Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoAnécdota duodécima

(Vol. VII)


El benéfico Eduardo


La beneficencia es una virtud tan sublime que nos hace elevarnos hasta el trono de la Divinidad y regocijarnos interiormente de imitar al Criador en una de sus obras más consoladoras para el género humano. ¡Con cuánto placer el hombre benéfico ve correr las lágrimas de los infelices a quienes socorre en sus adversidades! Gocen, pues, los libertinos y malvados de aquellos placeres efímeros y vergonzosos que les producen sus pasiones desordenadas y destructoras. El hombre virtuoso y sensible prefiere a estos placeres, que degradan a los que los buscan ansiosos, los que le produce la sensibilidad que lo excita a socorrer a los desgraciados. Mientras que aquéllos arruinan su salud y su fortuna por ir continuamente en pos de la felicidad que nunca hallan, éste la encuentra, sin arruinarse, en la satisfacción interior que le proporciona el amor desinteresado a sus semejantes, y en la tranquilidad de su conciencia, que no pueden quitarle jamas ni la malicia, ni la envidia, ni la calumnia, ni la persecución ni la injusticia. El Autor de nuestra existencia ha puesto en el corazón del hombre un germen de benevolencia universal que nos inclina a amarnos, socorrernos y consolarnos mutuamente; pero la falta de educación, los malos ejemplos, el orgullo y la vanidad impiden en muchos el desarrollo de este germen, y en lugar de ser humanos, afables y benéficos son crueles, duros y destructores de todos los lazos que harían amable la sociedad y soportables las miserias de la humanidad afligida. El ejemplo que vamos a presentar en esta anécdota hará ver cuán apreciables son los actos de una beneficencia ilustrada y cuán digno de admiración el héroe que pasó su vida en las puras delicias de ejercitarla con los verdaderos necesitados, sin vanidad, sin altanería y sin exigir por sus beneficios, de los que los recibían, las humillaciones y vilezas que son tan comunes en el mundo. Pero, ¿podremos lisonjearnos de que, en un tiempo en que el egoísmo, el lujo excesivo de magnificencia, de comodidad y de frivolidad, y todos los vicios reunidos absorben las riquezas, corrompen las costumbres y empobrecen numerosas familias, se hallarán todavía corazones sensibles que puedan gustar del dulce placer que inspira la lectura de las acciones benéficas y generosas, penetrarse del vivo deseo de imitarlas y derramar tiernas lágrimas sobre el sepulcro de los bienhechores de la humanidad? No dudamos que sí. A pesar de la corrupción general hay almas privilegiadas que conocen todo el precio de la virtud, y que, al verla en acción, no pueden dejar de tributarle aquel llanto delicioso que involuntariamente se asoma a los ojos impelido de la sensibilidad natural, y no de una flaqueza vergonzosa como piensan muchos hombres duros y crueles, a quienes no son capaces de mover los lamentos del afligido, los sollozos del oprimido ni los gemidos del infeliz. Declamen cuanto quieran estos apóstoles de la insensibilidad, guarden su fiereza entre sus inhumanos secuaces, que nosotros siempre ejercitaremos nuestra pluma en excitar la sensibilidad de aquellos corazones que no la han perdido todavía, y que la conservan estéril por falta de ejemplos que la pongan en acción para bien y consuelo de sus semejantes.

Vivía en París Mr. Juan Bautista Clermont, muy rico comerciante, hombre de suma probidad y que por los medios más lícitos, a costa de su infatigable trabajo y aplicación había aumentado considerablemente la fortuna que heredó de sus mayores. Madama Elvira de Chauvelin, su esposa, contribuía no poco al aumento de sus bienes con su moderación, su laboriosidad y su excelente manejo doméstico. No fundaban su felicidad en disipaciones escandalosas, en trenes magníficos ni en aparatos brillantes. Más sabios y más humanos que muchos ricos que emplean cuantiosas sumas en los deleites, en la profusión y en lo que se llama hacer figura en el mundo, buscaban la miseria verdadera donde quiera que se ocultaba, y con mano generosa enjugaban las lágrimas de la viuda desconsolada, del huérfano desamparado, del artesano indigente, del labrador arruinado. A todas partes alcanzaba su beneficencia, y sin hacer ostentación de ella se complacían sus almas piadosas y sensibles con el tierno y sincero tributo del agradecimiento que les pagaban continuamente los muchos que por sus beneficios conservaban su existencia y veían prolongada y aliviada la de los objetos más dignos de su amor.

En estas acciones sublimes se empleaban los dos benéficos esposos, sin haber tenido el consuelo en cinco años de ver fruto alguno de su conyugal unión. Sufrían con la mayor resignación esta falta porque, si bien deseaban tener a quien transmitir sus virtudes, no pensaban levantar con sus riquezas edificios perecederos a una vanidad insensata ni se embarazaban discurriendo el empleo que les darían, porque sabían muy bien que podían erigir con ellas asilos para la humanidad afligida, que llenarían todos los deseos de sus corazones benéficos. Sin embargo, el Cielo, que conocía la pureza de sus intenciones, no quiso dejar sin sucesión a unos esposos tan dignos de tenerla, y al cabo de seis años de matrimonio Madama de Chauvelin dio a luz un robusto niño, que los colmó de la mayor alegría.

El nacimiento de este niño fue acompañado de las bendiciones más fervorosas por parte de los muchos indigentes que habían recibido continuos beneficios de sus generosos padres; y éstos, en lugar de una ceremonia pomposa, de un convite magnífico en que las más veces se insulta a la miseria pública, hicieron actos de beneficencia tan sabios como dignos de ser imitados por todos los ricos. Dotaron a diez doncellas que, sin este auxilio, hubieran sido víctimas de la miseria o de la prostitución; repartieron considerables sumas entre varios padres de familia enfermos, que carecían de todos los medios de conservar a sus hijos el único apoyo de su subsistencia; se encargaron de la lactancia de cuatro niños, que sus madres pobres no podían criar a causa de diversas enfermedades puerperales y lácteas; y finalmente prodigaron muchos socorros a personas que habían llegado al extremo de la infelicidad, no por sus vicios, inaplicación y desórdenes, sino por aquellas desgracias tan comunes en el mundo, a que todos estamos expuestos.

Eduardo fue el nombre que pusieron a este niño. Su madre, siguiendo los impulsos y sabios designios de la naturaleza, no desperdició los recursos que ésta prodiga a todas las madres para criar a sus hijos; y menos vana y más sensata que tantas otras que creen indecoroso de su opulencia emplearse en tan digna ocupación, daba tierna y cariñosamente a su hijo el alimento de su propia sangre. ¡Avergüéncense las madres que, olvidándose de lo que se deben a sí mismas y a sus hijos, renuncian sin causa justa a los dulces placeres de la maternidad, y encargan los depósitos preciosos que el Cielo les ha confiado a mujeres mercenarias, que obligadas de la necesidad abandonan sus propios hijos para alimentar otros extraños! ¡Avergüéncense mucho más de añadir a este ejemplo de insensibilidad el pernicioso de una conducta estragada, el del inmoderado deseo de vivir en una libertad ilimitada, el de una inclinación escandalosa a entregarse a todos los deleites y placeres desenfrenados, que las más veces suelen ser las verdaderas causas de desprenderse de este cuidado, ciertamente penoso pero el más digno de cuantos pueden fijar la atención de una madre sensible y virtuosa! Madama de Clermont, más tierna y cariñosa, cifraba todos sus placeres en criar y cuidar a su hijo, y nada igualaba al contento que cada instante recibía con sus inocentes caricias.

Crecía Eduardo en robustez y en belleza a proporción de los desvelos de su solícita madre; y fácilmente se inferirá que, luego que llegó a la edad de la educación, sus virtuosos padres no omitieron medio alguno para darle la más completa y cuidadosa. No sólo procuraron adornar su persona de todas aquellas gracias y atractivos que son tan necesarios para agradar en la sociedad, sino que se esmeraron en formar su corazón y en enriquecer su espíritu, inspirándole las ideas más sublimes de la Religión y de la virtud, los más puros sentimientos de humanidad, y en fin el aprecio de todos los deberes sociales. Eduardo correspondía cada día más a los continuos cuidados de sus padres, y por sus lecciones y las de sus sabios maestros llegó a ser el embeleso y admiración de cuantos lo rodeaban y conocían. Sus estudios no fueron vulgares ni comunes. La gramática de su propia lengua, una retórica desnuda de sutilezas, una lógica exacta, una física desembarazada de superfluidades, la historia antigua y moderna de las sociedades y acciones de los hombres, la historia natural, la de los progresos del espíritu humano, las matemáticas, la química, el derecho natural y civil, la geografía más completa, el conocimiento del maravilloso idioma de los Homeros y Virgilios y de los principales de Europa, la poesía, la música, la pintura, y en fin la atenta, continuada y metódica lectura de los verdaderos filósofos cristianos y políticos y de las obras magistrales del ingenio que enseñan a conocer al hombre en todos los estados y circunstancias de su vida, fortifican la razón, rectifican las ideas y el corazón y ensanchan la esfera de los conocimientos humanos, fueron las únicas ocupaciones de su adolescencia y formaron un joven verdaderamente sabio, modesto, amigo de los hombres, que no contento con la estéril teoría de la virtud, la practicaba en todas las ocasiones que se le presentaban, sin afectación y sin vanidad.

Ocupado tan dignamente llegó a la edad de veintiséis años, edad en que, desenvueltas las pasiones, dan a conocer los jóvenes los frutos de una sabia educación o los efectos de sus malas inclinaciones. Eduardo hacía ver la bondad de las suyas en todas sus acciones; y tantas bellas cualidades reunidas a una gallarda figura, a una conversación no menos instructiva que amena y a unos modales sencillos y corteses, no podían menos de llamar la atención de muchos padres que, teniendo hijas que establecer, veían en este amable joven la adquisición más digna por sus prendas, por sus virtudes morales, por su cultura, por su talento y por sus grandes riquezas, cualidades que no sólo rara vez se hallan unidas, sino que parece son opuestas entre sí, para vergüenza de la especie humana. De aquí nació el mucho aprecio que hacían de este joven personas de calidad, y las que, siendo distinguidas, muchas veces no se distinguen sino por acciones bajas, extravagantes o inicuas que las degradan; y de aquí también frecuentar Eduardo diferentes casas en que lograba la mayor estimación y obsequios. Entregado hasta entonces al estudio y a la meditación, no podía persuadirse, a pesar de cuanto había leído, que las costumbres estuviesen tan relajadas y corrompidas; que las madres de familia, lejos de procurar el mejor recogimiento y educación a sus hijas, les diesen ejemplos seductores de desenvoltura, de vanidad, de inaplicación y de inclinación a todo género de modas, de fruslerías y de descuido en el manejo de los negocios domésticos, y que, entregadas así a la disipación, consumiesen sus caudales en un lujo escandaloso que arruinaba rápidamente sus fortunas. No menos le admiró la tolerancia y sufrimiento de los padres de unas, la desarreglada conducta y libertinaje de los de otras, y sobre todo la frivolidad en sus conversaciones, la pasión dominante al juego, a los placeres, a la ostentación, a la magnificencia; la dureza y altanería con que trataban a sus criados, la insensibilidad con que oían las miserias humanas, la indiferencia con que miraban los males que afligen a los hombres; y, en fin, la vida insustancial que pasaban, encenagados en los deleites o fastidiados de su existencia por no saber emplearla en cosas útiles, por no encontrar ya gusto en la saciedad, por hallarse devorados de la envidia o de la enemistad o llenos de achaques y remordimientos, consecuencias infalibles y funestas de una conducta viciosa y desordenada.

Disgustado en extremo de semejantes compañías, y aborreciendo todo enlace con jóvenes educadas a vista de ejemplos tan dañosos, fue separándose poco a poco de aquellas casas envenenadas antes de que lo alcanzase el contagio que era temible de su continuación en frecuentarlas, a pesar de los buenos y sólidos principios con que había fortificado su alma y su razón. No dejó de tratar en este intermedio a varias jóvenes capaces por su figura, gracias y atractivos de seducir a otro menos cauto y menos cimentado en la virtud; pero, lejos de hacer nacer en su corazón aquella pasión amorosa que deslumbra y precipita a muchos jóvenes por falta de reflexión, las compadecía y se lamentaba de que personas tan amables por sus cualidades físicas y por la belleza con que las había dotado la naturaleza hubiesen caído en manos tan perversas o descuidadas que no hubiesen desarrollado en ellas con tiempo las cualidades morales que prometían, y seguramente hubiera conseguido poner en movimiento y en buena dirección una cuidadosa y virtuosa educación.

Desengañado de que en el gran mundo le era difícil hallar una joven que pudiese asociarse a su suerte y ayudarle a soportar las miserias de la vida, tal como la deseaba, y que su elección hiciese tanto honor a su talento como a su corazón, se contentó con seguir en sus estudios y lectura; y ocupado unas veces en la música, otras en la poesía, otras en investigar los secretos de la naturaleza y otras en contemplar la formación de las sociedades, las revoluciones de los imperios, las costumbres de los pueblos, las vicisitudes continuas a que están sujetos, la sobriedad de los unos, la magnificencia de los otros, las violencias, los trastornos, las desolaciones que han afligido y afligen la tierra, la perversidad de tantos monstruos como ha producido sólo para arruinarla, los pocos que con justa razón pueden llamarse delicias del género humano, y en fin cuantos objetos pueden entrar en la meditación de un joven virtuoso e instruido, pasaba su vida separado del trato de las gentes, fortificando siempre su razón y aprendiendo a ser justo, sobrio, humano y bienhechor.

Sus padres veían con asombro su abstracción y retiro, tan poco comunes en un joven; pero, como nada tenían que vituperar en su conducta, no le impedían seguir en su pasión dominante, que era el estudio. Sin embargo, consideraban que sería conveniente establecerlo; y creyendo que pudiera adoptar algún partido de los que les parecían proporcionados, un día, estando su madre presente, le habló así Mr. de Clermont: «Hijo mío, la sabia conducta que observo en ti, la constancia que tienes en el estudio, tu continua aplicación a cuanto puede ilustrar tu talento y mejorar tu corazón, llenan a tu madre y a mí de la satisfacción más completa; pero, si bien conocemos que estas ocupaciones, tan dignas de un joven que quiere corresponder a los desvelos y cuidados que hemos tenido de tu educación, te preservan de los daños que pudieran resultarte de otras distracciones a que se entregan otros jóvenes de tu edad, con todo creemos que alguna causa particular te ha reducido a un extremo a la verdad impropio de tus años, aunque no ajeno del juicio y discernimiento que desde luego has manifestado, y esto nos tiene confusos y dudosos. Bien vemos que, a pesar de tu retiro, te ocupas muchos ratos en averiguar las verdaderas necesidades de tus semejantes, para proporcionarnos el dulce consuelo de aliviárselas, y que en esta ocupación muestras tanto placer que sólo por ella abandonas voluntariamente el que experimentas en el estudio de las ciencias y en el ejercicio de la pintura y de la música, que tanto te embelesan; pero, sin embargo, esa aversión que notamos en ti al trato de tantas gentes como desean tu compañía y amistad nos deja siempre en las mismas dudas y confusiones».

Eduardo oyó estas palabras de su padre con aquel respeto y sumisión que acostumbraba, y conociendo que estas dudas de sus padres reprendían en cierto modo su silencio, les dijo de esta suerte: «Es cierto, amados padres míos, que me he retirado del comercio de las gentes y que sólo encuentro placer en las ocupaciones que me habéis indicado; pero en esto no hay misterio alguno que pueda inquietaros. Os hablo con toda la efusión de mi corazón. Jamás pude creer que el trato del gran mundo ofreciese ejemplos tan frecuentes y contrarios a la probidad y a la pureza de costumbres, y mucho menos entre personas que por su calidad y circunstancias debían servir de modelo de perfección a los que la suerte hizo inferiores y privó de los auxilios necesarios para cultivar sus talentos e ilustrar su razón; pero habiéndome engañado abracé la única resolución que me dictó la prudencia, conociendo los riesgos a que me exponía si no me separaba con tiempo de las compañías que fácilmente podían inficionarme y hacerme perder en un momento el fruto de tantos años de aplicación y el que constantemente me habéis dado con vuestras virtudes y sabias lecciones. Esta es la verdadera causa de mi retiro; y si acaso mi silencio hasta ahora ha podido inquietaros, os ruego os tranquilicéis y perdonéis no os haya hecho antes esta ingenua confesión, porque no he notado hasta ahora en vosotros que mi conducta pudiera seros dudosa o daros sospechas de que otra causa diferente podría haberme inducido a tomar este partido».

«No, hijo mío, le replicó Mr. de Clermont, jamás hemos atribuido tu silencio a falta de sinceridad y de confianza. Sabemos muy bien por experiencia que nos tienes por tus mejores amigos; pero, temerosos de que nos callabas algún disgusto por no darnos que sentir, conociendo cuánto te amamos, nos hemos determinado a hablarte y a averiguar cuál fuese el verdadero motivo de tu resolución. Ella nos confirma más en el concepto que teníamos formado de ti; pero, si bien nos parece juiciosa y admirable, no por eso dejamos de desear que tu corazón se entregue a los dulces placeres que en el seno de la virtud y de la honestidad proporciona una compañera amable. Sí, Eduardo mío, deseamos vivamente que tomes estado; y sin embargo de que no intentamos forzar ni aun dirigir tu voluntad, nos parece, según las noticias que nos han dado, que podría convenirte la señorita Goudin...»

«¡Ah, padre mío!, le interrumpió Eduardo; no quisiera desagradaros, pero la confianza que me inspira vuestro cariño no me permite ocultaros que los informes que os han dado son poco exactos, y que ni la señorita Goudin ni otras muchas de su clase que he tratado pueden hacer la felicidad de mi vida. Figuras agradables, gracias encantadoras, bienes de fortuna, sí, todo esto y mucho más se halla en ellas; pero ninguna solidez en su juicio, ninguna modestia en sus costumbres, ninguna cualidad del ánimo de aquellas que no pueden desfigurar los años ni alterar el tiempo. Desenvoltura, liviandad, amor inconsiderado a las frivolidades, a los placeres fútiles, y ninguna sensibilidad para gozar de aquellos puros y verdaderos que produce la virtud; ved aquí, señor, a lo que se reduce el pretendido mérito de esas señoritas, y ved aquí también lo que me ha obligado a huir de su trato, temeroso de que pudiera seducirme el brillo exterior, que ofusca regularmente a los que se precian sólo de apariencias y no examinan el verdadero mérito del bello sexo. Yo os aseguro ingenuamente que hasta ahora no he hallado joven alguna que interese mi corazón. No son las riquezas ni las distinciones las que me seducirán. La modestia, el candor y la inocencia de costumbres son únicamente las prendas que pueden hacerme impresión. La virtud, sí, la virtud sólida que hermosea al alma y hace las delicias de la vida, será la que me decida a elegir una compañera en quien yo halle más que admirar que corregir; pero jamás pasaré a elegirla sin vuestro consentimiento y aprobación, bien seguro de que vuestros sentimientos son iguales a los míos, y de que, más sabios que muchos padres, sólo deseáis mi felicidad».

Mr. y Madama de Clermont abrazaron tiernamente a su hijo, aprobaron su juicioso modo de pensar, y confiados en su discreción y prudencia le aseguraron que la esposa que eligiese sería de su aprobación. Eduardo les dio las más expresivas gracias por sus bondades, y les protestó que jamás haría cosa alguna que pudiese desagradarlos. Entonces le manifestó su padre que tanto retiro y abstracción podría degenerar en una profunda melancolía que le fuese funesta; que el hombre en la sociedad debía compadecer las flaquezas de sus semejantes y no entregarse a una misantropía perjudicial; que un joven de su edad y conocimientos debía rectificarlos, examinando el mundo y las diversas acciones, pasiones e inclinaciones de los hombres, y esparcirse en aquellas distracciones honestas que ofrece la sociedad; que, a pesar de la corrupción que hay en ella, no dejan de hallarse personas timoratas y honradas cuya compañía y comunicación es bueno frecuentar; y que nada le complacería más que el que adoptase un método de vida conforme a estas máximas, pero que la demasiada meditación y estudio enervan las fuerzas, consumen la salud y traen por lo regular consecuencias funestas. Eduardo, que nada más deseaba que complacer a sus padres, prometió que desde aquel día emprendería el género de vida que le aconsejaba. Mr. de Clermont se aprovechó también de esta ocasión para manifestarle que juzgaba conveniente declarase la carrera que quería seguir, porque ya estaba en edad para ello. Le insinuó que le parecía lo más seguro y acertado que se dedicase al comercio, para lo cual tenía todos los conocimientos necesarios y nada le faltaba sino enterarse de sus relaciones, de sus especulaciones prácticas y de sus correspondencias. Eduardo, que no temía abrir francamente su corazón a sus padres, les dijo que estaba pronto a obedecer sus preceptos, pero que no podía dejar de confesarles que su decidida inclinación era a todos los ramos de la agricultura, con la idea de aplicar los conocimientos que había adquirido en el estudio de las ciencias naturales a la economía rural. Su padre se conformó con este pensamiento, pareciéndole la ocupación más honrosa y digna del hombre, y desde luego le dijo que tomaría la determinación de irle comprando algunas haciendas, aunque esto lo podría hacer mucho mejor después de sus días porque, siguiendo como pensaba seguir en el comercio, no le convenía distraer de él los caudales que tenía en giro; y que entretanto podía continuar ilustrándose, a menos que le acomodase seguir la carrera de la toga. Así que oyó esto Eduardo le interrumpió diciendo: «Señor, no me considero con suficientes fuerzas para emprender la carrera de la magistratura; mi corazón humano al pronunciar una sentencia de muerte se estremecería, sin embargo de conocer la necesidad de reprimir las maldades de los hombres con el rigor de las leyes. Supuesto que aprobáis mi modo de pensar, dejadme seguir una inclinación que me pondrá más al nivel de tantos hombres que buscan en el cultivo de la tierra el premio de su sudor y de sus trabajos. Ellos me enseñarán con su ejemplo a ser sobrio y moderado, y mi ambición entonces no podrá dirigirse a objetos que tal vez la harían funesta a la sociedad, sin proporcionarme jamás aquella vida tranquila y sin remordimientos que sólo puede encontrarse entre las inocentes costumbres del campo y entre sus pacíficos cultivadores».

