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ArribaAbajoNoticias de la vida y escritos de Fray Toribio de Benavente, o Motolinía, por Don José Fernando Ramírez


ArribaAbajoPrimera Parte

Biografía


FRAY TORIBIO DE BENAVENTE, natural de la ciudad de este nombre en el reino de León, fue el sexto de los nombrados para formar el Apostolado Franciscano encargado de propagar el cristianismo en México, bajo la obediencia de su superior, FRAY MARTÍN DE VALENCIA. Fray Toribio era profeso de la provincia de Santiago, de la cual, así como la mayor parte de sus compañeros, fue trasladado a la de San Gabriel de Extremadura, para partir de allí a su santa y civilizadora misión. El día 30 de Octubre de 1523 recibieron su patente, y después de algunas dilaciones, empleadas en hacer sus provisiones y en reemplazar un compañero que desistió de la empresa, se embarcaron en San Lúcar de Barrameda el Martes 25 de Enero de 1524; el 4 de Febrero arribaron felizmente a la Gomera, una de las Canarias; el 5 de Marzo a Porto-Rico; el 13 a la Española, o isla de Santo Domingo; el 30 de Abril a la Trinidad, o isla de Cuba; «y vueltos a embarcar la quinta vez, dice Torquemada41, dieron consigo en el deseado puerto de San Juan de Ulúa... en 13 de Mayo   —XLVI→   del mismo año de 24, un día antes de la vigilia de Pascua del Espíritu Santo».

Luego que Hernán Cortés tuvo noticia de la llegada de esta ilustre colonia, envió para recibirla y felicitarla, a Juan de Villagómez, criado suyo. Los religiosos rehusaron sus obsequios y ofrecimientos, emprendiendo luego su marcha para el interior, a pie y descalzos; ordinario desabrigo y manera de caminar de los primitivos misioneros. -La narración de los sucesos posteriores de su viaje hasta México, la haré con las palabras de un escritor coetáneo, que a la cándida sencillez de su lenguaje, reúne la inapreciable calidad de resumir las noticias de dos testigos presenciales; del mencionado Villagómez y de Rafael Trejo, uno de los compañeros de Cortés. Oigámoslos por boca de Fray Juan de Torquemada42.

«Pasando estos siervos de Dios por Tlaxcalla, se detuvieron allí algunos días... y aguardaron el día del mercado, que los Indios llaman Tianquiztli, cuando la mayor parte de la gente de aquella provincia se suele juntar a sus tratos y granjerías, acudiendo a la provisión de sus familias. Y maravilláronse de ver tanta multitud de almas, cuanta en su vida jamás habían visto así junta, alabaron a Dios con grandísimo gozo por ver la copiosísima mies que se les ofrecía y ponía por delante. Y movidos con el celo de la caridad que venían, ya que no les podían hablar, por ignorar su lengua, comenzaron con señas (como hacen los mudos) a declararles su intento, señalando al cielo, queriéndoles dar a entender, que ellos venían a enseñarles los tesoros y grandezas que allá en lo alto había. Los Indios andaban detrás de ellos, como los muchachos suelen seguir a los que causan novedad, y maravillábanse con verlos con tan desarrapado traje, tan diferente de la bizarría y gallardía que en los soldados españoles habían visto».

La fuerte y extraña impresión que debe haber causado en el espíritu de los Indios la presencia de estos huéspedes, de tan singular carácter y catadura, con sus predicaciones por señas o en lengua incomprensible, lo manifiesta perfectamente una de las antiguas relaciones comunicadas al cronista Herrera: -«¿qué han estos pobres miserables, que tantas voces están dando?» -se preguntaban unos a otros los asombrados indígenas; -«mírese, añadían, si tienen hambre: deben ser enfermos o están locos: «dejadlos vocear, que les debe haber tomado su mal de locura: pásenlo es como pudieren y no les hagan mal, que al cabo dello morirán: notad cómo a medio día y a media noche y al amanecer, cuando todos se alegran, ellos lloran: sin duda es grande su mal, porque no buscan placer, sino tristeza43». En estas y las otras conversaciones de su género, la palabra MOTOLINÍA se encontraba en boca de todos, repitiéndose con un gesto   —XVLII→   y expresión que la hacían más remarcable. Tales circunstancias y su mismo sonido armonioso, hirieron la ardiente imaginación de Fray Toribio, que ansiaba también por comenzar su aprendizaje de la lengua mexicana. Preguntó lo que querían decir con ella, y habiéndosele contestado que significaba POBRE, dijo: -«Éste es el primer vocablo que sé en esta lengua, y porque no se me olvide, éste será de aquí adelante mi nombre»; -«y desde entonces, añade Torquemada44, dejó el nombre de Benavente, y se llamó MOTOLINÍA45». -El rasgo retrata al hombre.

Después de algunos días de descanso que la colonia franciscana tomó en Tlaxcala, continuó su peregrinación a México, donde se les aguardaba con grandes preparativos y alboroto. Cuando se tuvo noticia de su aproximación, salió Cortés a recibirlos, acompañado de todos sus capitanes y de los restos de la antigua grandeza mexicana, haciendo con ellos la famosa demostración de humildad y respeto que debía captarle su afecto y consolidar su propio poder. -Los historiadores, que, incluso el mismo P. Motolinía, nos han conservado el minucioso itinerario de los misioneros desde España hasta Veracruz, no expresan las fechas de su llegada a Tlaxcala, ni la de su entrada a México. Ésta puede deducirse, muy aproximadamente, de la reunión de su primer capítulo, que dice Torquemada46 se celebró «el día de la Visitación de Nuestra Señora» a los quince días de su arribo; con que así, éste debió ser entre el 17 y 18 de Junio. -Vetancurt47, haciendo el mismo cómputo, fija el 23; mas su equivocación es patente. -En seguida se repartieron los religiosos de cuatro en cuatro por las tres mayores poblaciones de la época, Tezcoco, Tlaxcala y Huexotzinco, quedándose en México Fray Martín de Valencia, su superior, con otros cuatro; pues cuando aquel Apostolado llegó a México se encontraron con cinco individuos de su orden, que servían de capellanes, y que luego fueron incorporados a la nueva comunidad.

Nuestros monumentos históricos no presentan suficiente material para ir paso a paso la vida de Fray Toribio, que fue una de las más activas y laboriosas. Por tal motivo, no menos que por el carácter particular de este escrito, reduciremos sus noticias a los hechos principales y mejor averiguados.

No se sabe positivamente cuál residencia le tocó en la dispersión de sus   —XVLIII→   hermanos, y la primera noticia cierta que de él tenemos se encuentra en el Acta de 28 de Julio de 1525, del primer Libro de Cabildo de esta ciudad. Por ella sabemos que el gobierno colonial, entonces al cargo de Gonzalo de Salazar, con el carácter de teniente gobernador por la ausencia de Cortés, se manifestaba alarmado por la conducta de los franciscanos, haciéndoles las graves inculpaciones que revela el siguiente pasaje que copio de aquel inédito y curioso documento: -«E dijeron (el teniente gobernador y regidores) que a su noticia es venido que Fray Martín de Valencia, fraile del monesterio de Sor. San Francisco, e Frey Toribio, guardián del dicho monesterio en su nombre, diciéndose Vice Episcopo en esta N. España, no solamente entiende en las cosas tocantes a los descargos de conciencia, mas aun entremétense en usar de jurisdicción civil e criminal e enyben (inhiben) por la corona de las justicias, que son cosas tocantes á la preeminencia Episcopal, no lo pudiendo hacer sin tener provisión de sus majestades para ello; e porque esto es contra su real preeminencia... acordaron de enviar a rogar al dicho Padre Fray Toribio, guardián del dicho monesterio, que llegue al dicho cabildo e que se le notifique de su parte, que le piden e requieren que no use de la dicha jurisdicción hasta tanto que en el dicho Cabildo muestre las bulas e provisiones que de su majestad tiene para ello &c». -Consta de la misma Acta que Fray Toribio respondió incontinenti que sus bulas estaban ya presentadas -«e que por ellas tenían bastante poder del Papa e del Emperador, a cuya petición fueron concedidas e a ellos dadas».

Todas las corporaciones, particularmente las electivas, son desmemoriadas; así es que -«los dichos sres. justicia e regidores dijeron, que tal no habían visto, ni en este cabildo había sido presentado» -y en consecuencia ordenaron nuevamente al requerido hiciera la presentación de sus títulos. Entonces Fray Toribio exhibió dos cédulas expedidas en Pamplona a 15 de Noviembre y 12 de Diciembre de 1523, dirigida la una a los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla, y la otra a los gobernadores y justicias de América. La primera era el permiso que se concedía a los religiosos para pasar a estas partes, con la orden de que se les facilitara el pasaje y recursos necesarios: la segunda era una especie de pasaporte o credencial en que se ordenaba a la autoridad respectiva «que en todo lo que por los dichos frailes o por alguno de ellos fuera requerida e hubieran menester... los hubiera por encomendados». Con estas cédulas presentó Fray Toribio «dos bulas de su ministro general escritas en lengua latina... en que dijo estaba incorporada la bula de S. S. las cuales no se trasladaron (en el Acta) por su prolijidad... e así presentada dijo, que como quiera que otra vez estaban presentadas, a mayor abundamiento requería (al Ayuntamiento) que las cumpliera».

Fray Toribio tenía mucha razón en reprochar su olvido a los concejales,   —XLIX→   pues del mismo Libro de Cabildo consta que en la sesión de 9 de Marzo anterior, presente Gonzalo de Salazar, como uno de los tenientes de gobernador, y «de pedimento del P. Fr. Martín de Valencia, Custodio de la casa del Sr. S. Francisco, vistas las bulas que presentó ante sus mercedes en el dicho cabildo, dijeron que las obedecían como a mandamiento de Su Santidad, y que conforme a ellas podían usar de todas las cosas y casos en ellas contenidas en esta Nueva España». -El Ayuntamiento repitió la misma fórmula y protesta, manifestándose dispuesto a hacerlas efectivas en lo perteneciente «a la predicación e instrucción de los Indios»; mas «en cuanto a lo demás de la jurisdicción e judicatura cebil e criminal de que los dichos PP. Religiosos querían usar, dijeron que apelaban e suplicaban de dichas bulas, por ser en perjuicio de la preeminencia real e daño de la pacificación destas partes». -De conformidad con esta determinación les prohibió el Ayuntamiento usar de ambas jurisdicciones. Los pasajes referidos nos permiten conjeturar un hecho que no se encuentra mencionado en ninguno de los cronistas de la provincia, conviene a saber: que Fray Toribio se quedó en México después de la dispersión de sus hermanos, siendo también el primer guardián de su convento. El Padre Valencia debió conservar el carácter de Custodio.

Si bien las contradicciones que vemos asomar entre los religiosos y el gobierno, debían proceder en mucha parte del grande celo con que los Españoles han defendido siempre las prerrogativas del poder civil, en la ocasión eran fuertemente estimuladas por la adhesión que profesaban a Cortés, entonces vivamente perseguido por sus émulos, y sobre todo por el ardiente celo e infatigable perseverancia con que protegían a los infelices Indios, víctimas de la codicia y rudeza de los conquistadores. Aunque todos los religiosos hacían una profesión de conciencia en ampararlos y protegerlos, afrontando con el odio y con la persecución de los potentados, Fray Toribio sobresalía en esas calidades, adelantándose hasta un punto que quizá hoy no podemos calificar debidamente, porque tampoco conocemos todas las faces y secretos de aquella sociedad, trabajada por las discordias civiles que excitaban la ambición y la codicia, contrariadas por un celo religioso ardiente e inflexible.

Las incesantes quejas que recibía el Emperador del mal tratamiento que se daba a sus nuevos vasallos, le inspiraron la idea de crear el cargo de Protector de Indios, que encomendó por cédula de 24 de Enero de 1528 a Don Fray Julián Garcés y a Don Fray Juan de Zumárraga, primeros obispos, el uno de Tlaxcala y el otro de México. Este nombramiento caía en lo recio de aquellas turbaciones, y produjo sus naturales efectos. El gobierno colonial, que se encontraba muy mal avenido con esta especie de tribunado eclesiástico que se le imponía, pensó nulificarlo discurriendo dudas que le permitían paralizar su poder, mientras se consultaba con la corte, cuyas respuestas se hacían esperar meses y aun años. El Sr. Zumárraga   —L→   exigía, al contrario, su pronta obediencia; y como se discutía con la sangre ardiente, por intereses que en el sentir de los disputadores no admitían transacción, y el gobierno se consideraba con la facultad de resolverlos por las vías de hecho, la contienda se exacerbó hasta el extremo en que nos la pinta Fray Vicente de Santa María, testigo presencial de cuya relación, aun cuando rebajemos mucho, por las pasiones que entonces dividían a dominicos y franciscanos, siempre quedará lo bastante para descubrir un grande e importante fondo de verdad. Él decía al obispo de Osma en carta escrita el año de 1528, desgraciadamente sin indicación de mes, que el Sr. Zumárraga había mandado a los franciscanos que predicaran contra la Audiencia, y que los predicadores se extendieron hasta apellidar a los oidores- «ladrones y bandidos, ordenando a sus visitadores ese abstuvieran de proceder, bajo pena de excomunión. En mi presencia, añadía el narrador, han tratado de tirano al presidente de la Audiencia, aconsejando a los Indios que no los obedecieran cuando les mandaban trabajar en las obras públicas».

Las turbaciones producidas por estos sucesos se extendieron a todas partes, poniendo en lucha abierta a los conquistadores, ávidos de riquezas, con los pueblos esquilmados y agobiados bajo un yugo apenas soportable. A la energía de aquellos hombres, estimulada por su propio interés, parecía indecoroso ceder ante el débil obstáculo que oponía la resistencia de un puñado de frailes, y en consecuencia comenzaron las vías de hecho contra los renuentes. Éstos, como era natural, buscaron el arrimo y favor de los únicos que simpatizaban con su desgracia, y que en la ocasión eran sus protectores legales. Los caciques perseguidos se refugiaron al convento de Huexotzinco, implorando un asilo, y el animoso Fray Toribio se los otorgó, arrostrando con todos sus peligros48. Prolongándose estas resistencias en el año de 1529, la Audiencia comisionó al alcalde Pero Nuñez para aprehender y enviarle bajo custodia a los caciques principales de Huexotzinco y sus familias, quienes noticiosos del caso se asilaron con sus bienes, el día 15 de Abril, en el convento de los franciscanos. Fray Toribio, su guardián, no solamente los acogió, sino que al otro día hizo notificar en toda forma a los agentes de la Audiencia la orden de salir de la población dentro de nueve horas, bajo pena de excomunión. Los testigos mandados examinar por la Audiencia deponían que Fray Alonso de Herrera la había apodado en un sermón llamándola «Audiencia del demonio y de Satanás»; y que Fray Toribio, que decía la misa mayor, cuando la hubo terminado, hizo una ligera plática «confirmando cuanto había dicho el predicador». -Los mismos testigos imputaban a los frailes, que aconsejaban a los Indios no pagaran los tributos que exigía la Audiencia,   —LI→   sino en la cuota que ellos les fijaban49. En fin, el fraile dominico antes mencionado, decía que había faltado muy poco para que los Indios no se hubieran sublevado con las predicaciones de Fray Toribio. -Éste se denominaba en sus actos oficiales, Visitador, Defensor, Protector y Juez de los Indios en las Provincias de Huexotzinco, Tlaxcalla y Huacachula; títulos que le autorizaban para intervenir en los otros, y que legitimaban sus resistencias, despojándolas del carácter de inobediencia y aun de rebelión que les daban sus enemigos. Esa energía, ese valor civil, esa conciencia con que los frailes hacían frente al despotismo de los conquistadores, era el único escudo que defendía a los Indios. Fray Toribio, uno de los más animosos, si no el más, en esta parte de la América, aun fue acusado de regentear una conspiración: decíase que su plan era alzarse con el gobierno de la colonia, aunque reconociendo la soberanía del rey de España, pero prohibiendo enteramente la introducción de Españoles en el país, como obstáculos insuperables a la conversión de los Indios. Atribuíase el complot a los Padres Fray Luis de Fuensalida, Fray Francisco Ximénez y Fray Toribio, los tres, personajes eminentes, y miembros del famoso Apostolado50. Si algo pudiera probabilizar esta imputación, sería la circunstancia de referirse a la época del intolerable despotismo y desorden del gobierno de los oficiales reales.

El descuido en la determinación precisa de la fecha de los sucesos, muy común en nuestras antiguas crónicas, produce dificultades cronológicas de ardua resolución, y que tampoco podrían analizarse en un escrito como el presente. Hemos visto, con la autoridad de un dominico contemporáneo, que el año de 1528 se encontraba Fray Toribio en México comprometido con la Audiencia en una lucha que todavía duraba a mediados de Abril del año siguiente, siendo su teatro Huexotzinco. -Ahora bien; el cronista de la provincia franciscana de Guatemala51 asegura que en ese mismo año hizo nuestro misionero su primera entrada en aquella provincia, siendo, así, también el primero que introdujo el cristianismo en esas lejanas regiones. Para establecer el hecho cita pruebas que no carecen de fuerza, tales como el testamento de un indígena que decía haberlo bautizado Fray Toribio poco después de la prisión del rey Ahpozozil, o Acpocaquil, como lo llama Juarros, acaecida en 1526; una patente, firmada por el mismo religioso, admitiendo en su hermandad tal magnífico Señor Gaspar Arias, «alcalde primero de la ciudad (Guatemala)»; cuyo documento, aunque sin   —LII→   fecha, precisa la época, por constar del Primer Libro de Cabildo, que Arias fue alcalde en el bienio de 1528 y 29. -El Padre Vázquez cita otras pruebas que parecen establecer suficientemente el hecho de la presencia del Padre Motolinía en aquellos lugares, entre los años mencionados. Allí tuvo noticia de dos religiosos extranjeros que recorrían el país predicando el Evangelio, y con tal motivo se internó hasta Nicaragua, ya para comunicarse con ellos, ya para ver un volcán y algunas otras curiosidades naturales, de que era grande admirador52. El Padre Vázquez53 dice que en esa exploración fundó los conventos de Quetzaltenango, Tecpan-Guatemala y Granada.

Este cronista, que parece hizo exquisitas investigaciones para seguir los pasos a nuestro Fray Toribio, asegura que volvió de aquella expedición a fines de 1529, encontrándose en Guatemala y de vuelta para México, con el famoso Fray Andrés de Olmos, que iba en su busca y a la conversión54. Pretende también establecer que ambos religiosos permanecieron allí detenidos por las instancias que les hacían los principales vecinos para que fundaran, manteniéndose todavía el 25 de Julio, fiesta del patrono de la ciudad, en que dice el Padre Vázquez55 predicó Fray Toribio. Este hecho es inconciliable con el que vamos a referir, y que parece bien probado.

Una de las causas próximas de la opresión y malestar de los Indios era la ociosidad o sea holganza a que aquí se entregaban los Españoles, pretendiendo vivir y enriquecerse única o principalmente con los servicios personales denominados enconmiendas, repartimientos &c., esto es, con el fruto del trabajo de cierto número de Indios que se les aplicaban, constituyendo una especie, ya de esclavitud, ya de vasallaje feudal. Esta distribución del trabajo, cuyo empleo ordinario era el de las minas, como más lucrativo, precipitaba rápidamente la destrucción de la raza indígena, oponiendo también mayores dificultades a su civilización. Fray Toribio pensó remediarla en mucha parte, abriendo una nueva y útil senda a la inmigración española, y promovió la fundación de la ciudad de Puebla. Él mismo nos refiere este suceso en la pág. 232 de su Historia, diciéndonos que su primera piedra se puso «en el año de 1530, en las octavas de Pascua de Flores, a 16 días del mes de Abril, día de Santo Toribio, obispo de Astorga». -Los Padres Torquemada56 y Vetancurt57 añaden que nuestro historiador fue también quien dijo allí la primera misa que se celebró.

Las contradicciones que hemos notado podrían conciliarse aproximando un poco los sucesos relativos a la expedición de Guatemala, cuyas pruebas no son tan concluyentes, en punto a cronología, como sus contrarias; pues bien examinadas, aparecen fundadas en meras conjeturas. La que aquí se propone para esa conciliación, tiene además en su apoyo la circunstancia de que nada sabemos de positivo de las acciones del Padre Motolinía en los años posteriores, desde la mitad del 1530, hasta el 18 de Enero de 1533 que le hallamos en Tehuantepec, acompañando a Fray Martín de Valencia y a los otros religiosos que suscriben la carta dirigida al Emperador desde aquel punto58. Probablemente fue ésta la expedición emprendida por el Padre Valencia, de que habla el autor en la pág. 170 de su Historia, y que se desgració por los motivos que expone. Ignórase la ruta que de allí siguió.

En el año de 1536 sabemos por su misma Historia (pág. 73) que residía en el convento de Tlaxcala, como su guardián, y que allí moró seis años (pág. 49). Cuando comenzaron éstos, no se sabe; mas sí que aún permanecía el año de 1538, en que se verificó la solemnidad famosa de la fiesta del Corpus59 que nos describe en la pág. 79.

En los primeros años de la conversión los indígenas afluían en tan gran número para recibir los sacramentos, especialmente el bautismo, que los religiosos se quejaban de faltarles aun la fuerza física para administrarlo, porque se trataba de centenares y aun de millares de personas por día. Así también la gloria y mayores timbres del misionero se medían por el más alto guarismo de los bautizados, ostentándolo entre sus blasones, como un conquistador mostraría las plazas sometidas, y un avaro sus tesoros. En la materia que nos ocupa, los cronistas presentan a Fray Toribio como uno de los más infatigables, si no como el mayor, afirmando que hacia la época que recorremos, iban bautizados cosa de seis millones, y que sólo aquel religioso «bautizó por cuenta que tuvo en escrito», y que Torquemada60 dice haber visto, «más de cuatrocientos mil, sin los que se le podrían haber olvidado».

Era físicamente imposible que un número tan exorbitante pudiera administrarse con entera sujeción al Ritual, y así es que desde los principios se trató de abreviar la fórmula, reduciéndola a la mayor simplicidad posible;   —LIII→   operación que comenzaron los franciscanos, como que fueron los primeros, continuando en ella sin contradicción por algunos años. Ésta nació con la entrada de los dominicos, que fueron los segundos; parte por escrúpulos religiosos, y parte por los celos que siempre han dividido las órdenes monásticas, en aquella época más agrios, como que había más fe y fervor; contribuyendo también como activo colaborador el clero secular, que jamás ha estado enteramente avenido con el regular, y que entonces era inferior bajo todos aspectos. Nada enajena tanto las voluntades, ni engendra mayores rencores, que las disputas escolásticas y religiosas; así es que las suscitadas entre franciscanos y dominicos degeneraron al punto que manifiesta la carta antes citada de Fray Vicente de Santa María, que ya en 1528 se manifestaba asombrado «del sufrimiento con que la Audiencia soportaba la insolencia de los religiosos franciscanos». -«Nos aborrecen, añadía este dominicano, porque no hemos querido predicar en su sentido: ellos impiden a los Indios que vengan a trabajar a nuestra casa, lo cual prueba su poca caridad; porque mientras ellos tienen diez o doce monasterios en el país, nosotros no poseemos uno solo». En tiempos de turbaciones, y cuando las pasiones hablan más alto que la razón y el deber, sucede siempre que el partido débil busque un apoyo en la autoridad, lo cual es funesto y desolador en materias de religión, porque los hombres se persiguen y degüellan en el nombre de Dios. Parece que los dominicos tomaron aquí por entonces el partido de la Audiencia, o sea del gobierno, contra quien estaban en perpetua lucha los franciscanos, por la defensa de los Indios, y esta oposición exacerbó las controversias teológicas que los dividían.

