El hombre y la sociedad contemporánea como materia novelada
Yvan Lissorgues
(Guadalupe Gómez-Ferrer, 1983, 20) |
«La sociedad presente como materia novelable» titula Pérez Galdós su discurso de recepción en la Real Academia Española, leído en 1897, en el momento en que, tras publicar este mismo año Misericordia y El Abuelo, casi cierra el ciclo de las Novelas contemporáneas, iniciado en 1876 con Doña Perfecta. Es decir, que en 1897, el hombre y la sociedad de los cuatro primeros lustros de la Restauración han sido objeto de una especial y sistemática representación artística, y no sólo por parte del autor de Fortunata y Jacinta, sino por un grupo de novelistas, de diversos talentos, de distintas adscripciones filosóficas e ideológicas, a veces encontradas. Así pues, aunque Galdós vuelva a justificar, al final del siglo, el proyecto formulado ya en el año 1870 en su artículo fundacional «Observaciones sobre la novela contemporánea en España» (Bonet, 1999,123-139) y aunque siga afirmando su vigencia, con los reajustes impuestos por la evolución de los tiempos y las enseñanzas de una larga experiencia creadora, es obvio que la sociedad contemporánea es ya materia novelada en una multitud de obras que, a lo largo de los años, se han yuxtapuesto como elementos de marquetería para construir el gran fresco literario, obra de una orientación ética y estética, de la que participan todos los novelistas y al desarrollo de la cual contribuyen todos los intelectuales (periodista, profesores) de la época.
Benito Pérez Galdós. Dibujo de Ramón Casas
En su conjunto, esa orientación y las obras que produce bien merece el marbete de gran realismo del siglo XIX por ofrecer el panorama, insólito y único en la historia de la literatura hispánica, de un mundo literario fijado en su propio movimiento y en su propia vida, como representación artística de una realidad, para nosotros lectores del tercer milenio, definitivamente diluida en el tiempo de la Historia. El último tercio del siglo XIX es un período privilegiado por haber generado una literatura constante y exclusivamente asomada a las cosas del mundo en el momento en que esas cosas se vivían, observándolas, intentando a cada paso comprenderlas y buscando incesantemente la mejor forma de plasmarlas con palabras. Por eso, el legado del gran realismo es un monumento artístico y un documento histórico; monumento y documento inseparables, pues la materia prima del monumento es la vida de aquella época en todas sus dimensiones y en todos sus medios, urbanos y rurales, con sus maneras de pensar y de sentir, sus dramas humanos contingentes, que en sus formas artísticas más logradas llegan a ser, superando la Historia, dramas de lo eterno humano.
De aquí el
malestar del crítico o del historiador si tiene que olvidar
el monumento para extraer el documento a fin de analizarlo a sus
anchas en limpia mesa de disección histórica. Mejor
sería el sosegado viaje a vuelo de páginas por el mar
de la lectura... Los libros del gran realismo son parecidos a esos
aparatos de ciencia-ficción que nos retrotraen a tiempos
remotos; sólo que lo que se abre al manejar el papel es un
mundo claro y profundo, bien perfilado y denso, con sus paisajes,
con sus hombres que se nos hacen familiares, un mundo distinto del
nuestro en muchas cosas, pero en el cual reconocemos a nuestros
semejantes. La «buena literatura», la que vive siempre,
tiende a lo universal y pasa las fronteras del tiempo y del espacio
y, por lo tanto, supera la Historia acotada de donde procede y de
la que, de una manera u otra, es testimonio. La novela del gran
realismo español del siglo XIX, por ser obra
artística, o mejor cuando es obra artística, no
sólo es historia, es más. Consciente o
inconscientemente, todos los novelistas de la época
comparten el siguiente juicio de González Serrano: «El arte goza de eterna primavera cuando alcanza
lo bello permanente del fondo del alma humana, a partir de la
representación de la sociedad en que brota»
(González Serrano, 1883, 155). La novela es más que
historia pero es también historia. Esta salvedad, si no nos
cura del todo en salud, aplaca el malestar y autoriza el
análisis del panorama literario considerado como documento,
a sabiendas de que la resultante síntesis dejará
escapar tal vez lo más específico de la obra de arte
que es la novela.
