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Cautivas, inmigrantes, viajeros en la narrativa de Eduarda Mansilla1

María Rosa Lojo

(CONICET-UBA-USAL)

Cautivas, inmigrantes y viajeros diseñan un verdadero imaginario de nuestra literatura decimonónica, definido por la extranjería y el desplazamiento: lo que sale de su lugar, lo que se traslada, lo que se mueve, a veces para quedarse, otras para volver a irse. No es menos poderosa esta configuración que la de lo autóctono, también definido, en suma, por la traslación en el espacio. Gauchos e indios, montoneras y caudillos, inexorablemente se mueven, y mueven a otros, en los éxodos forzosos de las guerras, en la avanzada de los malones, en la fuga del enemigo y de la justicia.

Este mapa humano en perpetua agitación e intercambio es particularmente denso e intrincado en la obra de Eduarda Mansilla, cruzada por figuras que vienen desde alguna otra parte, y construyen, en el tránsito, su complejo lugar en este mundo y en un país aún en formación. Empezando, desde luego, por ella misma, autora del que es probablemente el primer libro de relato de viaje escrito en la Argentina por una mujer: Recuerdos de viaje (1882) donde elabora su experiencia de estadía en los Estados Unidos de Norteamérica en los años de 1860, y entre 1868 y 1870.

Podemos, desde luego, afinar el concepto y sostener, con Bonnie Frederick (1994), que Eduarda Mansilla, más que viajera curiosa, como su hermano Lucio V., fue una nómade. Durante años, en efecto, se trasladó con familia y casa de un país a otro, acompañando primero a su marido Manuel Rafael García, y luego a su hijo Daniel, en sus destinos diplomáticos. En definitiva, se trata de una mujer que viaja por dos continentes. La que más lejos llega, geográficamente, entre nuestras damas de letras de la época, incluyendo a Juana Manuela Gorriti, la de las tres patrias, y a Juana Manso, que repartió su obra entre la Argentina y el Brasil. La que recupera lo propio desde la distancia y la perspectiva de lo ajeno.

Las novelas

Lucía Miranda (1860)

La cautiva prototípica imaginada por Ruy Díaz de Guzmán en La Argentina manuscrita (1612) conocería ciertamente una larga sucesión historiográfica y literaria, desde las primeras historias de los padres jesuitas, hasta una novela de Hugo Wast en 1929, pasando incluso, por alguna exótica variante en lengua inglesa, como Mangora, King of the Timbusians (1718), de Thomas Moore.

El sugerente personaje motivó la primera novela de Eduarda Mansilla. No la primera publicada, que fue El médico de San Luis (1860), pero sí, como lo ha señalado Hebe Molina, la primera escrita por la autora, según consta en una carta a Vicente Fidel López2. Si hubo alguna cautiva en la expedición de Sebastián Caboto de 1526, que dio como resultado la fundación del primer asentamiento español en tierra argentina (el fuerte de Sancti Spiritu, en 1527), habrá sido, seguramente, una cautiva indígena, ya que, según las pruebas documentales, la expedición del marino veneciano no llevaba mujeres. Mucho es lo que se ha escrito ya sobre el tema (cfr. Lojo 2006). La imagen de una primera cautiva blanca resultaba funcional para legitimar la Conquista leída como respuesta a una primera agresión y traición indígenas. En el relato de Mansilla se retoma esta imagen pero se le adjudican nuevas funciones, múltiples y ricas. Esta Lucía Miranda tiene una personalidad y un pasado en tierra española, y tiene, sobre todo, una misión fundamental en tierra argentina: la de educadora, intérprete y fundadora. La situación de cautiverio está lejos de agotar el personaje. Inmigrante pobre que viene a las Indias para quedarse, su papel excede, con mucho, el de una simple pieza de un partido que se juega entre hombres. No es solamente un botín de guerra ni la manzana de la discordia, ni un cuerpo peligroso porque podría reproducir el cuerpo del enemigo. Es una mujer letrada que ha elegido educarse y educar a otros, y que imprime definitivamente el sello cultural español en la nueva sociedad mestiza que fundarán la timbú Anté (ahijada y discípula de Lucía) y el español Alejo. Ambos escapan a la masacre y huyen hacia el espacio abierto de las pampas que, esta vez, no será desierto inclemente, sino espacio de creación y libertad.

