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CADA día

La creación de un arte social

Robert Neustadt



Esta entrevista se realizó en dos sesiones, en su casa, el 30 de mayo, y en el Café Tavelli en Providencia, el 20 de julio de 1998.







RN: Cuando conociste a Juan Castillo y a Lotty Rosenfeld en 1979, tú estabas repartiendo un manifiesto poético en el Goethe Institute. ¿De qué trataba el manifiesto?

RZ: Eran tres escritos que se titulaban: «¿Cuáles son los soportes?», «¿Cuál es la obra?», «¿Cuáles son los proyectos?» En sí eran textos simples, pero en el contexto en que vivíamos, dictaduras militares en toda Latinoamérica, tenían el correlato de la represión y del terror que los hacía casi heroicos. Se referían a que los acontecimientos sociales o colectivos eran siempre el telón de fondo sobre los cuales se esculpía cualquier obra. Esa era la tela, esa era la página, esa era el pentagrama. Estaba hablando de desaparecidos, de muertos, de un telón de sangre real.

RN: ¿Tú todavía crees en ese manifiesto o has cambiado de opinión?

RZ: Yo sigo creyendo en todo lo que quise.

RN: ¿En esa época el Goethe Institut no se dedicaba a difundir la cultura alemana?

RZ: En esa época el Goethe Institut como el Instituto Chileno Francés, jugaron un papel que merece la gratitud y el reconocimiento de todos los que lucharon contra la dictadura. Cuando repartí esos manifiestos con Diamela Eltit, entonces mi mujer, se estaba realizando una exposición de artistas chilenos en homenaje a Goya, al Goya de los fusilamientos, lo que era, en el contexto de terror en que nosotros vivíamos, algo en extremo riesgoso y significativo. En esa exposición conocía Juan Castillo, por quien siempre he sentido una especial atracción. Era el más auténtico de nosotros.

RN: ¿La gente que dirigía el Goethe estaba trabajando abiertamente en contra de la dictadura?

RZ: No recuerdo quienes eran, pero fueron algo así como la Vicaría de la Solidaridad1 de los artistas, también lo fue el Instituto Chileno Francés, gente notable que asumieron su situación de muy relativa intocabilidad para darles espacio a las voces acalladas. Digo relativa, porque muchas exposiciones fueron clausuradas y sus artistas encarcelados como sucedió el año 1975 con el pintor de un conjunto de cuadros importantes en el Instituto Chileno Francés, Guillermo Núñez.

RN: Has dado muchas entrevistas en tu vida pero pocas veces has hablado del CADA.

RZ: Para mí ha sido un largo proceso y antes de ti, creo solamente haber hablado del CADA una vez, en Cuba, en una entrevista para la revista de Casa de las Américas publicada cerca de diez años atrás. Lo que te quiero decir es que en el nudo del CADA estaba la inseparabilidad del arte y la vida en lo que sigo creyendo como el único sueño, como la única meta que merece en el arte ser considerada: la vida como obra de arte. El CADA tiene resonancias en mí muy fuertes, significó encuentros pero también separaciones, amor pero también dureza, no puedo apartar mi vida concreta, real, de lo que fue ese tiempo.

RN: Escribiste en un homenaje a Lotty Rosenfeld («Desacato») que se escriben libros y se hace arte porque «no hemos sido felices».

RZ: Voy a correr el riesgo de teorizar un poco, pero creo que es esto: el problema humano por antonomasia es el sufrimiento. La felicidad podemos entenderla, muchas veces llega a parecemos que nos es debida. Pero el dolor es a menudo incomprensible. Sin embargo el sufrimiento es exactamente lo que nos da la magnitud de la existencia, nuestro consentimiento a ella, nuestra afirmación permanente. Allí nos damos cuenta de nuestro sí a la vida porque nunca está más cerca la posibilidad de decir no, no quiero vivir más. Es eso, todos los libros que se han escrito, todas las sinfonías, todos los cuadros nos dicen eso: no hemos sido felices, porque de serlo cada instante, cada segundo de la vida, pasaría a ser el más increíble de los poemas, la más vasta de las sinfonías, el cuadro más amplio y luminoso. La herida es la fisura a través del cual se filtra el arte. Sin herida no hay arte, en el peor de los casos solo mediocridad, en el mejor; nobleza.

RN: ¿Te acuerdas de cuándo salió la idea de juntarse y formar el grupo CADA?

RZ: Sí, perfectamente. Yo y Diamela habíamos conocido a Nelly Richard que entonces era algo así como una teórica de arte, y a Carlos Leppe con quien andaba siempre junta, un copión maravilloso que había iniciado las performances en Chile con una acción donde literalmente ponía huevos en el año 19742 (hoy se ha hecho rico como publicista). Nos juntamos en la casa donde vivíamos con Diamela en Lincoyán, con Lotty Rosenfeld a la que había visto una sola vez y Juan Castillo a quien admiré por su trabajo sobre Goya. Teníamos ideas wagnerianas, grandiosas, con lo que además de establecernos en la punta artística de la lucha política nos íbamos a reír bastante de esos otros dos. Esas cosas no las dijimos pero estaban. Lo otro, como detrás de toda anécdota, era la desesperación, la imposibilidad absoluta de vivir y de continuar viviendo bajo las condiciones en que estábamos. Nos juntamos Diamela y yo con Lotty Rosenfeld y Juan Castillo, más tarde ellos nos presentaron a Fernando Balcells, que pasó a ser nuestro «sociólogo». Entre la noche que nos juntamos por primera vez y la primera acción de arte, «Para no morir de hambre en el arte», pasó poco tiempo.

RN: Antes habías estado trabajando en un grupo experimental basado en Antonin Artaud, junto a Diamela, Rodrigo Cánovas, Eugenio García y Eugenia Brito en el Centro de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. ¿Eso tendría alguna influencia con lo que hicieron posteriormente con el CADA?