En cuanto al
método general de aproximación a la
«materia novelada», según expresa el
mismo Pérez Galdós en el antes citado discurso, hay
dos: «Se puede tratar de la Novela de dos
maneras: o estudiando la imagen representada por el artista, que es
lo mismo que examinar cuantas novelas enriquecen la literatura de
uno u otro país, o estudiar la vida misma, de donde el
artista saca las ficciones que nos instruyen y embelesan»
(en Bonet, 1999, 220). «Estudiar la vida misma» era
posible para los contemporáneos del novelista; para nosotros
sólo podría estudiarse la vida de aquella
época en libros de historia, de «historia
parada» (expresión clariniana que se explicará
ulteriormente) si dichos libros existieran... fuera de las obras
literarias; es decir, que sólo nos queda «la imagen
representada por el «artista»; lo cual equivale a decir
que la literatura del gran realismo es superior a la historia en su
propio terreno. Habría un tercer método, mixto, por
decirlo así, en el que Galdós no podía pensar
y que consistiría en establecer relación entre los
varios aspectos de la representación literaria y los datos
correspondientes deparados por la ciencia histórica actual,
por ejemplo, los que proporciona la obra misma que acoge este
estudio. No parece oportuno aquí tal método, pues
sería repetir lo ampliamente desarrollado en otros
capítulos, ni pertinente con respecto a la autonomía
de la obra de arte.
Así pues, estudiaremos «la imagen representada por el artista», que es lo mismo que examinar cuantas novelas enriquecen la literatura del período, según el siguiente esquema abarcador, pedagógicamente obligado, aunque destructor de la unidad literaria:
- Literatura e historia. Una estética orientada por una ética.
- Una sociedad jerarquizada en una etapa de transición. Una aristocracia decadente pero dominante y una burguesía, en algunos centros urbanos, tentacular y en ascensión. Una clase media apocada, pero omnipresente. Un cuarto estado postergado, pero que impone su presencia y accede por primera vez a la representación artística. Una sociedad, pues, en movimiento, cogida en una etapa de transición.
- Las mentalidades. El peso del pasado: permanencia de los valores aristocráticos en el imaginario colectivo, frente a los nuevos valores fomentados por «la locura crematística». La mentalidad popular. Omnipresencia y omnipotencia de la Iglesia católica. La doble moral: moral pública y moral privada, moral masculina y moral femenina. Papel de la mujer en la «sociedad presente».
- Lo político. Revolución, reacción, evolución. En el conjunto del panorama literario, la política, siempre presente en lontananza, no es un tema de primer plano. En varias novelas, escritas durante la década de los ochenta, la acción se sitúa en tiempos de la agitación revolucionaria; la elección del tiempo del relato parece expresión de una voluntad de representar las consecuencias decisivas, en un sentido o en el otro, del sexenio revolucionario.
Por falta de espacio no pueden desarrollarse dos capítulos inicialmente previstos:
- Una geografía literaria. Se trata de lo que en nuestro frío lenguaje actual se denomina espacio y es una de las coordenadas del relato. Paisajes, calles, monumentos, pueblos, ciudades... aparecen en el fresco con sus nombres, reales o ficticios. La novela crea (re-crea) una geografía real e imaginaria, real y simbólica, tal vez más profundamente real, mientras más imaginaria y más simbólica.
- Conclusión. Concepción del mundo e ideología: deus ex machina de la representación y límites de la dimensión meramente histórica de la representación.
Antes de entrar en la materia novelada, es imprescindible profundizar el debate, abierto en las líneas introductorias, acerca de la relación entre literatura e historia, por el sencillo motivo de que este tema fue objeto de preocupación teórica por parte de nuestros novelistas. Aunque «periliteraria», la cuestión es un testimonio histórico de la implicación ética y estética del novelista en la colectividad y la mejor justificación de la finalidad del gran realismo.