El cautiverio de la heroína es, en suma, lo menos significativo de una vida que se define por su capacidad activa de construcción y de auto construcción. Incluso en términos cronológicos se trata de un cautiverio muy breve: prácticamente un día y una noche, y no implica convivencia con el cacique raptor. En todo caso, la convivencia transformadora se ha dado ya en los tiempos de paz, durante los meses anteriores, período en el que existe un libre intercambio de bienes culturales (comenzando por las lenguas autóctona y extranjera) y una lenta impregnación de saberes y costumbres, que no solo implican una imposición del lado español, sino una adquisición, por parte de los españoles, de prácticas propias de la nueva tierra.

El médico de San Luis (1860)

Bien señaló Adolfo Prieto (1996) la deuda fundacional que la literatura argentina mantiene con los viajeros ingleses, artífices de una manera de mirar que influye decididamente sobre nuestros primeros escritores. El doctor Wilson, narrador en primera persona de El médico de San Luis es por cierto, un inglés. Pero es algo más que un viajero. Como Lucía Miranda, se trata de un inmigrante pobre que decide quedarse, placenteramente cautivado por los encantos de la tierra y por el amor. Un innominado compatriota, viajero en el sentido estricto del término, puesto que va de paso, aparece al principio de la historia, dando pretexto para que otros ojos aquilaten esos encantos. Al principio el viajero desconfía: «Sorprendido un compatriota que pasó por aquí de viaje para Mendoza, de que después de tantos años de permanencia en Sud América yo no deseara volverme a Europa...» (18), entonces el doctor Wilson lo somete a la prueba del apóstol Tomás: ver (y tocar) para creer. El viajero conoce la chacra de Wilson, sus bellas hijas, los atractivos de la mesa familiar y su conclusión es decididamente favorable: «Envidio la tranquila dicha que ustedes disfrutan: quiera el cielo concederles se prolongue hasta el fin de sus días. Yo no puedo ya imitarles, estoy casado en Inglaterra, tengo allí hijos, y Dios sabe que en nuestras grandes ciudades el camino de la virtud es más áspero y difícil» (32). Jorge Gifford, el próximo inglés en llegar a San Luis, tendrá otro destino: ante todo, reparar o compensar las culpas de su padre Carlos, antiguo compañero de James Wilson, y antiguo novio de su hermana Jane, que ha abandonado a esta después de un accidente para volver a Inglaterra y casarse allí con una joven de fortuna. Jorge, reverso de su padre en cuanto a conducta, desinteresado y caballeresco, se integrará a la vida de la campaña y desposará a una de las hijas del médico.

No ha de pensarse por eso que la imagen de esta vida provinciana presentada en la novela es idílica. El pequeño paraíso doméstico de Wilson se sostiene solo mediante la fe, la disciplina, la modestia y el constante esfuerzo, físico y espiritual (Lojo 2002). Por otro lado, Wilson tiene un hijo díscolo (Juan) que se ha involucrado con la montonera del «Ñato» formada por indios y cristianos. La injusticia de las autoridades y la violencia de las guerras civiles y de las guerras de frontera cruzan un escenario donde el mal, empero, es causado, en opinión de Wilson, «más por la impaciencia de los civilizados que por la barbarie de los incultos» (58). La opresión de los subalternos, el desprecio por el elemento autóctono, el desconocimiento de la autoridad de las mujeres como madres conforman el panorama de los males a erradicar. Wilson, que viene de un país considerado como paradigma civilizador, carga las culpas sobre los presuntos «civilizadores» locales, que en realidad no hacen sino hundir más a los pueblos en la barbarie3.

La educación tolerante, capaz de armonizar las tradiciones vernáculas con el legado europeo, e incluso, en el seno familiar, las religiones católica y protestante4, se encarna en las hijas de Wilson, criollas en su vestido y costumbres, pero también dueñas de una selecta biblioteca de clásicos ingleses y poseedoras de ambas lenguas. La equidad, adaptada a las demandas del suelo que se habita, es el modelo al que se ajustará el joven Amancio, criollo nativo, gran lector con aspiraciones intelectuales, reemplazante del mal juez Robledo.