RZ: No el experimento con Artaud. Yo venía llegando de Valparaíso y los franceses Rimbaud, Baudelaire, Mallarmé, Artaud, los había leído antes con Juan Luis Martínez y con mis amigos de Ingeniería. Creo sí que en Diamela eso tuvo un poder bastante gravitante. Ella era estudiante del Centro de Estudios Humanísticos que tenía un profesor, Ronald Kay, que dirigía el grupo experimental basado en Artaud donde nos encontramos. Lo único importante de todo eso es que allí conocí a Diamela. Quiero insistirte en que el CADA es fundamentalmente un trabajo que pretendió unir la vida y el arte. Por eso te digo que ese encuentro allí, en 1974, fue para mi vida lo único importante.

RN: ¿Qué es lo que hacían en el Grupo Experimental de Artaud?

RZ: Gritar, eso era lo único que hacíamos, gritar. En todo eso hay sin embargo una nota; en ese tiempo estaban matando gentes, estaban torturando, y nosotros gritábamos y gritábamos. No era Artaud, aunque creyésemos eso, era Chile. El lugar donde hacíamos esos ensayos era en el altillo del Centro de Estudios Humanísticos, después de la 7 PM. Era una casa grande en la calle República que antes había sido la Embajada de España, cuando nosotros estábamos allí la había comprado la Universidad de Chile. Más tarde se apropió de ella el ejército y fue el cuartel general de la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional). Yo conocía esa casa de memoria, bajaba a sus sótanos donde funcionaba una imprenta. Fue a partir de entonces un lugar de tortura, de desaparecidos y de muerte. Nosotros precedimos esos gritos, los inauguramos desde un terror que otros iban a consumar. Eso dice más que cualquier cosa.

RN: ¿Cómo describirías el ámbito cultural y político de la época? Estaba muy imbricado lo cultural con lo político, ¿no?

RZ: Por supuesto era muy fuerte. No en la sociedad donde no se hablaba, donde era imposible hablar y nosotros éramos absolutamente marginales en todos los sentidos. Todos proveníamos de la izquierda de nuestro país. Todo lo que hicimos como CADA tenía ese marco y fue el sustento de lo que comenzamos a llamar «escultura social». Fue el momento en que se esculpió algo frente a una realidad devastadora, donde el pathos fundamental era el miedo.

RN: ¿Tenían mucho miedo?

RZ: Era una sociedad aterrorizada. Yo había estado preso en un barco, en fin, teníamos distintas experiencias pero que coincidían en el terror. Todos conocíamos desaparecidos, torturados, incluso la televisión se complacía en mostrar a tipos tirados en la calle con las manos amarradas en la nuca mientras los militares los apuntaban con sus metralletas. Una de esas imágenes no se me olvidó nunca. Era un grupo tendido boca abajo en la azotea de un edificio, estaban siendo filmados, uno de ellos desde el suelo miro a la cámara y allí estaba todo, el ruego y el terror, la resignación y algo que en esos casos es desoladoramente patético: la esperanza. Teníamos entonces mucho miedo, pero al mismo tiempo pudimos ver un fondo de ingenuidad que permeaba esta estructura super militarizada. Habían palabras con que conseguíamos ciertas cosas simplemente porque ellos no las entendían, como fue sacar los permisos para que los aviones salieran en formación militar en «Ay Sudamérica» y tirasen miles de panfletos sobre Santiago en los que se decía que el solo hecho de pensar en ampliar los espacios de vida era ya, en esas circunstancias, un acto transgresor y de arte. Los nueve camiones lecheros sacados uno tras de otro en «Para no morir de hambre en el arte» fue algo increíble. Eran camiones lecheros marchando hacia el centro de Santiago, pero el solo hecho de que fuesen alineados les daba una connotación extremadamente tensa, agresiva, como si fueran tanques. El solo recorrido de esos camiones en fila por las calles de una ciudad tomada militarmente formaba una imagen terriblemente amenazante. Eso es lo que iban provocando las obras. No eran tanto las acciones en sí como los lazos que se desencadenaban psico-socialmente, diría yo. Los camiones de leche eran tanques.

RN: Y la gente que no estaba enterada de lo que ustedes estaban haciendo, ¿podían entender las acciones? ¿Cuál era su reacción al encontrase con una acción del CADA?

RZ: Yo diría que era una reacción de sorpresa, pero inmediatamente miraban hacia otro lado. Detenerse a mirar largo rato a algo o a alguien podía ser sumamente peligroso. Siempre había un terror colectivo de estar mirando algo. Eso partía de las detenciones de la gente en la calle. Las detenciones pasaban a plena luz del día a calle llena y nadie quería mirar eso, como entraban a un tipo a la fuerza en un auto. Nadie quería mirar nada. Así que creo que el efecto fue más bien en otro orden. Las acciones del CADA tuvieron un gran poder. Eran las primeras acciones que se hacían pública y masivamente. Pública y masivamente porque implicaban todo lo que rodeaba: las detenciones, el miedo, el silencio.

RN: Empiezas tu último libro, La Vida Nueva, con una serie de sueños de pobladores que grabaste en el Campamento Raúl Silva Henríquez en 1983. ¿Hay alguna relación entre el gesto de repartir bolsas de leche en una población en «Para no morir de hambre en el arte» y el de grabar sueños de pobladores para La Vida Nueva?

RZ: Tal vez, pero no fue, pienso, algo consciente. Para mí el CADA se había prácticamente acabado el año 1981 con la irrupción de las protestas sociales masivas donde las calles se llenaban de velas rememorando a los muertos. Siempre había algo en el anonimato de una acción colectiva donde debías ceder, una partícula íntima, tu particular rnodo de sufrir, de crear y de creer que no es traspasable a la acción de un grupo por aflatado y solidario que sea. Ese margen propio, intraspasable, es lo que yo sentía era la poesía. Los sueños de los pobladores era algo demasiado sutil, demasiado fino, demasiado íntimo, como para formar parte de cualquier acción de arte. En todo caso, el primer sueño de ese libro, el que se llama precisamente «La Vida Nueva»; no me lo contó un poblador del Silva Henríquez sino Diamela.