De Pérez Galdós es la siguiente definición equilibrada de la novela, definición que podría elegirse como epígrafe justificativo de nuestro estudio:
(en Bonet, 1999, 220) |
Un sinnúmero de juicios, igualmente entusiastas y perentorios de varios autores, acerca del valor y del papel de la novela podrían citarse como concreciones de un amplio discurso estético-filosófico, bien arraigado en la historia del momento y desarrollado en paralelo y en estrecha conexión con la obra de creación por los novelistas y los intelectuales de la época. Este discurso sobre el arte, la literatura, la novela, disperso en prólogos y epílogos, en cartas públicas y privadas, en innumerables artículos de periódicos y revistas y que, para cada autor dimana de una concepción del mundo y de una ideología, constituye, en su conjunto, uno de los más vivos documentos sobre los modos y las formas de pensar, las sensibilidades, las mentalidades de las elites intelectuales del momento. El investigador o el crítico de hoy no puede ignorar este discurso; primero por ser en su totalidad un testimonio histórico del dinamismo intelectual de la época y sobre todo por plantear, según distintos ángulos ideológicos, todos los problemas de un quehacer literario en constante evolución y en el que se focalizan todas las preocupaciones culturales. Estos textos, de difícil acceso, están muy parcialmente reeditados; citemos: Pedro Antonio de Alarcón (1968, 1748-1832), Rafael Altamira (1886), Clarín (Botrel, 1972; Ramos-Gascón, 1973; Lisssorgues, II-1989; Alas, 1971, 1987, 1989a, 1989b, 1991), Urbano González Serrano (1881, 1883), Eduardo López Bago (véase Fernández, Pura, 1995), Armando Palacio Valdés (1889), Emilia Pardo Bazán (González Herrán, 1989), José María de Pereda (García Castañeda, 1992), Benito Pérez Galdós (Bonet, 1999), Juan Valera (Sotelo, 1996), Marcelino Menéndez Pelayo, etc. Además estos escritos permiten, para cada autor, poner de relieve la coherencia y por tanto la autenticidad de una actividad creadora bien afirmada en su intencionalidad y particularmente consciente de los problemas relativos al arte de la representación de una realidad social y humana percibida por muchos (por los más artistas) en su problemática histórica, filosófica, metafísica o religiosa. Volveremos ulterior e incidentalmente sobre la estética de la novela realista, estética, dicho sea de paso, en constante evolución (Lissorgues, 2001, 53-72), porque, sin pretender aquí apurar la cuestión, hay varios aspectos de forma que deben tenerse en cuenta en un estudio de la materia novelada.
Uno de ellos, y no sólo de forma sino fundamental, ampliamente debatido por nuestros autores y que es otra justificación del análisis del fresco histórico que dibuja la novela de la Restauración, es el de la relación entre la actitud del novelista y la del historiador y, por tanto, entre literatura e historia. Lo abordamos de entrada para, después del necesario rodeo por el campo de la especificidad literaria, encontrarlo de nuevo en superior altura.
Este debate lo
plantea Clarín en Apolo en Pafos (Alas [1887],
1989b) imaginando una polémica entre Clío, musa de la
Historia, y Calíope, musa de la poesía épica;
aquélla aboga por la imparcial objetividad en el tratamiento
de los hechos y le reprocha a ésta propender a la
fantasía y a la subjetividad. Ahora bien, a la hora de
decidir quién ha de ser la musa de la novela, Clío
asesta argumentos decisivos; dice: «Como
no hay para la novela Musa determinada yo debo ser quien la dirija;
porque así como se ha dicho que la estadística es la
historia parada, yo creo que la novela es la historia
completa de cada actualidad, no habiendo en rigor, entre
historia y novela, más diferencia que la del
propósito al escribir, no en el objeto que es para ambas la
verdad de los hechos»
(ibid., 84).
Primera página de la obra Solos, de Clarín, cuarta edición con prólogo de Echegaray. Madrid, 1891
La musa de la
Historia concluye su perorata con estas palabras: «La verdad, ese ciclo abierto al infinito que
tenemos ante estos estrechos agujeros de los ojos, es la fuente de
belleza, y por eso la novela, la forma más libre y
comprensiva del arte, se da la mano con la historia, penetra
en sus dominios; y yo, Clío, que soy la Musa de
Tucídides y de Plutarco, debo ser la Musa de Cervantes y de
Manzoni»
(ibid., 88; los
subrayados son nuestros). Así pues, para Clarín como
para Galdós (véase el juicio antes citado: «Imagen de la vida es la Novela...»
),
la novela, por ser «la forma más
libre y comprensiva del arte»
, es «la historia completa de cada
actualidad»
.
En otra
perspectiva, más amplia, en la que encontramos, según
motivaciones filosóficas diversas, a Herder, a Krause y a...