Los viajeros y los inmigrantes traen novedades, pero son las necesidades de la tierra las que determinan su aplicación. Algunos, como Wilson, como Gifford, se afincan en ella para fundar una familia que reunirá -en la visión eutópica de Mansilla- lo mejor de ambos mundos. Si estos inmigrantes tienen una mirada ácida hacia los defectos argentinos, defienden en cambio las virtudes de la vida sencilla de la campaña, y la solidaridad que suelen mostrar sus moradores, frente a la aglomeración voraz y egoísta de las grandes ciudades, tanto las europeas como Buenos Aires, que pretende imponer su perspectiva y sus intereses por sobre las provincias. El drama de la autoridad no legitimada por la idoneidad intelectual y los méritos morales es tal vez el punto más criticado. La estricta moral del inglés protestante no le permite aceptar la actitud del sargento Benítez, que decide hacer justicia por su mano y matar al juez indigno que mantiene preso a Wilson. Sin embargo, sus sermones suenan a retórica frente al implacable realismo de Benítez: «... el capataz es el primer pícaro con quien di, y de él en seguida, pícaros y más pícaros [...]. ¡Qué, señor, Dios será muy bueno, pero sus hijitos, quite allá!» (133). Finalmente, prima un ardoroso monólogo de Wilson, transformado en alegato político, que pretende alertar a los legisladores sobre la desdichada condición del gaucho, privado de todos los derechos, así como de educación civil y religiosa.

También hay cautivas en esta novela. Antes que Una excursión a los indios ranqueles (1870) y que Martín Fierro (1879), el relato se hace cargo de una historia común: la de los gauchos que se asilaban entre los indios por huir de una justicia a menudo injusta o por sus opiniones políticas. Por cierto, una figura histórica real pudo haber servido especialmente de modelo al personaje del sargento gaucho Pascual Benítez. Se trata de Manuel Baigorria (1809-1875), paisano de San Luis, unitario y hombre del general Paz (que lo hizo alférez), como el Benítez de la novela. También Baigorria se había asilado entre los ranqueles, con quienes vivió más de veinte años, aunque fue por persecución política y no por haber matado a un hombre, como Benítez. Los indios, dice este, «no son tan malos, no roban sino por hambre y nunca matan sin necesidad. Los que los hacen malos son los cristianos que se van entre ellos» (103). El sargento no es allí un cautivo, sino, como Baigorria, un aliado. Pero pronto caen cautivas en la toldería su mujer y su hija, aunque no en poder de un indio, sino de un malvado santiagueño. Benítez lo mata en duelo y gana la libertad de las dos mujeres. Permanecen en la toldería cinco años y su hija Mariquita se casa con un cacique. Al fallecer su esposa, el sargento decide volverse a los cristianos para reunirse con sus dos hijos varones. El resultado es amargo. Su hijo menor, al que apresan por desertar, es fusilado por el juez Robledo. Benítez tiene la intención de quedarse para siempre entre los ranqueles pero la situación entre ellos se complica con la aparición del «Ñato», que solivianta a los indios. En el último ataque del «Ñato» contra propiedades rurales, el sargento cae prisionero junto con el propio hijo de Wilson y finalmente todos (Wilson incluido) convergen en la cárcel.

Más que como espacio de opresión y cautiverio, el mundo de las tolderías aparece aquí como una alternativa viable ante el espacio expulsor de la sociedad cristiana. En realidad, son los cristianos quienes corrompen a los indios, y no a la inversa. Las mujeres, como la hija de Benítez, se acomodan a ese espacio donde parecen encontrar un lugar honroso (esposa de un cacique) o cuando menos, aceptable. Por otra parte, tanto Benítez como Wilson, que jamás ha delinquido, sufren cautivos de la presunta civilización en la cárcel de la ciudad, sometidos a toda suerte de malos tratos por obra del juez que ejerce abusivamente el poder.

Pablo, ou la vie dans les Pampas (1869)

Pablo, ou la vie dans les Pampas (1869) se sitúa en el escenario convulso que sigue a la caída de Rosas, cuando el país está aún lejos de organizarse realmente. A la violencia de los bandos que siguen en pugna, acentuándose la división de provincianos y porteños, se suman las feroces incursiones de los aborígenes, que ya no reconocen autoridad con quien pactar5.

