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Vuelve Juanillo a visitar a su tío

José Joaquín Fernández de Lizardi





JUANILLO.-  Buenos días, tío; ¿cómo va?

TORIBIO.-  Bien, hijo; ¿cómo te ha ido a ti? ¿Cómo está mi hermano y sobrinas?

JUANILLO.-  No tienen novedad. ¿Y mi tía y las muchachas, que nunca están en casa cuando vengo, tienen salud?

TORIBIO.-  Sí, a Dios gracias. No las hallas porque andan ocupadas. ¿Qué traes ahí?

JUANILLO.-  Cuatro libritas de arroz y cuatro de chile que le envía a usted mi padre.

TORIBIO.-  ¡Pobrecito! Dios se lo pague. Siempre ha sido buen hermano y buen ciudadano: hace estas caridades con los pobres extraños, preciso es no se desentienda de su sangre. ¿Qué le dijiste mi escasa situación?

JUANILLO.-  Sí le dije, y se condolió muy mucho. Dice que ya sabe usted cómo está; que se holgara tener otros posibles para aliviar a usted como le inspira su corazón; pero que reciba usted esta friolera como señal de su cariño.

TORIBIO.-  Vuelvo a decir que mi hermano es buen deudo y buen prójimo; yo no puedo pagarle estos favores o caridades, pero bien escritas están en el libro indeleble de los méritos.

JUANILLO.-  Vaya, tío, haga usted vaciar mi servilleta.

TORIBIO.-  Vamos..., aunque sea en esta cazuela...; échala.

JUANILLO.-  Ya está.

TORIBIO.-  ¡Y qué bueno está el arroz y el chile!

JUANILLO.-  Si como está de bueno en la calidad el efecto está de seguro en el peso, hicimos viaje redondo.

TORIBIO.-  ¿Pues qué temes que no esté cabal?

JUANILLO.-  Sí, la verdad.

TORIBIO.-  No lo pesarías bien.

JUANILLO.-  Ni bien ni mal lo pesé yo, sino el tendero, porque lo fui a comprar.

TORIBIO.-  Pero delante ti no lo podían pesar mal.

JUANILLO.-  Ésa es la pieza, que delante de mí puede estar escaso...; veámoslo...; traiga usted sus balancitas, veremos.

TORIBIO.-  Aquí están, y las cuatro onzas.

JUANILLO.-  Echo, pues, el arroz... ¿ve usted? Tiene dos onzas menos. Veamos el chile... ¿qué tal? Casi le falta lo mismo.

TORIBIO.-  Pero, hijo, ¿en qué puede estar este robo? ¿No lo viste tú pesar?

JUANILLO.-  Sí, señor.

TORIBIO.-  ¿Y estaba cabal en la tienda?

JUANILLO.-  No sólo cabal, sino corrido.

TORIBIO.-   ¿Pues cómo te ha mermado tanto? ¿Se lo ha comido la servilleta, o se ha evaporado?

JUANILLO.-  Nada de eso.

TORIBIO.-  ¿Pues qué ha sucedido?

JUANILLO.-  Me lo han robado.

TORIBIO.-  ¿Cómo robado? ¿A tus ojos?

JUANILLO.-  Sí, señor. ¿No se acuerda usted que le dije el jueves pasado que estos semilleros tienen la gracia de robar a ojos vistas?

TORIBIO.-  Es verdad.

JUANILLO.-  Pues oiga usted el modo y escandalícese. Hacen como que están muy de prisa, y cuando les compran algún efecto de peso, ponen éste en el plato correspondiente de la balanza, echan en el otro arroz, chile o lo que es, escasamente, de modo que el plato en que están las cuatro o las seis onzas pese más. En este estado hacen como que ajustan en el otro el peso que falta; pero esto echando del efecto poco y desde una altura que ellos tienen medida: precisamente, como la gravedad del cuerpo aumenta a proporción de las columnas de aire que oprime, con poco que echen se va el plato a plomo, y luego luego, sin dejar que busque el fiel de la balanza el justo equilibrio y desengañe de su trampa, vuelcan el efecto en la canasta o servilleta del comprador, creyendo éste que va de más o que está corrido, como dicen; y este fraude se verifica corrientemente en la carne.

TORIBIO.-  ¿Es posible?

JUANILLO.-  Sí, tío.

TORIBIO.-  ¡Qué pícaros son los que tal hacen! ¿Qué no sabrán éstos que Dios manda que no se tengan dos pesos o marcos, ni dos almudes grande y pequeño, y que la balanza engañosa y la libra infiel la abomina su majestad? ¿No sabrán que esta ira del Señor no se entiende con los platos, fieles ni cordeles de las balanzas, ni con los marcos falsos, ni con las engañosas romanas, almudes y varas, sino contra los que usan mal de ellas?

JUANILLO.-  ¡Qué han de saber, si apenas saben la doctrina!

TORIBIO.-  ¿Qué dices?

JUANILLO.-  Lo que usted oye. Apuesto las orejas del Pensador, aunque no quiera, a que si examino en los principios de su religión a uno de éstos no me responde tres preguntas.

