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Cuatro caprichos teórico-prácticos

Noé Jitrik






1. Intelectuales: ¡Qué cosa!

¿Cuándo, en qué remotos tiempos, se empieza a advertir que ciertos sujetos detienen sus manos y su marcha, dejan de comer y de dormir o de pelear o de tener sexo, o de matar o de tocarse, para, de un modo raro y caprichoso, ponerse a pensar? ¿Qué sería pensar para esa gente, nuestros tímidos antepasados, agobiados por la duda y la inquietud, queriendo ansiosamente disiparlas o saber, o comprender, no solo qué podría haber más allá de la duda sino aun lo que podría ser dudar?

Puedo imaginar que pensaron los más antiguos de que se tenga noticia, Hammurabi por ejemplo, que para redactar algunas indicaciones a su tribu las tuvo que pensar, o Moisés, que se retiró a las montañas para ver qué podía ser de sus díscolos acompañantes (¿no lo vio acaso así Miguel Ángel y así lo eternizó?) y cómo podía ordenarlos, ante todo en el respeto a sí mismos pero con el astuto pretexto del respeto a Dios. Pensaron, cada uno a su manera y en relación con sus deidades preferidas, pero no solo frente a y desde dentro mismo de los problemas que tenían que enfrentar sino también, lo que implicaba graves consecuencias para el futuro, a través de recursos de lenguaje que debían operar allí donde las meras vociferaciones verbales no lograban convencer a nadie. De alguna manera, eran antisaussurianos, unos cuantos milenios antes de que Jacques Derrida desplazara la atención de la lingüística de la oralidad, precisamente saussuriana, a una eventual lingüística de la escritura.

Me atrevería a sostener que en eso reside un cambio fundamental y del que tenemos que hablar: inauguraron una serie que llega hasta nuestros días y que se conoce con el nombre de «intelectuales», solo que ellos habrían trazado las huellas por las que siglos después se desplazarían los filósofos griegos (haciendo una voltereta histórica condenable) que hablaban, por cierto (Sócrates), pero también escribían (Platón): ocuparse de cosas pensando en ellas -la realidad con todo su esplendor y enigmática diversidad- pero valiéndose de un lenguaje que por fuerza debía perfeccionarse para que tal pensamiento se tradujera eficazmente en posibles acciones de los demás. Sobre esos tres ejes se fue perfilando una manera de ser y, al mismo tiempo, cierta posición en la sociedad, entendida como relación armónica-inarmónica entre esos seres definidos como intelectuales y quienes no creían o no querían o no podían ser merecedores de esa posición. En cuanto a estos, atención por un lado a lo que los llamados intelectuales podían ofrecer y, simultáneamente, rechazo a lo que ofrecían y más aún a lo que eran; en cuanto a aquellos, reclusión a veces narcisística, a veces sabiamente paciente.

Pero ¿por qué, por comenzar, llamarlos «intelectuales»? ¿De dónde viene esta palabra y a quién se le ocurrió aplicársela a esos particulares sujetos? La segunda parte de la pregunta es difícil de responder: ¡vaya uno a saber! La primera es más fácil: viene de Intus legere que quiere decir «leer adentro». Nada más que por eso quienes intentan ir más allá de la superficie de las cosas, quienes no se quedan en lo inmediato de una situación, de un objeto, incluso de un saber, son intelectuales en un sentido puro de la palabra. Si esto es así, el concepto se amplía, el universo se agranda y ya no se debería pensar que ser intelectual supone una condición reducida, una especie encerrada en sí misma que hace del pensar un instrumento que le concede un poder y un privilegio respecto de quienes, simples mortales, no acceden a ello. Si se admitiera esta descripción como irrefutable no habría mucho que añadir pero en los hechos no se considera así y se sigue pensando que los intelectuales, para el saber común, son fatalmente raras avis, no se entiende lo que dicen, no creen en nada, y cuando alguien grita «fuego» salen disparando: es lo menos que se les atribuye.

De modo que no hay más remedio que seguir pensando en esta perspectiva y, acercando elementos de juicio, suponer que la contienda que parece no tener fin es entre el «ser» de quienes hacen de la relación entre pensamiento y palabra esa condición reducida y su probable performancia; dicho de otro modo, se trata de la incidencia que puede tener en un más allá de lo que son lo que formulan desde ese «ser», cada uno en su propio campo (habida cuenta de que no hay un intelectual genérico sino una diversidad, cada una con su discurso particular). En algunos casos la incidencia no se discute, parece muy claro: un médico, por ejemplo, lee (síntomas), piensa (en terapéuticas) y escribe (sus conclusiones), es por lo tanto un intelectual pero no hay duda de que lo que hace tiene un efecto visible. En otros, cuando se trata de prácticas de carácter simbólico, en apariencia más estrechamente ligadas a aquella relación y que disfrutan de una presencia social muy diferente, a veces mucho mayor, simplemente porque tienen mayores posibilidades de exhibición, escritores, filósofos, artistas, periodistas, comunicadores -con perdón de esta bárbara designación- no es lo mismo, el efecto es de otra y más lenta índole. Dejemos aquellos y atengámonos a estos: ¿de qué modo lo que hacen incide en el más allá de lo que hacen? Y, correlativamente, ¿qué espera de ellos el amplísimo universo de personas que no forman parte del conjunto al que pertenecen?