Varios eran los puntos sobre que versaban; el uno verdaderamente de filología, o literatura sagrada, propio por lo mismo para excitar las pasiones que engendra la vanidad, y el otro rigurosamente teológico y de los más aptos para inflamar aquel celo que abrasa. En el uno se disputaba sobre la palabra propia para expresar el nombre de Dios en las lenguas indígenas; el otro versaba sobre la ritualidad para administrar el bautismo, sembrándose de paso dudas alarmantes sobre la validez del administrado. No se necesitaba tanto para encender una ardiente controversia con todas sus inevitables consecuencias, produciendo, según decían al Emperador los obispos reunidos en esta ciudad61, -«mucha cisma y contradicciones y pasiones entre ellos (los disputadores), hasta predicar unos contra otros, e los Indios se escandalizan e turban &c.». -La querella tomó tales proporciones, que fue necesario someterla a la autoridad Pontificia, decidiéndola el Sr. Paulo III por su bula Altitudo Divini consilii, de 1º de Julio   —LV→   de 1537, que, como era de esperarse, no dejó enteramente satisfecho a ninguno de los contrincantes. El Pontífice declaró que todos los bautismos hasta entonces celebrados eran válidos, y que no habían pecado sus ministros. Ordenando para lo futuro, dispuso que excepto en caso de urgente necesidad, se guardaran a lo menos las solemnidades siguientes: -1.ª Agua santificada con el exorcismo acostumbrado: 2.ª Catecismo y exorcismo con cada uno: 3.ª Que la sal, saliva, capillo y candela se pusieran, cuando menos, a dos o tres por todos los que se hubieran de bautizar, así hombres como mujeres: 4.ª Que el crisma se pusiera en la coronilla de la cabeza, y el óleo sobre el corazón de los varones adultos, niños y niñas, salvando en las mujeres crecidas las reglas de la honestidad.

Aunque esta declaración debió recibirse en México a fines de aquel mismo año de 1537, no se reunió la Junta Eclesiástica que prescribió y reglamentó su obediencia sino hasta el año de 1539, concurriendo a ella los obispos de México, Tlaxcala, Oajaca y Michoacán, el comisario general de los franciscanos, y los superiores de las órdenes religiosas. En esa Junta se acordaron veinticinco capítulos que resumían todos los puntos decididos por la bula, y que se notificaron el 27 de Abril a quienes concernían para su observancia. Comprendíase entre ellos el que prescribía la uniformidad en la administración del bautismo, expresándose en términos que aun hoy tienen un áspero sonido; -«para que ninguno baptize a cada paso, ni a albedrío», decía el capítulo 12 de las resoluciones acordadas. En el capítulo siguiente limitó su práctica, respecto de los adultos, a las épocas prescritas por el Ritual, salvo los casos de urgente necesidad.

La vaguedad con que el Padre Motolinía habla de su conocimiento con el célebre FRAY BARTOLOMÉ DE LAS CASAS, no permite determinar su época de una manera precisa. En su famosa carta al Emperador62 escrita el año de 1554 decía: -«yo ha que conozco al de las Casas quince años, primero que a esta tierra viniese, i él iba a la tierra del Perú, y no pudiendo allá pasar estuvo en Nicaragua &c.». -Imposible es concordar estas indicaciones con otros datos históricos que he consultado, ni aun con ellas mismas, por la incertidumbre del término desde el cual debe hacerse la cuenta de los quince años; pues si por la tierra de que allí se habla y a la que se dice vino por primera vez, se entiende, como muchos entendían en la época, toda la parte descubierta de la América, entonces el conocimiento de nuestros ilustres misioneros dataría desde el año de 1512 ó 1513, porque Fray Bartolomé no vino a ella por la primera vez sino hacia los años de 1527 a 28. Esta conjetura parece poco probable, en razón de que ese año Fray Toribio estaba en España encerrado en su convento, y el Padre Casas, clérigo recientemente ordenado, residía en Cuba, donde   —LVI→   permaneció hasta el año de 1515, a fines del cual volvió a Sevilla63. Pero si por la frase, esta tierra, se entiende la de México, donde el Padre Motolinía escribía su mencionada carta, entonces, si bien el texto no se aclara enteramente, nos da una fecha precisa y verdadera, pues contando los quince años desde el de 1554 en que la escribió, tendremos el de 1539 para el conocimiento personal de ambos misioneros. Digo personal, porque habiendo bastantes fundamentos para conjeturar que ambos se encontraron en el territorio de Guatemala hacia el año de 1528, es seguro que el Padre Motolinía tuvo largas noticias, cuando menos, del Padre Casas, y que participó de la excitación general que causaba con sus predicaciones, tan ruidosas por la novedad de sus principios, como alarmantes por los intereses que ponían en peligro.

El V. Casas es una de las figuras más colosales y de los tipos más prominentes del siglo XVI, no sólo en América, sino aun en Europa; y como ciertos sucesos de su vida se enlazan íntimamente con la del Padre Motolinía, y éste haya arrojado sobre la más luciente página de la historia de aquel héroe de la caridad cristiana, un borrón tan atezado y escurridizo, que podría manchar aun a la misma pluma que imprudentemente lo soltó, he creído que la verdad histórica, el buen nombre de aquellos ilustres antagonistas, y aun el interés mismo de nuestra narración, ganarían con echar una ligera ojeada sobre ciertas acciones del V. Casas, únicamente en la parte necesaria para que se puedan apreciar las críticas y censuras excesivamente acres que se hallarán en un escrito del Padre Motolinía. Ésta era para mí una tarea tanto más necesaria, cuanto que el deseo de vindicar la ajada memoria de aquel prelado fue lo que principalmente me decidió a cargarme con la no ligera tarea de difundirme en sus noticias, dándoles una extensión tan superior a las otras que se ven en esta preciosa Colección con que el Sr. Don Joaquín García Icazbalceta ha enriquecido nuestra literatura. Para desempeñar convenientemente mi intento, necesito tomar la narración de un poco más atrás.

La profesión de mutua amistad y fraternidad que hacen los franciscanos y dominicos, en conmemoración de la que dicen mantuvieron sus santos fundadores, no fue bastante a impedir que entre ambas órdenes religiosas surgieran desde su principio fuertes contiendas, «y que comenzaran una guerrilla civil y muy cevil unos frailes contra otros», según dice un escritor dominicano64 que nos hace una rápida, pero viva pintura de esos combates, como un preludio de los últimos que se proponía describir. Los motivos fueron los que siempre han separado a toda corporación, particularmente las literarias, instigadas por esa oculta e invencible pasión, disfrazada con el modesto título de espíritu de cuerpo. Uno de estos estímulos,   —LVII→   probablemente alguna de las disputas escolásticas tan en boga a principios del siglo XVI, produjo el primer combate que aquellas órdenes monásticas se dieron en el Nuevo Mundo, si nos atenemos a las noticias que de él nos ha conservado el cronista Herrera65. «Hubo, dice, entre los frailes a dominicos y franciscos de la isla Española (Santo Domingo), diferencias sobre ciertos sermones y proposiciones que se hicieron, y llegaron a poner públicas conclusiones, de que se siguió algún escándalo: y aunque se acudió al provisor para que atajase la vehemencia con que se procedía, y puso pena de excomunión, sin embargo de ella, la orden de Santo Domingo procedía adelante &c». -Esta persistencia indica suficientemente cuál fuera la acritud y exaltación de los ánimos; y si reparamos en que esto pasaba el año de 1528; que la Española era, por decir así, la metrópoli y centro de donde partían todas las ideas a las colonias; y en fin, recordando que en ese mismo año, los dominicos y franciscos de México no se trataban más fraternalmente, según lo hemos visto66 en la carta de Fray Vicente de Santa María, no parece aventurado conjeturar que las discordias que hacían tales estragos en la entonces Reina de las Antillas, extendieran sus influencias a la Nueva España.

Hacia esa misma época se agitaba con grandísimo calor, y también con rabioso frenesí, según el carácter e intereses de los contendientes, una cuestión de religión y de política, que dividió hondamente los ánimos, dejando una inmensa y sangrienta huella, que no han podido borrar tres siglos. Un fraile67 la resumía a principios del XVII en una enérgica exposición que dirigió al rey, dilucidando el siguiente problema: si era justo y político que la espada fuese abriendo primero el camino al Evangelio... «que es el mismo que tuvo el maldito Mahoma para sembrar su mala secta; o bien debe preferirse como más acertado, que la espada no vaya delante del Evangelio, sino que lo vaya siguiendo, esto es, que vayan los predicadores a predicarlo, y que para su seguridad lleven consigo soldados y gente de guerra».

Este gravísimo problema había surgido de entre las devastaciones, desastres y ruinas producidos en todo el continente americano por los bárbaros y sangrientos estragos de la conquista, y más aún por las hordas de aventureros que venían de Europa a buscar fortuna, y que querían hacerla en breve tiempo. Ellos fueron los que sorprendiendo la buena fe y paternal corazón de los reyes de España, lograron establecer el sistema llamado de Encomiendas, y los Repartimientos para el servicio personal, que reducían a los Indios a una esclavitud infinitamente más dura, opresiva y   —LVIII→   destructora que la que ha pesado y pesa sobre las víctimas de la raza africana; porque el amo de éstos se ve forzado a mantener y conservar sus esclavos, por su propia conveniencia, mientras que a los Indios de repartimiento se les dejaba perecer por la fatiga o por las enfermedades, con la seguridad de que serían inmediata y aun ventajosamente reemplazados. He aquí una causa muy suficiente para esa espantable devastación, que despertando los sentimientos nobles y humanitarios, y alarmando las conciencias, produjo una reacción en las ideas, que hizo subir a la fuente para investigar su origen.

Muchos campeones se lanzaron denodados en esta nueva liza, a que provocaba el espíritu de la época, ávida de discusión, y que reemplazaba los antiguos torneos y justas de los caballeros, con las disputas y contiendas literarias de sus sabios. Entre ellos sobresalía como un héroe de ardiente e inextinguible caridad, Fray Bartolomé de las Casas, que había cambiado la sotana por la estameña dominicana, para lidiar con más desembarazo. Él abordó denodadamente las dos cuestiones que dividían la religión y la política, y de cuya solución dependían la vida y la fortuna de los habitantes del Nuevo Mundo; y enarbolando la Cruz como única bandera y como único medio de civilización, proclamó la libertad de los Indios y condenó el empleo de la fuerza: porque, decía, «sobre todas las leyes que fueron, y son y serán, nunca otra hubo ni habrá que así requiera la libertad, como la ley evangélica de Jesucristo, porque ella es ley de suma libertad»68. De conformidad con este principio, y como su forzoso corolario, deducía que las encomiendas, los repartimientos y todos los otros medios inventados por el interés para forzar el trabajo de los Indios, eran injustos, ilegítimos y pecaminosos. Cuando un individuo de cierta respetabilidad en una corporación o clase alza una bandera, raro es que no la siga su gremio, y que los intereses creados por ella no se defiendan con el calor que produce lo que se llama espíritu de cuerpo. La historia de todos los tiempos y de todas las clases nos presenta abundantes ejemplos. Los dominicos se lanzaron por la senda que Fray Bartolomé había ya ilustrado con su nombre y con sus afanes apostólicos, tomándolo por su caudillo.

En la misma línea habían asentado sus reales los franciscanos, siguiendo una opinión media que tendía a conciliar la catequización con la conquista, y el bienestar de los Indios con los intereses de los conquistadores; bien que en esa doctrina no se presentaba perfectamente acorde la familia seráfica, porque entre sus hombres más distinguidos por su piedad y por su ciencia, había muchos que profesaban estrictamente la del Padre Casas. Sin embargo, era una cuestión político-religiosa, convertida además en bandera, y esto bastaba para que esas dos antiguas órdenes monásticas, fuertes, respetables y rivales desde su cuna, abrieran una nueva polémica,   —LIX→   sobre las muchas que las dividían. El interés de la que iba a comenzar podrá reconocerse por la apreciación que los contendientes hacían del carácter y calidades de un mismo individuo, que era como el punto de mira común para ambos, y por decir así, el inspirador de las ideas de la época. Hablo del famoso Conquistador de México. -Fray Bartolomé, que no veía en él más que al guerrero e implacable violador de su doctrina, decía de él y de sus hazañas: «desde que entró a la Nueva España, hasta el año de treinta... duraron las matanzas y estragos que las sangrientas y crueles manos y espadas de los Españoles hicieron continuamente en cuatrocientas y cincuenta leguas en torno cuasi de la ciudad de México... matando a cuchillo y a lanzadas y quemándolos vivos, mujeres y niños y mozos y viejos... siendo lo que ellos llaman conquistas, invasiones violentas de crueles tiranos, condenadas no sólo por la ley de Dios, pero por todas las leyes humanas, como lo son, y muy peores que las que hace el Turco para destruir la Iglesia cristiana». -«Inicuos, e crueles, e bestiales», los apellida un poco más adelante; y combatiendo el título que juzgaban haber adquirido con la sumisión de los vencidos, les decía: «no ven los ciegos e turbados de ambición e diabólica codicia, que no por eso adquieren una punta de derecho... si no es el reatu e obligación que les queda a los fuegos infernales, e aun a las ofensas y daños que hacen a los reyes de Castilla... y con éste tan justo y aprobado título envió este capitán tirano (Cortés) otros dos tiranos capitanes (Alvarado y Olid) muy mas crueles e feroces, peores e de menor piedad e misericordia que él, a los florentísimos, grandes e felicísimos reinos... de Guatemala, Naco y Honduras»69. En otro de sus escritos70 le reprocha que habiendo recibido una real orden, poco después «que era entrado en la Nueva España por las mismas tiránicas conquistas», prohibiéndole dar encomiendas y hacer repartimientos, «no cumplió nada por lo mucho que a él le iba en ello». -Al tenor siguen otros muchos cargos y reproches que sería largo enumerar.

Fray Toribio Motolinía, animado de un celo y caridad no menos ardientes, refiriéndose a la misma época, a los mismos sucesos y al mismo personaje, veía y juzgaba de manera tan diversa, que nadie, sin antecedentes, podría creer que se trataba del propio sujeto. Acusa de sinrazón al de las Casas (Fray Bartolomé), porque decía que «el servicio de los cristianos pesaba más que cien torres, y que los Españoles estimaban en menos los Indios que las bestias». Parecíale que era grande cargo de conciencia   —LX→   y grandísima temeridad decir «que el servicio que los Españoles exigían por fuerza a los Indios, era incomportable y durísimo». Tronando contra los que «murmuraban del marques del Valle... y querían escurecer y ennegrecer sus acciones», se aventuraba hasta decir: «yo creo que delante de Dios no son sus obras tan acetas como lo fueron las del marqués». El lector puede ver71 el extenso y completo panegírico que le hace, hasta presentarlo con la vocación de un mártir, «ansioso de emplear la vida y la hacienda por ampliar y aumentar la fe de Jesucristo y morir por la conversión destos gentiles»: con la piedad y compunción de un novicio, «confesándose con muchas lágrimas, comulgando devotamente y poniendo su ánima y hacienda en manos de su confesor»: con la perseverancia de un devoto, no descuidando jamás «de oír misa, de ayunar los ayunos de la Iglesia, y otros días por devoción»; en fin, con el ferviente celo de un misionero, pues «con Aguilar y Marina, que le servían de intérpretes, predicaba a los Indios y les daba a entender quién era Dios, y quién eran los ídolos, y así destruía los ídolos y cuanta idolatría podía»; y en esto (había dicho antes el panegirista) «hablaba con mucho espíritu, como aquel a quien Dios había dado este don y deseo, y le había puesto por singular capitán desta tierra de Occidente». -¡Imposible sería reconocer en esa pintura el retrato del gran Conquistador! -El entusiasta Padre Motolinía, refrendando la piadosa pulla que antes había disparado al de las Casas, según le llamaba, decía refiriéndose a su héroe; «y creo que es hijo de salvación, y que tiene mayor corona que otros que lo menosprecian». -Una tan grande discordancia en la apreciación del carácter y méritos del hombre «que traía por bandera una cruz»72, marca igualmente la de las ideas y doctrina de las órdenes religiosas que caminaban bajo su sombra. Ellas, en nuestro asunto, pueden considerarse personificadas en el franciscano Fray Toribio Motolinía, y en el dominicano Fray Bartolomé de las Casas. -Es una desgracia que la defectiva y defectuosa cronología de nuestras crónicas no nos permita llevar la aproximación a su último punto con la determinación precisa de las fechas; más por las vagas noticias que ministran aquellas, puede conjeturarse que si en la época que recorremos, aquellos dos héroes del cristianismo y ardientes propagadores de su civilización, no se encontraron frente a frente en México o en Guatemala, se combatieron sin conocerse, animados por la oposición de su escuela, y aun por la misión que habían recibido del monarca español, quien aspirando a asegurar la observancia de las cédulas que había expedido para garantir la libertad de los Indios, encargó a ambas religiones velaran sobre su cumplimiento, dándoles también un gran participio en su ejecución73. Esto, como decía en otra parte, ha   —LXI→   debido ocurrir entre los años de 1527 y 152874, época en la cual los cronistas de Guatemala75, según hemos visto, ponen la primera misión de Fray Toribio en aquella comarca, y la fundación de un convento, que poco después quedó abandonado y que ocuparon los dominicos76.

El gobernador enviado a Nicaragua en 1534 quiso aumentar su poder y su fortuna promoviendo nuevos descubrimientos. El V. Casas, que veía en esto una patente violación de su doctrina, «se opuso al descubrimiento, y protestaba e los soldados en los sermones, en las confesiones y en otras partes, que no iban con sana conciencia a entender en tal descubrimiento»77. Sus predicaciones hacían efecto, y el gobernador que veía volar con ellas sus esperanzas, trató al predicador como amotinador y sedicioso, haciéndole instruir un proceso, cuyo extracto nos ha dado Quintana78, librándolo de sus resultas la mediación del obispo. Muerto éste y continuando las desavenencias, dice el mismo historiador «que abandonó el convento de Nicaragua y tomó con sus frailes el camino de Guatemala; a despecho de los ruegos y reclamaciones que le hicieron». El proceso había comenzado en Marzo de 1536 y aún duraba en Agosto; así es que Llorente79 se equivocó cuando conjeturaba que en ese año había marchado el Padre Casas a España para quejarse del gobernador y defender su doctrina, no siendo tampoco seguro que en 1537 volviera a España y llegara hasta México, influyendo en la administración del virrey Mendoza; pues de las noticias mismas y buenos datos de Quintana aparece que el 2 de Mayo de ese año estaba en Guatemala, habiendo grandes probabilidades de que aún permanecía allí el de 1538.

El cronista Herrera80 menciona explícitamente entre los sucesos del siguiente de 1539 la existencia de Fray Bartolomé en México, disfrutando de favor, y con grande influjo en el ánimo y en la administración del virrey Mendoza. De ambos seguramente participaban sus hermanos, pues dice que «a instancias de aquel religioso, del obispo de Guatemala y de otros muchos padres dominicos, no enviaba gente de guerra a los descubrimientos y conversión de los Indios, sino religiosos»; lo cual indica que Fray Bartolomé había triunfado de sus opositores, concitándose, como era natural, su mala voluntad. Aunque la cronología de Herrera no sea siempre enteramente exacta, en el caso puede adoptarse, teniendo en su   —LXII→   favor una indicación de nuestro Motolinía, con la cual se concuerda perfectamente. Este dice que Fray Bartolomé, «siendo fraile simple, aportó a la ciudad de Tlaxcala»; y que esto sucedió «al tiempo que estaban ciertos obispos y perlados examinando una bula del Papa Paulo, que habla de matrimonios y baptismo &c»81. -La indicación no puede ser más clara y precisa para designar el año de 1539, en el cual estaba reunida en México la Segunda Junta Eclesiástica, de cuyas resoluciones hablamos en la pág. LV, cuando interrumpimos nuestra principal narración con el episodio a que damos fin. Volvemos a tomar su hilo.

Si la decisión pontificia no dejó satisfecho a ninguno de los contrincantes, según decíamos en otra parte, la de la Junta Eclesiástica, que estrechaba las restricciones, causó un disgusto mayor, manifestándose muy pronto por actos de abierta desobediencia, que podrían calificarse de rebelión. Nuestro Motolinía figura en ellos de una manera muy prominente, arrastrado por la fogosidad y energía de su carácter, y también, no hay que dudarlo, por los poderosos estímulos de su conciencia y de su convicción. Siguiéndolo atentamente en el ejercicio de su apostolado, se reconoce luego que él epilogaba principalmente en el sacramento del bautismo toda la virtud, eficacia y esencia del cristianismo82, viendo por consiguiente en sus limitaciones o restricciones, el peligro inminente de la condenación de millares de almas: quizá se consideraba obligado en conciencia a desobedecer a los pastores de la naciente Iglesia mexicana, juzgándolos equivocados, puesto que aun entre ellos mismos, no obstante su reducido número, las opiniones tampoco eran perfectamente concordes. Para juzgar a los hombres con imparcialidad y acierto, debe revestirse su espíritu y trasladarse a su época.

Creo que en esta ocasión y circunstancias conviene colocar el suceso que refiere el mismo Padre Motolinía, y que probablemente fue el principio del conocimiento que hizo con Fray Bartolomé, así como del desvío que los separó durante su vida. Él mismo nos lo refiere con la mayor simplicidad y candor en la pág. 258 de este volumen, sazonando su narración con pullas y desahogos harto picantes, que ponen en plena evidencia la mala voluntad que le profesaba, y quizá alguna otra pasión que le ha imputado un ilustre escritor de nuestros días. Es el caso que «un Indio había venido de tres o cuatro jornadas a se baptizar, y había demandado el baptismo muchas veces... y yo (añade nuestro historiador) con otros frailes rogamos mucho al de las Casas que baptizase aquel Indio, porque   —LXIII→   venia de lejos; y después de muchos ruegos demandó muchas condiciones de aparejos para el bautismo, como si él solo supiera mas que todos &c». El resultado final fue que Fray Bartolomé rehusó bautizar al Indio, por motivos que su antagonista calla, y que por consiguiente no podemos juzgar si él tendría razón para calificar, como califica, de achaques. Seguramente reconocían por base las recientes prohibiciones de la Silla Apostólica y de la Junta Eclesiástica, en cuyo caso nada tenían de achaques, y la resistencia era perfectamente legítima y fundada, así como su violación era un acto de culpable desobediencia.