RN: ¿Cuándo dejó de tener sentido el CADA para ti?

RZ: Como te decía, empezó a dejar de tener sentido para mí cuando comenzaron las protestas masivas, cada una de las cuales implicaba una creatividad popular que me hizo entender que lo nuestro ya había cumplido con su tiempo. Concretamente fue después de «Ay Sudamérica». Esas acciones masivas y espontáneas de protesta alcanzaron un grado casi visionario y profético con ocasión del asesinato de André Jarlan, un cura francés, a quien los militares mataron durante una manifestación en la población La Victoria. Él se encontraba recostado en su cuarto de material ligero en la parroquia leyendo la Biblia. Era un sacerdote poblacional amado por el pueblo que, apenas supo la tragedia, cubrió las aceras de las calles con velas. Todo lo que nosotros queríamos estaba allí, toda nuestra pasión, nuestra visión de artistas y nuestro dolor. Sin embargo hay una acción más que fue como una despedida. En ella nos disolvimos en algo mucho más vasto que involucró a una enorme parte de los artistas y creadores de Chile. Fue el «No +», comenzado el año 1983.

RN: ¿Ustedes montaban las acciones buscando provocar reacciones masivas?

RZ: No, no creo que hayamos sido tan pretenciosos. Lo que pretendíamos era hacer un gesto de libertad y tal vez de libertad creativa. Un gesto que, a pesar de todas las cosas que pasaban, significaba que todavía podíamos, a pesar de todo, hablar desde la pasión del arte, de la poesía. Era entonces un gesto de amor y de libertad que ocupaba los espacios públicos. Pero no éramos caudillos, éramos unos tipos con miedo y belleza.

RN: ¿El colectivo era realmente colectivo en el sentido de que todos hicieran todo o tu rol como escritor era distinto? Todos hicimos todas las cosas. Lo que sucedía era que casi todos los textos y manifiestos del colectivo como «No es una aldea» o «Ay Sudamérica» los escribía yo porque tenía facilidad de mano para eso. Pero, escribía «yo»... ¿qué significa «yo» en ese caso? En realidad lo que nos hacía ser un todo era una sensación que resumiría como de vastedad. Hacer obras que fuesen tanto o más fuertes que el dolor que como pueblo se nos estaba infligiendo.

Por otra parte todos pensábamos y asumíamos las debilidades de cada uno. Nada fue idea de alguien, era siempre algo a lo que nos íbamos sumando y de pronto ¡brum! partía. Recuerdo, por ejemplo, un momento crucial en que íbamos a clausurar el Museo de Bellas Artes con una inmensa lona blanca. Era crucial porque habíamos sacado los camiones que se iban a estacionar (como tanques) en la entrada del Museo. Colocar la lona estaba a cargo de Juan Castillo, pero cuando llegamos no había nada, solo Castillo durmiendo una feroz borrachera en una de las escalinatas de la entrada que íbamos a clausurar, mientras la lona blanca tirada en el suelo se la iba llevando el viento. En fin, todo eso pasaba, todas nuestras precariedades, nuestras pasiones cruzadas, nuestras deficiencias y angustias. Yo y Balcells éramos, por así decirlo, los voceros oficiales, digamos, los que mas discutíamos en las presentaciones. Lotty era mucho más de acción, muy concreta y de grandes ideas igual que Diamela, pero en aquel entonces ante los demás enmudecían (o se enfurecían tanto frente a los infaltables ataques de otros artistas o «entendidos» que no podían sacar la voz). Porque también discutíamos en actos públicos y mucho, como se podría decir, en las mismas narices del terror. Era algo extraño, como una alegría inexplicable y vital.

RN: ¿Cuál fue la acción más importante para ti?

RZ: La última. «No +» iniciada el año 1983 y que no terminó sino con la derrota de Pinochet en el plebiscito de 1988. Esa vez invitamos a todos los artistas a escribir «No+» en los muros, en los letreros, en todas partes. Muchos le agregaban al «No +» la figura de un revólver, o las botas de un soldado. Fue algo absolutamente colectivo y anónimo. La disolución del arte en una acción subversiva, política, era exactamente lo que habíamos soñado aún cuando creo que los demás miembros del CADA quisieron después perpetuar el nombre. La convocatoria la hicimos una noche en la casa de Lotty y los más notables artistas, escritores, intelectuales chilenos participaron sin ninguna distinción. Salíamos a rayar durante el toque de queda. Allí se fundó una acción política de verdad porque toda la estructura mental que comenzó a abrirse contra el sistema era el «No +».

RN: ¿Cómo se comunicaban con los otros artistas que colaboraran?

RZ: Mira, había centros de reuniones, semi clandestinos o de fachada, como centros de grabado, donde se juntaban muchos artistas. Grupos muy fuertes en el sentido político y donde creo se realizaron las obras más conmovedoras e importantes que se han hecho en nuestro país en las artes visuales. Nos conocíamos y las discusiones eran muy fuertes, catárticas, por allí pasaba Francisco Brugnoli, Nelly Richard, Carlos Leppe, Carlos Altamirano, Eugenio Dittbom, Alfredo Jaar, Ernesto Bandera, Osvaldo Peña, Víctor Hugo Codocedo, Hernán Parada (su armario en homenaje a su hermano desaparecido es un emblema, la obra más poderosa que me haya tocado ver) y tantos. El que más discutía era Justo Pastor Mellado que llegó cuando todo definitivamente ya era pasado. Hubo una vez una discusión a gritos, con furia. El Chile anti dictadura había sido invitado a participar en una Bienal en París. Nosotros propusimos que no fuera nadie individualmente sino que enviáramos cientos de telegramas, de cables, etc. donde estaba impresa una frase que recuerdo absolutamente impresionante pero que he olvidado. La idea era tapizar el lugar de la Bienal con miles y miles de esos telegramas, cubrirla. No tuvimos acogida salvo la de Ernesto Bandera, un pintor notable, que pertenecía a la izquierda más radical. Al final fueron a la Bienal algunos individuos, nada.

