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74.- Arcadio. Aecio. Atila

       No iban mejor las cosas en Oriente. El despotismo era allí más terrible, no hallando freno en las tradiciones; pero el débil Arcadio se dejaba dominar por favoritos, principalmente por el eunuco Eutropio, que aniquilaba con leyes y procesos a todo el que le hacía estorbo. El godo Gaina, llamado a defender el imperio, pidió por condición la cabeza de Eutropio, quien habiéndose refugiado en el templo, fue salvado por Juan Crisóstomo, a quien él siempre había molestado. Gaina, sin embargo, siguió con sus Godos hasta el Helesponto y el Bósforo, y doquiera llevó la desolación y el espanto, hasta que murió a manos de Uldino, rey de los Hunos.
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     La Corte andaba en intrigas, de las cuales fue víctima y narrador Juan Crisóstomo. Arcadio murió después de un débil reinado de 13 años, dejando a un hijo de ocho años, Teodosio, de cuya tutela se encargó Antemio, quien la cedió después a Pulqueria, hermana mayor del niño Teodosio, la cual administró el imperio por espacio de cuarenta años, dedicada al ayuno y a las devociones, sin dejar, por eso, de ser activa y vigorosa, mientras hacía educar a su hermano por hábiles maestros, inculcándole ella misma ideas de virtud, de gobierno, y de respeto a la religión y a los eclesiásticos. Pero esta educación fue en parte estéril, por cuanto al joven príncipe le faltaban laboriosidad y vigor. Casose con Eudoxia, hija de un sofista ateniense, mujer de talento, aficionada a las bellas letras; mas no tardó en repudiarla, por infundados celos.
     Mientras tanto, las provincias eran invadidas por Isauros, Moros y Árabes, y mas seriamente por los Persas, hasta a título de religión, por cuanto los Magos adoptaban todos los medios para impedir o estorbar al cristianismo, mayormente en la Armenia.
     A la muerte de Honorio, Arcadio, no sin guerra, se hizo señor de todo el imperio, pero cedió el Occidente a su sobrino Valentiniano, hijo de Placidia, el cual era dueño de medio mundo a los seis años de edad, bajo la tutela de su madre; de modo que el imperio se halló dirigido por dos mujeres. Placidia, que gobernó a su hijo durante veinticinco años, tuvo dos valerosos generales: Aecio y Bonifacio. Pero estos, en vez de coadyuvarse, se hostigaron. Bonifacio, que regía el África, viéndose insidiado por su émulo, se rebeló y pidió auxilio a Genserico, rey de los Vándalos, por lo cual trató de destituirlo San Agustín, obispo entonces de Hipona; pero se arrepintió luego de su conducta y hasta morir combatió al Vándalo. Este devastó las provincias africanas, y ocupó a Cartago, siendo este golpe gravísimo para Roma, cuyos senadores poseían en África la principal fuente de su riqueza.
Aecio      Aecio, ora en paz, ora en lucha con la emperatriz, mantenía siempre correspondencia con los Hunos. Estos, que algunos confunden erróneamente con los Mongoles y los Tártaros oriundos de la China, parecen más bien de raza finesa, en parentesco con los Húngaros. Cuando ocuparon el país comprendido entre el Mar Negro y el Danubio, las imaginaciones, asustadas a la aparición de gentes extrañas a la raza indo-germánica, inventaron fábulas y portentos sobre su origen. Lo cierto es que hacían vida salvaje, yendo siempre a caballo, y no sabiendo siquiera cocer las viandas. Estaban acostumbrados a los rigores de la naturaleza, y las mujeres combatían juntamente con los hombres. Habían inspirado terror al gran Hermanrico, el Alejandro de los Godos, los cuales, siendo rechazados por los Hunos, tuvieron que abandonarles el país situado en la parte septentrional del Danubio. Pronto invadieron el Imperio, siendo llamados a tomar parte en las luchas y en las insurrecciones. Recibían de Teodosio II el tributo de 350 libras de oro, hasta que apareció Atila, azote de Dios. Este ha quedado en la historia como personificación de inhumanas destrucciones. Lanzose en primer lugar sobre la Persia; y estimulado después por Genserico, se echó sobre el imperio de Oriente, intimando a los emperadores la orden de que le preparasen un palacio; después de tres señaladas victorias, llegó al pie de Constantinopla, imponiéndole vergonzosas condiciones, hasta la de restituir a todo Romano que huyese de la esclavitud de los Bárbaros o que desertase de éstos. Desde su capital, es decir, desde su campamento situado entre el Danubio, el Teis y los Cárpatos (206), dictaba leyes a los decaídos señores del mundo, y recibía sus pomposas embajadas.
Los Hunos
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Atila
 
 
       Cuando murió Teodosio II, después de haber reinado 42 años, deshonrado por el envilecimiento del imperio e ilustrado por el Códice, que fue la primera colección oficial de leyes romanas, Pulqueria obtuvo también de nombre el mando que tenía de hecho, y se casó con el sexagenario Marciano, educado en la desgracia y en los campos, y poseedor de virtudes rarísimas en aquel tiempo. Este negó el tributo a Atila, quien con tal motivo se puso en movimiento con el propósito de destruir a Roma. Aecio había sido repuesto en su empleo de general y con su acostumbrada habilidad supo contener a los enemigos; tuvo en su ayuda a los Hunos y a los Alanos para combatir a los Burgundiones y a los Visigodos que habían ocupado los Galias. Los Francos, estacionados en el bajo Rin, eran gobernados por reyes, entre los cuales recuerda la historia a Faramundo y a Clodión, quien a pesar de haber sido derrotado por Aecio, obtuvo la Bélgica. Su hijo Menoveo, habiendo estado preso como aliado de Valentiniano III y como hijo adoptivo de Aecio, se alió con Atila. Honoria, hermana de Valentiniano, ofreció su mano a Atila, el cual encontró en ello un nuevo pretexto para invadir el imperio con una falange de Bárbaros. Devastada la Galia, asedió a Orleans; pero habiéndole alcanzado Aecio en Châlons (207), lo derrotó. Se rehízo Atila en la Panonia, invadió la Italia por Aquilea, devastó las ciudades de tierra firme, cuyos habitantes se refugiaron en las islas, y siguió marchando contra Roma. Pero el Papa León consiguió detenerlo a fuerza de súplicas y promesas, y el feroz invasor murió en los excesos de la lujuria, al regresar al campamento que tenía por capital. Sus muchos hijos se disputaron sus riquezas y posesiones, y los diversos pueblos invasores trabaron entre sí reñidas batallas, tomando luego direcciones y residencias distintas.
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75.- Últimos emperadores de Occidente

