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Don Juan Nicasio Gallego y Larra: a propósito de «El dogma de los hombres libres»

Ana María Freire López

Un contrato de edición

En la sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid se halla un curioso contrato de edición, autógrafo e inédito, cuyo contenido es el siguiente:

Los abajo firmados nos convenimos en la estipulación siguien/ te: Dn. Juan Nicasio Gallego traspasa en plena propiedad/ a Dn. Manuel Delgado el manuscrito en qe. se contiene la/ traducción de un opúsculo intitulado: Respuesta de un Cris/ tiano a las Palabras de un Creyente, a fin de qe. se lo publique/ con el nombre de Dn. Gelasio Galán y Junco, presbítero, y no/ de otro modo, haciendo en él como dueño las ediciones qe. gus/ tare.

Dn. Manuel Delgado se obliga a darle antes de su publi/ cación veinte ejemplares finos y ya encuadernados, como/ también a proceder inmediatamente a la impresión y/ consiguiente venta del citado opúsculo. Y para qe. conste/ lo firmaron en Madrid a 29 de octbre. de 1836.

Manl. Delgado

Juan Nicasio Gallego


El manuscrito 186998 es interesante por varios motivos. El primero es el hecho de que don Juan Nicasio Gallego firme este contrato con Delgado, el editor de toda la obra de Larra y amigo suyo, precisamente para publicar -bajo el anagrama de Gelasio Galán y Junco- un opúsculo destinado a combatir decididamente la traducción que Larra había hecho de la obra de Felicité Robert de Lamennais, Paroles d’un croyant, que libremente había titulado El dogma de los hombres libres. Gallego, además, no cobraría nada por su traducción. Por el contrario, en la relación de «Obras escritas por don Mariano José de Larra, pertenecientes a don Manuel Delgado, por derecho de propiedad, según aparece de los documentos de cesión firmados por aquél»1, se ve que Delgado había pagado a Larra por su traducción 3.000 reales de vellón, cantidad elevada, igual a la que Larra cobraba por dos tomos de sus artículos.

La intención con que se publicaba la obra traducida por don Juan Nicasio Gallego aparecía expresamente en el anuncio que el jueves 15 de diciembre de ese mismo año insertaba El Eco del Comercio:

Respuesta de un cristiano a las Palabras de un creyente. Escrita en francés por el Abate Bautain, y traducida al castellano por D. Gelasio Galán y Junco, presbítero. Junto con la carta encíclica de S.S. Gregorio XVI a los obispos de Francia sobre el mismo opúsculo, su fecha 25 de junio de 1834.

Esta obra es una completa refutación de la doctrina contenida en el folleto de Mr. de Lamennais, intitulada Palabras de un creyente, publicado en lengua castellana con el título de El dogma de los hombres libres. Véndese a 10 rs. en Madrid en la librería de Escamilla, calle de Carretas, frente al Correo.


Quizá Delgado consintió en el contrato con Gallego para resarcirse de las pérdidas ocasionadas por la prohibición de la obra de Larra poco después de su publicación2. Por otra parte, las condiciones eran inmejorables, puesto que Gallego le cedía todos los derechos, sin pedir a cambio más que «veinte ejemplares finos y ya encuadernados».

La obra traducida por Larra

Paroles d’un croyant, de F. R. de Lamennais (1782-1854), había salido a la luz en Francia a finales de abril de 1834, al año siguiente de que su autor abandonara la Iglesia católica. Lamennais, sacerdote desde 1816, propugnaba un catolicismo liberal, compatible con postulados socialistas. El catolicismo liberal había sido condenado por el Papa Gregorio XVI en la encíclica Mirari vos, el 15 de agosto de 1832, y con ello todas las proposiciones que Lamennais había hecho en ese sentido desde la revista L’Avenir, fundada por él en colaboración con Henri Lacordaire y Charles Forbes de Montalembert. Ante la publicación de la encíclica, Lamennais se negó a retractarse de sus proposiciones, pero acabó accediendo, de mala gana, en aras de una cierta tranquilidad. No obstante se mantuvo firme en sus convicciones, y en 1834 publicó Paroles d’un croyant, en donde reiteraba apasionadamente sus opiniones. Cuando Gregorio XVI, en la encíclica Singulari nos, del 25 de junio de 1834, condenó directamente Paroles d’un croyant, Lamennais, que ya se había alejado de hecho de la Iglesia católica, apostató públicamente. Fue por entonces cuando cambió la forma de escribir su apellido, hasta entonces De La Mennais.