RN: Ustedes también hicieron una huelga de hambre en una fábrica donde durmieron en una mantas marcadas con el nombre CADA. Eso parece mitad performance y mitad rito. ¿Hubo un elemento «espiritual» en el grupo CADA?

RZ: No en el sentido religioso. Esa acción, que fue filmada por Juan Forch, hoy un pintor de bastante éxito, tuvo lugar en una fábrica que había cerrado dejando a más y más trabajadores sin empleo. Pero todo lo que hacíamos, una huelga de hambre en una fábrica quebrada en un país que bordeaba el 40% de cesantía, tenía algo de rito, de exorcismo y de denuncia. Creo que todo lo que hizo el CADA también debe verse desde ese aspecto.

RN: Tu primer libro Purgatorio fue publicado el mismo año que se fundó el CADA (1979). ¿Dirías que el libro comparte algo de lo que era el CADA?

RZ: No, porque es la obra de un individuo solo. Ese libro me tomó casi siete años escribirlo y lo terminé en 1976. La coincidencia en sifué casual, pero no el ambiente en el que apareció, las acciones de arte, que sí tuvo enormes repercusiones en mi vida íntima, en mi alma. Creo que la exasperación, el genio al que puede llegar un ser humano solo es diferente a lo que puede alcanzar un grupo. Hay algo en un grupo que definitivamente implica cierta conciliación. Llegar, por así decirlo, a ciertos promedios. Funcionamos muy bien como CADA porque nunca tuvimos problemas con eso. Pero no los puedo comparar. En Purgatorio hay un dolor, un pathos, una soledad y exacerbación imposible de lograr en ningún trabajo junto a otros. Creo que si ese libro se sigue leyendo es porque en él se recogió algo más del espíritu de la época en que nos tocó vivir, algo de esa desesperada esperanza.

RN: Es un libro muy angustiado. ¿No compartiste el júbilo de la Unidad Popular de Allende?

RZ: Sí, lo compartí absolutamente, pero mi vida se estaba derrumbando y en el fondo creo haber intuido lo que venía. Está me parece en el poema «Áreas Verdes» de Purgatorio escrito el año 1972. Los poemas que yo escribía iban en un sentido muy contrario a lo que se escribía en esa época. Las canciones del tiempo quedan, pero la literatura y la poesía fue muy mala. Era una literatura flat. Nada ha quedado de eso. Yo era un ferviente partidario de la Unidad Popular, era un militante, no la criticaba, pero Purgatorio que se estaba comenzando a gestar era otro canto, otra voz que después comprobé, y no sin pena, que era la de un país.

RN: ¿Tú estabas trabajando sobre Purgatorio mientras Diamela escribía Lumpérica?

RZ: No, ella comenzó a escribir su primer libro Lumpérica dos años después que Purgatorio fue publicado. Cuando yo conocía Diamela ella no escribía aunque era previsible que algún día llegaría a ser la buenísima narradora que es.

RN: En 1979 te quemaste la cara e interviniste en una mesa redonda sobre la obra de Juan Domingo Dávila con una foto de tu cara mojada con tu propio semen. ¿Fue una acción de arte?

RZ: Bueno, son dos cosas completamente distintas. En mayo de 1975 me quemé la cara encerrado en un baño con un fierro al rojo, en la soledad más absoluta. Después entendí un poco que allí había comenzado algo nuevo. Desde allí se comienza a erigir Purgatorio, Anteparaíso y La Vida Nueva. Fue un acto de amor y de desesperación. La portada de la primera edición de Purgatorio es la foto de mi mejilla quemada tomada un par de años después. Al final terminé marcando el cielo y el desierto, no mi cara, pero entonces no sabía.

Lo que sucedió frente a la obra de Dávila fue otra cosa, llamémosla una acción de arte, y he tenido bastante tiempo como para considerarlo un acto radicalmente fallido que no debí realizar. Éramos un círculo de diez personas reunidas para discutir sobre la obra de un pintor que ya era un gran pintor. En ese momento la obra de Dávila era impresionante, era eróticamente impresionante, de una enorme fuerza subversiva, nada de lo que le he visto después creo ha igualado esa exposición en la Galería CAL en 1979. Los tipos que participaban eran los típicos intelectuales snobs y pedantes con sus Freud, Lacan, Derrida, Kristeva. Pensé entonces que esos cuadros contenían, o mejor dicho, provocaban una respuesta ya no teórica sino gestual, que multiplicada colectivamente significaría el derrumbe, la subversión de todo. Por eso respondí con una masturbación y un tajo en la cara. Hay un poema, un escrito que no sé si alguien lo tendrá que se refería a eso. En el recuerdo es de las mejores cosas que he escrito en mi vida, al igual que otro texto donde hablaba del acto de cegarse y de las escrituras en el cielo, pero no sé dónde diablos estarán. Bueno, esa masturbación fue algo pensado para ese estúpido círculo, nada más. Uno de los intelectuales sin embargo tomó una de las fotografías que había sacado Lotty Rosenfeld y la llevó a un diario, debería haber supuesto qué iba a pasar. Fin de mundo. Yo trabajaba ezquizofrénicamente como vendedor de computadoras de la Olivetti y me echaron de inmediato. También fui denunciado por una periodista de espectáculos, Yolanda Montéanos, en el noticiario central de Televisión Nacional, para que me apresara la brigada de delitos sexuales, en fin, cosas así. «Un poeta se masturba en una exposición porno». Esos fueron más o menos los titulares en plena dictadura. Por supuesto fue entendido como algo escandaloso, de agresión sexual a la «sociedad». Y yo nunca he estado por la agresión sexual y tampoco me importa nada hacer público lo que la mayoría de la gente todavía prefiere, me parece, practicar en secreto. El sentido era completamente otro, fue una equivocación y me arrepiento de ello. Todo terminó bastante mal. ¿Arte-vida? Bueno, eso es la vida.

