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ArribaAbajoArtículo tercero. Tercera calumnia: infidelidad a la patria

Temeridad de esta calumnia.-4. Desvanecida por su misma atrocidad.-6. Por la naturaleza del cuerpo a quien se imputa.-7. Por el número y carácter de sus miembros.-10. Por la improbabilidad de su objeto.-13. Por las personas que la Junta asoció a su Gobierno.-Por la firmeza con que rechazó las asechanzas del enemigo.-17. Por la franqueza con que se ofreció y expuso al juicio de la nación.-19. Por la constancia con que la salvó de la anarquía.-20. Por la generosidad con que abdicó su autoridad.-21. Por la moderación de su conducta.-22. Malignidad de los calumniadores.


1. En la última calumnia divulgada contra los miembros de la Junta Gubernativa acabaron de vomitar sus enemigos todo el odio que en sus ruines almas escondían. Era muy grave sin duda, sobre vergonzoso, el crimen de peculado; pero el de infidencia a la patria en las circunstancias en que, y en las personas a quienes se imputaba, reunía toda la enormidad que podía hacerle en el más alto grado abominable y atrocísimo. Y esto hace ver que si nuestros calumniadores fueron bastante insensatos para atribuirnos un crimen, que por inverisímil y repugnante se haría increíble o se desvanecería por sí mismo, también fueron bastante malvados en aprovechar el momento que era más favorable para producir el pronto y terrible efecto a que aspiraban. Se hallaba la nación consternada por la triste y no esperada derrota de Ocaña y por la falta del mejor de sus ejércitos; los enemigos, vencida la barrera de Sierra Morena, venían derramándose sobre los cuatro Reinos de Andalucía; uno de sus ejércitos se avanzaba al de Sevilla y amenazaba su capital; aquella populosa ciudad estaba ya en el mayor sobresalto, y en este punto el Gobierno, saliendo de ella para trasladarse a la Isla de León, parecía abandonarla a su suerte. ¡Qué momento tan oportuno para representar los centrales como fugitivos y traidores a la credulidad de un vulgo tan acostumbrado a oír esta voz, y tan agitado y descontento entonces, como propenso siempre a atribuir a la infidelidad las desgracias públicas!

2. Pero por más que circunstancias tristes y raras hubiesen favorecido aquella calumnia en Sevilla, por más que su eco hubiese resonado en otras partes por algunos días, por más que la emulación y la envidia hubiesen salido en su apoyo en los lugares en que se reunió el Gobierno, el tiempo solo bastó para desvanecerla; la verdad tomó su lugar, y se puede ya asegurar sin reparo que no habrá hoy en toda la extensión de España un solo hombre de sano juicio y recto corazón que pueda darle el más pequeño asenso.

3. Es, sin embargo, necesario confundirla, siquiera para que sus inventores no le busquen algún apoyo en nuestro silencio. Lo haré, pues, por el único medio en que lo puedo hacer, esto es, por medio de excepciones generales, porque también debe contarse en la extravagante perversidad de nuestros calumniadores el no haber nombrado en esta imputación personas, señalado tiempos ni indicado hechos o casos, a que pudiera contraerse una defensa más determinada y específica.

4. La primera, y acaso la mayor de estas excepciones, se halla en la misma atrocidad del crimen que nos han imputado; el cual, en la lista de los delitos públicos que pueden cometerse contra la sociedad, tiene el primero y más alto lugar, como que ataca directamente sus fundamentos y pone en riesgo su seguridad. La fealdad de este delito es tan horrible a los ojos de la ley, que no acertó a explicarla mejor que comparándole al hediondo mal de la lepra: «Traicion (dice la rúbrica del Título II de la Partida VII) es uno de los mayores yerros et denuestos en que los homes pueden caer: et tanto la tovieron por mala los sabios antiguos, que conoscieron las cosas derechamente, que la compararon a la gafedat. Et traicion (añade la Ley que sigue a esta rúbrica) es la mas vil cosa et peor que puede caer en corazon de homes». Al horror con que la miraron nuestras leyes corresponde la enormidad de las penas que señalaron para su castigo; pues, como si no bastasen la vida y los bienes y la fama del traidor para satisfacer a la sociedad, extendieron la pena hasta sus inocentes hijos, y por decirlo así, la eternizaron: «Et demas (dice la Ley 2) todos sus fixos que son varones deben fincar enfamados para siempre, de manera que nunca puedan haber honra de caballeria nin de otra dignidad nin oficio, nin puedan heredar de pariente que hayan, nin de otro extraño que los estableciese por herederos, nin pueden haber las mandas que les fueren fechas: et esta pena deben haber por la maldat que fizo su padre».