Taine, se sitúa la concepción defendida por Francisco
Giner de los Ríos: «No es otra
cosa la literatura que el primero y más firme camino para
entender la historia realizada; mentor universal, nos reproduce lo
pasado, nos explica lo presente y nos ilustra y alecciona para las
oscuras elaboraciones de lo porvenir»
(en
López-Morillas, 1973, 114). De modo que la literatura (y,
para nuestros autores, la novela) se sacraliza como medio de
conocimiento del pasado y desde luego del presente que cada
día se hace historia; hasta tal punto que, después de
preguntar: «¿Qué clase de
ciencia le presenta a usted el hombre entero, en medio de la vida
toda que le rodea y desde el aspecto genérico-singular con
que el arte literario puede hacerlo mejor que nadie, mejor
diré, como sólo la novela puede hacerlo?»
,
afirma Clarín (también después de Herder, de
Krause y de... Taine) que la novela es la «suprema expresión de la conciencia de un
pueblo y de un momento»
(en Beser, 1972, 242).
Tal
concepción, para los escritores liberales o mejor dicho
«progresistas», dimana de una filosofía de la
historia, la del progreso de la civilización y de la
humanidad, filosofía que puede derivar tanto del idealismo
hegeliano como de la metafísica de Krause o de la inductiva
filosofía positivista de Taine. Como se ha dicho, dentro de
tal concepción, la literatura es un medio («el medio supremo»
) para conocer lo
pasado, para prever el porvenir, para comprender el presente. Se
enaltece la literatura como medio, es decir, que se le atribuye una
finalidad; se utiliza el arte para un fin, altruista y noble, eso
sí, pero así y todo utilitario. «La novela -escribe Clarín en 1880- es el
vehículo que las letras escogen en nuestro tiempo para
llevar al pensamiento general, a la cultura común el germen
fecundo de la vida contemporánea»
(Alas, 1971,
72). Nos resistimos sin embargo a llamar utilitaria esta
concepción del arte, por su carácter fundamental de
compromiso con la realidad, por su carácter
altruista, digámoslo así, pues mejor
sería hablar de concepción teleológica si la
palabra fuera de uso corriente.
Sea lo que fuere en cuanto a terminología, es muy importante observar que los escritores tradicionalistas comparten con sus colegas liberales y «progresistas», sus adversarios ideológicos y no obstante a veces admirados amigos, la misma concepción de arte útil. Ellos también consideran al hombre y a la sociedad contemporáneos como materia novelable y toman la sociedad presente como objeto de observación; para ellos también la novela, por ser obra artística que goza de cierto prestigio en el público, es un medio para influir en las conciencias y contrarrestar la propagación de los gérmenes deletéreos de la vida contemporánea.
El caso del padre Coloma es altamente significativo, pues tras considerar con sus correligionarios que la novela es un género intrínsecamente perverso por desatar la imaginación y difundir en forma amena ideas disolventes, él mismo, el padre Coloma, escribe novelas; novelas históricas para redimir a la España postrentina fuertemente atacada en el fin de siglo (Jeromín, 1903) o para abogar, con la nostalgia del vencido, por el restablecimiento de la Unidad católica (Pequeñeces, 1891; Benítez, 1975; Hibbs, 1991). Coloma, Alarcón, Pereda y otros tienen como Galdós, Clarín, Palacio Valdés, etc., dotes de grandes novelistas (capacidad de observación, aptitud empática, excepcional dominio del lenguaje), pero su visión de la sociedad presente es distinta y en sentido histórico opuesta.
Para Pereda y Coloma, el progreso es subversión; disuelve las estructuras sociales y amenaza el orden tradicional en el que el hombre encontraba, y, según ellos, sigue encontrando en la vida del campo, la paz y la felicidad. Para todos los escritores católicos, el dogma es la triaca para curar los daños causados por los dramas humanos y por los trastornos provocados por la modernidad. Decimos dogma para designar ese catolicismo exclusivo, íntegro, el que fulmina, como en tiempos de Recaredo, contra todo lo que asoma fuera de su órbita. En cuanto a la religión, entendida como adhesión a valores cristianos, informa, con muchos matices, numerosas obras literarias de Galdós, Clarín, Palacio Valdés y, por supuesto, de doña Emilia, que, a pesar de su entusiasta adhesión a varios aspectos de lo moderno, no reniega del dogma. No es oportuno insistir aquí (véase Pérez Gutiérrez, 1975), pues habrá ocasión de abordar de nuevo estos temas. Es imprescindible, pues, tomar en cuenta la contribución de los novelistas tradicionalistas a la construcción del fresco literario del período para que el mundo así dibujado sea, en su totalidad, un completo y total «reflejo» artístico de la vida real, con sus antagonismos, sus opuestas visiones de la realidad y también sus fronteras ricas en matices en no pocos campos.