       El imperio agonizaba. Siempre sobrevenían nuevos Bárbaros; aplacada y vencida una horda, surgía otra; y a las internas rebeliones se unía la inepcia de los gobernantes. Muerta Placidia, Valentiniano III se desbocó; asesinó a Aecio, su mejor general, y él, a su vez, fue hecho asesinar por Petronio Máximo, que le sucedió en el trono. La viuda de Valentiniano llamó en su venganza al vándalo Genserico, quien con una terrible flota se trasladó del África a la embocadura del Tíber; y Roma fue saqueada durante catorce días. Por otras partes, hacían irrupción otros Bárbaros, reclamando hasta permanentes residencias. Para contener a los Francos y a los Godos, Máximo designó a Flavio Avito, noble y honrado hijo de lo Auvernia, quien, a la muerte de Máximo, fue ayudado por los Visigodos a subir al trono; pero el Senado y el ejército lo recusaron y lo sentenciaron a muerte.
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     Sucediole Mayoriano, animoso y liberal que gobernó bien, dio sabias leyes, reprimió a los Vándalos en África y a los Visigodos en la Galia, hasta que los soldados revoltosos le dieron muerte.
461      Todo lo podía entonces Ricimero, comandante de los Bárbaros auxiliares, llamado conde y libertador de Italia. Impuso al Senado la elección de Libio Severo (208), a quien quitó después de en medio; gobernó dictatorialmente, mientras acá y acullá se alzaban efímeros emperadores, como Marcelino, Ecdicio, Antemio, Olibrio, Julio Nepote, interviniendo siempre la fuerza de Ricimero y la benéfica intervención de los obispos.
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     Al morir, Ricimero dejó el ejército a su sobrino Gundebaldo, príncipe de los Borgoñones. Entonces Orestes, que había servido a Atila como secretario y embajador, y a la muerte de este caudillo había reunido una masa numerosa de combatientes de varios pueblos, llevándola al servicio de los Romanos, se sintió tan fuerte que hizo proclamar emperador a su propio hijo, llamándolo Rómulo Augústulo. La chusma advenediza pretendía que el emperador se plegase a todos sus caprichos, y habiendo obtenido una tercera parte de los terrenos de la Galia, de la España y del África, la quería también de Italia. Negose, Orestes, y la chusma se dirigió a Odoacro, otro jefe de federados, quien hizo dar la muerte a Orestes y regaló una rica quinta a Augústulo; mandó decir a Zenón, emperador de Oriente, que en adelante creía superflua aquella dignidad imperial en Occidente; y requirió para sí el título de patricio y la administración de la diócesis italiana.
Fin del imperio      En un niño que reunía los nombres del primer rey y del primer emperador de Roma, terminaba, pues, el imperio de Occidente, 476 años después de Cristo, 1229 después de la fundación de Roma, 507 después de la batalla de Actio que estableció la monarquía, y 310 después de la guerra marcomana donde principió la gran emigración de los Bárbaros. Roma había sido gobernada, primeramente por reyes, después por 483 parejas de cónsules, y al fin por 73 emperadores.
     De humildes y débiles comienzos, Roma creció agregándose los pueblos vecinos, y luego los remotos; el imperio aniquiló entonces a los individuos, no apreciándolos sino en cuando convenía al Estado. A medida que la ciudad, es decir el Estado, se dilataba, disminuía aquel amor patrio que había hecho prodigios al principio; las lejanas conquistas producen largos mandos, y de ahí la costumbre en los capitanes de hacer cuanto dicta su voluntad, y en los ejércitos de obedecer a un jefe; a lo cual siguen las dictaduras, los triunviratos y el imperio. Con éste cesan las conquistas, que habían sido el nutrimiento de Roma. Pronto todo depende del capricho del emperador, y éste del capricho del ejército, sin que les contenga ninguna ley regular, ni la religión de que los emperadores eran pontífices máximos, ni la moralidad que era objeto de controversias entre las escuelas filosóficas; la fuerza que los creaba los abatía. Estableciose el verdadero despotismo cuando Cómodo puso junto al trono al jefe de los pretorianos. Estos lo podían todo en la ciudad, y todo lo podía el ejército en las provincias, de donde resultó la pluralidad de emperadores en pugna dentro de un mismo imperio. Constantino conoció la necesidad de una monarquía regulada, pero no supo armonizar sus diversos elementos. Sus sucesores se abandonaron a un lujo asiático, con cuyo ejemplo los súbditos se entregaron a todos los excesos de una civilización corrompida. La útil clase de los agricultores era rechazada para dar cabida a los esclavos, que cultivaban negligentemente los campos, destinados al lujo más bien que al producto, puesto que se traían los víveres del África o de la Sicilia. Los ricos provincianos abandonaban las ciudades, para acudir a Roma, en busca de lucro y de placeres. El dinero necesario para mantener la corte y el ejército, se sacaba de las provincias, cada vez más gravadas; si el pueblo no pagaba, pagaban los decuriones, obligados a sostener esta carga, de que se libraban acudiendo a Roma.
     Entre tantas depravaciones, se introdujo el cristianismo. Al principio lo combatieron los emperadores, teniendo igualmente en contra gran número de ciudadanos. Cuando esta doctrina triunfó, tuvo por adversarios a los que se mantuvieron fieles al paganismo. La nueva religión no atendía a un estrecho patriotismo, sino que abrazaba a todo el género humano; esperaba ver corregida la inmensa corrupción del imperio por Bárbaros menos depravados, y atribuía las desventuras a la venganza del Cielo. Por esto la consideraban como enemiga, y en verdad no daba vigor al odio pagano contra las demás naciones; las nuevas instituciones traídas por ella habían quebrantado los antiguas, sin ser ellas mismas consolidadas.
     Los Bárbaros llegaban en gran número, con los vicios de la fuerza, guiados por jefes que debían el mando a su valor y juventud, y que ansiaban fundar una patria nueva sobre aquellos debilitados pueblos, que no sabían guardar la propia y tenían que recurrir a ellos para defenderla. Los auxiliares se convirtieron pronto en dueños; y siempre eran invadidas nuevas provincias, e impuestos nuevos tributos; hasta que los Bárbaros creyeron oportuno poner fin a un orden de cosas establecido en falso; y los fragmentos del imperio iban a convertirse en base de la moderna Europa.




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76.- La Iglesia

       Mientras se derrumbaba el imperio, se vigorizaba la Iglesia, a la cual abandonó Constantino la antigua metrópoli, que fue el centro del catolicismo. Al Papa Silvestre, que vio dada la paz a la Iglesia, sucedieron otros, ocupados en difundir el Evangelio y conservar su pureza combatiendo la herejía.
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       Como después de Silvestre los Papas poseían muchos bienes, a su nombramiento también concurrió el pueblo con el clero; con tal motivo, y para impedir tumultos, los emperadores intervinieron en el nombramiento, que confirmaron luego. Dámaso fue el primero en titularse siervo de los siervos de Dios, y Sergio II fue el primero, al parecer, que cambió de nombre. La primacía del obispo de Roma, además de la apostólica tradición y la dignidad de la metrópoli en que residía, fue favorecida con no haber otro patriarca en Occidente. León Magno intervino para contener, a Atila y a Genserico; es el primer Papa de quien se conservan recogidos los escritos, y el primero que recurrió a la autoridad civil para dar validez a los decretos del Pontífice.
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     El emperador Teodosio ordenó con el Pontífice el tercer Concilio ecuménico, para disipar la herejía de Nestorio, que negaba a María el título de madre de Dios, distinguiendo la persona de Cristo del Verbo, y la naturaleza humana de la divina. En la condenación de esta herejía se esforzaron durante siglos los Nestorianos, mientras se extendía entre los Católicos el culto de María. La Iglesia tuvo muchos detractores, principalmente los Donatistas, Pelagianos, Semi-pelagianos, Eutiquianos, Priscilianistas, Monotelitas, Monofisitas (209) y sectarios de otros nombres, combatidos por los Santos Padres y por los Concilios. A pesar de esto, multiplicábanse las conversiones de pueblos enteros, tanto en Oriente como en Occidente, selladas siempre con martirios, y seguidas de disminución de ferocidad, de cultura, de respeto en vez [sic] del hombre, los pactos y las conciencias. Los monjes, que observaban no solamente los preceptos, sí que también los consejos evangélicos, servían grandemente a las conversiones con el ejemplo de aquella austeridad que a los Bárbaros inspiraba asombro y compasión; además con sus predicaciones fomentaban la paz e inculcaban la moral.
     Establecida como jerarquía e introducida en la vida civil, la Iglesia no se mantuvo en la pobreza apostólica; después de Constantino, pudo tener propiedades, recibir legados y participar de los bienes quitados al culto pagano. Los donativos fueron luego tan abundantes, que Valentiniano I los reprimió algún tanto. Después fue concedida a los eclesiásticos la facultad de disponer por testamento de los bienes adquiridos, con lo cual crecieron mucho más los de la Iglesia. Estos bienes se debieron distribuir en tres partes, una para la Iglesia, una para los pobres y otra para los eclesiásticos. Cuando ya no vivieron de la munificencia de los seglares, los obispos y los sacerdotes pudieron emanciparse de la elección de aquellos. Pero el clero era escaso; en tiempo de San Ambrosio, Milán tenía únicamente dos iglesias; en el siglo quinto, Roma se vanagloriaba de poseer veinticuatro, con setenta y seis sacerdotes.
Jerarquía      Poco a poco se regularizó la jerarquía; varias iglesias se unían bajo la autoridad de un obispo, y varios obispados bajo una iglesia metropolitana. Constantino aumentó la autoridad de los obispos, haciéndoles sostén de los débiles y árbitros de las diferencias, con lo cual empezó la jurisdicción eclesiástica; y confiaban a los prelados sus controversias no solamente los cristianos, sí que también los gentiles, considerándolos más justos que nadie y más entendidos en las fórmulas jurídicas. Una ley positiva ordenaba a los magistrados que ejecutasen las sentencias de los obispos. Cuando los gobiernos municipales eran abandonados por los decuriones, los asumían los obispos; y los hallamos en extremo solícitos para el bien público en los desastres del doliente imperio. Su jurisprudencia no establecía diferencia alguna entre el Romano y el Bárbaro, ni entre el noble y el plebeyo; pero la dignidad sentaba que los obispos y los sacerdotes no fuesen juzgados más que por sus iguales, aun cuando los tribunales fuesen confiados a los cristianos. El asilo que los templos y los bosques idólatras ofrecían a los delincuentes, fue transferido a las iglesias y a los lugares sagrados.
Independencia del Estado      Al principio la Iglesia se vio obligada a apoyarse en el gobierno laico; los emperadores que, hasta Graciano, conservaron el título de pontífice máximo, pretendían muchos de los derechos que la Iglesia había ejercido como sociedad ilegal independiente; querían intervenir en todo, recomendar a sus candidatos en las elecciones de obispos, confirmarlos en su elección, convocar los Concilios y ratificar sus decretos. Pero a medida que se debilitaba el poder civil, se consolidaba el eclesiástico, y la Iglesia, teniendo probabilidades de sobrevivir a la decadencia de todas las demás instituciones, sustituía las gastadas ideas paganas con la ciencia y la caridad, para enseñar a regir a los pueblos nuevos. Los Concilios mantenían la unidad de creencias en la variedad de naciones, idiomas y costumbres, y mientras custodiaban intacto el dogma, adaptaban la disciplina a los tiempos y a los lugares. Numerosísimas obras se compusieron a propósito de los ritos de los primeros tiempos, y sobre todo a propósito de las creencias; unas para negar y otras para sostener que todos los dogmas y puntos de fe eran profesados desde los primeros tiempos, y practicados los ayunos, las abstinencias y las fiestas del Señor. No hay que asombrarse, si, en tiempos de barbarie y de ignorancia, se introdujeron tradiciones mal fundadas o prácticas supersticiosas.