Ya hemos dicho que el Padre Motolinía pensaba de muy diversa manera; así es que tomando en cuenta sus convicciones y su fervor apostólico, no se extrañan los ulteriores acontecimientos, ni la conducta que en ellos le vemos guardar. Él mismo nos los relata con una franqueza y candor inconcebibles. «En muchas partes (decía aludiendo a las prevenciones de la Junta Eclesiástica) no se bautizaban sino niños y enfermos; pero esto duró tres o cuatro meses, hasta que en un monasterio que se llama Quecholac, los frailes se determinaron de bautizar a cuantos viniesen, no obstante lo mandado por los obispos». El propio narrador, no pudiendo resistir al contagio del ejemplo, confiesa ingenuamente que cayó en la tentación, -«y en cinco días, añade, que estuve en aquel monasterio, otro sacerdote y yo bautizamos por cuenta catorce mil y doscientos y tantos!!!...»83. Componga quien pueda este rasgo de fervor y de celo por la salvación de las almas, con los preceptos de la obediencia; para mi intento hasta notar el suceso. Él marca, mejor que pudiera hacerlo un libro, la total diferencia de carácter de nuestros misioneros: el uno (Casas) canonista y hombre de ley, vacilando, luchando y al fin cediendo a la autoridad del precepto legal; el otro, ferviente propagador de la fe, afrontándolo y arrollándolo como un obstáculo, como una fórmula que impedía llegar al logro de lo que juzgaba el fin. Nada, pues, tiene de extraño que caracteres tan diversos se encontraran siempre en continua y abierta oposición. -Por lo demás, la vehemencia, y bien podría decirse virulencia e ira, que respira el lenguaje   —LXIV→   de la carta del Padre Motolinía, son debilidades de la especie humana, a que nadie escapa: quizá en las que notamos había algo de despecho, producido por el favor que su antagonista y su doctrina encontraron en el virrey Mendoza, quien, dice Herrera84, «siguió, como hombre pío, el parecer de su gran amigo Fray Bartolomé de las Casas, de no hacer los descubrimientos de mano armada, sino por medio de religiosos que lo hiciesen, y predicasen».

Con el entusiasmo y actividad que este santo religioso ponía en el desempeño de su caritativa misión, y que la mala voluntad del Padre Motolinía traducía por los resabios de un genio inquieto, bullicioso, haragán &c.85, se dirigió a España para poner un dique a las violencias y temeridades de los gobernadores de la América del Sur, y obtener de la corona medidas que aligeraran el rudo yugo que pesaba sobre los infelices Indios. Estos esfuerzos prepararon los beneficios que después vinieron con las famosas cédulas denominadas las Nuevas Leyes, de que se hablará en su lugar. El cronista Herrera86 dice que en esta ocasión obtuvo del monarca la orden en cuya virtud se mandó fundar nuestra Universidad. -Dejémoslo corriendo por Europa en pos del Emperador, y volvamos a su ilustre antagonista.

A los principios de la conversión, cuando el celo cristiano para destruir los templos y los dioses de la religión nacional, luchaba con las resistencias que se oponían para defenderla, relajando aun los vínculos de la familia y de la sangre, una algazara de muchachos dio origen a un suceso, en su esencia sumamente grave. Cantando y jugando mataron a pedradas en Tlaxcala a un sacerdote del antiguo culto, dando así asunto a la tragedia que refiere nuestro escritor (págs. 214 y sig.), y a la leyenda llamada de los Mártires de Tlaxcala, que el mismo escribió separadamente con el título de Vida de tres Niños Tlaxcaltecas, y los martirios que padecieron por la fe de Cristo. En este mismo año de 1539, el historiador se hallaba en Atlihuetzia, ocupado en hacer las averiguaciones correspondientes para descubrir y hacer castigar a los autores de aquel crimen, cuyo escarmiento alcanzó aun a algunos Españoles, sus cómplices.

Por las noticias de nuestro mismo historiador (pág. 118) sabemos que el año siguiente de 1540 residía en Tehuacán, ayudando probablemente a su misionero en la fatiga que le daban «los muchos que allí iban a se bautizar, y casar, y confesar». -En principios de 1541 estaba en Antequera, hoy Oajaca, de vuelta de la excursión que había hecho durante treinta días por la Mixteca (págs. 8 y 9), y el 24 de Febrero escribía ya en Tehuacán   —LXV→   la Epístola proemial de su Historia (pág. 13), o sea la dedicatoria al conde de Benavente.

La fundación de la provincia franciscana de Guatemala es un punto de seria controversia, por la autoridad que le da la opinión del Padre Fray Francisco Vázquez, su cronista particular. Él, después de haber examinado y pesado las noticias de nuestro Torquemada, las de la crónica general de la orden y otros monumentos manuscritos, resuelve que aquel suceso se verificó el año de 1544, siendo el fundador el Padre Motolinía. Añade que lo envió al efecto con veinticuatro frailes, Fray Jacobo de la Testera, comisario general, a su vuelta del capítulo general de la orden, celebrado en Mantua el año de 154187. Contra estos fundamentos, meramente conjeturales, pueden producirse sus mismos datos, porque el Padre Testera, según las noticias que ministran Torquemada y algunos monumentos manuscritos que he consultado, murió en 8 de Agosto de 1542, fecha en la cual pone expresamente aquel historiador88 el viaje del Padre Motolinía. Votancurt89 ha incurrido en el mismo error cronológico que el Padre Vázquez. De Guatemala envió a Fray Luis de Villalpando, con título de comisario90, y cuatro religiosos a predicar el Evangelio en Yucatán; y continuando sus afanes apostólicos en los principales lugares de aquella y de las comarcas inmediatas, puso los cimientos de la nueva provincia franciscana de Guatemala, denominada del Nombre de Jesús91.

Fray Toribio permaneció allí trabajando con celo y constancia infatigables para propagar la religión y la civilización en su dilatado territorio, aprovechando la oportunidad que le presentaban sus mismas tareas apostólicas para estudiar las bellezas y prodigios de la naturaleza, de que era grande admirador, según lo manifiestan sus escritos. Los monumentos de provincia franciscana de México dejan un gran vacío, por falta de cronología, en la historia de nuestro misionero durante los seis años corridos desde éste de 1542 hasta el de 1548; mas por las noticias de la Crónica de Guatemala parece seguro que se conservaba en aquellas regiones en 1544, incesantemente ocupado en su santo ministerio, y con el cargo de Custodio que obtuvo en el primer capítulo, celebrado el 2 de Junio de aquel año. -Dejémoslo allí para echar una ojeada sobre los sucesos de nuestro Fray Bartolomé, con los cuales se encuentran íntima e inseparablemente enlazados los del misionero franciscano.

Benévolamente acogido del monarca español, y despachado tan favorablemente como podía desearlo, se preparaba a dar la vuelta a Guatemala con una numerosa colonia de dominicos y franciscanos, cuando una orden   —LXVI→   del presidente del Consejo de Indias le mandó suspenderla -«por ser necesarias sus luces y su asistencia en el despacho de ciertos negocios graves que pendían entonces en el Consejo. Casas, pues, dividió su expedición, y quedándose él para ir después en compañía de los dominicos, envió delante a los franciscanos»92. El negocio que entonces se trataba, el más grave e importante de cuantos podían suscitarse, como que de él pendía la suerte de los millones de habitantes que aún poblaban el Nuevo Mundo recientemente descubierto, «era la expedición de las ordenanzas conocidas en la historia de las Indias con el dictado de las Nuevas Leyes. Desde el año de 40, continúa el citado historiador, todo lo que pertenecía a la reforma del gobierno (de aquellas) y a la mejora de la suerte de los naturales del país se ventilaba, no sólo en una junta numerosa de juristas, teólogos y hombres de estado que se formó para ello, sino también por los particulares, que hacían oír su opinión, en la corte con memoriales, en las escuelas con disputas, en el mundo con tratados. El Padre Casas tomó parte en aquella agitación de ánimos con la vehemencia y tesón que empleaba siempre en estos negocios y con la autoridad que le daba su carácter conocido en los dos mundos. No hubo paso que dar, ni explicación que hacer, que él no hiciese o no diese en favor de sus protegidos»93.

El año de 1542 será siempre memorable en los anales de América por ha midosas disputas a que daba asunto en la primera corte del mundo. Allí también afirmó Fray Bartolomé su bandera y la gloria inmortal de su nombre, proclamando en las gradas del solio y ante la flor de la grandeza y de la ciencia, la fórmula de su fe religiosa y política, en un largo memorial, de cuyo asento se formará idea por su portada. Dice así el singular título que en ella puso, y que según se verá, forma por sí solo un programa. -«imagen Entre los remedios que don fray Bartolomé de las Casas, obispos94 de la ciudad real de Chiapa, refirió por mandado del Emperador rey nuestro señor, en los ayuntamientos que mandó hacer su majestad de perlados y letrados y personas grandes en Valladolid el año de mil quinientos y cuarenta y dos, para reformación de las Indias. El octavo en orden es el siguiente. Donde se asignan veinte razones, por las cuales prueba no deberse dar los indios a los Españoles en encomienda, ni en feudo, ni en vasallaje, ni de otra manera alguna. Si su majestad como desea quiere librarlos de la tiranía y perdición que padecen como de la boca de los dragones, y que totalmente no los consuman y maten y quede vacío todo aquel orbe de sus tan infinitos naturales habitadores como estaba y lo vimos poblado». -A este formidable golpe, que arrebataba a los Españoles residentes en América todos sus ensueños de riqueza y de   —LXVII→   prosperidad, siguió la famosa y aterradora Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias, que causó un asombro universal, propagándose hasta los últimos confines del mundo civilizado, y que atrajo sobre su autor el odio y la maldición del número incontable de ofendidos, los celos y la envidia de sus émulos y rivales en la misma justa causa que defendía, y aun la censura de las personas tímidas o de sentimientos moderados. El ilustre escritor que con tanta frecuencia y gusto he citado, y que critica ese famoso opúsculo con una grande severidad, quizá tenía razón para decir: «El error más grande que cometió Casas en su carrera política y literaria, es la composicion y publicacion de ese tratado95». -En efecto, él le concitó enemigos implacables que le persiguieron encarnizadamente, amargándole todo el resto de su vida; y como los colores de su paleta eran tan crudos, y las atrocidades que refería excedían a lo que podía discurrirse de más horrible y cruel, dio ocasión a que se le acusara de exageración y aun falsedad, logrando así embotar el sentimiento y dificultar el remedio; resultado consiguiente a todos los afectos exagerados. -A fines del mismo año se expidieron las mencionadas y famosas Nuevas Leyes, que aseguraban la libertad de las Indios, y que pusieron a las colonias a pique de una insurrección general, por los innumerables intereses que atacaban. Una parte muy principal del odio con que se les recibió procedía de que se les consideraba, como realmente eran, obra de la inspiración y de los infatigables esfuerzos del Padre Casas, eficazmente apoyados por los religiosos de su orden96.

A estos motivos de malevolencia que obraban ya en sus desafectos, vinieron a acumularse en el año siguiente (1543), los que producían la elevación de aquel religioso al obispado del Cuzco, que renunció luego, seguida inmediatamente de su nombramiento al de Chiapas: -«él instó, rogó, lloró por librar sus hombros de una carga a que se consideraba insuficiente; pero todo fue en vano, porque las razones que mediaban para su elección eran infinitamente más fuertes que las de su repulsa97». Esta distinción, justamente considerada como una muestra del favor del monarca, aumentaba el despecho y la ira en proporción de los temores y envidias que despertaban el prestigio y favor del agraciado. Aun el buen Padre Motolinía pagó su tributo, y bien fuerte, a la debilidad humana, imputándole (pág. 259) haber ido a España a negociar que le hicieran obispo. Éste es un arranque de pasión que apenas puede creerse.

El 9 de Julio de 154498 dio la vuelta para tomar posesión de su silla episcopal, acompañándolo la numerosa misión de dominicos, que según   —LXVIII→   dijimos quedó en espera suya; pero como el terror de las Nuevas Leyes había precedido a su regreso, y él mismo tenía comisión para cuidar de su exacto cumplimiento, -«apenas puso los pies en el Nuevo Mundo (Santo Domingo) cuando comenzó a recoger otra vez la amarga cosecha de desaires y aborrecimiento que las pasiones abrigan siempre contra el que las acusa y refrena... nadie le dio la bienvenida, nadie le hizo cuna visita y todos le maldecían como a causador de su ruina. La aversión llegó a tanto, que hasta las limosnas ordinarias faltaron al convento de dominicos, sólo porque él estaba aposentado allí. Otro que él se hubiera intimidado con estas demostraciones rencorosas; mas Casas, despreciando toda consideración y respeto humano, notificó a la Audiencia las provisiones que llevaba para la libertad de los Indios, y la requirió para que diese por libres todos los que en los términos de su jurisdicción estuviesen hechos esclavos, de cualquiera modo y manera que fuese. Fue esto añadir leña al fuego, especialmente entre los oidores, más interesados que nadie en eludir las Nuevas Leyes, porque eran los que más provecho sacaban de la esclavitud de los Indios; de hecho las eludieron... resistiendo, replicando y admitiendo las apelaciones que de aquellas providencias interponían los vecinos de la isla, dando lugar a que se nombrasen procuradores por la ciudad, para pedir a la corte su revocación99».

Los desabrimientos con que la entonces cabeza del Nuevo Mundo inauguraba la dignidad y funciones del nuevo obispo, no eran más que el preludio de los que le aguardaban en sus provincias. Afligido, pero no desalentado por ellos, y deseoso de abreviar sus padecimientos, fletó un buque por su cuenta y se embarcó con sus frailes el 14 de Diciembre de 1544 con dirección a Yucatán, para pasar de allí a Chiapas por Tabasco. En toda esta travesía sufrió los mismos desaires y desprecios, exacerbados con la amargura de haber perdido en un naufragio treinta y dos compañeros de viaje, nueve de ellos religiosos, con sus libros, equipaje.. bastimentos &c. El 1º de Febrero siguiente llegó a Ciudad-Real: los primeros días fue festejado y obsequiado a porfía por los principales vecinos, que tenían Indios esclavos o en encomienda, esperanzados de ganarle la voluntad con sus obsequios y atenciones; pero cuando vieron que estos medios eran absolutamente ineficaces, y que el obispo, primero rogando y suplicando, y después ejerciendo su autoridad, exigía inflexible el cumplimiento de las Nuevas Leyes, su interesada adhesión se trocó en despecho, jurándole un odio mayor que fue su afecto. El obispo no podía absolutamente desempeñar la misión que había recibido del soberano para proteger a los Indios y hacer cumplir las leyes expedidas en su favor, por las resistencias que en todas partes encontraba, y porque las autoridades encargadas de su ejecución, lejos de hacer algo para dominarla, la favorecían,   —LXIX→   como directamente interesados en la continuación de los abusos.

Cuando la potestad civil llega a corromperse, la sociedad no puede hallar su salvación más que en el poder de la conciencia; ¡remedio heroico, delicado y sumamente peligroso! porque se corre el riesgo de sustituir un despotismo malo con otro peor, cual es el del poder espiritual, siempre que sus depositarios entran en la propia senda de corrupción. Sin embargo, es el único remedio, así como la amputación lo es para la gangrena, aunque se corran las contingencias de caer en manos de la ignorancia. El gobierno colonial se encontraba entonces en ese estado de corrupción, porque sus depositarios mismos tenían vinculada su fortuna en el trabajo forzado de los indígenas; siendo por consiguiente interesados en la continuación de los abusos. Nada, pues, podía esperar de su cooperación el nuevo obispo y protector de los Indios. -Convencido de ello, empuñó la arma invisible, y por ello más formidable, contra la cual nada pueden las de los hombres: llamó en su auxilio la autoridad que no se corrompe con dones ni intimida con amenazas, y ofreciéndose en voluntario holocausto a la ira y codicia irritada de sus enemigos, los puso en la absoluta imposibilidad aun de dañarlo. El obispo apeló al poder de la conciencia, y para darle eficacia privó a todos los confesores de sus licencias, no dejándolas más que al deán y a un canónigo; y eso, dice Remesal, «dándoles un memorial de casos, cuya absolución reservaba para sí». Esta reserva comprendía los penitentes que traficaban con la libertad y trabajo de los Indios. Así precavía, hasta donde la previsión humana puede alcanzar, los deslices que en circunstancias tales suelen tener los confesores complacientes.

La noticia de esta determinación del obispo fue como bomba que estalla en almacén de pólvora. Un grito de maldición y despecho resonó por todas partes; y para que nada faltara a las amarguras del prelado, la apostasía vino a dar un terrible golpe a su autoridad, fortificando la interesada obcecación de los recalcitrantes. ¡Y el deán fue quien dio el ejemplo y el escándalo!... Comenzó por mostrar su oposición en términos más perniciosos que lo habría sido una abierta desobediencia; porque si bien retenía la absolución en los casos reservados, enviándolos al obispo, lo hacía dando al penitente una cédula en que decía: «El portador desta tiene alguno de los casos reservados por V. S., aunque yo no los hallo reservados en el derecho ni en autor alguno100»; calificación atrevida que deprimía la autoridad episcopal, que exacerbaba el odio que se profesaba al prelado, y que contribuía a aumentar la obcecación, especialmente tratándose de gentes tan puntillosas como los Españoles. Ofendíalos en sumo grado que se les negaran los sacramentos, y más aún por contemplación a los Indios, que veían con el último desprecio. El interés pecuniario venía   —LXX→   por otra parte a fortificar los sentimientos malévolos engendrados por la vanidad.

Parece que ha sido achaque muy antiguo en la raza española emplear los influjos del favor y de las súplicas en los asuntos que solamente debieran decidirse por el poder de la justicia y de la razón; achaque funesto que el curso de los siglos ha hecho crónico, causando en nuestro país daños incalculables. Los vecinos principales, con el clero mismo a su cabeza, se presentaron al obispo para rogarle mitigara su rigor espiritual; y como todas sus súplicas fueron inútiles, «lo requirieron por ante escribano y testigos diese licencia a los confesores para que los absolviesen, protestando, no lo quería hacer, de quejarse y querellarse de él al arzobispo de México, al Papa y al rey y a su consejo, como de hombre alborotador de la tierra, inquietador de los cristianos y su enemigo, y favorecedor y amparador de unos perros Indios101». Este empuje lo producía probablemente la proximidad de la cuaresma de 1545, en la cual, según las antiguas costumbres, las autoridades y todas las personas de viso se confesaban y recibían la Eucaristía con grande solemnidad, so pena de caer en la nota popular de impiedad y herejía, entonces temible e infamante. -El prelado no cedió una línea, como que se trataba de un negocio de conciencia, y antes bien procuró persuadir a sus diocesanos la justicia y rectitud de sus procedimientos. Creíalos, si no convencidos, a lo menos resignados, y a los confesores obedientes a sus mandatos, cuando observó que a las comuniones de la Semana Santa y Pascua habían concurrido personas «que conocidamente se sabía que eran de los contenidos en los casos reservados, porque tenían Indios esclavos, y en aquellos mismos días ejercitaban el comprarlos y venderlos como antes».

Sabíase también que habían sido absueltos por el deán. -Semejante conducta tenía todos los caracteres de una abierta y osada desobediencia, que era necesario reprimir pronta y enérgicamente. El buen prelado quiso amonestar a aquel con suavidad y en secreto, y al efecto lo convidó a comer. Aceptó, pero no concurrió: llamado nuevamente, se excusó: en fin, requerido, aun con censuras, no obedeció. Entonces el obispo envió un alguacil y clérigos para aprehenderlo; mas como el caso había llamado la atención, reuniendo algunos curiosos en las inmediaciones, el deán «que salía preso comenzó a hacer fuerza con los que le llevaban y dar voces, gritando: Ayudadme, señores, que yo os confesaré a todos; soltadme, que yo os absolveré». A estas voces estalló el tumulto, capitaneado por uno de los mismos alcaldes: toda la ciudad se puso en armas, corriendo los unos a soltar al deán y los otros a la habitación del obispo, quizá sin saber ellos mismos lo que iban a hacer o pretendían. Ya en su presencia y cegado por la ira, « tuvieron mucha descomposición de palabras», y un   —LXXI→   atrevido que pocos días antes le había disparado un arcabuz, para intimidarlo, «juró allí de matarle».

Aunque este intempestivo alboroto, según el furor con que había comenzado, amenazaba con ruinas y desastres, detúvose súbitamente ante la imperturbable calma y serenidad con que el obispo salió al encuentro a los amotinados, y con la suavidad y unción de sus blandas, pero enérgicas palabras. El deán, causa de aquella asonada, se escondió por lo pronto, refugiándose después en Guatemala. El prelado lo privó de sus licencias, declarándolo por excomulgado102. -El orden público se había en efecto restablecido; pero quedaba vivo y aun más encendido el fuego de la sedición. Cuál fuera el falso pie en que se encontraba colocado el Sr. Casas, y cuáles las amarguras de su espíritu, lo comprenderemos por las ingenuas revelaciones que nos hace el más entusiasta de sus panegiristas. «El Sr. obispo (decía) era uno de los hombres más malquisto y más aborrecido de todos cuantos vivían en las Indias, chicos y grandes, eclesiásticos y seglares, que ha nacido de mujeres, y no había quien quisiese oír su nombre ni le nombraba sino con mil execraciones y maldiciones. «él mismo lo conocia así103». El odio, y con él la desmoralización, habían llegado a un extremo que verdaderamente horroriza: juzguémoslo por otros dos hechos que refiere el propio historiador104; fue el uno la audacia del insolente que el día del tumulto lo insultó llamándole poco seguro en la fe, y publicando que sus resistencias para dar la absolución «eran achaques para comenzar a impedir en su obispado el uso de los sacramentos». El otro, tan inmoral que apenas parece creíble, fue el de componer copias desvergonzadas y satíricas contra el obispo, que se hacían aprender de memoria a los niños, para que se las dijesen pasando por su calle!!!... Y yo vi escritas las trovas, añade el cronista.

Como ni aquellas ni otras mil invenciones del demonio de la ira y de la codicia podían desviar una sola línea al V. Casas de su ruta, apelaron a un medio de infalible efecto. Pusiéronse de acuerdo para suspender las limosnas, único recurso de subsistencia de los religiosos. El obispo, inflexible en su doctrina, ocurrió a la caridad de los pueblos inmediatos, enviando limosneros; pero a «los alcaldes esperáronlos a la entrada de la ciudad y quitáronles cuanto traían; y porque no se dijese que se aprovechaban dello, quebraron los huevos, echaron el pan a los perros y la fruta a los puercos, y aporreados los Indios que lo traían, quedaron ellos muy contentos desta hazaña105». Una hostilidad de tal carácter era irresistible; así, los religiosos dominicos abandonaron la ciudad. El obispo, cobrando nuevos alientos con las contrariedades mismas, dispuso dirigirse a la Audiencia llamada de los Confines, para exigir el estricto cumplimiento   —LXXII→   de las Nuevas Leyes, que protegían la libertad de los Indios, así como el castigo de sus atrevidos violadores. Proponíase también aprovechar la reunión con los obispos de Guatemala y Nicaragua en la ciudad de Gracias-a-Dios, residencia de aquel supremo tribunal, a fin de que sus esfuerzos comunes tuvieran mayor eficacia. Contaba igualmente con ejercer suficiente influjo en aquella Audiencia, por la circunstancia de haberse establecido mediante sus esfuerzos, y más aún porque la mayoría de los oidores había sido nombrada por su recomendación. Confiaba principalmente en el licenciado Alonso Maldonado, su presidente, oidor que fue en México de la segunda Audiencia, y persona que disfrutaba buena reputación de honradez, humanidad y ciencia. Ya veremos cómo podían conciliarse estas cualidades en el siglo XVI con otras que en el nuestro parecen incompatibles.

