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ArribaAbajoArtículo tercero. Tercera época

Estado de los centrales después de la disolución de la Junta.-4. Resuelve el autor retirarse a su casa.-Obtiene su licencia.-9. Se embarca en la fragata Cornelia.-10. Los exdiputados de Asturias desafían a sus calumniadores.-Se transbordan al bergantín Covadonga.-12. Salen de la bahía.-Peligros de la navegación. Arribada a Muros y buena acogida allí.-Noticia de la invasión de Asturias.-Esperanza de su libertad.-Frustrada.-16. Comisión de la Junta Superior de Galicia para recoger sus pasaportes y registrar y ocupar sus papeles.-17. Conducta que observaron en este incidente.-22. Calificación de este atentado.-24. Noticia del que sufrieron sus compañeros en El Ferrol.-25. Representan al Consejo de Regencia.-27. Orden de ésta para el registro de los equipajes de los centrales.-Expediente a que dio ocasión.-33. Consulta y dictamen del Consejo en él.-35. Su resolución.-36. Nueva delación sobre el mismo asunto.-Verifícase el registro en la fragata Cornelia.-38. Calificación de este último atentado.-44. Conclusión.


1. El 1 de febrero de este año apareció ya al frente de la nación el nuevo gobierno, por el cual con tan buena y tan mala intención se había clamado tanto. Se alentaron a su vista los amigos de la patria, al reconocer un poder más vigoroso levantado contra la anarquía, que turbaba su sosiego, y contra los tiranos, que amenazaban su libertad. Se espantaron estos enemigos, que fundando en la disolución del gobierno la última esperanza de su triunfo, se hallaron forzados a seguir la difícil y sangrienta lucha con otro más firme y unido. Cayeron de ánimo los perturbadores de la paz interior, y viendo salir de las ruinas mismas del cuerpo que habían derrocado otro más robusto y más dispuesto a reprimir sus intentos, cuidaron sólo de disfrazarlos y esconder su vergüenza. Y, entretanto, nosotros, confiados en la Providencia, salíamos a arrostrar la persecución, sin otro consuelo que la idea del bien que acabábamos de hacer, ni otra seguridad que la que daba a cada uno el testimonio de su propia conciencia.

2. Es ciertamente digno de recordar al público el espectáculo que en aquel momento ofrecían a sus ojos los que poco antes habían tenido en sus manos la suma de la soberana autoridad. Acosados por la calumnia, que no los dejaba de la mano, desdeñados de la ambición, que había cambiado su envidia en desprecio, y mal vistos del vulgo, a quien una y otra preocupaban e incitaban contra ellos, volvían los ojos a todas partes, sin hallar protección en ninguna. Muchos que antes gozaran de alto y opulento estado, se vieron reducidos a oscura y escasa suerte, y los demás, perdidos sus antiguos empleos y su mediana o pequeña fortuna, y cerrados para ellos sus casas y pueblos de naturaleza o domicilio, cayeron de repente en la indigencia, y se vieron forzados a buscar algún asilo en la caridad de sus amigos y parientes, abandonados, al parecer, de la patria, a quien tan fielmente habían servido.

3. Entre tantos desgraciados, era yo de los pocos a quienes parecía haber respetado la fortuna, pues que dejaba a mi elección dos recursos para vivir sin ser gravoso a nadie: uno, permanecer al lado del gobierno, sirviendo mi antigua plaza de Consejero de Estado; otro, volverme a Gijón, para gozar en paz del pequeño patrimonio de que habían vivido mis padres, y del cual, por su muerte y la de toda su numerosa familia, quedara yo poseedor. El primero de estos medios parecía el más ventajoso y seguro, pero el horror que tantos escarmientos y desengaños me habían inspirado a la vida pública, la necesidad en que estaba de reparar mi salud y el deseo de descansar algún tiempo de tantas y tan mal premiadas fatigas, me hicieron preferir el segundo, como más conforme a la situación de mi espíritu. Resolví, por tanto, solicitar mi retiro, y al punto lo puse por obra.

4. En la mañana del 1 de febrero formé una representación al Supremo Consejo de Regencia, en que le suplicaba se dignase concederme mi retiro, señalar para mi subsistencia el sueldo a que me juzgase acreedor, y que cuando esto no fuese de su agrado, al menos me concediese una licencia para pasar a mi casa a restablecer mi salud. Al mismo tiempo le exponía que para no ser del todo inútil en aquel retiro, estaba pronto a continuar, si fuese de su agrado, en las comisiones que en otro tiempo y por tantos años había desempeñado en aquel país, y señaladamente en restablecer el Real Instituto Asturiano, fundado por mí en la villa de Gijón; establecimiento utilísimo, que habiendo producido ya el más copioso fruto de buena y escogida enseñanza, fue después perseguido y casi arruinado, en odio de mi nombre, por mis poderosos enemigos. La Suprema Regencia, en vista de esta representación, no condescendió en mi retiro, pero defirió benignamente al resto de mi súplica por una Real Orden, que me comunicó el Marqués de las Hormazas con fecha del siguiente día 2, cuyos honrosos términos debo contar entre las recompensas de mis servicios, como se verá en el Apéndice número XXI.

5. Obtenida esta licencia, volví la atención a los medios de realizar mi deseo; pero al examinar el estado de mi pobre fortuna, hallé que toda ella se reducía a 7.985 r.s. vellón, como 200 onzas de plata en cubiertos y una escribanía, mis pequeñas veneras, un escaso surtido de ropas, un cajón de libros y papeles, y lo poco que podía hallar en mi casa, saqueada ya una vez por los franceses. ¡Ah, quién me diría entonces que otra vez estos bárbaros estaban apoderados de ella y del patrimonio en que libraba la esperanza de mi descanso! Nadie extrañe que me detenga a hablar de estas miserias. Si la relación de ellas pareciere a alguno afectada o indecorosa (que todo podría ser), sepa que también la pobreza ilustra cuando es honrada, y que después de haber sufrido calumnias tan contrarias a mi carácter y de estar herido en la parte más sensible del amor propio, no sólo tengo derecho a defender mi constante desinterés, sino también a gloriarme de la estrechez a que me ha reducido.

6. De ésta, que si no se quiere llamar virtud, es a lo menos la prenda más noble del magistrado, creo haber dado testimonio en la última, así como en las primeras épocas de mi vida pública. Dije ya que aceptando el nombramiento para la Junta Central, rehusé el honorario que la de Asturias señaló a sus diputados, porque gozando un sueldo más que suficiente para mi subsistencia y decoro, creí cosa indigna admitir otra recompensa por un servicio a que era tan acreedora mi patria28. Tampoco admitimos secretario ni consultor de la diputación mi compañero y yo, ni abono de gastos a cargo del Principado, como creo que hizo algún otro. Cuando después se trató en Aranjuez de señalar sueldo a los centrales, fue mi dictamen que no pasase de mil doblones, pues, aunque escaso, creía que el estado de la nación pedía de nosotros los primeros ejemplos de moderación y parsimonia; y para que ninguno entendiese que en este dictamen podía tener parte el goce de sueldo superior por mi plaza de consejero de Estado, saben mis compañeros que consentía, y así lo expuse, en que se redujese a los mismos 60.000 reales. No entiendo por esto tachar de excesivo el que se acordó, pues tratándose entonces de vivir en un pueblo tan caro y de tanto lujo como Madrid, el decoro mismo del gobierno exigía, si no grande esplendor, mucha decencia en sus miembros, y eran pocos los que podían sostenerla sin los auxilios de la nación.