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77.- Literatura de los últimos tiempos romanos

     Atenas era todavía un centro de estudios; en ella habían sido educados San Basilio y San Gregorio con Juliano, entre una juventud viva y bulliciosa. Rivalizaban con Atenas Berito, Edesa, Antioquía y Alejandría; los mejores ingenios afluían a Constantinopla; los emperadores los alentaban con liberalidades, y a veces consultaban a los profesores del Octágono.
     Roma tenía escuelas, pero no produjo un solo gran escritor, y se servía de galos, españoles y africanos; al Egipto debió su mejor poeta, Claudiano; a Antioquía su mejor historiador, Amiano Marcelino; a Siria su mejor rector, Iquerio. En la Galia se habían introducido escuelas, pero únicamente de gramática y retórica, esto es, del arte de suplir con palabras la falta de pensamientos.
Lengua latina      La lengua latina se había difundido, aunque sin destruir los idiomas indígenas, y era alterada por la mezcla de otros idiomas y por los artificios de los literatos; sin embargo, se halla todavía en los juristas un latín exento de corrupciones. La literatura pudo ser rejuvenecida por las traducciones de la Biblia, tratando con aquella sencillez de exposición y sin metafísicas abstracciones los puntos más elevados, con imágenes vivas e invenciones simbólicas.
     Muchos rectores y gramáticos comentaban a los clásicos (Servio, Nonio, Planudes, Messo y otros) cuando la lengua y los usos eran aún vivos.
     Filósofos y coleccionistas continuaban extrayendo y compilando, como Macrobio, que en los siete libros de las Saturnales introdujo personas que discurren sobre varios asuntos de antigüedad, y Marciano Cappella, que en el Satiricón acumuló nociones de varias ciencias; como Lucio Ampelio, como Censorino que compuso un tratado cronológico-astronómico-aritmético-físico do los días natales; como Estobeo, que dejó una Antología de extractos, sentencias y preceptos, y de este modo se conservaron fragmentos o vestigios de perdidos autores.
     Después del panegírico que Plinio recitó a Trajano, se puso en uso esta elocuencia laudatoria, en cuyo género alcanzaron renombre Símaco y Victorino.
Lengua griega      Hasta la lengua griega decayó desde que en Constantinopla tomó asiento en una corte extranjera; los debates, las doctrinas nuevas y las predicaciones deducidas del Evangelio, tuvieron voces y giros nuevos. Bajo los primeros emperadores bizantinos, fue adoptada por buenos escritores, como el hábil Temistio, el violento Eunapio, y el pomposo Libanio, que escribió muchísimos tratados y discursos, y más de 2000 cartas. Obra original son Los Césares del emperador Juliano, donde se supone que los principales predecesores del imperial autor son juzgados ante Júpiter. Juliano escribió otras obras en confutación del cristianismo, y muchas cartas.
Poetas      Los poetas se reducían a adular o se limitaban a temas didácticos; se elogiaron los Dionisiacos de Nonno y los poemas de Ciro; subsiste el Hero y Leandro de Museo; y algo más tarde debió florecer Quinto Esmirneo (210), llamado el Calabrés, que en el Paralipómenos continuó la Ilíada de Homero, sin genio pero con rica dicción. Coluto de Licópolis compuso el Rapto de Elena; Trifiodoro, también egipcio, escribió la Odisea Lipogramática en cada uno de cuyos cantos falta una letra y en todos la S. De Proclo tenemos seis himnos en justificación del politeísmo. Se hicieron de moda los poemas difíciles, acumulándose versos de poetas antiguos en composiciones de nuevo asunto, y dándose otras veces a las estrofas la forma de un altar, de un escudo, de una flauta, etc. Heliodoro, fenicio, puso en novela la historia de Teágenes y Cariclea; Aquiles Tacio las Aventuras de Leucipa y Clitofonte; y el sofista Longo los Amores de Dafne y Cloe (211).
     Claudino, el mejor poeta latino, compuso varios poemas, y cantó hechos contemporáneos, principalmente en alabanza de Estilicón y en vituperio de Rufino y de Eutropio, con felicísimos giros y admirable armonía. Mirobaudes y Numaciano cantaron el agonizante gentilismo. Ausonio de Burdeos, maestro de Graciano, mezcló el gentilismo con el paganismo.
Santos Padres      Otros caminos seguían los Padres de la Iglesia. Obedeciendo al precepto «Id y predicad a todos», introdujeron las predicaciones en la Iglesia, y las explicaciones del Evangelio o de la doctrina, dando pruebas de saber y de elocuencia. De arte sumo dan señales Gregorio Nacianceno y Basilio, realzando la elocuencia con la caridad, con la unción evangélica y con la meditación sobre la muerte. Cuéntanse 158 poemas entre las obras de San Gregorio, muchos epigramas y una mezquina tragedia: Cristo padeciendo, imitación de Eurípides. Gregorio de Nisa explicaba los dogmas con el raciocinio, colocándose entre el Evangelio y Platón. Sinesio de Cirene, aficionado también al estudio de Platón, tuvo, como obispo de Tolemaida, que trabajar mucho en defensa de su grey, escribir varios discursos y diez himnos.
     Efrén, de Mesopotamia, admiró y describió la vida monástica de Egipto y de los solitarios de la Mesopotamia. Eusebio de Cesarea, ávido explorador de todas las doctrinas, se esforzó en conciliar la gentílica con la cristiana, y recogió en la Preparación Evangélica pasajes de cuatrocientos y pico de autores para que sirviesen como de introducción filosófica al Evangelio, y al mismo fin refirió en su Crónica los acontecimientos de los principales pueblos; con lo cual se conservaron pasajes de autores perdidos y datos cronológicos.
Crisóstomo      El más eminente de los oradores de la Iglesia fue Juan Crisóstomo, de límpida elocuencia y maestría de conceptos, patético y sentimental, vigoroso en el raciocinio, rico en imágenes y enérgico en el estilo, de cuyas galas se sirve para revestir los pensamientos con las expresiones más apropiadas. Esta superabundancia oriental conviene mejor al discurso recitado que a la lectura. Con él concluye la elocuencia griega. En general no puede buscarse en los Santos Padres la astucia de Demóstenes y Cicerón, el gusto exquisito, ni el modelaje de los célebres escritores paganos. Pero téngase en cuenta que surgieron entre la universal decadencia, y que sus escritos valen menos por la forma que por el fondo, el amor a la caridad continua y la pasión por lo verdadero. En los latinos falla la bella armonía del genio griego, pero prevalecen por su unción y actualidad; son menos cultos, pero mas originales.
 