5. Pero la atrocidad de este crimen, considerado sin relación alguna a sus circunstancias, crece mucho más todavía por la calidad de las personas que le cometen, por el grado que ocupan en la sociedad y por los deberes que quebrantan ofendiéndola. Cualquier inteligencia o ayuda que un simple ciudadano tuviese o diese a los enemigos de su patria, fuera, sin duda, un delito gravísimo. Fuéralo más, si el magistrado civil de una ciudad la sometiese a su dominio, más, si el gobernador de un castillo o plaza fuerte les entregase sus llaves, más aún, si un ministro les vendiese los secretos importantes del Gobierno, y más, en fin, si un general les entregase el ejército confiado a su mando para defender la patria. Pero todos estos delitos parecerían leves, comparados con el de un cuerpo que, siendo depositario de todo el poder de la nación, honrado con toda su confianza y encargado de gobernarla y defenderla, tratase de venderla al tirano que la oprimía. Porque, elegidos nosotros para tan augusto ministerio, sin otro título que la opinión de nuestra probidad, y distinguidos entre tantos dignos ciudadanos para tan alta dignidad, y confiados a nuestro celo el ejercicio del supremo poder, y a nuestra lealtad la conservación de los más preciosos intereses del Estado, ¿cuántos insignes beneficios no teníamos que olvidar, altas honras y confianzas que despreciar, sagrados deberes y santos juramentos que violar y prostituir para caer en el atroz propósito que nos fue imputado?

6. Se dirá que todo cabe en la perversidad del corazón humano, y por desgracia es muy cierto que no hay delito de que no sea capaz cuando se aleja de los principios de la virtud y ahoga los sentimientos de la naturaleza. Pero, así como fuera necia presunción y temeridad pretender que ningún central era capaz de caer en tan abominable delito, lo fuera mucho mayor pretender que todos pudieron reunirse y acordarse para cometerle. Fuera enorme injusticia creer que cupo en todos tanta corrupción, tanta vileza, tanta perversidad de deseos, tan estrecha unión, tan profundo secreto y tan perseverante astucia como eran necesarios para concebirle y ejecutarle. Y cuando esto se creyese posible respecto de otro cuerpo, ¿pudo creerse del que estaba tan decorosamente constituido? Porque, si el esplendor de la nobleza, las sanas y religiosas máximas de honor y probidad, el pundonor de la profesión militar, la santidad del sacerdocio y la rectitud de la magistratura no fuesen buenos y seguros fiadores de la fidelidad; si no lo fuesen la educación distinguida, los altos empleos dignamente desempeñados, los talentos ilustrados por el estudio y la experiencia, y la reputación y buen nombre adquiridos por una noble y virtuosa conducta, ¿dónde se hallarían calidades más dignas de la confianza pública? Y cuando no se concedan todas a todos los centrales, ¿quién será tan injusto y temerario, que no las conceda a ninguno?

7. «Quod enim est tam desperatum collegium, in quo nemo, e decem, sana mente sit?», Cicerón, De legibus, Libro III., decía Cicerón, defendiendo la institución de los tribunos de Roma; de un cuerpo al cual se entraba a fuerza de intrigas, sobornos y bajas adulaciones; de un cuerpo cuyos individuos se distinguían a competencia, turbando el alto Gobierno y persiguiendo a sus primeros y más dignos magistrados; de un cuerpo que so color de favorecer al pueblo, tantas veces había turbado la República, tantas protegido a los conspiradores, tantas puesto en peligro su seguridad, y que entonces mismo eran los primeros fautores de sus tiranos. ¿Y qué hubiera dicho si hablase del senado de aquella República, donde si alguna vez se vieron Apios, Verres, Catilinas y Clodios, nunca faltaron Camilos, Fabios, Lelios, Emilios y Catones? Y por más que la envidia quiera rebajar en la comparación, ¿qué hubiera dicho de un cuerpo de treinta recomendables ciudadanos, libremente escogidos en todas las provincias de España, y elevados a la dignidad del Gobierno supremo sin otros títulos que la reputación de lealtad y amor público, acreditados en su anterior distinguida conducta?