En esta tercera novela, centrada también en la época de las guerras civiles, no hay prácticamente mirada extranjera dentro del libro6. Pero todo él, en cambio, está escrito en otro idioma por una viajera-nómade, y tiene, ante todo, destinatarios franceses. El viaje se hace a la inversa: no es un francés quien escribe la crónica de su periplo por una tierra exótica, sino una argentina la que lleva a Francia el retrato de su patria con fines indudablemente aleccionadores: demostrar que en el lejano sur del mundo y a pesar de la violencia (que ha sido y es moneda común en la culta Europa) también existe, en un sentido pleno, humanidad. El proceso no es fácil. Eduarda tiene que traducir: no solo de lengua a lengua, en un sentido más o menos técnico y preciso, sino entre horizontes de pensamiento. ¿Qué le interesaría a un francés? ¿Qué le llamaría la atención? ¿Qué hay que destacar o relevar en esa vida en las Pampas, vista al mismo tiempo con ojos criollos y con ojos extranjeros? El paisaje, ante todo. Nada de lo que aparece es dado por supuesto. Hay que contarlo, explicarlo, para un público que ha de encontrarlo exótico. Lo mismo sucede con la Historia local, presente, claro, en el dramático juego narrativo, pero también desplegada en sus antecedentes, por una voz que, como la de Sarmiento en su Facundo, aunque con otras intenciones políticas, se coloca en el registro del ensayo de opinión. La suya establece simetrías entre los supuestos «civilizadores» unitarios y los supuestos «bárbaros» federales, demostrando que la brutalidad se ejerce por igual en ambos bandos y que la ilustración no es patrimonio del uno o del otro. El coronel Moreyra (acaso inspirado en el coronel Sandes), rarísimo ejemplo novelesco de un jefe unitario sádico y analfabeto, se contrapone a la imagen histórica y literaria del general Paz, letrado y estratega.

La representación de los aborígenes, en cambio, es decididamente negativa, en contraste con las matizadas consideraciones de las dos novelas anteriores. A tal punto que la tía Rosa, nodriza de Dolores (la novia de Pablo), prefiere decapitarla con un hacha antes que dejar al cacique apoderarse de ella. No hay aquí un prejuicio racial; al comienzo de la novela se dice que lo que le da a Dolores su peculiar belleza es justamente su carácter de mestiza, con sangre india por el lado materno. Pero sí hay un completo rechazo de los hábitos presentados como sanguinarios de estos pueblos fronterizos que ya no cuentan con la mediación y sujeción lograda antes por el tío de los Mansilla, Juan Manuel de Rosas. No es descartable, por parte de su sobrina, la voluntad reivindicadora de la política indígena del Restaurador. Por otra parte puede apuntarse que, pese al final tremebundo de Dolores, existe en la novela una cautiva feliz. Se trata de Mercedes, un personaje secundario, esposa del capataz de carretas, que se niega a volver con este cuando reúne el precio del rescate, argumentando que quiere más a su nuevo marido indio (218-219)...

De todas maneras, las mujeres ya son intrínsecamente cautivas, sean raptadas o no por los indígenas del malón. Hasta las ricas y hermosas, como Dolores, viven en la carencia espiritual, desprovistas de toda educación, en un «estado de sonambulismo perpetuo», encerradas como la ostra en su conchilla, sin haber llegado a dar la medida de su propio desarrollo interior. En clara desventaja con respecto a los varones, volcados a la acción física, respaldados incluso por algún tipo de imaginario heroico, las jóvenes sin hijos ni apremios materiales quedan en la soledad de la casa, libradas a las angustias y deseos que no pueden expresar ni comprender, «almas prisioneras», «parias del pensamiento», se dice en Pablo, excluidas de los goces intelectuales, pero sujetas sin embargo a las luchas desgarrantes de las pasiones humanas (p. 124)7. En tanto las madres pobres, como Micaela, afrontan el doble horizonte de la pérdida material y la pérdida afectiva, hasta desmoronarse en la locura ante la muerte del hijo. Así, Micaela repetirá incansablemente con el capataz de carretas el viaje a Buenos Aires (donde no ha encontrado genuina comprensión solidaria) para leer a quien quiera oírla la carta ya inútil que le concede el indulto de Pablo, fusilado empero por Moreyra (Lojo 1999).

Un amor

En el «orden civilizado» y crecientemente letrado que se está construyendo a fines del siglo XIX acecha para las mujeres un nuevo y más refinado cautiverio: el de la represión. Lejos de convertir el espacio doméstico en espacio político de cambio mediante una transformación educativa a cargo de las madres (como se proponía en El médico de San Luis), las mujeres quedarán -hasta su despertar tardío después de comenzado el siglo XX- en poder de cierta «barbarie de la civilización», que dominará no solo su cuerpo sino sus deseos. Recluidas entre las paredes de la casa burguesa, reducidas a la condición de guardianas de un orden minimalista, muñecas de lujo, frágiles, aniñadas, enfermas (Barrán 1991, t. II, cap. IV; L. Gálvez 2001, 17-18), mientras el resto de los «bárbaros» disolverá su diferencia en la desaparición material y simbólica (los indios), o en la canonización falsificada (el gaucho).