 
 
 
Padres latinos
     Después de los apologistas citados y de Tertuliano, vino san Jerónimo, arrebatado en sus escritos por una exaltada fantasía; en un solo día podía escribir mil líneas, y tiene bellos rasgos de elocuencia y dialéctica.
     San Ambrosio, llenaba sus discursos de giros y conceptos imitados de los clásicos; con todo, escribió sin corrección, sin franqueza de expresión y con juegos de ingenio, cuando no estuvo animado por el sentimiento del deber y del peligro. Bello es su discurso por la muerte de su hermano Sátiro. Indicando los deberes de los sacerdotes, pasa en revista los de todos los hombres. Aún se cantan algunos de sus himnos.
San Agustín      El más universal de los padres latinos es San Agustín, metafísico, historiador, dialéctico, orador, y erudito. En su elocuencia hay algunas veces algo de bárbaro, pero a menudo brilla por la novedad y sencillez. En sus Confesiones revela las luchas de su alma y el arrepentimiento de sus faltas. Los Soliloquios son razonamientos para conocer a Dios y al alma; en la ciudad de Dios, curioso monumento de genio y de erudición, afronta la cuestión política, sosteniendo que todo acontecimiento en la tierra cumple los designios de la Providencia, la cual, sin coartar el libre albedrío, hace converger las voluntades finitas al objeto de la sabiduría infinita. Bajo este aspecto examina los sucesos, iniciando la que hoy llaman filosofía de la historia. Combatió rigurosamente los errores de su tiempo, y redujo a forma sistemática la doctrina evangélica, de tal modo que a él se le puede considerar como padre de la dogmática latina.
     Él indujo al tarraconense Paulo Orosio a demostrar a los Paganos que las culpas humanas habían sido siempre castigadas con gravísimas desventuras, y que no eran una excepción las de entonces. También Salviano, cura de Marsella, demuestra en el Gobierno de Dios cuán sin razón se juzga el bien y el mal; deplora las desdichas de entonces, pero señala en los Bárbaros invasores virtudes olvidadas en el imperio, deduciendo que no era extraño que prevaleciesen.
     San Paulino, san Severino y san Próspero cantaron los dogmas y los ritos cristianos. El español Prudencio tiene pasajes graciosos y conmovedores en un poema contra los herejes y dos libros de lírica. Sidonio Apolinar, ilustre lionés, describió la vida de los hijos de la Auvernia. De Lactancio, o de Venancio Fortunato quedan dos composiciones sobre la Pasión de Cristo.
     Más acertados anduvieron siempre los poetas que, apartándose de las imágenes y del estilo de los clásicos, se abandonaban a la inspiración interna, expresando la alegría o la tristeza de los fieles.




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78.- Ciencias. Bellas Artes

     En vano se esperó ver restaurada por Juliano la filosofía neo-platónica, que se había corrompido con la mezcla de las ciencias cabalísticas y de la teúrgia, es decir con la tradición oral de ciertas verdades, arcanamente custodiadas por algunos iniciados. Ni Platón ni Aristóteles tenían puros secuaces.
Historiadores      En época de tantas vicisitudes, ningún historiador salió a delinear el mundo que caía y el que entraba. Aurelio Víctor escribió un descarnado compendio de los acontecimientos romanos desde Augusto hasta Juliano, y algunas vidas de personajes ilustres. Eutropio dejó un Breviario de la historia romana hasta Joviano. Zósimo la escribió desde Augusto hasta Teodosio el joven, mostrando la decadencia como Polibio había expuesto el engrandecimiento de Roma. Marcelino de Antioquía, que en treinta y un libros prosigue desde donde concluye Tácito hasta la muerte de Valente, omitiendo cosas importantes y narrando otras inútiles, es de consideración porque es único; después de él no aparecen más que compiladores y cronistas.
     Después de Eusebio de Cesarea, hubo otros que expusieron la historia de la Iglesia; pero se han perdido sus escritos, o son de poca monta, exceptuando a Teodorato de Antioquía, que describió con erudición las diferentes herejías sustentadas del año 325 al 429. Sulpicio Severo escribió la vida de san Martín con tranquila sobriedad, por lo cual se le llamó el Salustio cristiano. San Epifanio enumera 80 herejías y el modo de curarlas.
     En Armenia, Moisés de Koren y David trazaron la historia y la ciencia de su país.
Geografía      Tampoco progresó la Geografía, como se podía esperar de tanta mezcolanza de pueblos. Teodosio hizo medir a lo largo y a lo ancho las provincias, sobre cuyo trabajo se hizo un mapa del imperio. En el siglo XV fue hallado en Germania un plano de los caminos romanos, adquirido por Conrado Peutinger, por cuyo motivo lleva el nombre de Tabla peutingeriana, que no se sabe positivamente si es de aquella época. Los dos Itinerarios llamados de Antonino son posteriores a Constantino.
     Paladio dio reglas de agricultura; Julio Fírmico acumuló sueños astrológicos; Pappo escribió colecciones matemáticas. En las matemáticas apoyaba la filosofía la bella Hipatia de Alejandría, muy ensalzada entonces, y tan partidaria del paganismo, que el pueblo la degolló.
     Reunieron tratados del arte de la guerra Onesandro, Higinio, Polieno y Julio Africano; pero sobre ellos está Vegecio, quien expuso ordenadamente cuanto se refiere a este arte, y dio buenas sugestiones.
     La medicina se perdía en encantamientos y fórmulas. Después de Constantino hubo médicos de corte, y Valentiniano II destinó un médico para cada uno de los 14 barrios de Roma.
Arquitectura      La arquitectura romana está principalmente caracterizada por el arco, cuya curva debía completar el semicírculo, y tal la mantuvieron los artistas, aunque la mayor parte eran griegos. La columna, parte primaria de la arquitectura griega, no quedó en Roma más que como un ornamento destinado a interrumpir el muro continuado que debía sostener el peso perpendicular y la presión oblicua de la bóveda. Pudo, pues, elevarse sobre un pedestal, como en los arcos de triunfo, apoyando lo que era ya sostenido por el muro. En el uso de las otras partes se introdujeron también innovaciones, o, si se quiere, desviaciones; son muchos, efectivamente, los defectos que presentan los edificios de los últimos tiempos, como el palacio de Spalatro, el arco de Constantino en Roma, y los edificios de Constantinopla; bien o mal se mezclaban a veces con lo nuevo de las construcciones obras procedentes de edificios anteriores, y hasta estatuas a las cuales se cambiaba la cabeza.
Arte cristiano      En tan míseras condiciones nacía el arte cristiano, y se valía de las degeneradas tradiciones. Después de Constantino, con frecuencia se convirtieron al culto cristiano los templos antiguos y las termas, y aun con más frecuencia las basílicas, esto es, los pórticos donde la gente se reunía para los mercados y los juicios, y cuya anchura era más a propósito para la afluencia de los fieles, que los pequeños templos. Cuando podían escoger, los Cristianos preferían construir la iglesia en una altura, en dirección hacia Levante a fin de que al orar, se volviesen al sol naciente, y con formas rituales indeclinables. En primer término se hallaba un atrio, donde se enterraba a los creyentes, y donde aguardaban los penitentes y los catecúmenos. En la nave central se celebraban las ceremonias religiosas, la lectura y los cantos. El sagrario estaba separado de lo restante del templo por un arco triunfal, donde se echaba un velo para cubrir los misterios más augustos. Debajo estaba la confesión, cripta de los huesos de los mártires, en la que se apoyaba el altar único, consagrado al único Dios.
     Detrás del altar se alzaba la cátedra del obispo, en el centro del ábside. A la extremidad de las naves menores se hallaban el senatorium y el matroneum, para los patricios y las damas.
     Como se empleaban columnas arrancadas de diversos edificios, y por consiguiente desiguales, se desterró el arquitrabe y se echaron de una a otra arcos que partían inmediatamente de su cima.