Al parecer, el hecho de que los considerados y autoconsiderados intelectuales piensen y traduzcan lo que piensan a determinados códigos, y que los hace reconocibles, haría que respecto de asuntos que no les atañen más directamente tuvieran más responsabilidades que quienes no tienen esa inclinación: como lo suyo es comprender más y tal vez mejor, porque han ido más adentro (Intus legere), se les pide -se les exige- no que iluminen más en asuntos que no serían propios de sus prácticas sino que intervengan más en ellos pero no desde sus prácticas específicas porque, manteniéndolos sus prácticas lejos de esos asuntos, envueltos en su «modo», no se ve con claridad de qué manera lo que sostengan puede ser operante en relación con aquello que se les pide. ¿Será ese pedido una reminiscencia del sabio anciano de la tribu que dirime los conflictos en los que chapotean los demás? ¿O del Rey Salomón y la maternidad discutida? Pero, siendo razonables ¿se puede pensar que un poeta hablando poéticamente de un candidato a diputado o intendente le hace un favor, aunque al candidato le venga bien que lo apoyen? ¿O un filósofo que abandona sus especulaciones para ir a vivir con los desprotegidos indígenas del norte realmente les será de una gran ayuda, aunque no hay duda de que gesto semejante puede tener alguna repercusión entre semejantes y el público en general? Hay en todo esto una suerte de encubierta apelación al detestado paternalismo, una semiconciente sumisión al hombre presuntamente superior del que, al mismo tiempo que se le exige que haga algo que se supone que contribuiría a solucionar alguna situación en la que navegan quienes lo solicitan, se desconfía, su lenguaje no es el mismo, es muy probable que se tema que pese a que responde a un interés que no es el suyo íntimamente predomine su propio interés y, lo que es más candente, su lenguaje, que es lo que más le importa.

En esa conflictiva red crece, como una planta conceptual y moral irrefutable, la idea del «compromiso» que suelen formular los propios intelectuales y que por lo general se traduce en dos modos de intervención: ya sea directa en los asuntos públicos, mezclándose con los afectados por ellas, ya sosteniendo, apoyando o adhiriendo a quienes lo hacen por sistema, o sea los movimientos o partidos políticos o los «dueños» del poder.

La primera «traducción» tiene un grado importante de espectacularidad: es el famoso «J'accuse» de Zola, expresión faro, motivo de emulación y de envidia así como de temor a asumir una responsabilidad tan grande; la segunda es más convencional, previsible y aun desdichada pese a la teoría de las «manos sucias», enarbolada por Sartre en su momento como dramática asunción de una realidad tan implacable como irrenunciable. Como para refutar sus valores se puede invocar desde los infortunios de Platón o Séneca, que trataron de incidir en la voluntad y la decisión de reyes o algo así, y realmente no les fue bien, a los escritores y artistas «afiliados» a diversas estructuras políticas al cabo de las cuales solo quedó desencanto o utilización: en definitiva, para soberanos o partidos políticos tener como «adherentes» o «adheridos» a intelectuales cuyos nombres poseen algún valor en la sociedad es una perspectiva interesante pero más de exhibición que de consideración por lo que pueda provenir de sus discursos propios para esclarecer algún punto oscuro de su propia relación con lo que a su vez los justifica. Y a la inversa en ocasiones no es desdeñable lo que tal adhesión puede implicar para los intelectuales «adheridos»; me refiero a lo que los aparatos partidarios pueden aportar para proveer público si, por ejemplo, se trata de músicos, lectores si se trata de escritores, puestos si se trata de académicos, compradores si se trata de pintores. No sería agraviante afirmar que la gloria de algunos de estos intelectuales, con méritos propios o no, nació gracias a lo que partidos políticos a los que adherían les brindaban.

No hay que olvidar que si bien la palabra «compromiso», que parece encerrar la significación que tiene la relación de los intelectuales con su exterior, no es novedosa fue puesta en circulación al final de la Segunda Guerra Mundial.

El tema de los intelectuales es todavía sentido en estos términos; ha sido tan controvertido y sobado que no se sabe muy bien de qué modo abordarlo sin repetir los lugares comunes que ambas maneras de compromiso han generado. El hecho es que subsiste esa primitiva división entre intelectuales y quienes no lo son pero con el siguiente matiz: quienes se sienten intelectuales o son considerados así en una división social, un tanto superficial, del trabajo, respetan a quienes no lo son, incluso los envidian, pero suelen no respetarse a sí mismos mientras quienes no se sienten intelectuales por lo general los respetan, esperan mucho de ellos e inclusive se respetan a sí mismos a veces excesivamente, sobre todo cuando desde ese autorrespeto denigran a los intelectuales.