7. No daré como prueba de desinterés la renuncia del Ministerio de Gracia y Justicia, que se me ofreció y era tan ventajoso en sueldo, porque otras razones me le harían desechar, aunque estuviese dotado con todo el Potosí. Tampoco daré como mías las pruebas de moderación que dieron todos de no haberse mezclado a disponer por su mano de ninguna especie de fondos públicos, de no haber pedido gratificación ni ayuda de costa por ningún servicio ni encargo particular, de no haber acordado excepción alguna a su favor en los decretos de rebaja de sueldos, préstamos y contribuciones, y en fin, de haber abdicado el mando, sin pretender sueldo ni recompensa, ni recibir siquiera la última mesada vencida, cuando los más no tenían ya de qué vivir, sino de aquel residuo, y todos, inciertos de su suerte, se hallaban forzados a emprender algún viaje o buscar algún nuevo establecimiento con sus familias. Pero, si a tan pura conducta es comparable la de los hombres indignos que manchan sus manos en la sustancia de los pueblos, díganlo, si pueden, de buena fe los que con tanta impudencia nos asimilaron a ellos.

8. Del apuro en que yo me hallaba para emprender mi larga navegación me sacó uno de aquellos hombres que no se llaman héroes, porque no trastornan imperios, ni ganan batallas, ni acometen atrevidas y ambiciosas aventuras, pero que realmente lo son, por el constante ejercicio de las virtudes pacíficas de su estado, virtudes nunca más sólidas ni más difíciles que cuando ningún estímulo de vanidad las provoca, ninguna esperanza de recompensa o gloria humana las anima, y nacen sólo de los purísimos principios de religión, honor y benevolencia. D. Domingo García de la Fuente, agregado a mi familia desde que fui nombrado, en 1797, embajador a Rusia, donde él ya antes estuviera con D. Miguel de Gálvez, que me siguió y sirvió después en mi breve ministerio y que volvió conmigo a Gijón sin ventaja alguna, se hallaba en mi compañía cuando la garra del despotismo me arrastró desde mi casa a la cartuja de Mallorca. Entonces, resuelto a acompañarme también en mi desgracia, no sólo me siguió espontáneamente en tan incierto y largo destierro, sino que me acompañó y consoló continuamente en la profunda soledad de aquel monasterio. Arrancado de allí y trasladado al castillo de Bellver, se encerró y sepultó conmigo entre sus cerrojos, cuidó de mis intereses, me asistió en mis dolencias, toleró con resignación las suyas, que fueron graves, y sufrió conmigo y por mí los más insolentes y duros tratamientos, siempre con rostro sereno y con la caridad y fidelidad más tierna. Se hallaba todavía conmigo al disolverse la Junta Suprema, aunque con la plaza de primer portero de su secretaría general, y con justa esperanza de conservarla en la de la Regencia; pero no bien me vio resuelto a volver a Asturias, cuando, renunciando toda esperanza, determinó seguirme. No pude yo consentir en este nuevo y generoso sacrificio, ni él ceder sin muchas lágrimas a una separación que era para entrambos tan dolorosa; pero tampoco consintió que en la estrecha situación en que me hallaba buscase yo en otro el auxilio que él podía darme, y desde luego, ofreciéndome 12.000 reales, que era acaso toda la fortuna que había podido juntar en trece años de buenos servicios, me hizo las más vivas instancias para que los aceptase. Penetrado de la sinceridad de su oferta, cedí a ella, dándole las seguridades que permitían las circunstancias, y que tal vez mi desgracia y la suya habrán frustrado. Ni esto le bastó; sabiendo después mi detención aquí y el desamparo a que me reducía la ocupación de Asturias, voló a estar a mi lado, y hoy este mi honrado acreedor me sirve con la misma constancia y lealtad que si estuviese animado de las más altas esperanzas. Lectores, no culpéis esta disgresión, dictada por el agradecimiento y consagrada a la virtud, y pues que ya no puedo recompensar de otro modo la de este hombre de bien, no llevéis a mal que la haya expuesto y recomendado a vuestro aprecio, para que en él encuentre un premio tan digno de ella como de vosotros.

9. Con la noticia de que la fragata de S. M. Cornelia iba a partir en busca del venerable obispo de Orense, resolví, con mi inseparable compañero y amigo Camposagrado, solicitar nuestro pasaje en ella hasta Galicia, para tomar desde allí, por tierra, a nuestras casas de Asturias, y obtenido que hubimos el permiso, nos trasladamos a aquel buque con nuestras familias y equipajes. El mío, junto con el de D. José Acevedo Villarroel, oficial de la Secretaría del Consejo de Indias, que pasando con licencia a su casa, quiso, por su honradez y antiguo afecto a mi persona, asistirme en el viaje, era tan corto, que se reducía a tres cofres y un cajón de libros y papeles, con nuestras camas y la de dos solos criados. El de mi amigo era mayor, porque le acompañaban la marquesa, su esposa; el teniente de navío D. Juan Valdés, su hermano político; el capitán de infantería D. Ramón de Valdés, su tío y ayudante; el presbítero D. Antonio García Arango, su capellán; un cirujano, una doncella, un ayuda de cámara con su mujer y dos o tres criados. Pero al montar en la fragata, hallamos embarcados también en ella a los vocales de la Junta Central D. Francisco Castanedo y D. Lorenzo Bonifaz, con sus capellanes; al Conde de Gimonde y D. Sebastián de Jocano, con sus criados; al Vizconde de Quintanilla, con su esposa, su cuñada, tres hijas, dos hijos, dos sobrinos y la correspondiente familia, y a D. José García de la Torre, con su esposa, suegros, cuñada, hermana, hija y con los equipajes de todos estos; circunstancias que he querido referir prolijamente, porque luego se verá cuánto conduce su conocimiento al progreso de nuestra triste historia.

10. Poco tiempo fue menester para que yo conociese, en el desdén con que éramos tratados y en las atravesadas y desatentas miradas de la chusma de la fragata, el terrible efecto que las calumnias sembradas contra nosotros habían producido y hacían fermentar en ella; y como los que iban y venían de tierra nos asegurasen de los infames rumores que se esparcían en Cádiz, y en que éramos todos indistinta y confusamente envueltos, no hubo entre nosotros quien no se llenase de indignación contra tamaña injusticia. Pero, llegando a su colmo la de mi compañero y mía, y no pudiendo ya tolerarla, resolvimos salir al frente, y hacer a sus autores un público desafío, para que, si alguno tuviese algo que producir contra nuestra conducta particular, soltase su embozo, y se presentase a haberlas cara a cara con nosotros. Dirigimos este cartel al redactor del Diario de Cádiz, para que le publicase en su periódico, y a fin de que no se le pusiese embarazo pasamos oficio al general Venegas, gobernador de aquella plaza, rogándole que protegiese esta publicación. El gobernador y el diarista dieron cuenta de estos oficios a la Junta Superior de Cádiz; pero esta junta, de quien esperábamos, y que nos debía, alguna protección, o tímida o preocupada, rehusó la publicación. Si con razón o sin ella, lo juzgará el lector por los documentos de este incidente. Novis voluisse sat est. (Véase el Apéndice número XXII.)

11. Ya entonces empezaba el susurro de ciertos pasos dados por la misma Junta de Cádiz, y de cierta consulta hecha por el Consejo reunido contra los centrales, pero sin que pudiésemos traslucir el origen y objeto de estos movimientos. Impaciente yo de conocerle, resolví pasar a Cádiz, mas no lo consintieron mis compañeros, temerosos de que me expusiese a algún insulto, o por lo menos a un desaire, porque corría también la voz de que estábamos arrestados en la fragata, y su demora en bahía, cuando no le faltaba el viento y se hallaba con tan urgente comisión, parecía confirmarla. Crecía con esto nuestra impaciencia, y no pudiendo sufrir tanta injusticia y detención, como supiésemos que estaba también en bahía y pronto a dar la vela para Asturias el bergantín Nuestra Señora de Covadonga, resolvimos mi compañero y yo aprovechar la buena ocasión de navegar directamente en él. Dimos cuenta de este designio al Consejo de Regencia, por si en ello había algún embarazo; aprobó nuestra resolución, y con esto nos trasbordamos al bergantín, dejando encargada a personas de nuestra confianza la averiguación y el aviso de los manejos que se urdían contra nosotros, y cuyo presentimiento nos hacía partir con más enojo que cuidado.