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Libro VIII

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79.- Edad Media

     Entramos ahora en lo que se llama Edad Media, como edad interpuesta entre la caída de la sociedad antigua y la constitución de la nueva; edad en que, rota la unidad europea, cien pueblos, asegurada o recuperada su independencia, se desenvuelven por sus propias fuerzas, y no ya al impulso de una fuerza superior. Esta parcial y arbitraria denominación suele aplicarse a la edad transcurrida desde el último emperador romano hasta la caída del imperio de Oriente, que coincide con el descubrimiento de la imprenta y de la América y con el nacimiento de Lutero. Es difícil de estudiar esta edad, por cuanto tiene poquísimos escritores, y aun éstos son inexactos y con frecuencia insuficientes para expresar una civilización que, o no entendían, o no se cuidaban de describir, porque la tenían ante sus ojos. Por esto, muchos encuentran más cómodo despreciarla, declarándola indigna de estudio, por ser bárbara. Hasta ilustres escritores la describieron con inexacta generalidad o con antipatía, porque prevalecía en ella la organización católica. Los sabios, mayormente a mediados de este siglo, vieron la necesidad de conocer a fondo la Edad Media, ya que las instituciones modernas derivan menos de los Griegos y los Romanos que de los pueblos invasores, y en aquel tiempo se halla la razón del presente, y tal vez la enseñanza para el porvenir.
     Muerta entonces la exquisita forma de los clásicos, la cultura se concentró en pocos, la mayor parte eclesiásticos pero es cierto que quizá ninguno de los conocimientos antiguos se perdió, y se adquirieron muchos nuevos; se hicieron capitales inventos precisamente en el transcurso de aquellos mil años, que algunos escritores, con frases genéricas, titulan siglos de hierro; los esclavos pasaron a ser pueblo; el individuo recobró la importancia que había perdido siendo considerado únicamente como miembro del Estado; el cristianismo se difundió y se consolidó; surgieron, en fin, los Comunes, y de estos las gloriosas repúblicas italianas.




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80.- Estado del mundo

     Las provincias occidentales estaban ya ocupadas casi todas por Bárbaros, y por esto no se resintieron mucho del desmembramiento del imperio romano. El oriental se regocijó tal vez de aquel golpe, esperando apropiarse la monarquía del mundo. Muchos países ocupados por los Bárbaros no rompieron todos los vínculos con los emperadores, considerados como sucesores de los Césares y llamados todavía romanos. Estos, además pretendían ejercer algún dominio directo sobre Italia, y aspiraban a conquistarla y a turbarla.
     Con impulsión continua y mal definida, muchos pueblos germánicos corrían de la Escandinavia a Cartago, y de Irlanda a Constantinopla. Los menos adiestrados eran los Vándalos, que desde España se extendieron por el África. Los Visigodos fundaron un gran reino entre el Loira, el Ródano y los Pirineos, desde donde se internaron en España. Los Borgoñones ocupaban lo que hoy se llama Suiza, Borgoña, el Lyonés y el Delfinado. Los Bretones dieron nombre a la antigua Armórica. Los Francos se dividían en Sálicos y Ripuarios. La isla Británica estaba abandonada a sí misma.
     En la Germania propiamente dicha, y en las orillas del mar Septentrional habitaban los Frisones, los Anglos, los Jutos (212) y los Sajones; al Mediodía de éstos se hallaban los Turingios y los Longobardos. Desde la Turingia hasta Langres vivían los Alemanes; desde el Danubio hasta los Cárpatos, los Gépidos; en la Hungría los Ostrogodos; en la Nórica los Ruges; los Hérulos del mar de Azov invadieron el imperio, y otros se enseñoreaban de la alta Panonia. La Bohemia recibió el nombre de los Boyos, quienes mezclados con otros Teutones formaron la liga de los Bávaros.
     Caído Atila, comparecieron los Eslavos, que se extendieron desde el Adriático hasta el mar glacial, y del Báltico al Kamchatka (213), distintos de la estirpe germánica y de la mongólica. En los países conocidos ahora por los nombres de Prusia y Lituania, otros Eslavos vivían ignorados, y más hacia Levante otros pueblos de raza finesa.
     Y finesa debía ser la nación que, por los tiempos de Abraham invadió el Asia Occidental, y se separó formando dos divisiones; una que penetró en Europa y de la cual quedan restos en la Laponia, en la Finlandia y en la Noruega; y otra que se dirigió al Noroeste del Asia, pero cuyas trazas es imposible seguir, a menos de querer encontrarla de nuevo en los Hunos, en los Ávaros y en los Votiacos de la Siberia. Cuando los Yung-nu perdieron el dominio de la China, fueron a chocar con los Hunos y los Ávaros, empujándolos sobre el imperio, y después fueron rechazados a la Rusia meridional. De raza finesa eran también oriundos los Búlgaros, que hostigaron mucho al imperio de Oriente.




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81.- Imperio de oriente. Justiniano

     Constantinopla, no expuesta como Roma al poderío de los ejércitos, ni a las reminiscencias del Senado y los magistrados, descansaba en el despotismo, al mismo tiempo que su estupenda posición la preservaba de las correrías de los Bárbaros y de las hostilidades de los Persas, quienes se presentaban con un solo ejército, siendo por esto más fáciles de vencer por la disciplina griega. El emperador era déspota, a pesar del cristianismo, pero manejado por cortesanos, eunucos y mujeres. El pueblo se disputaba sobre política y materia dogmática, dividido en partidos, por los cuales exponía su vida, y luego se negaba a arriesgarla por la salvación de la patria. En su lugar se alistaban mercenarios, que se instruían en la disciplina romana.
480      Con Teodosio II y Marciano concluyó la familia del gran Teodosio hasta en Oriente; los soldados colocaron en el trono a León, y a Zenón después. Este, débil y supersticioso pretextó combatir las herejías publicando un edicto de unión (Henoticon), al cual no quisieron adherirse los papas de Roma. El emperador tuvo en su ayuda al godo Teodorico, a quien prodigaba honores y riquezas, hasta que teniéndole celos, le propuso que emprendiese la conquista de Italia y Roma.
 