Puede decirse que nunca termina de definirse el papel que desempeñan o, mejor dicho, deben desempeñar los intelectuales en relación con la sociedad. Algunos han pensado que por serlo, o sea por estar en un recinto sagrado -pensadores incluso los llaman- «deben» involucrarse con causas éticamente indiscutibles; si algunos, acaso muchos, no lo hacen, dan lugar a ese libro que tuvo tanto impacto hace más de sesenta años, «La traición de los intelectuales», de Julien Benda, en la idea de que hay determinadas causas respecto de las cuales quien es conciente de su importancia no puede ser indiferente. En la Francia ocupada por los nazis algunos entraron a la Resistencia, otros «colaboraron», otros fueron pasivos, claro ejemplo de una división de interpretaciones acerca de la responsabilidad moral, y del compromiso. Los que se comprometieron con el nazismo no tuvieron suerte, fueron condenados después, con la derrota del nazismo, los antinazis fueron celebrados y aplaudidos al final pero todavía se piensa que es más grave lo de los que esperaron a que el conflicto terminara para volver a ostentar su orgullo de intelectual. Pero ni esa división ni esos premios y castigos se aplican a quienes no querían, no podían o no debían ser intelectuales aunque hubieran hecho cosas mucho mejores o mucho peores.

Vuelve, pues, el tema y nos estamos ocupando otra vez de él, con la sospecha de no haber progresado demasiado en su elucidación. Pero, ¿por qué regresa, cuando regresa, esta cuestión? Supongo que puede haber una historia de su eclosión, su culminación y su debilitamiento; es muy posible que reaparezca en momentos de exasperación social y tienda a atenuarse cuando hay un respiro y el ejercicio de las competencias o cualidades puede ejecutarse de acuerdo con un programa de larga duración, no determinado o presionado por las exigencias de un conflicto social.

Aunque también cabe la pregunta acerca de si no es permanente, si no tiene un valor constante, inherente a la condición misma del intelectual, o sea si no tiene un costado ético tan insoslayable como indeciso. Pero ¿quién lo puede decir? O bien si no es también pensable que la responsabilidad de esos que son reconocidos y/o se autorreconocen como intelectuales reside estrictamente en el alcance que son capaces de darle a su instrumento específico, si, por ejemplo, pueden neutralizar la corrupción que asedia todo lenguaje y que proviene del exterior y afecta tanto la significación de lo que hacen como los efectos que pueden emanar de tal significación.




2. Todo, salvo lo que no lo es, es basura

La basura, si no es una blasfemia decirlo -la analogía es poesía, no puede ser blasfemia-, es lo más parecido que hay a Dios, si no es Dios mismo, por dos razones principales; la primera, porque está en todas partes: a ella llega todo, todo termina por ser ella, de ella sale mucho malo, pestes, desolación, miseria, también mucho bueno -arte perecedero, gas metano, abono- y, por fin, porque encierra en sus múltiples cuerpos y formas toda clase de seres que trabajan en la sombra destruyendo y reconstruyendo todo; la segunda, porque está en el fundamento, en el punto en el que el ser vacila y debe pegar un salto para ser fuera de ella: si la vida disipada de un centurión romano es basura de ese colmo brota la pureza, dicen, de un San Jerónimo que se refugia en el desierto donde, en principio, no hay basura aunque hay pájaros que la emiten infatigablemente pero esa, porque no es humana, parece que no cuenta. Como no contaba para Simón el Estilita que había creado una técnica para evitarla aunque poco se ha dicho qué hacía con la que él mismo producía en la cima de la columna.

Pero tal vez sea mucho comparar a la basura con Dios solo por su ubicuidad, principio que, por otra parte, tampoco se aplica a Dios in toto porque, se sabe, en muchas ocasiones no está cuando más se lo necesita. Más prudentemente se podría decir que es una diosa menor, aunque también objeto de adoración, hay gente que le construye templos, hay gente que ama vivir en ella, hay gente, casos se han visto, que construye palacios sobre la basura en la que sobrenadan otros. También están los ateos, los que nada quieren saber de ella, desde las narices sensibles hasta los zapatos, los que se lavan las manos casi cada cinco minutos y temen una contaminación que se filtraría insidiosamente desde el espíritu mismo de la basura, o sea las bacterias que trabajan en ella, los que huyen de ella como de la peste y tratan desesperadamente de sacársela de encima recurriendo a veces a medidas radicales como es quemarlas, aplicarles químicos, pero es en vano, la basura se ha bañado, como los dioses, en las aguas oscuras de la inmortalidad.