8. Porque, ¿a quién podría persuadirse que hombres tan altamente calificados por la opinión pública cayesen todos de repente en tanta vileza y corrupción, como sus calumniadores suponían? ¿Cabía esto siquiera en el corazón humano? No por cierto. Capaz del bien y el mal, así como no se levanta de un vuelo hasta la cima de la heroica virtud, tampoco se despeña de un golpe en la sima de la iniquidad. Máximas de prudencia y justicia, de moderación y honestidad, bebidas en la primera educación; ejemplos de fortaleza, de beneficencia y patriotismo presentados en la juventud, y admirados y fielmente seguidos, forman los hábitos virtuosos que le perfeccionan y elevan por grados a la primera. Ignorancia y abandono en la primera edad, malos ejemplos aplaudidos o defectos tolerados y pasiones mal reprimidas en la adolescencia, forman los hábitos perversos, que le corrompen y abaten hasta la segunda. Cabe, sin duda, en la flaqueza humana que un hombre antes inocente, agitado por el furor de una pasión fogosa y exaltada, se arroje sin reflexión a cometer alguna acción temeraria y violenta; pero, ¿cabrá en este hombre un atroz designio, que no pueda concebirse sino por la más negra iniquidad, ordenarse sino con la más fría y profunda meditación, ni ejecutarse sino por medios viles, oficios tenebrosos, arterías y astucias pérfidamente maquinadas? Y lo que no cabe en un hombre solo, ¿cabría en más de treinta de tan distinguido carácter y de probidad tan generalmente reconocida? Creer, pues, que todos, sin excepción alguna, desmintiesen de repente esta probidad, y haciéndose insensibles al freno del honor y sordos a la voz de la conciencia, y olvidados de lo que debían a su Dios, a su rey, a su patria y a sí mismos, se hiciesen de repente traidores, sería creer un fenómeno, tan raro en el orden moral como el retroceso de los planetas en el orden físico.

9. Y aun dado por posible este fenómeno moral, ¿cómo lo sería que en tanto número de personas de tan diferente condición y carácter se hallase tan estrecha unión, tan estudiado disimulo, tan profundo secreto y tan tortuosa conducta, como este malvado designio requería? Y, cuando esto fuera repugnante en cualquiera noble corporación, cuando lo fuera en el más humilde gremio o cofradía, ¿cuánto más no lo fuera en un cuerpo compuesto de tan nobles y tan varios elementos; en un cuerpo en que se habían reunido prelados, grandes, canónigos, militares, togados, intendentes y otras personas de diferente clase y profesión; en un cuerpo cuyos individuos se distinguían, más todavía que por su profesión, por su clase, por su educación, por sus talentos, por sus estudios, por sus servicios y por su conducta y carácter, y entre los cuales, por lo mismo, no podían faltar ni el deseo de dominar y distinguirse, ni la lucha y diferencia de opiniones, ni los celos y desavenencias, ni la falta de discreción y prudencia, ni la buena ni aun la mala emulación; vicios endémicos que turban la concordia de todas las corporaciones? Y, cuando nuestros enemigos no cesaban de llamar defectuosa e imperfecta nuestra institución, precisamente porque entre tanto número de individuos creían difícil hallar la unión, la actividad y el secreto necesario para salvar la patria, ¿cómo podían creer que sólo era fácil para venderla? ¿Creían, por ventura, que esta unión era imposible para el bien, y sólo posible y fácil para el mal? ¡Insensatos! El honor, la conciencia, el respeto a la opinión pública, el amor a nuestro rey y a nuestra patria, y el odio a la tiranía nos pudieron unir y nos unieron para desempeñar fielmente nuestro deber hasta donde nuestras luces y nuestras fuerzas alcanzaron. ¿Cuáles?, decid, ¿cuáles pudieron ser los motivos que nos uniesen para prostituirle?

10. Porque, siendo constante que los hombres no obran sin que algún impulso mueva o determine su acción, y que este impulso deba ser proporcionado a la grandeza de las acciones que produce, a nuestros enemigos toca señalar cuál pudo ser el que, sacándonos de la senda del honor y virtud, nos despeñó en tanta vileza y depravación. Sentimientos de odio y de amor, de temor o de interés, suelen mover poderosamente las acciones humanas. Y bien, ¿cuál de estos pudo movernos a ser traidores a nuestro rey y a nuestra patria? ¿Sería el odio a un rey tan virtuoso y tan desgraciado, o a una patria tan generosa y tan afligida? ¿A un rey que libraba en nosotros la esperanza de recobrar su libertad y su trono, o a una patria que nos había confiado el rescate de su rey y la defensa de su libertad? ¿Sería acaso el amor? Pero, ¿a quién? ¿Al monstruo de perfidia que tan vilmente había engañado a nuestro amado e inocente rey, y tan cruelmente estaba ultrajando y oprimiendo a nuestra heroica y querida patria? ¿Sería el temor? Pero, ¿qué podían temer los que estaban cubiertos con el escudo de la suprema autoridad y defendidos por todo el poder de una nación tan heroica y valiente? ¿Sería el interés? Pero, ¿cuál pudo tentar a los que habían abandonado sus empleos, sus casas, su fortuna y sus esperanzas para servir y ser fieles a su patria? Ni ¿qué interés pudo presentar a nuestra ambición la ruin política del tirano? ¿De mando? ¿Cuál igualaría al que ejercíamos en el seno de nuestra patria? ¿De honores? Y ¿cuáles serían comparables a aquel a que nuestra patria nos había elevado? ¿De otras altas recompensas? Pero, ¿cuáles podría esperar nuestra perfidia de un tirano ofendido y provocado, que no pudiese esperar nuestra fidelidad de una patria generosa y reconocida? No, no; si esto no cabía en nuestro carácter ni en nuestra conciencia, menos cabía en nuestra razón ni en nuestra seguridad. ¿Podíamos, acaso, desconocer la condición de un tirano, modelo de tiranos, tan sabiamente prevista y tan exactamente definida por nuestras leyes?7. ¿Podíamos poner la menor confianza en los halagos y sugestiones de un monstruo, para quien la religión, los dulces vínculos del amor y de la sangre, el honor, la amistad, la buena fe, son nombres vanos? ¿Para quien las palabras, las promesas, los más solemnes tratados y los más santos juramentos no son otra cosa que medios de seducción y perfidia?