 
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       Anastasio, viejo ya, sucedió a Zenón; abolió muchos gravámenes, hizo la guerra a los Isauros y a los Búlgaros, y levantó una muralla desde la Propóntide al Euxino. Se mezcló por cuestiones de herejías proscribiendo obispos y monjes, por lo cual se suscitó encarnizada guerra.
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       Muerto Anastasio a la edad de 88 años, el soldado Justino compró los votos de las guardias, y, proclamado emperador, sometió Constantinopla a la fe de Roma. Su sobrino Justiniano fue el único grande entre los emperadores de Bizancio, aunque dominado y deshonrado por su mujer Teodora. Las contiendas del circo entre los Verdes y los Azules, crecieron hasta convertirse en abierta sublevación, y el incendio destruyó admirables obras de arte, mientras morían treinta mil personas en el hipódromo.
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Persia      En Persia los reyes eran proclamados o derribados por los partidos; rompieron las hostilidades con los emperadores de Oriente, y con frecuencia los vencieron imponiéndoles un tributo que negábanse luego a pagar, lo cual dio origen a nueva guerra. Terrible para los emperadores fue el rey Cosroes, quien después de haber establecido el orden interno y favorecido a las artes, extendió sus dominios hasta el Yaxartes, el Indo y el Egipto, hasta el mar en la Siria, y hasta el Ganges y sobre gran parte de la Arabia. Aunque Belisario y Narsetes, generales de Justiniano, habían derrotado a los Persas, procurose mantener la paz con estos pagándoles once mil libras de oro. Justiniano fue inducido a celebrar esta paz por el deseo de llevar la guerra a los Vándalos, que ocuparon las provincias de África, persiguiendo a los Católicos y oprimiendo a los naturales del país; pero hallaron resistencia en los Moros. Al valeroso Genserico había sucedido el cruel Hunerico, y a éste, Huderico, quien abandonando el arrianismo, protegió a los católicos, y parta sostenerse contra su émulo Gelimero, invocó el auxilio de Justiniano. Este, para hacerle la guerra, escogió a Belisario, quien, como los aventureros de la Edad Media, asalariaban a expensas propias un cuerpo de lanceros a caballo, al cual se unían tropas de todas armas. Trasladándose al África y usando austera disciplina, venció en Tricamerón a Gelimero que tenía fuerzas veinte veces mayores; conquistó homenajes y tributos de los Vándalos y de los Moros, y finalmente hizo prisionero a su terrible enemigo.
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     Belisario tenía en la Corte enemigos que propalaron la voz de que quería hacerse rey de los Vándalos; por cuyo motivo fue llamado a recibir los honores del triunfo antes de que consolidase la conquista; y muy pronto, dispersos los Vándalos, aquellas provincias fueron presa de los Moros. Belisario sojuzgó también las islas del Mediterráneo y la Sicilia; combatió a los Godos de Italia, y aquietó las sublevaciones, que con frecuencia estallaban, a causa de los exorbitantes impuestos con que Justiniano gravaba a los pueblos sojuzgados.
Cosroes      Cosroes vio con recelo tales conquistas, que amenazaban a la Persia, y rompió las hostilidades devastando países; habiendo tomado con grandes dificultades a Antioquía, la abandonó a la destrucción. Justiniano llamó de Italia a Belisario, quien con un ejército compuesto de gente de toda clase, invadió las provincias persas, y obligó a Cosroes a retirarse. Pero después que los envidiosos de Constantinopla le hicieron quitar el mando, Cosroes se rehízo y obligó a Constantino a comprar la paz por dos mil libras de oro.
 
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     No tardó en surgir la ocasión de una tercera guerra, en la cual Cosroes, vencedor al principio, tuvo al fin que aceptar la paz, abandonando la Cólquide y dejando libre el culto cristiano en la Persia.
     Aunque vencedor de los Vándalos en África, de los Ostrogodos en Italia y de los Visigodos en España, Justiniano tenía que habérselas siempre con nuevos Bárbaros: Ávaros, Gépidos, Búlgaros y Longobardos. Contra estos mandaba a Belisario, a quien retiraba el favor tan pronto como cesaban sus servicios, y quien, a pesar de semejante ingratitud, volvía siempre a combatir y a vencer. Pero prevalecieron los envidiosos, hasta el punto de que le célebre caudillo, siendo ya viejo y ciego, fue expulsado y mendigó el resto de su vida.
543      Las bajas condescendencias con su mujer y sus favoritos disminuyen la gloria de Justiniano, quien sufrió por continuos motines internos y grandes desventuras naturales, entre las cuales hubo una peste tan desastrosa que en Constantinopla causaba la muerte a diez mil personas al día. Él cerró la escuela filosófica de Atenas, rompiendo así la cadena de oro de los Neo-platónicos. Además de querer ser poeta, arquitecto y músico, quería ser teólogo, y persiguió a Hebreos y a herejes, aunque él mismo cayó en la herejía de los Incorruptibles, que pretendían que le cuerpo de Cristo no podía haber estado sujeto a padecimiento ni a corrupción. Construyó en Constantinopla el insigne templo de Santa Sofía y veinticinco iglesias, grandes acueductos e infinitas obras artísticas; introdujo el gusano de seda, con lo cual ahorró las crecidas sumas que cada año pasaban al país de los Seres para la compra de aquel hilo precioso.
 
 
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82.- Los códigos

     Lo que más fama dio a Justiniano fue su código. Hemos seguido el desarrollo de las leyes desde el estricto derecho patricio hasta la equidad de los edictos pretorios, y luego hasta la igualdad bajo los emperadores, que sustraían la ley a las fórmulas civiles y dieron a los jurisconsultos el derecho de interpretarla. Por esto la jurisprudencia se perfeccionó cuando decaían las artes y las letras, y el espíritu filosófico se inclinó a examinar detenidamente los hechos y el derecho; desde Nerva hasta Teodosio II hubo las disposiciones más sabias, precisas y circunstanciadas que concernieron los derechos reales y la familia.
       Fuentes del derecho fueron las XII Tablas, nunca abolidas, los primitivos plebiscitos, los senadoconsultos, los edictos de los magistrados y las costumbres no escritas; pero solo estaban en uso, en la práctica, los escritos de los jurisconsultos clásicos y las constituciones imperiales. No obstante, habiendo aumentado extraordinariamente estos escritos, fue preciso que los emperadores designasen los jurisconsultos que habían de servir de pauta, y se dio fuerza de ley a las sentencias de Papiniano, Paulo, Gayo, Ulpiano y Modestino; en caso de discordancia, se seguía la opinión del mayor número; y en caso de empate la de Papiniano; y cuando éste nada decía en el asunto, prevalecía la prudente determinación del juez. De modo que la justicia estaba reducida a citaciones. Los jueces tenían que retroceder a siglos anteriores, a épocas en que la equidad del cristianismo aún no había corregido las preocupaciones de los doctos y el despotismo de los gobernantes; y los rescriptos de los emperadores habían aumentado considerablemente, sobre todo para actuar las grandes innovaciones del cambio de religión. Temiendo que por ésta destruyese Constantino las leyes de sus antecesores, ya dos jurisconsultos habían reunido las publicadas desde Adriano hasta Diocleciano, formando los dos códigos que tomaron de sus autores los nombres de Hermogeniano y Gregoriano. Después Teodosio II mandó hacer la primera colección auténtica de las constituciones romanas, y confió a diligentes jurisconsultos el trabajo de compilar en tres años el cuerpo del derecho, que tomó el nombre de Código Teodosiano y fue promulgado en ambos imperios, para que prevaleciese sobre todas las demás leyes. Graves son sus defectos, y no fue la única ley romana, pues siguieron con fuerza de ley las decisiones de los jurisconsultos, los cuales hallándose reducidos al imperio de Oriente, no siempre sabían distinguir lo que aún estaba vigente de lo que había caducado. Sentíase, pues, cada vez más la necesidad de una legislación que se adaptase al nuevo derecho, implantado sobre el cristianismo.
 
 
 
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     Justiniano aspiró a la gloria de realizar esta empresa, y confiola a Triboniano, natural de Side de la Panfilia, hombre dotado de gran ingenio, quien eligió sus colaboradores entre los profesores de las academias de Constantinopla y de Berito; con los cuales formó el Código Justiniano, decretado en 528 y concluido el año siguiente, quedando abolidos los tres códigos anteriores. Extractando 2000 tomos y las decisiones de los jurisconsultos, se sacaron los más importantes teoremas de derecho civil, formando las Pandectas, o Digesto. Para comodidad de la juventud se compusieron las Instituciones. A la obra fueron añadidas las Novelas, leyes promulgadas posteriormente a Justiniano.
     Antes de su reforma, en las escuelas de derecho había cuatro profesores con el título de ilustres; cinco años duraba el curso, y cada año habían de curarse por lo menos dos obras de Gayo, Ulpiano y Papiniano. Luego estos fueron desterrados de las escuelas y sustituidos por las Instituciones y las Pandectas.
     El Código de Justiniano es el documento más insigne de la civilización romana y de los errores que la contaminaban cuando el hombre todavía no era apreciado más que como ciudadano. El padre de familia ejercía absoluta autoridad; los esclavos eran tenidos por cosas; la manumisión y la ciudadanía establecían tamaña diferencia entre hombre y hombre. Justiniano no disminuyó la severidad de las leyes penales, mucho menos de aquellas que se refieren a ofensas al emperador, o a sus ministros, o a sus imágenes, mientras que se disimularon los plebiscitos inspirados en la libertad republicana. Triboniano hace algunas veces sancionar leyes menos justas para favorecer o perjudicar en casos particulares; y no siempre abolió las que estaban inspiradas en el derecho prescrito; por lo cual se transmitió a las generaciones sucesivas un espíritu extraño al amor y a la benevolencia predicada por el Evangelio. Sin embargo, es asombroso que semejante obra se realizase en tiempo de tanta decadencia. Justiniano comenzó por su profesión de fe en la Trinidad, reconociendo que la autoridad emana de Dios; y dedujo de la Iglesia la igualdad de los hombres, la rehabilitación de la persona moral, la sabia democracia y el constante progreso.