12. Llegó con esto el 26 de febrero, y a las seis de la tarde, soplando el viento O. S. O., dimos la vela de la bahía. Del 1 al 2 de marzo doblamos el cabo de S. Vicente. Del 3 al 4, arreciando el viento de travesía y engrosando la mar, seguimos navegando nuestro rumbo, pero con gran cuidado y no ya sin recelo. Del 4 al 5 el temporal se hizo terrible y tormentoso, con vientos del S. O. al N. O., la mar por los cielos, y grandes y frecuentes chubascadas, que fueron siempre a más en toda la noche del 5, y en el fin de ésta, cuando nos estimábamos a diez leguas fuera del cabo de Finisterre, la mar y el viento nos habían arrojado sobre la Isla de Ons, contra cuyas rocas iba ya a estrellarse el buque, cuando al rayar del día 6 la luz y la protección del cielo salvaron nuestras vidas, dándonos el tiempo preciso para zafarnos con una virada oportuna; con lo cual, doblando el cabo de Coruvedo, pudimos tomar abrigo en esta hermosa y segura ría de Muros.

13. Pero nuestra suerte nos condenaba todavía a seguir de peligro en peligro y de una en otra desgracia. No bien habíamos anclado, cuando los individuos de la sanidad que vinieron a reconocernos nos dieron la triste noticia de que nuestro país estaba otra vez ocupado por los franceses. El cielo se nos vino encima, pues cuando el deseo de algún descanso nos empeñaba en tantos trabajos y peligros, vimos de repente cerrado para nosotros el único asilo en que podíamos encontrarle. Igual a nuestra pena fue nuestra admiración. Asturias, aunque privada de la mayor y mejor parte de las fuerzas que levantara para su defensa, por haber consagrado a la patria once mil soldados escogidos, que envió al mando del general Ballesteros, y que se han llenado de gloria en el ejército de la izquierda, tenía todavía recursos y vigor suficientes para conservar su libertad, y la hubiera conservado, si la disolución del enérgico gobierno que antes los buscaba y aplicaba, no los hubiese inutilizado, y si los comisarios que envió el Gobierno Central a redimir aquella infeliz provincia no se hubiesen ocupado más en instruir expedientes que en formar soldados y llevarlos a la defensa del país confiado a su mando.

14. La acogida que mi compañero y yo hallamos en la villa de Muros no pudo ser más favorable a nuestra triste situación ni más digna de nuestro reconocimiento. El furioso temporal de la noche anterior, dando a conocer a sus naturales el riesgo que habíamos corrido, los hizo mirarnos como a verdaderos náufragos, y excitó su humanidad en favor nuestro. Regidores, canónigos, empleados públicos, comerciantes y hasta los últimos del pueblo nos consolaron con su compasión y honraron con muestras del mayor aprecio. Pero se distinguieron entre todos la viuda y hijos Sendón, del comercio de esta villa, no solamente franqueando para nuestra habitación la mejor de sus casas, y trasladándose a vivir en otra menos cómoda, sino también prestándonos cuantos oficios y obsequios caben en la hospitalidad y la cortesanía; bondad que crece, así como nuestra gratitud, al paso que, con nuestra detención, se prolonga su incomodidad.

15. Después de celebrar una solemne acción de gracias al Altísimo por nuestro salvamento en la colegiata de esta villa, cuyo distinguido cabildo nos acreditó también su generosidad, y pasados algunos días, recibimos la agradable noticia de que las tropas de Asturias, conducidas por los generales del país, habían atacado al enemigo y le habían arrojado hasta el Sella, contándose ya al general Bónet al otro lado de sus fronteras. Llenos, pues, de alegría y confianza, e impacientes de rever nuestros hogares, determinamos reembarcarnos en el mismo bergantín, detenido aún en la ría por falta de viento. Nos habíamos ya despedido de nuestros favorecedores; estaba embarcado nuestro equipaje, el buque, levada el ancla, navegaba para ponerse en franquía, e íbamos a tomar un bote para pasar a él, cuando vimos que cambiado el viento, viraba otra vez sobre el puerto. Pero había virado también la fortuna, porque a poco tiempo llegó el correo con la triste nueva de que los franceses, atacando a los nuestros sobre Cangas de Onís, los habían rechazado y dispersado, volviendo a apoderarse de Gijón, Avilés y Oviedo, y a adelantarse hasta la derecha del Nalón. Con esto nuestras dulces ilusiones se volvieron en humo, y desde entonces continuamos en nuestra primera incierta situación, puestos siempre entre la esperanza y el desaliento; situación que nos fuera más llevadera, si nuevas contradicciones y disgustos no hubiesen turbado la paz y el consuelo que hallamos en la agradable compañía de estos honrados muradanos.

16. No fue el menor de nuestros disgustos el que voy a referir a mis lectores, para que admiren hasta qué punto la suerte, conjurada contra nosotros, nos exponía a la injusticia y al desprecio de las mismas autoridades que nos debían proteger. Arrojados a este puerto, donde sólo nos pudo detener la triste noticia que en él hallamos, ni nos fueron pedidos ni nos ocurrió presentar nuestros pasaportes, ni a la verdad era necesaria esta formalidad, cuando nuestros nombres y los de nuestras familias, así como el punto de nuestra dirección, constaban del rol, que fue reconocido por los individuos de la sanidad y por el comandante de marina del puerto, y cuando así mi compañero como yo éramos tan conocidos en este reino. Además, en el día siguiente a nuestra arribada, dimos cuenta de ella y del motivo de nuestra detención al Capitán General, rogándole que se sirviese comunicarnos las noticias que tuviese del estado de nuestro país y poniéndonos bajo de su protección. En el mismo día 7, enterados de no haber llegado a Galicia la fragata la Cornelia, ni noticia de oficio de la erección del Consejo de Regencia, escribimos al venerable obispo de Orense, comunicándosela, con remisión de los impresos que la acreditaban, y dirigimos también este pliego abierto al Capitán General, para que después de enterarse de su contenido, se sirviese encaminarle a su destino. Por último, en carta confidencial al mismo general le dimo s noticia de los últimos sucesos de la Isla, y no sé por qué especie de presentimiento le hablamos de los pasaportes que traíamos de la Regencia; a cuyos oficios todos recibimos puntual contestación. De forma que por este medio se hizo pública y generalmente conocida en este reino nuestra arribada, la ocasión de ella y la de nuestra detención en Muros.

17. A pesar de esto, y a pocos días de estar aquí, oímos ya cierto rum rum de que la Junta Superior de La Coruña meditaba no sé qué providencias contra nosotros, y aun se decía que un comandante de aquel resguardo, venido de allí, había anunciado que se enviaría una comisión a este efecto. La especie nos pareció tan inverosímil, que la tuvimos por una hablilla del vulgo; mas luego conocimos que no era del todo infundada. La moda de perseguir e insultar a los centrales había sucedido a la de calumniarlos, y cundiendo por todas partes, había montado ya el cabo de Finisterre y prendido en la Junta de Galicia, donde no faltó quien quisiese lucirlo con ella, estrenándola en nosotros. Es justo, pues, que sepa el público el efecto y las providencias que produjo aquí, porque nunca importa tanto instruirle en los excesos de las autoridades que le gobiernan, como cuando ha llegado el tiempo de que tengan un término, y de que los ciudadanos injuriados y perseguidos esperen más de su protección que teman de sus violencias.