En estas y otras conversaciones pasaron bastante ratos el padre, la madre y el hijo, hasta que la venida de algunas gentes les impidió proseguirlas. Al día siguiente ya comenzó Eduardo a entablar otro método de vida. Formó un plan de distribución de horas para su estudio, recreación y distracciones honestas, según las ideas y deseos de sus padres, y sobresalió tanto su juicio en esta distribución que no pudieron menos de aplaudírsela. Sus diversiones eran por lo regular frecuentar aquellos parajes en que la instrucción pública estaba más acreditada. No había laboratorio, biblioteca, sociedad literaria, taller y establecimiento científico o industrial que no visitase. Los hombres que se distinguían en cualquiera ramo eran los que más merecían su estimación y aprecio. Algunos días solía pasarlos en el campo, entretenido en la caza y principalmente en examinar cómo los labradores cultivaban sus tierras, el abono que les daban, los gastos que hacían, las utilidades que les resultaban y otras muchas cosas relativas a este ramo de industria, tan útil y necesario que ningún Estado en que no florezca puede ser feliz. Algunas veces solía ir al teatro. Le agradaban mucho aquellas composiciones en que está pintado el ridículo con gracia, sencillez y viveza; pero sobre todo le elevaba la tragedia, y su corazón se entregaba al más delicioso placer viendo representar acciones humanas, benéficas y virtuosas. Creía que el teatro no debía ser sino la escuela de las costumbres públicas y privadas, y que todo cuanto se representase en él que pudiese inspirar a los hombres sentimientos honestos, magnánimos y virtuosos, era lo mejor para aquel lugar y más útil para la sociedad, porque no todos gustan de los preceptos de una moral pura si no está revestida y hermoseada con diferentes colores. Como tenía bastante conocimiento del teatro antiguo y moderno, se divertía en leer las críticas de las piezas que se representaban, y no podía dejar de compadecerse de las parcialidades de unos, de la poca exactitud de otros y de la manía de muchos en vituperar las que, según ellos, no observaban las reglas que observaron los griegos y latinos, o las que se dieron como preceptos inviolables por los que se llaman maestros del arte. Estaba bien persuadido de que éstos trataron la materia con el mayor pulso y discernimiento, y que muchas de sus reglas son seguramente para todos los tiempos; pero no podía tolerar que no se admitiesen en el arte dramática otros géneros de composición que han inventado los modernos, por sólo la razón de que eran desconocidos de los antiguos, cuando es cosa bien sabida que cada pueblo ha seguido en el teatro los impulsos de su gobierno, de su religión y de sus costumbres, y que por lo mismo no sería tolerable en ningún teatro moderno el Edipo de Sófocles, por más bien traducido que se representase, ni ninguna comedia de Menandro, de Plauto o Terencio, aunque están llenas de bellezas y gracias que deben imitarse. Él quería que los hombres fuesen justos y que diesen el mérito debido a los ingenios de cualquiera clase que fuesen, graduándolos según las mayores o menores dificultades que tenían que vencer para sobresalir o agradar en su género, y que no se despreciase un género de composiciones dramáticas porque otro fuese más raro o más difícil; pero esto era querer exigir mucho de críticos descontentadizos, parciales, detractores o frívolos, que escriben sólo por escribir, por deprimir el mérito, por decir dicterios o por aparentar una erudición que no tienen, y no estimulados del deseo de ilustrar al público, de animar a los talentos y de buscar la verdad, objetos que sólo deben dirigir la sana y juiciosa crítica. No por esto olvidaba ni omitía medio alguno para averiguar las miserias de sus semejantes y proporcionarse el placer de socorrerlos en sus desgracias, ya empleando cuantiosas sumas que con este objeto le daban sus generosos padres, ya invirtiendo lo que igualmente le franqueaban para sus diversiones honestas y distracciones lícitas.

Así vivía Eduardo, lleno de aquella satisfacción interior que producen las buenas obras y una conducta irreprensible, y dando gracias al Cielo porque lo preservaba de aquellas pasiones, vicios e inclinaciones que degradaban a otros muchos jóvenes de su edad, haciéndolos aborrecibles a los ojos de las gentes sensatas. Una tarde, antes de anochecer, pasaba por una calle de la ciudad no muy frecuentada, y oyó gemidos y suspiros como de una persona afligida. Paróse un poco, prestó atención hacia una pequeña reja de un cuarto bajo, donde le pareció estaba quien se lamentaba, pero no pudo percibir cosa alguna que le indicase la causa de aquella aflicción. Su corazón benéfico no se satisface si no averigua quién es la persona que padece, y si su dolor era efecto de alguna desgracia que pudiese remediar. Entrase inmediatamente en la casa, pregunta a los vecinos si saben el motivo por que suspiraba y gemía una persona en el cuarto bajo, y si sucedía algún trabajo a la familia que lo habitaba. Una anciana respetable le dice: «¡Ah, señor! En ese cuarto vive una pobre viuda digna de la mayor lástima. Su marido era un pintor de gran talento y habilidad, llamado Mr. Chivet. Aprendió en Italia el arte de la pintura, estuvo algunos años en Alemania, y habrá como unos quince que vino a París. Apenas llegó cuando tuvo la desgracia de romperse el brazo derecho de una caída de caballo, y desde entonces no pudo ejercitarse en su arte. Tenían una niña de dos años, y esto los desconsolaba extraordinariamente. Sin embargo de la falta del brazo, procuraba el padre por varios medios adquirir alguna cosa para mantener a su familia, y la mujer le ayudaba también con su trabajo; pero no bastando lo que ganaban para su manutención, aun con la mayor economía, iban gastando los ahorros que ésta les había proporcionado, y al fin llegaron a la mayor estrechez. Mr. Chivet, que era de los hombres más virtuosos e instruidos que he conocido, cayó enfermo habrá un año, y murió dejando solas y sin amparo alguno a su mujer y a su hija, que ambas hacen con sus virtudes y talento honor a nuestro sexo. Desde que perdieron el único, aunque débil apoyo que tenían, han vivido con el mayor recato y recogimiento, alimentándose con el corto trabajo de sus manos; pero hace ocho días que Madama de Chivet está enferma en una miserable cama, debilitada de necesidad, sin más auxilio ni amparo que el de su triste hija Adela. Éste es el nombre de la joven más bella y virtuosa que quizá hay en toda la Francia, ésta es sin duda la persona que habéis oído gemir y suspirar. ¡Ah, señor! Yo quedé también viuda y con muy cortos haberes; pero he partido con esta desgraciada familia lo poco que tenía. Sin mis débiles auxilios hubieran perecido de miseria. Pero ya nada tengo ni para mí ni para ellas, ya no tenemos a quien volver los ojos. Parece que la naturaleza se ha acabado para nosotras. Madama Chivet y yo pronto iremos al sepulcro; pero la virtuosa, la incomparable Adela, huérfana, desamparada en la flor de su edad, sin parientes, sin amigos, viendo expirar de miseria a su pobre madre... Perdonad, señor, mis lágrimas me impiden proseguir... Si sois compasivo..., si tenéis un alma benéfica... id, veréis el espectáculo más doloroso que puede ofreceros la naturaleza...; escuchad sus gritos lamentables..., enjugad el llanto de la joven más digna de compasión».

Eduardo oye esta relación de la anciana, y sin poder al pronto articular palabra la coge de la mano, derramando copiosas lágrimas. Recóbrase un poco, y le dice con el tono más expresivo y patético: «Vamos, alma bienhechora; vamos, respetable anciana, a consolar a esas dos infelices, dignas de más dichosa suerte. La mía puede proporcionarles todos los auxilios necesarios, pero quiero que sea por vuestra propia mano, por esa misma mano tan benéfica, que ha enjugado tantas veces las lágrimas de dos desventuradas a costa de su propia felicidad. Venid, generosa anciana, llevad el consuelo a la virtud desgraciada, recoged el premio de vuestras buenas obras, tened la satisfacción de anunciarles vos misma el término de su miseria y de la vuestra; hacedme probar el mayor de los placeres, sí, el más delicioso que quizá experimentaré en toda mi vida».

La anciana quiere arrojarse a sus pies, besarle las manos, regárselas con su llanto. Eduardo se lo impide y le dice precipitadamente: «Vamos, vamos, respetable mujer; no tardemos más el alivio de la más deplorable indigencia. Sed vos la precursora de la felicidad...»

«¡Ay, señor! ¿Por qué queréis disminuir el precio de una bella acción? Vois sois el bienhechor, vos solo...»

«¡Yo solo! ¡Yo solo! No, por cierto. Vos me habéis dicho que Adela es joven, que es bella y virtuosa. ¿Y sería fácil que recibiese de mano de un joven un socorro que, aunque destinado a su orfandad y miseria, podría creer dirigido a procurar su infamia? Lejos de mí semejante sospecha; la delicadeza de mi proceder no dará jamás motivo alguno, ni aun para la más leve».

«Vos me confundís, señor; vos añadís ese realce más a vuestra beneficencia... Vamos...»

«Vamos, señora, vamos prontamente a llevar la consolación a dos almas afligidas. Quizá llegaremos tarde si nos detenemos más; y mi corazón no puede sufrir la dolorosa idea de hallar víctimas de la miseria a las que deseo vivamente librar de las desgracias que las amenazan».

Inmediatamente se dirigen al cuarto de Adela Eduardo y la anciana. Llama ésta con precipitación. Abre la joven, ve a su bienhechora que le dice con voz trémula y enternecida: «Mirad, Adela..., el Cielo...» Adela, sin reparar en Eduardo, se arroja en sus brazos exclamando: «Respetable amiga mía, ya no tengo más consuelo que en vuestros brazos. Socorred a la más desgraciada de todas las criaturas. Mi madre de mi alma está próxima a expirar... La debilidad, la miseria ¡Ay, Dios! Todo falta para mí en el mundo...»

«Adela mía, la interrumpe la anciana, viéndola en acto de desmayarse, ensanchad el corazón...: lacompasión no está desterrada de la tierra... Estebenéfico joven...» Adela levanta los ojosllenos del más doloroso llanto, mira a Eduardo y sólo puede pronunciar estas palabras: «¡Un joven... No, no, la muerte es menos amarga...; dejadme morir». Cierra los ojos, pierde el sentido; la anciana la estrecha en su seno, se trastorna, no sabe qué hacer. Mira a Eduardo tiernamente: quiere darle a entender con sus miradas el dolor que despedaza su corazón. Eduardo, que hasta entonces había sido un testigo mudo de aquel tierno espectáculo, ve a Adela pálida, sus ojos eclipsados, sus mejillas bañadas en llanto, y a la anciana turbada y sin acción. «¡Ah, señoras!, dice, no os entreguéis a tanto dolor. Mis riquezas, mi vida, todo está pronto para aliviaros en vuestra adversidad. No temáis..., hablad, disponed de mí». Nada le responden, ni sabe qué partido tomar. Al fin la anciana cobra valor y dice trémulamente a Eduardo: «Señor, socorred a esta infeliz...» Eduardo ayuda a la anciana a llevar a Adela a una especie de tarima que había en el cuarto, con sólo una miserable estera; le da un pomito con elixir para que vea si puede hacerle recobrar el espíritu, y vuela hacia la cama de la enferma, a quien no olvida en medio de aquella tribulación. La halla echada en un jergón viejo, cubierta con una manta hecha pedazos, sin sentido, con un sudor frío y tenue la respiración. Le toma el pulso; encuentra en él alguna señal de vitalidad, y sin detenerse un instante advierte a la anciana que todavía vive la enferma, y que cuide de su hija mientras va a buscar un facultativo que pueda aprovechar los momentos en el alivio de aquellas desgraciadas.

La anciana quiere expresarle su reconocimiento por tanta bondad, pero Eduardo, conociendo la urgencia, sale apresurado del cuarto, pregunta en la calle si vive inmediato algún médico bueno, le dan las señas de uno que habitaba no muy distante de allí, y corre presuroso a buscarlo. Entretanto vuelve Adela en sí; la anciana la abraza tiernamente y le refiere en pocas palabras lo que le ha sucedido con Eduardo. Admírase Adela de su relación; levanta las manos al Cielo, dándole gracias por el consuelo que le enviaba en tanta aflicción; va en derechura a la cama de su madre, ve que todavía respira, y llena de temor, de pena y sobresalto, espera que vuelva Eduardo con el médico, pareciéndole que aun podía tener algún remedio la enfermedad. Cada momento se le figuraba una tardanza peligrosa; sus deseos seguían los pasos de Eduardo, y nada bastaba a tranquilizarla. Llena de inquietud iba sin cesar desde la cama de su madre a la ventanilla de su cuarto, y desde ésta a la cama. Nada es capaz de pintar su agitación. Al fin llega Eduardo con el médico. Un grito lastimoso es la única señal de gratitud que puede dar Adela. El médico, que iba ya preparado con algunos medicamentos en virtud de lo que le había informado Eduardo, se acerca al lecho de la enferma. La pulsa, la observa y dice: «Esta señora tiene una suma debilidad, pero no presenta síntoma alguno mortal. ¿Cuánto tiempo hace que no ha tomado alimento?»

«Ah, señor, le responde Adela anegada en llanto, desde anoche a estas horas, que esta respetable anciana, único consuelo en mi adversidad, me trajo un poco de caldo que pudo adquirir en la vecindad, no ha tomado mi desventurada madre otro alimento».

«Ved aquí, prosigue el médico, la causa principal de su decaimiento de fuerzas. ¡Oh, Dios! ¡Unos tanto, otros tan poco! ¡Cuántos llenos de superfluidades, cuántos faltos de lo más necesario! ¡Por cuántos medios acrisoláis la virtud!». Al acabar de pronunciar estas palabras con una extrema sensibilidad, saca de su faltriquera algunas medicinas y dispone un corroborante para la enferma. Se lo da sin perder tiempo, y desde luego comienza a hacer efecto. Prosigue suministrándole algunos otros auxilios, y logra en poco más de tres cuartos de hora hacerla volver en sí; pero no quiere que le hablen por entonces, y sí que no alteren su espíritu con imágenes que pudiesen trastornarla.

Entretanto que el médico cuidaba de la enferma, Eduardo dio varias disposiciones para que trajesen unos colchones y almohadas y para que Adela y la anciana tomasen también alimento, porque verdaderamente estaban casi desfallecidas. Añadió Eduardo con su solicitud tanto precio a sus beneficios, que las dos lo consideraron como un ángel tutelar enviado por Dios para socorro en su amargura y adversidad. Las muestras de gratitud que le dieron ambas fueron tantas, tan tiernas, tan patéticas, tan penetrantes, que conmovieron excesivamente el corazón sensible de Eduardo, llenándolo de un gozo tan excesivo que jamás había sentido otro igual. Sería largo referir las expresiones vivas y animadas con que Adela manifestó a su bienhechor toda la extensión de su profundo reconocimiento, la delicadeza con que la consoló y animó Eduardo y la sublimidad y ternura con que resplandeció alternativamente y a porfía la virtud de estos dos jóvenes en aquella escena lastimosa y patética, cuyo interés delicioso sólo pueden percibir las almas delicadas y sensibles, que conocen toda la dulzura de la beneficencia y todo el precio de la gratitud. Almas benéficas, corazones agradecidos, éste es el cuadro que vosotros presentáis en semejantes casos; éstos son los sentimientos que os agitan, os arrebatan, os elevan y os hacen ser la honra y la gloria de la especie humana.

La noche se adelantaba; Eduardo conocía que sus padres estarían cuidadosos por su tardanza. La enferma se hallaba aliviada; la anciana y Adela, recobradas y consoladas; y viendo que ya no era allí absolutamente necesaria su presencia da a la anciana un bolsillo con diez luises, le encarga que cuide todo lo necesario para las tres, recomienda al médico encarecidamente la asistencia de la enferma y se despide de la hermosa Adela con la mayor cortesanía y atención, prometiéndole que nada la faltaría para su consuelo y alivio en sus trabajos y adversidad. Adela quiere corresponder a tan generosa conducta, pero el llanto se lo impide: túrbasele la lengua, su bello rostro se cubre de un rubor modesto, y sólo puede hacerle una profunda cortesía llena de gracia y humildad, manifestándole con su mismo silencio y actitud toda su ternura, respeto, gratitud y admiración.

Eduardo enmudece también al verla en aquella modesta turbación, y haciéndole una profunda reverencia sale del cuarto y apresura el paso hacia su casa. La memoria reciente de la buena acción que acaba de hacer lo llevaba enajenado y lleno de alegría. Entra en su casa, va corriendo al cuarto de sus padres, y saludándolos con el respeto que acostumbraba les dice, con una sensibilidad inexplicable: «Padres míos, perdonad mi tardanza; quizá os habrá causado alguna inquietud, pero no dudo de vuestra bondad que no la vituperaréis: ella ha sido útil a la humanidad. Jamás he hecho una acción que me haya producido un placer más puro, más vivo, más delicioso. No, no es posible que haya en la tierra otro mayor. La vejez enferma, la virtud desamparada, sin mis cuidados, sin mi socorro, ¡ay, Dios!, iban a perecer. A estas horas quizá ya no existirían tres personas dignas de toda la compasión de los hombres. ¡Qué gozo, qué complacencia interior experimenta mi corazón! Los sentimientos de lástima, de contento, que me han agitado esta noche alternativamente, parece han apurado toda mi sensibilidad. Permitidme sosegar un momento; no me es posible haceros en este instante la narración exacta de cuanto me ha sucedido; estoy fuera de mí, y esas lágrimas tiernas que veo asomarse a vuestros ojos dan una segura aprobación a mis acciones y me anuncian el interés que ya tenéis en saber quiénes son las víctimas lastimosas de la miseria que, gracias a vuestros sublimes ejemplos y cuidadosa educación, quedan ya socorridas, aliviadas y consoladas». Eduardo suspende sus palabras; tal era la conmoción que sentía en su corazón, que no puede proseguir. Mr. y Madama de Clermont, sorprendidos y enternecidos, abrazan a su hijo, elevan sus corazones al Cielo, bendicen su suerte y le manifiestan su impaciencia de oír la menuda relación de un lance que, por el efecto que había hecho en Eduardo, presentían sería acompañado de circunstancias interesantes y dignas de fijar su atención.

Después de un corto espacio de tiempo, en que ya se había tranquilizado Eduardo, hizo a sus padres la más exacta relación de todo cuanto le había pasado; la acompañó de reflexiones profundas y filosóficas, pagó el tributo debido de admiración a la anciana benéfica, refirió con la mayor ternura la deplorable situación de la enferma, pintó con los más vivos colores la confusión, la angustia y tribulación de Adela, su virtud, su modestia, sus gracias, su belleza, sus expresiones, su reconocimiento; no les ocultó los diversos sentimientos que asaltaron su corazón durante aquella dolorosa escena, y en fin, penetró de tal modo el de sus padres con su narración llena de verdad, de energía y sensibilidad, que no pudieron contener el llanto mientras duró, y volviendo a expresarle su gozo y ternura con cariñosos abrazos y bendiciones repetidas, le ofrecieron ir ambos al otro día por la mañana a ver a aquellos objetos tan dignos por tantos títulos de ejercitar su humanidad y de merecer su estimación. Gozoso Eduardo con el recuerdo de su beneficencia y con la aprobación tan lisonjera de sus padres, se retiró a su cuarto. Apenas se vio solo en él, cuando el silencio y la soledad comenzaron a fijar su imaginación. Sentía al mismo tiempo en su corazón una agitación y sobresalto que no podía discernir de qué provenían. Toma un libro, lee un poco, lo deja, y como involuntariamente exclama: «¡Aquella joven...!» Se levanta inquieto, da algunos paseos por el cuarto, fija la vista en una hermosa Venus que pocos días antes había copiado él mismo, y repite con cierta conmoción: «¡Aquella joven...!» Siéntase al pianoforte, empieza a tocar una sonata agradable, arroja el papel sin saber lo que se hacía, sustituye una patética, la toca, se estremece, se agita, y sin poder contenerse dice arrebatadamente: «¡Adela, divina Adela...!», y deja al momento de tocar. Quédase en una especie de abatimiento y confusión. Adela es el único objeto que se ofrece a su fantasía; su virtud, sus gracias, su modesta turbación, todo se le representa en aquel instante con la mayor viveza. Procura distraerse, apartar de su imaginación aquellas ideas que lo agitaban demasiado; no puede. Toma el lápiz para dibujar, tira algunas líneas e insensiblemente forma un rostro parecido al de Adela; ¡con tanta vehemencia se le habían fijado sus facciones! Se aturde él mismo de la fuerza irresistible que lo impele, como a su pesar, hacia todos los objetos que en el miserable cuarto de Adela habían excitado su sensibilidad. En nada halla gusto sino en estos recuerdos. Se persuade de que la idea agradable de haber librado de los horrores de la miseria a la virtud desgraciada era la que tenía su corazón en tan continuo movimiento; y al fin, cansado de luchar con su imaginación, sin poderla fijar en otros objetos, se retira a la cama. Huye de sus párpados el sueño, su turbación se aumenta y no encuentra el menor reposo. Repite el reloj algunas horas hasta que, vencido de su misma inquietud, se queda dormido; pero ni aun entonces experimenta aquel plácido descanso que, embriagando los sentidos, alivia los pesares de los mortales. Ya se le representa en sueños la venerable anciana, refiriéndole las desgracias de sus amigas; ya la enferma postrada en el lecho miserable, próxima a expirar de necesidad; ya Adela en el acto de abrazarse con la anciana y en el de desmayarse, en su turbación, en su despedida; ya en la palidez de su rostro, en la modestia de sus ojos, en la expresión de sus lánguidas miradas, ya, en fin, en su candor, en su inocencia, en su virtud. Todas estas imágenes, unas veces separadas, otras en tropel y confusas y desordenadas, agitan su fantasía y lo tienen inquieto y desazonado el resto de la noche. Antes de amanecer despierta cansado y fatigado; exhala un profundo suspiro, como para desahogar su corazón oprimido, y la primera palabra que pronuncia, como involuntariamente, es: «¡Aquella joven...!». Queda después como un hombre a quien agobia una carga superior a sus fuerzas, y sólo halla alivio en reiterar sus suspiros.

Sin saber lo que le sucedía se levanta de la cama, empieza a pasear por el cuarto; nada de cuanto había en él le llama la atención, y no pudiendo contener ya dentro de su pecho el tropel de sentimientos que lo agitaban, exclama en voz sumisa: «¡Cielos, qué movimientos tan desconocidos experimento en mi corazón! Jamás he padecido un trastorno igual. Siento una pena que me aflige; sólo hallo algún alivio en ella pronunciando el dulce nombre de Adela, trayendo a mi memoria su virtud, sus gracias, su belleza. Aun en sueños me acuerdo que éstas eran las ideas más lisonjeras que me representaba mi acalorada fantasía. ¿Podrá sólo el recuerdo de una acción benéfica producir alternativamente aflicción y placer? No. Éstas son ilusiones. Adela ha hecho impresión en mi corazón. El conjunto de prendas que la adornan ha excitado en mí un afecto, una pasión... No hay duda: el amor causa en mí esta alteración. Es en vano querer ocultarlo a mí mismo; no puedo desconocerlo en sus efectos. Pero este amor disminuye el mérito de mi beneficencia. Los primeros impulsos fueron puros, desinteresados. Los segundos, quizá excitados por una simpatía secreta que me impelía irresistiblemente a favorecer la desgracia en una joven cuya belleza había penetrado mi corazón. Los efectos que yo sentí al verla, al hablarle, al oír su voz encantadora, me hacen ver seguramente que no fue todo compasión. Pero mi sensibilidad en otras ocasiones, ¿se ha excitado por estos motivos? No, por cierto, la humanidad sola la ha puesto siempre en movimiento para consuelo de mis semejantes oprimidos y desamparados. ¿Acaso a un objeto tan digno podía negar mi compasión? ¿Será menos apreciable mi beneficencia porque arrastre mi corazón al mismo tiempo el placer de ejercitarla y la impulsión de un amor puro y honesto? ¿Ha podido jamás inspirármelo la belleza, desnuda de los preciosísimos atractivos de la virtud, de la modestia y de la honestidad? Pues si estas prendas tan raras en el mundo son las que han encantado y cautivado mi corazón, ¿por qué un amor que tiene tan bello origen ha de disminuir el precio de una buena acción? No, las almas sensibles y virtuosas juzgarán de otra manera; ellas la considerarán más apreciable, y yo no tendré jamás que avergonzarme de que los impulsos reunidos de la humildad y de la sensibilidad de mi alma me inclinen con tanta vehemencia a amar y proteger a la joven más desgraciada y virtuosa de la tierra».