La obra despertó mucha curiosidad, y no sólo en Francia. El escándalo que envolvía a su autor fue uno de los de mayor resonancia y repercusiones del pontificado de Gregorio XVI. Ya el mismo año de su publicación, Paroles d’un croyant alcanzaba en Francia la novena edición, y en los años inmediatamente siguientes se harían además numerosas traducciones y ediciones en el extranjero.

La traducción de Larra fue la primera versión castellana que se publicó en España, y apareció con una adición en el título: El dogma de los hombres libres, que no existía en el texto francés. Además, el traductor redactó un prólogo en el que, a la vez que elogiaba la obra de Lamennais y sus doctrinas, exponía las suyas propias, su pensamiento en materia religiosa, con bastante vehemencia:

El traductor de Las palabras ha creído indispensable poner al lado del pensamiento de Lamennais, pensamientos suyos, por más que los reconozca inferiores al que preside a la obra que ha tratado de vulgarizar en España.


Larra debió de tener la traducción lista para la venta antes de la revolución del verano de 1836, que terminó con la sargentada de La Granja, el 12 de agosto, puesto que el día 6 de ese mes decía El Eco del Comercio:

Hemos notado una coincidencia sumamente curiosa, y es la siguiente: En la mañana de antes de ayer grandes carteles anunciaban al público la obra de Mr. De Lamennais titulada El dogma de los hombres libres, y la Gaceta de Madrid del mismo día, en artículo de Roma, traía un decreto de la Inquisición prohibiendo la misma obra. Hay hombres que nacen con fortuna, y uno de éstos es el editor de la obra de Lamennais.


La traducción de Juan Nicasio Gallego

El mismo periódico anunciaba el 15 de diciembre la traducción realizada por Gallego de la obra del Abate Bautain, cuyo título tradujo literalmente: Respuesta de un cristiano a las Palabras de un creyente.3 También don Juan Nicasio redactó un prólogo, en el que deliberadamente no mencionaba al traductor de la obra de Lamennais y autor del prólogo castellano, esto es, a Larra:

Las Palabras de un creyente han sido traducidas al castellano, publicadas en Madrid con el título de El dogma de los hombres libres, que no le dio su autor, y precedidas de un prólogo, en cuyo examen no nos permiten engolfarnos consideraciones de más de una especie.

(pág. VIII)



Y unas páginas más adelante:

Dejamos dicho que por motivos y respetos particulares nos abstendríamos de examinar detenidamente el prólogo de la traducción castellana; pero no podemos dispensarnos de anotar algunas inexactitudes demasiado reparables, porque pueden inducir a graves errores.

(pág. X)



Y es entonces cuando pasa a analizar los principales errores doctrinales en que incurre Larra en su prólogo, envolviendo la dureza de su crítica en cierta suavidad formal. Los «motivos y respetos particulares», las «consideraciones de más de una especie», las amistades comunes, a fin de cuentas, le impedían hacerlo de otro modo.

Gallego deja claro, no obstante, que desde que conoció la traducción de Larra tuvo la intención de refutar por escrito su contenido, pero que «apenas concebido este designio, llegó casualmente a nuestras manos la Respuesta de un cristiano a las Palabras de un creyente dada por el abate Bautain, que hoy ofrecemos al público».

La obra de Louis Eugène Marie Bautain (1796-1867) es una muestra de la reacción que no podía menos de haber suscitado la obra de Lamennais. Se publicó el mismo año 1834, en la librería Février de Estrasburgo, donde Bautain había sido profesor de filosofía antes de convertirse al catolicismo, y de ordenarse sacerdote en 1828. En Estrasburgo llegó a ser canónigo y rector del seminario, y allí están publicadas la mayor parte de sus obras anteriores a 1840. La última parte de su vida residió en París, donde vio la luz el resto de sus numerosos escritos. Aunque Réponse d’un chrétien aux Paroles d’un croyant es un pequeño libro de 96 páginas, constituye una dura condena de la obra de Lamennais, que tampoco era extensa: Gregorio XVI se refirió a ella llamándole «libro de pequeño tamaño pero de inmensa perversidad».