Vamos a entrar en uno de los periodos más interesantes y agitados de la vida del Sr. Casas; en el que sufrió más recias borrascas y se concitó mayor número de enemigos, remachándose de paso la malquerencia que siempre le profesó el Padre Motolinía. Tuvo su origen en las famosas instrucciones secretas que dio a los confesores de su obispado, para dirigirse en la administración de los sacramentos con los injustos opresores de la libertad de los Indios. De ellas se ha hablado con suma variedad, siendo todavía un punto bastante oscuro en la historia. Creo que ha habido tres documentos, que aunque congruentes, son bastante diversos: lº las instrucciones primitivas y reservadas, compuestas de doce artículos, que no debían comunicarse sino en el acto de la confesión, a manera de consejo que daba el confesor, y de las cuales, aunque vagamente, habla el Padre Motolinía106. 2º El edicto, o rescripto, como lo denomina Remesal, en que algún tiempo después hizo el nombramiento de confesores, mandándoles observar aquella instrucción, y el cual algunos confunden con ésta. 3º La instrucción misma, que llamaremos oficial, por haber servido de materia y de texto en las ruidosas contiendas con la corte, con las religiones y con los doctores. Ésta es todavía posterior a las otras, según se verá claramente en su propio lugar. Entiendo, pues, que en el período que recorremos solamente se redactó la instrucción reservada, obra indispensable para suplir la falta del obispo, supuesta la necesidad de su ausencia. Dejémoslo emprender su camino a Gracias-a-Dios, y mientras volvamos a nuestro Padre Motolinía.

La doctrina que tan vigorosamente defendía el Sr. Casas no era la opinión privada y meramente especulativa de un doctor, sino la doctrina que profesaba y practicaba la orden entera de Santo Domingo en América, y   —LXXIII→   que portaba como una enseña que la distinguía y le asignaba un rango especial en el Nuevo Mundo: ella por consiguiente se encontraba planteada en Guatemala, y allá como acá sufría las mismas contradicciones, con su mismo carácter y entre los propios actores. Aunque la semilla se había sembrado en los cimientos de su primer monasterio desde el año de 1529, los conquistadores y encomenderos la encontraban siempre extravagante y de mal sabor, inculpando a los dominicos de profesar opiniones singulares, pues «jamás, decían, por docto y escrupuloso que fuese un confesor, negó la absolución a conquistador o Español que tuviese Indios esclavos en labranzas o minas107». El Sr. Marroquín, que ocupaba entonces la silla episcopal, protegía aquella doctrina, aunque probablemente con gran templanza y bajo la forma de restitución en que, según el mismo Padre Motolinía (pág. 270), la observaban los franciscanos. Sin embargo, todavía les escocían esas restricciones puestas a los confesores. En tales circunstancias «entraron de refresco» los padres que formaban la misión que trajo de España el Sr. Casas, siendo tan mal recibidos en Guatemala como lo habían sido en Chiapas, ya por su hábito, ya por quien los conducía. También el ayuntamiento tomó parte contra ellos, manifestándose descontento de que se pretendiera adelantar los descubrimientos y poblaciones, por otro medio que el de la guerra; no faltando tampoco algún «hombre poderoso, a quien se habia negado la absolución porque no quería poner en libertad sus esclavos», que amagara la vida de los religiosos poco condescendientes.

El contraste que presentaba en Guatemala la condición desvalida de los dominicos con la prepotente de los franciscanos, era tan notable como lo era la de sus dos cabezas más visibles en aquellas regiones, Fray Bartolomé de las Casas y Fray Toribio Motolinía, y como lo son las narraciones de los cronistas de esas dos provincias rivales. Mientras que al primero y a sus frailes se trataba con el desvío y aun dureza que hemos visto en los sucintos extractos de Remesal, el segundo y los suyos, si damos crédito a Vázquez, gozaban de un entero y completo favor, tanto de las poblaciones como de sus autoridades. Apenas el Padre Motolinía había puesto por la primera vez el pie en Guatemala, cuando se vio colmado de obsequios y respetos, y rogado y apremiado de todas partes para que fundara convento, facilitándole los medios de hacerlo; el obispo Marroquín le dispensaba una protección especial; los vecinos de la ciudad «estaban devotamente ufanos» con su presencia, el ayuntamiento, que disputaba a los dominicos el derecho de disponer del desierto sitio de su convento en la antigua y abandonada ciudad, llamaba a Fray Toribio a sus acuerdos, le daba un lugar preeminente entre sus concejales, y le consultaba en todos los negocios graves; en fin, mientras a aquellos los lanzaban de sus muros   —LXXIV→   las poblaciones españolas, privándolos del agua y del fuego, y hacían un día de fiesta del en que abandonaban sus ciudades, Guatemala instaba y rogaba por la vuelta de Fray Toribio; dirigíale «amorosos cargos» por tu ausencia, y representaba a sus prelados la urgente necesidad de su retorno, «por la grande falta que hacía en la tierra108». ¿Y cuál podía ser el origen de tan grave contraste?... La diferencia de doctrina, que ya hemos notado en otra parte, mucho más moderada, condescendiente y política en Fray Toribio de Motolinía y algunos de sus hermanos, que en Fray Bartolomé de las Casas y la mayoría de los suyos. El uno absolvía a los que el otro condenaba.

Quien haya leído con alguna atención la historia lamentable de las disidencias religiosas, conoce toda la fuerza de las discordias y encono que producen; así es que no se necesitaba otro motivo que el reseñado para producir y mantener las disensiones que dividían a aquellas órdenes religiosas; pero aún había otros perfectamente adecuados por su carácter para atizar más y más el fuego, conviene a saber, la emulación, los celos y las competencias, no sólo para aventajarse en la propagación del cristianismo, sino para adquirir derechos exclusivos, para no admitir rivales, y para lanzar a los que se presentaran, no permitiéndoles ni poner el pie en sus respectivos distritos. De ello tenemos pruebas patentes en documentos irrefragables, cuales son las varias cédulas expedidas por los monarcas españoles poniendo coto a aquellas funestas disensiones. -Remesal copia textualmente varias de todos géneros, cuyo asunto es notable por más de un capítulo. En ellas se excitaba a dominicos y franciscanos «tuvieran toda conformidad y amor», absteniéndose «de querer ampliar cada uno de ellos sus monasterios:» prohibíaseles fundaran sin permiso del gobierno, e inmediatos los unos a los otros, «si no era con alguna distancia de leguas»; ordenábase «que los religiosos de la una orden no sólo no se entrometiesen a visitar lo que la otra orden hubiese visitado y administrado», sino también que «los Indios de los pueblos que visitaba la una orden, no fuesen a oír misa, ni a recibir los sacramentos a las casas de la otra orden». En suma, y para evitar toda ocasión de conflicto, se llevaron las precauciones al rigor, que parecía extremo e inconciliable con el espíritu del Evangelio, de prohibir «que en el distrito donde una de las órdenes hubiera entrado primero a doctrinar y administrar sacramenetos, no entraran los religiosos de la otra órden a entender en la dicha doctrina, ni hicieran allí monasterio alguno... y que los Indios de la doctrina de una de ellas no fueran ni pasaran al distrito de la otra a recibir los sacramentos109». Cuáles fueran los disturbios, lo dice suficientemente el   —LXXV→   asunto de estas leyes. Otros muchos motivos, algunos, según ya hemos insinuado, de controversia literaria, tan aptos para excitar la ira, la envidia y las otras pasiones rencorosas, venían a envenenar las discordias.

No puede dudarse que las reseñadas en aquellas leyes traían su origen de las ocurridas en el período que recorremos, y que sus autores fueron los religiosos que condujeron allá los Padres Casas y Motolinía. Así lo insinúa muy claramente el cronista franciscano, cuando mencionando las «disensiones que el demonio principiaba», añade que habían venido «con ocasion de haber llegado aquel mismo año a Chiapa el Sr. obispo Casave (Casas) con una numerosa mision de treinta y cinco religiosos de N. P. Santo Domingo110». Tampoco es dudoso que esos sucesos mismos hicieron tal mella en el carácter recio y sumamente impresionable del Padre Motolinía, que lo determinaron no sólo a renunciar el cargo de custodio que desempeñaba en aquel nuevo plantel religioso, creado por su celo, sino aun a abandonar el terreno, volviéndose a su convento de México. -Esto lo dice también el propio cronista, y nos lo confirma el venerable misionero en la carta con que se despidió del ayuntamiento de Guatemala, cuyo documento se encontrará en su propio lugar.

En el vasto campo de las discordias económico-eclesiásticas que agitaban todas estas comarcas, comenzaba a aparecer un tercer combatiente que debía desalojar a sus rivales, quedando dueño del terreno. El obispo Marroquín había llevado a Guatemala los primeros religiosos franciscanos y dominicos que allí hicieron asiento, contándose entre éstos a nuestro V. Casas, que entonces era simple fraile: a él también, según hemos visto, le encomendó traer de España la numerosa misión de ambas órdenes, que en parte condujo personalmente, y con los cuales desempeñaba las funciones de su ministerio. La más perfecta armonía reinaba entre el prelado y sus colaboradores apostólicos, no obstante sus privadas querellas. Mas he aquí que cambiándose las voluntades, no sólo el obispo sino también el gobernador comenzaron a desfavorecerlos a todos, y después aun a tratarlos tan mal, que se hizo necesaria la intervención del soberano, quien por cédulas de tono áspero111 previno al primero «tuviera muy gran cuidado de favorecer, e ayudar, e honrar a los dichos religiosos, como a personas (decía en otra cédula posterior) que le ayudaban a cumplir la obligacion que tenía en la predicación y conversión de aquellas gentes». Si esta reminiscencia no era de muy melodioso sonido, peor aún lo tenían las prevenciones que se le hacían, ya respecto «a los muchos clérigos facinerosos y de mala vida y ejemplo que se decía estaban refugiados en su obispado, huyendo de otros obispados»; ya a los que «se entremetían en tratos de mercaderías u otras cosas fuera de su profesión». -Aunque estas cédulas sean posteriores de cinco y ocho años al que recorremos,   —LXXVI→   determinan muy bien la época de su origen, pues la circunspecta corte de Madrid no precipitaba sus determinaciones, ni las dictaba sino cuando rebosaba el abuso. ¿Y qué pudo producir tan completo cambio? Nuestro sincero cronista dice con toda lisura112 que «por los pleitos y disensiones que se levantaron entre los frailes, porque le cansaban y molían con quejas, peticiones, informaciones, notificaciones, escritos, palabras, enfados y otros frutos de la discordia que traían entre sí». -Comenzaba también la viva y prolongada guerra, que todavía no acaba, entre el clero secular y el regular, invadiendo el uno las doctrinas para crear curatos, y defendiéndolas el otro para mantener sus misiones. -El obispo Marroquín era clérigo.

El V. Casas había emprendido su marcha a Gracias-a-Dios por Tuzulutlán, distrito perteneciente al obispado de Guatemala, donde había presentado la prueba práctica de la teoría proclamada en su famoso tratado De unico vocationis modo; conviene a saber, de la pacificación y civilización de los Indios por el solo efecto de la predicación del Evangelio, sin auxilio alguno de la fuerza armada; antes bien con su total exclusión. La invencible fe y perseverancia de Fray Bartolomé lo había alcanzado, dejando allí escritos su memoria y su triunfo con el hermoso y significativo nombre de Vera-Paz, que dio a aquel territorio y aún conserva. Quiso visitar de paso ese precioso y caro fruto de sus afanes. Por las noticias de Remesal113 y por las de una carta del obispo Marroquín podemos fijar esta visita entre fines de Junio y principios de Julio de 1545. Aquella carta, publicada por el ilustre Quintana114, es un documento preciosísimo para mi intento, por las revelaciones que contiene. Su objeto era dar noticia al Emperador de la visita que había hecho en esa parte de su obispado, y lo desempeñó apocando cuanto allí había, hasta alterar la verdad histórica115. -El siguiente pasaje nos descubre el pensamiento, los afectos y el espíritu de aquel prelado: «la tierra, decía, es la más fragosa que hay acá; no es para que pueblen Españoles en ella, por ser tan fragosa y pobre, y los Españoles no se contentan con poco... Hay en toda ella seis o siete pueblos que sean algo. Digo todo esto porque sé que el obispo de Chiapa y los religiosos han de escribir milagros, y no hay más destos que aquí digo: estando yo para salir llegó Fray Bartolomé116. V. M.   —LXXVII→   favorezca a los religiosos y los anime, que para ellos es muy buena tierra, que están seguros de Españoles y no hay quien les vaya a la mano, y podrán andar y mandar a su placer. Yo los visitaré y los animaré en todo lo que yo pudiere: aunque Fray Bartolomé dice que a él le conviene, yo le dije que mucho en hora buena: yo sé que él ha de escribir invenciones e imaginaciones, que ni él las entiende, ni las entenderá en mi conciencia &c». Se ve claramente que el obispo de Guatemala y Fray Toribio cantaban al unisón, estando ambos perfectamente de acuerdo en rebajar el mérito e importancia de las obras del de Chiapas: se ve también cómo las rivalidades y competencias asomaban entre ambos prelados con motivo de la jurisdicción sobre las misiones de la Vera-Paz, y ya se verá igualmente cómo, tres renglones después, el mal humor del obispo de Guatemala se disparaba contra su colega, tan irritado como cualquiera otro de sus más implacables enemigos. Sin embargo, parece que en la corte se conocían bastantemente bien estas pobres pasiones que agitaban la naciente Iglesia de América y que, previsora y recta, hacia imparcial justicia, infligiendo, aunque con suma templanza y delicadeza, paternas correcciones a los extraviados. Tal me parece la que se dirigió al obispo de Guatemala en la cédula con que se contestó a su carta: «he holgado, decía el soberano, del fruto que en ella decís han hecho los religiosos de la orden de Santo Domingo que allí residen. Y el trabajo que vos tomaste en ir a aquella provincia y lo que en ella hiciste os tengo en servicio; pues la estada de los dichos religiosos es de tanto provecho en aquella provincia, yo os ruego los animéis y favorezcáis para que continúen lo que han comenzado y traigan de paz toda aquella provincia &c117».

A fines de este año de 1545 se encontraron en Gracias-a-Dios los dos prelados mencionados y el de Nicaragua, con el motivo ostensible de consagrar un obispo; más la reunión no era casual: habíanla concertado en aquel lugar, que era el asiento del gobierno, con el objeto de promover lo conveniente para aliviar la infeliz condición de los Indios. Cada uno presentó a la Audiencia sus peticiones, -«que he visto, dice Remesal, y por no hacer un largo catálogo de inhumanidades e injusticias no se trasladan aquí: sólo baste decir, que respecto de las peticiones... la de menos delitos personales era la que presentó nuestro D. Fray Bartolomé».   —LXXVIII→   -Esta contenía nueve capítulos, siendo los principales 1º que se reformara la tasación de los tributos de su obispado, por exorbitante: 2º que se abrieran caminos de herradura para evitar que se empleara a los Indios como bestias de carga: 3º que se mandara salir a los Españoles y a sus familias avecindados en los pueblos de aquellos: 4º la abolición del servicio personal forzado: 5º que se prohibiera a los Españoles establecer labranzas cerca de los pueblos de Indios: 6º que se prohibiera residir en éstos a los calpixques o recaudadores de tributos. Los otros capítulos versaban sobre la enmienda de algunos abusos privados y castigo de culpables, tales como los alcaldes de Ciudad-Real que protegieron la fuga del deán, provocando el tumulto de que dimos noticia118.

Los obispos habían concluido el negocio que aparentemente los llevó a Gracias-a-Dios, aguardando la resolución de la Audiencia sobre sus peticiones; pero ésta se manifestaba tan remisa y aun poco dispuesta a obsequiarlas, que nada podían avanzar su perseverancia y continuas gestiones. No se desalentó por ello el de Chiapas, antes bien se manifestó más perseverante, como queriendo luchar de constancia con la estudiada y aun interesada inercia de las autoridades. El resultado fue cual debía esperarse. Los oidores rompieron aun las barreras que oponían el decoro y el bien parecer, a punto de que habiendo entrado una vez el venerable prelado a la sala de acuerdos para agitar el despacho de sus memoriales, -«con sólo verle daban voces desde los estrados el presidente y oidores (gritando) Echad de ahí a ese loco. Y una vez sobre cierta réplica que hizo para no salir de la sala, dijo el presidente, mandando que con violencia le echaran della: Estos cocinerillos, en sacándolos del convento, no hay quien se pueda averiguar con ellos. Habló número plural, observa el cronista, para incluir al obispo de Nicaragua, que también importunaba a la Audiencia por el remedio de los males de su provincia119».

A los ultrajes y desprecios que por todas partes encontraba, solamente oponía Fray Bartolomé una resignación y sufrimiento imperturbables, no sabiéndose que haya dado una respuesta que pudiera parecer algún tanto punzante, sino en la vez que tocando un último y heroico medio para vencer la culpable apatía de la Audiencia «se le presentó en acuerdo público y en presencia de los oficiales y otras muchas personas que allí estaban, requirió al presidente y oidores de parte de Dios y de San Pedro y San Pablo y del Sumo Pontífice, que le desagraviasen su Iglesia y sacasen sus ovejas de la tiranía en que estaban: que diesen orden como los Españoles no impidiesen la predicación del Evangelio, y que le dejasen libre su jurisdicción para poder usar della. Y la respuesta que sacó de su requerimiento, de boca del presidente, fue en sus formales palabras:«-Sois un bellaco, mal hombre, mal fraile, mal obispo, desvergonzado, y merecíais   —LXXIX→   ser castigado». Esta insolente reprimenda habría excitado la ira en el más humilde y sufrido cartujo, y más cuando se dirija a un prelado y en público; pero él, revistiéndose tan solo de la dignidad que el caso requería, -«poniéndose la mano en el pecho, algo inclinada la cabeza y los ojos en el presidente, no respondió otra cosa que: -Yo lo merezco muy bien todo eso que V. S. dice, Señor Licenciado Alonso Maldonado». Y dijo esto el obispo por lo mucho que había trabajado para que le hiciesen presidente de aquella Audiencia, abonando y calificando su persona, y dando noticia de sus buenas partes, para que saliese nombrado en las Nuevas Leyes120».

Mientras así y tan mal despachado en sus pretensiones se encontraba el obispo en Gracias-a-Dios, las cosas iban de mal en peor en su diócesis. El provisor y gobernador de la mitra, ajustándose a las estrechas órdenes e instrucciones que le había dejado su prelado, rehusaba los sacramentos a los que resistían dar libertad a sus Indios esclavos. Los amos suscitaban con tal motivo continuos alborotos, amenazando y hostilizando al provisor, único que tenía la facultad de absolver a tales personas. El obispo volvió entonces nuevamente a la carga, y sin intimidarse con las amenazas, ni retraerse con los desaires de la Audiencia, urgió con mayor empeño por una resolución sobre sus pretensiones.

La noticia de éstas había causado grandísimas alarmas en Guatemala y Chiapas, exacerbando por consiguiente las disputas y desavenencias entre los miembros de las dos órdenes religiosas que las habían provocado y mantenían con sus opuestas doctrinas. Han debido llegar a un alto grado, o bien colmar la medida, algo escasa según parece, del sufrimiento del Padre Motolinía, supuesta la intempestiva y violenta resolución que tomó y llevó al cabo. Quince meses hacía solamente que había sido electo Custodio de aquella nueva fundación, compuesta ya de treinta y un religiosos, cuando reunió una congregación custodial, haciendo ante ella renuncia de su encargo, y manifestando la resolución inflexible de volverse a México. Nada fue bastante a disuadirlo; ni los ruegos de sus hermanos, ni los empeños de la ciudad. Si nos atenemos al cronista de aquella provincia, parece que en tal determinación influyeron bastante los nuevos desabrimientos suscitados entre dominicos y franciscanos con motivo de la disputa filológica que enunciamos en otra parte, sobre la palabra propia con que debía mencionarse, el nombre de Dios. Según el mismo cronista121, los franciscanos, deseosos de prevenirla, aun adoptaron la precaución de hacer censurar y aprobar por un dominico distinguido, el Catecismo que escribió en lengua de Guatemala Fray Pedro de Betanzos, imprimiéndolo   —LXXX→   además bajo la protección de su obispo; «para cerrar ladridos de gente sin razón»; sin embargo, añade el mismo cronista, «no le bastó al religioso padre esta humilde resignación, ni al Ilmo. Sr. obispo su política atención, para excusar el fuego que de algunas centellas en materias opinables, sopló la malicia y fomentó el demonio. Apúntalas el V. Padre Fray Toribio en carta escrita a la muy noble ciudad de Guatemala, respondiendo a los amorosos cargos que le hacían aquellos nobles y devotos caballeros, sintiendo su vuelta a México122». La carta de que aquí se habla es la de despedida que dirigió al ayuntamiento, y cuyo original aún se conservaba en su archivo cuando escribió el Padre Vázquez. Como su texto descubre suficientemente, los sentimientos penosos que dirigían la pluma del autor, y solamente se encuentra en la Crónica Franciscana de Guatemala, libro no muy común, le damos aquí lugar. Dice así:

«Muy magníficos y devotísimos señores: -La paz del muy alto Señor Dios nuestro sea siempre con sus santas ánimas, amén. -Lo que Vuesas Mercedes me demandan, yo lo quisiera tanto como el que más; pero sepan Vuesas Mercedes que ha muchos días que Fray Luis e otros frailes de los que conmigo vinieron, supieron que en lo de Yucatán hay mucha gente y muy necesitada de doctrina, y como acá vieron que en esto de Guatemala hay muchos ministros, y todos los más de los naturales están enseñados y baptizados e sólo los padres dominicos han dicho algunas veces que ellos bastan para esta gobernación, y aun que tomarán sobre su conciencia de enseñar a los naturales. Vistas estas cosas, Fray Luis de Villalpando, y otros me pidieron muchas veces licencia para ir a Yucatán, e yo no se la dando, procaráronla del que a mí me envió, que es nuestro superior. E sepan Vuesas Mercedes que yo siempre he procurado lo que conviene a Guatemala y a su obispado, y he detenido lo que he podido. Y esta voluntad sepan Vuesas Mercedes que la he tenido y tengo para servir a Dios y a Sus Mercedes en esta tierra. Y esto baste para por carta, que después a los que más particularmente quisieren saber porqué algunos frailes van a Yucatán y otros son vueltas a México, yo lo diré. La gracia del Espíritu Santo more siempre en el ánima de Vuesas Mercedes, amén. De Xuehtepet XXI de Octubre año de MDXXXXV. (1545).

Pobre y menor siervo de Vmds.

MOTOLINÍA

FRAY TORIBIO123».

En el sobrescrito:

«A los Muy Magníficos y devotísimos Señores, los Señores del Cabildo y Regimiento de la Ciudad de Guatemala».