11. Pero, ¿qué digo? Los que disfrutábamos el alto honor de estar al frente de la nación más heroica del mundo y aclamados en ella por padres de la patria, ¿iríamos a postrarnos a los pies del soldán de la Francia para que nos pusiese en la lista de sus viles esclavos? ¿Iríamos a inclinar la rodilla ante el sátrapa de Madrid para ayudarle a usurpar el trono de Pelayo y robar a nuestro Fernando VII la herencia de los Alfonsos y los Fernandos de Castilla? ¿Iríamos a mezclarnos con los Ofarriles, Urquijos y Morlas; con los Caballeros, Arribas y Marquinas, para ser, como ellos, insultados y despreciados por los insolentes bajari del tirano, o iríamos a confundirnos entre los demás apóstatas de la patria, para ser, como ellos, escupidos y escarnecidos por nuestros fieles y oprimidos hermanos, para ostentar a su vista la ignominia que cubre siempre el rostro de los traidores, y para ser a todas horas objeto de su odio y execración? ¡Oh, colmo de ignominia y vileza! ¡Oh, asombro de malicia y perversidad! ¡Españoles, hijos de la lealtad y el honor, dechados de probidad y buena fe, sed vosotros jueces en esta causa! Juzgad, pronunciad si aquellos honrados ciudadanos que merecieron un día vuestra confianza pudieron caer en tan vil y vergonzoso abatimiento. Y, si todavía los halláis dignos de loor o de aprecio, haced que vuestro imparcial y respetable juicio desplome sobre sus infames calumniadores toda la ignominia con que quisieron manchar sus nombres y memoria.

12. No es fácil seguir la larga cadena de reflexiones y sentimientos que se agolpan en el espíritu a la consideración de tan negra calumnia, y más de una vez me han hecho desear en el curso de esta Memoria que nuestros acusadores hubiesen sido más diestros en dar algún viso de verisimilitud a sus imputaciones, indicando personas o hechos a que pudiese yo contraer la defensa; que hubiesen indicado el ministro que pudimos corromper, el general que pudimos ganar, la correspondencia o inteligencia que pudimos seguir, los secretos emisarios que pudimos enviar o recibir del enemigo para fraguar tan horrible traición, y en fin, que pues nos imputaban un delito que no se puede cometer sin cómplices, que hubiesen indicado los agentes, los confidentes, los auxiliares y los medios de tamaña infidelidad. Pero, pues que nada de esto pudieron hacer ni siquiera inventar, acabaré yo oponiendo a su torpe y falsa acusación la noble y franca conducta con que los centrales acreditaron en el curso de su Gobierno su constante amor y fidelidad a la patria. No por eso cansaré a mis lectores con una larga apología, porque, ni esto es de mi cargo, ni sería justo anticiparla al examen y juicio que debe hacer de ella la nación. Pero sí citaré los hechos que basten para acreditar cuál ha sido la conducta de la Central en el punto en que fue tan injusta y infamemente calumniada.

13. La Junta abrió su Gobierno poniendo a su frente al hombre que era entonces más respetado de la nación, así por sus venerables canas como por la reputación de sus talentos políticos y larga experiencia en el Gobierno; en una palabra, al que era entonces proclamado el Néstor de la España. Llamó también a su lado a los ilustres patriotas que gozaban de la confianza pública en el más alto grado. No fue el favor, ni la intriga, ni la amistad, ni el parentesco, ni el paisanaje; fue sólo el amor a la patria y el más puro deseo del acierto quien eligió los ministros, o, por mejor decir, no fuimos nosotros, fue la nación quien los eligió. Procuró también allegar a sí, para el despacho de los negocios, personas acreditadas en el público por sus talentos, su probidad y su bien probado patriotismo. Aquel presidente y estos ministros y estos cooperadores, haciéndose cada día más dignos de la confianza que había puesto en ellos, fueron conservados en sus cargos, y es absolutamente necesario, o extender hasta ellos la negra presunción de infidelidad, o librar de esta nota a los que les dieron tan constantemente su confianza y su aprecio.