La «nueva cuadrícula burguesa» acentúa el sometimiento jurídico de las mujeres colocándolas en el rango de eternas menores de edad, sometidas a la tutela y administración de sus cónyuges (Código Civil de Vélez Sársfield -1871-, Ley del Matrimonio Civil -1889-), separando tajantemente las esferas de lo privado (femenino) y de lo público (masculino)8, obstaculizando su ingreso a la vida profesional y política. Católicos y liberales concuerdan al considerar la naturaleza femenina como necesariamente sujeta a la autoridad del varón y circunscrita a lo doméstico, a la vez que se extrema el puritanismo de las costumbres hasta un grado exasperante (L. Gálvez 2001, 24-25) y se coloca a las mujeres ante una disyuntiva de hierro: ángeles o demonios, doncellas inocentes, madres y esposas castas o despreciables prostitutas. Ni siquiera el partido socialista o la izquierda anarquista parecen dispuestos a discutir el papel central de la maternidad y el sentimiento para la vida femenina, y su pertenencia prioritaria al ámbito familiar (Míguez 1999, 41). El ideal concebido sobre estas pautas, impregna aun las programáticas progresistas, y se extiende a todos los sectores sociales9.

En el encierro lujoso del patriciado burgués finisecular permanece (como un símbolo del género en su época) la protagonista de la última novela de Mansilla (Un amor, 1885), criolla trasplantada en una mansión de París, viuda (sin casarse) de un amor imposible al que ha decidido renunciar. Confinada de por vida bajo la tutela paterna, sin raíces, sin patria, su destino trágico es la frustración de un deseo monstruoso que -como una reverberación lejana y deformada de Lucía Miranda- la liga inextricablemente a dos hermanos (no ya indios, sino yankees10) que, esta vez, se parecen demasiado. Se diría que la naturaleza negada cobra su venganza en el núcleo mismo de ese orden que ha decidido someterla -a costa, otra vez, del cautiverio y el sacrificio de una víctima femenina-. Esta nouvelle se sitúa en el ámbito más «civilizado» del planeta: París, la clase alta parisina, aunque los protagonistas son americanos. Un amor es el amor doble que la bella Silvia, hija de un banquero cubano, experimenta por dos hermosos y acaudalados mellizos yankees, perfectamente iguales, a los que no logra distinguir, ni físicamente, ni con su afecto. La belleza de los hermanos pronto adquiere para Silvia el carácter de una pesadilla: no puede elegir a ninguno de los dos y, por supuesto, tampoco a los dos. Rechaza a ambos y sigue viviendo junto a sus padres, sin casarse, vestida de luto, voluntariamente cautiva, presa de un deseo irrealizable. Silvia no logrará desprenderse del vínculo simbiótico que la une a sus padres (sobre todo a su madre). Los hermanos -demasiado satisfechos de su propia relación autosuficiente y especular- tampoco le podrán ofrecer a Silvia un amor único, diferenciado, irrepetible.

Los cuentos

En Cuentos (1880) volumen de relatos para niños, escrito con la conciencia de ser el primero en su género en idioma español, han desaparecido los ambientes pampeanos de las tres primeras novelas de Eduarda. Predomina en ellos el ámbito urbano, donde también pueden encontrarse, empero, cautivas y cautivos (aunque no de los indios), viajeros e inmigrantes. Uno de los relatos («Pascuas») es estrictamente, más que un cuento, una estampa de costumbres que evoca los festejos de la Navidad en los países europeos.

La delimitación de espacios en los que el sujeto se siente preso y de los que desea liberarse es una constante del libro. Pocas veces el deseo de salir es acertado. Las historias de «La jaulita dorada», de «Nika», de «Chinbrú», de «La Paloma blanca» o «El alfiler de cabeza negra» son elocuentes al respecto. En estos casos una jaula, una lauchita, un monito, una niña turbulenta, un alfiler de sombrero, aspiran a dejar el lugar donde están: a veces porque se aburren de una vida sin aventuras, otras por vanidad, por codicia, o por deseo de participar de un mundo que se cree superior al propio. Los cuentos podrían ser leídos, y lo han sido (Batticuore, 1995), como una condena conservadora a la movilidad social, como una censura, no menos conservadora, a la niña «machona», como una apología, en fin, del orden que mantiene cada cosa y cada ser en un lugar prefijado. Es difícil, empero, pensar que esta gran viajera por geografías y por lenguas quisiera inculcar a los niños y a las niñas una concepción tan estrecha de las posibilidades vitales.