  —LXXXI→  

El tono de esta carta revela suficientemente toda la intensidad del sentimiento que la dictaba, siendo, en contraposición de la que más adelante extractaremos, tan notable por lo que calla, como la otra lo es por lo que habla. Pero la disposición de espíritu del autor en esos momentos, y la verdadera medida de su afectos, las comprenderemos por los que expresaba mucho tiempo después de los acontecimientos, cuando el tiempo, la edad y la distancia habrían debido producir su natural efecto; el olvido o la templanza; tanto más de esperarse, cuanto que separado el V. Casas de su obispado, por renuncia que hizo de la mitra, y encerrado en el convento de San Gregorio de Valladolid, hacía una vida retirada, enteramente consagrado a ejercicios de piedad y devoción, no tomando en los negocios de América otro participio que el que le daban el gobierno con sus consultas, o los encargos que se le hacían de aquí para promover algunas medidas favorables a los Indios. -Pues bien: entonces era cuando el Padre Motolinía escribía la tremenda filípica que forma parte de esta Colección con el carácter de Carta al Emperador, y que, como antes observaba, nos permite conjeturar cuáles fueran la acerbidad e intensidad de sus sentimientos contra Don Fray Bartolomé diez años antes, en el calor e irritación de los sucesos. Allí, echando una ojeada sobre la vida entera de su adversario, y como queriendo formar un epílogo de sus obras, de sus calidades y hasta de sus sentimientos íntimos, lo califica de ignorante vanidoso124; llámalo difamador atrevido, mal obispo125, mal fraile, inquieto y callejero126, diablo tentador que debería ser encerrado en un convento para que llorara sus culpas, considerándolo tan perjudicial, que de dejarlo suelto, dice, sería capaz de meter la discordia y el desorden aun en la misma Roma127. Últimamente, indignado y como atemorizado de sus acciones, y aun más todavía «de las injurias, deshonras y vituperios» que lanzaba contra los Españoles, y «del pecado que cometía» difamándolos, lo tacha de orgulloso, soberbio y poco caritativo128, dirigiendo al cielo un   —LXXXII→   ferviente voto por que «Dios le libre de quien tal cosa decir129». -Éste, repito, no es más que un árido y breve resumen de lo que el Padre Motolinía sentía diez años después de sus contiendas con el Sr. Casas, según puede verse de la lectura entera de su famosa carta. ¡Qué sentiría en su época!... No se puede, por consiguiente, tomarlo como juez imparcial de los actos de su antagonista. El obispo de Guatemala, con quien tampoco llevaba su colega la mejor armonía, no era ciertamente más que el eco de los sentimientos del Padre Motolinía, cuyas ideas reproducía casi con las mismas palabras. Una muestra flagrante de ello nos da su carta al Emperador130, citada en otra parte (pág. LXXVI), donde, con referencia a Don Fray Bartolomé y su misión de Verapaz, le decía: -«todo su edificio y fundamento va fabricado sobre hipocresía y avaricia, y así lo mostró luego que le fue dada la mitra: rebosó la vanagloria, como si nunca hubiera sido fraile, y como si los negocios que ha traído entre las manos no pidieran más humildad y santidad para confirmar el celo que había mostrado». -Se ve, pues, que ambos cantaban al unisón.

No se sabe de una manera precisa la fecha en que el Padre Motolinía salió de Guatemala; mas debió ser probablemente a fines de aquel mismo mes de Octubre, puesto que el 4 de Diciembre ya lamentaba su falta el Ayuntamiento. «Este día, dice el acta, los dichos señores proveyeron y mandaron que atento que el R. señor el Padre Fray Toribio, comisario, hace en la tierra tanta falta en los naturales destas partes, y que es tanta la falta que al presente hay de su persona a causa de su ausencia; se escriba al P. Comisario general de México, e al Sr. obispo de allí lo envíe131». -Una demostración de este género era evidentemente sincera, y probaba la estimación que se hacía de la persona; mas también podía tener en ella mucha parte la política y la pasión, pues frecuentemente vemos que se ensalza y se eleva a una persona, menos por su propio merecimiento, que por mortificar y abajar a otra que se le opone como rival. Esta reflexión es una inspiración de los propios sucesos y de la circunstancia casual de ser la época de ese acuerdo municipal la misma en que Don Fray Bartolomé volvía de Gracias-a-Dios a su obispado, precedido de noticias que a todos ponían en alarma.

En efecto, este prelado había urgido y urgía con tal perseverancia por una resolución definitiva y precisa sobre las peticiones pendientes, que hostigados el presidente y oidores, -«y por verse libres de tan continua y molesta importunación, le concedieron al fin un oidor que fuese a Chiapa y ejecutase las Nuevas Leyes en todo aquello que era bien y provecho   —LXXXIII→   de los naturales». -La noticia de esta determinación, con la de la vuelta del obispo, causó en Chiapas y aun en Guatemala, una alarma y espanto mayores que los que habría causado la sublevación de una provincia, o la invasión de un ejército. Un regidor de Ciudad-Real, accidentalmente en Guatemala, decía en carta a un amigo suyo: -«El obispo vuelve a esa tierra para acabar de destruir esa pobre ciudad, y lleva un oidor que tase de nuevo la tierra132». En otra carta se leía: «decimos por acá que muy grandes deben ser los pecados de esa tierra, cuando la castiga Dios con un azote tan grande como enviar a ese Anti-Cristo por obispo. Nunca le nombraban por su nombre, añade el cronista, sino ese diablo que os ha venido por obispo133».

-Aun el maestrescuela de su catedral, Juan de Perera, arrastrado por el torrente de la corrupción general, se sublevó contra su prelado, y prestándose a ser instrumento de los que vinculaban su fortuna en la esclavitud y opresión de los Indios, le escribió una destemplada carta para amedrentarlo y retraerlo de su empeño. -«El más honroso epíteto (que en ella le daba) era llamarle traidor, enemigo de la patria y de los cristianos que allí vivían, favorecedor de Indios idólatras, bestiales, pecadores y abominables delante de Dios y de los hombres. Y una de las cláusulas postreras de la carta era: -Voto a San Pedro que os he de aguardar en un camino con gente que tengo apercibida aquí en Guatemala, y prenderos y llevaros maniatado tal Perú, y entregaros a Gonzalo Pizarro y a su maestre de campo para que ellos os quiten la vida, como a tan mal hombre, que sois la causa de tantas muertes y desastres como allá hay. Y a ese bigardo de Fray Vicente (el compañero del obispo) yo le voto a tal que en cogiéndole le tengo de llevar como Indio delante de mí, cargado del lío de su hato a cuestas &c134». ¡Vaya un maestrescuela!... -La prevaricación de este sacerdote fue el golpe más rudo y doloroso que recibió el santo obispo, menos por su propia injuria, que por el fomento que daba a la desmoralización, siempre creciente, y por lo que debilitaba su autoridad, alentando el cisma que ya asomaba. Sin embargo, imitando a San Esteban, que oraba por sus verdugos, pidió a Dios un rayo de luz para aquel sacerdote extraviado, y no mucho tiempo después tuvo el consuelo de ver que su oración había sido escuchada, convirtiéndose el enemigo en el más robusto apoyo y en el más fervoroso propagador de la doctrina del prelado. -Éste, sin dejarse intimidar, emprendió su viaje de retorno a Chiapas para auxiliar, o mejor dicho para abreviar y dirigir la nueva tasación de tributos que debía hacer el oidor nombrado al efecto.

Apenas se supo en Ciudad-Real la salida del obispo, cuando comenzó la alarma, poniéndose todo en movimiento, cual si el enemigo estuviera   —LXXXIV→   ya a las puertas de la ciudad. El ayuntamiento se reunió el 15 de Diciembre (1545) para protestar e impedir el efecto de las provisiones que se decían arrancadas a la corona y a la Audiencia «con falsas relaciones»; y convocado el pueblo al toque de la campana mayor, se resolvió no darles cumplimiento, no reconocer la autoridad del obispo, si pretendía obtenerlo, y ocuparle las temporalidades, con otras varias de aquellas medidas que aconseja el interés sobresaltado, y más cuando es espoleado por el espíritu de facción. Para más imponer al pueblo, y quizá para contenerlo en la obediencia, se tomaron todas las otras precauciones que tomaría una plaza en riesgo de ser asaltada. La ciudad se puso en armas, y sus caminos se cubrieron de atalayas a larga distancia, «apercibiendo mallas, petos, corazas, coseletes, arcabuces, lanzas, espadas y gran cantidad de Indios flecheros... todo contra un obispo o pobre fraile, solo, a pie, con un báculo en la mano y un breviario en la cinta135».

Mientras así se preparaban en Ciudad-Real para recibir a su pastor espiritual, éste tomaba un ligero descanso en Copanahuaztla, disponiendo con los religiosos allí refugiados los medios de aquietar los ánimos y de continuar su apostólica misión. Los padres, que sabían lo que pasaba y que temían aun por su vida, hicieron cuanto estaba en su poder para disuadirlo del viaje, poniéndole por delante los ingentes peligros que le amenazaban; y a fin de aumentarle los obstáculos, mandaron retroceder su equipaje, que habían adelantado. Todo fue inútil: el obispo, sacando nuevos alientos de los riesgos y de las contrariedades que se le oponían, determinó irse derecho a la ciudad y entrarse en ella sin miedo ni turbación alguna: porque, decía, si yo no voy a Ciudad-Real, quedo desterrado de mi Iglesia, y yo mismo soy quien voluntariamente me alejo, pudiéndoseme decir con mucha razón, huye el malo sin que nadie le persiga: y levantándose de la silla con una resolución grandísima, cogiendo las faldas del escapulario, comenzó a caminar. Lloraban con él los religiosos; «el obispo se enternecía con ellos, consolábalos con su ánimo y confianza en Dios, y ellos ofreciéndole sus sacrificios y oraciones, le dejaron ir».

El V. obispo caminó toda la noche a pie y agobiado bajo el grave peso de sus cuidados, de sus enfermedades y de sus setenta y un años cumplidos, sin preocuparse de su futuro destino. En esa noche hubo un fuerte terremoto que duró «lo que basta a rezar tres veces el salmo del Miserere mei», y que obrando singularmente en el espíritu supersticioso de la época, infundió muy extraños terrores. Debiendo considerarlo más bien como una muestra del enojo divino por su obstinada ceguedad, sólo vieron en él una confirmación de sus interesadas y codiciosas aprehensiones: «No es posible, decían, sino que el obispo entra, y aquellos perros Indios (los espías) no nos han avisado; que este temblor pronóstico es de la   —LXXXV→   destrucción que ha de venir por esta ciudad con su venida136». -No se engañaban en la principal de sus conjeturas, porque el obispo tropezó con los espías, quienes en vez de dar el grito de alarma, se arrojaron a sus pies implorando con lágrimas perdón por la culpa que habían cometido aceptando aquel encargo. -El piadoso obispo los consoló, y previendo que pudiera acusárseles de connivencia, y por tal motivo fueran cruelmente castigados, discurrió amarrarlos, cual si los hubiera cogido de sorpresa, operación que practicó por sí mismo, con la ayuda de Fray Vicente, su inseparable compañero, llevándoselos tras sí como sus prisioneros. Al amanecer del día siguiente entró en la ciudad sin que nadie lo sintiera, y como ni pretendía ocultar su llegada, ni tenía alojamiento en que posar, se fue derecho a la iglesia, donde el sacristán le informó del mal espíritu que dominaba en la ciudad. El indomable prelado, sin arredrarse ni desalentarse, aguardó la hora ordinaria de despertar, y en ella mandó notificar su llegada al ayuntamiento, con la prevención de presentarse en la iglesia a escuchar su plática.

Imposible sería describir la sorpresa y el espanto que tal nueva esparció en los grandes de la ciudad, -«y todos se confirmaban en que fue profeta verdadero el que dijo que el temblor (de la noche precedente) lo pronosticaba, y el adivino quedó calificado de allí adelante137». Un rasgo oportuno de energía produce siempre sus efectos, y los que pocas horas antes amenazaban acabar con el obispo, se presentaron, si no arrepentidos, a lo menos bastantemente sumisos y respetuosos. Sin embargo, firmes en su tema, le hicieron notificar por medio del escribano de cabildo el requerimiento que tenían preparado, como condición de su obediencia, reducido sustancialmente a exigir que los tratase como cristianos, mandándolos absolver, y que no intentase cosa nueva en orden a quitalles los esclavos, ni a tasar la tierra»; en suma, que no sólo sancionase, sino que santificase los abusos, lavándolos con la absolución sacramental. El obispo, sin acceder a ninguna de sus pretensiones, les habló con tanta caridad y unción, que logró desarmarlos, y aun infundirles respeto. Retirábase ya a la sacristía, cuando lo detuvo el secretario del cabildo, anunciándole con mucha cortesía «que traía una petición de la ciudad en que le suplicaba le señalase confesores que los absolviesen y tratasen como cristianos». «El prelado accedió en el acto, designando al canónigo Perera y a los religiosos dominicos; «pero respondieron todos, que no querían aquellos confesores que eran de su parcialidad, sino confesores que les guardasen sus haciendas. Yo los daré como me los pedís, respondió; y señaló entonces a un clérigo de Guatemala y a un padre mercedario, entrambos sacerdotes cuerdos y celosos del bien de las almas138».

  —LXXXVI→  

El inseparable Fray Vicente, que ignoraba las calidades de los escogidos, y que en la condescendencia del obispo creyó ver un acto de debilidad o de temor, «tirole de la capa, diciéndole: no haga V. S. tal cosa, más que la muerte»; palabras que escuchadas por la multitud, despertaron inopinadamente su furor, causando un tumulto tan violento, que por poco cuesta la vida al consejero. Íbase ya aplacando, y el V. prelado casi exánime por el cansancio, la fatiga, el insomnio y aun por el hambre, se retiró a una celda del convento de la Merced, para reparar sus fuerzas y su espíritu. «Comenzaba a desayunarse con un mendrugo de pan para tomar un trago de vino, y apenas lo había mezclado, cuando toda la ciudad puesta en armas entra por el convento, y los más osados por la celda del obispo, que viéndose cercado de tantas espadas y estoques desnudos, tantas rodelas y montantes, se turbó en extremo, juzgando era allegada su última hora139». El pretexto de tan grande y escandaloso alboroto era la amarradura de los Indios espías, que el obispo había atado por los compasivos motivos de que se ha dado razón. -Los feroces e implacables opresores la echaban aquí de humanos, para encontrar culpas en el único protector de aquellas víctimas de su avaricia. El tumulto ha debido ser tan grave y peligroso, que el cronista de quien tomo estas noticias se consideró precisado a combatir «como calumnia manifiesta» una antigua y muy popularizada tradición, que, según decía, echaba un borrón infamante sobre «la nobleza ilustre, la cristiandad, caballerosidad &c., &c., de los vecinos y fundadores de Ciudad-Real». Cuéntase que éstos -«en las furias de sus cóleras y pesadumbres con el Sr. Don Fray Bartolomé de las Casas, arremetieron a la posada donde estaba, le sacaron della con violencia y apedreándole le echaron fuera de la ciudad140». Grande, repito, debió ser el desorden, para dar materia a tal tradición. -La templanza, el sufrimiento y más que todo, la indomable energía del prelado, que no retrocedió, ni aun teniendo la muerte a los ojos, conjuraron aquella embravecida borrasca, a términos que «tres horas después era visitado de paz de casi todos los vecinos de la ciudad; todos le pedían con mucha humildad perdón de lo hecho; todos de rodillas le besaban la mano, confesando que eran sus hijos y él su verdadero obispo y pastor... y con procesión y fiesta le sacaron del convento y llevaron a las casas que estaban ya aderezadas para aposentarle141». Quizá había en efecto un arrepentimiento sincero; o quizá solamente se cambiaba de medios, esperándose vencer con halagos y obsequios al que se había mostrado invencible con el terror y con la fuerza. La impresión que este acontecimiento hizo en su espíritu; el único fruto cosechado de tantos afanes; las reflexiones que le inspiraron, y la resolución definitiva a que   —LXXXVII→   lo condujeron, han sido breve y diestramente epilogados por la pluma de Quintana, de quien el lector los oirá con más aprovechamiento y placer.

«A pesar, dice, del aspecto de serenidad y de paz que habían tomado las cosas, el obispo desde aquel día fatal se propuso en su corazón renunciar a conducir un rebaño tan indócil y turbulento. Los motivos fundamentales de la contradicción y del disgusto permanecían siempre en pie, y no era posible destruirlos, pues ni aquellos Españoles habían de renunciar a sus esclavos y granjerías ilícitas, ni él en conciencia se las podía consentir. Añadíase a esta difícil situación el disgusto que recibía con las cartas que entonces le enviaban el virrey y visitador de México, diferentes obispos, y muchos religiosos letrados, en que ásperamente le reprendían su tesón, motejándole de terco y duro... El odio, por tanto, que se había concitado por la singularidad de su conducta, era general, y según su más apasionado historiador, no había en Indias quien quisiese oír su nombre, ni le nombrase sino con mil execraciones. Todo, pues, le impelía a abandonar un puesto y un país, donde su presencia, en vez de ser remedio, no debía producir naturalmente más que escándalos. Hallándose en estos pensamientos, fue llamado a México a asistir a una junta de obispos, que se trataba de reunir allí para ventilar ciertas cuestiones respectivas al estado y condición de los Indios, y esto fue ya un motivo para que apresurase sus disposiciones de ausentarse de Chiapa; en lo cual acabó de influir eficazmente la llegada del juez que se aguardaba de Gracias-a-Dios, para la visita de la provincia, prometida por la Audiencia de los Confines.

Era éste el licenciado Juan Rogel, uno de los ministros que la componían, y su principal comisión la de arreglar los tributos de la tierra, a la sazón tan exorbitantes, que por muy ajenos que estuviesen los oidores de dar asenso a las quejas del obispo, ésta fue tan notoria y tan calificada, que no pudieron menos de aplicarle directamente remedio en la visita de Rogel. Deteníase éste en empezar a cumplir con su encargo y ejecutar sus provisiones. Notábalo el obispo, y apuraba cuantas razones había en la justicia y medios en su persuasión, para animarle a que diese principio al remedio de tantos males como los Indios sufrían, poniendo en entera y absoluta observancia las Nuevas Leyes. Al principio del oidor escuchaba sus exhortaciones con atención y respeto: mas al fin, o cansado de ellas, o viendo que era necesario hablarle con franqueza, le contestó un día en que le vio más importuno: Bien sabe V. S. que aunque estas nuevas leyes y ordenanzas se hicieron en Valladolid con acuerdo de tan graves personajes, como V. S. y yo vimos, una de las razones que las han hecho aborrecidas en las Indias, ha sido haber V. S. puesto la mano en ellas, solicitándolas y ordenando algunas. Que como los conquistadores tienen a V. S. por tan apasionado contra ellos, no entienden que lo que procura por los naturales es tanto por amor de los Indios, cuanto por el   —LXXXVIII→   aborrecimiento de los Españoles, y con esta sospecha, más sentirían tener a V. S. presente cuando yo los despoje, que el perder los esclavos y haciendas. El visitador de México tiene llamado a V. S. para esa Junta de prelados que hace allí, y V. S. se anda aviando para la jornada; y yo me holgaría que abreviase con su despedida y la comenzase a hacer, porque hasta que V. S. esté ausente, no podré hacer nada; que no quiero que digan que hago por respeto suyo aquello mismo a que estoy obligado por mi comisión, pues por el mismo caso se echaría a perder todo.

«Este lenguaje era duro, pero franco, y en cierto modo racional. El obispo, se persuadió de ello, y abrevió los preparativos de su viaje, que estuvieron ya concluidos para principios de cuaresma de 1546, y salió al fin de Ciudad-Real al año, con corta diferencia, que había entrado en el obispado. Acompañáronle en su salida los principales del pueblo, y alguna vez le visitaron en los pocos días que se detuvo en Cinacatlán para descansar y despedirse de sus amigos los religiosos de Santo Domingo: prueba de que las voluntades no quedaban tan enconadas como las desazones pasadas prometían142».

El licenciado Don Francisco Tello de Sandoval, que era el visitador de quien habla Quintana, había sido enviado por la corte con tal carácter y con el especial encargo de promulgar y hacer cumplir las Nuevas Leyes. Aunque había llegado a México desde el 8 de Marzo de 1544, fueron tantas y tan pujantes las resistencias que encontró, apoyadas hasta cierto punto por la administración misma, que ni aun se atrevió a publicarlas luego, difiriendo esta formalidad hasta el día 28, para tomar las precauciones convenientes. A pesar de ellas la impresión que produjeron fue terrible: «hubo, dice Torquemada143, grandes alteraciones y estuvo la tierra en términos de perderse; pero con la sagacidad y prudencia de Don Antonio de Mendoza, formaron acuerdo él y el visitador y Audiencia de que no se ejecutasen algunas cosas por entonces, sino que fuesen entrando en ellas poco a poco y que se consumiesen los esclavos que había, y con buenos medios se sobreseyesen las Leyes &c». -Con este favor que dispensaba el gobierno, los encomenderos y todos los que se sentían agraviados, apelaron de las Nuevas Leyes para ante el Emperador, y para dar mayor eficacia a sus gestiones se dispuso enviarle una diputación compuesta de los superiores de las religiones de San Francisco, Santo Domingo y San Agustín, de regidores de la ciudad y procuradores de los encomenderos, con el encargo de obtener su revocación y la confirmación de las disposiciones antiguas que autorizaban el servicio forzado de los Indios.

Como al visitador había parecido prudente y más útil a los intereses de la corona admitir las apelaciones interpuestas, se encontró paralizado   —LXXXIX→   en el punto principal de su misión, mientras no recibiera nuevas órdenes. La espera debía ser bien larga, así es que para aprovecharla determinó desempeñar otro artículo de sus instrucciones, contraído a convocar «una junta de todos los prelados de la Nueva España y de todos los hombres de ciencia y de conciencia que en ella había, para tratar y resolver las cuestiones y dificultades que en tan grave materia, como el hacer a los Indios esclavos y tenerlos por súbditos y vasallos en los repartimientos y encomiendas que los gobernadores habían hecho, se ofrecían; para que si eran o no eran lícitos los tales esclavos y las tales encomiendas, se resolviera de una vez... porque (y esta observación del cronista es muy digna de atención) la mayor parte de los doctores y obispos tenían la afirmativa desta opinión, como más favorable a los seglares; y la menor, que era la orden de Santo Domingo, y en ella no todos, tenían la negativa, como más llegada a la verdad y al bien de los Indios144». He aquí muy claro y perfectamente formulado el punto de desacuerdo y controversia entre franciscanos y dominicos, y que, como observa uno de esta orden, había logrado introducir no sólo la división, sino aun el cisma, porque religiosos de la misma provincia y hasta del mismo convento opinaban de diversa manera.

Si la discordancia de pareceres hubiera quedado encerrada en el claustro, o no excediera los términos comunes de una controversia teológica, el mal hubiera podido sobrellevarse como otros muchos de su género; pero afectando tantos y tan cuantiosos intereses materiales, la polémica se convirtió en negocio de estado, apareciendo en ella y en primer término la potestad civil, como uno de los principales campeones. El visitador tomó la parte que le tocaba, y lo hizo guiándose preferentemente por los intereses de la política; así, uniendo su voz a las que censuraban al obispo de Chiapa, había ya prejuzgado la cuestión, escribiéndole «con mucha aspereza, notándole de duro y terco, porfiado e imprudente en aferrarse tanto con su parecer, siendo el único y solo en negar los sacramentos a los cristianos. Y como los paralogismos y los argumentos que afectan la vanidad o amor propio son siempre los más convincentes para la multitud, no dejó de hacerse valer contra Don Fray Bartolomé «que levantaba nuevas opiniones, oponiéndose a los obispos, religiosos, maestros, letrados y hombres santos y doctos de todas las Indias, atribuyendo su oposición a soberbia y a estimarse él y los padres de Chiapa en más, y tenerse por más acertados, o sabios, que cuantos acá (en México) había145». Así le preparaban el terreno sus émulos y desafectos para desalentarlo, acobardarlo y hacerlo fracasar en su filantrópica misión.