Vuelvo al principio; la basura está en todas partes: no solo es lo que más producen los conglomerados humanos que se llaman «sociedad» sino que, además, todos y cada uno de sus integrantes la producen, productores de basura somos todos, la producción de basura nos liga, democracia pura se diría, participación sin límites en esa desechable riqueza: los excrementos por empezar, eso que nadie muestra y que todos contemplan en soledad, los desechos de la comida que otros, más hechos a la basura, desafiantes de sus amenazas, recogen y reciclan, inutilidades que el desgaste o la muerte ponen en evidencia.

Creo que hay dos modos de producir basura; una es en silencio, tal como ocurre con las células que mueren incesantemente y deben ser barridas por alguna escoba interna que opera como las amas de casa en sus cocinas; la otra es visible y merece el estruendo, como cuando enormes camiones, escoltados por atléticos y saltarines recogedores, recogen bolsas infames en las calles y, después de aplastarlas, las arrojan a horrendos depósitos que antaño se llamaban «quemas», donde pululan seres humanos que sacan algo de ella en medio de un aire que se pudre, enferma y da lugar a discursos políticos o compasivos que no conducen a nada, salvo a admitir que la basura está ahí y delata el otro lado del consumo, el lado oscuro de la abundancia o incluso de la riqueza.

Se ve que hay diferentes tipos de basura; algunas son utilizables -reciclables, para reingresar al circuito como materia prima, o transformables en obras de arte-, otras son inocentes, como los restos de alimentos, orgánicas y acaso de valor prospectivo, humus por ejemplo; otras son peligrosas, las basuras hospitalarias y, por fin, las hay peligrosísimas, las atómicas o nucleares, nadie las quiere, su tránsito por el mundo se parece al del Judío Errante.

La basura, por lo que vamos viendo, es lo que queda de la materia tratada de diverso modo, sometida a violencias transformativas. ¿Es equivalente, por lo tanto, la noción de basura a la de «resto» o, incluso, a la de «desecho», o a la de «escoria»? Hay diferencias semánticas importantes en este cuadrunvirato de la decadencia. Basura es lo deleznable, tanto que de sustantivo, de hecho verificable a diario, pasa a ser adjetivo calificativo en varios idiomas; desecho es lo que ha sido objeto de una operación de descarte de lo útil de una materia y eventualmente no sirve más; escoria, término metalúrgico que indica igualmente lo que no sirve de un trozo de mineral en relación con lo valioso que encierra, ha pasado a ser, en lo humano, sinónimo de lo peor que puede haber en una sociedad, lo recluible y aislable, criminales, narcotraficantes, proxenetas, corruptos; resto, en cambio, es lo que queda y que, conservado, guardado y reutilizado, como ocurre con la comida, satura otras entidades, les da forma y aun las explica. Pero esa aproximación semántica es insuficiente y exige más precisiones porque cada término es usado con énfasis diferentes en los que el prejuicio desempeña también un papel. Conviene aclararlo para no caer en la trampa de usos que naturalizan y no interpretan.

De la basura ya dije lo más general; del desecho podría matizarse su posición: el polvo que va dejando el pulido de un mármol quizás no sirva para nada y sea barrido implacablemente; el aserrín de la madera puede, en cambio, ser reutilizado. La escoria es dura, irredimible, no se sabe qué hacer con ella, ni en las minas ni en los depósitos de seres humanos que se considera que no sirven para nada. Pero la posición del «resto» es más compleja. Por empezar, ¿no se dice acaso «restos diurnos» para entender de dónde vienen las efímeras imágenes de los sueños? La memoria, por otra parte, es una acumulación más organizada, ¿en forma de una gramática?, de imágenes que, por lo mismo, conllevan la suerte de los restos de las experiencias de donde salen y que nunca detienen un desgaste semejante a un pulido, se transforman constantemente. ¿Constituirán esos restos la llamada gramática del inconsciente y, en consecuencia será el inconsciente mismo un depósito de restos que no son basura? Y, correlativamente, ¿no hurga la ciencia del inconsciente, el psicoanálisis, en la basura de lo reprimido y en los restos que deja pasar para convertirlos en la materia de la verdad?

Pero si la basura está en el fundamento del devenir humano y social, los restos, que serían algo así como una sinécdoque de la basura, son, como resulta de lo que el psicoanálisis puede hacer con ellos, esencialmente operatorios, no solo en ese lugar específico sino en especial en las construcciones verbales: así como no hay conciencia que no esté hecha de restos no hay ninguna frase que no esté hecha de restos aunque parezca que los restos están desaparecidos en la nueva fórmula que ostenta el orgullo de ser significativa y de no deberle nada a nada. La Gramática Generativa lo ha mostrado convincentemente: cada elemento verbal sale de un paradigma que lo contiene o lo prevé de manera tal que el paradigma nunca entra entero en una frase sino algo que se desprende de él, un resto que hace inteligible la frase y permite reconocer su estructura y su significación. Los restos, en este caso, no serían ya basura ni nada equiparable sino la fecunda acumulación de un saber fragmentario que produce un todo de una materia verbal.