RN: Hablemos de la recepción de tu poesía. Ignacio Valente fue el crítico literario de El Mercurio y por lo tanto el portavoz literario de la derecha. Valente alabó; Purgatorio y Anteparaíso. ¿Cómo te lo explicas?

RZ: En realidad no tengo por qué explicarme nada, pero trataré de contestarte. José Miguel Ibáñez es un cura del Opus Dei que fue el mejor crítico de poesía que ha tenido Chile.3 Él tenía, como crítico, algunos rasgos que son bastante comunes en las élites intelectuales de derecha: una cierta insolencia, un desparpajo individual que cuando lo llevaba al límite generalmente acertaba. Es alguien a quien yo quiero y que fue bastante importante, cuando lo tenía todo en contra, en el curso de mi vida. Como le sucede a muchos tipos de la derecha, sentía una especie de debilidad por los escritores comunistas y curiosamente, aunque ya no ejerce como crítico, las raras veces que escribe es para alabar a los que se han mantenido fieles. En la dictadura sus críticas elogiosas contribuyeron a que muchos que no podían regresar a Chile lo pudieran hacer como fue el caso del poeta Gonzalo Rojas. En fin, yo le debo mucho y me alegra poder decirlo. Por supuesto no hay que olvidar el hecho de que sea uno de los intelectuales más activos en el mundo del Opus Dei, y que por ende, a pesar de mi gratitud, estamos en trincheras demasiado distintas.

RN: ¿Eso fue problemático para ti, que alguien de derecha te alabara?

RZ: No, no lo fue, más bien fue problemático para otros. Su crítica a Purgatorio que fue increíblemente elogiosa la publicó, contra viento y marea, me consta, exactamente en el mismo tiempo que estaba en su cúspide todo el asunto Dávila y donde yo era algo así como una escoria para todos. Yo no puedo pasar por alto eso.

RN: Pero él se habrá dado cuenta de que estaban matando y torturando a mucha gente. ¿No? La represión no fue secreta.

RZ: Yo creo que él pertenece y perteneció al sector más conservador y derechista de la Iglesia. Él no estuvo en la oposición heroica, sin embargo sé que desde su lugar ayudó a muchos. Probablemente apoyó al régimen. Su Dios lo sabrá, yo en estricto sentido no lo sé, pero aunque hubiese sido así lo salvaría de eso.

RN: Valente te colocó como heredero de Neruda y de Parra: «Tuve la alegría de reconocerlo como el delfín de la poesía chilena, como el legítimo heredero de los grandes»4. ¿Tú te crees heredero de Neruda y de Parra?

RZ: No. El talento y el genio en poesía solo es algo que te permite tu pueblo, no es algo que puedas decidirlo tú. Más aún, con el tiempo me he dado cuenta de que es muy peligroso tratar de decidir uno en poesía porque corres el serio riesgo de que tu don te sea quitado. Lo que sucede es que esas cosas les preocupaban mucho más a los otros poetas que a mí, los indignaba. Un poeta olvidado me repetía con mucha frecuencia, «la crítica de Valente te ha hecho daño», yo pensaba que en realidad mucho más daño le estaba haciendo a él. Al final es cómico, ¿no? Yo admiro a los grandes poetas chilenos de la primera mitad del siglo: Huidobro, Neruda, Pablo de Rokha, la Mistral y hoy a Nicanor Parra, me siento más cercano a ellos emocionalmente que a los poetas de mi generación. Esas apuestas totales, sin límites, sin respiro. Ellos me han aportado mucho, pero mi única herencia es la de mi abuela italiana.

RN: ¿Ella era poeta?

RZ: No, pero se sabía a Dante de memoria y me lo leía para satisfacer su nostalgia. Es la persona que más he amado en mi vida. Escribir para mí es una forma de hacerle un homenaje, de traerla de nuevo al mundo. Murió el 26 de marzo de 1986.

RN: Volvamos a la relación entre el CADA y tu trabajo personal. ¿Fue una acción del CADA cuando escribiste tus versos en el cielo de Nueva York? ¿Hay alguna línea conectando los aviones de «Ay Sudamérica» cuando dejaron caer 400.000 volantes sobre Santiago, con los aviones con que escribiste tus poemas?

RZ: ¿Importa algo frente a un poema escrito en el cielo? Fue algo que pensé en un segundo hace cerca de 20 años, lo imaginé todo, las frases, los aviones escribiéndolas y pensé al mismo tiempo la escritura del desierto. La imagen me vino de un recuerdo infantil muy antiguo donde un avión dando volteretas escribía con humo «Perlina y Radiolina» que eran dos jabones para lavar ropa que se usaban antes en Chile. Durante mucho tiempo creí que era una imagen que la había soñado hasta que supe quien fue el aviador que escribía esas frases, se llamaba Armando Cortínez, me lo contó una de sus nietas. Me demoré muchos años en llegar a realizar eso, no fue algo del CADA, pero ellos fueron fundamentales para que eso se llevara a cabo. Para ayudar a financiarlo, y éramos paupérrimos de pobres, Diamela me pasó toda la plata de una beca que ella se acababa de ganar. Los otros fondos vinieron de una edición de lujo de Anteparaíso vendida por adelantado, unos trueques por pasajes con una línea aérea. Al final fue posible porque en ese momento el dólar en Chile no valía nada. Hubieron otras ayudas, como la de ese gran artista que fue Juan Downey, que se tradujeron en filmaciones y otras cosas concretas. En ese sentido fue un trabajo colectivo. Y los aviones de «Ay Sudamérica» tienen que ver con eso, en el sentido de la idea de los aviones como partes de una obra que era mía y no era de nadie, era de todos.

RN: ¿Por qué querías escribir en el cielo? ¿Era una cuestión de impacto visual?