18. Pasaran ya tres semanas desde nuestra llegada, y en el 25 de marzo, a cosa del mediodía, volviendo nosotros de la iglesia colegial, donde, convidados por el ayuntamiento, habíamos concurrido a la misa y procesión de rogativa pública, con que se imploraba la asistencia del Altísimo en favor de nuestras armas, se apareció en nuestra casa el coronel D. Juan Felipe Osorio, acompañado de un hombre, que luego supimos era escribano real. Habían entrado de secreto la noche anterior en esta villa, acompañados de un asesor y con escolta de tropa, sin que traspirase el motivo de su venida ni nosotros supiésemos de ella. Después de los ordinarios cumplidos, y de pedir nuestros nombres, manifestó el coronel que tenía que tratar conmigo solo. No me pareció poco extraña esta entrada, pero, retirándose Camposagrado, creció mi extrañeza al oírle que venía con comisión de la Junta Provincial de Santiago, emanada de la Superior de La Coruña, para saber si teníamos pasaportes y recogerlos. No le escondí cuánto me sorprendía esta providencia, ni las razones de mi sorpresa; pero le respondí que teníamos pasaportes de la Suprema Regencia del reino, y que pues cualquiera que fuese el objeto de su venida, debía bastarle reconocerlos, sin pasar a recogerlos, estaba pronto a presentar el mío, y no dudaba que mi compañero lo estaría también respecto del suyo. Pero insistió en que su comisión le obligaba a recoger uno y otro, y siendo vanas mis reflexiones y protestas acerca de esto, hube de ceder, por no estrellarme con una autoridad que empezaba teniendo en tan poco nuestro carácter y circunstancias. Entró mi compañero, se enteró de lo ocurrido, aprobó mi resolución y mis protestas, entregamos al coronel nuestros pasaportes, exigiendo testimonio de ellos, que nos ofreció, y con esto dábamos ya por concluido tan desagradable negocio.

19. No era así, por cierto, pues acabado el primer paso, y siendo ya las dos de la tarde, manifestó Osorio que tenía que hacer otra diligencia, y nos pidió hora para volver. Le significamos que, pues había empezado, no se detuviese en concluir su comisión, para librarnos de una vez del cuidado en que nos ponía su misterioso proceder; pero insistió en suspender la diligencia hasta la tarde y pedirnos hora. Se la dimos, se despidió; le convidamos a comer, no aceptó y se fue; debiendo yo confesar, en honor de este caballero, que en toda esta fastidiosa escena se portó con mucha moderación y cortesanía, y que si faltó, entrando sin previo anuncio en nuestra casa a ejecutar actos de justicia contra lo que exigen las reglas de policía y la urbanidad, este defecto, más bien que suyo, pudo ser de sus comitentes.

20. Volvió, pues, Osorio a la hora señalada, y ya entonces nos manifestó abiertamente que su comisión se extendía a reconocer y recoger nuestros papeles. Allí fue cuando nuestra indignación llegó a su colmo, y más particularmente la mía, que habiendo sentido una vez la mano feroz del despotismo ejecutando sobre mí igual atropellamiento, ni me quedó humor para sufrirle otra, ni creía que, llena ya la medida de horror con que la nación miraba estas violencias, pudiese ningún ciudadano estar expuesto a ellas. Lo hice así presente al comisionado con un calor y vehemencia que le hacían enmudecer; pero militar y ejecutor, insistía en serle forzoso cumplir las órdenes de sus jefes. La contienda duraba, pero lo que a nosotros sobraba de razón, sobraba al comisionado de fuerza para vencer en ella. En tal estrechura, no teniendo nada que temer del escrutinio de nuestros papeles, nos allanamos a que los reconociese, y si copia de alguno desease, la tomase también; pero al mismo tiempo le declaramos con la más decidida resolución que no los queríamos entregar, y que pues sólo la viva fuerza armada podría arrancárnoslos, obrase como le pareciese. A vista de esto, no se atrevió a insistir, y tomándose tiempo para consultar a sus comitentes, se retiró, aprovechando nosotros esta tregua para dirigir nuestra queja al Capitán General, dar cuenta de lo ocurrido al venerable obispo de Orense y representarlo a la Suprema Regencia29, aunque siempre temerosos de que los instigadores de la Junta de La Coruña se obstinasen en consumar nuestro atropellamiento.

21. Por dicha no sucedió así. En la Junta Superior de Galicia había muchas personas de noble y distinguido carácter, que conocida la sorpresa, se apresuraron a repararla; y los instigadores, tan tímidos en la defensa como fueron arrojados en el ataque, no se atrevieron a continuar la lucha con unos contrarios que tenían de valor y justicia todo lo que les faltaba de fuerza y protección. La Junta, por tanto, dio por concluida la comisión de Osorio; pero aprobó su conducta, le dio gracias por su buen desempeño, y acordada la restitución de nuestros pasaportes, le mandó retirarse con algunas prevenciones, más bien dirigidos a justificar su error que a satisfacer nuestro agravio.

22. Y gracias a Dios que éste no creció hasta donde quiso extenderle la Junta, como supimos después por el tenor de su comisión, la cual, según un oficio dirigido por Osorio al General, con fecha del 26 siguiente, era «para el examen y averiguación de los pasaportes de los Exmos. Sres. D. Gaspar de Jovellanos y marqués de Camposagrado; destino con seguridad de sus personas, no estando revestidos de ellos; aprensión de éstos, y de los papeles que les hubiesen acompañado desde Cádiz, etc.». Infiérase, pues, cuál pudo ser el espíritu que dictó esta providencia y a cuánta ignominia nos tuvo expuestos. Que viniésemos sin pasaportes no fuera extraño, porque dirigiéndonos por mar a nuestro país y siendo nuestras circunstancias tan conocidas, pudiéramos muy bien tener por ociosa esta formalidad, y de mí aseguro que si no hubiese visto a otros pedir sus pasaportes, no me ocurriera pedir el mío por la primera vez en mi vida. ¿Cuál, pues, fuera entonces nuestra suerte, cuando en esta villa no hay otro lugar seguro que una ruin cárcel y un llamado castillo, con dos covachas, que ni merecen el nombre de calabozos? Y ¿para qué se buscaría seguridad con nosotros en un punto de donde no podíamos salir sino gateando por las ásperas montañas que le rodean? Y ¿qué fuera de nosotros si cayendo esta comisión en persona menos prudente y advertida que el coronel Osorio, se hubiese procedido a arrancarnos a viva fuerza nuestros papeles, privándonos de este fruto de nuestras tareas, que luego verá la luz pública para desagravio nuestro y confusión de nuestros perseguidores?

23. Acaso la Suprema Regencia no penetró la extensión de esta violencia, pues que, reprobando la conducta de la Junta y su comisionado, por Real Orden de 27 de abril, nada proveyó sobre nuestro desagravio. Siendo, pues, necesario esperarle del público, cerraré este artículo haciendo honor a la parte sana de la Junta Superior de este reino; pero a los que la sorprendieron, y no esperarán tal obsequio, las siguientes preguntas:

1.ª: ¿Cómo pudieron dudar que tuviésemos pasaportes, cuando lo sabía el Capitán General, presidente de la Junta?

2.ª: Si dudaban de nuestra aserción, ¿por qué no encargaron a la justicia de Muros que los reconociese, o si tanto no les bastaba, que los recogiese y enviase a La Coruña?

3.ª: Si desconfiaban de esta justicia, y querían valerse de otra mano, ¿qué razón tuvieron para encargar tan sencilla diligencia a una comisión militar, escoltada de tropa, asistida de asesor y escribano, y revestida de un aparato que la hacía tan escandalosa en el público como injuriosa a nosotros?

4.ª: Cuando por algún accidente nos faltasen los pasaportes, siendo nosotros y nuestro estado y carácter tan conocidos en este reino, ¿qué objeto de policía ni de justicia pudo sugerir la idea de nuestro arresto?