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83.- Justino II. Heraclio

565      A Justiniano se le dio por sucesor a su sobrino Justino, quien dominado por su mujer Sofía e inclinado al ocio, dejaba que los Bárbaros avanzasen. Tuvo por colega y sucesor a Tiberio, excelente príncipe, y después a Mauricio. Renováronse entonces las guerras con los Persas, y el gran Cosroes murió afligido a causa de las derrotas que oscurecieron el esplendor de su reinado. Sus sucesores no tuvieron mejor fortuna; los Magos turbaron el reino, y el emperador Mauricio protegió contra estos a los sucesores de Cosroes, los cuales con tal motivo hostigaron a Focas; pero Mauricio fue degollado.
Heraclio y Cosroes II      Heraclio, hijo del exarca de África, comenzó una dinastía que duró cuatro generaciones. Cosroes II, que oprimía entonces a los Persas, pasó el Éufrates y devastó a Cesarea, Damasco y Jerusalén. A la conquista de esta última era instigado por los Magos, enemigos del cristianismo, y por los Hebreos, codiciosos de su patria; por esto fueron maltratados los cristianos que en ella se encontraban, y el patriarca Zacarías fue llevado a la Persia con el madero de la Cruz. Cosroes y sus generales dilataban las conquistas por el Asia y el África, de tal manera que parecía que habían de absorber el imperio de Oriente, tanto menos capaz de resistirles, cuanto era asediado por los Ávaros, que saquearon por fin los arrabales de Constantinopla.
La Cruz
       Heraclio pensaba buscar un refugio en Cartago, cuando el patriarca le infundió valor; y él resistió a Cosroes, quien aceptó, al cabo de seis años de guerra, un cuantioso tributo, que Heraclio se preparó a rescatar. El emperador tomó a sueldo muchos Bárbaros, desembarcó con ellos en la Siria, y animando a los soldados con su propio ejemplo, entró en la Persia, derribando en todas partes los altares consagrados al sol; llegó hasta Isfahan (214), donde ningún Romano había penetrado, y se dirigió contra la capital del imperio. Resuelve imitarlo Cosroes, solicitando el auxilio de Ávaros, Gépidos, Rusos y Búlgaros que atacan a Constantinopla; pero el Senado y el pueblo resisten valerosamente, atribuyendo a la Virgen María la gloria de aquella defensa.
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627      Proclamada la guerra nacional, Cosroes dirigió al pueblo contra los invasores romanos. En la batalla de Nínive, Heraclio, combatiendo en persona, dio muerte a tres generales enemigos, y prendió fuego a Destagarda, la capital, donde encontró tesoros que excedían a sus esperanzas. Trocado en cobardía el antiguo valor de Cosroes, fue éste vilipendiado y muerto por su propio hijo Siroes. Heraclio recibió de Siroes proposiciones de paz, e hizo que le restituyeran 300 banderas, los prisioneros y el madero de la Cruz, que fue llevado en triunfo religioso a Constantinopla y de allí a Jerusalén.
 
 
     Los dos imperios conservaron las mismas fronteras que antes, después de haberse derramado tanta sangre y arruinado a las provincias, ya con las devastaciones de la guerra, ya con exorbitantes impuestos.




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84.- Los Bárbaros en Italia. Teodorico

     Odoacro, caudillo de aquellas bandas de aventureros, a quienes encargaban su propia defensa los débiles emperadores, derribó el trono de éstos, titulándose rey, pero dejando subsistir el Senado, los cónsules, los magistrados municipales y el prefecto del pretorio; no pretendió ejercer supremacía alguna sobre las demás naciones; suplicó a Zenón, emperador de Oriente, que le concediese el título de patricio, honor que la fue negado. Protegió a Italia de otros invasores, ahorró sufrimientos, e hizo cultivar por sus bandas los terrenos abandonados.
   
488      Teodorico, rey de los Ostrogodos, propuso a Zenón dirigirse a Italia, recobrarla de los Bárbaros y gobernarla en su nombre. Al anuncio de tal empresa y de tal capitán, fueron muchos los que acudieron; Odoacro, que intentaba oponerse al paso de los Alpes Julianos, fue derrotado cerca de Aquilea desde luego y después en Verona, logrando salvarse únicamente en Rávena, donde pactó la vida; pero le fue traidoramente quitada. Toda Italia se sometió a la fortuna de Teodorico, quien se consideró único señor de ella, y lugarteniente de Constantinopla; cuando el emperador Anastasio mandó una flota que saqueó las playas de la Apulia y la Calabria, Teodorico le hizo pagar cara aquella incursión, sin que por esto dejase de llamarlo padre y soberano.
 
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     Extendió su dominación por la Retia, la Nórica, la Dalmacia y la Panonia; los Suevos y los Hérulos manifestaron deseos de vivir bajo sus leyes; domó a los Francos, juntó a los Ostrogodos con los Visigodos, y dominó en fin desde los montes Macedónicos hasta Gibraltar, y desde la Sicilia hasta el Danubio.
     En Italia, según la costumbre de los Bárbaros, dio una tercera parte de los terrenos a sus secuaces; y si hemos de dar crédito a los cronistas y al panegírico del obispo Enodio, el pueblo vivía menos mal; los sabios eran protegidos; estaba asegurada la paz; era reservada a los naturales de cada país la administración municipal, así como los juicios, el reparto y cobro de las contribuciones, y por consiguiente el ejercicio de algunos altos empleos. El monarca godo se valió incesantemente de Boecio y Casiodoro, últimos escritores romanos. Obras de ellos fue el Edicto, que debía ser observado por los Bárbaros y los Romanos. Invitó a los prófugos a que volvieran, rescató a los prisioneros, trasladó esclavos, salubrificó [sic] las lagunas Pontinas, mostrose respetuoso y condescendiente con el Senado y el pueblo de Roma; hizo en fin todo lo que podía disimular el gobierno de un bárbaro.
       A pesar de ser arriano, reverenció y escuchó a los obispos católicos, y protegió la elección de los Papas; pero habiendo Justiniano perseguido en Oriente a los arrianos, Teodorico se volvió intolerante y receloso, hasta el punto de prohibir a los Italianos toda clase de armas, a excepción del cuchillo. Habiendo concebido sospechas de Boecio, cónsul, patricio y maestro de oficios, lo metió en la cárcel, donde escribió el Consuelo de la filosofía, y más tarde le hizo dar la muerte, como a su sucesor Símaco. Los remordimientos aceleraron la muerte de Teodorico, que fue uno de los mejores reyes bárbaros, y dejó un vastísimo reino, que parecía destinado a sustituir al imperio romano.
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     Sucediole entonces su culta y bella hija Amalasunta, como tutora de su hijo Atalarico; honró a su padre con un magnífico mausoleo en Rávena; procuraba introducir las artes y las costumbres romanas entre los Godos, y en ellas educaba a su hijo, que murió muy joven. Hizo que se encargase del gobierno su primo Teodato, avaro y pusilánime, que poseía gran parte de la Toscana, y que, habiéndose atraído el desprecio de los Romanos y de los Godos, condenó a muerte a Amalasunta.
       Ello causó gran disgusto a los Italianos, los cuales solicitaron el auxilio de Justiniano, quien mandó allí a Belisario con Hunos, Moros y otros Bárbaros que con él habían triunfado en África. El insigne guerrero pasó con sus fuerzas de Sicilia a Reggio, y de Reggio a Nápoles; y aunque Teodato armaba 200000 Ostrogodos, únicamente pensaba en concluir la paz. Pero los suyos lo destituyeron, poniendo en su lugar al valeroso Vitiges, que asedió a Roma, donde había entrado Belisario como libertador. Este escaseaba de soldados y de medios de defensa, pero era estimado y contaba con el apoyo de los Italianos y del clero. Teodorico, rey de los Francos, aprovecha la ocasión para pasar los Alpes y saquear el país en perjuicio de Godos y Romanos. A pesar de todo, triunfa Belisario, asedia a Vitiges en Rávena, sojuzga a los Godos, y rehúsa la corona que le ofrecen. La envidia que le perseguía, como en otra ocasión hemos dicho, hizo que se le diese la orden de volver a Constantinopla, adonde condujo al prisionero Vitiges. Los restos de los Godos se retiraron allende el Po, guiados por Uraya, quien hizo elegir por rey a Hildebaldo, valeroso guerrero, que no tardó en morir a manos de los suyos; sucedió a éste su sobrino Totila, que estaba dispuesto a hacer los últimos esfuerzos por restaurar la nación goda.
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       Venció, en efecto, varias veces y sujetó toda la Italia meridional; tomaba las ciudades para desmantelarlas, y acampó junto a Roma. Entonces en Constantinopla se juzgó preciso mandar otra vez a Belisario; pero, mal provisto éste, no pudo impedir que Roma fuese tomada a su misma vista, expulsados los ciudadanos y llevados los senadores en clase de rehenes. Pronto la recobró Belisario, mas con tan pocos soldados, que no tardó en tomarla nuevamente Totila, quien intentaba convertirla en capital del reino godo, renovando en ella el Senado y el gobierno. Despojada la Sicilia y sometidas Córcega y Cerdeña, Totila insultó con 300 galeras las costas de la Grecia.
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     Reclamado Belisario, le fue antepuesto Narsés, eunuco valeroso y estimado, quien no aceptó la empresa sino con medios suficientes. Habiendo reclutado Bárbaros de toda especie, dio junto a Nocera una batalla en la cual Totila quedó muerto, y fue Roma tomada por la quinta vez, llegando al colmo de la desolación.
     Los Godos, sin haber perdido aún las esperanzas, dieron la corona a Teya, quien cayó en el campo de batalla, y con él pereció el reino de los Ostrogodos. Mientras tanto se habían arrojado sobre Italia Francos y Alemanes, despojándola de lo poco que quedaba al cabo de diez y ocho años de continua guerra. Formó entonces la Italia uno de los diez y ocho exarcados del imperio; Roma, desierta de habitantes, fue pospuesta a Rávena, donde durante trece años gobernó Narsés desde los Alpes hasta el Estrecho, tratando de establecer algún orden, repoblar los campos y fundar municipios.