TORIBIO.-  Ésa es temeridad; ¿no son cristianos?

JUANILLO.-  Sí, porque les echaron las aguas del santo bautismo; por lo demás...

TORIBIO.-  ¿Pues no sabrán el catecismo del padre Ripalda?

JUANILLO.-  Sí, algunos lo sabrán de cuerito a cuerito; pero como el loro, pues si le pregunta usted o le replica sobre una de sus decisiones, maldito sea lo que respondan a derechas.

TORIBIO.-  ¿Y en qué te fundas para esa afirmación?

JUANILLO.-  ¡Toma, en qué me fundo! En que ni tienen caridad ni la conocen, ni tienen religión, o si la tienen, no creen ni sus preceptos ni sus anatemas. ¿Cómo era capaz que, si fueran cristianos y creyeran en su ley o la supieran bien, fueran tan ladrones ni robaran tan a las claras?

TORIBIO.-  ¿En qué te fundas?

JUANILLO.-  En que su religión y la mía dice que sin caridad es imposible salvarse, y san Agustín dice...; pero ¿qué entienden éstos de san Agustín? Yo les citara el catecismo, que a lo menos acaso lo leyeron en la escuela; pues el catecismo dice: «¿El que hurtó o dañó bástale confesar su pecado?» Y responde: «No, si no paga lo que debe...» Conque un ladrón de éstos, un usurero, un monopolista, aunque se confiese, ¿no le vale la confesión? «No, si no paga lo que debe». ¿Y cómo pagará uno que roba a poquitos y por costumbre? ¿Sabe usted cómo, tío?

TORIBIO.-  ¿Cómo?

JUANILLO.-  Con que se lo lleve el diablo.

TORIBIO.-  ¡Hombre, eso es temeridad!

JUANILLO.-  No es sino verdad infalible. La temeridad está en creer que Dios les dé un auxilio eficaz a la hora de los gestos a uno de éstos que, fiado en su misericordia, se esté de asiento robando a cuantos puede.

TORIBIO.-  ¿No ha habido Dimas, Agustinos, Egipcíacas, Cortonas, etcétera?

JUANILLO.-  Sí; pues que se fíen en eso y no corran a ver si Dios, ha hecho escritura de hacer milagros sin necesidad...; pero ya esto me va pareciendo sermón. No cojamos las cosas tan de arriba; bajémonos acá bajo y hablemos a la pata la llana cuanto usted quiera, que a mí se me va la lengua de repente, y hago un misionero que no me falta más de la campanita.

TORIBIO.-  Pues bien, hijo, hablemos de lo que quieras y en el estilo que te acomode.

JUANILLO.-  Profanito, tío, profanito, y clarito clarito, que nos entendamos bien. ¿Qué le parece a usted de la policía de México, no está linda? No hay duda: México no tiene que envidiar a Londres, París ni Filadelfia. Si aquí vinieran algunos extranjeros, no podían menos que copiar los estatutos de policía y planes económicos de aseo, hospitalidad e industria, porque estos ramos están en nuestra ciudad adelantadísimos. ¡Jesús! Es una gloria ver las calles de México: por aquí un montón de basura, por allí un vómito de borracho; por este lado una empanada de muchacho, por el otro un turrón de adulto; aquí una saca de carbón, allí un poco de estiércol que sobró al carretón y por no poderlo llevar lo dejó hasta otro día... ¿Qué diré a usted del alumbrado, especialmente por los barrios y por las albarradas en donde era más necesario? En algunas partes parecen viruelas locas: un farol en Flandes y otro en Aragón; esto es donde los hay, pues hay parajes en que bien puede usted ir de noche desnudo sin que sepan si es hombre o mujer los que lo encuentren.

TORIBIO.-  ¿Es posible?

JUANILLO.-   Es posible.

TORIBIO.-   Pues no, por esta calle de Vanegas hay faroles y con luz toda la noches

JUANILLO.-  Yo no vivo aquí pero no dudando de la verdad de usted, ésta es una hipocresía de policía. En las calles principales hay muchos faroles y cuidado con ellos, y en los barrios y albarradas casi obscuro. Pues, tío de mi alma, todos pagan y contribuyen para el aseo, la limpieza y seguridad de la ciudad, los del centro y los de los suburbios; pero ya se ve, en el centro viven los señores... ¿Qué diré a usted de la vigilancia de los serenos o guardas nocturnas? Cumplen exactísimamente. Hay parajes donde no puede usted salir solo y seguro a las nueve de la noche, porque el sereno no parece en su respectivo lugar. El día primero de este mes, a las nueve y media de la noche, dos léperos le llevaron a una infeliz un envoltorio de ropa que tal vez iba a entregar a su dueño. Este robo fue en la calle de Puesto Nuevo, que no es tan arrabal; la miserable mujer iba gritando: «¡Sereno, sereno, que se llevan mi ropa!». Yo a los gritos salí al balcón, y a los diez o doce minutos fue apareciéndose un sereno, como la estrella de los magos, con su luz resplandeciente; pero ¿a qué? Ya el ladrón o ladrones estarían muy despacio disfrazando su pillaje. La mujer corrió como por la calle de Mesones, y en toda aquella carrera no vi un solo farol de sereno. Aplique usted el cuento. ¿No está linda la policía?