Estas reflexiones calmaron algún tanto su inquietud; y lisonjeándose de que tal vez el corazón de Adela habría sentido los mismos afectos, según su turbación, sus tiernas miradas y sus suspiros interrumpidos, se entregó a las dulzuras de una esperanza fundada de ser correspondido. Sin embargo, tal era su respeto y sumisión a sus padres que resolvió en aquel momento esperar, antes de declararse, que viesen a Adela y explicasen el juicio que formaban de su virtud y demás circunstancias. Para esto consideró que sería lo mejor que fuesen solos al cuarto de Madama Chivet como le habían ofrecido, valiéndose, para no acompañarlos, de una cita que había dado el día antes a un sujeto con el objeto de evacuar un asunto interesante de su padre.

A la hora que acostumbraba los demás días pasó al cuarto de sus padres, procurando componer su semblante en términos que no llegasen a comprender la agitación que había padecido y la que todavía atormentaba su corazón. Su franqueza e ingenuidad eran tan grandes que tuvo que esforzarse mucho para disimular. Los saludó con aquella ternura filial que tanto les complacía; lleváronles inmediatamente el café, y mientras lo tomaron volvieron a suscitar la conversación de Madama Chivet, de su hija y de la anciana. Cuanto más hablaban de ellas, más se avivaba el deseo de verlas en Mr. y Madama Clermont; y por último, diciéndoles Eduardo el motivo que le impedía acompañarlos y dándoles las señas de la calle, casa y cuarto, se fueron sus padres solos a hacer la visita. Eduardo los acompañó hasta el coche y se volvió a su cuarto, dando orden de que le avisasen cuando llegase el sujeto que esperaba.

A poco rato llegó, estuvo con Eduardo, evacuaron el asunto para que se habían citado y se despidió. Eduardo quedó solo, y aunque estaba ocupado su pensamiento en la hermosa Adela y en la impresión que causaría a sus padres su vista, se puso a leer. Al pronto tomó un libro de economía política, cuyo estudio le agradaba mucho. A poco tiempo se fastidió de él, y conoció que su alma necesitaba de otro alimento. Tomó al inmortal Metastasio y leyó uno u dos de aquellos dramas encantadores, que deleitando con su delicada armonía el oído deleitan todavía más el corazón con sus filosóficas y sensibles expresiones, y hacen derramar dulces lágrimas. Esta lectura lo tuvo en cierto modo distraído, pero no por eso su imaginación se apartaba del objeto que amaba ni su corazón estaba libre de agitaciones. Esta situación es más fácil de sentirse que de describirse, y más difícil todavía que pueda conocerla quien no la ha sentido jamás. Ve que sus padres tardan. Saca el reloj: son las doce. Nueva agitación. ¿Si habrá tenido alguna novedad Madama de Chivet, si habrá sucedido alguna desgracia a su incomparable hija? Su imaginación corre, vuela. No hay idea triste que no se le represente. Da la una, dan las dos; no parecen. Su turbación y sobresalto crecen a proporción de la demora. Ya cree realidad lo que antes era duda. Ya se arrepiente de no haber ido a acompañar a sus padres. Ya determina ir a buscarlos, a informarse de lo ocurrido. Ya va a salir de su cuarto, mas oye ruido. Es el coche de sus padres, que se apean. Sale a recibirlos precipitadamente al pie de la escalera. La serenidad y alegría de sus semblantes le anuncia que no ha sucedido infortunio alguno, lo anima, lo tranquiliza. Apenas lo ve su madre cuando sin saludarle le dice, llena de un contento interior inexplicable: «¡Ay, hijo mío! ¡Qué acto de beneficencia tan digno hiciste anoche! El placer que a tu padre y a mí nos ha proporcionado no puede ser más dulce, ni más lisonjero. Vamos a mi cuarto, y antes de comer te referiré todo lo que nos ha sucedido desde nuestra separación». Eduardo le dijo algunas palabras que expresaron su suma complacencia, y entretanto llegaron al cuarto de su madre.

Luego que se sentaron, prosiguió ésta diciendo: «Llegamos a la casa donde habita Madama Chivet; envío a uno de los criados a decir a su hija que una señora deseaba verla. Vuelve el criado y me manifiesta su buena voluntad de recibirme. Nos encaminamos luego allá; encuentro en la puerta del cuarto a una joven hermosa, vestida pobremente pero con el mayor aseo; me hace una cortesía delicada con semblante modesto, lleno de un rubor y de una gracia que no te puedo expresar; me acerco a ella, y correspondiendo a su cortesanía le anuncio que soy la madre del joven que la tarde anterior había oído sus lamentos. Sorpréndese vivamente; se arroja a mis pies precipitada y anegada en profundo llanto, quiere besarme las manos y expresarme su reconocimiento con toda la efusión de su corazón. La levanto enternecida, la estrecho en mis brazos y mezclo mis lágrimas con las suyas. Así abrazadas permanecemos largo rato: ni Adela acierta a separarse de mí, ni yo de ella. ¡Quién podrá pintarte aquella dulce escena con todos sus colores! ¡Qué delicadas expresiones salieron de sus bellos labios! ¡Qué manera tan tierna e insinuante de explicar los afectos de su alma inocente y los profundos sentimientos de gratitud que la agitaban! Nada hay más sublime en la naturaleza, nada más patético. Pasados aquellos primeros movimientos e hago fijar la atención en tu padre, que estaba más enternecido que nosotras. Quiere Adela significarle la misma gratitud; yo se lo impido, y le manifiesto nuestros deseos de ver a su desventurada madre. Nos conduce a su pequeño

aposento, y le dice con sobresalto, y dando un grito penetrante: ¡Ay, madre mía! Aquí tenéis a los generosos y compasivos padres del joven benéfico a quien debemos nuestra existencia». Madama de Chivet, que estaba sentada en la cama, muy recobrada y recostada en unas almohadas, levanta los ojos y las manos al cielo, nos colma de bendiciones y exclama dando un doloroso y profundo suspiro: «¡Ay Dios, cuántos consuelos me enviáis en tan poco tiempo! Ya moriré contenta viendo que por vuestra bondad mi amada hija, mi desgraciada Adela, no será víctima de la miseria, y conservará su virtud a la sombra de tan humanos protectores. ¡Ah, señores! Mi ternura maternal os recomienda a mi Adela; si ella es feliz, su triste madre cerrará sus ojos en paz, y postrada ante el trono de la Divinidad, allí, allí pagará el tributo de gracias a sus bienhechores, rogando incesantemente por su prosperidad, para bien y consuelo del género humano». Quiere proseguir; el llanto se lo impide, y abrazada con su hija presenta a nuestra vista el cuadro más interesante y sensible que puede ofrecer la naturaleza. Las lágrimas inundan también nuestros ojos, y sucede a aquella escena agitada y violenta otra que, aunque muda, no es menos viva y animada. Ya nos sosegamos todos; pero entra la respetable anciana; apenas sabe quienes somos cuando no hay expresión de que no quiere usar en testimonio de su sorpresa y gratitud. Reconozco en su venerable semblante un alma grande y benéfica, que no me agradaba menos que el modesto y hermoso de la incomparable Adela. Después entra la anciana a hacer compañía a Madama Chivet; tu padre me dice que no puede sufrir más tiempo ver a la bella Adela en aquel traje tan humilde, y va con un criado a buscarle otros más proporcionados. Yo me quedo sola con la joven, que mira todo esto con asombro y admiración. Entretanto que vuelve tu padre, me refiere sus desgracias e infortunios con tanta sencillez y ternura que la beso y abrazo muchas veces, transportada de las vivas impresiones que hace en mi alma su narración. Me maravillan su juicio, su modestia, su explicación; veo brillar en todas sus acciones y palabras una compostura, una delicadeza que me encanta y me hace notar el fruto de una sabia, cuidadosa e ilustrada educación. Ni el diseño, ni la música, ni las labores más delicadas de nuestro sexo le son extrañas; sus conocimientos en varias materias son superiores a su tierna edad; encuentro, en fin, una joven perfecta, digna de suerte más venturosa: ¡Con cuánto placer le repito mis cariños! No he visto criatura de más talento ni de más gracias. Vuelve tu padre con una modista, que trae varios vestidos. Todos parecen a Adela superiores, sin embargo de que no eran más que decentes. Yo elijo cuatro, y entre ellos uno azul celeste que quiero se pruebe al momento. Mientras nosotras estamos en esta maniobra, tu padre se sale del cuarto y va a buscar al casero, que vive en la misma casa, para que le alquile una habitación más cómoda que había desocupada en ella. Cuando vuelve tu padre ya está Adela vestida, sin profusión pero graciosamente. Sólo le falta adornarse la cabeza. La modista quiere peinarla, pero ella, con el mayor desembarazo y presteza, se arregla el pelo. Caen sobre su cuello hermosas y bien coordinadas trenzas doradas, se ajusta un sombrerillo a la cabeza y queda hecha (no es ponderación) una graciosa ninfa como las que nos pintan los poetas. La abrazo nuevamente, y ella no sabe cómo manifestarme su gratitud y alegría. La presento así a su madre y a la anciana. No es fácil referirte sus tiernas expresiones, mezcladas de bendiciones, de gracias y de alabanzas. Todo cuanto pasa en aquel miserable albergue me encanta, me arrebata; lo mismo sucede a tu padre, y no sabemos salir de él. Ya queríamos despedirnos cuando, no me acuerdo con qué motivo, la anciana nos dice que Adela toca y canta graciosamente, pero que había vendido el pianoforte para socorro en su adversidad. Tu padre comprende el gusto que yo tendría en oírla cantar, y su generosidad no le permite dilatarme este placer. Sale otra vez corriendo, y a breve rato vuelve con un mozo que trae un fortepiano, pero no le ocurre que estaría destemplado hasta que ruega a Adela se ponga a tocarlo. Adela no se resiste: abre el piano, lo halla desarreglado, toma el templador y en muy poco tiempo lo pone acorde. Hiere con sus preciosas manos las cuerdas, y con la mayor agilidad toca una sonata tierna y patética, que a todos nos conmueve. Le pido que cante alguna cosa, y sin vacilar canta de repente estos versos análogos a su situación, que después me confesó que con alguna mutación de palabras había aplicado a otra aria que sabía de memoria; y me gustaron tanto que los copié:


Ayer afligida
Adela lloraba,
y sólo esperaba
morir de pesar.
Mas hoy, socorrida
por almas tan puras,
ve sus desventuras
en dichas trocar.
¡Cuán agradecida
por tantos favores
a sus bienhechores
no debe de estar!
¡Dichosa su vida
si logra el consuelo
de que quiera el Cielo
tanto bien premiar!

Expresa en esta aria sus afectos con tanta ternura y delicadeza, que no puede contener su llanto ni nosotros dejar de acompañarla en él. ¡Qué diversos y sensibles efectos produce en mi alma el penetrante sonido de su dulce voz! ¡Qué arte tan encantador cuando hablan por él la naturaleza y lavirtud! Transportada de la impresión viva y sensible que hace en mi corazón, le repito mis caricias, la cojo de las manos y le digo con la mayor terneza: «¡Hija mía! Vuestras desventuras se han trocado en felicidades, no lo dudéis: nada os faltará para vuestro consuelo y alivio, yo os lo prometo».

«¡Ah, señora de mi alma, exclama Adela dando un suspiro penetrante, y pintada en su hermoso semblante toda la gratitud de que estaba rebosando su corazón, ¡el Cielo os premie tanta bondad! ¡Ojalá que esta infeliz jamás tenga la desgracia de haceros arrepentir de vuestra generosidad y beneficios!» Su llanto, su ternura, sus expresiones iban a comenzar de nuevo cuando tu padre la interrumpe, diciéndole que antes de separarnos le parece lo mejor que se muden al otro cuarto. Pónese al momento por obra la mudanza. Poco hay que trasladar; todos ayudamos, y en breve se ejecuta. Ya tu padre había dispuesto que uno de los criados trajese algunos muebles decentes y un catre, a donde, sin dificultad por estar cerca el cuarto nuevo, mudamos en su misma cama a Madama de Chivet, que cree un sueño todo cuanto ve. En estas cosas hemos pasado insensiblemente hasta las dos. Dejo de referirte una multitud de pequeñas circunstancias que han aumentadoel interés de esta sensible escena. Ya quedan Madama de Chivet, la inimitable Adela y la respetable anciana en su nueva habitación, clara, alegre, sana y cómoda, y nuestra despedida ha sido tierna y expresiva; pero protestando volver a vernos pronto nos hemos separado, rebosando nuestros corazones de aquel inocente y delicioso placer que inspiran la beneficencia y la consideración de haber socorrido a la virtud indigente y afligida. ¡Ah, hijo mío, tú nos has proporcionado estos dulces consuelo! ¡Ojalá que los multipliques continuamente para alivio y contento de nuestra cansada vejez, y para que el piadoso Cielo nos colme de bendiciones y alegría!»

Eduardo oyó esta relación de su virtuosa madre con un placer inexplicable, le dio gracias por sus bondades, elogió su corazón sensible y el de su generoso padre, y tuvo que hacer terribles esfuerzos sobre sí mismo para no declararles las impresiones que habían hecho en su alma la virtud y belleza de la joven Adela. En esto entran la comida; siéntanse a la mesa, y con un gozo puro y satisfacción interior indecible, prosiguiendo la misma conversación comen con tranquilidad y gusto los alimentos bien sazonados que les presentan con abundancia, aunque sin profusión. Muy diferentes de aquellos monstruos devoradores de la especie humana (que por fortuna son raros), que sentándose en banquetes suntuosos con el corazón lleno de venganzas, de crueldades, de injusticias, no osan acercar a sus labios los frutos precoces y manjares exquisitos que les presentan a la vista, temerosos de hallar en ellos el veneno que creen merecer por sus crímenes, y en medio de una superflua abundancia no gozan de aquel puro deleite que experimentan, comiendo manjares simples y groseros, el afanado labrador, el artesano laborioso y el fatigado jornalero, que buscan en ellos sólo satisfacer su necesidad, sin excitar su apetito. Mr. y Madama de Clermont y su hijo, lejos de acibarar los manjares, como los hombres inhumanos y malvados, con el cruel e insoportable peso de sus remordimientos, los endulzaban y sazonaban con el lisonjero recuerdo de sus bellas y benéficas acciones. ¡Qué manjares! Después de comer estuvieron un rato juntos siguiendo en la misma conversación, en que los tres se complacían cada vez más; y al fin se separaron, recomendando Madama de Clermont a su hijo que fuese a ver cómo lo pasaban en su nuevo cuarto Madama de Chivet, su hija y la anciana. Eduardo le prometió que lo haría. Su corazón, que no se apartaba de Adela, no necesitaba de estímulos para ir a verla, porque era lo que más anhelaba, y mucho más habiendo su madre avivado sus deseos con las graciosas y repetidas pinturas que le había hecho del objeto de su amor.

Retirado Eduardo a su cuarto mientras era hora de salir, no descansó un momento, y acordándose de los elogios que sus padres le habían hecho de la virtud y hermosura de Adela, se lisonjeaba de que nada les agradaría más que verlo inclinado a ella. Pero sin embargo de esto, y de que conocía muy a fondo el carácter, la virtud y desinterés de sus padres, la consideración de que Adela estaba en un total desamparo e infelicidad le hacía sospechar que, no obstante que tanto la alababan y apreciaban su candor, honestidad y talento, quizá no sería suficiente para consentir que la eligiese por esposa. Por otra parte, esta misma consideración interesaba más su corazón en favor de una joven que, hallándose adornada de todas las gracias de la naturaleza, acompañadas de una virtud sólida y pura, sólo tenía contra sí la desgracia de su suerte. Reflexionaba los efectos de las preocupaciones y la dificultad de arrancarlas del corazón de los hombres, y esto lo tenía vacilante y confuso en su resolución. Al fin, después de mucho meditar y pesar los inconvenientes que se le presentaban, se determina a sondear el corazón de Adela, a averiguar si se hallaba libre y a cerciorarse de si podría, sin violencia ni la más mínima coacción, asegurarse de una preferencia que lo hiciese feliz.

Con este objeto sale de su casa y va en derechura al cuarto de Madama de Chivet, agitada su imaginación del temor y de la esperanza, y de otras muchas ideas que lo asaltaban en tropel. Llama; abre la puerta la anciana, y al punto que lo ve, sin saludarle ni moverse exclama: «Adela, Adela, aquí está nuestro ángel tutelar». Adela sale precipitada de la alcoba de su madre; lo ve, se turba, un rubor modesto le cubre el rostro; baja los ojos, le hace una cortesía con la mayor gracia y humildad y dice, exhalando un profundo suspiro: «¡Ah, señor!...; tanta bondad... No acierta a proseguir; su turbación crece, múdasele el color, y no pudiendo sostenerse en pie se sienta en una silla, casi próxima a desmayarse. Eduardo y la anciana van a su socorro. Adela se serena a poco rato, y recobrando el uso de la palabra se esmera en pagar a su bienhechor el dulce tributo de su reconocimiento. Eduardo ve luego a Madama Chivet; se congratula con su hija de hallarla tan restablecida, le manifiesta lo prendados que sus padres habían quedado de las tres, y después de una larga conversación, en que mutuamente se refirieron cuanto había sucedido aquella mañana, ruega Eduardo a Adela que toque y cante alguna cosa. Hace uno y otro con mucha gracia y destreza; y no ignorando que Eduardo poseía la música, le suplica también Adela que le haga el honor de ponerse al fortepiano. Toca Eduardo algunas sonatas con todo primor; y registrando unos papeles de música que tenía allí Adela, encuentra un dúo en italiano, y pareciéndole muy bueno le manifiesta el gusto que tendría en que lo cantasen. Adela le asegura que no tiene más voluntad que la suya, y cantan el dúo con tanta más ternura y expresión cuando la letra explicaba los sentimientos que agitaban a un mismo tiempo sus corazones.

Así Eduardo como Adela comprendieron, sin explicarse, la causa oculta que había dado tanta energía a su expresión en el canto. Ambos recibieron un placer indecible de haberse entendido recíprocamente; pero a pocos momentos, considerando Adela su pobreza y miserable situación, temió que sus deseos serían vanos y conoció que hacía mal en entregarse a lisonjeras esperanzas. La rápida electricidad de un rayo no pudiera haberla trastornado con más prontitud ni violencia. Quédase como inmóvil; su corazón oprimido exhala débiles e interrumpidos suspiros; sus ojos enternecidos lanzan hacia Eduardo tristes y lánguidas miradas, y su bello rostro pálido y exánime manifiesta, a pesar suyo, la angustia y tribulación que padecía su alma. ¡Amable joven! Enjuga tu llanto, suspende tus suspiros. ¡El mundo no ha de conceder alguna vez a la virtud desvalida la estimación que siempre da a las riquezas! Sí, espera, confía, serena tu dolor. Eduardo y sus padres conocen tu candor, tu incomparable mérito, tu inocencia, y preferirán tantas sólidas prendas reunidas a los vanos timbres, a los tesoros perecederos.

Viendo Eduardo que Adela había pasado tan rápidamente de la alegría a la tristeza, penetra la causa; y más compadecido y enamorado, si era posible, de joven tan apreciable, procura consolarla sin descubrirse, y aun toma pretexto de este incidente para sondear indirectamente su corazón. Era tan puro, honesto y sencillo, que con facilidad pudo comprender estaba libre de otra pasión. Su regocijo fue completo, aunque procuró disimularlo; y deseando cuanto antes poner en ejecución un pensamiento que le ocurrió en aquel instante, se despidió de Madama Chivet, de la anciana y de Adela. Ésta, en el momento de la despedida, dio a conocer más con su turbación y trastorno lo sensible que le era separarse de su bienhechor, y el estado de aflicción y desconsuelo en que quedaba su corazón.

Eduardo se dirige hacia su casa. Reflexiona sobre todo cuanto le ha sucedido aquella tarde con Adela; no halla una acción, una expresión suya que no le parezca dictada por la modestia más amable, por la virtud más sólida; y agitado su corazón con diferentes movimientos e impresiones, que no puede apartar de su imaginación, llega a su casa y va sin detenerse al cuarto de su madre, donde se hallaba entonces también su padre. Apenas entró cuando conocieron su agitación en su semblante. Le preguntaron si había tenido alguna novedad Madama de Chivet, o si había sucedido alguna desgracia a aquella virtuosa familia. Respondió que no, y que, antes bien, había hallado a las tres llenas del mayor consuelo, y bendiciendo sin cesar a sus bienhechores; pero no pudiendo resistir más la conmoción que sentía en su corazón, se arrojó a los pies de sus padres y les confesó con toda franqueza la causa de su agitación y sobresalto, explicándoles cuanto le había sucedido desde el momento en que vio a Adela, la lucha que había tenido consigo mismo, lo que había notado en aquella tarde y sus deseos de hacerla y hacerse feliz; pero protestándoles sin embargo que devoraría en secreto su pasión y perecería primero que hacer cosa alguna que no mereciese su aprobación.

Hizo Eduardo esta confesión con tanta ingenuidad, viveza y energía, sin disimular las objeciones que podrían oponerle, que sus padres no pudieron menos de admirar en él su respeto y su sumisión filial y su manera noble y sublime de pensar; y tomando la madre la palabra le respondió así con la mayor ternura: «Hijo mío, jamás tu padre ni yo hemos tenido el bárbaro e inhumano pensamiento de sacrificar tu voluntad a un capricho injusto ni a una vanidad insensata. Conocemos demasiado tu corazón para temer jamás que pudieran hacer impresión en él otros atractivos que los de la virtud; y siempre nos persuadimos de que tu elección sería tan digna que haría tu felicidad y la nuestra. Apenas vimos a la incomparable Adela y nos informamos de su conducta, de su modestia, de sus talentos, de sus gracias y de todas cuantas circunstancias y prendas la hacen amable a los ojos de quien sabe apreciar la virtud en cualquiera parte que se encuentre, que dirigimos nuestros fervorosos votos al Cielo para que te inspirase el deseo de proporcionarnos el placer de poderla llamar nuestra hija. Sí, Eduardo mío, la verdadera pintura que te hice de su virtud, de su candor, de sus gracias, de su belleza, de su incomparable mérito, fue, de acuerdo con tu padre, con el objeto de que si tú reconocías en tan amable joven las mismas cualidades que nosotros, no temieses que tu elección podría desagradarnos. La aprobamos, hijo mío, de todo corazón, y creemos seguramente que todas las gentes sensatas la aprobarán también, y que al lado de una compañera tan digna que difícilmente se hallará otra igual en toda Francia, serás el consuelo de nuestra vejez, y prolongará nuestros días la dulce consideración de haber contribuido a que se unan dos almas que la naturaleza crió, sin duda, para amarse y estrecharse con el lazo sagrado que alivia las miserias de la vida y proporciona las delicias más puras cuando lo forma la sólida virtud y la recíproca y libre voluntad de dos corazones honestos y sensibles».