14. Apenas había empezado sus funciones el Gobierno de la Junta, cuando el tirano vino a invadir de nuevo con más poderosas fuerzas el hermoso suelo de España, y no bien hubo vencido las barreras del Ebro, cuando empezó a tentar nuestra fidelidad. Los apóstoles del napoleonismo, que le habían vendido la patria y venían a su lado, se aunaron para servirle en tan vil propósito, y ansiosos al mismo tiempo de dorar su infamia con la nuestra, y afectando compasión y deseo de evitar los males públicos, se dirigieron al presidente de la Junta con una de aquellas insidiosas cartas que el público vio arder con tanto gusto en medio de la plaza de Madrid por la mano del verdugo. Pero, mientras el público aplaudía la indignación y el desprecio con que la Junta Central había recibido y tratado aquella tentativa, sus miembros, por un repentino, unánime y casi inspirado movimiento, se levantaron de sus sillas, y alzando sus manos al cielo, juraron en nuevo y solemne juramento de no oír proposición alguna ni entrar en negociación con el tirano mientras no nos restituyese a nuestro rey y alejase sus tropas del último límite del territorio español8.

15. Lo que juramos lo cumplimos. Dispersados los ejércitos de la izquierda y de Extremadura, y disipado también el de reserva, que con milagrosa actividad habíamos logrado reunir ante la capital, vencidas las barreras de Cameros y Somosierra, y amenazado ya de cerca Madrid, conservábamos todavía nuestro puesto en Aranjuez, procurando detener aquel impetuoso torrente, hasta que, apareciendo ya en Móstoles las avanzadas francesas, tratamos de salvar el sagrado depósito de la autoridad que nos fuera confiado. Traidores, se hubieran dejado sorprender, para que sepultada la nación en la anarquía, ningún esfuerzo pudiese oponerse a los progresos del tirano. Ciudadanos fieles a su deber y constantes en su propósito, correrían a buscar nuevos recursos y oponer al tirano nuevas dificultades. Tal era nuestro deber, y este deber fue cumplido. Y si los ejércitos, que tan poderosamente le resistieron, que tanto prolongaron la lucha, que tan difícil hicieron su empresa y que refrenan todavía su temeridad, acreditan la lealtad y constancia de nuestra heroica nación; ¿cómo no acreditarán también la lealtad y constancia del gobierno que los ha reunido?

16. Establecida la Junta en Sevilla, nuevas asechanzas pretendieron tentar nuestra fidelidad. El público ha leído también con escándalo los insidiosos oficios que el apóstata Sotelo dirigió a la Central por medio del ilustre general La Cuesta, y el generoso partido con que la Junta rechazó, por el mismo noble conducto, aquella indigna tramoya. Y ¿qué?, ¿hubieran sido tan unánimemente despreciadas, hubieran sido desechadas sin la menor contestación las tentativas de aquel traidor por unos magistrados que estuviesen tocados del mismo contagio de infidelidad que le inficionaba? ¿No le hubieran oído a lo menos? ¿No hubieran abierto alguna correspondencia política para preparar a la sombra de ella las vías y medios de su traición? Volvió Sotelo desairado, y los centrales acreditaron otra vez a la nación que no se habían reunido para negociar con el tirano, sino para salvarla, así de sus armas como de sus artificios.

17. Casi al mismo tiempo, uno de los generales del tirano intentaba, con otros insidiosos oficios y persuasiones, tantear la fidelidad de algunos generales de la nación y de algún respetable ministro y aún de algún miembro del Gobierno Central. Pero la unánime y generosa repulsa que halló en todas las respuestas, dadas al mismo tiempo y desde diversos lugares, y estas mismas respuestas, dictadas por el más puro y fiel patriotismo, que el público leyó con tanto placer y el gobierno distinguió con tan honrosa aprobación, ¿no probarán la uniformidad de sentimientos con que los jefes y defensores de la patria estaban consagrados a su defensa?9

