... Ya no hay Elisia para mí... ¡Oh, amor, oh, inconsiderado amor, cómo ciegas a los hombres, cómo los guías incautamente a los mayores precipicios! Me cerraste los ojos para que no viese que era un humilde pastor, y tú mismo me los abriste para que viese una hermosura que abrasase mi corazón y causase mi ruina. ¡Ay de mí! Los suspiros, las penas, los tormentos, he aquí lo que has dejado al infeliz Anselmo. Las delicias, las glorias, las dichas son para un mortal más afortunado. ¡Pérfido amor, enemigo cruel de las almas sensibles! Tú, engañoso, has introducido en la mía la desesperación y la amargura, para hacer funestos los miserables y breves días que me quedan de vida».

Exhalando un suspiro lastimoso del fondo de su angustiado corazón dio fin a estas dolorosas exclamaciones, y quedó rendido a un pesado y confuso sueño. El poco tiempo que le duró fue con la misma agitación: su pena no lo dejaba ni aun dormido. Despertó mucho antes de amanecer, salió de su cabaña y fue a llorar sus infortunios a lo más retirado del bosque. Así siguió muchos días, alimentándose, por decirlo así, sólo con padecer. El sueño huía de sus párpados, y la alegría de su corazón; la tristeza lo dominaba, y atraído de la misma complacencia que se figuraba encontrar en aquella soledad, no acertaba a salir del bosque. Asaltado de una profunda melancolía, aborrecía el alimento y se entregaba incautamente a su dolor. Pasó de este modo dos meses; si triste lo hallaba el Oriente, triste lo encontraba el Ocaso. Una vida tan trabajosa no podía ser muy duradera. Sus fuerzas se enervaban, su natural robustez decaía. Ni esto lo obligaba a salir de aquel bosque sombrío y triste. Poseído de una melancolía excesiva, llorando siempre la pérdida de Elisia y no pudiendo resistir a las ideas funestas que continuamente lo asaltaban, consideraba su vida como una pesada carga que lo oprimía. Viendo que rápidamente iba desfalleciendo su abatido espíritu, y conociendo que ya no había remedio alguno para mejorar su suerte, quiso escribir a Elisia una carta por la última vez para informarla de su lastimoso estado. Con efecto, tomó la pluma y escribió estos cortos renglones:

«Anselmo os perdió, y no ha podido resistir a su continuo tormento. La soledad de este bosque es su retiro. En él cometió el delito de amaros, si es delito amar a un alma adornada de tantas virtudes. En él pagará la pena. Quizá, cuando recibáis ésta, ya no tendrá vida aquel infeliz pastor que sólo por vos vivía».

No pudo escribir más: las lágrimas se lo impidieron. Cerró la carta lleno de turbación y desconsuelo; buscó, aunque con mucha fatiga, un pastor; le encargó la llevase a Ulma, que la entregase secretamente a Elisia y que le trajese respuesta. El pastor, no menos asombrado de verlo que compadecido de su desventurada suerte, prometió hacer con toda brevedad y eficacia la diligencia. Anselmo le ofreció una grata recompensa, le dio algunas monedas para el camino y le previno el medio de que había de valerse para entregar la carta a Elisia con todo secreto, encargándole mucho que a nadie revelase de quién era. Partió el pastor, y Anselmo quedó acompañado solamente de sus pesares.

Pasaba también Elisia su vida llena de la mayor amargura, no pudiendo olvidar a Anselmo ni, por más esfuerzos que hacía, amar a su esposo, cuyo carácter no era tampoco capaz de granjearse su cariño, ni los atractivos de su persona bastantes para ganar el afecto de una joven, mayormente siendo ya de aquella edad madura en que los hombres, por su demasiado apego al interés y por sus continuas ridiculeces, suelen regularmente hacerse fastidiosos a todos. La belleza y robustez de Elisia iban consumiéndose ligeramente a fuerza de disgustos y penas, pero nunca se persuadía de que Anselmo hubiese tomado la extraña resolución de no salir del bosque; y se lisonjeaba de que la consideración de que ya no había remedio habría ido poco a poco extinguiendo en él la tristeza y proporcionándole la alegría y el consuelo. Cabalmente esta misma consideración había producido en el corazón de Anselmo efectos del todo contrarios, y había causado su ruina más deplorable. Hallándose Elisia en la triste situación que hemos referido, llegó el pastor a Ulma, y valiéndose de los medios que Anselmo le previno logró entregarle secretamente la carta. Recibióla Elisia con la mayor sorpresa, la abrió trémulamente, y leyéndola con la misma turbación se aumentó su dolor y sobresalto al ver lo que contenía. Oprimido su corazón, salió a sus bellos ojos deshecho en lágrimas, sin poder reprimirlas ni disimular su pena y agitación. Preguntó tiernamente al pastor por el desgraciado Anselmo. El pastor, con toscas pero sensibles palabras, le hizo la más melancólica pintura de su miserable estado. No pudo oír sin estremecerse la dolorosa relación que sencillamente le hizo el pastor; confusa, trémula y agitada apenas podía sostenerse en pie. Esforzándose cuanto le fue posible, después de una larga suspensión le dijo al fin: «Buen hombre, esperaos en la posada de la calle de N. Un criado mío os llevará la respuesta y os dirá lo que habéis de hacer. Guardad secreto, y tomad estas monedas». Dióselas, y así se despidió. El pastor fue a la posada como le había mandado, a esperar la respuesta.