Y con más razón todavía la literatura, que sería algo así como lo que las palabras dejan atrás para constituir algo nuevo en ellas, o sea los restos de otras y diversas entidades.

Los restos, en literatura, pueden provenir de lecturas mediatas depositadas en una memoria que a veces sabe y otras no sabe que los guarda; también pueden ser objeto de apropiación inmediata, por conveniencia o por influjo. De una manera u otra, el escritor encuentra en ese tacho, en el que están depositados sus propios restos, lo que necesita o le viene bien e incorpora todo a una labor que dará algo nuevo, al igual que una frase, se sabe que un número infinito de frases puede salir de un número limitado de reglas, así como un número ilimitado de textos puede salir de un número limitado de preceptos y, para lo que venimos diciendo, de restos. Si lo hace bien, que es lo que suele designarse o reconocerse como genial, los restos son descubribles por las nuevas lecturas que producen: eso es lo que, triunfalmente, se denomina «intertextualidad» y, si lo hace bien, indica que nada nuevo hay bajo el sol y no importa porque los imaginarios entran en acción y las palabras rescatadas resplandecen así como la realidad se ilumina. Si lo hace mal, los restos vuelven a su reposo y el producto pasa a formar parte del inmenso caudal de la basura que acecha desde los estantes de las librerías o en las bibliotecas muertas.




3. La letra «K»

El excelente poeta cubano José Kozer ha escrito algunos textos que ha reunido en un libro al que tituló Un caso llamado FK. Saliendo de su discurso habitual, que es la poesía, en breves fragmentos en prosa nos devuelve a un Kafka elusivo, casi en brumas, no intenta volver a trazar las exaltaciones acerca de su obra ni de «interpretarlo» novedosamente, propósito, por otra parte, difícil de concebir en virtud de lo mucho y muy bueno que se ha escrito y dicho y se sigue diciendo, como que Kafka es ineludible para comprender gran parte de lo que nos pasa en todos los órdenes de nuestra difícil relación con eso que se llama realidad o mundo o se entiende como tal, incluida la literatura.

Ha intentado, me parece, imaginar que entre la letra «k» de Kozer y la «k» de Kafka hay un lazo tendido, un encuentro no del todo fortuito; ha imaginado, en suma, que la letra, no solo esa consonante, «significa», aunque sea en ese caso la posibilidad de imaginar que significa lo cual, a su vez, podría querer decir que la letra en sí misma, como letra, como dibujo, carga con algo que podríamos perfectamente entender como resultado de un histórico trabajo de conformación, desde los grabados en la piedra hasta el fonetismo, siempre que, por supuesto, creamos que el lenguaje ha ido siendo conformado por una diversidad de procesos que la historia de la escritura apenas describe pero que podemos suponer arraigados en el inconsciente. La letra, pues, y el inconsciente, relación para nada arbitraria en la medida en que cualquier acercamiento a esa fundamental noción está mediado por el lenguaje que, al mismo tiempo, por más imperfectamente que en nuestros torpes balbuceos sea, la configura como noción y como campo, por ubicarla de alguna manera.

El secreto puente que Kozer tiende entre él, puesto que esa letra inicia su apellido -y su identidad en el sentido de que es también la inicial del apellido de su padre-, y Kafka, no es la única que se puede establecer, aunque sea sugerente. La podría establecer, y a un título parecido, también Imre Kertész, que no cesa de invocar a Kafka aunque no sea por esa misma razón sino por una cuestión de linaje cultural: en el sendero que abrió Kafka, uno de sus herederos en la idea que tienen de la literatura, de alguna manera en el modo de encarar el propio judaísmo, en el modo de elegir una lengua, aunque no sea la propia, para escribir.

Pero todo eso es insuficiente: lo que los liga no puede consistir, por cierto, en una mera interacción literaria, del tipo influencia o ámbitos compartidos o culturas y lengua en común sino otro y más secreto lazo; la letra que los une tampoco los une en una exaltación de la letra, como señalé antes a propósito de la «k» del poeta cubano, pero sí, tal vez, más explícitamente, los une una compartida idea acerca de la autonomía de la literatura y la radical cualidad de esa acción llamada «escritura». Es una devoción, una entrega, una aceptación de la soledad del escritor, una independencia total respecto de lo esperable en escritores menos extremistas; el extremismo de Kafka, primero, remodela, sin programa, la literatura moderna; el de Kertész propone una serena desesperación como camino para ligar historia y escritura.