5.ª: ¿Cuál era la competencia de la Junta para proceder a actos tan violentos contra un consejero de Estado y un teniente general, que arrojados por la tormenta a estas playas, se hallaban aquí de tránsito para otra provincia, no habían quebrantado ninguna ley ni reglamento municipal de ésta, ni contra ellos existía acusación, queja ni motivo particular de sospecha o desconfianza?

6.ª: Conocido que fue el error de la primera providencia, ¿por qué, en vez de repararle con otra que conciliase el decoro de la autoridad pública con el nuestro, trataron de sostenerle y dorarle con pretextos, que sin disculpar el exceso, dejaban más descubierto el agravio?

7.ª: ¿Por qué, en fin, los que nos expusieron a tanto sonrojo y humillación no recordaron la coplilla de aquel antiguo romance castellano que dice:


«Que non es de homes honrados
Nin de infanzones de pro
Facer denuesto a un fidalgo
Que es tenudo en más que vos»?

24. Pero ¡ah!, que en la larga carrera de nuestras desgracias quedaban todavía otras injusticias que admirar y otras amarguras que tragar y sufrir. Acababa de abrirse la comisión de Osorio, cuando por carta de uno de nuestros compañeros que dejamos a bordo de la Cornelia, supimos que arribando al Ferrol, no bien tomaron tierra en el Seijo, cuando hallaron sobre sí una comisión militar, enviada por la Junta de La Coruña para detenerlos. Cuál fuese el objeto de esta providencia no se sabe, aunque puede inferirse por la analogía y combinación de los sucesos contemporáneos. Lo cierto es que el gobernador del Ferrol, so pretexto de seguridad, trasladó al castillo de San Felipe a los canónigos D. Francisco Castanedo y D. Lorenzo Bonifaz, al conde de Gimonde, al vizconde de Quintanilla y a D. Sebastián de Jocano, todos individuos que fueran de la Junta Central. Dirigieron éstos sus quejas a la de Galicia, la cual acordó luego su libertad, bien que sin otra satisfacción que la de dorar su providencia con el título de medida de policía. Pero la misma carta nos instruía de otro insulto más atroz que había sido hecho a los mismos sujetos en la bahía de Cádiz con el registro de sus equipajes, de que hablaré luego. Estas noticias, al mismo tiempo que agravaron nuestra aflicción, nos dieron más clara idea de la indigna guerra declarada a nuestros nombres, y trayendo a nuestra memoria la insurrección que había precedido en Sevilla, los movimientos de la intrusa y efímera autoridad que se vio nacer de ella, y las medidas tomadas allí y en Cádiz contra los que habíamos compuesto la Junta Central; y combinándolo todo con la vacilación y tardanza de la Junta Superior de este reino en reconocer la Regencia, y con los atentados de Muros y Ferrol, nos hizo admirar y sentir la gran distancia a que se extendiera el influjo maligno que ocasionaba tantos escándalos, y con cuánta rabia difundía su veneno por todos los ángulos de España.

25. Siendo, pues, nuestra situación demasiado amarga y crítica, y los insultos que sufríamos demasiado grandes y peligrosos para que guardásemos por más tiempo el silencio, resolvimos elevar nuestras quejas al Supremo Consejo de Regencia, y lo hicimos en una larga representación de 29 de marzo, que se hallará en el Apéndice, en la cual, si nos es muy sensible haber hablado con alguna inexactitud de la conducta de la Junta de Cádiz y del Consejo reunido, nos lo es mucho más no haber tenido a la vista la consulta de éste y los oficios que la movieron, para que la impugnación de los sofismas e injurias de sus autores no fuese entonces tan incompleta ni ahora tan tardía30.

26. Mas ahora, que tengo en mis manos copia de los documentos relativos al expediente del Consejo y al que produjo el escandaloso registro de los equipajes hecho en Cádiz; ahora, que su presencia y lectura renuevan en mi alma el dolor que me obligó a tomar la pluma para escribir esta Memoria, voy a cerrarla con la exposición de la última injuria que nos estaba reservada. Y digo que nos estaba, porque en el registro de los equipajes, hecho en la fragata Cornelia, hubiéramos sido comprendidos mi honrado compañero y yo, si la casualidad de nuestro trasbordo al bergantín Covadonga no nos hubiese librado del bochorno y vergonzosa humillación que los demás sufrieron, y al cual no sé si hubiéramos podido sobrevivir.

27. Apenas se instaló la nueva Regencia, cuando sus dignos individuos, en medio de los grandes cuidados y peligros que los rodeaban, oyeron con susto las murmuraciones que se difundían por Cádiz contra los miembros del Gobierno Central. El espíritu que había dado impulso a la insurrección de Sevilla andaba ya soplando allí, plenis buccis, el mismo fuego, pues que no contento con destinar algunos de sus agentes a perseguirlos en su tránsito a la Isla, había adelantado otros, para que difundiesen en Cádiz las calumnias promulgadas en Sevilla y los famosos acuerdos de su Junta, porque su objeto, no sólo era la disolución del gobierno legítimo, sino también confirmar la intrusa y flaca autoridad que le habían sustituido. Entre otras voceadas que estos emisarios esparcían, era una que los centrales, cargados de las riquezas que habían robado al público, se iban a escapar con su presa, y esta especiota logró tanta acogida, que se tiene por cosa indudable que los diputados enviados por la Junta de Cádiz para tratar con el nuevo gobierno hicieron mérito de ella para proponer la necesidad de tomar alguna providencia con nosotros, a cuyo fin había ya dispuesto que no se nos permitiese partir de la bahía.

28. La Suprema Regencia, por uno de aquellos ímpetus del celo, que impaciente de hacer el bien, no se detiene en la calidad de los medios con que le busca, acordó desde luego que se hiciese un registro general de los equipajes de todos los que fueron miembros de la Junta Central. La Real Orden que el marqués de las Hormazas pasó a este fin, y fue extractada en otra que pasó después al Consejo, era de este tenor: «Que habiendo llegado a noticia de su majestad que en el público, cuyo odio a la Junta Central se había manifestado abiertamente, se decía que los individuos de ella conducían en sus baúles gruesas cantidades de dinero y alhajas de valor, prevenía a la superior de gobierno de Cádiz que de acuerdo con el comandante general de la escuadra, hiciese un registro de los equipajes de todos, para tomar, en consecuencia del resultado de esta diligencia, las providencias que fuesen justas».

29. La Junta de Cádiz, meditando con más frescura y madurez sobre el contenido de esta orden, vaciló en el partido que debía tomar, y penetrando ya la injusticia y dureza de semejante medida, se detuvo en su ejecución. Pero la Regencia, ansiosa de ella, instó de nuevo a la Junta, aunque ya más considerada, ciñó su orden a que, si había algunos de los individuos de la Central sobre quienes determinadamente recayese la sospecha del pueblo, manifestase quiénes eran, para detenerlos, y en caso contrario, dejasen marchar a todos.

30. Contestó entonces la Junta de Cádiz, y en un oficio de 14 de febrero, en que tocó con destreza todos los inconvenientes que ofrecía la medida acordada por la Regencia, y procuró justificar con mucho arte las que había empezado a tomar y deseaba cumplir, esquivó el encargo, y volvió sobre el gobierno toda la odiosidad de la ejecución.

31. Perpleja la Suprema Regencia, y comprometida ya en este negocio, resolvió asesorarse con el Consejo reunido, y en oficio que el marqués de las Hormazas pasó a su decano, con fecha del 15, con remisión de los antecedentes, encargó al Consejo que, con presencia de todo, consultase a S. M. «si los individuos todos de la Junta Central debían ser detenidos, o algunos determinadamente, designando los que hubiesen de ser; si convenía o no permitirles que pasasen a sus respectivas provincias, y finalmente, qué determinación habría de tomarse con ellos, en el supuesto de que ya estaban arrestados D. Lorenzo Calvo y el conde de Tilly, contra quienes S. M. tuvo motivos justos para dictar esta providencia.»31 .