Al acabar Madama de Clermont estas palabras, abrazó tiernamente a su hijo. Lo mismo hizo su padre, manifestándole con las expresiones más vivas y repetidos elogios de la virtuosa Adela cuánto se complacía de su elección. Eduardo oyó a sus padres con el mayor regocijo de su corazón, y mostró su profundo agradecimiento a sus singulares bondades. Su alma se vivificó, su semblante se reanimó; y una aprobación tan lisonjera avivó la pura llama de su amor. ¡Qué distante estaba la infeliz, hermosa Adela, de pensar que su virtud triunfaría de la preocupación y vanidad que son tan comunes en el mundo! Su tierno corazón, apasionado de un joven tan apreciable por todas sus circunstancias, padecía los más crueles tormentos considerando la inmensa distancia que los separaba y los obstáculos, a su parecer invencibles, que se oponían a su felicidad. «Yo tan pobre, decía entre sí, Eduardo tan rico; ¿cómo podrá pensar en asociarme a su suerte? ¿Cómo sus padres se lo consentirían? Sus miradas, sus suspiros me han dado a entender que no le soy un objeto indiferente; pero, ¿acaso bastará esto, aunque sea así, para que se resuelva a hacerme feliz? ¿Serán sus intenciones tan puras y honestas como manifiestan su noble aspecto, sus expresiones llenas de delicadeza y de humanidad? ¡Ay de mí! Es joven, es rico... Pero es virtuoso..., sí, el solo nombre de virtud le encanta, lo arrebata... Sus padres son humanos..., me han hecho tantos elogios..., me han tratado con tanta bondad... Madama de Clermont me llamó hija con tanta ternura... ¡Qué ilusiones forja mi acalorada fantasía! Adela, desgraciada Adela, ¡cómo es posible que te complazcas con sueños, con quimeras...! Considera mejor tu triste situación; conténtate con ser reconocida a tanta beneficencia, y no eleves tus deseos a tanta altura que, desvanecida, caigas de ella precipitadamente. ¡Ah, gran Dios! Todo lo conozco, mas mi corazón se me despedaza de dolor, y nunca mi desamparo y orfandad han sido a mis ojos más funestos, ni más horrorosos».

De este modo se lamentaba la infeliz Adela y luchaba con sus deseos y sus temores, casi al mismo tiempo que la virtud de sus bienhechores, superior a las vanas preocupaciones y a la sórdida avaricia, decidía, con un placer desinteresado, la suerte feliz que le esperaba. Madama de Clermont se encargó, después de una larga sesión con su esposo y con su hijo, de conducir este asunto con toda la prudencia y delicadeza que se requería para asegurarse bien de la voluntad de Adela sin exponerla a un sacrificio penoso para ella y funesto a la felicidad de ambos, y resolvió ir sola al día siguiente hacer otra visita a Madama de Chivet y a su hija.

Eduardo se retiró a su cuarto, y como se lisonjeaba de que Adela lo amaba no dudó de su próxima felicidad. Sin embargo, estuvo agitado toda la noche, y sólo la idea de que el corazón de Adela pudiese estar ya entregado a otro lo hacía estremecerse y lo llenaba de dolor. Adela tampoco gozó del reposo. No pudiendo fundar esperanzas tan lisonjeras como Eduardo, tenía oprimido su tierno corazón y sólo encontraba algún alivio en su pena derramando copiosas lágrimas. Así pasaron la noche los dos virtuosos amantes. Al día siguiente por la mañana, a una hora proporcionada, fue Madama de Clermont al cuarto de Madama de Chivet. Sería largo referir el mutuo placer que causó esta visita, las tiernas expresiones con que la una manifestó su cariño, y las otras su gratitud. Renovóse una escena tan tierna y patética, que al fin concluyó, como la anterior, con pagar todas el justo tributo a la virtud y a la beneficencia con lágrimas deliciosas. Pasados estos primeros movimientos, Madama de Clermont se quedó sola con Madama de Chivet, y tomándola de la mano, con la mayor afabilidad y ternura le manifestó sus vivos deseos de contribuir, en cuanto le fuese posible, a la felicidad de la virtuosa Adela. Le preguntó si le conocía alguna inclinación particular, asegurándole que siempre que fuese, como no podía dudar de su juicio y discreción, hacia un joven honrado y virtuoso, allanaría cualquiera dificultad y proporcionaría todos los medios necesarios para realizar sus deseos. Madama de Chivet le respondió que jamás su hija se había apartado de su lado, que nunca le había notado la menor inclinación, y que varias veces que le había representado el desamparo en que quedaría si ella faltaba, le había contestado que no le sería posible resolverse a entregar su corazón a ninguno si no conocía su probidad y virtudes, lo que era muy difícil en un siglo corrompido y en una población tan inmensa y envenenada como París, en que el amor a la disipación y a la frivolidad era el carácter casi general de los jóvenes. No satisfecha con esta respuesta Madama de Clermont, llamó a la hermosa Adela y con una delicadeza poco común le hizo varias preguntas, a que contestó con la ingenuidad que le era tan natural. Quiso penetrar íntimamente los arcanos de su corazón, y al decirle si no conocía algún joven, capaz por sus atractivos personales, sus sólidas virtudes y comodidades de hacerla feliz, la sensible Adela se esforzó a responderle, pero una turbación excesiva se apoderó de todo su cuerpo, el bello color de su rostro desapareció, y dando un profundo suspiro bajó los ojos llenos de lágrimas y no pudo al pronto articular palabra. Madama de Clermont, viéndola turbada y afligida, la estrechó cariñosamente en sus brazos y le dijo enternecida: «Hija mía...»

«¡Ah, no!, le interrumpió Adela, tan dulce nombre no merece esta infeliz...»

«Sí, hija mía, le replicó Madama de Clermont, yo seré vuestra madre si este título puede hacer vuestra felicidad».

«¡Vos mi madre! ¡Yo vuestra hija...! ¿Es cierto que vuestra alma generosa llegue a tal extremo, que mi suerte...? Mas no. Mi humillación, mi pobreza, mi orfandad...»

«Vuestra virtud, vuestra belleza, vuestra alma, más bella todavía que vuestro semblante, todo lo merecen, y Eduardo...»

Al oír Adela pronunciar el nombre de su amante, se arroja a los pies de Madama de Clermont, abraza sus rodillas, quiere hablar, no puede; y la sorpresa y alegría le hacen perder el sentido y caer en el suelo casi exánime. Madama de Chivet queda repentinamente sin acción; Madama de Clermont, asustada, da un grito; entra la respetable anciana y entre ambas procuran reanimar a madre e hija, que después de volver en sí manifestaron con tierno llanto y las expresiones más penetrantes todos los sentimientos de gratitud y admiración de que estaban poseídas.

No quedó la menor duda a Madama de Clermont de que el sencillo corazón de Adela había estado libre hasta que había visto a su hijo, y esto le fue tanto más lisonjero cuanto comprendió que nada podía formar un lazo más dichoso que la recíproca impresión que ambos se habían hecho al conocerse, nacida, sin duda, de la secreta simpatía que suele haber entre dos corazones conformes en sus sensaciones, análogos en sus principios e ideas y animados de un mismo amor a la virtud y a la honestidad. Despojada de las ridículas y vanas preocupaciones que tanto injurian a la humanidad, recibió el gozo más completo y lisonjero y desde luego pensó en que no se difiriese la unión de dos almas puras que hallarían en sus virtudes y cualidades apreciables todo el consuelo y felicidad que puede esperarse en la tierra. Así lo manifestó a Madama de Chivet y a su hija, que penetradas del más vivo reconocimiento y llenas de un placer inexplicable, se sometieron gustosas enteramente a su voluntad. Pensó en llevarse consigo desde luego a Adela, pero después le pareció más conveniente dilatarlo hasta el otro día, en que ya tendrían cuarto puesto en su casa para las tres, porque quiso que la anciana, que había sido tan benéfica con Madama de Chivet y su hija en sus adversidades, las acompañase en su felicidad y recibiese el premio de sus beneficios. Todo cuanto las tres veían les parecía un sueño, y no sabían cómo dar a entender a Madama Clermont su gratitud, su alegría, su respeto y admiración. Al fin se despidió de las tres, prometiéndoles que a otro día por la mañana volvería para conducirlas a su casa, donde encontrarían no sólo cuanto era necesario para mejorar su suerte, sino el hospedaje más franco y más cordial.

Eduardo esperaba el regreso de su madre con una impaciencia indecible. Su padre lo acompañaba, y no estaba menos impaciente de saber el resultado de la visita de su esposa. Llega ésta; salen los dos a recibirla con la ternura y amor que acostumbraban, y desde luego comprenden, por la alegría de su semblante, que venía enteramente satisfecha. Éntranse los tres al cuarto de Madama de Clermont, y ésta les refiere menudamente todo cuanto le había sucedido. Eduardo, postrado a los pies de sus padres, no encuentra palabras para expresarles el contento de su corazón ni para darles las gracias que merecían por tanta bondad. La madre, que estaba sumamente encantada de las gracias y prendas morales de Adela, levanta tiernamente a Eduardo y le dice: «Hijo mío, si muchas gentes del mundo sólo aprecian títulos, riquezas y cualidades extrínsecas que causan ilusión y contentan el orgullo y la vanidad sin dejar satisfecho ni tranquilo el corazón, tus padres, que conocen que no puede haber verdadera felicidad sino en el seno de la virtud, no hubieran quedado contentos de tu elección si el objeto de ella no fuese la virtud misma. ¡Ay, Eduardo mío, qué corazón tan puro, tan sencillo, tan sublime vas pronto a poseer! ¡Qué dichas te esperan en la deliciosa y amable compañía de una joven que, a las gracias y hermosura de su edad florida reúne la honestidad, el candor, la inocencia de costumbres y la delicada sensibilidad en un grado tan superior que es imposible verla y oírla sin amarla y encantarse de sus perfecciones. Yo no sosegaré hasta que se verifique vuestra unión, y para ello es necesario que se disponga sin dilación todo lo conveniente».

Eduardo repitió las más expresivas gracias a su madre. Mr. de Clermont aprobó la determinación de su esposa, y desde luego comenzaron a preparar todo lo conducente para celebrar el matrimonio. Al momento escribieron Mr. y Madama de Clermont un billete a Madama de Chivet, participándole su resolución y acompañando otro de Eduardo para su querida Adela, en el que le manifestaba, con la delicadeza propia de su virtud y decoro, los tiernos afectos de su corazón. Correspondieron ambas sin pérdida de tiempo, y en sus respuestas expresaron, con el más sencillo y natural estilo, su inexplicable gratitud, su extrema sensibilidad, su decidida sumisión, respeto y amor a tan dignos bienhechores, cuya humanidad, no quedando satisfecha con socorrer su indigencia, quería completar, de un modo tan poco usado en el mundo, una felicidad que jamás podían esperar.

Al día siguiente, Madama de Clermont fue al cuarto de Madama Chivet como había prometido, y se llevó a ésta, su hija y la anciana a su casa, en donde ya tenían preparada una cómoda y hermosa habitación y todo lo necesario para vestirse del modo que convenía a su nuevo estado. Hizo Madama de Clermont que Madama de Chivet y la anciana se pusiesen unos vestidos conformes a su edad, y que Adela se adornase graciosamente pero sin un lujo chocante, como correspondía a sus años y al enlace que iba a contraer con una familia rica, aunque moderada, y que no gustaba de profusiones. Luego que estuvieron las tres perfectamente adornadas, salió Madama de Clermont a buscar a su esposo y a su hijo, y volvió con ellos al cuarto de las tres huéspedas, que estaban llenas de sorpresa y de reconocimiento por tan singulares favores. Mr. de Clermont y Eduardo se presentaron con un aire tan tierno y cariñoso y les hicieron tan finas expresiones que las tres sólo pudieron corresponder a ellas con palabras interrumpidas y anegadas en llano. Pasados aquellos primeros movimientos y calmada la agitación de sus corazones agradecidos, se entregaron todos al placer y alegría que les ofrecía su situación. Comieron juntos con aquella cordialidad y satisfacción que inspira a las almas virtuosas el conocimiento recíproco de sus virtudes, y reinaron en toda la comida la decencia, la franqueza y el contento, circunstancias que por lo común faltan en aquellas mesas opíparas y fastosas que presenta la vanidad para exigir muchas veces por premio una baja y servil adulación o para aparentar sentimientos de amistad o de estimación donde, si se corriese el velo que cubre los corazones, sólo se hallarían odios, envidias o el arte funesto de engañarse recíprocamente con fingidos cumplimientos y expresiones estudiadas, que la hipocresía sabe colorear frecuentemente con el nombre de cortesía y urbanidad.

Después de comer, Madama de Clermont se retiró con sus tres amables huéspedas a su cuarto, donde pasaron la tarde ocupadas en varios preparativos para la boda, mientras que Eduardo y su padre fueron al palacio del arzobispo a solicitar la más pronta expedición de los despachos para efectuar el casamiento. Enterado el prelado de todas las circunstancias, no pudo menos de favorecer una unión que tenía tan bello origen, y dispensó todo lo que fue necesario para que al otro día pudiese verificarse. Con efecto, se hicieron las precisas diligencias y al día siguiente se celebró el matrimonio con la mayor alegría y regocijo de los contrayentes y de sus padres, y sin más pompa que la asistencia de algunos parientes y amigos de la casa, que no pudieron menos de elogiar la modestia y hermosura de Adela y pronosticar a Eduardo la mayor felicidad en su nuevo estado. Ved aquí, humanos, un enlace de los que aprueba la Religión y reclama la naturaleza, muy diferente de aquellos tan comunes que obligan a dos esposos a pronunciar delante de los altares un sí arrancado por la violencia y que repugna a su tierno e inocente corazón, sólo porque sus padres inhumanos sacien su ambición o su avaricia. ¡Cuántas veces este lazo sagrado, que debe contraerse con libre y espontánea voluntad recíproca y que aun así no siempre produce la estabilidad y firmeza que tanto se requiere para asegurar a los esposos la tranquilidad de toda su vida, se hace por miras mundanas, por razones políticas, por intereses indignos cuya ilusión desaparece a poco tiempo, ocasiona desavenencias escandalosas, prostituciones inicuas, desórdenes irreparables y ruinas espirituales y temporales, y en vez de formar enlaces útiles a la sociedad y a la moral pública produce a desunión de las familias, el abandono de los hijos y el ejemplo funesto que contagia las costumbres y aumenta la corrupción! El matrimonio de Eduardo y Adela estaba exento de estos vicios tan lamentables, y fundado en la sólida virtud y en un libre consentimiento recíproco; sin miras vanas ni intereses perecederos, sólo presentaba el aspecto más lisonjero para su duración, para su mutua felicidad, para el consuelo de sus padres y para servir de modelo de una próspera y perfecta unión conyugal, como se verificó mientras la inflexible muerte no separó a Adela de la compañía de su virtuoso y amable esposo.

Como el nacimiento de Eduardo había sido celebrado por sus padres con actos de beneficencia tan propios de su ardiente caridad como dignos de ser imitados, quisieron que del mismo modo lo fuese su casamiento, pero que la distribución de los socorros que destinaban a los infelices se hiciese por mano del mismo Eduardo, conociendo cuánto se complacería con una comisión tan dulce para su corazón humano y generoso. Con efecto, le dio su padre una cantidad de dinero considerable para que la distribuyese entre aquellas personas que creyese más necesitadas y acreedoras a su beneficencia. Eduardo, lleno de gozo, aceptó y evacuó este encargo con el acierto y pulso que debían esperarse de su juicio y discernimiento. Distribuyó diferentes sumas entre algunos honrados labradores que en las cercanías de París habían quedado arruinados por una piedra muy fuerte que había desolado sus campos, y que hubieran perecido de miseria con sus numerosas familias si su mano caritativa no hubiese acudido a su socorro. Sacó de la cárcel a varios infelices cargados de hijos, que estaban presos a instancia de duros e inhumanos acreedores, satisfaciendo a éstos las cantidades que les debían. Socorrió a muchos enfermos que no tenían auxilio alguno para curar sus dolencias. Casó a seis doncellas huérfanas que, por falta de medios, no podían efectuar sus matrimonios con jóvenes laboriosos a quienes amaban. Puso en una casa de educación a dos niños y una niña de corta edad que habían perdido a sus padres y no tenían pariente ni bienhechor alguno que los amparase. Dio también algunas sumas de dinero a diferentes artesanos industriosos que morían de hambre por carecer de las primeras materias necesarias para continuar sus manufacturas. Vistió a cuatro niños de diez a doce años que estaban desnudos, y los puso con maestros que les enseñasen oficio para separarlos de la mendicidad a que se habían entregado y hacerlos miembros útiles a la sociedad; y en fin, socorrió a una viuda joven, hermosa y honesta que había quedado en la mayor infelicidad con cuatro hijos, el mayor de cinco años, ofreciéndole que no la desampararía para que pudiese criarlos sin caer en los riesgos a que podrían exponerla sus infortunios.

Después de haber prodigado estos socorros con mano generosa y con aquella delicadeza y afabilidad que añade mayor precio al beneficio, entregó a la anciana un bolsillo con cuarenta luises y le dijo: «Señora, vos que en medio de la adversidad de vuestra suerte habéis manifestado la sublimidad de vuestra alma benéfica, privándoos aun de lo necesario para aliviar la indigencia de mi virtuosa y amable esposa y de su desconsolada madre, ejercitad vuestra humanidad con los miserables que conozcáis. No creo que puedo haceros un presente más lisonjero ni más grato para un corazón como el vuestro, que está penetrado de los encantos de la beneficencia y de los tiernos efectos de la gratitud». La anciana recibió este obsequio con tanto placer que prorrumpió en alabanzas y bendiciones, acompañadas de las más dulces lágrimas; y sin detenerse repartió esta cantidad entre varios vecinos y vecinas suyas, de cuya necesidad estaba bien cerciorada y a quienes había socorrido en tiempos en que podía ejercitar su natural benéfico, manifestando en esta distribución tanta equidad y tanto regocijo que sus ojos y semblante parecía se animaban y que recobraban el espíritu y vigor que habían amortiguado en ella los muchos años y desventuras.

No contento Eduardo con haber proporcionado esta satisfacción a la respetable anciana, fue después al cuarto de la madre de su esposa, y entregándole también un bolsillo con ochenta luises le dijo con la mayor ternura: «Madre mía, sé que en los tiempos de vuestra prosperidad era el más delicioso consuelo para vuestro corazón sensible enjugar las lágrimas de los infelices. Si vuestras desgracias os han privado después del placer de ejercitar vuestra beneficencia, cambiada ya vuestra suerte y deseando mis amados padres celebrar mi feliz unión con mi querida Adela haciendo partícipes de nuestra alegría a varias familias virtuosas agobiadas del triste peso de la miseria, no he querido dejar de proporcionaros la satisfacción de que por vuestra propia mano sean socorridos aquellos miserables cuya indigencia conozcáis, para que aliviados en sus infortunios levanten con nosotros sus manos suplicantes al Cielo y le rueguen bendiga nuestro nuevo estado, para colmo de la alegría y consolación de los autores de nuestros días y de nuestra inmutable felicidad».

«¡Ay, hijo mío, le responde anegada en llanto Madama de Chivet, por cuántos modos quieres hacerme gustar el placer de la nueva y próspera situación que mi amada hija y yo debemos a tu beneficencia y a la generosidad de tus dignos padres! ¡Por cuántas maneras interesas mi corazón para amarte y considerarte como un espíritu angelical, bajado del Cielo para hacernos gozar en la tierra de unos placeres tan puros e inesperados! ¡Dichosa una y mil veces mi querida hija en los brazos de un esposo tan sensible y humano que, no satisfecho con hacer por sí mismo el bien, quiere proporcionar a otros la complacencia de derramar beneficios sobre sus semejantes! Dios te bendiga, hijo mío. Así se lo rogará incesantemente una desventurada viuda que, en la triste compañía de una hija joven y virtuosa, se halla en la dolorosa situación en que yo me hallaba antes de que tu benéfica mano me librase de los rigores de la miseria. Sí, estas dos infelices son las que yo misma voy a socorrer al momento, y a tener el consuelo de aliviar sus desgracias, como tú lo tuviste en aliviar las nuestras». Efectivamente, Madama de Chivet, acordándose de las amarguras que había padecido viendo a su hija huérfana y desamparada, creyó que destinando aquella suma a una infeliz viuda que se hallaba en la misma aflicción en que ella se había visto, haría un acto de beneficencia el más digno; y así lo ejecutó.

Últimamente, queriendo Eduardo que su virtuosa Adela no fuese una mera espectadora de aquella manera poco común en el mundo de celebrar su matrimonio, le llevó otro bolsillo con cien luises y al entregárselo le dijo, lleno de gozo y enternecido: «Esposa mía, si los infortunios que comenzaron a padecer tus virtuosos padres a los primeros años de tu infancia no te han permitido emplear la humanidad de tu sensible corazón en socorrer a los que, perseguidos de la adversidad, reclaman con la voz más lastimosa nuestra compasión y el alivio de su miseria, ahora que ya el Cielo, premiando tu virtud y resignación, ha mejorado tu suerte haciendo la mía tan venturosa y envidiable, mi alma no quedaría satisfecha si no partiese contigo el delicioso placer que mis generosos padres me han proporcionado, queriendo que la pompa de nuestro feliz matrimonio sea sólo la consolación del afligido y el alivio del miserable. Toma, Adela mía, este bolsillo, y recoge, con los rasgos de beneficencia que te dicte tu corazón tierno y compasivo, las bendiciones repetidas y las dulces lágrimas que produce el reconocimiento». Adela, llena de regocijo y sintiendo excitarse toda la sensibilidad de su alma, como sabía bastante bien la lengua latina dijo a su amado esposo, dando un profundo suspiro:

«Non ignara mali, miseris succurrere disco.

Este verso sublime del inmortal Virgilio penetró vivamente mi corazón la primera vez que lo leí; quedó grabado en él, y esta mañana, contemplando mi felicidad presente y mi adversidad pasada, me propuse tomarlo por regla de mi conducta futura, y lo traduje libremente así:


Viviendo en un estado deplorable,
aprendí a socorrer al miserable.

Sí, Eduardo mío, jamás me olvidaré de la miseria a que me tenía reducida mi desgracia; esta continua memoria añadirá a mi tierno amor toda la gratitud que debo a la incomparable bondad de tus padres y a tu generosa humanidad. Siempre reconocida a la mano benéfica que enjugó mis lágrimas dolorosas, no cesaré de amaros y bendeciros. Siempre acordándome de mis desgracias, compadeceré las de mis semejantes; y guiada por tus sublimes ejemplos, no habrá para mí ocupación más deliciosa que la de emplearme continuamente en aliviar, en todo cuanto me sea posible, los males y miserias que afligen a la humanidad. ¡Ay, Eduardo mío, qué sublime y magnífica es la pompa con que se celebra nuestra feliz unión! ¡El Cielo quiera prolongar nuestra vida para emplearla toda entera en estas acciones que, cuanto menos brillantez aparentan, más placeres reales producen y menos remordimientos ocasionan!»