Diría que eso es común a ambos y que hacía falta mirar la letra «k» para advertirlo o, mejor dicho, para que yo lo advirtiera y quisiera proseguir en algunas relaciones quizás caprichosas, quizás dirigidas a desarrollar una idea que los incluiría pero que sería, al mismo tiempo, algo así como una condición de una escritura legítima, no corrompida por las mil artimañas de la institución, literaria y la(s) otra(s).

Se trataría, ante y sobre todo, de un «efecto» que en escrituras tan diferentes -uno predice el horror que se avecina, el otro lo describe-, es comprensible sin dificultad. Se trata, creo, de la «seriedad», como impresión que se desprende de la letra escrita, si nos situamos, especularmente, con nuestra propia seriedad frente a los textos. Pero esa seriedad a la que cualquiera, no solo yo, es sensible, dándose cuenta o siendo solamente afectado por ella, no es de los referentes narrados, que también lo son -la justicia en un caso, la injusticia en el otro- sino en el tono con que se los trata y, por añadidura, en el modo con que se los escribe, en la actitud, incluso, con que parecen estar enfrentadas las respectivas escrituras: esas escrituras se imponen, se siente que se trata de algo «serio», entendiéndose por tal cosa no lo opuesto al humor ni a la ligereza, cualidades que también podrían entrar en ese orden, a condición, por cierto, de que la escritura, y no solo lo dicho, irradie seriedad.

No hay proyecto ni plan para situarse en esa dimensión: se da o no se da, aunque no faltan escritores que «saben» que no se da y sin embargo siguen escribiendo; y si existe algo que se llama «crítica» su objetivo sería diferenciar entre lo serio y lo que no lo es y rescatar la seriedad, reconocer su forma (¿tiene «forma» la seriedad?) y adjudicarle el valor que puede tener y hasta describir el alcance de su operación sobre nuestras capacidades para entender de ella. Todo eso, tratándose de Kafka y de Kertész, parece gigantesco, es poco probable que yo lo pueda hacer; sería deseable que alguien lo hiciera.

Puedo, en cambio, sugerir que no puede darse tal seriedad fuera o desprendida de una «experiencia», otro concepto que aclara y confunde al mismo tiempo los límites de la literatura porque si por un lado la experiencia deviene memoria profunda y sin ella no se puede escribir, por el otro la experiencia vivida suele ser convertida en memoria inmediata, parece transmisible tal cual mediante palabras, sobre todo si es una experiencia mensurable, de orden individual o social; la experiencia, en este caso, deviene referente y, en consecuencia, es acomodable, es manipulable, puede ser presentada de acuerdo a cánones o necesidades de lectura, establecidas democrática o dictatorialmente de antemano: la seriedad se ausenta, la palabra escrita exhibe su precariedad. Creo que en ese caso se puede hablar de «corrupción» de la escritura.

En cambio, la experiencia que deviene memoria profunda -ese virtual espacio en el que se deposita y decanta y que es algo así como un depósito de restos, de lo que queda de ella misma-, aparecería en toda manifestación, atravesándola pero a condición de que sea o haya sido una experiencia abisal que se rehúsa a ser convertida o, dicho de otro modo, que trata de operarse y de operar en otro lugar, en el lugar de la escritura, que desborda la memoria sin perderla.

Pero, ¿qué es la experiencia? Es, sin duda, pero solo en primer lugar, una puesta a prueba física al cabo de la cual quien sale inmune está, por eso, autorizado para narrarla, lo haga o no lo haga; ese sería el caso del sometido a tormento a quien no logran abatir y que, de una manera u otra, da testimonio de lo indecible de la experiencia. Pero no solo eso: lo que, en un sentido más amplio, si aquella es una experiencia del cuerpo, también podemos reconocer como experiencia un extremo de pensamiento, un llegar a lugares no previstos del pensar que pone a prueba la capacidad o posibilidad de transmitirla, de un modo u otro, mediante exposición o mediante representación.

No podríamos, por lo tanto, pensar que la experiencia va en una sola dirección o que se produce en un único campo o sentido. Así, estamos frente a dos «k» para comparar. La experiencia de Kertész es reconocible, está ahí y podemos entender lo que fue; es, por lo tanto, del primer tipo: fue llevado a un campo de concentración, como era muy joven resistió y, finalmente, lo relató, sin solemnidad, incluso con cierto terrible humor; la de Kafka es del otro tipo: no fue llevado a ninguna parte, no salió de su ciudad, no salió de su oficina ni de la tristeza de su lucha, perdida por supuesto, tan solo con su padre.