TORIBIO.-  Pero, hijo, ¿cómo ha de ser? Para todo esto es necesario que la ciudad, esto es, el ayuntamiento, tuviera fondo; no lo hay, conque ¿cómo se ha de remediar?

JUANILLO.-  Bien puede ser que no haya dinero para aceite; pero en aquellas cosas en que no se necesita dinero ¿qué disculpa habrá? Para no visitar todos los días, si es posible, las panaderías, carnicerías, velerías, etcétera, ¿qué disculpa hay? Para no imponer la tasación y venta pública de víveres, ¿cuál es el embarazo? Para que las calles estén aseadas, ¿qué lo impide? Para quitar ese estanco de carbón de la plazuela de Jesús, que ya hace más daño que provecho, ¿cuál es la dificultad? Para obligar a los dueños de coches de alquiler a que no cobren por razón de flete más de un real por un cuarto de hora, ¿qué estorba? Para quitar ese mercado de verduras, frutas, etcétera, que está en la plazuela del Volador, formando un cuadro ridículo e indecente con el palacio nacional, la universidad, el colegio de Porta-coeli y el comercio, que, después de las muchas suciedades y basuras de que siempre está lleno, es, a más, una especie de estanco de todos los víveres, pues aunque hay otras placillas como la de Santa Catarina, la de Jesús, y San Juan, regularmente no traen a sus vecinos comodidad, pues siendo sus abastecedores resgatones, tienen aquellos que enviar o ir hasta la Plaza grande, como la llaman. Repartidos los vendedores de ésta en las demás plazuelas, resultaban de esta provincia tres beneficios a lo menos. El primero, la limpieza y desembarazo de un lugar tan principal de la ciudad, y tan afeado con aquellos jacalones, bulla y suciedad. El segundo, la comodidad de los habitantes de México, pues les sería de mucha tener con inmediación a sus casas los mercados de los comestibles. Y la tercera, la disminución del monopolio, pues es cosa cierta y asentada que los monopolistas no pueden hacer de las suyas estando separados con la misma facilidad que juntos, porque de este modo se pasan el santo, y corre la voz cuando se les antoja encarecer un efecto con la misma velocidad que en la tropa; y separados no es así, porque unos quieren, otros no, unos saben la cuota prefijada, otros la ignoran, y por fin, los timoratos pueden obrar con libertad y dar más barato sin riesgo de malquistarse con los compañeros, lo que no hacen estando juntos porque temen incurrir en la desgracia de los demás. Y ya usted ve que para establecer este benéfico rasgo de policía no es menester ni mucho dinero ni mucha fatiga, porque hay cosas que se hacen con sólo querer hacerlas los que mandan.

TORIBIO.-  Pero, hijo, esto sería dar mucho que hacer a los señores regidores.

JUANILLO.-  No le hace. ¿Para qué otra cosa están puestos sino para procurar el mayor lustre de la ciudad y provecho de sus habitantes? El pueblo cuando los eligió y depositó en ellos su confianza ¿fue para que lucieran el uniforme ni fungieran el empleo, o antes para que trabajaran usque ad aras en su beneficio? ¿Pues cómo podrán disculparse los regidores apáticos que lo menos que cuidan es del aseo de la ciudad, ni del remedio de los abusos circunscriptos en la esfera de su autoridad y, por lo mismo, fáciles al remedio? ¿Por qué han de estar las calles tan sucias y asquerosas en una ciudad tan linda como México? ¿Por qué ha de haber muladares dentro de sus mismos fosos, y tan inmediatos como están los de San Lázaro y San Pablo? ¿No se advierte que estas sentinas de inmundicias bastarán a corromper el aire y causar enfermedades contagiosas?

TORIBIO.-  ¿Pero dónde quieres tú que se tire la basura?

JUANILLO.-  En el campo; y cada dos meses que se queme, y con esto se respirará un aire más puro y serán más aseados esos lugares. Vélese asimismo sobre la conducta de los vivanderos y serenos, corríjase el hurto público de los coches y háganse otras cosas que no tengo tiempo para decirlas.

TORIBIO.-  Mucho trabajo quieres dar a los señores diputados.

JUANILLO.-  Yo no quiero más sino que desempeñen el título que gozan. Los que hoy tenemos hacen cuanto pueden; pero si no hacen más, yo puedo ser regidor.

TORIBIO.-  Y si tú tampoco podías hacer lo que ellos desearán hacer, ¿qué hicieras?

JUANILLO.-  Errar o quitar el banco. A Dios.

TORIBIO.-  A Dios, muchacho. Dios te haga un santo y te tenga de su mano. ¿Cuándo vuelves?

JUANILLO.-  De repente me tendrá usted por acá.

TORIBIO.-   Pues a Dios.




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