17. Algunos individuos de la Junta Gubernativa habían propuesto en ella, desde el principio de su gobierno, la necesidad de anunciar a la nación unas Cortes generales, y a par que el enemigo redoblaba sus esfuerzos y que el peligro de la patria crecía, renovaban ellos con el más puro celo sus instancias en favor de esta importante medida. Se acordó, en efecto, la congregación de las Cortes, por el Decreto de 22 de mayo del año pasado, para el presente año, y desde luego se comenzó a preparar esta reunión, y a buscar el consejo y luces de todos los cuerpos públicos y de los sabios de la nación, para verificarla con mayor fruto. Otro Decreto de 26 de octubre siguiente fijó la convocación de las Cortes para el 1 de enero, y su reunión para el 1 de marzo de este año. Este Decreto se anunció a la nación, que le recibió con entusiasmo y le aplaudió como una prueba del celo y patriotismo que animaba a su gobierno. Las convocatorias se expidieron, en efecto, a todos los ángulos de España en 1 de enero, y en 13 del mismo, acordó la Junta trasladarse a la Isla de León, punto señalado para la reunión general. Era nuestro propósito dar a las Cortes la razón exacta de nuestra administración y conducta, como habíamos ofrecido; y esta oferta, que en un gobierno permanente y corrompido pudiera ser una añagaza para atraer y engañar la confianza de los pueblos, en un gobierno interino y justo y liberal, que conocía y confesaba su responsabilidad y que iba a resignar su mando, no puede no ser una relevante prueba de su fidelidad y buena fe. Porque ni podían sus miembros ser tan insensatos que esperasen sorprender la vigilancia de una asamblea tan justa y sabia, ni exponerse tan francamente a su juicio y censura, si sus conciencias no los asegurasen de la pureza de sus intenciones. ¿Cabía, pues, en el juicio de ningún hombre imparcial y sensato, creer posible tan noble y patriótica conducta en unos hombres vendidos a los enemigos de la patria?

18. Es verdad que en medio de ella sufrió la patria la mayor de sus desgracias en la memorable rota de Ocaña. Pero es bien digno de notarse que, aun cuando esta desgracia se quisiese atribuir a infidelidad o a culpa del gobierno, cosa que no se podrá hacer sin horrible injusticia, todavía este cargo no recaería sobre la Junta entera, sino solamente sobre los seis individuos que componían entonces su comisión ejecutiva. Saben todos que la Junta Central, ansiosa de dar más actividad y vigor al gobierno, resignó en esta comisión toda la autoridad ejecutiva; que desde entonces no entendió en ningún negocio relativo a ella, y señaladamente en ningún asunto de guerra; que desde entonces cesó la sección encargada de este ramo, así como todas las demás; que desde entonces, así el ministro de la guerra como todos los demás ministros, despacharon inmediata y directamente con la comisión; y, en fin, que desde entonces la Junta ni tuvo otra intervención en el gobierno, ni se reservó otro derecho que el de que la comisión le diese noticia de ocho en ocho días de sus operaciones. En consecuencia de este establecimiento, todas las órdenes emanadas del gobierno, desde el 1 de noviembre del año pasado, para el movimiento y operaciones de los ejércitos, fueron dictadas por esta comisión, en la cual la voz del Marqués de la Romana era principalmente seguida, no sólo por ser el único militar que había en ella, sino por la opinión que se tenía de sus talentos. Todas, además, fueron previamente tratadas con la junta militar, compuesta de sabios generales y en concurrencia del marqués, y todas dictadas con acuerdo de esta junta, y todas fueron directamente comunicadas a los generales sin intervención ni noticia de la Central. ¡Ah, si entonces, como todos esperaban, nuestro ejército del centro, entrando otra vez triunfante en Madrid, hubiese tremolado sobre su real alcázar los estandartes de la nación, de esta insigne gloria ninguna parte se hubiera querido dar a la Junta Central! Toda, y ¡ojalá que así fuese! se habría dado a su comisión ejecutiva. ¡Cuán atroz, pues, cuán horrible no será la calumnia, que no contenta con achacar aquella desgracia a los individuos de la Junta, la atribuyó a un impulso tan negro y vil como ajeno de la lealtad y nobleza de sus principios, a un impulso para el cual no tenía ni autoridad ni fuerza!

19. Por último, llegó el instante en que los enemigos de la Junta Central, aprovechándose de su ausencia y de la agitación en que se hallaba el pueblo de Sevilla, pronunciaron allí que habíamos vendido la patria, y aquella infiel o cobarde junta, instigada por ellos, declaró la disolución del gobierno legítimo, y apoderándose sacrílegamente de la soberana autoridad, dispuso de ella a su albedrío. Y ¿cuál fue en esta terrible crisis la conducta de los centrales? Acusados de traidores, insultados y perseguidos por los emisarios, que iban excitando la indignación de los pueblos en su camino, si algún remordimiento de este delito inquietase sus conciencias, ¿no habrían esperado al enemigo, o buscado entre sus tropas algún refugio contra el furor de sus perseguidores? ¿No hubieran corrido a percibir el fruto de su iniquidad? ¿No hubieran abandonado la nación a la anarquía, o a un gobierno espurio, que sería tan capaz como la anarquía de turbarla y perderla? ¿Se hubieran reunido tan tranquilamente para acordar, entre tantos peligros, los medios de salvarla? ¿Hubieran resignado tan generosamente su autoridad, y la hubieran depositado en manos tan fieles y tan dignas de la confianza pública? ¡Ingrato, injusto, bárbaro y desapiadado será el hombre que a vista de tan noble y prudente conducta pueda abrigar en su corazón la más liviana sospecha contra nuestra fidelidad!