Está bien
claro, además, que todos los escritores de la
Restauración comparten la misma concepción del arte
útil. Todos le atribuyen una finalidad. Incluso Juan Valera.
A pesar de sus numerosos escritos teóricos en defensa de un
arte de refinado aristocratismo, de un arte que repudia la prosa
(«la novela es poesía»
),
a pesar de sus constantes ataques contra las escuelas
(particularmente, como es bien sabido, contra el naturalismo) que
son una perversión del arte, el autor de Pepita
Jiménez justifica el papel individual y social de la
obra artística por la redentora catarsis de la belleza. Por
otra parte, la materia novelable, para él también, es
la sociedad presente, con sus espacios, sus lineamientos sociales,
su universo humano, que proporcionan a su mundo literario la
necesaria ilusión de realidad. Verdad es que, para
él, no es novelable cualquier realidad, sino sólo la
que, según cree, es digna del arte. Lo feo y lo bajo no
pueden acceder a la representación sin previa
depuración y aun sólo para hacer resaltar lo grande y
lo ideal. Sancho solo, sin don Quijote, no merecería asomar
sus narices. Valera novelista no quiere hacer «una visita al
cuarto estado» (Fortunata y Jacinta), ni saber nada
de la tremenda miseria de los mineros de Riosa (La
espuma). No quiere superar la clásica teoría de
los niveles estilísticos, según la cual lo bajo (lo
considerado como bajo) sólo puede entrar en la
representación artística como contrapunto
cómico o burlesco de lo grande (véase Auerbach
[1945], 1968). Pero esta posición, en el contexto general
del realismo de la época, más parece dictada por
prejuicios estéticos y clasistas que la singularizan que por
el deseo absoluto (sublime) de dedicarse al arte por el arte. De
todas formas sus novelas Pepita Jiménez,
Doña Luz, etc., enriquecen el panorama literario,
objeto de nuestro estudio. Aun cuando Valera fuera una
excepción, confirmaría, al hacerla resaltar, la
concepción dominante del arte útil,
ideológico.
Así pues, la novela del gran realismo del siglo XIX es, en España, producto a la vez del deseo de representación artística, en un lenguaje personal, de la realidad no literaria y de una voluntad ética de influir, en una dirección o en la otra, en la conciencia colectiva. Ningún escritor escapa a tal concepción útil del arte, ni siquiera Valera, que constantemente enfatiza demasiado su diferencia; actitud opuesta a la sosegada indiferencia de quien se dedica al arte por el arte.
Es que la situación socio-económica en plena evolución durante los primeros decenios de la Restauración y la implicación mental que, después del sexenio revolucionario, tal evolución genera, tanto en el campo liberal como en el tradicionalista, hacen que nadie pueda apartarse en su torre de marfil.
Pedro Antonio de Alarcón. Óleo de Ignacio Suárez Llanos. Academia de la Lengua, Madrid
El cultivo del
arte por el arte al que quieren dedicarse Flaubert y los
parnasianos es una toma de posición (ideológica)
dictada por el odio, después de los sangrientos
acontecimientos de 1848, a la adiposidad egoísta del
burgués sentado en el candelera y por el desprecio a los
Pecuchet y a los Homais. El arte por el arte, en Francia, en
aquella época, es la vía de escape del
desengaño; una forma de protesta ante la ruptura del lazo
entre el artista y las fuerzas dominantes. Nada parecido en
España en el último tercio del siglo XIX, donde los
intelectuales liberales emprenden una lucha contra el orden de la
oligarquía aristocrático-burguesa para la conquista,
a largo plazo, de una hegemonía, a la que creen tener
derecho por la conciencia que tienen de su propia superioridad
moral e intelectual y por pensar, desde luego, que representan la
corriente moderna, la que va en el sentido de la evolución
de la historia, mientras que los tradicionalistas cierran filas
alrededor del dogma y de los valores del pasado, pero ya con la
nostalgia de las sombras protectoras, absolutas en otros tiempos,
del campanario y del trono. Al respecto, el discurso de
recepción en la Real Academia, titulado «La moral en
el arte», de Alarcón, es claramente ilustrativo. El
autor de El escándalo denuncia con vehemencia la
concepción, según él peligrosísima, del
arte por el arte y preconiza, con igual vehemencia, un arte
útil regido por la moral (la moral del dogma), sin la cual
«no puede haber belleza
artística»
(Alarcón, 1968, 1761).