El obispo de Chiapa estaba dotado ciertamente de una energía y perseverancia que ofrecen muy raros ejemplos; pero de estas virtudes a la   —XC→   terquedad y obstinación que le atribuyen, hay una inmensa distancia, que desgraciadamente no comprenden los caracteres suaves, contemporizadores, o si se quiere, demasiado prudentes. El Sr. Casas se juzgaba bien asentado en el sendero del deber, y por eso no cejaba; pero como se le decía tanto y se le censuraba de todas partes y por toda clase de personas, quiso conferenciar nuevamente sobre el asunto, para rectificar y consolidar su opinión, antes de presentarse en la junta eclesiástica de México, donde debía emitir un voto definitivo e irrevocable. Al intento, y ya en camino, reunió a todos los religiosos dominicos de la comarca, y después de muy detenidas conferencias en que la materia se debatió con libertad y con conciencia, «tomose la última resolución de lo que el obispo había de proponer y defender y con todas sus fuerzas procurar que se pusiese en ejecución en la junta de México, acicalando las razones que todos tenían para la doctrina que enseñaban, y que como era opuesta a todo el torrente común de las Indias, tenían por contrarios a seglares, clérigos, religiosos y algunos obispos». Con esta determinación se despidió de su grey, para más no volver, acompañado de tres religiosos de su orden y de aquel canónigo de que dimos noticia (pág. LXXXIII) que lo había renegado y colmado de ultrajes, y que ahora era su mejor amigo y más ferviente colaborador. Sus últimas disposiciones fueron para repartir entre las iglesias y monasterios sus ornamentos, muebles, libros y cuanto poseía, quedándose con lo encapillado. Su camino fue una predicación continua con que asombraba a cuantos lo escuchaban, por la novedad y rigidez de su doctrina, que «condenaba a todos, confesores y penitentes, abominando públicamente los pecados de los unos y la ceguera de los otros».

Natural era que la fama de estas predicaciones, que según la cándida expresión de Remesal escandalizaban este Nuevo Mundo, produjeran mayor excitación en la ciudad de México, como centro de mayores y más protegidos intereses. En efecto, hallábase ya a pocas jornadas de ella, y aun había fijádose el día de su entrada, cuando comenzaron a asomar los alborotos -«como si hubieran de ver un ejército de enemigos, encendiéndoseles tanto la sangre en su odio y aborrecimiento, que temiendo el virrey y visitador alguna alteración o desgracia, le escribieron que se detuviese hasta que ellos le avisasen, que sería cuando entendiesen que la gente estaba algo desapasionada146». Quizá se esperaba que tales prenuncios hicieran en el ánimo del ilustre huésped el natural efecto de intimidarlo o contenerlo, y quizá también se contaba con ellos para lo que se preparaba; mas teníanselas con un hombre que cual el gigante de la fábula, recobraba sus bríos al tocar la tierra. Llegado el último día de espera hizo su entrada en México, y no a oscuras, sino a las diez de la   —XCI→   mañana, atravesando por entre la muda y atónita multitud, que lo vio pasar con respetuoso silencio. Fuese directamente a posar al convento de la orden, que en ese año ocupaba ya la misma localidad que hoy. -El virrey y los oidores le enviaron la bienvenida en el mismo día; mas su sorpresa y estupor debieron ser inexplicables al oír el mensaje que les devolvió el obispo en retorno de su cortés saludo. «Envioles a decir que lo perdonasen que no los iría a visitar porque estaban descomulgados, por haber mandado cortar la mano en la ciudad de Antequera (Oajaca) a un clérigo de grados147». Esta respuesta se hizo pública, causando «grandes inquietudes y altercados», que, como se comprenderá, aumentaban las pesadumbres y conflictos del obispo; mas con ella había afianzado su bandera, no dejando ocasión para que nadie pudiera equivocarse respecto de su doctrina y ulterior conducta.

Reunidos los prelados, doctores y demás personas convocadas para la celebración de esta junta eclesiástica, procedió a ocuparse de los asuntos de su misión. Cuáles fueran éstos no se sabe con entera certidumbre, porque los historiadores, tan comunicativos sobre otras materias menos importantes, han pasado muy rápidamente sobre este suceso, limitándose a mencionarlo y a decir que en esa reunión se resolvió la duda relativa a la administración del Sacramento de la Eucaristía a los Indios. Remesal148, que tuvo a la vista un resumen de sus debates, menciona algunos de sus puntos, los cuales giran principalmente sobre la libertad de los indígenas y manera de catequizarlos; todo en el espíritu de la doctrina que sobre el particular defendía y propalaba el obispo Casas. Natural era que con polémicas de tal carácter y en tales circunstancias, «sudaran los de la junta muchas conclusiones, y que cada disputa suya fuera como un día del juicio», según la expresión del mismo cronista. En esas conferencias se ventiló también el gravísimo punto relativo a la absolución de los encomenderos, y añade que «los obispos, los perlados y demás letrados de la junta, después de largas disputas y tratados que tuvieron entre sí, hicieron como un formulario del modo que se habían de haber los confesores en absolver los conquistadores, pobladores, mercaderes &c., que tuviesen escrúpulo de las haciendas que poseían».

No obstante estas resoluciones, y que con ellas la doctrina del Sr. Casas obtenía una solemne sanción, y su conciencia un grande alivio, -«él y Fray Luis Cancer, su compañero, tenían gran pena porque uno de los principales puntos, que era el del modo de hacer los esclavos, no se había tratado y disputado y determinado como ellos quisieran, ni tomádose la resolución que era justo.... Propúsola el Sr. obispo muchas veces, y nunca se acababa de tratar de veras; y en cierta ocasión le dijo el virrey: «que era razón de estado no determinarse aquello, y que así no se cansase en   —XCII→   proponerlo en la junta general; porque él había mandado que no se resolviese». -Los hombres de ideas fijas no comprenden las intermedias, y la exaltación del celo religioso rara vez transige con los intereses de la política; así el obispo, sumamente descontento y desazonado con la respuesta del virrey, trató de vencerla por uno de aquellos medios que, no sin razón, le concitaban tantas contradicciones y enemistades. Aprovechando la ocasión de desempeñar el púlpito de la Matriz en una festividad a que asistió el virrey, «acriminó aquel mandato, amenazando al que lo había puesto» con uno de tantos terribles anatemas como se ven en Isaías149. Don Antonio de Mendoza, que era el virrey, sintió todo el escozor de la reprimenda; más obrando con aquella prudencia y cordura que distinguen el período de su administración, dio vado a la dificultad, manteniendo la prohibición de tratar tales materias en la Junta Eclesiástica, y permitiendo al obispo «que en el convento de Santo Domingo se hiciesen todas las juntas que quisiese, y que allí se tratase no sólo el punto de los esclavos, sino todas las materias que a él le pareciesen», ofreciendo ponerlas en conocimiento de la corte para su resolución.

Autorizado el obispo con este permiso, «juntó, dice Remesal, a todos los que eran de la junta principal, excepto los Sres. obispos, y por muchos días, en disputas públicas, trató la materia de los Indios esclavos... diéronse éstos por mal hechos, condenándose a sus amos por tiranos... obligándolos a ponerlos en libertad, so pena de mal estado...150 De todo lo que en esta junta se determinó se hicieron muchos traslados y se enviaron por todas las Indias, principalmente por el distrito y gobernación de la Audiencia de México, para que así eclesiásticos como seglares lo supiesen y se gobernasen por ello». -Asegúrase, y el hecho parece cierto, que en estas juntas tuvo el obispo el placer y el consuelo de ver aprobada la doctrina de su famosa Instrucción a los Confesores, de que antes hemos hablado, aunque su texto, tal cual corre impreso en la edición de Sevilla, se redactó ciertamente con posterioridad, pues en la Regla 8ª se hace mérito de una de las resoluciones acordadas en esa misma congregación de los obispos... celebrada año de 1546151.

Tranquila la conciencia del obispo con el juicio de las personas más   —XCIII→   competentes que presentaba el Nuevo Mando en las ciencias eclesiásticas, le comunicó a su clero de Chiapas para darle más aliento en el desempeño de su difícil ministerio; y a fin de vigorizar su acción, no menos que para proveer al mejor régimen de su Iglesia, cuyo gobierno había ya determinado renunciar, nombró vicario general a aquel mismo canónigo Juan de Perera, extraviado un momento, según dijimos, y ahora de vuelta, contrito y humillado al redil eclesiástico. Remesal nos ha conservado íntegro el texto de su título que contiene varias instrucciones, algunas de ellas bien severas, para el desempeño del encargo. El documento está fechado en la ciudad de México a 9 de Noviembre de 1546 con la suscrición Frater   —XCIV→   Bartolomeus de las Casas Episcopus civitatis Regalis. -Con fecha del día siguiente trae el mismo cronista el texto de las licencias concedidas a los eclesiásticos que podían oír confesiones de los Españoles vecinos y moradores de su obispado, reduciéndolos a cuatro individuos de su orden y a los otros que su vicario estimase conveniente aumentar152.

Desde aquí comienzan la confusión y dudas relativas al que debe considerarse como primitivo y genuino texto del famoso Confesonario, o Instrucciones para los confesores, pues algunos escritores han tomado por tal el del mandamiento en que se hizo la designación de ellos, quizá porque contiene la prohibición impuesta a los otros eclesiásticos de «oír confesión alguna de Español vecino, ni morador del obispado que fuera conquistador, o que tuviera Indios de repartimiento... exceptuados los casos de artículo de muerte y de que no pudiera llamarse a alguno de los confesores titulados». -El mismo Remesal, a quien debemos los más abundantes y seguros datos, autoriza la equivocación, porque al mencionar los escritos de nuestro prelado, hablando del Confesonario, dice ser el que está en este libro153»; esto es, en su crónica, y en ella no hay otra cosa que se le parezca más que el mencionado mandamiento. Sin embargo, su propio texto destruye la suposición, porque en el segundo párrafo les previene el obispo por vía de precepto e instrucción que manden al penitente que guarde y cumpla y disponga su ánima conforme doce reglas que están firmadas de nuestro nombre y señaladas con nuestro sello». -Luego éstas eran diversas del mandamiento. Así lo reconoce el propio Remesal en las siguientes palabras: «Estas doce reglas que aquí dice el señor obispo envió a los padres de Santo Domingo (de Chiapas), es el Formulario de confesores que arriba se dijo que se había hecho en aquella grave junta (la segunda congregación eclesiástica): el señor obispo había muchos años   —XCV→   que las había hecho y se gobernaba por ellas, y por muchas disputas y consultas, averiguó su razón y verdad en México, &c. &c.154».

Esta Instrucción, Formulario de confesores, o Confesionario, según lo denominaba el Padre Motolinía y yo continuaré denominándolo para facilitar su mención, se hizo luego tan común, no obstante la prevención de mantenerlo secreto, «que aun los más de los seglares, dice Remesal, tenían sus traslados; y como eran tan rigurosas sus reglas, parecioles que si por ellas eran juzgados, a ninguno se le podía dar la absolución». «Eran, en efecto, muy severas, con particularidad la 1ª y la 5ª155 que   —XCVI→   fueron las que realmente causaron el alboroto y arrancaron un grito universal de angustia y desesperación, que se abrió camino hasta el solio, como que herían a todas las personas, clases e intereses de la sociedad.

El mismo Padre Motolinía que afectaba tener un tan bajo concepto de su antagonista, se manifestaba sumamente azorado con la doctrina del Confesonario, siendo éste el que principalmente le puso la pluma en la mano para escribir la fulminante y descompasada filípica que con el título de Carta escribió a Carlos V y forma parte de este volumen desde la página 251. -«Por amor de Dios, le decía, ruego a V. M. que mande ver y mirar a los letrados, así de vuestros Consejos como a los de las universidades, si los conquistadores, encomenderos y mercaderes desta Nueva España están en estado de recibir el sacramento de la penitencia y los otros sacramentos, sin hacer instrumento público por escritura y dar caución juratoria, porque afirma el de las Casas que sin estas y otras diligencias no pueden ser absueltos, y a los confesores pone tantos escrúpulos, que no falta sino ponellos en el infierno, y así es menester esto se consulte con el Sumo Pontífice». -Hemos visto en otra parte la fe y el celo ardiente que ponía el Padre Motolinía en la administración del bautismo, estimándolo como la primera y más meritoria práctica del cristianismo: con este conocimiento ya podremos comprender cuál sería su amargura e inquietud   —XCVII→   de espíritu, cuando en esa misma carta decía: «qué nos aprovecharía a algunos que hemos baptizado más de cada trescientas mil ánimas y desposado y velado otras tantas y confesado otra grandísima multitud, si por haber confesado diez o doce conquistadores, ellos y nos hemos de ir al infierno...»

Y no eran solamente las conciencias las que el Sr. Casas había alarmado con sus doctrinas, sino que también irritó la vanidad y el interés; pasiones infinitamente más descontentadizas y susceptibles que la conciencia, como que tienen el funesto poder de sojuzgarla. En el Padre Motolinía, y lo mismo en los otros ministros del Evangelio, obraba el sentimiento del misionero que temía aventurar la salvación del alma, único fin de todos tus sacrificios y desvelos, con la práctica y ejercicio de los actos mismos con que la creían asegurada; y obraba también el punzante escozor del teólogo, del moralista, del hombre de letras que se veía públicamente tildado y deshonrado con una censura que argüía una ignorancia supina. Esto lo marcaba muy distintamente el Padre Motolinía en muchos pasajes de su carta, manifestando bien claramente la penosa impresión que le causaban156; y como en causas de tal género la voz del mayor número suele ser más poderosa que la de la razón, hizo cuanto pudo para aumentar el de los descontentos, irritando la vanidad del mercader, del militar, del   —XCVIII→   seglar, del eclesiástico, del letrado, del magistrado, del virrey, del consejo, y aun la del mismo emperador Carlos V, a quien decía (pág. 257): «Si los tributos de Indios son y han sido mal llevados, injusta y tiránicamente (como afirma el de las Casas), buena estaba la conciencia de V. M. pues tiene y lleva V. M. la mitad o mas de todas las provincias... de manera que la principal injuria o injurias hace a V. M. y condena a los letrados de vuestros consejos, llamándolos muchas veces injustos y tiranos: y también injuria y condena a todos los letrados que hay y ha habido en toda esta Nueva España, así eclesiásticos como seculares, y a los presidentes y audiencias de V. M., &c. &c».

Estas y otras muchas especies de su género que el Padre Motolinía hacía todavía valer en 1554, no eran más que la repetición y brevísimo epílogo de lo que se decía en principios de 1547, cuando terminadas las sesiones de la segunda junta eclesiástica y las conferencias privadas que promovió Don Fray Bartolomé para hacer revisar la doctrina de su Confesionario, se volvía a España con la resolución ya formal de renunciar su obispado; «convencido íntimamente, dice Quintana, de que según la disposición de los ánimos, la flaqueza y parcialidad de los gobernadores, el endurecimiento general de los interesados y el odio concebido en todas partes contra él, no podía ser útil aquí a sus protegidos». -Ese viaje fue una inspiración del cielo que salvó a las infelices razas conquistadas de calamidades que ni siquiera sería posible conjeturar, pero que podrían augurarse en parte por la total extinción que sufrieron en algunas de las Antillas, donde hoy no se encuentra una sola persona de las familias primitivas. Los interesados en la conservación de los abusos habían puesto en juego todos sus medios para salvarse y para perder al indomable protector de los Indios. Uno de los mejor escogitados, por su conformidad con el espíritu de la época, fue ganarse la pluma de dos de los más afamados sabios que, por decir así, se partían el imperio de las letras en la vasta monarquía española, en el Antiguo y Nuevo Mundo; el Dr. Juan Ginés de Sepúlveda, «hábil filósofo, diestro teólogo y jurista, erudito muy instruido, humanista eminente y acérrimo disputador, que escribía el latín con una pureza, una facilidad y una elegancia exquisitas, talento entonces de mucha estima, y en que Sepúlveda se aventajaba entre los más señalados. Favorecíanlo además las ventajas de cronista y capellán del emperador157». Hacíale eco en México el Dr. Bartolomé Frías Albornoz, discípulo del gran, Don Diego Covarrubias, primer profesor y fundador de la cátedra de derecho civil de esta universidad, y según la expresión del famoso Brocense, varón doctísimo y consumado en todas lenguas. D. Nicolás Antonio158 decía en su elogio que fue hombre de ingenio eminente y   —XCIX→   de memoria monstruosa. El primero se encargó de batir en brecha y de tapar en sus fundamentos la doctrina de Don Fray Bartolomé, sosteniendo la justicia del derecho de conquista y formulando su doctrina en un axioma que, por una de aquellas absurdas contradicciones del entendimiento humano, hoy forma el dogma del pueblo que se juzga el más culto, el más filantrópico y más liberal de la tierra: el Dr. Sepúlveda, así como los políticos Norte-Americanos, defendía -que subyugar a aquellos que por su suerte y condición necesariamente han de obedecer a otros, no tenía nada de injusto. El principio era inmensamente fecundo en consecuencias. Nuestro Dr. Frías Albornoz lo sostenía también aquí, atacando además, de una manera directa y explícita, la persona y escritos del obispo de Chiapas. De su obra no nos ha quedado más que el título, qué trascribiré con las palabras de Don Nicolás Antonio, de quien lo copió Beristain con su acostumbrado descuido; dice así: Un tratado de la conversión y debelación de los Indios.

Los enemigos del Sr. Casas para mejor asegurar el logro de todos sus intentos, habían subvertido la cuestión reduciéndola principalmente al paralogismo que tanto hacía valer el Padre Motolinía en su carta al Emperador; esto es, de presentar la doctrina de aquel como atentatoria a la dignidad y a los derechos de la corona, ya porque según decían, tendía a invalidar el título con que los soberanos de Castilla podían justificar su señorío en América, ya también porque los convertía en cómplices, cuando menos, de las tiranías, violencias, despojos y usurpaciones que los conquistadores cometían y de cuyos frutos participaban en gruesa cuantía. -El medio de argumentación no podía ser más vigoroso, y manejado por un tan diestro, respetable y acérrimo disputador, como dice Quintana era el Dr. Sepúlveda, el triunfo debía considerarse asegurado en aquel siglo formuloso y silogístico. El doctor había efectivamente trabajado un opúsculo159 sobre este tema favorito, que corría con gran boga en los círculos político-literarios de la corte, a tiempo que llegó nuestro obispo. Hasta entonces no había más que simples lecturas en copias manuscritas, procurándosele así patrocinio para obtener el permiso de la impresión. El obispo, impuesto de lo que pasaba, se echó por su lado para combatir con su vehemencia y ardor característicos, la doctrina y pretensiones del doctor, caminando en esta parte con tanta dicha, que obtuvo un triunfo completo con grande gloria suya, y mayor aún con la de la magistratura española que conquistó entonces un timbre que no borrará el curso de los siglos, mientras la justicia y la moralidad conserven sus respetos. Aunque la Apología de Sepúlveda no sólo favorecía y lisonjeaba la política española, sino que también venía a darle un grande apoyo, tanto para legitimar su señorío   —C→   en las Américas, como para esquivar los espinosos argumentos que se le hacían con los desmanes de los conquistadores y encomenderos, sin embargo, «no por eso halló mejor cabida en el gobierno: los ministros que lo componían tuvieron entonces a la moral y honestidad pública un respeto que desconoció el escritor, y no quisieron manifestarse aprobadores de aquella apología artificiosa de la violencia y de la injusticia. Negó el Consejo de Indias su licencia para la impresión; igual repulsa halló en el de Castilla; las universidades te reprobaron y algunos sabios le combatieron160».

El triunfo de Don Fray Bartolomé no podía ser ni más completo ni más lisonjero; pero estas mismas calidades se lo hacían también sumamente peligroso por lo que le acrecían de odios y de obstáculos. Conociendo muy bien, por dónde sería más vivamente atacado, procuró reforzarse haciendo examinar de nuevo su Confesionario por algunos de los más insignes teólogos de España, entonces emporio del poder y de la ciencia. Encomendó esta delicada censura a los maestros Galindo, Miranda, Cano, Mancio, Soto Mayor y Fray Francisco de San Pablo, quienes, dice nuestro obispo en el prólogo de aquel, «lo vieron, examinaron, aprobaron y firmaron». Yo creo que en esta ocasión y con el designio insinuado fue cuando dio a su Confesionario la forma con que hoy lo conocemos, añadiéndole la parte que intituló: Adición de la primera y quinta reglas. Ésta es una defensa teológico-canónica de la doctrina contenida en ellas, como que, según se ha visto, fue la que suscitó principalmente los alborotos y quejas de los encomenderos. Más tranquilo su espíritu con esta aprobación de los maestros de la ciencia, y considerándose protegido por ella como con un escudo impenetrable, dejó seguir su curso a los sucesos, aunque sin perder de vista al Dr. Sepúlveda, ya para continuar combatiendo su doctrina en la arena privada de los círculos literarios, ya para mantener la prohibición impuesta a la impresión de su Apología.

Mientras que con tantas fatigas, pero con éxito tan glorioso, mantenía en España su bandera, los sucesos de América se complicaban, preparándole una borrasca que debía causarle mortales pesadumbres. La carta del Padre Motolinía manifiesta sobradamente cuál fuera el estado de excitación que mantenía la doctrina del Confesionario, y los esfuerzos que se harían para destruirla con su autor. Los primeros de este género partieron de donde más sensibles podían ser para el obispo, manifestándose aun en una forma ultrajante. El ayuntamiento de la capital de su diócesis tomó la iniciativa en Abril de 1547 constituyendo procuradores en México y en España: aquí, haciendo mérito de la insuficiencia de los sacerdotes que había dejado el obispo, pidieron licencia al virrey «para concertarse con clérigos que sirvieran la Iglesia, administraran los sacramentos, confesaran y absolvieran   —CI→   a los vecinos». La misión del procurador enviado a la corte era más importante y elevada, y para mejor asegurar su éxito se confió a un regidor y encomendero; autorizósele «para que pueda parecer (decía el acuerdo del ayuntamiento) ante S. M. en nombre de la ciudad e pueda suplicar e suplique a S. M. sea servido de mandar proveer que venga a esta dicha ciudad e provincia un perlado, atento que se fue desta ciudad e provincia el obispo de ella, &c161». No podía pedirse con más claridad la remoción del Sr. Casas, quien en la ocasión pudo igualmente repetir aquella última y sentida exclamación de César: ¡tu quoque, fili mi!... Sí; y con doble aplicación de sujeto, porque uno de los principales instigadores de esas quejas y turbaciones era el deán Gil Quintana, aquel eclesiástico perverso que le suscitó el tumulto de 1545 (pág. LXX), que aun puso en riesgo su vida. El buen obispo, incapaz de odio, ni menos de rencor, no solamente lo había perdonado y absuelto, sino que lo volvió a su Iglesia y al goce de su beneficio, en el cual por única recompensa se ocupaba en censurar la conducta de su prelado, en exacerbar la irritación de los ánimos mal prevenidos y en aumentarle dificultades.