32. Entonces fue cuando el Consejo reunido destacó la horrenda consulta del 19 de febrero, sobre la cual, por haber discurrido tan a la larga en la primera parte, sólo queda que tratar ahora del dictamen en que concluyó.

33. Con fecha del 16, el Consejo pasó el expediente a los fiscales, cuya respuesta daría materia a muchas justas reflexiones, si su texto, que se podrá leer en el Apéndice, y lo dicho en la primera parte sobre la consulta, no las hiciesen excusadas. Pero deben advertir en ella mis lectores la prudencia con que los fiscales procuraron, aunque en vano, inspirar al Consejo la única medida que podía convenir, para conciliar nuestro honor con las circunstancias en que se hallaban la nación y el gobierno. Ya en otra respuesta del 2 de febrero, y cuando se trataba de reconocer la Regencia, habían opinado que se consultase a la Regencia la necesidad de ilustrar a la nación acerca de la conducta del anterior gobierno, obligando a sus individuos a que diesen cuenta de su administración. Este dictamen no era desacertado, pues que siéndole responsables de su conducta, no podía ser dudosa aquella obligación, y si bien en calidad de depositarios que fuéramos del ejercicio de la soberanía, la nación sola tenía legítimo y bastante poder para pedir esta cuenta y castigar nuestros delitos, si alguno de ella resultase, tampoco era dudoso que el examen de nuestra conducta se podía emprender por el gobierno existente, para someterle después al juicio de la nación, que iba a ser congregada. Y aunque es cierto asimismo que la responsabilidad de los magistrados y ministros públicos no los obliga a dar una razón general e individual de todos los actos de su administración, sino solamente a responder a los cargos que sobre alguno de ellos se les hicieren, y a satisfacer las dudas o hacer las explicaciones que sobre algunos se les propusieren, también lo es que en las circunstancias en que se hallaban la nación y el gobierno, era más conveniente al estado de la opinión, al interés del público y al honor de los mismos centrales que se les man dase presentar la cuenta de los fondos que estuvieran a su disposición y dar una razón cumplida de su administración; cosa que sólo podían verificar estando presentes, y teniendo a la mano las actas de su gobierno, y cosa que sin ser un juicio formal, el cual no puede instaurarse sin que preceda demanda o acusación determinada, sería suficiente para satisfacer al público, y aun para justificar cualquiera medida política que interinamente quisiese tomarse. Por último, es también digna de alabarse la prudencia con que los fiscales propusieron su dictamen acerca del registro: «El reconocimiento de los equipajes (dijeron) es un paso que sólo se halla entre las actuaciones de una causa criminal, y si la seguridad individual de los señores vocales, la necesidad de satisfacer a la nación y otras razones políticas ponen a cubierto de toda censura la detención de sus personas, no sucede así con el examen de sus haberes. Este es un sagrado y el escudriñarle por sólo las voces populares, cuando no hay peligro de que se transporten, compromete la delicadeza de la justicia soberana y da lugar a que, o se censure ésta por los que la fuerza sujeta al reconocimiento, o indica que el Gobierno no ha tenido bastante previsión para evitar estos rumores».

34. Pero el dictamen que formó el Consejo en vista de tan extraños antecedentes, fue consiguiente a la tremenda exposición en que le fundó, y con que los consultantes pusieron el sello a su malignidad, como creo haber demostrado. No se atrevieron a apoyar el registro de los equipajes, pero alabaron el celo y prudencia con que la Regencia le había acordado, y aun censuraron indirectamente el detenimiento de la Junta de Cádiz en ejecutarle, atribuyendo su repugnancia a haber mirado aquella medida como dura y difícil, por haberla considerado a sangre fría. Tampoco defirieron al dictamen de los fiscales, pretextando que en esta especie de negocios la resolución tocaba «más a la prudencia que a la ciencia del derecho», como si los fiscales hubiesen regulado su parecer por el texto de alguna ley o por el voto común de los jurisconsultos. Quisieron, en fin, para sí solos la gloria de sacar al gobierno del atascadero en que se le había metido, satisfaciendo al mismo tiempo su propio resentimiento. No conviniéndoles, pues, que anduviésemos a su vista los que podíamos calificar mejor la parcialidad de sus dictámenes, no sólo opinaron que no era necesaria nuestra presencia, sino que se mostraron deseosos de acelerar nuestra partida, pues que, asegurando que no había en ella ningún peligro, añadieron que convenía darnos pasaportes, «para que pudiésemos salir prontamente adonde nos pareciese». Mas, no por eso, nos dejaron de la mano, sino que queriendo inspirar recelos de nuestra conducta y presentarnos en todas partes como sospechosos, propusieron también que todos debíamos quedar a disposición del Gobierno; que no convenía que nos reuniésemos muchos en un punto; que cada uno, en la provincia que eligiese, estuviese bajo la «vigilancia y encargo especial de los capitanes generales u otros jefes superiores», y en fin, para cerrarnos todo asilo, o más bien para que no pudiese aparecer en América ningún testigo ni víctima de la persecución en que les cupo tan buena parte, propusieron que no se permitiese a ninguno de nosotros pasar a aquellos países.

35. Y porque semejante dictamen se hará tan increíble a mis lectores, como la resolución con que el Supremo Consejo de Regencia le sancionó, copiaré aquí la Real Orden con que el marqués de las Hormazas la comunicó al decano del Consejo, en fecha de 21 de febrero de este año, en que está comprendido y loado, y dice así: «Ilmo. Señor: El Consejo de Regencia de los Reinos de España e Indias, adoptando con unanimidad y singular aprecio el prudente y acertado dictamen que le propone ese Supremo Tribunal, ha acordado que por las causas que tiene promovidas a los centrales D. Lorenzo Calvo y conde de Tilly, como con la invitación a la Junta de Cádiz en razón de que indicase cualquiera otros procedimientos que intentase con algunos más de los restantes vocales, ha llenado sus deberes en esta parte, y S. M. se propone completarlos, dejando responsables a todos ellos para con la nación junta en Cortes, a efecto de que den cuenta de su administración y publiquen el manifiesto que tienen ofrecido. De consiguiente, y en conformidad del referido dictamen, ha resuelto S. M. se franquee a los vocales libres sus pasaportes, para que puedan trasladarse a sus provincias; pero de ningún modo para las Américas; debiendo quedar a disposición del Gobierno, bajo la vigilancia y cargo especial de los capitanes generales u otros jefes superiores de las provincias adonde les convenga dirigirse, y cuidando la Regencia que no se reúnan muchos en una provincia. Asimismo ha dispuesto S. M. que de todo se dé noticia a la Junta Superior de Cádiz, en ulterior prueba de los deseos que animan constantemente al Consejo de Regencia de complacerla, y de la distinguida atención que le merecen sus representaciones, en cuanto lo permitan la justicia y las circunstancias. Todo lo que de Real Orden comunico a V. S. I. para su inteligencia y gobierno y la de ese Supremo Tribunal. Dios guarde a V. S. I. muchos años. Real Isla de León, 21 de febrero de 1810.-El marqués de las Hormazas.»32. De esta manera, sin examen ni juicio previo, quedó sellada con sólo el dictamen del Supremo Tribunal de ambos mundos, y sancionada por la autoridad soberana, la degradación de los dignos individuos que acababan de hacer a la nación tan ilustres servicios33.