Vivir es arriesgarse, y la narradora lo sabe muy bien. El riesgo puede ser heroico, el final puede ser trágico (lo es el de Lucía Miranda). El problema no radica en esto, siempre que la causa haya valido la pena. Lo triste es haber sacrificado una felicidad posible a la falsa ilusión que nos hará prisioneros o nos llevará a la muerte. Esto es lo que le ocurre a la laucha Nika, que vive fascinada por los seres humanos, en actitud que por momentos evoca la de los pueblos primitivos y conquistados hacia los pueblos conquistadores a los que atribuyeron características divinas (la lauchita piensa en los seres que admira como «dioses»). El final no es menos terrible. Nika cae en una trampa, y el mismo niño a quien adora, bello y cruel, lejos de ir a su rescate, la hunde en el agua hasta ahogarla. Chinbrú, el monito, vive libre en las selvas del Chaco, pero, harto de placeres cotidianos y repetidos, desea conocer la ciudad. Emprende un viaje peligroso para el que no está preparado y cae en manos de un organillero que lo explota y lo maltrata hasta matarlo.

De la relación de Chinbrú con el organillero genovés se han llegado a extraer algunas conclusiones, como la de que el malvado músico popular encarna la «barbarie social» representada en la década del ochenta por la inmigración italiana (Batticuore, 371-372). Si propuestas semejantes se han dado en ciertas novelas de tesis (tal vez la más notoria de ellas sea En la sangre, de Cambaceres, quien en general mantuvo una posición contraria a todas las masas inmigratorias) sería forzado atribuir esa idea a Mansilla. Seguramente había muchos organilleros de origen itálico en las calles de la ciudad, como el que aparece en otro cuento de la autora: «Sombras» del libro Creaciones (1883), que no tiene ninguna característica repulsiva y que se limita a tocar una mazurka agradeciendo cortésmente el dinero que la protagonista le ha dado. En «Chinbrú» se alude además, en resonancia simpática con las penas del monito, a la prisión del patriota y poeta italiano Silvio Pellico tras los muros de Spielberg, que hunde en las tinieblas ««su espíritu elevado»» (45). La reivindicación total del inmigrante itálico aparece, por otra parte, en el conmovedor relato «Beppa», también de Creaciones, cuyo héroe es Gino, un niño mendigo, inmigrante en Nueva York, que intenta ganarse las limosnas con un «violín chillón y destemplado» (288). En un gran hotel de la ciudad, una dama con su hijo, ambos caritativos, se apiadan de él, que agradece las monedas de plata con «la gracia teatral de su raza» (290). El niño vuelve, noche tras noche, y la dama, que le habla siempre con afecto en su lengua materna, le ofrece quedarse con ella pero él se rehúsa «per non lasciare Beppa». Desaparece por un tiempo, y una noche lo encuentran casi yerto sobre la nieve, aunque aún dispuesto a tocar su violín. Nuevamente rechaza la invitación por el mismo motivo, hasta que un policeman, con intenciones de darle refugio, lo lleva del brazo. El cuento queda abierto dejando sin develar el secreto de la devoción abnegada del niño por la misteriosa Beppa, a la que sacrifica su bienestar y hasta su vida. En suma: los personajes de Mansilla son individuos, ante todo, no necesariamente figuras alegóricas de etnias o de clases sociales. El niño malvado que ahoga a Nika no representa a todos los niños ricos, ni el organillero cruel a todos los inmigrantes (o músicos ambulantes) italianos. El bien y el mal se hallan, en la narrativa mansilliana, discretamente repartidos en toda la humanidad, más allá de estos condicionamientos.

La jaulita dorada y el alfiler de sombrero se dejan tentar por el ansia de notoriedad. Al principio creen lograrla. La jaulita, que alberga un canario de casa rica, está vistosamente expuesta hasta que el canario muere. Luego pasa al desván de los trastos inútiles del que la rescata un niño pobre, el único, en definitiva que sabe apreciarla y que la devolverá a la vida. El engreído alfiler termina su corta existencia en las manos de otro niño, Pedrito el Gordo, consentido y caprichoso, que se lo quita a la sirvienta y lo rompe al clavar una mariposa en la pared.