El hecho de que Gallego no cobrara nada por la traducción y enajenara sus derechos a Delgado, y el haber evitado en su prólogo el ataque personal a Larra hacen creíble que su propósito en este caso no era el afán de polémica o de lucro.

Breve historia de una antipatía

Sin embargo entre ambos escritores nunca existió una relación cordial. Larra nunca tuvo simpatía hacia don Juan Nicasio. Creo que todavía no se conocían personalmente cuando, ocho años antes, criticaba en El Duende satírico del día, la pieza de Ducange4 Treinta años o la vida de un jugador, traducida del francés y adaptada por Gallego a la escena española con gran éxito. La crítica de Larra tiene fecha de 31 de marzo de 1828, cuando Gallego estaba ausente de Madrid5. Es verdad que su crítica iba dirigida contra Ducange, contra el teatro francés, contra los franceses en general, y especialmente contra el nuevo teatro romántico que aquéllos aplaudían, y que ni siquiera mencionaba al traductor, ni hablaba de la calidad de la adaptación, aunque reconocía que la obra había sido muy aplaudida6.

¡Se pone en la Gaceta que en los Estados Unidos se hace ab ovo en nueve horas una casaca, y no se ha puesto un descubrimiento mucho más considerable, como es este romanticismo, por medio del cual se logra recopilar como cosa de treinta años en poco más de tres horas, y un modo de existir, tan en compendio, y a cuyos esfuerzos deberemos que la vida de un hombre sea una cifra! [...] ¡Como ha de ser! Paciencia. El drama es malo; pero no se silbó. ¡Pues no faltaba otra cosa si no que se metieran los españoles a silbar lo que los franceses han aplaudido la primavera pasada en París! ¡Se guardarán muy bien de silbar sino cuando se les mande o cuando venga silbando algún figurín, en cuyo caso, buen cuidado tendrían de no comer, beber, dormir ni andar sino silbando, y más que un mozo de mulas, y aunque fuera en misa! ¡Silbar a un francés! ¡Se mirarían en ello!

No conocemos la reacción de Gallego, si es que llegó a saber entonces de aquella crítica hecha por un muchacho de diecinueve años recién cumplidos, que todavía no era el famoso «Fígaro». Tampoco si Larra sabía quién se ocultaba bajo el anagrama José Ulanga y Algocín, con el que aparecía la traducción de Gallego.

Don Juan Nicasio se encontraba todavía por aquellas fechas ausente de Madrid y sin esperanzas próximas de poder residir en la capital por razones políticas. Al regreso de Fernando VII en 1814 había sido encarcelado, como todos los diputados liberales de las Cortes de Cádiz que habían participado en la Constitución de 1812 y, aunque había sido puesto en libertad en el Trienio Constitucional, las cosas no habían mejorado mucho para él al terminar aquellos tres años. En 1828, fecha del estreno de la obra de Ducange, Gallego se encontraba en Barcelona, de donde hubo de huir poco después a Montpellier, para reunirse con sus amigos los duques de Frías, que regresarían a Madrid al cabo de unos meses. Su historia, en síntesis, es bastante parecida a la que Larra pone en boca del protagonista del primero de los dos artículos titulados «Dos liberales o lo que es entenderse»:

Yo, señor Fígaro, soy liberal desde chiquito, así como hay otros chiquitos desde liberales; anduve en lo del año 12, asunto de grandes controversias; que salvé, pues, la patria de la dependencia francesa, no hay para qué decirlo; que vino el rey, todo el mundo lo sabe: ¡ojalá nadie lo supiera! y que fui luego a Melilla, eso lo sé yo, y basta. Vino el año 20 y vine yo: es decir, que vinimos todos. Cómo se manejó aquello, pues la cosa fue sonada, ya habrá llegado a oídos de usted, porque le tengo por liberal de esta nueva cría. Fue el caso no habernos entendido, que a entendernos otro gallo nos cantara; pero ¿qué quiere usted? [...]