RZ: El impacto es un recurso que utilizan a menudo los artistas malos. Picasso no impactaba, hacía, Dalí era siempre impactante, y yo me precio de hacer. En realidad el fondo es simple: desde los tiempos más inmemoriales todas las comunidades han dirigido sus miradas hacia el cielo porque han creído que allí se encuentran las señas de sus destinos. Pensé entonces que sería bello ocupar ese mismo cielo como una gran página donde todos pudiesen escribir sus destinos. Lo hice en Nueva York (donde iba por primera vez) en castellano por ser mi lengua, claro, pero sobre todo como un homenaje a las minorías, a los segregados (una de esas frases decía «Mi Dios es ghetto», otra, «Mi Dios es chicano»). Fue el momento en que también quise cegarme arrojándome amoníaco en los ojos. En la última página de la primera edición del Anteparaíso (publicada en 1982) Diamela habla de eso. Porque siempre supe que por hermoso que fuera el poema escrito en el cielo era aún más real, más fuerte, si su autor no lo podía ver, solo imaginárselo. Intenté cegarme para siempre y para bien o para mal no fue así, a las doce horas estaba viendo de nuevo y no fue aliviante sino terrible. Recordaba también esa frase de Mallarmé donde dice que la página es el anverso del cielo estrellado.

RN: ¿Cómo compararías, o contrastarías, tu poema en el desierto de Atacama «Ni pena ni miedo» con una acción del CADA?

RZ: Bueno, el poema escrito en el desierto (es solo una frase, mide más de tres kilómetros y en teoría debería permanecer para siempre) solo puede ser visto desde aviones, al contrario de los poemas en el cielo. Son cosas que pensé juntas, exactamente en el mismo instante, aún cuando lo del desierto quedó inconcluso pues quería estampar sobre la frase un rostro humano, el rostro de quien yo quisiera y que a la vez fuera el rostro de todos. No es una acción de arte como no lo son las escrituras en el cielo, son poemas.

RN: Nelly Richard lee tu poema en el desierto en términos de una reconciliación: «La frase "Ni pena ni miedo" interpreta el tema de la memoria en el Chile de la post-dictadura: la memoria traumada del pasado (dolor, herida) que debe ser recuperada como historia (cicatrización) por una sociedad ya definitivamente confiada en la esperanza de un futuro tranquilo». ¿Estás de acuerdo con esa lectura? ¿Tienes confianza en un futuro tranquilo?

RZ: Es una lectura. Voy a tener cincuenta años, me duelen las piernas y me encorvo. No creo en un futuro tranquilo, la vejez no es tranquila, la adolescencia tampoco. Para un artista eso son los únicos estados verdaderos. O eres un adolescente o un viejo. La sonrisa a lo Mario Vargas Llosa que representa eso que llaman madurez (se es todavía lo suficientemente joven como para emprender nuevas cosas y lo suficientemente viejo como para realizarlas con cautela) la encuentro insoportable. En todo caso la culminación de mi obra no tiene nada que ver con la recuperación de la democracia ni menos con Nelly Richard. Más bien creo que tiene que ver con Zaratustra (me refiero al de Nietzsche).

RN: ¿A ti te hubiera gustado hacerlo en 1975 y habría sido la misma frase? Hubiera sido exactamente la misma frase, en realidad la simplifiqué tal vez equivocadamente: antes decía «No pena ni miedo», era un lenguaje más mestizo. El pintor Sammy Benmayor cuando vio la escritura en el desierto reparó que su color y su trazo eran exactamente iguales a la cicatriz que me quedó en la mejilla. Creo que el entendió más que nadie, más que yo mismo.

RN: ¿Cuándo se disolvió el CADA y por qué?

RZ: Para mí se terminó con «No +» en el año 1983. Duró cerca de cuatro años. En todo caso yo salí, llamémoslo oficialmente, cuando me separé de Diamela el año 1985, pero para mí había terminado antes. Mi salida fue como una expulsión post-mortem.

RN: ¿Tú percibes resonancias del CADA, o estéticas o políticas, en tu trabajo posterior? El CADA fue una cosa que pasó y lo dejaste atrás completamente, o es algo que de alguna manera sigue dentro de ti?

RZ: Está y estará siempre dentro de mí. El CADA tuvo repercusiones muy profundas en nuestras vidas. Para mí es una historia que se asocia a la máxima alegría de crear, de compartir y al mismo tiempo a una extraña desesperación que me temo nos sobrevivirá. En realidad era algo que iba mucho más allá de la dictadura: en realidad su horizonte final era su asumir la propia vida y la de cada ser humano como la única obra de arte, como la única sinfonía, como el único poema que realmente vale la pena y el amor de ser considerado.

RN: Esto es parecido al texto de «Ay Sudamérica».

RZ: Es lo mismo. Es el horizonte final de todo arte y de toda poesía, pero eso presupone la felicidad. Es como un camino, las señales son como las obras, señalan la ruta, pero no son el camino. Desde esos manifiestos del 79 lo he repetido ya tantas veces que más bien parece un mantra: lo importante no es hacer obras de arte, aunque esa sea tal vez la pasión más lúcida, sino hacer de la vida una obra de arte.

RN: Esa metáfora del camino y las señas me hace pensar en el trabajo de Lotty Rosenfeld de intervenir en las líneas sobre los caminos y transformarlas en «+». ¿Crees que compartes con Lotty una idea parecida del camino? Lotty lleva más de veinte años en este trabajo. Me parece que Lotty ve el camino como el espacio social en que las dinámicas hegemónicas controlan a la gente, mientras para ti el camino parece más bien una búsqueda espiritual.

RZ: Es eso, las señales son como las obras, al intervenirlas en la calle como lo hace ella nos damos cuenta de su presencia, nos damos de que están y que en sí no son importantes, que puedes perderle absolutamente el respeto aunque se te vaya la vida en ello. Porque insisto, lo importante no son los signos, sino lo que queda entre ellos que es la vida misma. No entiendo mucho tu pregunta, todos los caminos, hasta ir a la casa del lado, son un trayecto físico y espiritual a la vez. Además en un viaje aunque sea de un centímetro de distancia está siempre la posibilidad de la transgresión, del accidente, del atropello.

RN: Y en esta obra de Lotty, el camino y los signos en el camino son más bien una estructura política impuesta por la sociedad.