Arte útil,
por voluntad ética; mimesis, por deseo
artístico, pero con tal que no se olvide que, para
Aristóteles, la mimesis no es la imitación
de la realidad, sino su interpretación, es decir, que la
mimesis genera necesariamente su propia poiesis;
lo cual significa que una obra literaria alcanza un nivel
artístico por la forma, no por el contenido, y aun
podríamos decir con Gonzalo Sobejano que «la forma, por ser forma, es contenido»
(Sobejano, 1980, 333). No debe olvidarse. Es evidente sin embargo
que, como cada novela tiene su forma singular, en nuestro
análisis del universo literario que constituye la novela de
la Restauración, las alusiones a las formas serán
sólo incidentes.
Hay, no obstante,
un aspecto que puede (y debe) evocarse de modo sintético, es
el denominado «autorreferencialidad» o, según
expresión de Stephen Gilman, «coloquio de los novelistas»
y que, por
más señas, es la influencia que las novelas ejercen
sobre las novelas mismas. Está bien claro que por voluntad
ética, el referente primordial de la novela realista es la
realidad, hasta tal punto que las leyes que rigen la
composición de aquélla son trasunto de las que el
autor descubre en la realidad observada (véase Alas [1892],
1991, 109; Sobejano, 1988, 597-605). El Madrid de Fortunata y
Jacinta, de Misericordia, de Tristana,
etc., es el Madrid que
conoció Galdós; en Vetusta hay aspectos
identificables de Oviedo. No puede saberse, salvo en los muy
contados casos en que el autor designa a la persona que le
sirvió de modelo, si hubo referente de carne y hueso para
tal o cual personaje y no tiene importancia. Lo que sí es
fundamental es que los espacios, los personajes, las situaciones
produzcan efecto de realidad, hasta hacer olvidar al lector que
está leyendo una novela y viviendo una ficción. Sin
embargo, en algunos casos, muy pocos, el autor corre el
telón que oculta las tramoyas como para aleccionar al lector
señalándole que lo que lee, lo que ve, lo que vive es
ficción y que el encanto de la «verdadera
historia» que le está contando es producto suyo, de su
arte y habilidad. Al respecto, se ha dicho que El amigo
Manso era un antecedente de Niebla, nivola de
Unamuno. Puede ser, pero la diferencia de postura (ética) es
total: Galdós se dirige al lector para decirle que la
ficción es ficción y que la lucidez no debe diluirse
en el encanto, mientras que Unamuno se está gozando,
recreándose, para sí mismo, el viejo mito de
Pigmalión.
Primera página de la obra Tristana, de Benito Pérez Galdós, editada en Madrid en 1892. Biblioteca Nacional, Madrid
La digresión, el rodeo por El amigo Manso y Niebla y más precisamente la alusión a un mito a propósito de la nivola de Unamuno, nos hace volver al tema, al referente que, en literatura e incluso en la literatura realista, no es siempre la realidad no literaria. Nazarín es un clérigo español de los años ochenta, bien arraigado en su tiempo y en su espacio, cuyas andanzas revelan paisajes, situaciones, tipos, mentalidades, privativos de la época y sin embargo está claramente subrayada por el narrador la filiación quijotesca del personaje, que, desde otro punto de vista, el de Clarín, es un sucedáneo de Ignacio de Loyola; Villaamil, protagonista de Miau, es un quijote del Estado, pero a pesar de su locura «idealista» aparece como el cuerdo en el mundo de locos y bellacos de la Administración (sobre la influencia de Cervantes en Galdós, véase, por ejemplo, Ayala, 1973). En El Abuelo, la estructura dramática de la novela y el patrón de algunos personajes (Albrit, las niñas, don Pío) remiten a El Rey Lear, de Shakespeare; lo cual no impide la despiadada pintura de la mentalidad lugareña y clerical ajustada a la visión que, por los años noventa, tiene el novelista de la realidad. Mauricia la Dura, insólito personaje de Fortunata y Jacinta (en adelante FyJ) es la energúmena hermana española de Gervaise de L'Assommoir y sus ostentosas exequias católicas aparecen como un contrapunto (¿irónico?) de la triste y miserable muerte de la pobre beoda francesa, contrapunto tal vez subrayado por el título (¿irónico o no?) «Naturalismo espiritual», elegido por el autor para encabezar el capitulillo. Por lo que se refiere a «sueño místico», visto como aberración, parecen que se dan la mano María Egipcíaca (La familia de León Roch), María (Marta y María, de Palacio Valdés), Ana Ozores (La Regenta; en adelante La R.)