Todavía no había podido regresar a Madrid don Juan Nicasio, cuando el 17 de enero de 1830, el mismo día que años antes había fallecido la primera esposa de don Bernardino Fernández de Velasco, doña Mariana de Silva, moría en Madrid la segunda esposa del duque de Frías, doña María de la Piedad Roca de Togores, hermana del Marqués de Molins. Gallego conoció la noticia en Valencia y la impresión que le produjo dio lugar a la elegía más sentida que salió de su pluma, destinada a la Corona fúnebre en honor de la Excma. Sra. Doña María de la Piedad Roca de Togores, Duquesa de Frías y de Úceda, Marquesa de Villena, &c. &c.7. En esta Corona encontramos juntos por primera y última vez en una publicación los nombres de Larra y de don Juan Nicasio Gallego. Participaron también en ella Martínez de la Rosa, Eugenio de Tapia, Ramón López Soler, Quintana, Ventura de la Vega, Alberto Lista, Ángel de Saavedra, Juan Donoso Cortés, Diego Colón, Manuel María de Cambronero y Juan Bautista Arriaza.

La amistad de Larra con el duque de Frías, el mejor amigo de Juan Nicasio Gallego, se había fraguado en los años que éste estuvo ausente de la Corte. Al parecer los presentó Ventura de la Vega, que, por cierto, también era buen amigo de Gallego, de quien preparó una semblanza para el Museo de las Familias en 1843, la misma que años después se reprodujo en el volumen LVII de la Biblioteca de Autores Españoles. La ocasión se presentó con motivo de la oda que Larra escribió «A la Exposición de la Industria Española en 1827»8, oda que, dicho sea de paso, se encuentra muy en la línea de las composiciones de Gallego y de Quintana. A partir de entonces se inició una amistad que permitió a Larra, dos años después, solicitar al duque que fuera padrino de su boda con Pepita Wetoret, por medio de un largo romance. La boda se celebró el 13 de agosto de 1829. «Fueron testigos el Excelentísimo Señor duque de Frías, D. Manuel Bretón de los Herreros e Inocencio Chico», consta en el acta de la iglesia de San Sebastián9.

De las elegías que forman la Corona a la duquesa de Frías, la más conseguida es, en opinión general, la de Gallego, que también ayudó a mejorar la que el propio don Bernardino escribió, titulada El llanto conyugal10. Esto no es extraño, puesto que no sólo sus amigos, sino también los poetas jóvenes solían consultar a Gallego sobre materias literarias. Ventura de la Vega lo comenta con entusiasmo de amigo:

No hay poeta ni escritor público, de cualquier género que sea, desde los más humildes hasta los más empinados de nuestra época, que no le consulte sus obras y haga en ellas, sin más examen, cuantas correcciones le indique11.

De muy distinta manera reaccionaba Larra ante el mismo hecho en su artículo «Don Timoteo o el literato», en el que se viene repitiendo de antiguo, que quiso satirizar precisamente a don Juan Nicasio Gallego:

Veamos a don Timoteo en el Prado, rodeado de una pequeña corte que a nadie conoce cuando va con él: vean ustedes cómo le oyen con la boca abierta; parece que le han sacado entre todos a paseo para que no se acabe entre sus investigaciones acerca de la rima, que a nadie importa. ¿Habló don Timoteo? ¡Qué algazara y qué aplauso! ¿Se sonrió don Timoteo? ¿Quién fue el dichoso que le hizo desplegar los labios? ¿Lo dijo don Timoteo, el sabio autor de una oda olvidada o de un ignorado romance? Tuvo razón don Timoteo.

El conocimiento personal entre Gallego y Larra creo que pudo tener lugar hacia 1830, año en que don Juan Nicasio estuvo en Madrid temporalmente, antes de ser destinado a Sevilla como canónigo de la catedral. En 1830 sucedió la anécdota que relata «Colombine» en su «Fígaro». Ocurrió en la tertulia del Marqués de Molins, en su casa de la calle de Alcalá, la noche en que se habían reunido varios literatos para asistir a la lectura del drama del dueño de la casa, El Duque de Alba. Entre los asistentes se encontraban Larra y Gallego. La lectura la hizo Ventura de la Vega, y la crítica Antonio Gil y Zárate. También estaba Bretón aquella noche.