RZ: Claro, el trabajo de Lotty es potente, fuerte y transgresor y al mismo tiempo bello, lo que es también aceptar una política, llamémosla, una política de la belleza. Tonterías, en realidad la palabra política, en un país donde han habido desaparecidos, dictadura y muertos, es decir, en un país donde ella tiene un significado abismantemente concreto, puesta en relación a las teorizaciones artísticas o literarias me parece falso. Es una terminología hipócrita de la que se abusa bastante.

RN: Hablando de arte. ¿Crees que lo que hizo el CADA ha tenido un efecto en el arte o en la literatura posterior en Chile?

RZ: Será un efecto futuro. Los años 90 fueron el tiempo más difícil para que lo que hizo el CADA fuese tomado, porque primero había que comprender que el olvido era imposible. Creo que Chile, o al menos, una parte importante de su sociedad tardó diez años en darse cuenta de que era imposible olvidar. Solo a partir de eso esas obras podrán ser revisitadas. Cuando globalmente miremos el pasado, con sus horrores y sus increíbles lealtades, con todo su odio y muerte pero también con su compañerismo entre los acosados, con toda su capacidad de desesperación y amor, veremos quizás que el CADA correspondió a uno de los momentos más ciegos y extraños de la historia del país y de la dictadura. Fueron obras hechas con la vida y el sueño.

RN: ¿Cuál es el puesto oficial que tienes en el gobierno de la Transición?

RZ: Al comienzo, en el período del Presidente Aylwin, muchos escritores fuimos nombrados agregados culturales en diferentes embajadas: Diamela Eltit fue Agregada Cultural en México, yo en Italia, Marco Antonio de la Parra en España, de lo que me siento orgulloso por el periodo y por las esperanzas. Fue el único puesto «oficial» que tuve en mi vida. A mi regreso, gracias a un excompañero de universidad, pude entrar a trabajar en el Ministerio de Obras Públicas en una comisión que elegía obras de arte para los espacios públicos. Duró tres años. En fin, ese es mi curriculum por si a alguien le interesa. ¿Poeta Oficial? No. Mis poemas sí; son oficialmente hermosos.

RN: Se dice que tú escribiste el himno para la campaña electoral de Frei. ¿Es cierto?

RZ: Sí, me lo pidió Luis Advis que hizo la música. ¿Cómo le iba decir que no al autor de la «Cantata Santa María de Iquique»? Yo estaba embelesado de trabajar con él, nos salió en una mañana y era muy bueno. Lástima que nunca se usó. Frei prefirió un jingle. Era predecible.

RN: ¿Y tú sigues apoyando los programas de Frei?

RZ: Yo soy leal a un proceso que evitó una masacre, un Yakarta. Pero mi lealtad llega exactamente hasta allí. Nunca apoyé el programa de Frei porque no tocaba el programa económico de la dictadura, pero al frente estaba el candidato de Pinochet y la posibilidad de que éste triunfase era una pesadilla. Frei ganó con el apoyo de la totalidad de los escritores, artistas e intelectuales chilenos, porque creían que a pesar de su programa derechista, era una consolidización de la democracia. Ha sido gran decepción. Ahora vamos a lo concreto: en el fondo estás preguntándome desde hace un buen rato si de verdad soy un poeta que transó con el sistema, alguien que se «entregó». No tengo más refutación que mis poemas y mi vida. Mi refutación es La Vida Nueva, más de 500 páginas que son un himno inconcebible hoy, inconcebible para el mercado, para los intereses, para la literatura misma. Frente a eso no es el juicio de algunos lo que puede herirme, son cosas que pronto pasan, lo que me hiere es que en el fondo se trate de denigrar la única dignidad de la que quizás pueda prevalecerme: la dignidad de la inteligencia.

RN: ¿Cuál es tu percepción de la transición democrática en Chile? ¿Cuál es el papel que el arte y la literatura tienen, o pueden tener, o deben tener en el futuro político de Chile?

RZ: Durante 17 años Chile hizo una generosa contribución a la miseria general de la humanidad. La recuperación de la democracia, su transición, sus limitaciones, sus injusticias, no pueden ser vistas sino desde esa vergüenza. La Comisión Rettig llegó a la conclusión que en Chile hubo más de tres mil víctimas entre desaparecidos y fusilados, pero no se dieron los nombres de los victimarios, solo de las víctimas. Nos tocó cargar con ese horror y con otro más duro aún del que jamás se ha hablado porque resulta demasiado duro, la decepción de tanta gente de que el número al final hubiera resultado tan «exiguo». Esa otra vergüenza ya es nuestra. Por supuesto, con un solo desaparecido bastaba para que estemos condenados a ser por muchas generaciones un pueblo de sobrevivientes. Constatar en tantos esa decepción porque el número de víctimas fuese menos del que se dijo fue mi primer golpe post-dictadura. Un horror para el cual no estaba preparado. La transición se inicia desde esa doble vergüenza; vergüenza por los asesinados y vergüenza por los que se dolieron de que esos asesinados fuesen «demasiado pocos». Hay otra vergüenza más y es el olvido, no tanto de los hechos porque ellos son inextirpables y como lo demuestra el arresto de Pinochet, exactamente igual que en las tragedias griegas, mientras los crímenes no sean purgados ellos reaparecerán y reaparecerán constantemente sobre las comunidades y los hombres que los cometieron. Es el olvido de nuestro amor. La dictadura fue una experiencia horrible en la que paralelamente se dieron las muestras más extremas de compañerismo, de solidaridad, de amor. ¿Te interesa el CADA? Pues bien, una muestra de más de eso fue el CADA. Tú hablabas con alguien en el filo del toque de queda y toda tu vida se iba en ese otro. Ese amor increíble fue lo primero que olvidamos. Lo único que aprendimos del miedo es lo primero que olvidamos. Esa y no otra es la condena de la transición. De nuevo, como en la tragedia griega, le corresponderá a la voz del coro, del pueblo, recuperar los sentimientos y las palabras que perdimos. Está bien, salimos de eso con vergüenza, con miedo, con transacciones humillantes e injustas, pero por lo menos no hubo más muertos y eso no es menor. Es más, eso es la vida, el poder, a diferencia de un asesinado, abrazar a otro. A veces, y en Chile debemos entenderlo, sobrevivir es exactamente una mezcla de alivio y de vergüenza.