36. Mas si esto bastó para contentar la envidia de nuestros émulos, no bastó para saciar la rabia de nuestros enemigos, a quienes faltaba todavía arrancar al gobierno alguna medida más estrepitosa, que completase su triunfo y nuestra humillación. Lo que deseaban lo consiguieron fácilmente. Poniendo al punto en acción sus artificios, hicieron que uno de sus agentes apoyase ante el gobierno los falsos rumores que ellos mismos habían esparcido, con una delación más abierta y determinada, y para desacreditar a un tiempo al gobierno que habían disuelto y al que deseaban disolver, le forzaron a que acordase el registro de los equipajes de los centrales que estábamos detenidos en la Cornelia.

37. Acordado que fue este registro, pasó inmediatamente a la fragata D. Juan Páez de la Cadena, ministro del tribunal de policía, acompañado de los delatores y de un buen número de dependientes, e intimó la comisión que llevaba. La oyeron los centrales con sorpresa; pero, sometiéndose a la autoridad suprema de quien emanaba, sólo exigieron que se diese al acto del registro la mayor publicidad posible, a fin de que el desengaño fuese más completo y notorio. La prudencia y circunspección del ministro comisionado condescendió con tan justa demanda: el reconocimiento de los equipajes se hizo en público con la más menuda escrupulosidad, a vista de la tripulación de la fragata y a presencia de los mismos delatores, y la horrenda falsedad de la calumnia quedó completamente demostrada en el mismo hecho, con tanta gloria de la inocencia como ignominia de sus perseguidores.

38. Yo no hablaré ahora ni del ruin delator que fraguó o adoptó tan monstruosa calumnia, ni del hombre, más ruin, que cediendo a ajenas sugestiones, la apoyó contra su misma evidencia y conciencia. Tampoco hablaré del poco aprecio con que la Regencia acogió la reclamación de los injuriados, que al punto comisionaron a D. José García de la Torre para que pidiese ante ella el desagravio de una injuria tan pública, ni del extraño partido que le consultó el Consejo de levantar un expediente judicial sobre una delación tan solemnemente y a presencia de tanta muchedumbre de testigos desmentida. No me detendré en las idas y venidas de tal expediente, ni en su trasiego de unos tribunales en otros, para embarazar su conclusión y prolongar el desagravio de los interesados; ni finalmente, en la extraña e ilegal resolución con que al cabo de seis meses se creyó reparar el ultraje de tantas dignas personas y desagraviar la vindicta pública, cuya satisfacción era tanto más necesaria, cuanto más generoso fuera el perdón que los ofendidos concedieron a sus ofensores. Porque de todo esto quiero que se enteren los lectores por sí mismos, leyendo y admirando la Real Orden que, con fecha de 10 del mes pasado, comunicó el ministro D. Nicolás de Sierra, no a los interesados, que ni aun esto le debieron, sino al secretario del despacho de Estado; documento memorable, que se estampará también en el Apéndice34, para que atestigüe perpetuamente a nuestros venideros el indisculpable abandono con que la autoridad pública expuso a tantos buenos servidores de la patria a ser juguete de la envidia de sus émulos y del furor de sus enemigos.

39. Tal ha sido la última herida que penetró nuestro corazón, si última puede llamarse mientras la calumnia maquina, la envidia sopla, la inocencia sufre y el gobierno duerme todavía. Y ¿no tendremos derecho de quejarnos? No importa que de este escandaloso registro haya resultado un desengaño el más patente de nuestra inocencia y de la iniquidad de nuestros enemigos, porque ni él era necesario para que la pureza y probidad de los que le sufrieron fuesen conocidas, ni basta la utilidad del fin para disculpar la injusticia de los medios. No achacaré toda la violencia de esta medida a la Suprema Regencia, que instigada por tan urgentes impulsos y extraviada por tan siniestros consejos, se alucinó en una resolución que acaso creyó la más favorable a nuestro honor. Mas no por eso aprobaré la nimia docilidad con que cedió a sugestiones cuya parcialidad pudo y debió penetrar. Ninguno conoce mejor que yo el corazón de los dignos individuos que componen este augusto cuerpo, y ninguno respeta más sinceramente su celo y sus talentos; pero ninguno tiene más derecho que yo para admirar la timidez con que consideró unas circunstancias que eran tan peligrosas para su propia autoridad como para nuestra opinión. Procedió, sin duda, con pureza de intención; pero si ésta basta para justificar aquellas providencias que, no teniendo regla que señale la línea que deben seguir, penden del acierto contingente de la prudencia, no basta para cohonestar las que traspasan los dictados de la razón y los principios eternos de la justicia. La ley resistía, tanto la escandalosa medida que se tomó, como la falta que hubo en la reparación del mal que hizo, y nada en este escandaloso incidente es más monstruoso que el consejo de aquellos magistrados, que creyendo necesario un formal y solemne juicio para castigar a los autores de una calumnia tan evidentemente descubierta, no le juzgaron necesario para proceder, por una simple, inverosímil e increíble delación, a un acto tan contrario a las leyes como a la seguridad, a la libertad y al honor de tantos dignos ciudadanos.

40. ¿Y por ventura no indicaba la prudencia política bien claramente la línea que convenía seguir en este negocio, y el partido que era más decoroso a la misma autoridad pública? Un poco más de paciencia y meditación hubiera hecho conocer a la Suprema Regencia que nunca sería más respetada la suya que cuando se viese desplegada con vigor para proteger la inocencia y reprimir la calumnia, y que nunca peligrarían más su decoro y seguridad que cuando la calumnia, triunfante de los que antes representaran la soberanía, se animase a perseguirla en sus sucesores. Hubiera sentido que nunca sería más poderosa la fuerza confiada a sus manos que cuando se emplease en mantener el orden público y en refrenar a los perturbadores, que, promoviendo la anarquía, eran ya más enemigos del gobierno existente que del que habían destruido. Hubiera, en fin, previsto que, si es peligroso oponerse de frente a la opinión pública, es también necesario desengañarla y traerla al sendero de la justicia con la sencilla exposición de la verdad, y que esto nunca es difícil cuando son la mentira o la calumnia las que la sacan de él. Porque el público ama siempre la justicia, aun en sus errores; la respeta aun cuando la persigue, y nadie le desvía de este amor y respeto sino con las apariencias de aquella virtud. Alabando, pues, el buen celo del Supremo Gobierno, toda la veneración que le profeso no basta para que no eche menos su prudencia y su equidad en la decisión de este negocio.

41. Pero lo que sobre todo merecerá la más plena desaprobación de nuestros contemporáneos y la eterna censura de la imparcial posteridad, es la falta de consideración, de prudencia, de equidad y de justicia de los que le arrastra ron a tan escandalosas providencias. Porque ¿quién creerá que ni los individuos de la Junta Superior de Cádiz, ni los ministros del Consejo que solicitaron las medidas y dictaron las consultas de aquel tiempo, estuviesen persuadidos de la verdad de los rumores que se esparcían en aquella ciudad, y mucho menos que fuese objeto de ellos ningún central de los que estábamos embarcados en la Cornelia? ¿Había, por ventura, en Cádiz un solo hombre público que ignorase de dónde procedían, por quién se divulgaban y cuál era el perverso fin a que se dirigían tan increíbles imposturas? ¿Qué es, pues, lo que pudo moverlos a promover y autorizar providencias tan injuriosas a la opinión de tantos hombres de bien?