Elisia quedó traspasada de dolor, y rodeada de confusión y temor. No sabía qué resolver. Leía la carta de Anselmo, regábala de lágrimas, y considerando el estado lastimoso a que estaba reducido por su amor no podía resistir a su amargura y aflicción. Agitada de los más crueles movimientos, estuvo bastante tiempo sin saber qué determinar. Después de una lucha formidable entre sí misma, pensó que ya no debía cuidarse sino de salvar la vida al infeliz Anselmo. Con este objeto determinó enviar a un criado suyo de toda su confianza a llevar una carta a Anselmo, acompañado del pastor, para que lo hiciese salir del bosque y lo llevase al país que eligiese, persuadiéndole que era una inconsideración reprensible y criminal permanecer en aquella soledad entregado a su pesar y melancolía. Animada de este pensamiento le escribió, no sin muchas lágrimas y suspiros, esta carta:

Elisia a Anselmo.

«Después que os perdí, faltó para mí todo consuelo humano; mi vida es amarga, y mi tormento insufrible. Pero no hay remedio: muertas ya todas nuestras esperanzas, la paciencia, la resignación y la razón deben dirigir nuestras acciones y pensamientos. ¿De qué sirve el dolor, de qué las lágrimas, si la desgraciada suerte nos ha separado para siempre? Si algún consuelo podemos tener en ella, es el de saber que vivimos. Vivid, Anselmo, yo os lo ruego; y si tanto puedo, os lo mando. ¿Acaso para ser yo desventurada era necesario saber que vos lo sois? Bastante, ¡ay de mí!, bastante causa tengo con haberos perdido. No aumentéis más mis angustias y pesares. Si vos perdéis la vida por mí, ¿qué deberé yo hacer por vos? No, Anselmo, no, por piedad; compadeced mi flaqueza. La noticia de vuestra triste muerte causará la mía; no hay en mí valor para tolerar este infortunio: me horrorizo, me consterno sólo al imaginarlo. El tiempo todo lo consume, la ausencia es el mejor antídoto contra el veneno del amor. Desechad el que me tenéis. Ya no soy vuestra; ya es delito el amarme, ya lo es el corresponderos. Un sentimiento de humanidad me inspira; éste no se opone a mi virtud. Sería cruel, sería ingrata si os hablase de otro modo. Un criado mío os entregará ésta, él os conducirá a donde gustéis. Salid de esa soledad; vivid, Anselmo. Os lo pide quien por vos ha sufrido tantas penas, quien sin culpa os ha perdido, quien se interesa en vuestro bien y quien os amará siempre, en cuanto lo permitan su virtud y su decoro, Elisia».

Acabó así esta carta, la cerró y entregó a su criado, previniéndole todo cuanto debía hacer; pero su triste corazón le predecía algún accidente funesto, tal fue la agitación que sintió al darle esta última prueba de su constante y honesto amor. Fue el criado a buscar al pastor, y ambos se encaminaron hacia el bosque sin pérdida de tiempo. Llegaron a la cabaña, entraron y hallaron al infeliz Anselmo echado en un miserable lecho, esperando la muerte. Atónitos de ver tan doloroso espectáculo, procuraron reanimarlo. «Dejadme, decía; dejadme, piadosos hombres; ya no hay remedio para mí». Pero conociendo al pastor añadió: «¿Dónde está la respuesta?»