En este drama hay una escena en la que la hija del Duque, burlada por su amado, y obligada por su padre a casarse con un hombre que le es odioso, enferma, y, resuelta a renunciar al mundo para encerrarse en el claustro, cae en un delirio de locura al sufrir la conmoción del sonido amedrentador e inesperado de una campana. Al empezar este pasaje, en el momento en que Ventura de la Vega leía una acotación que dice «Se oye el reloj, que da las doce», sonó realmente esta hora en el reloj de la chimenea, y Larra exclamó: «¡Qué oportunidad! Es la hora de almorzar; sea enhorabuena». Soltaron todos los oyentes la risa, sorprendidos por esta salida; pero Molins se enfadó extraordinariamente, y, a pesar de que, como autor de la obra y dueño de la casa, estaba obligado, interrumpió «no con mucha templanza», según sus propias palabras. Vega se detuvo en su lectura sorprendido, y entre Larra y Molins se trabó una agria disputa, que tal vez hubiese tenido lamentable desenlace a no alzarse la robusta y autorizada voz de Gallego, exclamando: «Adelante la lectura, que calle la cazuela»

(págs. 192-193).



Esa «robusta y autorizada voz» era la que no le gustaba a Larra. Gallego era un liberal «de entonces», de aquéllos que «comenzaron a pararse cuando los demás empezamos a andar»12. No es difícil entrever a Gallego detrás del liberal de antaño del primer artículo «Dos liberales o lo que es entenderse»: las circunstancias en que lo publicó, el periódico en que vio la luz, el personaje y el tema, hacen posible esta suposición. El artículo salió en El Observador el 13 de noviembre de 1834. Larra había firmado su última colaboración en la Revista Española el 20 de septiembre anterior, cuando el censor de esta publicación era precisamente don Juan Nicasio Gallego. Pero hay más, porque, en ese artículo de El Observador, Larra culpa irónicamente de todos los males, en boca del liberal de antaño, a la libertad de imprenta:

Pero si nosotros no nos entendimos, parece que nos entendió Angulema, y aun nos tradujo y nos refundió de tal suerte, que quedamos peor parados que comedia antigua en manos de poeta moderno. ¿Y quién tuvo la culpa? La libertad de imprenta. Claro está. Y si no, lo probaré. Las naciones del norte vieron que la chispa eléctrica corría demasiado, suscitaron aquí el partido descontento, y alzáronse las guerrillas. Ya ve usted que esto es claro, ¡la libertad de imprenta!

Dieron dinero y auxilios, y la facción creció. Verdad es que la facción no sabía leer. Pero si no hubiera sido por la libertad de imprenta, la facción no hubiera crecido.

Acaloráronse los ánimos, y de puro no saber leer ni escribir, no nos pusimos de acuerdo ¡Ya ve usted! ¡La libertad de imprenta!

Entró Angulema, y ¿quién le dio sus bayonetas? La libertad de imprenta.

Hubo desgraciadamente defección, torpeza o mala fe en nuestro ejército, y a Cádiz con la maleta. ¡La libertad de imprenta!

Acabose todo, publicose el gran manifiesto impreso ¡La libertad de imprenta! y buenas noches.

Don Juan Nicasio Gallego, el liberal doceañista, a cuya pluma se debía el texto del decreto de libertad de imprenta, promulgado por las Cortes de Cádiz en 1810, era, ahora, censor13. Es posible que esto influyera en que Larra abandonara la Revista Española durante una temporada, en la que pasó a escribir en El Observador. Al comienzo de su primer artículo en el nuevo periódico sus palabras irónicas y amargas parece que apoyan este supuesto:

Entre las personas que me hacen demasiado favor, sin duda, en ocuparse de los articulejos que he solido dar a luz durante mi corta existencia periodística, algunos hay que me dirigen diariamente amistosas reconvenciones sobre lo perezosa que se ha hecho mi pluma de algún tiempo a esta parte. Esto es lo que llamaría yo de buena gana no saber de la misa la media, si no temiese ofender a los que con su aprecio me honran y distinguen: no entraré en aclaraciones acerca del particular, porque acaso no me bastara querer satisfacerlas: sólo les diré, que llamarme perezoso equivale a reconvenir a un cojo de ambas piernas, porque no ande. Si esto no basta, ya no sé qué decir: ¡ojalá no sobre!