42. Bien sé que para cohonestarlas se buscó entonces un motivo, y se buscará ahora una disculpa, en la opinión del público. La Junta de Cádiz se erigió en órgano suyo, y el falso celo de los consejeros consultantes la invocó en apoyo de sus invectivas y consejos, como si esta sola opinión señalase la única línea de conducta que debe seguir un gobierno, o como si ninguna providencia dirigida a contentarla o acallarla pudiese ser injusta. Pero ¡cuántas injusticias y atropellamientos no ha producido, y cuántos no puede producir esta máxima, en un tiempo en que el espíritu del pueblo está tan exaltado como el livor de la envidia y la astucia de la ambición que le provocan! El pueblo, si tal nombre se quiere dar a la gran masa de gente ignorante y bozal, que nunca juzga por su propia razón, sino por sugestión ajena, jamás profesa amor a su gobierno, nunca le hace justicia y siempre halla culpas o faltas en los que le componen. Pero estos juicios no nacen de malignidad suya; le vienen siempre de la ajena. Le vienen de los que aspirando a mandar, tienen grande interés en desacreditar a los que mandan. Le vienen de los envidiosos y presumidos, que censurando a todas horas al gobierno, quieren pasar por entendidos en el arte de gobernar. Le vienen de los quejosos y descontentos, que nacen del ejercicio mismo de la justicia, y en fin, de los charlatanes y lenguaraces, que por ociosidad o por vicio hablan y censuran de todo, sin entender de nada. De estos elementos se compone aquella disposición ordinaria del pueblo, que tan discretamente definió Guiciardini: «Tale é (dice) la natura d' popoli, inclinata á sperare pui di quel che si debbe, et á tolerare manco di quel che é necesario, é ad avere sempre in fastidio le cose presente».

43. ¡Ah!, semejante disposición es más descubierta en medio de las desgracias públicas, que ofrecen más plausibles pretextos al diente de los murmuradores; y mal pecado, de esta verdad ha dado una triste confirmación la suerte de la Junta Central. A pesar de las desgracias que acaecieron desde el noviembre de 1808, su energía y su celo le conservaron la confianza del público, aunque combatida por las censuras de sus enemigos; pero cuando era mayor esta confianza, cuando por sus ilustres esfuerzos los ejércitos de la patria iban a entrar otra vez en Madrid, la fatal rota de Ocaña le arrebató el fruto de sus patrióticos afanes. ¿Y no será un monstruo quien le atribuya esta desgracia, cuando ya no la Junta, sino la comisión ejecutiva, dirigía los negocios de la guerra; cuando sus causas deben buscar se en el ejército, y no en el gobierno? Pero ella era demasiado grande, sus consecuencias demasiado terribles; el vulgo las sentía, y los ambiciosos no se detuvieron en atribuirlas al gobierno que trataban de arruinar. ¿Quién, pues, dijo a las autoridades de Cádiz que aquellos rumores eran el eco de la opinión pública? No, no; eran el susurro de unos advenedizos, repetido por un puñado de gente baja y soez, seducida o comprada por ellos, mientras las personas ilustradas y sensatas, y la parte más sana de aquella ilustre ciudad le oía con escándalo y le despreciaba y detestaba en silencio. De forma que se pudiera preguntar a los que achacaban al pueblo de Cádiz esta opinión lo que Cicerón a Clodio, cuando pretendía que el pueblo de Roma fuera autor de su persecución y destierro: «An tu populum romanum esse illum putas, qui constat ex iis qui mercede conducuntur? Qui impelluntur ut vim afferant magistratibus? Ut obsideant senatum? Optent quotidie caedem, incendia, rapinas?... ». Pero acabemos ya. El hado siniestro que presidía en aquella época a la suerte de la nación y a la de sus más fieles servidores desplomó sobre ellos todo el peso de rigor y severidad, que sólo debió caer sobre sus perseguidores, cuyo castigo y oprobio, así como el premio y triunfo de sus víctimas, quedaron reservados al infalible juicio de la misma opinión que fue suplantada para oprimirlos.

44. Con esto levanto la mano y doy fin a esta Memoria, en que tal vez habré abusado de la paciencia y benignidad de mis lectores. Si así fuere, perdónese a la hidalguía del impulso que me movió a escribirla. Si hallaren demostrado en ella que ni fue usurpada la autoridad de que fui parte, ni fui culpable de abuso en su ejercicio; que no concurrí a disipar ni malversar los fondos públicos, sino más bien a su fiel y económica distribución, y que fui siempre tan celoso y constante defensor de mi patria, como enemigo de los tiranos que la oprimen; si hallaren que consagré el último resto de mis luces y fuerzas a la defensa y servicio de la nación, y que en este laborioso período de mi magistratura, mis opiniones, mis escritos y todos los pensamientos y todos los pasos de mi conducta pública fueron dictados por la lealtad y el patriotismo, sin ninguna mira de ambición, de orgullo ni interés personal; si hallaren, en fin, que vuelto a mi primera condición, en vez del aprecio y gratitud que debía esperar del público, sólo hallé peligros, inquietudes y desaires, y que los toleré con la moderación y constancia que convenían a un hombre inocente, nada me quedará que desear, y mi trabajo será plenamente recompensado.

45. Con todo, al levantar la pluma, una secreta pena queda en mi corazón, que le turbará en el resto de mis días. Yo no he podido defenderme a mí sin ofender a otros, y temo que, por la primera vez de mi vida, empezaré a tener enemigos que yo mismo haya excitado. Pero, herido en lo más vivo y sensible de mi honor, y no hallando autoridad que le protegiese y salvase, era preciso buscar mi defensa en la pluma, única arma que había quedado en mis manos. Manejarla con templanza cuando un dolor tan agudo la impelía, era muy difícil. Otro más diestro en estas lides la hubiera esgrimido con más arte y herido más, exponiéndose menos; yo, atacado con vehemencia y entrando en la lucha inexperto y solo, me entregué a ella a cuerpo descubierto, y por salir del peligro presente, no me curé de los que podían sobrevenir. Tal era el impulso que me arrastraba, que me hizo perder de vista todas aquellas consideraciones que tanto pudieran sobre mí en otro tiempo. Veneración a la autoridad pública, respeto a las personas constituidas en dignidad, afecciones privadas de amistad, de inclinación, de trato y familiaridad, todo cedió en mi espíritu al amor a la justicia y al deseo de que la verdad y la inocencia triunfasen sobre la envidia y la calumnia. ¿Y será tanto perdonado por los que me persiguieron, ni por los que me negaron su protección? Pero no importa; llegó ya para mí el tiempo en que toda desaprobación que no venga de los hombres de bien y amantes de la justicia deba serme indiferente. Cuando me hallo tan cercano a la edad que señala un término infalible a la vida del hombre; cuando estoy pobre y desvalido, y sin hogar ni protección en mi misma patria, ¿qué me queda que desear, después de su gloria y su libertad, sino morir con el buen nombre que procuré adquirir en ella?

46. Amados compatriotas, cualquiera región que habitareis, donde el nombre español sea respetado, si llegare a vosotros esta Memoria, admitidla con benignidad, leedla con atención y pesad su materia en la balanza imparcial de la justicia. En ella hallaréis defendida ante el augusto tribunal de la opinión pública la causa del mérito y la inocencia ultrajados y perseguidos, contra la envidia y la calumnia, sus únicos acusadores. Todos vosotros seréis sus jueces, y vuestro juicio será respetado de la posteridad. Dad, pues, el fallo, de cuya favorable justicia me asegura mi conciencia. Y si en medio de las lágrimas que os hace derramar sobre los males de nuestra patria el furor de los enemigos exteriores, que tan cruelmente la devastan, quedan algunas para sentir las injusticias con que sus enemigos internos la afligen, concededlas a un anciano magistrado, a quien no bastaron ni los largos servicios35 que hizo, ni las crueles persecuciones que sufrió, ni las últimas ilustres vigilias que consagró al bien y defensa de su nación, para salvarle de la persecución y el furor de estos espurios españoles. Dignaos, pues, de sellar con vuestro juicio su desagravio, de consolarle con vuestra compasión y de darle en vuestro aprecio y gratitud el único premio que desea para acabar en paz sus días. Así promoveréis a un mismo tiempo la causa de la inocencia y la de la patria, cuya gloria y seguridad no están menos cifradas en los triunfos de su valor que en los de su justicia. Muros, 2 de setiembre de 1810.

Gaspar de Jovellanos





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