Quedó Eduardo lleno de contento y admiración al oír los nobles sentimientos de su esposa, y no menos al ver a un mismo tiempo la humildad de su corazón. Mas, cuánto creció su admiración cuando supo que había invertido el dinero en socorro de una parienta suya que entonces, por un accidente imprevisto, se hallaba miserable, y que cuando Adela lo estaba y ella gozaba de bienes de fortuna no sólo le negó sus socorros sino que la despreció, desdeñándose de ser de su misma sangre. Mucho se complació de ver esta sabia distribución, pues no sólo conoció por ella la pureza de sus intenciones sino también la generosidad de su alma y la exquisita sensibilidad de su corazón. Contempló su dicha; previó desde luego la que le esperaba en la amable compañía de joven tan virtuosa; dio gracias al Cielo porque le había inspirado tan excelente elección, y ufano de ver en su esposa tantas y tan recomendables prendas reunidas se felicitó a sí mismo de haber preferido la virtud y la pobreza a las mayores riquezas del mundo.

Así celebró toda aquella virtuosa familia el enlace que acababa de formar, y su felicidad propia se realzó con la felicidad ajena. ¡Qué diferencia de aquellos enlaces que se celebran con pompas brillantes, convites espléndidos, trenes magníficos, festines suntuosos y gastos excesivos, que muchas veces, aparentando opulencia, son el fin de la prosperidad y el principio de la decadencia de dos esposos, que quizá no se han jurado al pie de los altares la fidelidad y amor conyugal sino para presentar al público en el día de su matrimonio el espectáculo luminoso de una ridícula vanidad, y después, en el curso de su vida, el doloroso de su arrepentimiento, de su prostitución o de sus desavenencias escandalosas!

Contentos todos y gozosos pasaban tranquilamente la vida; y Eduardo y Adela, bendiciendo su mutua prosperidad, se ocupaban cada día en las acciones más humanas y virtuosas. Sus corazones íntimamente unidos, sus genios sumamente dulces, sus intenciones enteramente conformes, presentaban el modelo más perfecto de la unión conyugal. Lejos de tener que reprenderse algunos descuidos o corregirse algunos defectos, hallaban cada día el uno en el otro virtudes que imitar y perfecciones que apreciar. Sus padres estaban regocijados de la conducta envidiable de sus hijos, y veían en ella el consuelo y apoyo de su vejez. Madama de Chivet, encantada de Eduardo, Mr. y Madama de Clermont, embelesados con Adela, la anciana agradecida a sus bienhechores, y los dos esposos cada día más gozosos de su unión, formaban la sociedad más agradable, en donde sólo reinaba el amor, el cariño, la tranquilidad y la concordia.

Al año y dos meses de casados dio a luz Adela un hermoso y robusto niño, que acabó de completar la felicidad de aquella virtuosa familia. Su nacimiento se celebró con las mismas acciones generosas que el de su padre, y una multitud de indigentes aliviados en su miseria solemnizaron el acto del bautismo con repetidas bendiciones y fervorosos ruegos al Cielo para que conservase aquella rama del árbol benéfico que había producido frutos tan preciosos. Pusiéronle por nombre Juan Bautista, como a su abuelo; y su madre, criándolo a sus pechos, experimentaba las dulzuras que otras muchas no disfrutan por querer contradecir los sabios designios de la naturaleza y entregarse a deleites pasajeros que no les producen sino remordimientos eternos.

La vicisitud de las cosas humanas no nos permite gozar en la tierra una constante felicidad. La balanza de los males es casi siempre superior a la de los bienes. El Cielo, que hasta entonces había derramado sus bendiciones sobre aquella virtuosa familia, quiso, por sus juicios incomprensibles, ejercitar su resignación y sufrimiento. Al cumplir el niño dos años lo arrebató para sí, dejando a sus padres y abuelos inconsolables por su temprana pérdida. Poco tiempo después la venerable anciana, cediendo al peso de su edad caduca, pagó el tributo inevitable a la naturaleza. Como todos la amaban tiernamente, su muerte les causó una pena indecible. Adela no volvió a hacerse embarazada; y aunque esto la tenía triste algunos ratos, todavía la afligía más el ver que su amada madre iba perdiendo su salud. Ni el cuidado y esmero de su hija, de Eduardo y de sus padres, ni el auxilio de los mejores facultativos pudieron contener los progresos funestos, aunque lentos, de su enfermedad; y después de un año y medio de padecer dejó esta triste y transitoria morada para subir a la alegre y eterna. La muerte de Madama de Chivet causó la mayor amargura y desolación en toda la casa, pero apenas pudo resistir este golpe cruel el sensible corazón de la virtuosa Adela. ¡Cuántas lágrimas tiernas derramó sobre el sepulcro de su amada madre, de aquella madre cariñosa de quien no se había separado un momento en toda su vida y de quien continuamente había recibido sabias lecciones y ejemplos sublimes de virtud, acompañados de toda la ternura y afecto maternal! Aunque Eduardo y sus padres necesitaban de consuelo, se esforzaban en consolar a la afligidísima Adela, temiendo que su dolor no la sepultase en el mismo sepulcro que a su madre. En fin, la razón y el tiempo, si no hicieron a Adela que olvidase su pérdida, a lo menos calmaron la violencia de su amarga pena; y hallando en Madama de Clermont otra madre no menos tierna y cariñosa, se resignó a las disposiciones de la Providencia y se entregó de nuevo a los placeres inocentes que le proporcionaba su situación feliz.

Pasados seis años después de la muerte de Madama Chivet, una calentura maligna acabó con la vida de Madama Clermont, y el luto, el llanto y la desolación asaltaron de improviso al padre, a los hijos y a los domésticos, que la amaban y la respetaban como merecía por las sublimes prendas que adornaban su alma. Mr. de Clermont, que estaba ya en aquella edad avanzada en que la debilidad de las fibras no puede resistir a fuertes y violentas impresiones, no sobrevivió a la pérdida de su querida esposa sino un mes, con corta diferencia. Ni Eduardo ni Adela se apartaron un momento de la cabecera de su cama hasta pocos minutos antes de expirar, en que los arrancaron de allí por fuerza y condujeron a su cuarto. En él esperaban por instantes con temor, angustia y sobresalto la noticia fatal. Ambos, abrazados estrechamente, mezclaban sus lágrimas y suspiros. Un mismo dolor oprimía sus corazones, una misma turbación embarazaba sus palabras. No tenían valor sino para preguntar por el estado de su padre. Los criados enmudecían, no se atrevían a decirles que ya no existía; pero finalmente, el llanto y la confusión descubrieron en breve lo que querían ocultar. Un golpe eléctrico no hubiera podido causar a los desconsolados esposos un efecto más terrible ni más rápido. Abrazados como estaban, quedan inmóviles; las lágrimas y suspiros reprimidos no dan desahogo a sus afligidos corazones, y están largo rato como fuera de sí y sin poder articular una sola palabra. ¡Qué lúgubres lamentos, qué dolorosos gemidos se oían por toda la casa! Unos criados asistiendo a sus jóvenes amos y consolándolos en su amargura y tribulación; otros ocultando, por no angustiarlos más, la pena y aflicción que los devoraba, presentaban la escena más dolorosa y lamentable que puede verse. Los hijos lloraban la pérdida de un padre tan tierno y amoroso; los criados, la de un amo tan generoso y afable; y en fin, no hay pluma que pueda describir con toda su fuerza y realidad la confusión, el pesar y el trastorno de toda aquella triste e inconsolable familia.

Si la duración de las penas igualase a su repentina violencia, todos los días veríamos las catástrofes más funestas; pero el Autor de la naturaleza, si nos envía aflicciones y tormentos para acrisolar nuestra paciencia y resignación, nos da también los alivios y consuelos necesarios para soportar los males inevitables que son la herencia del linaje humano. Pasados los primeros días destinados a llorar la pérdida de las personas que amamos, recobramos fuerzas sobre nosotros mismos y nos hacemos superiores a nuestro dolor. Las almas virtuosas son las que más fácilmente se resignan a las disposiciones de la Providencia, haciendo a su soberana voluntad el sacrificio de los sentimientos inseparables de la naturaleza humana. Así sucedió a Eduardo y a Adela. La imperiosa necesidad los obligó a deponer sus pesares para atender a sus intereses y a los de toda aquella familia, a quien no se había olvidado su difunto amo de recompensar sus buenos, fieles y largos servicios. Eduardo halló una herencia muy considerable; Adela, la memoria más generosa de cuánto la amaba su padre, y los criados, mandas cuantiosas que aseguraban su futura suerte. En la disposición testamentaria de Mr. de Clermont resplandecía la misma sabiduría y beneficencia que había sido la regla invariable de la conducta de toda su vida. En esta disposición los pobres y los establecimientos piadosos ocupaban un lugar distinguido; y muy diverso de aquellos avaros que quisieran llevar sus tesoros consigo mismos al sepulcro, encargó que se repartiesen considerables sumas en socorro de la humanidad enferma y desvalidad.

Eduardo ejecutó puntualmente el testamento de su padre, liquidó las cuentas que tenía pendientes y nada omitió para evitar las contestaciones y pleitos que son tan comunes en estas ocasiones. La formalidad y buena fe que su padre había observado siempre en sus relaciones de comercio le excusaron muchas altercaciones y disgustos; pero no pudieron librarle de las intrigas y cábalas de algunos hombres perversos que, deseosos de enriquecerse sin reparar en los medios, sacrifican la probidad a su codicia insaciable. Dos socios que tenía su padre en una negociación de muchos intereses se propusieron quedarse con la mayor parte de los fondos de la compañía. En vano procuró Eduardo hacerles ver su infundada pretensión con las cuentas más claras y exactas, en vano les propuso el medio pacífico de nombrar árbitros justos e inteligentes que decidiesen la controversia; nada bastó para que entrasen en una amigable composición. Recurrieron a la Justicia, acumularon enredo sobre enredo, embrollaron el asunto valiéndose de todos los medios ilícitos que les sugirió su avaricia y mala fe, y consiguieron de este modo hacer que el litigio fuese largo y dispendioso. Eduardo, cuya honradez contrastaba tanto con la perversidad de sus adversarios, aborrecía el fraude y la impostura y defendía sus derechos presentando sólo la verdad con la energía que ella misma inspira. Sin embargo de esto, sus contrarios hallaban siempre capciosas sutilezas para contradecir su justicia. Recibos fingidos, firmas suplantadas, facturas contrahechas, todo lo emplean para robar impunemente a Eduardo. ¡Cuánto pueden el interés y la avaricia! Aquellos malvados, sordos a los gritos de su conciencia, se valían de cuantos artificios son imaginables para conseguir su fin. Las dilaciones estudiadas que oponían al seguimiento de la causa retardaban su decisión, y entretanto disfrutaban de las utilidades que producía el fondo de la compañía; pero ya el velo que cubría su mala fe iba a rasgarse, y a recaer sobre ellos toda la ignominia y todos los daños que había ocasionado su impostura.

Viendo estos perversos el mal estado de su pleito, recurrieron a la calumnia más abominable y horrorosa para quitar a Eduardo todos los medios de su defensa, y a costa de su ruina gozar ellos impunemente del fruto de sus iniquidades. Forjaron una delación contra Eduardo, tan bien revestida con colores de la verdad que, sorprendido el Ministro de Policía, la tuvo por cierta y mandó desde luego prender a Eduardo. El aparato con que entraron en su casa el juez y sus ministros a hacer la prisión de Eduardo y a reconocer y sellar sus papeles sobresaltó tanto a la sensible Adela que cayó desmayada sin poder articular ni una palabra. Eduardo se mantuvo sereno, y con aquella firmeza que infunde la tranquilidad de la conciencia; pero su corazón fue traspasado del más acerbo dolor cuando lo sacaron de su casa sin permitirle despedirse de su esposa. Las reflexiones que hizo en el camino sobre el estado de aflicción en que la dejaba y sobre las fatales resultas que podría ocasionarle una novedad tan inesperada y tan poco merecida, no pudieron menos de abatir su constancia y de tenerlo como fuera de sí mucho tiempo. Así lo dejaron en una prisión no de las más incómodas y tenebrosas, pero sin embargo bastante desagradable y oscura.

Adela estuvo sin sentido más de una hora, y luego que volvió en si y se halló sin su amado esposo, prorrumpió en tan amargo llanto y en exclamaciones tan dolorosas, que ninguna reflexión de todos los que la rodeaban bastaban para tranquilizarla. Al fin, sacando fuerzas de flaqueza y considerando que sólo debía pensar en defender a su marido, fue al momento a ver al Ministro de Policía. Éste la recibió y oyó con bondad; y aunque la acusación estaba fraguada con el mayor artificio y malicia, por la relación que le hizo Adela de la conducta y modo de pensar de su marido sospechó el Ministro que podía ser alguna calumnia; y así procuró consolarla, asegurándole que él mismo, sin fiarse de nadie, examinaría lo que resultase de la causa, y que si su marido era inocente no sólo le daría libertad cuanto antes sino que castigaría severamente a los delatores. La ingenuidad y sencillez con que le habló Adela, su aflicción y desconsuelo y la seguridad con que afirmó ser una calumnia cuanto podían haberle dicho contra su esposo, hicieron la mayor impresión en el corazón del Ministro, y aun se reprendió interiormente la precipitación con que había mandado prender a Eduardo.

La triste Adela volvió a su casa menos desconsolada; pero considerando a su esposo tan injustamente perseguido cuando era el modelo más perfecto de virtud y probidad, y sumergido en la oscuridad de una estrecha prisión, no podía sufrir las horrorosas ideas que en aquella amarga situación le representaba su acalorada y confusa imaginación, y pasó toda la noche sin poder cerrar sus párpados, llorando y suspirando sin cesar.

Al día siguiente recibieron su declaración a Eduardo, y no pudiendo oír sin horror los crímenes de que lo acusaban, respondió a todos los cargos que le hicieron con aquella constancia y energía que inspira la inocencia. El juez que le tomó la declaración quedó sorprendido de ver la firmeza de ánimo con que se explicó Eduardo, y ya comenzó a sospechar que los tiros de la malicia, que no respetan ni a la honradez ni a la inocencia, habían sido dirigidos contra él para mortificarlo y perderlo. Sin embargo siguió en sus investigaciones, y halló que cuantos lo conocían se asombraban sólo al saber que a un hombre tan virtuoso y humano se lo tuviese encerrado en una prisión y se lo creyese capaz de ser delincuente. A pesar de que por ninguna parte se podía encontrar el menor indicio que hiciese aun verosímil la acusación contra Eduardo, sus enemigos maquinaron tanto para arruinarlo que quizá lo hubieran conseguido si el Cielo, por sus justos juicios, no hubiese defendido de un modo singular la inocencia calumniada y oprimida. Hacía quince días que Eduardo estaba preso y Adela sin consuelo, cuando uno de sus delatores cayó enfermo gravemente. A los dos días los síntomas eran mortales. Los médicos le representaron su inminente peligro y la necesidad de disponerse para el terrible juicio que le esperaba. Este hombre perverso reconoció sus enormes delitos, y aterrado con la idea de un Dios justo y vengador del perjurio y de la iniquidad, declaró no sólo ser falsa y abominable la calumnia que él y su compañero habían levantado contra el inocente Eduardo, sino que procedían de mala fe en el pleito que le habían suscitado sobre los intereses de la compañía de comercio que tuvieron con su padre, incitados de la avaricia y resueltos a no satisfacerle lo que tan justamente reclamaba. Hecha esta declaración en debida forma y delante de varios testigos, que se horrorizaron de unas acciones tan viles e inicuas, el infeliz enfermo, agitado cruelmente de sus remordimientos, exhaló el último aliento, dejando en el mayor desconsuelo a su mujer y a dos hijos de corta edad.

Instruida Adela de lo sucedido, llevó al momento la declaración del delator difunto al Ministro de Policía. Éste había reconocido ya que en los autos formados contra Eduardo no resultaba cargo alguno que justificase la acusación; y así, luego que acabó de asegurarse por la declaración que le presentó Adela de ser todo una calumnia, mandó no sólo que inmediatamente se diese libertad a Eduardo sino que fuesen a prender al otro delator, con quien quería hacer un terrible escarmiento; pero éste, habiendo tenido noticia de la confesión de su amigo, previó las funestas resultas que le esperaban, recogió todo el dinero que pudo y se huyó precipitadamente, dejando abandonada a su pobre mujer con tres hijos de menor edad.

Eduardo salió de su prisión. Adela lo recibió con el cariño y regocijo que se puede discurrir. Los criados rebosaban de alegría viendo a su amo libre de tan injusta persecución. Los indigentes, cuyas lágrimas había enjugado tantas veces la mano benéfica de Eduardo, acudieron en tropel a su casa con el deseo de verlo y de manifestar el consuelo que la libertad de su bienhechor había producido en sus corazones agradecidos. Eduardo correspondió a estas sencillas y afectuosas demostraciones con la ternura y humanidad propias de su carácter, y distribuyó entre aquellos miserables bastante cantidad de dinero para socorro y alivio de su necesidad.

Pasados aquellos momentos de gozo, presentó Eduardo un testimonio autorizado de la declaración de su contrario al juez que conocía del pleito sobre los intereses de la compañía; y éste, en su vista y de lo demás que resultaba del proceso, pronunció la sentencia, condenando a los dos socios a pagar a Eduardo los fondos que reclamaba, y además los daños, costas y perjuicios. La ejecución de esta sentencia iba a dejar en la mayor miseria a la viuda y a la otra infeliz, que podía considerarse como tal, y a sus desgraciados hijos; pero Eduardo, siempre grande, siempre humano, siempre generoso, olvidando las injurias, perdonando los agravios y considerando que aquellas criaturas no tenían culpa alguna de las maldades de sus padres, se contentó con recobrar los fondos de la compañía, les dejó las utilidades y perdonó los daños y las costas, proporcionando de este modo a aquellas dos familias desventuradas los medios necesarios para su subsistencia. ¡Qué conducta tan desinteresada y tan digna de imitar! ¡Qué contraste forma esta generosidad de Eduardo con la crueldad de otros muchos, que en semejantes lances quisieran arruinar, si les fuese posible, hasta la última generación de sus enemigos! Ni la voz de la Religión ni los gritos de la humanidad son capaces de calmar sus odios y rencores. La venganza los arrebata y los ciega. ¡Qué infelices!

El susto que recibió Adela con la prisión inesperada de su marido, las aflicciones que la atormentaron todo el tiempo que permaneció en ella y las dolorosas reflexiones que hizo sobre las maldades de los hombres, causaron tanta impresión en su sensibilísimo corazón que toda su máquina padeció el mayor trastorno. Por momentos fue debilitándose su salud en tal grado que nada bastó para impedir que fuese víctima de la iniquidad la mujer más amable y virtuosa de la tierra. En lo mejor de su edad, cuando ya no quedaba a Eduardo otro consuelo en el mundo, cuando únicamente le era amable la vida por las delicias que le proporcionaba su digna compañera, la inexorable muerte se la arrebató precipitadamente, dejándolo solo y sumergido en el mayor dolor, y entregado al tormento más cruel e intolerable. Tal fue la aflicción del desgraciado Eduardo que él mismo creyó que, siendo insoportable a sus fuerzas, no podría sobrevivir mucho tiempo a la pérdida de su amada esposa. Encerrado solo en su cuarto, aborrecía toda compañía, le cansaba la lectura, le fastidiaban los demás ejercicios en que antes se ocupaba con placer, y no hallaba objeto alguno en la naturaleza que pudiese consolarlo. Así estuvo cerca de dos meses. ¡Cuántas reflexiones hizo en aquel tiempo sobre la depravación de las costumbres, sobre los funestos efectos del odio, de la avaricia, de la ambición, de la injusticia! Al fin, cediendo a la razón, al tiempo y a la necesidad, comenzó a sufrir con resignación sus desgracias y a pensar en los medios más seguros de pasar lo restante de su vida exento de los tiros de la malevolencia y entregado a ocupaciones honestas que le proporcionasen la quietud y tranquilidad que ya no podía esperar en el torbellino del mundo y en una ciudad tan populosa, de donde parecía se habían retirado para siempre las costumbres puras y sencillas, la probidad y la buena fe, ocupando su lugar la relajación, el libertinaje y todos los vicios que corrompen la sociedad.

Bien conocía que, viviendo entre los hombres como le era inevitable, en todas partes hallaría muchos que, causando el deshonor a la especie humana, dejan suelta la rienda a sus pasiones y se precipitan como caballos desenfrenados en todos los vicios y desórdenes; pero, considerando que todos los extremos son viciosos, y que por consiguiente no debía abandonarse a una misantropía feroz, hija de un corazón ulcerado, de un orgullo reprensible o de un egoísmo abominable, resolvió ausentarse de París y escoger para su residencia un país cuyos habitantes conservasen todavía en sus costumbres algunos restos preciosos de la Edad de Oro.

Mientras se informó exactamente de lo que deseaba, vendió su casa y muebles y arregló diferentes cosas indispensables, parece que de acuerdo una porción de gentes malvadas se conjuraron contra él para fabricar su ruina. Jóvenes hermosas de aquellas que, abandonadas a la prostitución más vergonzosa y diestras en emplear los artificios y resortes más propios para excitar las pasiones y aprovecharse de la flaqueza humana, sólo se ocupan en seducir y hacer pagar bien caros los placeres envenenados que proporcionan, tuvieron la osadía de presentarse a Eduardo bajo la engañosa apariencia de implorar sus socorros y beneficencia, con el vil e inicuo objeto de atraerlo a las redes que maliciosamente le preparaban para envolverlo en ellas y conducirlo al precipicio, como habían hecho con otros muchos incautos y viciosos; pero Eduardo, cuya virtud era muy superior a estas infames tentativas, despreció a aquellas impúdicas mujeres, reconviniéndolas severamente por su iniquidad y abandono.

Resistidas estas tentaciones, tuvo Eduardo que luchar con otras que le presentaron con igual o mayor artificio. Varios hombres sagaces, envejecidos en el arte de engañar, estafadores y jugadores de profesión, lo asaltaron por muchas partes para distraerlo de su resolución, pintándole los continuados y diferentes placeres honestos que ofrecía París, y el fastidio y la melancolía que encontraría en un país habitado por hombres rústicos y groseros que no conocen los encantos y atractivos de una fina y amena sociedad. Otros, que conocían mejor la oposición de Eduardo a las diversiones frívolas y su inclinación a instruirse y a examinar los usos, las costumbres y adelantamientos de los pueblos, le propusieron que hiciese un viaje por la Europa antes de resolverse a fijar su residencia en parte alguna, esperanzados de que de este modo poco a poco podrían aficionarlo a la disipación y estafarle mañosamente. En fin, no hubo género de seducción que, bajo los aspectos más lisonjeros, no le propusiesen hombres astutos y acostumbrados a engañar con el fingido velo de la amistad; pero Eduardo, comprendiendo la perversidad de sus intenciones, se deshizo de todos aquellos malvados, concibió el mayor horror a una ciudad que encerraba en su centro tanta iniquidad y corrupción, y apresuró todos los preparativos para salir cuanto antes de un pueblo donde corría tanto riesgo su virtud. Grandes y populosas ciudades, donde tantos hombres de ideas e inclinaciones heterogéneas se amalgaman y se confunden para engañarse recíprocamente con las expresiones estudiadas, con los refinamientos sutiles que la ignorancia, la ilusión, la costumbre o la preocupación llaman civilidad y cortesía, no seréis vosotras, no, la morada apreciable para el filósofo que os conoce, que detesta vuestro lujo, vuestra magnificencia y vuestros soberbios edificios, con que insultáis a la moderación, a la frugalidad y a las pobres chozas de los pacíficos habitantes del campo, de aquella clase productora que, afanada continuamente en la ocupación honrosa de la agricultura, forma en su estado floreciente el nervio y prosperidad principal de las naciones, y en su decadencia la debilidad y la ruina inevitable de los imperios.

