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Antonio García Teijeiro

Semblanza de Antonio García Teijeiro

Mi papel como docente y mi papel como escritor van y han ido siempre de la mano.

Comencé a dar clase en una unitaria de Vigo, cuando aún cursaba Preuniversitario. Yo ya sentía en mi interior la necesidad de enseñar. Me encantaba enseñar y hacer partícipes de mis conocimientos a niños y niñas que parecían algo desnortados. Nunca dejé de enseñar, ni siquiera cuando todavía no tenía título. Antes, incluso, de hacer la carrera de Magisterio.

Mi primer año de profesor de EGB con titulación, maestro, mejor, pues es una palabra preciosa, fue en el año 1977, más o menos. Yo ya tenía un bagaje pedagógico importante y una idea de la enseñanza muy distinta a la que se impartía en las escuelas de la época. Yo amaba y amo las lenguas.

El gallego, despreciado, escondido, fuera de circulación y estigmatizado, me llevó, en cuanto fui consciente de su precaria existencia, a comprometerme con una lengua hermosa y maltratada.

El castellano, lengua de prestigio en la que fui educado, me encantaba. Nunca he querido guerras. El castellano ha estado presente en mi vida continuamente. Y sigue estando. Yo impartí ambas lenguas cuando la lengua gallega se incorporó al currículum escolar. Sí, las dos. El compromiso con la lengua que me habían robado, junto con la historia de mi tierra y su literatura, jamás mermó ni un ápice mi pasión por la lengua de Cervantes. Me comprometí con el gallego, pero seguí (y sigo) comprometiéndome con el castellano. Llevo ya mucho tiempo diciendo que las lenguas están para sumar, nunca creando conflictos absurdos. Y yo, por las circunstancias que concurren, soy un privilegiado porque tengo dos idiomas y puedo escribir y hablar en ambos.

Me apasiona la literatura. Toda la buena literatura. Y, en especial, la poesía. Mis alumnos de 8.º de EGB tenían muy cerca de ellos a Rafael Alberti, a León Felipe, a Federico, a Blas de Otero, a Juan Ramón Jiménez, a Miguel Hernández, a don Antonio (Machado, claro) y… a Paco Ibáñez. Fundé, allá por los ochenta, el CLAP (Club de Amigos de la Poesía), en el que dedicábamos un tiempo, fuera del horario escolar, a leer, comentar lecturas, escribir poemas por placer. Chicas y chicos que, cada quince días, se sentían escritores, algo que yo nunca pretendí, pues no era mi misión. Mi objetivo era que conocieran la poesía castellana que a mí me gustaba, que la amasen y respetasen y que escuchasen canciones que valiesen la pena en las voces de Serrat, Aute, Labordeta, Paco Ibáñez, Pablo Guerrero y otros.

Hace un par de meses, un ex alumno que trabaja en Francia me localizó a través de Internet y me llamó para verme y darnos un cálido abrazo mientras recordábamos esta experiencia. La tenía muy viva en su interior.

De ahí a la lucha cotidiana para formar maestros y maestras en el campo de la lectura literaria. Fueron tiempos maravillosos, agotadores, pero muy ricos para todos. Para mí, por supuesto, también. Impartí muchísimos cursos de creación, muchas conferencias por los lugares más remotos de Galicia, al salir de clase y con un bocadillo en la mano. Después salí de Galicia y empleaba mis fines de semana para ir a distintos puntos de España. Más tarde, vendrían Portugal, Medellín (Colombia), Cuba y Miami. Iba a donde pocos querían ir. Experiencias excitantes y motivadoras. No era fácil. La poesía era el centro de mis actividades enfocadas a incentivar personas que, en su mayoría, le tenían miedo y hacían que su alumnado viviera de espaldas al hecho poético. Muchos años luchando por la visibilidad de la poesía y sus positivas influencias.

Cuando empecé a publicar, en gallego y en castellano, llevaba conmigo mis libros y otros de Gloria Fuertes, Carlos Murciano, Manuel María, Helena Villar, Jaime Ferrán, etc., junto a los textos de tradición oral que tanto influyeron a los escritores de nuestra generación. Afortunadamente. Como autor, resultaron imprescindibles. Está claro que por ahí hay que comenzar. Después fui buscando otros caminos, muchas lecturas sugestivas y variadas, para encontrar mi tono poético. Gianni Rodari, por ejemplo, fue una influencia esencial. Pero también lo fueron los escritores del 27, sobre todo Lorca y Alberti. Y a menudo se cuelan Juan Ramón Jiménez y Machado, cuando escribo para niños. Yo los dejo entrar. ¡Faltaría más! Y luego una lista interminable de poetas de los que aprendí mucho como Neruda, Rosalía, Celso E. Ferreiro, Luis Pimentel, Ángel González, José Hierro, León Felipe, Claudio Rodríguez, entre otros. Hoy hay cuatro poetas que me encantan: Jenaro Talens, Eloy Sánchez Rosillo, Joaquín Gurruchaga y Luis García Montero. Pero la lista no muere aquí. Sigo buceando en mi librería favorita y aparecen otros que me mantienen viva la vela de la ilusión poética.

Llega un momento en el que se funden poesía y escuela. Puede ser un peligro. Ni me gustan los ripios ni el didactismo en los poemas. He intentado mantener un equilibrio poético en mis versos y creo haberlo conseguido. Cada momento que escribo pienso en ello. Me da un poco de miedo.

Cada clase mía comienza siempre con un poema que leen los alumnos. Hago talleres de creación en el colegio y sigo andando como un «romero, solo romero» que decía el poeta de Tábara, por las escuelas, bibliotecas, asociaciones culturales y de vecinos. Todo el que me llama, y son muchos, consigue que los visite. Me canso, pero raras veces salgo defraudado.

Y pensar que en mi centro no había ni un mísero vestigio literario cuando empecé. Allí, en la nada, traje conferenciantes y autores, pedía libros a editoriales y librerías para hacer exposiciones y que los niños «tocasen» la literatura. Compré una cámara de fotos para hacer diapositivas de las ilustraciones y las cubiertas, compré un proyector y una pantalla (todo de mi bolsillo), y convoqué a las familias a última hora de la tarde para que conociesen lo que se empezaba a publicar en aquellos momentos. Hice crítica en los periódicos y suplementos que te dejaban algún espacio, y todo ello, ¡yo solo!, ante la indiferencia de los demás.

Creé las bibliotecas de aula (un precursor, junto a dos o tres despistados más), inicié la biblioteca del centro llevada por alumnos bajo mi supervisión, escribí algún libro sobre estos temas para que se animasen otros docentes, seguí con cursos de formación… Los movimientos de renovación pedagógica estaban ahí y formé parte de ellos.

¡Qué lejos queda todo esto! ¡Y qué cerca!

Mientras todo esto pasaba, escribía novelas, cuentos, materiales didácticos y… poesía. No sé de dónde sacaba el tiempo. Escribía en billetes de avión, en servilletas, en la parte de atrás de facturas. Ni yo mismo me lo explico. Así fue creciendo mi obra. Lo hice y lo seguiré haciendo. Y, desde luego, a mano. Sin poesía no puedo vivir. Fui fiel a las reflexiones de don Antonio y «hago camino al andar». Ahora vivo una lucha interminable a favor de la poesía. Mi poesía. Unas veces en gallego, otras en castellano. Versos, versos y más versos.

Y quiero decir que mi experiencia literaria, que no es poca, siempre estará al servicio de quienes lo necesiten.

Me ha pasado en todo momento. La LIJ me dio mucho. Y a mí me encanta conjugar los verbos compartir y contagiar.

Antonio García Teijeiro

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