Caracteriza estos cuentos una constante tensión paradójica entre cautiverio y libertad, de tal manera que quien busca la libertad puede terminar cautivo, o quien se ha convertido en libre, como el tío Antonio, esclavo negro, se vende a sí mismo para salvar a la familia del amo muerto. También se encarcela por ingratitud y negligencia a quien no lo merece, como ocurre con el fiel perro Bimbo, confinado a un cuarto oscuro cuando contrae sarna. Una vez sano, en lugar de vengarse de quienes lo han olvidado, se consagra a la atención de la familia atacada por la viruela y especialmente a la de su joven dueña, que esta vez lo conservará junto a ella el resto de su vida.

Lejos de expresar la barbarie (como lo afirma Batticuore 1995, 372), lo animal en estos cuentos está asociado a la más fina sensibilidad afectiva y estética11. Y a menudo los individuos de razas consideradas inferiores, como el tío Antonio, poseen en cambio una extraordinaria superioridad moral12. Lo mismo ocurre con los que no parecen tener lugar en el mundo, por débiles o enfermos; tal sucede con la pequeña Juanita, condenada a la inmovilidad y despreciada por su enérgica prima Elena. Lo que en esta se critica como «masculino» es básicamente su tendencia a asociar el placer con la destrucción (116) y es eso lo que desencadena el colapso y la muerte de la vulnerable prima. La «caza infernal» a la que Elena asistirá después en su pesadilla (un viaje onírico aleccionador) es la que extermina a los seres frágiles e inocentes.

Creaciones

Creaciones (1882), libro que juega con lo onírico, lo extraño y lo fantástico, incluye un viaje sobrenatural (aparentemente causado por el delirio) en «El ramito de romero», donde el descreído viajero asiste a una revelación del sentido de la Historia humana, y en particular, del sentido de su propia vida (Lojo 2002b). La acción transcurre fuera de la Argentina, en Francia, y lo mismo sucede en otros dos relatos: «Similia Similibus» (obrita teatral que recuerda, por su tono y argumento a «The importance of being earnest», de Oscar Wilde, aunque por cierto esta es posterior, de 1895), y también «Dos cuerpos para un alma». Este último cuento narra el drama psicológico y cultural del Príncipe Zoutzo, desgarrado entre dos mundos y dos mujeres: por un lado, la morada familiar y ancestral en Rusia, donde su prima lo espera para casarse de acuerdo con la tradición. Por otra parte, París, donde se enamora de una viuda noble, hermosa, coqueta y sin fortuna. Zoutzo no puede elegir entre lo diferente, del mismo modo que la protagonista de Un amor no podía elegir entre lo idéntico. Por eso piensa en tener dos cuerpos que le permitan vivir en ambos mundos y amar con la misma alma a sus dos novias, y cree poder lograrlo gracias a las artes de un siniestro profesor armenio, experto en la reanimación de cadáveres. El relato de Zoutzo (interrumpido por su criado en el momento álgido) aparece desacreditado, al final, por las explicaciones de Luzac, primo de la bella viuda: en realidad, ambas novias han dejado al exaltado ruso, que languidece, loco, encerrado en su mansión parisina, así como ha estado antes cautivo del amor de la «sirena» francesa. La prisión definitiva de la locura aguarda también a las protagonistas de otros dos cuentos: «Kate», una de las mejores piezas de Mansilla, que trabaja admirablemente sobre el drama de las diferencias temperamentales y culturales en el matrimonio mixto de Tom Crámmer, protestante y Kate, irlandesa católica, y «La loca», en que la hipersensible Julia pierde la razón, trastornada por la rivalidad amorosa entre su novio y el mejor amigo de este. Este último relato transcurre en la Argentina (San Nicolás), lo mismo que «Sombras», pequeño drama de la vida porteña, donde Malvina, a quien su suegra y cuñada desprecian porque proviene «del otro lado del charco» (esto es, de la Banda Oriental), vive recluida en su modesta casa, pendiente de los caprichos y veleidades de Julián, un empleado presumido y ambicioso que asiste sin su compañía a las veladas de gala y las reuniones sociales. Las «sombras» que amenazan la razón de Malvina se despejarán finalmente con la llegada de un niño. La maternidad es lo que otorga sentido, estabilidad y en cierto modo, poder, a estas vidas de mujeres que han perdido sus raíces, y cuyo mayor crédito en la sociedad es transformarse en madres. Por eso personajes como Kate o como Micaela, se precipitan en la locura con la pérdida del único hijo.