Luego que Eduardo tuvo hechos sus preparativos y evacuados varios asuntos, salió de París acompañado de dos criados de su mayor confianza, habiendo dejado a los demás bien establecidos y con medios suficientes para subsistir, y se fue en derechura al Valais, república pequeña y aliada de los Suizos. La situación montañosa de este país, las costumbres sencillas de sus habitantes, su laboriosidad, su honradez, su frugalidad, su robustez, su hospitalidad, todo le convidó a fijar allí su residencia, persuadido de que los países más montuosos, como menos productivos y más pobres, son más propios para hacer que sus naturales amen el trabajo y vivan con la sobriedad y moderación que son el origen de todas las virtudes, y que no es tan fácil hallar en los países cuya fecundidad, produciendo más de lo necesario a costa de pocos esfuerzos, hace desidiosos, enervados y viciosos a los hombres. Casi en el centro del Valais está la villa de Leuk, grande y fuerte por su situación, y en ella fijó Eduardo su residencia. Compró una casa cómoda para habitar en la villa, y otra no lejos de ella para labor, con varias tierras y viñas y además bastante ganado lanar y vacuno, con el objeto, que siempre había tenido, de ocuparse en la agricultura y aplicar a ella los vastos conocimientos que había adquirido en el estudio de las ciencias naturales. Hecho este establecimiento, y formando una biblioteca de libros escogidos con un laboratorio de física y de química y un gabinete de historia natural, se propuso pasar allí el resto de su vida, ocupado en tan provechosos y honestos ejercicios y en ser el apoyo y amparo de la indigencia virtuosa. Las muchas riquezas que poseía no lo excitaban a volver a tomar estado para tener posteridad a quien trasmitirlas, como todos los amigos suyos le aconsejaron antes de salir de París y continuaban a aconsejarle, escribiéndole incesantemente y haciéndole presente que todavía era joven y que no debía sepultar consigo mismo su nombre. Aun las personas sensatas de Leuk que contrajeron amistad con él lo estrechaban a adoptar este partido, haciéndole las consideraciones más convincentes y vigorosas. Eduardo conocía también que, sin embargo de haber pocas mujeres de la virtud y prendas de Adela, no le sería difícil hallar alguna que se le pareciese y que pudiese hacer la felicidad de su vida, y estuvo ya casi inclinado a ceder a las repetidas instancias de sus amigos. Pero considerando que ninguna cosa podía producirle en el mundo placeres más verdaderos ni más sólidos que dedicarse todo entero a ejercitar la beneficencia, según le dictaba su corazón humano y generoso, y que quizá el Cielo con este fin lo había privado tan temprano de su amada esposa e hijo (aunque esta causa, siguiendo el ejemplo de sus padres, no lo había detenido a aliviar hasta entonces a los infelices), resolvió después de varias meditaciones y contrastes, constituirse un verdadero padre de los pobres, título más glorioso para su corazón que el de padre de una familia que conservase su nombre con el esplendor que hubiera podido proporcionarle con su opulencia.

Formada esta firme e invariable resolución, comenzó Eduardo a dar en aquella residencia las más continuadas pruebas de su inagotable humanidad. Fundó una escuela para niños y otra para niñas, dotando dos maestros y dos maestras en cada una para que pudiesen enseñar gratuitamente. En estas dos escuelas sólo eran admitidos los hijos e hijas de aquellos pobres cultivadores y artesanos que, no pudiendo conseguir con el fruto de su continuo trabajo ni aun los medios de una regular subsistencia, estaban imposibilitados de proporcionar a sus hijos los principios de la religión, de las costumbres y de la instrucción en leer, escribir y contar, tan necesarios a todos que sin ellos suelen no diferenciarse de los animales irracionales sino en la figura. El método que estableció en estas escuelas fue sumamente sencillo y a propósito para atraer a los niños a la aplicación sin exasperarlos con castigos inconsiderados, que lejos de hacerlos dóciles y amables de genio los hacen indómitos, duros y crueles. El mismo Eduardo presenciaba muchas veces las lecciones que los maestros daban a sus discípulos y discípulas, y las dirigía de modo que les fuesen más fáciles y más gratas. Conociendo que el corazón humano se mueve siempre por el resorte del interés, aunque este interés se subdivida en proporción de las diversas inclinaciones de cada individuo, señaló premios para los niños y niñas que hiciesen ver mayor aprovechamiento en los exámenes que debían tener, presididos por el mismo Eduardo, en ciertos determinados días del año.

El día de los exámenes concurrían a casa de Eduardo los maestros y las maestras con sus discípulos y discípulas, y en una sala adornada con decencia, aunque sin profusión, en presencia de los padres y las madres, de los abuelos, hermanos y parientes y de otras varias gentes, se hacían los exámenes y se repartían los premios con la mayor equidad. Esta ceremonia se hacía una vez al año con los niños, y otra con las niñas. En cada una se adjudicaban cinco premios iguales a los más aprovechados, y además a cada niño o niña daba Eduardo un vestido completo, proporcionado para que pudiesen presentarse con decencia y aseo en las escuelas. Los premios consistían en una guirnalda de flores, en otro vestido, además del regular, de mejor tela, y en trescientos reales para sus padres. Repartidos los premios, bajaban los niños o las niñas a un pórtico de la misma casa de Eduardo, que daba al jardín, y allí llevaban en triunfo a los premiados, los colocaban en un tabladito hecho a propósito, y sentados alrededor cantaban en su alabanza varias coplillas alusivas al asunto, compuestas por el mismo Eduardo en un estilo proporcionado a la capacidad de los niños, pero que pintaban vivamente las ventajas del estudio y de la instrucción sobre la ociosidad y la ignorancia, y lo dignos que eran de aprecio los que mejor habían aprovechado el tiempo, con lo cual excitaba su aplicación y los deseos de instruirse, que son el principal origen del saber. Pasaban en esta especie de fiesta, que se hacía con toda formalidad, hasta la hora de comer. Todos los niños o niñas comían en casa de Eduardo, pero a su mesa sólo los que habían conseguido los premios, con sus maestros, sus padres y abuelos, si los tenían. Esta distinción les servía también de estímulo para su aplicación. Concluida la comida volvían a bajar al pórtico, donde pasaban la tarde entretenidos en diversos juegos, que Eduardo les prescribía con mucha sabiduría y que presidían, como jueces de ellos, los cinco niños o niñas que habían ganado los premios. La función se finalizaba con una abundante merienda, y una exhortación paternal que Eduardo les hacía para excitar en sus corazones tiernos el deseo de señalarse cada uno a porfía en los exámenes del año próximo. Los maestros y las maestras recibían también de la generosidad de Eduardo el mismo día una buena recompensa de sus continuos cuidados en la enseñanza de sus discípulos y discípulas, y todos salían de aquella casa llenos del más profundo reconocimiento y bendiciendo a un hombre tan humano, amable y generoso.

Corregidos así por Eduardo, en lo que dependía de su arbitrio, los daños que produce el abandono de los niños, que por falta de medios o de dirección se crían sin principio alguno de educación, dedicados a la mendicidad, en cuya vaga ocupación contraen un pernicioso hábito a la ociosidad, y de consiguiente inclinaciones tan viciosas que los conducen a los más enormes delitos, no se olvidó de los pobres que gemían en las prisiones. Fue a verlos luego que formalizó el establecimiento de las escuelas, y halló una cárcel lóbrega, húmeda, fétida y mal sana. Se horrorizó del deplorable espectáculo que presentaron a su vista los infelices que, juntos o separados, estaban encerrados en ella; se acordó de las aflicciones y amarguras que él mismo por una infame calumnia había sufrido en una prisión muy semejante; se aplicó a sí mismo entonces el verso sublime que su virtuosa Adela escogió por regla de su conducta al día siguiente de su malogrado casamiento, y compadecido de aquellos desventurados les suministró algunos socorros y se propuso mejorar su suerte. Se presentó luego al Ayuntamiento de la villa y le pidió permiso para construir a sus expensas una cárcel cómoda, sana, ventilada y segura, para que los que tuviesen la desgracia de ir a ella pudiesen vivir con aseo y limpieza, y no sufrir anticipadamente una pena más horrible a veces que la que las leyes les imponían por sus excesos y delitos. El Ayuntamiento le concedió el permiso, alabando su celo por el bien de la humanidad y dándole las más expresivas gracias en su nombre y en el de todo el pueblo que representaba. Eduardo puso inmediatamente por obra su proyecto, y como nada omitió para realizarlo logró en breve tiempo ver edificada la cárcel. Reconocida ésta por los magistrados que a este fin diputó el Ayuntamiento, hallaron que tenía todos los medios de comodidad y salubridad precisos y compatibles con la seguridad necesaria, y aun se admiraron de ver el tino y juicio de Eduardo en conciliar con esta circunstancia indispensable todas las demás que parecen le son opuestas. Instruido el Ayuntamiento, decretó la translación de los presos, señalando el día y hora por edictos públicos y haciendo de Eduardo los honoríficos elogios que merecía.

Eduardo dispuso que se vistiese antes decentemente a todos los presos que lo necesitaban, y que en el nuevo local que se destinaba para su custodia se preparase todo lo conveniente para recibirlos con la separación que exigían las diferentes causas que habían motivado su prisión. Bien hubiera querido Eduardo que la traslación se hubiese hecho sin estrépito alguno, porque, como no hacía el bien por ostentación ni vanidad sino por satisfacer los impulsos de su corazón generoso, no tenía interés en que se supiesen sus beneficios, como lo tienen los que sólo ejercen algún acto de humanidad porque se publique; pero el Ayuntamiento determinó, a pesar de su repugnancia, que nadie ignorase una acción que debía servir a todos de ejemplo, y que se ejecutase la translación con cierta pompa y aparato que diese a conocer su importancia. Eduardo, precisado de consentir en las disposiciones de aquellos celosos magistrados, hizo que se diese libertad a varios que estaban presos por deudas contraídas honradamente, obligados de la imperiosa necesidad, y que no podían satisfacer sin quedar arruinados, pagando él mismo a los acreedores; y los jueces aceleraron muchas causas para que también pudiesen quedar libres algunos que en su sustanciación debían ser absueltos. Verificóse esto el día mismo de la translación, y ésta se hizo con una pompa majestuosa. Salió todo el Ayuntamiento vestido de ceremonia de la casa consistorial, llevando en medio a Eduardo, y se dirigió a la cárcel vieja acompañado de varias tropas y de todo el pueblo, que caminaba respetuosamente al son de una música militar grave y seria. Así que llegaron a la cárcel hizo el decano sacar a todos los presos y colocarlos en un círculo que las tropas habían formado en medio de la plaza, y pronunció un breve discurso lleno de humanidad y de patriotismo, exhortándolos a la resignación en su desgracia, manifestándoles el bienhechor a quien debían la nueva y cómoda prisión a que iban a ser transferidos, y asegurándoles que podían tener confianza en la actividad y rectitud de los jueces, de que no sólo acelerarían sus procesos sino que los que fuesen inocentes obtendrían su libertad, y de que aun los culpables serían tratados con toda la compasión y benignidad que fuesen compatibles con las leyes. Finalizado este discurso, que en unos de los presos causó alegría y esperanza, en otros confusión y arrepentimiento, en todos consuelo y en el pueblo un tierno llanto mezclado de aplausos y bendiciones repetidas, se encaminó el Ayuntamiento, con la misma comitiva y acompañamiento, hacia la cárcel nueva. Allí hicieron alto, entraron los presos, y luego que vieron la claridad, la limpieza y la comodidad que tenía aquel asilo, se prosternaron en tierra, levantaron las manos al cielo y con copiosas lágrimas le rogaron conservase la vida a su bienhechor. Entonces Eduardo, enternecido, les hizo un corto razonamiento, lleno de unción y de sensibilidad, exhortándolos a la resignación y paciencia en sus infortunios, animándolos al trabajo, que él mismo les proporcionaría para su mayor alivio, y ofreciéndoles que cuidaría de ellos y les ayudaría continuamente para que les fuese menos sensible la pérdida de su libertad y más soportable la prisión que las leyes les habían impuesto por exigirlo así la vindicta pública, el orden de la sociedad y la seguridad de sus individuos. Concluyó este razonamiento con una voz tan patética que penetró el corazón de aquellos infelices, y volviéndose a postrar en tierra repitieron sus ruegos y bendiciones. Colocados los presos con la separación correspondiente, según los delitos de que estaban imputados, y sirviéndoles una comida abundante y sazonada, salieron a la calle los magistrados llevando en medio de todos a Eduardo. Así lo condujeron con la misma comitiva y aparato, a pesar de que lo resistió vivamente, hasta su casa, donde lo dejaron después de haberle manifestado el Ayuntamiento y todo el pueblo cuán penetrados de gratitud quedaban por tan singular beneficio. Eduardo, confuso con tantas demostraciones, conoció entonces más que nunca el precio de las buenas acciones, y aseguró muchas veces que aquél había sido uno de los días más felices de toda su vida. Cumpliendo desde luego lo que había ofrecido a los presos, les proporcionó todos los medios necesarios para que pudiesen trabajar y adquirir algún auxilio para su mejor decencia y manutención. Tal fue el orden, método y economía con que Eduardo dirigió las labores de aquellos desgraciados, que mientras vivió logró el consuelo de ver que los que entraban en la cárcel por holgazanes o viciosos salían, después de algún tiempo, corregidos de sus desórdenes y con amor al trabajo; que los que la policía recogía porque andaban vagamundeando y entregados a la mendicidad, salían también conociendo las ventajas que les proporcionaba el haber aprendido un oficio; que los que, entrando indiciados de algunos delitos, eran después absueltos, no llevaban a sus casas malos ejemplos que imitar, y sí únicamente el sentimiento de haber estado privados de su libertad sin ser delincuentes; y que los que, por serlo, tenían la desgracia de ser condenados al último suplicio o a otras penas impuestas por las leyes, no habían estado sufriendo los horrores de una prisión fétida y oscura y los del hambre y de la miseria, que son tan comunes en estos asilos, donde por lo general se amalgama indistintamente a los facinerosos y a los desgraciados, a los culpados y a los inocentes, sin duda por necesidad aunque siempre para aumentar los males del género humano.

Estas acciones generosas comenzaron desde luego a llamar la atención de todos y a granjearle la estimación universal. Eduardo cada día empleaba más y más sus cuidados y desvelos en bien de sus semejantes, y era tan grande su filantropía que hubiera perdido muy gustoso la vida si su muerte hubiese podido servir para hacer a todos los hombres mejores y felices. Ya que esto le era imposible, no omitía ningún medio de los que estaban en su mano para conseguir en parte sus deseos. Para esto determinó repartir todos los años diez mil pesetas en dotar a diez doncellas, huérfanas de labradores pobres y honrados, pero que fuesen las más virtuosas que de esta clase se hallasen en toda la extensión de la república. Aunque siempre ocultaba los beneficios que hacía, y sólo se sabían porque los muchos que los recibían no podían contener dentro de sí mismos los sentimientos de su gratitud, con todo, como conocía la influencia que debía tener esta determinación sobre las costumbres públicas, dio parte de ella al Ayuntamiento y le presentó el plan de la ejecución de esta ceremonia, de modo que por su publicidad inspirase a las jóvenes el más vivo deseo de distinguirse en la virtud. Aprobó el Ayuntamiento una resolución tan benéfica, repitiéndole las más expresivas gracias por cuanto se interesaba en el bien de aquel pueblo, que tenía la honra de contarle entre sus individuos. Eduardo suplicó a aquellos celosos magistrados que publicasen un edicto en toda la república, expresando las circunstancias y cualidades que debían tener las doncellas que podían aspirar a este premio, las justificaciones que se harían por tres diputados que nombraría el Ayuntamiento a este fin, y la preferencia que se daría a las diez que con toda exactitud e imparcialidad se reconociese eran las más virtuosas, y señalando el día en que se haría la ceremonia de la adjudicación de las dotes; y les rogó encarecidamente suprimiesen el nombre del autor de este beneficio. El Ayuntamiento condescendió con la primera súplica de Eduardo, pero se resistió a concederle la segunda hasta que, a fuerza de repetidas instancias y consideraciones, no pudo negársela.

Publicado el edicto en los términos que propuso Eduardo, fueron los tres diputados del Ayuntamiento a todos los pueblos donde había alguna o algunas doncellas aspirantes al premio; recibieron las informaciones más exactas, dieron cuenta al Ayuntamiento y éste deliberó, con la mayor escrupulosidad, y a la pluralidad de votos, las que merecían la preferencia. Llegó el día señalado para adjudicar las dotes, se anunció al público con repique de campanas y se congregaron todos en la plaza pública alrededor de un tablado que había a las puertas de la casa consistorial. Salieron de ella los magistrados vestidos de ceremonia y se sentaron en las sillas que a este fin estaban allí prevenidas. El presidente se levantó y pronunció un discurso elocuente en que, después de explicar los medios que había tomado el Ayuntamiento para averiguar las doncellas que por su virtud eran más dignas de los premios, las designó por sus nombres y apellidos y manifestó los felices efectos que debía producir en las costumbres públicas aquella benéfica determinación de un ciudadano animado de los más puros y desinteresados sentimientos de humanidad. Concluido el discurso salieron de la casa consistorial al son de una música militar alegre y armoniosa las diez doncellas vestidas de blanco, precedidas de los tres diputados que habían hecho las justificaciones de su virtud. Se presentaron delante de los magistrados haciendo una modesta reverencia, y levantándose el presidente fue poniendo una corona de flores a cada una, y entregándoles un bolsillo que contenía las mil pesetas de dote. Después les hizo un razonamiento corto, pero tierno y penetrante, exhortándolas a conservar sus virtudes para su propia felicidad, para el consuelo de sus esposos, para la mejor educación de sus hijos y para ejemplo de la sociedad, y recomendándoles encarecidamente que jamás olvidasen el beneficio que recibían de una mano bienhechora y generosa.

Todos los espectadores lo cubrieron de aclamaciones y vivas, y en altas voces pidieron al presidente declarase el autor de tan singular acto de humanidad. El presidente involuntariamente dirige la vista hacia donde estaba Eduardo, mezclado entre la multitud. La opinión pública de que ya gozaba hace dirigir también hacia él las miradas de todos, y su nombre repetido de boca en boca lo pone en la precisión de ver cómo podía deslizarse de allí sin ser reconocido. En vano procura ocultarse. Lo cercan muchas gentes repitiendo vivas y bendiciones, y así por un movimiento unánime lo cogen como en triunfo y lo conducen al tablado. Al verlo allí, todos los magistrados se levantan, las jóvenes corren hacia su bienhechor e hincadas de rodillas quieren manifestarle su profundo reconocimiento. Eduardo, confuso, las levanta con ternura y sólo puede pronunciar estas palabras: «Sed felices, jóvenes virtuosas, sed felices; éstos son los votos de mi corazón». Penetrado de sensibilidad no puede proseguir, y caen de sus ojos, hilo a hilo, lágrimas abundantes y deliciosas. Conmuévense los espectadores; todos pagan con tierno llanto el tributo debido a la beneficencia, y todos repiten con entusiasmo el nombre de Eduardo. Concluida así la ceremonia en medio de aplausos y vivas reiterados, se entran los magistrados y Eduardo en la casa consistorial, y al son de la música y acompañadas las jóvenes premiadas de los tres diputados del Ayuntamiento y de otras muchas personas, van a recorrer toda la villa. Salen a verlas muchas gentes a las puertas y ventanas, y todas les dan los más expresivos parabienes y elogian de mil modos su virtud y su modestia. Así pasan todo el día con una general alegría pura y sencilla; y así se ejecutó esta función todos los años mientras vivió Eduardo. Tal fue el efecto que produjo en las costumbres públicas esta sabia determinación que, muchos años siendo el número de jóvenes virtuosas que aspiraban a los premios muy superior a las diez que debían ser elegidas, y no sabiendo los magistrados a cuáles de ellas dar la preferencia, por hallar en todas iguales virtudes, tenían que dejar a la fortuna que lo decidiese por la suerte. El influjo de la consideración pública es tan poderoso que sólo pueden resistir a él corazones depravados e indolentes, en los cuales, por una sucesión de vicios y desórdenes no interrumpida, se hallan extinguidos ya enteramente los sentimientos de vergüenza y pudor que nacen con nosotros mismos y nos hacen preferir la buena opinión a nuestra propia vida.

No satisfecho Eduardo con haber proporcionado este premio a la virtud de aquellas infelices huérfanas, extendía su generosa humanidad a todo cuanto podía servir de alivio al miserable y redundar en utilidad pública. Los asilos caritativos, a donde la pobreza desvalida y enferma va a curar sus dolencias, y aquellos en que los crímenes ocultos arrojan con dureza víctimas tiernas e inocentes para que jamás tengan el consuelo de saber quienes fueron los autores de su existencia, no menos que aquellos en que la paternal vigilancia del Gobierno proporciona una suave corrección a los vicios nacientes, que sin este auxilio degenerarían en delitos abominables, se hallaban en un estado muy regular y bastante bien administrados; pero reconociéndolos atentamente Eduardo vio que eran escasos los fondos, y su mano generosa suplía lo que se necesitaba para que nada faltase a los infelices que tenían la desgracia de buscar en aquellos establecimientos piadosos el remedio en sus enfermedades, el nutrimento en su infancia y la corrección en sus desórdenes.

Y un héroe en quien tantos y tan sublimes sentimientos de humanidad excitaba y sostenía la Religión, ¿podía olvidarse de su culto? No la religiosidad de Eduardo; conociendo la pobreza del país, visitó por sí mismo muchos pueblos, y hallando en varios los templos destinados a la adoración del Ser Supremo sin aquella decencia que exige su culto y la celebración de los grandes y augustos misterios que se solemnizan en ellos para nuestra edificación y consuelo, con piedad cristiana suministró liberalmente sumas considerables para que nada faltase a tan dignos y sublimes objetos. Su celo religioso no se limitó a esto solo. Considerando que la falta de párrocos sabios e instruidos degradaba la majestad del sacerdocio, además de no proporcionar a sus feligreses la sólida doctrina que, desterrando los daños innumerables que causan la preocupación y la ignorancia, debía servirles de regla para el más exacto cumplimiento de sus deberes, fomentó a varios jóvenes virtuosos que aspiraban a este estado de perfección, costeándoles sus estudios y dirigiéndolos en ellos. Por este medio logró en pocos años que los más de los pueblos tuviesen pastores doctos y celosos que, sirviendo ellos mismos de ejemplo a sus feligreses y suministrándoles el pasto de la doctrina evangélica con frecuencia y sabiduría, corrigiesen sus vicios y rectificasen sus costumbres, haciéndolos laboriosos, modestos, obedientes y sumisos a las leyes y fieles en el cumplimiento de sus deberes cristianos y sociales.