Eran tantos los intereses puestos en conflicto y tan ardientes y exaltadas las pasiones que los impelían, que habría sido un verdadero prodigio librar enteramente a sus efectos. En América todo se le disponía mal a nuestro obispo, aun en lo que a primera vista parecía indiferente; tal por ejemplo, como la elección del ministro provincial de los franciscanos, que en el año siguiente de 1548 recayó en nuestro Padre Motolinía, el sexto en orden de los escogidos, según hemos visto, para formar el apostolado de los primeros misioneros, y el sexto también en orden de los ministros provinciales elegidos en esta provincia del Santo Evangelio. En España iban las cosas peor, por el empuje poderoso que recibían de aquí, eficazmente auxiliado por el influjo de tantas personas como habían tomado parte en la contienda por interés, por conciencia o por la gloria literaria. Entre éstos sobresalía el formidable Dr. Sepúlveda, más que vencido, humillado con la prohibición que le impedía la impresión de su opúsculo. Éstos son agravios que no olvida ni perdona un estudiante, y estudiantes eran casi todos los sabios de aquella época. El maltratado doctor, eco y representación de todos los intereses en conflicto, ya que más no podía, se conformó con tomar su desquite en la misma especie, y la real cédula de 28 de Noviembre de aquel año (1548) se lo dio tan completo como podía desearlo. El Emperador mandó a la audiencia de México que recogiera todas las copias que circularan del famoso Confesionario, mientras el Consejo, a cuya revisión se había sujetado, pronunciaba sobre su doctrina. Ordenose además a Don Fray Bartolomé, que dentro de un término bastante limitado diera explicaciones satisfactorias ante aquel augusto tribunal   —CII→   sobre ciertos puntos que se le notaron en su Confesionario, que parecían depresivos de la autoridad y dignidad de la corona. -Casi al mismo tiempo (7 de Diciembre) y para que ninguna amargura le faltara, el ayuntamiento de Ciudad Real de Chiapas enviaba otro nuevo procurador a la corte con el encargo especial de querellarse contra su obispo por las restricciones de su Confesionario. Ese procurador, ¡quién lo creyera! fue aquel mismo miserable deán Quintana, tan generosamente perdonado por su prelado, y que en esta vez solicitó y mendigó del ayuntamiento ese oprobioso encargo para mortificar y perseguir a su benefactor, como efectivamente lo hizo, «andando en la corte, con tanta ignominia, como insolencia, agenciando y solicitando contra su obispo, hasta que vio que renunciaba la mitra162».

Nada aventurado sería creer que nuestro Provincial Fray Toribio, con aquel su carácter no menos inflexible que impetuoso, contribuyera hasta donde alcanzara su poder, en la resolución imperial que descargó tan rudo y terrible golpe sobre su antagonista, puesto que en ello veía el triunfo de sus propios principios, no menos sanos y benévolos en su origen que los del mismo Don Fray Bartolomé; y si bien no tenemos dato alguno positivo para asegurarlo, sí lo hay patente y explícito del uso inmoderado que hizo de su victoria, excediendo, fuerza es decirlo, los límites del derecho y los de la caridad. En esta parte no hay duda alguna, porque Fray Toribio mismo lo refiere, siendo en esta vez el historiador de sus propios hechos. Él tuvo además la satisfacción de ser el escogido para ejecutar inmediatamente la cédula que mandaba recoger el Confesionario, redoblándole así a Don Fray Bartolomé la humillación que le infligía esa comisión. El Padre Motolinía es quien nos ha conservado la memoria del suceso en las siguientes palabras de su carta al Emperador: «Y... sepa V. M. que puede haber cinco o seis años que por mandado de V. M. y de vuestro Consejo de Indias, me fue mandado que recogiese ciertos Confesionarios que el de las Casas dejaba acá en está Nueva España escriptos de mano163 entre los Frailes menores, e yo busqué todos los que había entre los frailes menores y los di a Don Antonio de Mendoza, vuestro visorrey, y él los quemó porque en ellos se contenían dichos y sentencias falsas y escandalosas, &c». Habiéndose escrito esta carta, según ya hemos advertido, a fines de 1554, refiriéndose en ella su autor a una época anterior de cinco o seis años para la quema del Confesionario, y teniéndose presente que la   —CIII→   cédula que lo mandó recoger fue expedida el 28 de Noviembre de 1548, es seguro que aquella operación se practicó en principios de 1549, así como también que el Padre Motolinía no fue extraño al auto de fe ejecutado en la obra predilecta de su ilustre antagonista. -¡Cuánto no ha debido sufrir en su espíritu este anciano venerable en ese lance, por más macerado que lo supongamos en la escuela de la tribulación!... La quema de su Confesionario fue un acto impropio, abusivo y censurable, por más que se haya ejecutado en nombre de la religión; ¡triste efecto de las pasiones que traspasan sus justos límites!

Estos triunfos fugaces que los enemigos del obispo obtenían, los envalentonaban, y viéndolo ya enredado en las telarañas del Consejo, urgían y apretaban con la esperanza de ponerlo pronto y de una vez fuera de combate. El mero hecho de haber conseguido que se le exigiera una formal explicación de su doctrina, era ya un fuerte golpe dado a su respetabilidad y a su crédito, y no concediéndosele el tiempo suficiente para hacer sus defensas, había grandes probabilidades de desgraciarlo, porque el obispo, en efecto, se había ido demasiado lejos y había asentado máximas muy avanzadas para su época, que era difícil dilucidar en un sumario. Esperábase, en fin, que, cuando menos, rebajara mucho de la rigidez de sus principios, ya para salir del lance, ya por el respeto y temor reverencial que inspiraba el senado de España, vivo reflejo de su potentísimo monarca. Don Fray Bartolomé comprendía perfectamente su delicada y desventajosa posición; mas viendo que no tenía medio alguno de contrastarla, la afrontó con un valor tan imperturbable, que quizá es el momento de su vida en que aparece más grande y más sublime. -Lleno de confianza en Dios y en la justicia de su causa, ni pide tiempo para preparar su defensa, ni intenta dilucidar los fundamentos de su doctrina, sino que enunciando ligeramente el origen y los motivos y autores de la persecución que sufría164, y el apremio con que se le obligaba a repeler sus ataques165, se redujo, siguiendo el espíritu escolástico de la época, a asentar Treinta proposiciones en forma de tesis, resumiendo en ellas toda su doctrina, teológica, canónica y política, reservando sus pruebas para cuando pudiera expenderlas.

Las circunstancias que acompañaron a este escrito de Don Fray Bartolomé   —CIV→   lo colocan en la primera categoría, siendo el más seguro crisol que puede escogerse para calificar el espíritu y el valor de aquel hombre extraordinario, fenómeno de su siglo y admiración de los venideros. Temiendo quizá sucumbir en esa ruda prueba, quiso, como Suetonio dice de César, -caer en postura decente. -Allí no solamente epilogó la doctrina toda que había esparcido en sus escritos, neta, precisa, severa, sin admitir temperamento alguno, sino que lo hizo también con la vehemencia, calor, y aun diríase despecho, del que teme hablar por la última vez. No perteneciendo directamente a mi intento el asunto principal de ese escrito, me limitaré a notar, que si bien Don Fray Bartolomé reconocía explícitamente, pues que jamás lo había negado, que «a los reyes de Castilla y León... pertenecía de derecho todo el imperio alto e universal jurisdicción sobre todas las Indias». (Proposición XVII), sin embargo, a renglón seguido, y con la misma claridad y precisión establecía y defendía que «ese soberano imperio y universal principado y señorío de los reyes de Castilla en las Indias», no era incompatible, ni por consiguiente afectaba en nada al que los reyes y señores naturales dellas», tenían a la «administración, principado, jurisdicción, derechos y dominio sobre sus propios súbditos y pueblos»; pudiéndose conciliar el del uno con el de los otros, a la manera que «se compadecía (conciliaba) el señorío universal y supremo de los emperadores, que sobre los reyes antiguamente tenían». (Propos. XVIII). Aunque en las proposiciones siguientes imponía a los reyes de Castilla el deber de propagar el cristianismo, como una condición sine qua de su soberanía en América, no obstante advertía que había de ser «en la forma que el Hijo de Dios dejó en su Iglesia estatuida, y la prosiguieron sus apóstoles, pontífices, doctores, y la universal Iglesia tuvo siempre de costumbre.... conviene a saber; pacífica y amorosa y dulce y caritativa y allectivamente166: por mansedumbre y humildad y buenos ejemplos». De esta proposición (la XXII) deducía como su forzoso consectario, las siguientes, que se me permitirá copiar textualmente, porque ellas son un vivo reflejo del espíritu de su autor, y nos dan el punto de su principal desacuerdo con la política de la administración española, con los intereses y pretensiones de los conquistadores, y en fin con la doctrina del Padre Motolinía, que profesaba una opinión absolutamente contraria.

«PROPOSICIÓN XXIII. -Sojuzgallos (a los Indios) primero por guerra es forma y vía contraria de la ley y yugo suave y carga ligera y mansedumbre de Jesucristo; es la propia que llevó Mahoma y llevaron los Romanos con que inquietaron y robaron el mundo; es la que tienen hoy los Turcos y Moros y que comienza a tener el xarife: y por tanto es iniquísima,   —CV→   tiránica, infamativa del nombre melifluo de Cristo, causativa de infinitas nuevas blasfemias contra el verdadero Dios y contra la religión cristiana; como tenemos longísima experiencia que se ha hecho y hoy se hace en las Indias. Porque estiman de Dios ser el más cruel y más injusto y sin piedad que hay en los dioses; y por consiguiente es impeditiva de la conversión de cualesquiera infieles, y que ha engendrado imposibilidad de que jamás sean cristianos en aquel orbe gentes infinitas: allende de todos los irreparables y lamentables males y daños puestos en la proposición undécima, de que es esta infernal vía plenísima».

«PROPOSICIÓN XXIIII. -Quien esta vía osa persuadir, gran velamen es el suyo cerca de la ley divina; mayor es su audacia y temeridad, que podría tener167 el que desnudo en carnes se pusiese voluntariamente a luchar con cien bravos leones y fieros tigres: mal ha entendido las diferencias de los infieles que en esta materia se han de suponer para determinar contra quién se han de hacer conquistas. No lo aprendió de los preceptos de la caridad que tanto nos dejó encargada y mandada Cristo: y no se debe haber desvelado mucho en la cuenta estrecha y duro juicio que le ha de venir por los inexpiables pecados de que es causa eficacísima».

El principal capítulo que se le hacía en esta ocasión procedía de la Regla 7ª del Confesionario, donde anatematizaba la política y conducta de los Españoles en América, como «contraria a todo derecho natural y derecho de las gentes y también contra derecho divino; siendo, por tanto, todo (lo que allí habían hecho) injusto, inicuo, tiránico y digno de todo fuego infernal, y por consiguiente nulo, inválido y sin algún valor y momento de derecho. Y como fuera todo nulo e inválido de derecho, por tanto, no pudieron llevarles (a los Indios) un solo maravedí de tributos justamente, y por consiguiente eran obligados a restitución de todo ello». -Esta doctrina, que era la que más escocía, se prestaba también a la siniestra interpretación que se le dio para perder a su autor, atribuyéndole que negaba la legitimidad de los derechos del soberano y particularmente la justicia y regularidad de sus actos. El obispo, lejos de retroceder una sola línea, mantuvo el campo, repitiendo casi textualmente su doctrina en la Proposición XXV, a la cual, así como a las siguientes, dio aun más acerbas amplificaciones. En la XXVIII se lanza terrible contra los repartimientos y encomiendas, que eran el vellocino de esas contiendas, llamándolos «pestilencia inventada por el diablo para destruir todo aquel Orbe (la América), consumir y matar aquellas gentes de él». Pocas líneas después calificalos de «la más cruel especie de tiranía y más digna de fuego infernal que pudo ser imaginada»: acusa a los encomenderos españoles y a los otros especuladores con el trabajo de los Indios, de que   —CVI→   perseguían y echaban de los pueblos a los religiosos predicadores de la fe... por no tener testigos de sus violencias, crueldades, latrocinios continuos y homicidios»; tales, añade, que por su causa «habían perecido en obra de cuarenta y seis años sobre quince cuentos (millones) de ánimas... y despoblado tres mil leguas de tierra... y por esta vía acabarían mil mundos sin tener remedio. Últimamente, pasando de la historia de los abusos cometidos a la sombra de las encomiendas, a la de su origen e introducción en América, traza en la Proposición XXIX su breve pero vivo y enérgico sumario, tomando con grande tino por base y fundamento de todos sus raciocinios el hecho de que los reyes de Castilla, desde la grande Isabel, jamás autorizaron aquella institución, «ni tal pensamiento tuvieron», antes bien habían hecho cuanto estaba en su poder para destruirla; porque, añadía con igual oportunidad y talento, no se compadece tal gobernación inicua, tiránica, vastativa y despoblativa de tan grandes reinos, poniendo a todo un mundo en aspérrima y continua, horrible y mortífera servidumbre; con la rectitud y justicia de ningunos que sean católicos cristianos, ni aunque fuesen gentiles infieles, con que tuviesen alguna razón de reyes». -De estas premisas concluía nuestro obispo, «en fuerza de consecuencia necesaria», con su proposición fundamental, materia de la denuncia y de la calificación del Consejo; conviene a saber «que sin perjuicio del título y señorío soberano y real que a los reyes de Castilla pertenecía sobre el Orbe de las Indias, todo lo que en ellas se había hecho, ansí en lo de las injustas y tiránicas conquistas, como en lo de los repartimientos y encomiendas, había sido nulo, ninguno y de ningún valor ni fuerza de derecho, por haberlo hecho todo tiranos puros, sin causa justa, ni razón, ni autoridad de su príncipe y rey natural; antes contra expresos mandamientos suyos... y así entiendo, concluía, la séptima regla de mi Confesionario, que han calumniado los que parte o arte tienen o esperan de los robos y tiranías y destrucciones y perdimientos de ánimas de los Indios cualesquiera que en estos reinos sean».

Si en nuestra época llamada de libertad y de igualdad, con las decepciones fantasmagóricas de la soberanía popular, y aun hablándose a alguno de nuestros soberanos pro tempore, tal lenguaje parecería impropio, y sus argumentos puros sofismas, por los muchos intereses poderosos que atacaban; ya se comprenderá cuál fuera el juicio que de ellos se formara en un siglo cuyo carácter y costumbres aun se resentían de la áspera rudeza de los siglos feudales; en que era incontable el número de los interesados en los abusos; en que éstos no se mostraban bastantemente perceptibles a las ideas de entonces; en que se trataba de pueblos lejanos, nuevos y de disputada racionalidad; en que los sabios mismos estaban divididos sobre la legítima apreciación de sus quejas y de los principios que se invocaban para defenderlos; en fin, cuado aquellas y éstos debían exponerse al pie   —CVII→   del primer trono del mundo, y ante un monarca tan potente y absoluto como CARLOS V. -Y si el juicio de nuestro ilustre Quintana, que calificaba de efugios y de sofismas las explicaciones de Don Fray Bartolomé, fuera exacto, entonces mucho menos podría comprenderse que aquella corte, en que el predominio de los letrados era tan grande, hubiera perdonado al temerario argumentador. Sin embargo, no lo condenó. La filosofía de aquel siglo, llamado de tinieblas, verdaderamente púdica y filantrópica, obligaba a los más altos monarcas de la tierra, a abajar la cabeza ante sus principios morales, cualesquiera que fuesen los intereses políticos en conflicto; así, el desvalido defensor de los aún más desvalidos y míseros Indios, salió ileso de esa terrible lucha en que bregaba cuerpo a cuerpo contra todas las sumidades; las del poder, las de la riqueza y las de la ciencia. ¡Loor eterno a los hombres rectos que no sacrifican a los fugaces intereses de la conveniencia, los sacrosantos, y por lo mismo inalienables de la moral!

El doctor Sepúlveda, alentado con el rudo golpe que había dado al crédito y respetabilidad del Sr. Casas la cédula que mandó recoger el Confesionario, redobló sus esfuerzos para obtener el permiso, que se le había negado, de imprimir su Apología, juzgando, probablemente, que lo uno debía ser consecuencia de lo otro. El Consejo puso el sello a su justificada y prudente conducta, rehusando el permiso. El doctor, vivamente lastimado en su honra literaria, quiso vengarla; mas como en el pecado podía llevar la penitencia, concitándose el desagrado del Emperador y del Consejo, excogitó el medio de escapar a sus resultas, y al efecto, dice nuestro Casas en otro opúsculo de que vamos a dar razón168, -«acordó (el doctor) no obstante las muchas repulsas que ambos Consejos reales le habían dado, enviar su Tratado a Roma a sus amigos, para que lo hiciesen imprimir, aunque debajo de forma de cierta Apología que había escripto tal obispo de Segovia; porque el dicho obispo de Segovia viendo el dicho su libro, le había, como entre amigos y prójimos, por cierta carta suya «fraternalmente corregido».

La impresión de esta apología se hizo el año de 1550, según parece, con el título: Apologia pro libro de justis belli causis contra Indos suscepti, Romae, 1550, in-8º169, mas como nuestro obispo no perdía de vista a su adversario, estuvo pronto para atacarle, caminando con tal ventura, mediante la admirable y nunca bien ponderada justificación del Consejo de Castilla, que, dice el mismo obispo, tan luego como fue «informado el Emperador de la impresión del dicho libro y apología, mandó despachar   —CVIII→   luego su real cédula para que se recogiesen y no pareciesen todos los libros o traslados della. Y así se mandaron recoger por toda Castilla». El doctor paró en parte el golpe y continuó más eficazmente la ofensiva, con el compendio en castellano que hizo de su opúsculo, y que hacía circular rápidamente por todas las tertulias literarias. El obispo le seguía los pasos con sus impugnaciones; pero como no podía competir ventajosamente con su adversario, ni en relaciones, ni en influjo, ni en la elegancia y gracias del estilo, apeló a otro medio, muy conforme con las costumbres de la época, y que causó un asombro universal, porque nadie dudaba que Don Fray Bartolomé sucumbiría en su tremenda prueba, y que sucumbiría de una manera afrentosa. Arrojó el guante denodadamente al orgulloso doctor, desafiándolo, en la forma acostumbrada, a un combate literario, cuerpo a cuerpo, y ante una «congregación de letrados teólogos y juristas», presidida por el Consejo Real de las Indias, donde se disputaría «si contra la gente de aquellos reinos (la América) se podía lícitamente y salva justicia, sin haber cometido nuevas culpas, más de las en su infidelidad cometidas, mover guerras que llaman conquistas». -El punto de la cuestión no podía ser más delicado, grave ni importante; y cuando se consideraba que iba a debatirse con el más formidable campeón de la monarquía, y ante el trono de un monarca guerrero y de una corte que, precisamente, por las conquistas se había elevado y mantenía en el primer rango, nadie dudaba que la derrota del fraile desvalido y antipopular, que así osaba provocarlo, sería tan completa como vergonzosa. Gozábanse ya en su victoria todos los que, según su acerba expresión, «deseaban y procuraban ser ricos y subir a estados que nunca tuvieron ellos ni sus pasados, sin costa suya, sino con sudores y angustias y aun muertes ajenas». -¡Estirpe numerosa y semilla fecunda, cuyas hondas raíces, como las de la mala yerba, renacen en todos los tiempos, en todos los terrenos y bajo todas las formas, sin que baste poder humano para extirparla!

El reto fue aceptado con delicia, y el Emperador mandó formar la junta de sabios y de magnates que debían hacer de jueces en aquel torneo literario. El doctor Sepúlveda se presentó el primero; y confiado en su ciencia y en su justa celebridad, improvisó un elocuente discurso que ocupó toda la sesión. Don Fray Bartolomé, al contrario, desconfiando de sus propias fuerzas, y aspirando a asegurar su intento, llevó escrito su defensorio, cuya lectura ocupó cinco sesiones continuas. -«Y porque era muy largo, nos dice él mismo, rogaron todos los señores teólogos y juristas de la Congregación al egregio Maestro y Padre Fray Domingo de Soto170, confesor de S. M., de la orden de Santo Domingo, y que era uno dellos, que la sumase, y del sumario se hiciesen tantos traslados, cuantos eran   —CIX→   los señores que en ella había, los cuales eran catorce; porque estudiando sobre el caso, votasen después lo que según Dios les paresciese».

El Maestro Soto desempeñó su comisión con una escrupulosidad suma, pues tenía encargo de no dejar traslucir su parecer; y como los informes al Consejo se habían hecho privadamente, esto es, sin que el uno de los contrincantes oyera al otro, se determinó oírlos nuevamente por escrito, dando a ambos conocimiento del extracto del Maestro Soto. El doctor Sepúlveda lo hizo según las prácticas de la época, es decir, en forma escolástica y en estilo áspero, sembrado de alusiones y observaciones picantes. Diestro y ejercitado disputador, según lo llama Quintana, comenzó por captarse la benevolencia y favor de la corte, presentándose como el campeón del Pontificado y del Imperio, pidiendo «se le oyera un rato con atentos ánimos, mientras respondía breve y llanamente a las objeciones y argucias (del obispo)... a mí, decía, que defiendo el indulto y autoridad de la Sede apostólica y la justicia y honra de nuestros reyes y nación». A este prefacio seguía una hábil y razonada impugnación distribuida en doce capítulos, número igual al de las Reglas que formaban el famoso Confesionario, -«que más verdaderamente (advertía como de paso) se podía llamar libelo infamatorio de nuestros reyes y nación». -La conclusión, perfectamente congruente con su exordio, se resumía en las siguientes palabras, igualmente calculadas para captarse la benevolencia del soberano y del altivo pueblo español. -«Y en verdad que el Sr. obispo ha puesto tanta diligencia y trabajo en cerrar todas las puertas de la justificación, y deshacer todos los títulos en que se funda la justicia del Emperador, que ha dado no pequeña ocasión a los hombres libres, mayormente a los que hubieren leído su Confesionario, que piensen y digan que toda su intención ha sido dar a entender a todo el mundo que los reyes de Castilla contra toda justicia y tiránicamente tienen el imperio de las Indias... Pues concluyendo digo: que es lícito subjetar estos bárbaros desde el principio para quitarles la idolatría y los malos ritos, y porque no puedan impedir la predicación, y más fácil y más libremente se puedan convertir».

La réplica del obispo, muy fundada en ambos derechos y en doctrina teológica, era vehemente y acerba, más quizá que el ataque; bien que tal era la práctica de aquellos torneos, en que las palabras duras y ofensivas reemplazaban los tajos y botes de lanza. Al tema lisonjero y belicoso con que el doctor preludiaba su discurso, opuso el obispo el suyo pacífico que proscribía la guerra y fundado enteramente en la suave predicación del Evangelio; porque, decía, «quien otro título a los reyes nuestros señores dar quiere para conseguir el principado supremo de aquellas Indias, gran ceguedad es la suya: ofensor es de Dios; infiel a su rey; enemigo es de la nación española, porque perniciosamente la engaña; hinchir quiere los infiernos de ánimas &c». El obispo se defendió con la misma energía   —CX→   en todos los puntos de ataque, siguiendo al doctor en sus doce divisiones, a que dio otras tantas respuestas. Ellas muestran claramente que su autor no había oído solamente unos poquillos cánones, como decía el resentido Padre Motolinía, sino que era un profesor muy aventajado de la ciencia, no careciendo tampoco de aquel ingenio y talento tan necesario en la polémica para captarse los afectos, conmoviéndolos y aun excitándolos según las conveniencias, para llegar al fin propuesto. Así, tan presto fulminaba con la indignación y severidad del Profeta que amenaza en nombre de Dios a un pueblo corrompido, como rogaba y persuadía con la unción y suavidad del pacífico propagador del cristianismo: si en una parte hablaba en nombre del patriotismo y del honor, para elevar el alma de sus compatriotas e inspirarles grandes y heroicos sentimientos, en otra les procuraba arrancar de su sendero de sangre y desolación estrujándoles el amor propio y el pundonor; y el amor propio y pundonor del Español del siglo XVI171. En fin, al sofisma de ese propio carácter con que se procuraba captar el ánimo del Emperador y de su Consejo, dio una réplica dura y vehemente, que sin embargo envolvía una saludable lección, no sólo para los reyes, sino también para las repúblicas: «esto, decía, es deservir y ofender a los reyes, muy peligrosamente lisonjeallos, engañallos y echallos a perder». -Y cayendo luego de golpe sobre el doctor y sus doctrinas, escribía: «son tan enormes los errores y proposiciones escandalosas contra toda verdad evangélica y contra toda cristiandad, envueltas y pintadas con falso celo del servicio real, dignísimas de señalado testigo y durísima reprensión, las que acumula el doctor Sepúlveda, que nadie que fuese prudente cristiano se debería maravillar, si contra él no sólo con larga escritura, pero como a capital enemigo de la cristiana república, fautor de crueles tiranos, extirpador del linaje humano, sembrador de ceguedad mortalísima en estos reinos de España, lo quisiéramos impugnar». Arrebatado de su ardor, y después de otras explanaciones de su doctrina, exclamaba en la última foja de su Memoria: -«quien esto ignora, muy poquito es su saber; y quien lo negare, no es más cristiano que Mahoma, sino sólo de nombre172».