Se diría, pensando en Kertész, que la experiencia del campo no solo se ha depositado en su memoria profunda, aunque quizás otras experiencias o experiencias de otro tipo residan también en ella, sino que es equivalente a la memoria, la integra y aún la configura: la memoria, que está ahí, en un antes poroso y vulnerable, se impregna de imágenes fuertes cuyo sentido el escritor consigue transmitir precisamente porque elude el patetismo que es, como se sabe, el pasaporte para esa usual práctica de la facilidad que remite la escritura, casi fatalmente, a un «ya sabido» que se puede reconocer y de cuyo reconocimiento todos se congratulan, el escritor en primer término. Por el contrario, haberse rehusado a lo testimonial y haberse centrado con obstinación en el punto de vista, le confiere ese carácter de seriedad que, a su vez, opera en el efecto y reconfigura la lectura, detiene la respiración del ojo, por referir así lo esencial de la lectura, y reconduce ese ojo virtual a una incertidumbre, tal vez solo a una posibilidad de comprender que la escritura del mundo es algo diferente, que está siempre en un más allá.

La experiencia, en Kafka, tiene otro carácter; reside en un imaginario de encierro y, por lo tanto, alimenta una memoria profunda, en la que las imágenes son difusas, como las del horror del insomnio, y en la ambigua salvación que de la angustia propone la escritura, y solicitantes de una manifestación que no sea igual a ellas mismas, que las transforme aunque previamente no tengan la forma del recuerdo de esa experiencia.

Se trata de un proceso en el que la memoria y su asedio es el fundamento pero si el asedio de la memoria no fuera sometido a la voluntad de la escritura se convertiría en aquello que para Kafka era la inminencia de la locura y para Kertész la tentación del suicidio, que también persiguió, y alcanzó, a Primo Levi y a Bruno Bettelheim. Esas inminencias, en estos casos ligados por la letra «k», irradian su escritura y le confieren esa seriedad que es tan difícil de definir: en la radicalidad del proceso que va de la experiencia a la escritura residiría su secreto y su singularidad, no basta con imitarlos o seguirlos para lograrla si no está interiorizada desde antes. Y, si lo está, autoriza a escribir cualquier cosa porque escribir, en esas condiciones, neutraliza la amenaza siempre latente de una presión social que conduce, si se cede, a la corrupción.




4. Desgaste

Toda existencia, animal, humana, vegetal y aun elemental (agua, fuego, tierra, aire) tiene un comienzo, un transcurso y un fin. Para el comienzo hay explicaciones bastante precisas y un sentimiento acompañante, de alegría y/o de temor, cuando emerge la cabeza del niño del hinchado vientre materno como cuando brota un pimpollo o cuando la lluvia alimenta los ríos o una chispa inicia un incendio. El transcurso de lo que crece es el fundamento de la sociedad, en cualquiera de sus manifestaciones, y eso da lugar a acciones y pasiones, a creencias y a creaciones, la palabra o el fruto y, correlativamente, la ilusión de eternidad escoltada por la amenaza del cese, de la discontinuidad. El fin, que clausura, reinicia el ciclo pero en otro lugar, la materia no se pierde, se transforma: eso que fue potencia se convierte en resto, las células que animaban los cuerpos se desagregan y sus elementos dan lugar a fertilizaciones secretas que, acaso, sean el punto de partida de nuevos comienzos, vaya uno a saber en qué lugar.

Dejemos de lado el nacimiento, que se juega en un instante y es una anécdota, un saber objetivo, de observación y acaso de admiración o de terror, y hablemos del transcurso: ahí se construye el saber. De este modo, se diría que la vida, y su interés narrativo, es el crecimiento; dicho de otro modo, lo que impulsa al tallo a sacar hojas, al ser humano a un hacer, es un gran relato que es como un espejo en el que se mira un ser viviente para verse en su espléndido y dramático acontecer. Un ser viviente, pues, se relata al mismo tiempo que se mira vivir y, por supuesto, que vive.

Pero se trata de transcurso y, como es natural, se trata de tiempo que es puro transcurso: el tiempo, sea lo que fuere su ser, es un transcurrir y parece eterno puesto que hasta la fecha ha seguido transcurriendo y acaso no termine nunca de hacerlo porque, eso no se sabe, no tiene comienzo. Él, el tiempo, no se gasta pero en cambio se gastan, ineluctablemente, en el transcurso, las existencias, animal, humana, vegetal, y hasta elemental, el agua, el aire, la tierra, el fuego. ¿Es el envejecimiento? ¿De eso, tan simple, se trata? Se sabe en qué consiste el envejecimiento cuyo comienzo, a su turno, se registra en un preciso momento, es cuando el transcurso experimenta una flexión y su pretensión de continuidad sufre un colapso que parece súbito pero no lo es, es resultado de una lenta preparación que lo acompaña y está reprimido, ocultado, controlado, incluso cuando el conjunto celular está en todo su esplendor y se lo cree, y cree que no hay tal descenso ni lenta caída, de la que se toma conciencia cuando irrumpe la enfermedad.

Y bien, a esa preparación la llamamos «desgaste»: se sabe que está ahí así como que hay que luchar contra él de las mil maneras que se han inventado y que se pueden seguir inventando; una de ellas, la más frecuente, es la negación, nada sé, nada pasa, nada me amenaza.