Aunque la caridad de Eduardo se dirigía a tantos y tan útiles objetos, no le impedía atender a su establecimiento rural. Allí hacía continuos experimentos sobre el abono de las tierras, sobre la manera más fácil y menos costosa de labrarlas y sobre todo cuanto podía ser útil y ventajoso a los cultivadores. No se olvidó de los prados artificiales, de los plantíos de árboles frutales y no frutales, de la cría de ganados ni de otros muchos géneros de industria con que pueden enriquecerse los labradores. Formó una verdadera escuela práctica de agricultura, y publicando todos los años memorias interesantes sobre sus experimentos convidaba a todos a examinar por sí mismos los adelantamientos que hacía, y conseguía por este medio destruir los errores que perpetúa la rutina y que casi generalmente retardan los progresos y perfección de este ramo, el más provechoso y favorable a la prosperidad pública.

Tal era la vigilancia y esmero con que Eduardo se ocupaba en todo lo que pudiese ser útil a sus semejantes, que ya era considerado en toda la república por el más firme y sólido apoyo de los infelices. Todos recurrían a él en sus necesidades, y ninguno se apartaba descontento de su presencia. Su fama crecía cada día más, y su nombre era pronunciado con alegría y reconocimiento. Una calamidad pública dio a conocer todavía más hasta qué punto llegaba su preventiva humanidad. La cosecha de un año fue muy escasa a causa de los hielos, que abrasaron en su verdor los sembrados y las viñas y disiparon las lisonjeras esperanzas del afanado labrador. Al momento prevé las funestas consecuencias que esta desgracia va a ocasionar a la mayor parte de los habitantes de aquel país. Su corazón sensible se estremece sólo al considerar los horrores que van a causar entre aquellos infelices el hambre y la miseria. Sin perder tiempo envía a varias partes personas de su confianza con dinero suficiente para que le acopien porciones muy considerables de granos y legumbres, y se las envíen. Las almacena con mucha anticipación, y aguarda para repartirlas, conforme se había propuesto, que llegue el tiempo en que la escasez se hiciese sentir, particularmente en aquellos pueblos en que el hielo había causado más daños. Previendo también que este recurso no era suficiente para contener todas las fatales resultas de esta desgracia casi general; que muchas familias, no encontrando trabajo en el país, emigrarían de él con el objeto de buscar donde ganar su vida; que otras muchas se entregarían a la mendicidad y contraerían, como es consiguiente, un hábito a la holgazanería, pernicioso a la sociedad y a las costumbres; que serían muy crecidos los gastos que iba a hacer para socorrer a los verdaderamente necesitados y precaver tantos males, y que no obstante haber heredado de su padre grandes riquezas llegaría el caso de no tener medios para aliviar a los desventurados con la liberalidad que le dictaba su generoso corazón, determinó tomar algunas otras medidas que realizasen sus benéficas ideas. Calculó juiciosamente que podía prometerse estos resultados estableciendo dos grandes fábricas, una de tejidos de lana y otra de lienzos. Bien conoció que en los primeros años no podrían producirle utilidad alguna, pero sí que desde luego podría atraer a ellas un considerable número de hombres, mujeres y niños que, al paso que conservasen su amor y costumbre al trabajo, ganasen un equivalente a los socorros que pensaba suministrarles, y que así le quedaría más que emplear en alivio de los que, no pudiendo trabajar, necesariamente se habían de hallar en el estado más deplorable.

Con efecto, sacados bien todos los cálculos, estableció inmediatamente las dos fábricas, llevó maestros de Francia, escogió varios oficiales del país, regularizó los trabajos con sabia distribución y economía y arregló tan metódicamente todo lo perteneciente a los diversos ramos que abrazan unas fábricas de esta naturaleza que consiguió a los principios su fin principal, y dentro de poco tiempo ponerlas en el estado más floreciente. Como esta operación y la de los acopios de granos y legumbres las hizo casi simultáneamente, a pesar de la general reputación que tenía de humano y caritativo no faltaron gentes malvadas e indolentes, incapaces de conocer los desvelos de un alma generosa por el bien de sus semejantes, que atribuyesen a la sórdida codicia lo que sólo era efecto de su incomparable filantropía; pero, ¿cuál fue su sorpresa, su confusión y maravilla cuando vieron, apenas comenzaron los gritos de los infelices a anunciar dolorosamente la miseria pública, que las sospechas que habían divulgado contra la generosidad de Eduardo se convirtieron en oprobrio y vergüenza de los que las habían fomentado? Eduardo no ignoraba cuanto se decía de él, pero se compadecía de la malevolencia de sus acusadores, y dejaba al tiempo su desengaño. Cuando conoció que ya era oportunidad abrió sus graneros, abrió sus fábricas, y en una y otra parte hallaron los habitantes del Valais socorros en sus calamidades y nuevos motivos de reconocimiento hacia su digno bienhechor. Dio a muchos pueblos a coste y costas los granos que le pidieron para acudir a la escasez de sus vecinos. A otros les adelantó del mismo modo los que necesitaban para su consumo. Suministró gratuitamente a los que habían sufrido más pérdidas por los hielos, porciones de granos y legumbres considerables. Envió también a muchos párrocos lo necesario para que diariamente diesen de comer a los pobres. Cuidó de que nada faltase en la cárcel, hospital y casa de corrección, ni tampoco a los infelices imposibilitados de trabajar. Recogió en sus fábricas indistintamente a cuantos se hallaban en estado de hacerlo, aunque nunca se hubiesen ocupado en aquel género de manufacturas y fuese necesario enseñarles aun las cosas más fáciles. Ocupó en su establecimiento rural a muchos trabajadores, dándoles el jornal a proporción de la familia que tenían que mantener. Estableció en Leuk, con acuerdo del Ayuntamiento, una junta de caridad, de que Eduardo era director, para recoger las suscripciones voluntarias de muchas gentes acomodadas que procuraban imitarlo, y para tomar todas las medidas necesarias a la mayor equidad en los socorros y en la distribución de los granos y víveres que a coste y costas o gratuitamente se enviaban a diferentes pueblos o se repartían en la villa; y en fin, fue tanta su vigilancia y su celo por remediar los dolorosos efectos de una calamidad tan general, que consiguió, a costa de crecidas sumas de dinero y de continuas fatigas y desvelos, evitar que millares de infelices fuesen víctimas desgraciadas de la espantosa miseria.

Tanto se afanó día y noche Eduardo en proporcionar a todos los medios que, según su situación, necesitaban para salir de aquella calamidad, que ya al fin de ella, y cuando habían comenzado a recoger la cosecha, que, siendo como era abundante ponía fin a los temores y desventuras de aquellos honrados y laboriosos habitantes, cayó gravemente enfermo. Apenas se divulgó en Leuk esta fatal noticia cuando se extendió la consternación por toda la villa. Los clamores y lamentos de los infelices que debían a su generosidad la conservación de su existencia eran tales que parecía anunciaban otra calamidad pública, tan funesta como la pasada. Corre la voz por todos los pueblos del Valais. La consternación se propaga y se apodera de todos los corazones. En todas partes se hacen rogativas públicas, implorando las piedades del Cielo en favor de tan digno bienhechor. El mismo Eduardo tuvo el consuelo, en medio de lo más gravoso de su enfermedad, de oír desde su lecho los fervorosos ruegos de los miserables a quienes había tantas veces socorrido en su penosa indigencia. «Conservad, Dios mío, decían llorando a gritos, conservad la vida a nuestro bienhechor. Si queréis algunas víctimas, exclamaban los más ancianos, aquí estamos nosotros; con gusto iremos al sepulcro si conserváis la vida al verdadero padre de nuestros hijos». Estas y otras repetidas exclamaciones hacían a Eduardo cobrar ánimo, por el delicioso consuelo que le proporcionaban. A todas horas del día y de la noche había en la puerta de su casa muchas gentes deseosas de servirle de alguna utilidad y de saber el estado en que se hallaba. Ya anuncia un médico a la multitud que el benéfico Eduardo experimentaba mejoría. La esperanza renace, anima todos los semblantes y lleva la consolación a muchos que lloraban sin cesar una pérdida tan irreparable. Al fin ya se extiende la voz por todas partes de que está fuera de peligro. La alegría pública no tiene límites. Ricos, pobres, viejos, jóvenes, mujeres y niños, todos corren desalentados a los templos, y allí postrados ante la augusta presencia del Señor, con himnos y cánticos de regocijo le dan las más fervorosas gracias por el singular beneficio de haber conservado a la humanidad afligida su más firme y generoso protector. Un pueblo agobiado del hambre, de la miseria y de todas las crueles y horrorosas calamidades que trae consigo una guerra larga y desoladora no recibe con más regocijo la inesperada noticia de la paz, que recibió el pueblo del Valais la de estar ya libre del inminente peligro el hombre sensible y humano a quien debía tan repetidos beneficios.

Tantas demostraciones de la alegría pública hacían que Eduardo pasase una convalencia llena de dulzuras y de consuelos. Miraba los semblantes de sus domésticos y los de las muchas gentes que iban a visitarlo; en todos veía pintado el gozo que inundaba sus corazones. «Ah, decía repetidas veces entre sí, ¡qué encantos tan puros produce el hacer bien! Si todos los hombres considerasen los verdaderos placeres que ocasiona continuamente la beneficencia, como yo lo experimento ahora, no habría tanta inhumanidad y dureza en el mundo. En vez de disipar excesivos caudales en contentar la vanidad o en satisfacer inclinaciones viciosas que causan tantos y tan deplorables males al género humano, se verían menos escándalos, y la virtud, sí, la virtud haría amable y dulce la sociedad de los hombres. ¡Oh gran Dios! Ya que me habéis conservado la vida por vuestra suma bondad, conservadme estos sentimientos de humanidad que me la hacen deliciosa, y permitid que toda la consagre y emplee en alabaros, bendeciros y ser útil a mis semejantes». Éstos eran los únicos deseos de Eduardo, y en medio del gozo que experimentaba su corazón generoso, acordándose de sus bellas acciones y viendo las tiernas lágrimas con que le pagaban sus beneficios, se llenaba de dolor al considerar la multitud de infelices que en todas partes del mundo reclaman en vano la compasión de los ricos y de los poderosos de la tierra.

Luego que Eduardo estuvo ya algo restablecido, su primer cuidado fue ir al templo a dar gracias al Todo Poderoso porque le había librado del riesgo de tan grave enfermedad. Apenas sale a la calle cuando un tropel de gentes de todas clases se apresura a verlo, a hablarle, a contemplar su semblante todavía pálido, pero respetuoso y afable, en el cual ven pintada toda la sensibilidad de su alma. Las bendiciones, las enhorabuenas, las gracias repetidas, las exclamaciones de gratitud, de alegría, de admiración y de consuelo que se suceden rápidamente de boca en boca forman el cuadro más tierno y patético que puede describirse. Eduardo no puede verlo sin experimentar las más dulces sensaciones, y seguido de tan numeroso cortejo entra en el templo, y postrado delante de los altares eleva enternecido su corazón al Dios de las misericordias, y presenta a cuantos lo rodean el ejemplo de un alma piadosa y humilde que sólo halla felicidad y consuelo en el seno de la Divinidad, de donde emanan todos los bienes, todas las prosperidades, todas las virtudes. La multitud que lo acompañaba, edificada de su singular piedad, anegada en llanto y penetrada de gratitud, dirige también sus votos al Omnipotente, y dándole las más rendidas gracias le ruega fervorosamente que conserve la vida al que tan dignamente la empleaba en alivio de los desgraciados y socorro de los infelices. Aquel acto, sin ser brillante ni ostentoso, no dejó de ser el más solemne, porque fue sólo efecto de los puros y sinceros impulsos de unos corazones sencillos, humillados y reconocidos. Después volvió Eduardo a su casa con el mismo acompañamiento, y en el camino se representaron escenas iguales a las anteriores, con tales aplausos y reiteradas exclamaciones que parecía que todos los corazones, no pudiendo contener los sensibles efectos de su satisfacción y contento, necesitaban desahogarse con las demostraciones más vivas y animadas. Eduardo correspondió a ellas con la mayor sensibilidad y ternura, y se despidió de todas aquellas gentes, que tanto lo estimaban y bendecían, como un padre cariñoso que se aparta de sus queridos hijos dejándolos en la lisonjera persuasión de que son los únicos objetos más amados de su corazón.

Pasados algunos días, hallándose Eduardo enteramente bueno fue a visitar la casa de corrección, el hospital y la cárcel. En ella encuentra a un hombre que, luego que lo ve entrar, se oculta como agitado y sorprendido. Aunque en su traje y facciones se halla bastante desfigurado, conoce que es el socio de la compañía de su padre que, por haber sido descubiertas su mala fe y calumniosa delación, había huido de París, temoroso del castigo que le esperaba, dejando en el mayor abandono a su mujer e hijos. El alma generosa de Eduardo se conmueve al verlo en tan amarga situación, y lejos de dejarse arrastrar de la negra y odiosa venganza, su humanidad no le representa sino un hombre desgraciado, digno de toda compasión. No quiere mortificarlo con su presencia. Sale al momento de la cárcel, va a visitar al juez que lo había mandado arrestar, se informa con el más vivo interés de la causa de su prisión, y como que en sus preguntas manifiesta un cierto temor de que hubiese cometido algún delito de aquellos que, sujetos a la inflexibilidad de las leyes, no pueden obtener la indulgencia, el juez piensa que el preso es persona que tiene alguna conexión con Eduardo, según el modo de explicarse, y para calmar su inquietud le dice: «Ese infeliz que habéis visto en la cárcel no está en ella por ningún delito conocido. Se lo encontró en uno de los pueblos inmediatos haciendo una vida misteriosa y oculta que causó sospechas. Se le pidieron los pasaportes, no los manifestó. Dijo que se le habían extraviado. Se le hicieron varias preguntas acerca de su estado, condición y objeto de su venida al Valais; sus respuestas vagas y turbadas dieron a entender que era algún prófugo, y mientras se averiguaba quién era y si estaba complicado en algunos de aquellos delitos que se cometen a la sombra de la mendicidad, lo mandé traer a la cárcel, donde hace ocho días que se halla. Hasta ahora sólo he podido saber que es natural de París y se llama Mr. Senville. Pero vos, señor Eduardo, habéis mudado de color al oírme pronunciar su nombre. Decidme francamente, ¿por qué os interesa este desgraciado? No ignoráis cuánto os estimo, y podéis estar seguro de que vuestros respetos merecen toda mi consideración. Aquí no hay un crimen averiguado que me obligue a retenerlo en la prisión. Si queréis que lo mande poner en libertad, lo haré al momento. Vos podéis disponer de todas mis facultades con entera confianza y amistad».

Eduardo corresponde agradecido a sus finezas, pero no sabe qué decirle sin faltar a la verdad. El juez comprende por las palabras de Eduardo que hay alguna circunstancia interesante que le oculta por modestia; sus deseos de saberla se aumentan cuanto más Eduardo se esfuerza en no manifestársela. El juez lo insta, lo estrecha, y al fin Eduardo, encargándole la mayor reserva, le descubre cuál es el motivo que le hace interesarse por aquel hombre. El juez, sorprendido y enternecido, lo abraza, y acaba de convencerse por esta generosidad de que Eduardo era el mortal más digno de ser amado y respetado. Conviénense en que subsista, Mr. Senville en la cárcel hasta que Eduardo haya practicado las diligencias necesarias para obtener su perdón, y que a su costa se lo trate con distinción y decencia. Despídese Eduardo del juez con la mayor afabilidad; va a su casa, escribe inmediatamente al Ministro de Policía de París y a varios amigos. Sus cartas sólo respiran humanidad y compasión. Las echa en el correo, y luego que el Ministro de Policía recibe y lee la suya se llena de admiración, y antes que ninguno de los amigos de Eduardo fuese a hablarle en favor de Mr. Senville manda se le despache el perdón, y que se remita a Eduardo sin pérdida de tiempo. Eduardo espera la vuelta del correo con impaciencia. Así que recibe las cartas ve una que traía sello; conoce que es de la Policía de París, la abre con sobresalto y halla lo que deseaba. Su regocijo no tiene igual. Va corriendo a casa del juez, le manifiesta el perdón de Senville y quedan acordes en que se lo vista a su costa como corresponde, y en que entretanto dispondrá Eduardo lo necesario para que sin dilación se restituya al seno de su desgraciada familia, pero sin que él conozca por entonces a quién debe este favor.

Con efecto, el día siguiente llama el alcaide a su cuarto a Senville. Lo hace lavar, afeitar, peinar y vestir con mucha decencia. Senville ve todo esto con asombro. Pregunta repetidas veces al alcaide a quién debe tantos beneficios. El alcaide le responde que no lo sabe, pero sí que tiene orden de ponerlo en libertad. En esto entra el juez. Senville se arroja a sus pies y le pide con llanto le declare a quién es deudor de aquella inesperada felicidad. El juez le responde: « un hombre de bien y generoso».

«¡A un hombre de bien y generoso!, exclama Senville, ¡ah, sin duda el virtuoso Eduardo de Clermont es mi bienhechor! Sí, él es; él me vio en esta prisión. Yo evité sus miradas. Él me conoció, y no vio en mí un pérfido calumniador de su inocencia sino un hombre desgraciado. Su alma generosa se abandonó a los impulsos de su natural compasión; el rencor, la venganza no pueden tener acceso en un corazón tan sensible. ¡Ah, señor!, llevadme a la presencia del incomparable Eduardo, dadme el consuelo de que, postrado a sus pies, confiese los agravios que le he hecho, manifieste mi arrepentimiento e implore su perdón».

El juez accede a su súplica y lo lleva al momento a casa de Eduardo. Senville, confuso, aturdido, hecho un mar de lágrimas, se precipita a sus pies, le abraza sus rodillas y no acierta a pronunciar sino trémulamente estas palabras interrumpidas: «Soy un malvado..., calumnié a la virtud...; mi corazón se despedaza de dolor...; perdón..., perdón...»

Eduardo lo levanta con bondad y ternura: «Alzad, le dice, alzad del suelo, infeliz; venid a mis brazos, no habléis más de agravios ni injurias, me olvido de ellas al momento que me las hacen. Vuestra familia, a quien no dejé abandonada, llora vuestra ausencia, os espera con ansia. Tomad este indulto, aquí tenéis este bolsillo; todo está ya prevenido para vuestra partida. Marchad sin dilación a París; allí podéis ya vivir con seguridad. Consolad a vuestra afligida mujer y a vuestros tiernos hijos, enseñadles el camino de la virtud, pintadles el horror del crimen y los remordimientos continuos que lo acompañan, sed hombre de bien y justo, sed feliz: no os pido otra cosa».

Senville quiere hacerle ver toda la extensión de su arrepentimiento y de su gratitud. Eduardo lo interrumpe, vuelve a abrazarlo y se separa de él enternecedido en extremo. Senville, anegado en llanto, exclama con la mayor sensibilidad, «Dios os bendiga, modelo de virtud; Dios os conserve, generoso bienhechor. En el seno de mi desgraciada familia éstos serán mis continuos votos, y vuestro nombre será pronunciado con admiración, alegría y reconocimiento». Dicho esto, y sin poder contener el torrente de lágrimas que inundaba su rostro, baja la escalera, encuentra en el patio preparados ya caballos de posta e inmediatamente emprende su viaje a París. Llega, abraza a su familia, da noticia de cuanto le ha sucedido a todas las personas que conoce, excita la admiración de cuantos lo oyen; sigue los consejos de Eduardo, vive feliz y jamás se olvida de su bienhechor, a quien no deja de repetir continuamente su sincero afecto, sus reiteradas bendiciones y su inalterable gratitud.

Como la incesante aplicación de Eduardo a la lectura y a otros objetos siempre útiles a la humanidad le tenía algo quebrantada la salud, le aconsejaron los médicos que debía emprender un género de vida más activa, que le sirviese de distracción y fortificase su físico. Conociendo Eduardo que realmente le hacía falta el ejercicio y que le dañaba la meditación, determinó ir a ver algunos pueblos del Valais donde no había estado todavía, y después de algunos días de viaje volverse a su casa de campo, pasar allí el otoño y entretenerse en la caza, ejercicio que proporciona una distracción honesta y favorable a la salud. Efectivamente, acompañado de dos criados emprendió su viaje a caballo. En todos los lugares que recorrió, sin darse a conocer se ocupó, como siempre, en examinar lo más curioso que en ellos había y en socorrer varias necesidades; pero en uno de los pueblos, no distante de Leuk, se le presentó la ocasión más oportuna de ejercitar su beneficencia. A pocas horas de llegar a él, uno de sus criados le dice: «Señor, acabo de saber que en un miserable desván está enferma una viuda joven, llena de llagas, sin más auxilio ni amparo en su infelicidad que la compañía de una criada fiel, que habiéndola servido en el tiempo de su prosperidad no ha querido abandonarla en el de su desgracia. La causa de ésta no sé, pero sí que es cierta y digna de vuestra natural compasión». Eduardo oye estas palabras con conmoción, pregunta al criado si sabe la casa donde se halla aquella infeliz; le dice que sí, e inmediatamente va a informarse por sí mismo de la verdad. Entra en un oscuro y bajo desván. Jamás espectáculo tan doloroso se había presentado a su vista. Un jergón hecho pedazos en el suelo; una mujer desfigurada y cubierta de úlceras, echada en él, rodeada con unos andrajos, restos de una manta vieja; una joven vestida pobremente a su lado, que manifiesta en su semblante pálido, aunque gracioso, los horrores de la miseria: esto es lo único que se veía en aquel triste albergue. El corazón sensible de Eduardo se estremece. Pregunta con instancia quién es la enferma, y la causa de aquella infelicidad. La enferma quiere hablar, y no puede. La criada entonces, precipitándose a los pies de Eduardo, con una voz trémula, interrumpida de llantos y suspiros le dice: «¡Ay, señor! Esta señora es mi ama. Si tenéis un corazón humano, compadeceos de su miserable situación. En la flor de su edad, afligida de los males más crueles, está postrada en la pobre cama que veis. Ya se ha vendido todo cuanto tenía. Yo también he vendido hasta la poca ropa que me quedaba para alimentarla. Ya nada tenemos. Vamos a morir de hambre».

«No os moriréis de hambre, le interrumpe Eduardo enternecido, no. Yo seré vuestro protector; nada os faltará para alivio de vuestra miseria...»

«¡Ah, señor! Mi ama, mi pobre ama...»

«Sí, vuestra ama será cuidada y socorrida; vuestra fidelidad, ensalzada y recompensada. ¡Vos a su lado en situación tan deplorable...!»

«Sí, señor: hasta la muerte no la desampararé; sin mi asistencia, ¿qué sería de mi querida ama? No la dejaré, no. ¡Le debo tanto amor...! No es posible que yo pueda pagarle... ¡Socorrió tantas veces a mis pobres padres, a mis hermanitos...! No sé lo que me sucede; estoy fuera de mí. ¡Vos la socorreréis! ¡Vos la sacaréis de tanta miseria!»

«Sí, virtuosa joven, al momento...»