20. Y por ventura ¿no la acreditamos mejor, y por decirlo así, no la coronamos, cuando, abdicado el mando y vueltos a la condición de hombres privados, oímos sin susto bramar el huracán de la calumnia, que levantaba contra nosotros tan horrible tormenta? ¿Cuál fue entonces nuestra conducta? Tranquilos, seguros, consolados con el testimonio de nuestras conciencias, sufrimos las injurias, la humillación, la pobreza, el desamparo y hasta el abandono del gobierno, a quien la malignidad de nuestros émulos arrastró a las más injustas y escandalosas providencias contra nuestro honor. Todo esto sufrimos, y lo sufrimos con la fortaleza que sólo es dado al varón justo en la tribulación, y con aquella longanimidad que sólo puede inspirar el sentimiento interior de una conciencia pura. Sin habernos reservado la menor recompensa de nuestras fatigas y servicios, y sin humillarnos a pretenderla, algunos, faltos de todo auxilio y medios para viajar, quedaron, a la sombra del gobierno, expuestos a las asechanzas de sus perseguidores y al insultante desprecio de sus émulos, y los demás, buscando algún reposo en el seno de sus familias o en los asilos de la amistad, unos partieron a sus provincias, sin temer los peligros que la calumnia y la guerra habían sembrado contra ellos por todas partes, y otros, con el mismo propósito, nos embarcamos, sin temer las miradas desdeñosas de la oficialidad, ni el desprecio de la chusma marinera, ni los riesgos del mar airado que pareció también conspirar contra nosotros. ¡Qué ejemplo tan nuevo y admirable de desgracia y resignación no presentaron entonces a nuestra afligida patria tantos fieles servidores suyos, caídos, por decirlo así, desde el trono en las garras de la envidia y la calumnia, y abandonados por el gobierno, que los debía proteger, y entregados a una gavilla encarnizada de facciosos que triunfaban con exultación de su inocencia! ¡Oh, ilustre y generosa nación! Si hemos sido tales cuales estos hombres perversos nos representaron a tus ojos, ¿por qué no cae la cuchilla de tu justicia sobre nuestras delincuentes cabezas? Pero, si somos inocentes, ¿por qué los que hemos merecido algún día tu confianza, después de haberte servido fielmente, después de haberte consagrado nuestros cortos talentos y nuestras continuas vigilias, después de haber sacrificado nuestra salud, nuestro reposo, nuestra fortuna a tu bien y seguridad, nos abandonas sin defensa ni protección al furor de nuestros enemigos?

21. Pero no; tú eres supremamente justa, y tú has empezado ya a vengarnos. Poco tiempo ha bastado para el desengaño; las ilusiones de la calumnia se han disipado, y la idea de nuestra inocencia no es ya dudosa. Lo que falta para nuestro desagravio será obra del tiempo, será fruto de nuestra constancia, y será el más claro testimonio de la justicia de los dignos representantes que van a reunirse para asegurar tu libertad. Esta justicia asegurará el triunfo de nuestra inocencia, y mientras nosotros le esperamos tranquilos, nuestros enemigos, avergonzados y confusos, sufren ya aquella infalible pena que está destinada por el cielo a la iniquidad; aquella pena que explica tan admirablemente una sentencia de Cicerón: «Itaque poenas luunt, non tam juditiis, quam conscientia, ut eos agitent, insectenturque furiae, non ardentibus telis, sicut in fabulis, sed angore conscientiae, fraudisque crutiatu». Cicerón, De legibus, Libro I.