De modo que el relato de una vida es el relato del desgaste, con todas sus variantes y artilugios para neutralizarlo, y protegerse de él, los sentimientos que provoca, la lucha contra él, en suma las ilimitadas figuras que singularizan una existencia.

Y si tal relación es propia de un ser en el tiempo siempre existió un deseo de describirla; estamos hablando, de la novela que en ningún momento de su historia la perdió de vista: eso se fue convirtiendo de más en más en su razón de ser.

De este modo, si a la novela se le ha adjudicado o atribuido esa responsabilidad -a diferencia de otras realizaciones verbales, como la poesía, que desdeña el transcurso y se cierra en el instante- tendría que ver de manera más próxima a lo que se entiende que es la vida tanto la vivida en su transcurso como las posibles. Para hacerlo, recoge datos y trata de darles una forma que los reproduce reinterpretándolos o bien proyectándolos a un «posible». En ese molde caben todas las realizaciones que ostentan el nombre de novela.

Parece que no puede ser de otra manera, pero no porque relate nacimiento, progreso y muerte, lo que sostiene a la entidad «novela» es la acuciante presencia del desgaste cuyo secreto intenta develar y correlativamente conjurar configurándolo como una inminencia que acecha a todo lector, que es lo mismo que decir a todo ser humano.

Pero, ¿qué es el desgaste? Ante todo, material y concretamente, es una acción que consiste en reducir partes sobrantes, innecesarias y molestas, de un volumen cuya forma se quiere perfeccionar, sometiéndolas a una frotación: las partículas caen, el volumen gana una línea y se adapta a un uso que previamente era limitado o irritante. Este es el lado prometedor del desgaste porque, una vez ejecutado con los medios adecuados (lima, lija, cepillos), un objeto resplandece, adquiere su sentido: un gato que lima sus uñas para que no le provoquen heridas al rascarse sin el desgaste terminaría por darse muerte; si su enemigo, la rata, no desgastara sus dientes, llegaría a matar a sus congéneres por mero contacto, las ratas son concientes de esa posibilidad. Una lija que quita la aspereza a la madera o a la piedra le descubre una belleza o una virtud que el sobrante ocultaba; el escultor pone en evidencia con el formón una virtud; el agua desgasta la roca y le otorga formas caprichosas, a veces sorprendentes y de rara belleza o temibles honduras y, por otro lado, la reduce a arena, cuyo encanto es otro, acumulación misteriosa, amenaza de siglos de labor.

Si ese es el lado pragmático de la noción de desgaste el dramático afecta a la estructura celular por mero transcurso: las células se gastan en los seres vivos y ningún paliativo logra detener el final; pero los paliativos existen aunque muchos seres vivos no recurren a ellos y apuran el desgaste, le crean mejores condiciones para terminar su obra, adelantan el reloj en la vertiginosa expectativa de contemplar la implacable forma del tiempo: esa impaciente gestión recibe el nombre de «suicidio», cancelación del futuro, la nada que queda del desgaste.

¿Y de los paliativos qué? Nadie puede creer que una enfermedad que se cura impedirá que otras se manifiesten pero lo que importa es que la cura hace nacer una creencia, una fuerza que ilumina un instante, algo así como el sentido, que no es el que podría tener una vida individual, en lucha contra el desgaste, sino el fugitivo del tiempo mismo, encerrado en el secreto de su transcurso.

Y algo más de los paliativos: el hecho moral de asumirlos (cuidarse, cuidar, ocuparse, mirar, reconocer, admitir) se revierte sobre la sociedad y le atribuye funciones, la principal es proveer de paliativos para neutralizar o demorar el desgaste que, se sabe, concluirá con sus integrantes e incluso con ella misma si no sabe o no puede hallar los que necesita para garantizar su continuidad. Así, genera la noción de derechos, a veces protege a sus miembros, los cuida, los reconoce en sus necesidades y, cuando eso hace, pospone el desgaste, se promete un futuro: cuando no lo hace y guerrea y arremete contra propios y ajenos, cuando no cuida ni protege, su vida termina pronto. ¿No sería acaso la historia de la civilización misma una historia de desgastes, a veces detenidos gracias a paliativos, a veces acelerada por la contradictoria tendencia a la autodestrucción? Roma, que perdura, los toltecas que desaparecieron.

Se diría, entonces, que todo relato es del desgaste, el de la civilización, el de la historia, el de la vida: la novela será, por lo tanto, siempre novela de la vida y lo único que en su empresa lo resiste es el lenguaje, en tanto que aquello que mediante el lenguaje quiere encarnar y representar su triunfo o la resistencia que se le opone es igualmente víctima de él, termina por desaparecer como las civilizaciones y los cuerpos.

 

 





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