... Estos pocos ejemplos bastan para dar idea de la «autorreferencialidad». Todo un libro podría escribirse sobre los resultados literarios del «coloquio de los novelistas», y así perfilar el fresco de las filiaciones ficcionales. Otro fresco, pues, que se entrelaza con las grandes figuras, los volúmenes, las perspectivas pobladas de personajes del gran fresco procedente de la «imitación» de la realidad no literaria dibujado por la novela del gran realismo. Pero no debe olvidarse que el referente literario es un referente de forma, que, aunque se haga contenido, según la atinada precisión de Sobejano, es secundo, por decirlo así, con respecto al que constituye la «sociedad presente». Es, sin embargo, un elemento importante para definir la especificidad artística de la literatura del realismo; tanto es así que las novelas que carecen de referente cultural o literario, las de López Bago, por ejemplo, son más documentos en primer grado (y aun, en el caso del citado autoproclamado «naturalista radical», enturbiados por apasionada petulancia -Lissorgues, 1988, y sobre todo Pura Fernández, 1995-) que obras literarias.
Otra coordenada, a la vez histórica y literaria, que es oportuno evocar es la evolución de la novela en cuanto a la expresión cada vez más profunda de la vida interior del personaje novelesco. Esta dimensión de interioridad que da densidad humana fuera de lo común a algunos protagonistas (superior en todo caso a la que alcalzan los personajes de Zola) es una conquista de la verdad literaria sobre las ideologías, por lo menos aparentemente, y de todas formas una aproximación más profunda de la realidad humana.
La
inflexión se hace notable, a partir de 1881, en La
desheredada (en adelante La des.). Antes de esta fecha, desde 1875
(El escándalo, de Alarcón) o 1876
(Doña Perfecta, de Pérez Galdós),
domina, como bien se sabe, la «novela tendenciosa». La
que, según López-Morillas, es «realista por sus
medios» e «idealista» por su intención
(véase Beser, 1972, 88). Pues bien, en esas novelas el
personaje va movido por una idea dominante, y aunque tenga cierta
densidad humana que le da verosimilitud como representación
de un ser de «carne y hueso», cobra valor de tipo.
Doña Perfecta encama el fanatismo del dogma y del
conformismo; Pepe Rey es la figura del técnico moderno
intransigente. Teodoro Golfín (de Marianela) es el
científico honrado e inteligente que tiene sus dudas; el
ciego Paco es el idealista puro. María Egipcíaca es
la mujer desposeída de sí misma por un falso
misticismo; Fabián Conde (El escándalo) es
el pecador libre pensador que vuelva a la fe... Cada personaje
puede resumirse en una frase y casi nada sabemos de su realidad
interior, por lo menos de sus «interiores ahumados», es
decir, de esas fuerzas oscuras que escapan a la razón y a
las ideas. Además, está puesto en una
situación más o menos dramática que le hace
obrar como debe (como está previsto que obre), según
la idea que le mueve. En última instancia (sí,
sólo en última instancia, porque las descripciones
del entorno, la expresión de los sentimientos y de los
matices humanos que dan espesor a los protagonistas producen la
necesaria ilusión de realidad), en última instancia,
El escándalo (1875), Doña Perfecta
(1876), Gloria (1877), El buey suelto (1878),
Marianela (1878), La familia de León Roch
(1878), Don Gonzalo González de la Gonzalera
(1879), De tal palo tal astilla (1880) son la
representación de los candentes debates de ideas que
después del sexenio agitan la sociedad durante los primeros
años de la Restauración. La novela tendenciosa es uno
de los vehículos que las ideas escogen para enfrentarse.