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85.- Los Longobardos

567      Los Longobardos fueron establecidos en la Panonia por Audoino, su noveno rey. Aliados con los Gépidos, otro de los pueblos que ya obedecieron a Atila, no tardaron en romper con ellos. Turismundo, rey de los Gépidos, fue muerto en el campo de batalla por Alboino, hijo de Audoino, el cual, venciendo a Cunimondo, hijo del rey muerto, acabó con el reino de los Gépidos, quienes se confundieron con los Ávaros, dominadores de cuanto se hallaba comprendido entre los montes Cárpatos, el Prut y el Danubio.
568      Alboino se propuso entonces invadir la Italia; y no ya con un ejército, sino con un pueblo entero, mezcla de múltiples razas y costumbres, se lanzó sobre Venecia, dejando para que protegiese los Alpes Julianos a su sobrino Gisulfo, con el título de duque del Friul.
     Este método fue seguido en todas partes; cada capitán permanecía independiente en el país conquistado, aunque obedeciendo al rey por las necesidades de la guerra; a medida que esta cesaba, los capitanes se establecían con sus faras (escuadrones) en países que gobernaban, o mejor dicho, que explotaban como propios.
       Alboino fue proclamado rey en Milán y creó un palacio real en Pavía; lanzándose luego en la Umbría, colocó un duque en Espoleto y otro en Benevento; pero no pudo mantener unidos a sus secuaces, y le fue, por tanto, imposible sujetar toda la Italia. Después de haberle hecho dar muerte su mujer Rosmunda, y de haber sido asesinado Clefis, su sucesor, los treinta duques no sintieron ya la necesidad de tener un jefe, y dominaron distinta y militarmente sus respectivos países. Tomaron el nombre de Romanía las regiones sometidas al exarca griego de Rávena, el cual colocaba duques en Roma, Gaeta, Tarento, Siracusa y Cagliari; Nápoles nombraba por sí sus duques; Amalfi permanecía libre por su comercio; y Venecia nacía. Los Italianos, refugiados en países libres, solicitaban siempre el auxilio del emperador, y éste aspiraba a recobrar la península y excitaba a los Francos a que la invadiesen. En vista del peligro, los treinta duques proclamaron rey a Autaris, cediéndole la mitad de sus rentas; el nuevo rey rechazó a los Francos y llevó sus armas hasta la última punta de Italia. Autaris tomó por esposa a Teodolinda, hija del duque de Baviera, la cual, habiendo enviudado, y siendo dueña de elegir un nuevo esposo, casose con Agilulfo, duque de Turín, que fue proclamado rey. Teodolinda convirtió de la idolatría y del arrianismo al catolicismo a su nación, con el apoyo de Gregorio Magno; fabricó la basílica de San Juan en Monza, y la tradición le atribuye infinitas obras públicas.
 
 
 
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     Los emperadores de Constantinopla intentaron varias veces abatir a los Longobardos, los cuales excitaron en contra de aquellos a los Ávaros, peligrosos aliados. Adaloaldo, sometido a la tutela de Teodolinda, se deshonró hasta tal punto, que los jefes lo destituyeron para elegir en su lugar a Ariovaldo, duque de Turín, después del cual reinó Rotaris, que amplió el reino y quiso ocupar a Roma.
     Después del primer furor de la conquista, diose cierta regularidad al gobierno de los Longobardos, cuyos reyes no eran ya simples capitanes, sino verdaderos príncipes, con su corte, moneda, autoridades legislativa y judiciaria. Los duques eran déspotas en el país que les había tocado y en los que conquistaran; dependían del duque los escultascos o centenarios, que gobernaban alguna aldea, conducían los soldados a la guerra, y administraban justicia. A estos estaban subordinados los decanos, jefes de diez faras, unidas para la administración y para la guerra.
     Rodeados siempre de enemigos y en país enemigo, los Longobardos no pudieron abandonar jamás el sistema militar; todos los libres (arimanni) debían tomar las armas y acudir al llamamiento del rey; por esta razón estaba prohibido cambiar de domicilio fuera del distrito propio, so pena de ser considerado como desertor del regimiento.
     Como entre todos los Germanos, conservábase la faida, esto es, el derecho de poder vengar sus ultrajes, o los de sus parientes y amigos. Aunque se introdujeron tribunales, éstos se organizaron militarmente.
     Algún historiador ensalza los tiempos de la dominación longobarda; pero extranjeros y soldados incultos, ¿cómo podían tener dichoso ni tranquilo al país? Exterminaron a los nobles naturales; dividieron los terrenos, reduciendo los propietarios a tributarios (aldíos), que no podían casarse con mujer libre, ni servir en la milicia, ni dirigir la palabra a los tribunales. Las leyes longobardas no se referían más que a los vencedores, o a actos criminales, los cuales generalmente se expiaban mediante un precio determinado, que variaba según la condición de las personas. A los vencidos no les quedaban tribunales a quienes apelar. El antiguo derecho solo subsistía en los países no conquistados; los vencidos pasaban a ser como esclavos pertenecientes a los soldados; sin embargo, en los asuntos eclesiásticos se conservaba entre ellos la ley romana, por cuyo motivo adquirió preponderancia el clero, y el régimen eclesiástico tuvo sus diócesis y parroquias, sus curas y sus monjes, los cuales eran hermanos, hijos, allegados del pueblo indígena, que en ellos buscaba apoyo o consuelo. Los litigios que se originaban, eran sometidos el arbitrio del clero, única autoridad nacional que había sobrevivido, y que iba adquiriendo preponderancia.
     Pero el vencedor no hizo jamás partícipe de sus derechos al vencido; solo entre los Longobardos eran legítimos los matrimonios; Longobardos solos intervenían en hacer la leyes, que a ellos solos se referían. Los eclesiásticos gozaban de privilegios romanos en las cosas eclesiásticas; en las civiles eran equiparados a los Longobardos, y gozaban también del guidrigildo, o reparación por los daños recibidos.

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