La última frase parece cobrar un significado más preciso si se piensa en la censura de la que podría haber sido objeto en la Revista Española. Lo que todavía se ve con más claridad en el segundo de los artículos «Dos liberales o lo que es entenderse» cuando dice:

Los que hayan leído el principio de mi anterior artículo habrán comprendido ya el cuentecillo; a los que no, les diré francamente que al ver por fin impreso un artículo mío en El Observador del jueves, cosa a que no estaba ya acostumbrado, me hallé en el mismo, mismísimo caso que el cómico silbado. No presumiendo que había de imprimirse nunca ni aun la primera parte de mi artículo, quedeme in pectore con la segunda.

Efectivamente, Gallego no era un liberal de 1835. Él, que había tenido ideas avanzadas cuando las Cortes de Cádiz, que había participado en la elaboración de la Constitución de 1812 y pagó caro por ello, veía las cosas de otro modo. Dos meses después de la muerte de Fernando VII, en noviembre de 1833, había aceptado el nombramiento por parte de la reina como censor de la Revista Española14, en la que escribía Larra desde 1832, y en la que el 30 de julio de 1833 había publicado precisamente el artículo «Don Timoteo o el Literato»15. Como censor de la Revista Española pasarían por sus manos todos los artículos de Larra entre diciembre de 1833 y el 19 de febrero de 1835, en que publicó su último artículo: «Poesías de don Juan Bautista Alonso», exceptuando el período en que colaboró en El Observador, comprendido entre finales de septiembre de 1834 y el 16 de enero de 1835, en que regresó por breve tiempo a la Revista Española. Gallego solicitaría el cese como censor regio, por motivos de salud, el 11 de abril de ese mismo año.

Años más tarde el propio Gallego reconocería que ya no era el de antaño, si bien refiriéndose a otros aspectos de la vida. El poeta que alrededor de la fecha de su ordenación sacerdotal cantaba a Pradina y a Corina encendidos poemas amorosos, escribiría en 1848, cincuenta años después, en el álbum de la esposa del académico don Joaquín Francisco Pacheco, un soneto con el significativo título «¡Lo que puede el tiempo!»:

   Volviome loco una mujer hermosa

diez lustros ha: lloré, seguí su huella;

vi el soberano bien cifrado en ella,

y ensalcé su beldad en verso, en prosa.

   Dije que sus mejillas a la rosa

prestaron su carmín; que no tan bella

fue la madre de Amor: llamela estrella,

cielo, sol, querubín, arcángel, diosa.

   ¡Mas hoy qué diferencia, cara amiga!

¡Tanto pueden los años! ¡Ay! perdona

que tan amarga sequedad te diga:

   siempre que veo tu gentil persona,

exclamo, cuando más, ¡Dios te bendiga!

y vuélvome tranquilo a mi poltrona.


Y aquél que en su Elegía al Dos de Mayo juraba odio eterno a los franceses, cuarenta años más tarde contestaba a Braulio Antón Ramírez, que le solicitaba permiso para reimprimir la Elegía y el Himno a las víctimas del Dos de Mayo en su Corona poética del Dos de Mayo de 1808 una carta tan expresiva como ésta:

Madrid, 13 de Marzo de 1849

Sr. Dn. Braulio Ramírez

Muy Sr. mío: El dar a luz al cabo de más de cuarenta años unas composiciones tan vistas y manoseadas como las que Vd. desea publicar, renovando, o por lo menos recordando los juramentos y protestas de odio y venganza eterna contra los franceses, es un pensamiento muy desacertado. Hacer alarde ahora de unos sentimientos tan justos y naturales entonces como incongruentes en los momentos actuales, pudiera atribuirse a intenciones malévolas de avivar rencores hacia aquella nación, que hoy es, y nos conviene que sea, amiga nuestra. Por estos motivos no me es posible permitir que Vd. reimprima la elegía y el himno de que me habla en su apreciable de 12 del corriente.

Queda de Vd. atto. servidor Q.S.M.B.

Juan Nicasio Gallego16