«Dios os pague tanta caridad...; me parecéis un ángel. ¡Qué consuelo dais a mi oprimido corazón!» Eduardo no puede resistir más. Sus ojos se llenan de lágrimas, y sólo puede decir a la criada: «Esperadme; voy a proporcionaros los alivios que tanto necesitáis, vuelvo al instante».

Sale de allí con su criado; busca un cuarto cómodo y claro, hace preparar una buena cama para la enferma y otra para la criada, y cuanto era menester para su decencia y bien estar. Llama al médico y cirujano del pueblo, y en poco más de una hora logra el consuelo, por su solicitud y vigilancia, de ver colocadas y contentas en su nueva habitación a las dos infelices que pocos momentos antes, no teniendo auxilio ni amparo alguno, sólo esperaban morir de miseria, abandonadas del mundo entero. Eduardo desea saber la causa de aquel infortunio. La criada quiere ocultarlo, pero Eduardo la insta, y al fin le dice que su amo se casó de veinte y dos años con su ama, que tenía diez y siete; que poseía aquél un regular patrimonio, y que ésta llevó muy buena dote; que el marido empezó a disiparlo todo con escándalo y profusión; que ni las lágrimas, ni la virtud de su esposa le habían podido contener en sus desórdenes y vicios, y que había muerto antes de cumplir los treinta años, sin hacienda, lleno de deudas y de males, dejando únicamente a su infeliz mujer el fruto funesto de sus crímenes vergonzosos. Eduardo oyó con horror esta relación, y compadeciéndose de nuevo de aquella desgraciada víctima de la relajación más abominable, dispuso todo lo necesario para ver si era posible conseguir su curación; y antes de marcharse de aquel pueblo dejó asegurada la subsistencia del ama y de la criada, y encargada al médico y cirujano la asistencia de la enferma, sin perdonar medio ni gasto alguno. Previno a la criada le avisase de todo cuanto ocurriese, y le prometió que no quedaría sin la debida recompensa su caritativa y extraordinaria fidelidad.

Después que Eduardo dejó arreglado todo lo que exigía la dolorosa situación de aquellas desventuradas, que no supieron cómo manifestarle su verdadera gratitud, siguió su viaje y llegó a su casa de campo. A pocos días supo que la triste enferma no había podido resistir a sus inveteradas dolencias, y que había muerto hecha un mártir en brazos de su fiel criada, con la más cristiana resignación. Inmediatamente hizo llevar a Leuk a la criada, la puso en una casa de su confianza, y siendo precisamente huérfana, hija de un pobre labrador, fue elegida aquel año para una de las dotes, como que había dado tantas pruebas de su heroica virtud. Eduardo añadió a la dote dos mil pesetas más, y la casó con un oficial de los más adelantados y honrados de su fábrica de lienzos. Vivió feliz, fue modelo de perfección, y así premió el Cielo la fidelidad que conservó a su ama hasta la muerte. ¡Qué pocos ejemplos de una fidelidad tan constante, tan humana, tan desinteresada se ven en el mundo!

Pasaba Eduardo su vida tranquilamente en su casa de campo, ocupándose algunos ratos en la caza, con cuyo ejercicio moderado lograba fortificar su salud. Una mañana temprano andaba por las orillas del Ródano divirtiéndose en tirar a los pájaros que veía en el agua. Oye estos gritos lamentables: «¡Mi padre se ahoga, mi padre se ahoga; socorro, socorro!». Mira a todas partes: nada descubre, una hondonada ocultaba a las personas que gritaban. Acude corriendo a las voces, ve a dos bellas jóvenes en la mayor desolación, alargando los brazos en acto de quererse arrojar al río, y en él luchando con la rápida corriente a un hombre al parecer de bastante edad. El peligro de aquel infeliz no le deja prever el suyo. Tira la escopeta y el sombrero, quítase la casaca, arrójase al río; saca al hombre, que ya fatigado de los esfuerzos que hacía para salir estaba casi sin fuerzas, lo deja salvo en la orilla, dice a las jóvenes apresuradamente y con ternura: «¡Desgraciadas! Ahí tenéis a vuestro padre; tomad para socorrerlo»; y sin detenerse más, les da un bolsillo, y tomando la escopeta, el sombrero y la casaca, echa a correr. En vano el anciano alarga sus trémulas manos hacia su libertador, en señal de su gratitud; en vano las hijas le ruegan que se detenga para manifestarle su reconocimiento. El generoso Eduardo, contento de haber salvado la vida a un hombre, no quiere más recompensa que la satisfacción interior que llevaba en su corazón. Aquellas gentes, asombradas de un acto de humanidad tan desinteresado, lo publican después por todas partes con entusiasmo y regocijo; dan las señas del hombre a quien debían tanto bien, y al fin descubren que ha sido Eduardo, y todos conocen que su humanidad llega a tal extremo que no permite dejar sin socorro al infeliz, aun a riesgo de su propia vida.

Poco tiempo después, casi pasada media noche, le avisan que en unas casas de labradores, no muy lejos de la suya, se había prendido fuego. Levántase con precipitación y va corriendo con todos los criados que encuentra a socorrer aquella desgracia. Llega sudando y afanado. El incendio ya es general; da algunas disposiciones para contenerlo, no es posible. Las llamas se extienden rápidamente. Los mugidos espantosos de los animales robustos y pacíficos que ayudan al hombre a abrir las entrañas del tierra para obligarla a damos el nutrimento más necesario, el estrépito del fuego, el zumbido del aire, el clamor de los que perdían cuanto habían recogido con su sudor y trabajo, la oscuridad de la noche, todo forma el espectáculo más triste y horroroso. Pregunta Eduardo si hay algunas personas dentro; le dicen que todas se han salvado enteramente desnudas, y conociendo que ya no hay arbitrio para impedir los estragos del incendio, corre a consolar a aquellos infelices labradores, que con dolorosos lamentos y gemidos lloran la pérdida de su subsistencia y de sus pobres familias. Hombres, mujeres y niños, en la desnudez más espantosa, confusos, desolados, presentan el cuadro más deplorable y doloroso. Eduardo se acerca a ellos, les ofrece reparar sus pérdidas, los consuela y los lleva a su casa. Inmediatamente envía a Leuk por ropas, los viste, los mantiene, y haciendo reedificar sin la menor dilación los caseríos quemados, vuelve a colocar en ellos, del mismo modo que estaban antes, a aquellas afligidas y virtuosas familias, que sin los generosos auxilios de Eduardo hubieran sido desgraciadas toda su vida. Jamás se olvidaron de su bienhechor; siempre lo bendecían, y siempre que Eduardo iba a su casa de campo gozaba el dulce placer de ver la felicidad que les había proporcionado, y de recibir los testimonios más sencillos de su eterna gratitud.

Mientras Eduardo disponía todo lo necesario para que aquellos honrados y aplicados labradores pudiesen restituirse a sus hogares, se le presentó otra ocasión no menos lastimosa para ejercitar su humanidad. Determinó pasar dos o tres días en uno de los montes inmediatos, examinando las producciones de la naturaleza que ofrecía aquel país y divirtiéndose en la caza. Llevó consigo a sus dos fieles, antiguos e inseparables criados, a un mozo con dos caballos y provisiones, y algunos libros. Una mañana se internó en una montaña muy elevada y montuosa, siguiendo a una cabra montés que había herido. Al llegar casi a la mitad de la falda, descubre por entre unas enmarañadas encinas una pobre choza, y a la puerta un anciano venerable sentado en una piedra, con cinco niños pequeñitos alrededor. Párase a observar lo que hacía aquella interesante familia, y ve que el anciano saca de un zurroncillo un pedazo de pan negro, que hace de él cinco partes iguales y que da una a cada niño, quedándose sin nada. No fue tanto lo que le admiró esto como ver que, levantándose los niños, alargaban sus tiernas manecitas hacia el anciano, presentándole el pan que les había dado y haciendo movimientos que indicaban que cada uno a porfía le instaba tomase la parte que le había tocado. El anciano los abraza, los besa y les obliga a comer el pan, enjugándose los ojos con su tosco vestido. El alma sensible de Eduardo se conmueve en extremo, penetra la amargura y desolación de aquel infeliz anciano y no puede sufrir más tiempo ser mero espectador de su desgracia. Deja la escopeta a uno de los criados, y acompañado del otro se dirige hacia la choza. Al verlo se turban el anciano y los niños. Eduardo los tranquiliza, diciéndoles con ternura y afabilidad: «No temáis, respetable anciano; no os asustéis, hijos míos. Vengo sólo a consolaros, a socorreros»; y llegándose a ellos prosigue: «Venerable anciano, vuestra presencia y la de estas inocentes criaturas ha penetrado vivamente mi corazón. No puedo dudar que sois desgraciado. Referidme vuestros infortunios. Habláis con un hombre que no os dejará sin consuelo en vuestra aflicción, sin alivio en vuestra adversidad».

«¡Ay, señor!, exclama el triste anciano, mi infelicidad y mi dolor han llegado a su extremo. Estas cinco criaturas que veis alrededor de mí son nietos míos: esta niña y este niño son hijos de una hija mía, y esta niña y estos dos niños de un hijo, que era el único en quien esperaba el consuelo de mi vejez... ¡Ay, Dios mío!, ambos murieron el año pasado con mi nuera y mi yerno, de resultas de unas calenturas malignas que se padecieron por este país. Yo también estuve a las puertas de la muerte, pero el Cielo me quiso conservar la vida para cuidar de estas criaturas. ¡Cuánto mejor hubiera sido que yo hubiese muerto, y que viviesen a lo menos mi hijo y mi yerno! Así estos pobrecitos tendrían padres que los criasen; pero de mí, ¿qué pueden esperar, si ya no tengo fuerzas para trabajar, si ya estoy muriéndome de vejez? Hijos de mi alma, pedazos de mi corazón (y dice esto besándolos, abrazándolos y derramando copiosas lágrimas) ¡qué desgraciados sois! ¡Quién cuidará de vosotros si os falta vuestro pobre abuelo, si su cansada vejez le imposibilita para poder buscaros un pedazo de pan! Aquí moriremos todos de miseria, hijos míos...»

«No, le interrumpe Eduardo, no temáis tan funesta desgracia. Desde hoy acabaron vuestros infortunios. Vendréis todos conmigo, estaréis en mi casa; cuidaré de vos, respetable anciano, educaré a vuestros hijos, seré su padre, y vuestra felicidad aumentará la mía».

El anciano se arroja trémulamente a sus pies y quiere demostrarle su gratitud; pero el gozo y el llanto se lo impiden, y sólo puede decir con mucha agitación y sensibilidad: «¡Conque ya no perecerán de hambre mis pobrecitos hijos! ¡Gran Dios, qué consuelo! Ya moriré contento».

Los dos niños mayores, viendo llorar a su abuelo le dicen con inocencia: «¿Por qué lloráis, abuelo mío, si este señor dice que iremos a su casa y que será nuestro padre?»

«Sí lo seré, hijos míos; venid todos conmigo, que mi corazón no estará satisfecho hasta que os vea tranquilos, contentos y felices».

Eduardo manda inmediatamente a sus criados que lleven allí los caballos, y colocados todos en ellos del mejor modo posible se volvió sin dilación a su casa de campo, trayéndose al anciano y a los niños. Puso a los tres varones desde luego en su establecimiento rural, con la idea de que fuesen labradores como sus padres, y envió a las dos niñas a su escuela para que recibiesen en ella los elementos de una buena educación. El anciano permaneció en la casa mientras vivió, tratado con el mayor cuidado y bendiciendo sin cesar a su bienhechor, y los nietos lograron bajo la protección generosa de Eduardo establecerse cómodamente luego que tuvieron la edad conveniente para ello, y ser miembros útiles a la sociedad.

Estos dos hechos tan interesantes por sus circunstancias se divulgaron por todo el Valais, y dieron a conocer a sus habitantes que la beneficencia de Eduardo era tan incansable como ilustrada. Nadie podía oír hablar de este hombre extraordinario sin enternecerse, sin amarlo y sin considerarlo como el más digno del respeto, de la estimación y de la gratitud de todos los corazones sensibles. Eduardo lograba esta recompensa de su virtud, y la consideraba superior a la de tantos hombres que sólo se han hecho célebres en el mundo por las ruinas, las devastaciones y las calamidades que han ocasionado con sus triunfos al género humano. Pero nada le penetró más vivamente de aquel regocijo interior que producen las buenas acciones, y que sólo pueden sentir en toda su extensión los corazones que las practican, que el natural y sencillo reconocimiento que le manifestaron todos los labradores que habitaban a las inmediaciones de su casa de campo.

Como los dos actos de beneficencia que acababa de hacer habían recaído sobre labradores honrados y pobres de aquellos contornos, creyeron todos sus compañeros que debían públicamente hacer a Eduardo una demostración de su alegría y gratitud. Con este objeto se juntaron un día de fiesta todos los labradores y labradoras, se dividieron en dos cuadrillas iguales y cada una, formando un cuadrilongo, puso en el centro un grupo de jóvenes y doncellas y otro de niñas y niños, vestidos graciosamente al estilo del país y coronados de laurel, que llevaban, en azafates y canastillos de mimbres, frutas y flores del tiempo. En esta disposición se dirigieron todos a la casa de campo de Eduardo, y entrando en un gran patio que había en ella, al son de panderos, sonajas, flautas y otros instrumentos campestres cantaron y bailaron con mucha gracia y destreza y fueron presentando a Eduardo, con tiernas aunque sencillas ceremonias, los canastillos y azafates de frutas y flores como un tributo que pagaba el reconocimiento a la beneficencia. Eduardo, enternecido, recibió con la mayor bondad aquella sincera demostración del afecto y gratitud de gentes tan buenas y honradas, que con la más inocente y pura alegría dieron fin a esta función, la más brillante, la más patética, la más interesante que podía ofrecerse al corazón sensible y generoso de Eduardo. ¡Cuántas lágrimas cayeron de sus ojosaquel día! ¡Cuántos dulces placeres le produjo aquella escena deliciosa en que la naturaleza, sin disfraz, se mostró a su vista tan tierna, tan grande, tan sublime!

De estos verdaderos deleites gozó Eduardo muy repetidas veces en el curso de su vida. ¡Cómo es posible pintarlos, ni cómo es fácil referir los muchos actos de beneficencia que ilustraron su carrera e inmortalizaron su memoria! Basta decir que vivió ochenta y ocho años sin haber dejado un solo día de hacer bien a sus semejantes. ¡Dichoso él, que volviendo los ojosatrás y recorriendo el inmenso espacio que lo separaba de la cuna, no tenía que reprenderse de haber empleado mal el tiempo, la fortuna y el talento! ¡Qué memoria! ¡Infeliz aquel que, considerando lo pasado y registrando el curso de su larga vida, no ve sino desórdenes, vicios, disipaciones, y jamás una acción útil a la humanidad!

No tenía este desconsuelo Eduardo en el último período de su vida. Tranquilo y contento esperaba su fin sin sustos ni temores. Ya en sus postreros años la cansada vejez, agobiando su existencia y debilitando sus fuerzas, le tenía casi sin movimiento en un canapé. Su cabeza firme y despejada conservaba todavía el juicio y discernimiento más cabal, pero sus piernas flacas y trémulas no le dejaban andar. Sin embargo, hacía que lo llevasen los días de fiesta a la iglesia en una silla de ruedas. Apenas lo veían las gentes en la calle cuando indistintamente ricos y pobres se esmeraban en ayudarle, en acompañarlo y en servirle de consuelo. ¡Cuántas veces, al verlo en aquel estado de caducidad, considerando que se acercaba indispensablemente el tiempo de perderlo, no podían contener los lamentos ni las lágrimas! En fin, consumida su naturaleza, lo postra en la cama y anuncia a todos que llega el tiempo en que debe pagar el tributo inevitable a todo viviente. Esta funesta noticia extiende por todas partes la consternación y la amargura; la esperanza desaparece de todos los corazones, y la persuasión de un mal irremediable los priva, por la fuerza del sentimiento, aun de la facultad de gemir y suspirar. El silencio profundo, la tristeza general, son los únicos indicios del dolor, los testigos más elocuentes de la aflicción que todos padecían. Eduardo muere como el hombre justo, dejando repartidos sus bienes entre sus criados y entre el hospital, la casa de corrección y la cárcel, y asignados los necesarios para que se continuase todos los años el caritativo establecimiento de dotar a las diez doncellas.

Eduardo, el benéfico Eduardo, acaba de morir. Esta voz, propagada con tanta rapidez como el viento, lleva la desolación, la angustia y la tribulación a todos los pueblos del Valais. Todos se creen obligados a tributar homenajes públicos a su digno bienhechor; pero la villa de Leuk, que lo había poseído tantos años, da a conocer con más aparato la aflicción que le causaba su pérdida. El Ayuntamiento, penetrado justamente de dolor, hace una proclamación lamentable al pueblo, anunciándole que ya no existe aquel hombre humano y generoso a quien debían tantos beneficios, y convida a todos sus habitantes a llevar luto riguroso por nueve días en señal de su amarga pena, y a asistir a sus funerales. A pesar de que Eduardo había mandado que se le diese sepultura con la mayor moderación, el Ayuntamiento dispone que se haga con la pompa más solemne. Todos los magistrados y principales sujetos de la villa y de los alrededores, vestidos de luto, la tropa con armas a la funerala y cajas destempladas, y un numeroso concurso de viejos, jóvenes, mujeres y niños, acompañan su cadáver cubierto de ciprés. Al principio, oprimidos de dolor los corazones, sólo se desahogaban en lágrimas; pero, no pudiendo después contener los violentos impulsos de su pena, exclaman todos alternativamente en altas voces: "¡Murió el héroe de la humanidad! ¡Murió el padre de los pobres! ¡A quién recurriremos en nuestras desgracias! ¡Quién socorrerá a nuestros infelices hijos! Ya no tenemos quien nos liberte de una calamidad; ya faltó todo consuelo para nosotros. ¡Gran Dios, recibid en vuestros brazos al hombre justo que tan bien supo imitaros en la tierra! Y tú, bienhechor de la humanidad afligida, no nos olvides desde la eterna morada donde reposas, gozando el premio de tus buenas obras.

¡Qué panegírico! Estos y otros muchos clamores se oían por todas partes, mezclados de repetidas alabanzas y bendiciones. En medio de estas demostraciones de la aflicción pública llegaron al templo, y poniendo el cadáver en un elevado y suntuoso túmulo, pronuncia un elocuente orador el elogio fúnebre del incomparable Eduardo. La verdadera y sencilla pintura de sus sublimes virtudes y acciones generosas y humanas renueva la aflicción, inspira la admiración y hace derramar las más tiernas lágrimas a todo el concurso. ¡Qué diferencia de aquellos elogios estudiados y pomposos que, con escandalosa profanación de la santa verdad, consagran muchas veces al vicio la baja adulación, la insensata vanidad o el detestable orgullo, que sólo pueden excitar la abominación pública y el horror de considerar a qué extremo llega la corrupción cuando la iniquidad se celebra como la virtud, y la insensibilidad como la beneficencia!

Concluidos los funerales y depositado el cadáver en una bóveda, repitiendo la multitud sus gemidos, llantos y exclamaciones se retiraron todos los concurrentes, llevando cada uno angustiado su corazón y estampada en él la memoria de una pérdida que debía llorar eternamente. Después mandó el Ayuntamiento construir un modesto pero respetuoso mausoleo, y colocando en él los restos inanimados del hombre más sensible y humano hizo grabar esta sencilla inscripción:


EL PUEBLO DE VALAIS
RECONOCIDO
A
EDUARDO DE CLERMONT,
PADRE DE LOS POBRES.

Así vivió y murió el virtuoso Eduardo, así fue honrado y llorado en vida y en muerte; y ésta es la justa recompensa reservada a las almas sublimes y generosas que adquieren por sus bellas acciones el título glorioso de amantes de la humanidad. Ricos de la tierra, cualquiera que sea vuestro estado y condición, aprended a hacer el más digno uso de vuestra opulencia; aprended a gustar verdaderos deleites, a gozar del delicioso placer de ver correr las lágrimas del reconocimiento, a ser los protectores de los infelices si queréis merecer el aprecio y la consideración que adquirió el inmortal Eduardo. Pero si duros y crueles despreciáis al desgraciado, si sordos a los lamentables gritos de la naturaleza no socorréis la pobreza virtuosa, y empleáis vuestra fortuna en perseguir, en oprimir a vuestros semejantes, llevaréis con vosotros mismos vuestra memoria al sepulcro, y no saldrá jamás de él sino para ser la execración de los hombres y para maldeciros por los males que hayáis causado al linaje humano.

Almas sensibles, corazones compasivos, venid conmigo a llorar sobre el sepulcro de un hombre de bien, que por sus continuas acciones benéficas vivió con dulzura y tranquilidad, murió sin remordimientos y sin temores y adquirió el dulce nombre de padre de los pobres, y en el más alto grado la consideración, el respeto, el amor y el reconocimiento público. ¡Ojalá que la lectura de esta anécdota inspire el deseo de imitar al héroe que representa! ¡Ojalá que a lo menos produzca el alivio de una sola familia desgraciada y virtuosa, y que la Religión y la verdadera filosofía, prestándose un mutuo auxilio y desterrando de la sociedad de los hombres el lujo escandaloso, el egoísmo abominable, la sórdida avaricia y la indolencia orgullosa, los reúnan con los vínculos más estrechos y hagan que ocupen el lugar que usurpan estos vicios la moderación, la beneficencia, la generosidad y la compasión, para alivio de los infelices y para consuelo, felicidad y honor de toda la especie humana!




 
 
FIN
 
 



ArribaApéndice

ADVERTENCIA prologal al vol. III en las ediciones de 1787, 1799 y 1816.


Ya hace algún tiempo que, con objeto de ocupar varios ratos que me dejaban libres mis precisas ocupaciones, escribí las anécdotas publicadas en los dos tomos anteriores; pero sin embargo de que diferentes amigos de juicio, prudencia y literatura me estimularon a que las diese a luz, persuadidos de que este género de escritos, en que está mezclado lo útil con lo dulce, atraen a la lectura aun a los que se fastidian de la moral menos rígida, y producen efectos muy útiles y sensibles en los corazones más obcecados en los vicios, con todo, desconfiado de agradar al público nunca me determiné a hacerlo hasta que D. Mariano de Anaya lo ejecutó con bastante repugnancia mía. Habiéndose ausentado el referido Anaya de esta Corte, y observado yo la benignidad con que el público ha recibido esta corta producción mía, no puedo menos de continuarla y de manifestarle mi agradecimiento declarando mi nombre, advirtiendo al mismo tiempo que algunas personas han creído ser traducción lo que solamente es original, sin otra circunstancia que la de haber imitado los Cuentos morales de Marmontel, las Anécdotas de Monsieur Arnaud y de diferentes otros que, sin duda con el mismo objeto que yo, se dedicaron a composiciones de esta especie, que se pueden graduar por unos pequeños poemas.

Tampoco puedo dejar de advertir que en el discurso de esta obrita me internaré en materias diferentes de las anteriores, proponiéndome siempre hacer ver el horror del vicio y el triunfo de la virtud con expresiones que exciten la sensibilidad del corazón humano, pues aunque la pasión del amor creen algunos es la mejor para excitarla, hay otros sentimientos no menos interesantes a la humanidad, y capaces de arrancar las lágrimas aun de los corazones más estériles. Vale.