22. Mas, ¡oh, cara y afligida patria! Si este triunfo basta para nuestro sosiego, no basta para tu seguridad. La calumnia, apuntando a nosotros, ha herido más gravemente tus entrañas. Ella es la que aumenta tus peligros y lucha por colmar tus desgracias. No es la mayor que un monstruo de poder y perfidia te haya robado tu idolatrado rey, y oprima tan cruelmente tu preciada libertad; no es la mayor que envíe sucesivamente sobre ti esas feroces falanges, que van pereciendo poco a poco a manos de tus valientes hijos; lo es, sí, que de tu mismo seno hayan salido otros infieles y bastardos hijos, que, aliados con tus enemigos, los ayudan a labrar tus cadenas... unos, apóstatas infames, abrazando descaradamente la causa del tirano; otros, ruines egoístas, esperando en cobarde neutralidad que el dedo horrible de la guerra les indique el partido más conveniente a su interés; pero otros, tan viles como los primeros y más crueles y dañosos que los segundos, frustrando todos tus generosos esfuerzos, y persiguiendo a todos los hombres virtuosos, que con celo y constancia trabajan por tu defensa y tu gloria. Enemigos del mérito que los ofende y de la virtud que los deslumbra, los acechan a todas horas desde sus emboscadas para herirlos y mancharlos. La envidia es su elemento, la calumnia su arma. Con ella han pretendido despojar a tus generales de la gloria de sus laureles, a tus magistrados del patrimonio de su reputación, a tus grandes y a tus prelados del esplendor de su nobleza y virtud, realzado por su lealtad, y a los buenos y fieles ciudadanos del fruto de los sacrificios hechos o de la sangre derramada en tu defensa. Pero aquellos a quienes tu confianza levantó sobre los demás son y serán siempre el principal blanco del odio y de los tiros y de las asechanzas de esta infame secta. Ningún gobierno se libró, ninguno se librará de ellos. Calumniaron a las Juntas Provinciales, porque en ellas apareció la aurora y de ellas salieron los primeros rayos de tu libertad. Calumniaron a la Junta Central, porque a medida que crecían tus peligros, crecían también su constancia y su celo y se redoblaban su ardor y sus esfuerzos en defensa tuya. Calumnian hoy a la Suprema Regencia, porque imitando la constancia de sus antecesores, resiste con igual celo y ardor los ataques terribles de tus enemigos; y calumniarán mañana, yo lo pronostico, sin reparo a los ilustres ciudadanos que van a reunirse en tu nombre, porque consagrarán todo su celo y tareas a tu libertad, tu independencia y tu gloria. Y si esta augusta reunión, desenvolviendo una fuerza y vigor que no pueden caber en un gobierno precario y débil, no ahoga de una vez el monstruo de la calumnia, que es el mayor de tus enemigos, tú, ¡oh, amada patria mía! tú, yo lo pronostico también, perecerás, no por los esfuerzos del bárbaro tirano que devasta tus pueblos, sino por los de los hijos ingratos que destrozan tus entrañas.

23. Acabé por fin esta defensa en medio de la indignación y la angustia con que inunda mi alma este doloroso presentimiento, y la voy a cerrar con dos advertencias que creo necesarias.

24. Primera: En la defensa general que llevo hecha de los centrales, no ha sido mi ánimo comprender al total de sus individuos, sino en cuanto fueron todos indistintamente comprendidos en la calumnia. Si por desgracia, alguno no la pudiere desmentir con su conducta particular, cosa que no espero, nada por eso perderán de su fuerza las razones que la han repelido respecto de los demás. Cabe que en una corporación, por noble y santa que sea, haya alguno que prostituya su honor y su deber, sin que esto degrade la nobleza ni la santidad de su gremio. Oigo que dos individuos del nuestro se hallan bajo la censura de la justicia. Su absolución será de gran consuelo para sus hermanos; pero, si no la obtuviesen, sólo tendremos que sentir que hayan desperdiciado la gloria que hubieran adquirido imitando nuestra noble y inocente conducta.

25. Segunda. Tampoco ha sido mi ánimo defender la conducta de los centrales en la totalidad de su gobierno, sino en los puntos en que esta totalidad fue atacada por la calumnia. Aquel empeño merece otro cuidado, otra pluma, otros auxilios, y está reservado a un juicio que sólo pertenece a la suprema autoridad de la nación reunida. Pretender que este gobierno fue siempre infalible, sería tan grande absurdo como fue grande iniquidad en sus enemigos atribuirle tan infames violaciones de su deber. Examinada su conducta, se podrán hallar en ella errores, descuidos, defectos, no sólo porque era una junta de hombres, sino también de muchos y muy varios elementos compuesta, y sobre todo, porque obró en medio de los mayores peligros, embarazos y penuria que pueden rodear a un gobierno. Pero, se hallará también que trabajó con el más puro celo y la más recta intención, para alejar el peligro y asegurar la salvación de la patria, por más que el cielo tuviese reservada esta gloria a manos más felices. Y no me detengo en pronosticar que los padres de la patria, a quienes no pueden deslumbrar ni los paralogismos de la envidia ni las imposturas de la calumnia, cuando hayan examinado tranquilamente la conducta de los centrales, si tal vez tropiezan en ella algún reparo, que nunca será superior a su indulgencia, admirarán también todo el celo, desinterés, lealtad y pureza de intención que basten para asegurarles la única recompensa a que aspiran: el aprecio y gratitud de su nación.

Muros, 22 de julio de 1810.





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