«Tomadla», dijo el criado. Alargó la mano, tomó la carta, y aunque con bastante fatiga la comenzó a leer. Cada palabra parecía que aumentaba más su confusión y angustia; a cada línea hacía una larga suspensión, exhalaba un profundo suspiro, levantaba los ojos al cielo y proseguía. Acabó de leer la carta. Una terrible convulsión se apoderó de sus miembros, un sudor frío bañaba su desfigurado rostro, y exclamó con voz moribunda y trémula: «¡infeliz Elisia! Ya no hay remedio..., llega tarde...; me faltan las fuerzas..., el espíritu me abandona... Dios mío..., recibid un corazón todo vuestro...: muero inocente... ¡Oh, virtud!..., tú me matas...; muero gustoso...» Y expiró en brazos de los dos únicos testigos de su deplorable muerte. Aquel impulso de humanidad que mueve las almas sensibles en las ajenas miserias arrancó de los ojosde los dos las más tiernas lágrimas, con que regaron repetidas veces el cuerpo yerto del desventurado Anselmo. Pasado aquel primer movimiento de tristeza, el criado se separó del pastor dejándole muy encargado que procurase darle sepultura.

Compadecido y admirado de un accidente tan extraño y funesto, tomó el camino de Ulma, lleno de horror y confusión. Llegó a la ciudad, se presentó a su ama en parte oculta, según estaba prevenido, y apenas vio Elisia su semblante pálido y turbado cuando toda la sangre se le alteró en las venas. «¿Qué traes, hombre, la pregunta acelerada y trémulamente, que vienes tan despavorido?»

«¡Ay señora!, le responde el criado, vengo lleno de terror y sentimiento. Aquel bello joven para quien llevaba la carta estaba en un pobre lecho gravemente enfermo; entreguésela, con mucho trabajo y fatiga la leyó, y apenas acabó de leerla cuando, ¡qué lástima!, exhaló algunos débiles suspiros, profirió algunas tiernas expresiones y cayó muerto en nuestros brazos...»

«¡Ay Dios!, exclamó Elisia, sorprendida y asustada. ¡Ay, infeliz Anselmo!»; y sin poder articular más palabra cayó muerta en una silla. Asombrado el criado, corrió a llamar gentes; acudieron al punto las criadas. Todas, confusas y turbadas, procuraron socorrer a su ama. Algunos perfumes la reanimaron un poco. Abrió los ojos, los clavó en el cielo, y exhalando un tristísimo suspiro, con una voz débil y expirante dijo: «Una pasión me mata...; nohe tenido valor para vencerla... El rigor..., la crueldad de mi padre... Dios mío..., vos sabéis mi inocencia...; nunca os ofendí, ni aun de pensamiento...; no me desamparéis...» Una congoja le oprime el corazón. Túrbasele la lengua, un copioso sudor frío le baña todo el cuerpo, sus bellos ojos se eclipsan, y entrando en este momento doloroso su padre y esposo ven con asombro, aflicción y angustia que la muerte inexorable había marchitado, en el verdor de su edad, la flor más bella. Elisia expira. El espanto y el dolor se apoderan de todos los corazones, el llanto y los lamentos llenan toda la casa de desorden, confusión y terror; a sus ojos turbados y lagrimosos sólo se presentaba el luto y la desolación. El padre, el marido, los criados, los amigos que acudieron a los gritos lloran, gimen, suspiran, enmudecen y se asombran de ver aquel espectáculo funesto; y por un largo espacio de tiempo todo fue en aquella casa angustia y tribulación. Luego que pasaron aquellos primeros impulsos del dolor, el padre y el esposo preguntaron la causa de tan doloroso accidente. Todos callaban, y al fin una criada, confidente de Elisia, entre repetidos suspiros y lágrimas refiere toda la historia de los desgraciados amores de Elisia y Anselmo, el criado cuenta su deplorable y lastimosa muerte, y el padre, traspasado de dolor y arrepentido de su indolencia, exclama, anegado en llanto: «¡Pobre Elisia, hija de mi alma! Mi ambición te ha sacrificado».

Éste es el fin funesto que tuvo el inconsiderado amor de Elisia y Anselmo, y éste u otro semejante, y tal vez criminal, tendrán todos los que se funden en vanas esperanzas. Guardaos, jóvenes, precaved con tiempo vuestros corazones incautos; no améis objetos o muy superiores o muy inferiores a vuestra condición; considerad antes los insuperables obstáculos que precisamente se han de oponer al logro de vuestros deseos; no causéis vuestra ruina, no introduzcáis en las familias el desorden o la venganza, el rencor, la dureza y la confusión; y vosotras, débiles mujeres, si alguna vez os veis obligadas a uniros con esposos que no amáis, ya que seáis desventuradas conservad vuestra virtud, respetad las sagradas leyes del matrimonio y sacrificad, si es necesario, vuestra vida a vuestro deber y honestidad, imitando a la virtuosa y honesta, aunque desgraciada, Elisia.