RN: ¿Hay poetas jóvenes que están trabajando con esa vergüenza hoy?

RZ: Hay poetas jóvenes extraordinarios de 20, 21, 22 años como yo no veía desde la generaciones de Neruda y de Parra. Los conozco y los respeto mucho, son impresionantes. Creo que sí, que son parte del proceso sin que ellos mismos lo sepan del todo. Y creo que será esa poesía, serán los escritores que vengan, quienes nos culparán de lo que hay que culparnos y nos lavarán de lo que hay que lavarnos.

RN: Eugenia Brito escribe en Campos minados que «uno de los rasgos fundamentales de la poesía de Raúl Zurita en su primer libro es su alternativa al poder hegemónico». ¿Estarías de acuerdo con Brito? ¿Describirían estos rasgos la poética del CADA también?

RZ: Yo siempre estaré de acuerdo con una dama. Más aún tratándose de una dama delgada, esbelta, fría y lejana.

RN: ¿Tú crees que tu último libro, La Vida Nueva (1994) sigue oponiéndose al poder hegemónico?

RZ: Quiero decirte antes que en la dictadura el poder no fue hegemónico, fue brutal a secas. Pero toda brutalidad es al menos certera. Tú sabías perfectamente que todo lo que salía en los diarios, que todo lo que aparecía en televisión, no era Chile. Que Chile era la medida de su silencio, de su miedo, de su marginalidad, de sus desaparecidos y víctimas. Hoy sí se puede hablar de un poder casi hegemónico, que controla a las fuerzas armadas, que tiene todo el poder económico, que es dueño de todos los medios de comunicación y que lo único que le falta es conquistar el poder político. A ese poder le temo mucho. Hoy la lucidez es un ejercicio infinitamente más difícil que en dictadura. Ahora respecto a La Vida Nueva, mira es mi capilla, es mi madonna, es el máximo esfuerzo de un ser vivo como artista. La leerán o no la leerán, la comprenderán o no la comprenderán. Todo eso me tiene bastante sin cuidado sencillamente porque es idiota preocuparse de lo que te excede. La Vida Nueva es mi máximo esfuerzo y en ella hay mucho más de lo que a un hombre humanamente se le puede pedir. Muchos no entienden eso, no lo entenderán nunca.

RN: ¿Tú viste la muestra de Juan Castillo en la Galería Gabriela Mistral, «Te devuelvo tu imagen»? Me pregunto si él no será el miembro original del CADA que más persiste en trabajar en la línea de la colectividad.

RZ: Todo arte y todo artista persiste en la idea de la colectividad. Pero desde el momento que firmas tus obras, que señalas que son tu creación, ya optaste por un destino, el que sea tu destino individual o un destino colectivo no depende de ti sino de esa materia que se llama pueblo. Ahora si a lo que te refieres es a una consecuencia con la visualidad de las obras del CADA, sí, Castillo ha persistido. Recuerdo unos trabajos suyos muy impactantes en el matadero municipal de Santiago. Lotty también: su obra con las cruces en el pavimento, hoy, después de veinte años, me sigue emocionando.

RN: ¿Y tu poema en el desierto «Ni pena ni miedo»?

RZ: Bueno, esa frase fue pensada en un momento que en Chile y en Latinoamérica había muchísima pena y muchísimo miedo. Se pudo hacer 18 años después de haberla pensado. Para mí no cuenta su tamaño ni su monumentalidad sino que lo siento como algo íntimo que radicalmente no me pertenece a misino al desierto. Lo digo absolutamente en serio, el dueño de esa frase, su autor es el desierto de Atacama. El año 1976 escribí un poema que llama «El desierto de Atacama» que está en Purgatorio y podría perfectamente decirte que esa frase del desierto era su conclusión, su epílogo inevitable. También es una promesa con la que cierro mi obra mayor, mi juventud, una época mía y de Chile. Pero no es eso en realidad lo que me importa, sino saber que esa frase perdurará hasta confundirse con los cientos de otros dibujos que están estampados en el desierto, hasta mimetizarse con las líneas de Nazca y con los que vengan. Esa frase es solo el registro de una época y de un tiempo y su significado tampoco importará mucho, como las líneas de Nazca, como los incontables dibujos que en distintas edades otros pueblos han trazado sobre el desierto y que ignoramos qué significan. Esta frase, al igual que esos otros miles de trazados, solo estará diciendo: aquí estuvimos, este fue nuestro paso por la tierra. ¿Qué las hizo un tal Zurita? ¿Qué será entonces «Zurita»? Una abstracción más como las palabras «Platón», «Nazca», «Tihuantisuyo». La única voz hoy en el mundo es la voz del desierto. Creo que las otras interpretaciones, como las de Nelly Richard o del poeta Arteche, carecen de generosidad. Decir que yo pretendí coronar el advenimiento de la democracia con esa frase es falso, pero sobre todo es mezquino. ¿Si esa obra se hubiera hecho de no haber existido el CADA? Importa nada quien la haya realizado, importa tan poco. Te declaro solemnemente que la hizo un colectivo, un pueblo, un desierto, un CADA.

RN: ¿Estás gestando otras ideas de obras masivas?

RZ: Sí, cientos de ideas que morirán conmigo, trazar las caras de todos los que he amado sobre el cielo con cientos de aviones como una infinita Capilla Sixtina. Estar al lado de Maurizio Mochetti, el más grande artista del láser en el mundo, dibujando con láseres sobre la Antártica el rostro que no se pudo realizar en el desierto. Me emociona saber que miles de ideas maravillosas morirán cuando yo muera, que se extinguirán conmigo y que yo solo las habré visto en su demencia y belleza.





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