Conclusiones

En la narrativa de Eduarda Mansilla no solo la Argentina sino el mundo, es un mapa en el que los seres cambian de lugar, dejan de estar en el territorio familiar donde han nacido, viajan o emigran y a veces, en el decurso de ese viaje, o debido a él, caen en la inmovilidad perpetua del cautiverio o la locura, que es otra forma de prisión. Pero aun dentro del cautiverio se puede ser libre y elegir un destino (lo es Lucía Miranda); no todos los cautiverios terminan mal (algunos son la puerta de otra forma de vida), y no siempre son los bárbaros quienes se apoderan cruelmente de los civilizados. En realidad, en la narrativa de Eduarda sucede más bien a la inversa: el doctor Wilson, tío Antonio, Nika, Chinbrú, son víctimas, en diferentes situaciones, de quien representa la «civilización» o la «ley». Y las mujeres, de uno u otro modo, serán siempre cautivas si no se las educa o si no se les reconoce otro horizonte de acción que el estrecho mundo de la casa y los hijos. Como otras colegas y compatriotas decimonónicas, Eduarda Mansilla no abogó por la plenitud de los derechos civiles y políticos para su género (Frederick 1998, 145-151); aún no estaba preparado para ello el horizonte de las ideas en Hispanoamérica. Pero sí mantuvo un constante reclamo en cuanto a los derechos educativos. Estos derechos, sin embargo, no alcanzaban para dar movilidad y autonomía a las muchachas encerradas (cada vez más rígidamente) en el capullo protector de la alta sociedad, dependientes de sus padres y de los deseos de estos.

Las naciones nunca son puras, y menos la Argentina. «La vida de nuestra sociedad -señala Mansilla (1996, 196)-, especialmente hace unos años, era de trasformación incesante». Su narrativa nos muestra esa trasmutación política y social, la Argentina proteica donde conviven, en guerra o en paz, criollos, europeos, indios, y esos inmigrantes-cautivos que fueron los africanos. Los europeos se instalan en el lugar del saber o del servicio, o de un saber jerarquizado que se vuelca en servicio: los ingleses como el Dr. Wilson y la institutriz Miss James, educadora de la rebelde Elena. Del lado popular, los organilleros italianos (buenos y malos), o la cocinera gallega o la niñera vascuence que aparecen en varios cuentos. No faltan los y las que llegan de países vecinos y forman familias en este: Micaela, de origen chileno, o la uruguaya Malvina.

También la narradora viaja, como viajó la autora, y mezcla la lengua materna con otras lenguas, o cambia la lengua por otra que le permite instalarse en los ojos del extranjero sin dejar de ser ella misma.

Caracteriza a Eduarda Mansilla la aguda conciencia de los vasos comunicantes entre la aldea y el mundo, la importancia de conocer lo distante y lo ajeno para valorar lo cercano y lo propio. A ella, y al peculiar placer que proporcionan sus libros, podrían aplicarse muy bien las palabras con las que se describe al narrador de «Kate», el Marqués de Sans: «Observador del corazon en sus más complicadas evoluciones, supo el viejo hidalgo, gracias a su espíritu investigador, aprovechar de ese contacto forzoso con todas las clases de la sociedad que imponen los viajes, asimilándose los usos y las ideas de los pueblos que visitara. Su inteligencia desarrollada en la vida nómade, sin menoscabo de la sensibilidad, había acumulado un caudal intelectual de gran valía. Y, calidad poco comun entre los hombres eminentes de un pueblo inteligente, el Marques unia á una vasta instrucción adquirida en los libros, otra no menos sólida é importante en la época actual: el conocimiento de los demas pueblos» (Creaciones, 203).

Bibliografía

Libros citados de Eduarda Mansilla

  • 1869. Pablo, ou la vie dans les Pampas. París: Lachaud.
  • 1880. Cuentos. Buenos Aires: Imprenta de la República.
  • 1882. Lucía Miranda. Novela histórica. (1.ª ed. Diario La Tribuna 1860). Buenos Aires: Imprenta Alsina.
  • 1883. Creaciones. Buenos Aires: Imprenta Alsina.
  • 1885. Un amor. Buenos Aires: Imprenta de El Diario.
  • 1962. El médico de San Luis (1.ª ed. Diario La Tribuna 1860). Buenos Aires: Eudeba.
  • 1996. Recuerdos de viaje (1.ª ed., 1882). Madrid: El Viso.

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