Aunque los pasajes copiados no parezcan tener relación ostensiblemente   —CXI→   más que con el doctor Sepúlveda, ellos sin embargo afectaban muy directamente, aunque de rechazo, al Padre Motolinía, que defendía la misma doctrina, y que por su profesión y ministerio debía sentir más vivamente las invectivas lanzadas contra su escuela. He aquí el motivo de mencionarlos, pues que la mala impresión que dejaron en el ánimo de los ofendidos, es un criterio absolutamente necesario para juzgar de la imparcialidad y justificación de las calificaciones desventajosas con que se vengaban de su ofensor, resumidas sustancialmente en la virulenta Carta que aquel misionero escribió al Emperador. -Ya dije que uno de los motivos que muy particularmente me determinaron a tomar la pluma, fue vindicar la siempre perseguida memoria del obispo de Chiapa; deber de gratitud en un hijo de América, y de conciencia en todo el que encuentra injustamente ultrajada la honra del que no puede defenderse.

Si el Consejo no quedó satisfecho con las explicaciones de la doctrina del Confesionario, tampoco las reprobó, y más adelante puede decirse que les prestó una perfecta aquiescencia. Nuestro obispo, juzgando que había hecho ya cuanto era de su obligación y podía hacer en desempeño de su caritativa y dificilísima misión, renunció la mitra y se retiró al monasterio de San Gregorio de Valladolid, llevando consigo a su fiel amigo y compañero, Fray Rodrigo de Ladrada, resuelto a consagrarse enteramente a ejercicios de devoción y piedad. Así manifestaba que ni tenía un interés impropio en las cuestiones que debatía, ni un tenaz empeño en conducirlas a un término preciso, ni en fin la obstinación y terquedad que se le imputaban. Casi dos años habían trascurrido desde su famosa disputa con el doctor Sepúlveda, sin que el Consejo hubiera pronunciado su fallo, ni manifestara siquiera la intención de hacerlo. En el entretanto el fuego de la controversia y las pasiones irritadas por el conflicto suscitado entre el interés y la conciencia, ardían inextinguibles en América. El clero de Chiapa, firme en la doctrina de su Pastor, no absolvía, nos dice el mismo Padre Motolinía173, a los Españoles impenitentes. En otras partes se hacía absolutamente lo contrario, creándose así la llaga más pestilencial y cancerosa a la religión y a la moral: el cisma.

La renuncia de la mitra habría debido dejar enteramente libre al obispo de sus antiguos cuidados y del encono de sus infinitos enemigos; pero no fue así, ya porque el gobierno le consultaba frecuentemente en los negocios de América que presentaban alguna gravedad, ya porque, dice Remesal174,   —CXII→   «su ocupación después que dejó el obispado, fue ser protector y defensor de los Indios». «Si éste era un encargo oficial o un servicio oficioso, no se discierne bien de las palabras del cronista; más dicen lo bastante para comprender algunos sucesos posteriores de su vida. El conocimiento de uno de ellos, que el lector atento estimará en todo su valor, lo debemos a la curiosidad de los estudiantes de San Gregorio, y a la sordera de Fray Rodrigo, confesor del obispo. Cuéntase que algunas veces oían aquellos las amonestaciones que con voz bastante alta hacía a su ilustre penitente, a quien solía decir: «Obispo, mirad que os vais al infierno: que no volvéis175 por estos pobres Indios como estáis obligado176». ¡Qué debemos juzgar del buen Fray Rodrigo de Ladrada!!!

No podemos dudar que esas agrias correcciones hicieran una honda impresión en el espíritu del obispo, tan profundamente religioso, como delicadamente susceptible, y que lo dispusieran a todo lo que se le presentara como el estricto cumplimiento de su deber. Así, podemos considerar como inspiración suya la idea que le vino de imprimir sus opúsculos; empresa arriesgada bajo todos aspectos, y que necesariamente debía propagar y remachar el odio rabioso con que por todas partes era maldecido su nombre. Remesal cita una cédula de Felipe II, despachada en Valladolid a 3 de Noviembre de 1550, por la cual, según parece, se ratificaba la prohibición impuesta a la circulación de la Apología que el doctor Sepúlveda había hecho imprimir en Roma, según dijimos antes, ordenándose además al gobernador de Tierra Firme que recogiese los ejemplares que hubieran pasado a América, y los volviera a España. -«Y lo mismo, añade el cronista, escribió Su Alteza al virrey de México, firmando la carta en San Martín, a los 19 de Octubre del mismo año de 1550». -Esta prohibición era una consecuencia necesaria del estado que guardaba la polémica entre el obispo y el doctor, no pareciendo conveniente ni arreglado, según las prácticas de entonces, que el público preocupara una cuestión de tal gravedad e importancia, que sólo podía determinarse legítimamente por la autoridad del Consejo.

El año de 1552 había entrado, y nada indicaba que aquella augusta corporación se dispusiera a pronunciar su fallo, a la vez que, según se ha dicho, la controversia se proseguía con el mismo ardor y con sus mismas fatales trascendencias. El obispo se decidió entonces a imprimir sus opúsculos, ya para provocar con ellos la resolución definitiva del Consejo, ya, si no la daba, para autorizar con su silencio la doctrina establecida en aquellos. Firme, como en todas sus resoluciones, y sin desalentarse por la mala suerte con que había caminado el doctor Sepúlveda, imprimió y circuló los tratados que hoy corren en un volumen, tan estimado como   —CXIII→   escaso, aunque sin formar cuerpo o colección. Como en cuatro de ellos falta la indicación del mes y día de la impresión, es difícil saber cuál fue el primero que salió a luz; mas por los otros cuatro que se encuentran en el ejemplar que yo poseo, se puede reconocer que el obispo quiso publicarlos simultáneamente, pues las fechas de su impresión son 17 de Agosto, 10, 12 y 20 de Setiembre de 1552, con la circunstancia de haberse encargado la del penúltimo a otro impresor, probablemente para abreviar y para facilitar la circulación simultánea, por la suma lentitud con que entonces se ejecutaban las operaciones tipográficas. En esa colección figuraba la famosa Brevísima relación de la destrucción de las Indias, que desde entonces se tradujo en las lenguas principales de Europa; la Disputa o Controversia con el doctor Sepúlveda, de que se ha dado ya razón; una Memoria que presentó al Consejo, por su orden, sobre la esclavitud de los Indios, papel más espantable por sus horribles revelaciones, que la misma Brevísima relación177; y en fin, el execrado Confesionario, materia de tanta turbación y escándalo, con las Adiciones y las Treinta proposiciones, que le servían de comentario y defensorio.

Ninguna pluma alcanzaría a describir, ni todos podrán comprender la irritación y terrible sacudimiento que debió producir en esa época la lectura de estas piezas, que se anunciaban como el grito de la victoria obtenida por un fraile anciano, desde el fondo de su claustro, sobre los inmensos y poderosos intereses de los potentados de dos mundos, y después de una lucha largamente sostenida y empapada en sangre y lágrimas. Podemos juzgar de esa impresión por la que hizo en el espíritu del Padre Motolinía, pues que esos opúsculos, y muy particularmente el Confesionario, fueron los que dieron ocasión y materia a la filípica tantas veces citada, y que en forma de Carta dirigió a Carlos V el 2 de Enero de 1555. Si quisiéramos reconocer la medida de su irritación, la tendríamos en el arrojo con que se desliza hasta darse por ofendido del Consejo178, y lo que es más, hasta manifestar su enojo al Emperador mismo.

De las palabras con que Fray Toribio formulaba su queja, combinadas con otro pasaje que se encuentra en la pág. 256, surgen dos dudas que no será inútil esclarecer, por su congruencia con nuestro asunto. -1ª ¿Don Fray Bartolomé imprimió sus opúsculos a la manera del doctor Sepúlveda, esto es, a excusas del Consejo y atropellando sus prohibiciones? 2ª ¿En qué fecha llegaron a México los primeros ejemplares? -Si diéramos asenso   —CXIV→   a Fray Toribio, la respuesta a la cuestión sería afirmativa, pues consolándose a sí propio y dándote satisfacción de su queja contra el Consejo que había tolerado la impresión, dice en seguida: «mas después bien mirado, vi que la impresión era hecha en Sevilla al tiempo que los navíos se querían partir, como cosa de hurto y mal hecho». «Contra esta aserción obran varias consideraciones, y la autoridad del propio Padre Motolinía, que resuelve nuestra duda 2ª en aquellas palabras de la pág. 256: «agora en los postreros navíos que aportaron a esta Nueva España han venido los ya dichos confisionarios IMPRESOS, que no pequeño alboroto y escándalo han puesto &c». -Analicemos las especies, harto contradictorias, contenidas en estos pasajes.

La comunicación entre la América y la España no se hizo durante el siglo XVI, y aun mucho tiempo después, sino por medio de las Flotas que venían y retornaban en épocas fijas. Una cédula expedida en 1564179 regularizó este tráfico, ordenando que las destinadas a la Nueva España (México) se hicieran precisamente a la vela el 1º de Abril, «aun cuando estuvieran a media carga». Disposiciones posteriores180 hicieron una pequeña alteración, designando el mes de Mayo para las de México, y el de Agosto para las de Tierra-Firme. -El retorno estaba igualmente regulado por la mencionada cédula181, señalándose para las que partían de Tierra-Firme el lº de Febrero, y para las de Veracruz el 15, de manera que ambas se juntaran en la Habana el 1º de Marzo, para continuar unidas. No tenemos, o yo no conozco, ninguna noticia de las fechas en que vinieran las Flotas de España, desde el descubrimiento de México hasta fines del siglo XVI; pero sí la hay de los envíos de caudales que los gobernadores y virreyes de México hicieron desde el año de 1522 al de 1587182; y como éstos han debido hacerse, necesariamente, por las Flotas y en las épocas prescritas por la ley, podemos también fijar con bastante certidumbre las de su partida de los puertos de España. Ahora bien; en la mencionada noticia del envío de caudales, encontramos que no lo hubo en el año de 1552183; pero sí en los de 1533, 1554 y 1555; por consiguiente las Flotas respectivas que los condujeron, salieron de España en Abril o Mayo de 1552, 1553 y 1554, arribando a México, probablemente, hacia   —CXV→   Octubre184 de su año respectivo. De estos precedentes y de la aserción del mismo Padre Motolinía, que decía el 2 de Enero de 1555, que los opúsculos IMPRESOS del V. Casas habían llegado a México por la última Flota185, se deduce necesariamente, que la que trajo aquellos fue la que salió de los puertos de España en Abril o Mayo, y arribó a Veracruz hacia el mes de Octubre del año anterior de 1554. De esta deducción son también forzosos consectarios, que el V. Casas ni imprimió furtivamente sus mencionados opúsculos, ni menos aguardó la ocasión de la salida de la Flota para imprimirlos y despacharlos a América, según insinúa y pretende persuadir el Padre Motolinía. La prueba y fundamento de esta aserción nos la da incontrastable un simple cotejo de las fechas. La impresión del famoso Confesionario, el último de los publicados, se acabó el 20 de Setiembre de 1552, y de esta fecha a la de la salida de la Flota que los trajo, mediaron diez y nueve meses, cuando menos; tiempo muy sobrado para destruir la sospecha de clandestinidad, y para que el gobierno hubiera recogido la edición e impedido su circulación en América, como lo hizo con la Apología del doctor Sepúlveda. -Obra todavía una última consideración que parece decisiva, y es que la Brevísima relación, esa tremenda invectiva contra los conquistadores y encomenderos, que causó el mayor escándalo, la DEDICÓ su autor a Felipe II, -«y la puse en molde (dice en el prólogo) porque su alteza la leyese con más facilidad». -Dedicatorias de obras de tal carácter, y a tan altos personajes, no se hacían antes, ni aun hoy, sin captar previamente su consentimiento.

La Carta del Padre Motolinía al Emperador, que tanto nos ha dado en que entender, es el último documento que conozcamos de este misionero, y también el último suceso de fecha cierta: los otros constan únicamente de las narraciones generales y vagas, características de las antiguas crónicas y biografías; bien que tampoco nos hayan conservado sucesos de grande interés. Los más notables son la singular distinción con que lo honró la Silla Apostólica, concediéndole la facultad de administrar el sacramento de la confirmación186; su ministerio de guardián de Tezcoco y la fundación de Atlixco, cuya primera iglesia construyó. El MS. en lengua mexicana, de que se habló en otra parte, insinúa que fue guardián de Tecamachalco durante año y medio.

Los monumentos históricos y la tradición son uniformes en encomiar las   —CXVI→   grandes virtudes, trabajos e infatigable diligencia y perseverancia de nuestro misionero, diciéndose de él que fue el que anduvo más tierra». -Pruébanlo en efecto sus dilatadas y repetidas expediciones. Ellas igualmente dan testimonio de su genio observador, en las variadas noticias que nos ha conservado de las curiosidades de la naturaleza en todos sus ramos, lo mismo que de los usos y costumbres de los indígenas.

De su ardiente caridad y amor a los Indios, de quienes fue un protector celosísimo y un verdadero padre, afrontando con todo género de contradicciones, tenemos igualmente pruebas inequívocas en este resumen biográfico, y se encuentran a cada paso en los destrozados fragmentos que nos restan de las Memorias contemporáneas. Una de las más estimables tradiciones, conservada por uno de los escritores también más estimables187, nos lo retrata al vivo en las siguientes palabras: «y pusiéronle (a Fray Toribio) el nombre de Motolinea porque cuanto le daban por Dios lo daba a los Indios y se quedaba algunas veces sin comer, y traía unos hábitos muy rotos y andaba descalzo y siempre les predicaba, y los Indios lo querían mucho, porque era una santa persona». Y justo era que lo quisieran, pues aun en las ocasiones en que los Españoles podían resultar directamente comprometidos por sus excesos contra los Indios, Fray Toribio perseguía inflexible a los culpados, hasta obtener se hicieran en ellos castigos saludables. Así sucedió en el ruidoso caso de la muerte de los niños denominados los Mártires de Tlascala, en el cual, apareciendo cómplices dos Españoles de haber intentado impedir la ejecución de la justicia, fueron rudamente azotados188.

Estos actos de caridad y de justicia, y todas las otras virtudes evangélicas que en tan alto grado poseía el Padre Motolinía, le habían granjeado el afecto y veneración pública, al punto de elevarlo sobre el nivel común de la naturaleza humana. Así, a la eficacia de su oración y merecimientos, atribuía el pueblo el beneficio de las lluvias, en un año que las cosechas se perdían por su falta; de la misma manera que otra vez, en que la abundancia de aguas las destruía, obtuvo la seca189.

La importancia de las funciones que en el siglo XVI ejercían los misioneros destinados a la América, sus incesantes contradicciones con los conquistadores y la infiltración del elemento teocrático en la administración general de la monarquía española, más abundante y vigoroso en la particular de los países recientemente conquistados, no solamente daba sino que obligaba a los misioneros a tomar una parte directa y activa en la dirección de los negocios públicos, autorizándolos para meditar y proponer   —CXVII→   los remedios y mejoras convenientes. Si el Padre Motolinía no puede aspirar a la corona literaria, sí tiene justos títulos para reclamar la que se debe al genio investigador y observador, que en la práctica vale más que el ingenio y la erudición. Fruto de aquellas dotes es el pensamiento profundamente político con que, sin pretensiones ni estudio, concluía uno de los capítulos de su Historia190 y que en el último siglo dio tanta nombradía a uno de los más famosos ministros de Carlos III de España, estimándose como una profecía política, que podría decirse cumplida con los sucesos de nuestro país y de nuestro tiempo. He aquí sus palabras, escritas probablemente hacia el año de 1540. -«Lo que esta tierra ruega a Dios es, que dé mucha vida a su rey y muchos hijos para que le dé un infante que la señoree y ennoblezca y prospere, así en lo espiritual como en lo temporal, porque en esto le va la vida; porque una tierra tan grande y tan remota y apartada no se puede desde tan lejos bien gobernar, ni una cosa tan divisa de Castilla y tan apartada, no puede perseverar sin padecer grande desolación y muchos trabajos, e ir cada día de caída, por no tener consigo a su principal cabeza y rey que la gobierne y mantenga en justicia y perpetua paz, y haga merced a los buenos y leales vasallos, castigando a los rebeldes y tiranos que quieren usurpar los bienes del patrimonio real». -Éste, como se ve, era el mismo pensamiento que se atribuye al conde de Aranda, y que enunciaba casi con las propias palabras cuando más de dos siglos después (1783) decía a su soberano: -«No me detendré ahora en examinar la opinión de algunos hombres de estado, así nacionales como extranjeros, con cuyas ideas me hallo conforme sobre la dificultad de conservar nuestra dominación en América. Jamás posesiones tan extensas y colocadas a tan grandes distancias de la metrópoli se han podido conservar por mucho tiempo. A esta dificultad que comprende a todas las colonias, debemos añadir otras especiales, que militan contra las posesiones españolas de ultramar, a saber: la dificultad de socorrerlas cuando puedan tener necesidad, las vejaciones de algunos de los gobernadores contra los desgraciados habitantes, la distancia de la autoridad suprema, a la que tienen necesidad de ocurrir para que se atiendan sus quejas, lo que hace que se pasen años enteros antes que se haga justicia a sus reclamaciones, las vejaciones a que quedan expuestos de parte de las autoridades locales en este intermedio, la dificultad de conocer bien la verdad a tanta distancia, por último, los medios que a los virreyes y capitanes generales, en su calidad de Españoles, no pueden faltar para obtener declaraciones favorables en España. Todas estas circunstancias no pueden dejar de hacer descontentos entre los habitantes de la América, y obligarlos a esforzarse para obtener la independencia, tan luego como se les presente la ocasión». De aquí deducía la necesidad y conveniencia   —CXVIII→   para la España -«de colocar a sus infantes en América; el uno rey de México, otro rey del Perú y el tercero de la Costa Firme, tomando el monarca español el título de emperador». -¡Proyecto eminentemente político y grandioso que habría cambiado totalmente la faz del continente americano y retardado por siglos la decadencia de la metrópoli!

Las crónicas franciscanas, lo mismo que otros muchos monumentos inéditos que he consultado, dejan una laguna de catorce años en el último período de la vida del Padre Motolinía, saltando del 1555, última fecha bien conocida, hasta el 9 de Agosto de 1569 en que el Martirologio y el Menologio franciscano de Vetancurt ponen su muerte. Presintiéndola quiso celebrar por la última vez, a cuyo efecto hizo disponer un altar en el claustro antiguo del convento grande de esta ciudad. Trémulo, casi arrastrándose, rehusando todo ajeno apoyo y mostrando en el ánimo aquel esfuerzo que le negaba la naturaleza y que le caracterizó en su larga y trabajada carrera, se dirigió a la ara santa para consumar el augusto sacrificio. Poco antes de completas (seis de la tarde) se mandó administrar la extremaunción, y como a esta fúnebre ceremonia se encontraran presentes varios religiosos, los invitó a retirarse para que rezaran aquella hora canónica, advirtiéndoles «que a su tiempo los llamaría». Hízolo así cuando hubieron concluido, y estando todos juntos en su presencia y habiéndoles dado su bendición con muy entero juicio, dio el alma a su Criador191». Apenas hubo exhalado el último suspiro, cuando los circunstantes se precipitaron sobre su cadáver, disputándose los girones de la pobrísima mortaja que lo cubría. Don Fray Pedro de Ayala, obispo de Jalisco, fue el primero «que le cortó un pedazo de la capilla del hábito, porque le tenía mucha devoción y en reputación de santo, como en verdad lo era», añade su biógrafo192. El Padre Motolinía fue el último de los doce misioneros que pagó su tributo a la tierra que había fecundado con su doctrina, edificado con su virtud, e ilustrado con sus apostólicos afanes, tan dilatados como útiles y meritorios.

La fecha de su muerte puede fijarse con bastante precisión, no obstante la discordancia de sus dos principales biógrafos. Torquemada dice que murió «el día del glorioso mártir español San Lorenzo, cuyo muy particular devoto era; y que fue sepultado «el mismo día con la misa del Santo, en lugar de la de difuntos»; notando de paso que en su introito se encuentran aquellas palabras -confessio et pulchritudo in conspectu ejus &c, -que con harta congruidad se podían aplicar al apostólico varón». -Vetancurt, citando a Gonzaga y al Martirologio, dice que murió el 9 y que le enterraron el día de San Lorenzo»; repitiendo las otras circunstancias que Torquemada. Ellas, en buena crítica, autorizan la data de Vetancurt,   —CXIX→   porque supuesto que el Padre Motolinía haya muerto después de completas, o lo que es igual, después de las seis de la tarde, es improbable sepultaran su cadáver en esa noche, e imposible que esto se hiciera con la misa de San Lorenzo, cuya festividad se celebraba al día siguiente.

Un descuido, probablemente de pluma o de imprenta, en la Biblioteca Hispano-Americana del Dr. Beristain, produce otra variante mucho más grave, pues hace retroceder el suceso un año entero. No hay dato alguno para ponerlo, como allí se pone193, en el año de 1568.

Hasta aquí solamente hemos visto en Fray Toribio de Benavente al misionero infatigable, al caritativo y animoso defensor de las razas conquistadas, y al ardiente propagador de la civilización cristiana; vamos ahora a considerarlo en otro teatro no menos interesante para la civilización que para su propia gloria; en el de las letras, donde ocupa y ocupará siempre un lugar distinguido, como fuente abundante y pura de las tradiciones primitivas de la civilización cristiana, y de otras muchas preciosas de la historia antigua del país. En esta investigación quedará también vindicado su buen nombre de los lunares que una crítica severa e imparcial encuentra en su ardiente polémica con el V. Casas, y que han dado motivo a uno de sus más esclarecidos compatriotas y distinguido escritor de nuestro siglo, para hacerle reproches excesivamente acres y duros. Así como Quintana, memorando los furores de la conquista, decía de ellos para vindicar a su patria

«Crimen fueron del tiempo, y no de España»,

así también podría decirse de los deslices del Padre Motolinía, que lo fueron de la turbulenta situación en que se encontraba metido y de la oposición de principios en materia tan difícil y controvertible. Si todavía hoy la pusiéramos a discusión, produciría entre nosotros las mismas discordias con sus acompañantes inseparables de imputaciones ofensivas, recriminaciones y odios, pues que aún ardemos en ellos por motivos menos justificables, y hasta por cuestiones destituidas de sentido común.

A pesar de todo, la historia trasmitirá el nombre de Fray Toribio Motolinía hasta las más remotas generaciones, con la aureola debida a los grandes benefactores de la religión, de la humanidad y de la civilización.

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