Para algunos estudiosos, Doña Perfecta y Gloria son
las respuestas, respectivamente, a El escándalo y a
De tal palo tal astilla (López, 1999, 19). «En este terreno que es más a
propósito para las batallas, luchan el pasado y el presente,
luchan la libertad y la tradición»
, afirma
Clarín (El Día, 2-1-1882), tras haber
abierto las hostilidades, en 1876, con la proclama «Aquí todo libro debe ser hoy de
combate» (en Botrel, 1972-70); a lo cual desde el otro lado
contesta Alarcón en su discurso de recepción en la
Academia: «Hay que dar hoy la batalla contra los
impíos»
(op. cit., 1762).
Es evidente que la novela de tesis constituye para el historiador
un testimonio interesante por ser un documento literario de
más directa y más fácil lectura que la novela
de los años ochenta, período en el que el gran
realismo alcanza la plena madurez de su fuerza tranquila
(Lissorgues-Sobejano, 1998). Pero no desaparece la tendencia, ni
mucho menos, sino que, como dice doña Emilia, viene a ser
«a la obra de arte lo que el alma al cuerpo que la informa,
pero invisible». (Curiosamente a primera vista, pero
explicable por la presión de los tiempos, el armónico
equilibrio entre «el alma y el cuerpo» de las cosas
conseguido en la década de los ochenta se inclinará,
por los años de 1890, más hacia «el
alma», hacia el hombre interior, en el que se buscarán
las potenciales virtudes de redención frente a un mundo
social trastornado. De modo que reaparece la tendencia como
respuesta a la denominada crisis de fin de siglo, sólo que
ahora «lo ideal» informa al alma misma de algunos
protagonistas -véase, entre otros muchos estudios,
Lissorgues-Salaün, 1991; Lissorgues, 1997-.)
En todo caso, en 1881, con La desheredada, el arte consigue dominar (por algunos años) a la ideología, someterla a sus fueros. Esta inflexión hacia la madurez artística del realismo es consecuencia, tal vez, de una mayor serenidad histórica, por decirlo así, con respecto al entorno político y social, que se traduce en el campo literario por una más sosegada y más profunda observación de la realidad, como si al novelista se le revelara, cualquiera sea la finalidad de su visión, que esta realidad encierra en sí misma una finalidad inmanente; lo cual a su vez refuerza (por algunos años) las certidumbres, las de Pereda como las de Galdós y Clarín. La hipótesis, así resumida, no puede desembocar aquí en conclusión terminante; para ello sería necesario un minucioso análisis tanto de las obras como del discurso paraliterario (véase Oleza, 1976). Lo que sí es hoy aceptado por unanimidad es que la forma de la novela iniciada por La desheredada es tributaria de la asimilación por los novelistas españoles de los elementos formales y de varios elementos temáticos de la novela francesa más o menos contemporánea, la de Balzac, Flaubert, los hermanos Goncourt y sobre todo la de Zola. Al respecto, es bien sabido hoy que la influencia del naturalismo francés es determinante (Lissorgues, 1989 II, 149-170; 1988. Sobejano, 1988, 583-615. Caudet, 1995. Saillard-Sotelo, 1997, etc.).
Portada de la primera edición de La Regenta, de Clarín
A partir de La
desheredada, como veremos, las clases bajas acceden,
sin prejuicios estéticos, a la representación
artística; se superan los niveles estilísticos
(véase supra), aunque el cuarto estado quede
algún tanto marginado tanto en la realidad social como en la
novela. A partir de La desheredada, «el hombre no es sólo su
cabeza»
; no es sólo un carácter, es un
temperamento, un ser de alma y cuerpo, cuyo espíritu
está en relación con una fisiología. (El mismo
Menéndez Pelayo lo reconoce retrospectivamente en su
respuesta al discurso académico de Galdós: un punto
útil -dice- de la evolución naturalista «era la loable atención al dato
fisiológico y a la relación entre el alma y el
cuerpo»
-Menéndez Pelayo, 1897, 82-.) Sobre todo,
la novela francesa, la de Flaubert y de Zola, es la que permite
plasmar una estética realista más acorde con el
objeto de la representación (Sobejano, 1988), proporcionando
ejemplos de modos narrativos para expresión de la
interioridad (indirecto libre, monólogo, visión desde
dentro del personaje). A partir de Isidora Rufete, que irrumpe en
el escenario de la novela de la época con sus ilusiones, sus
sueños, sus fantasías, más o menos tributarias
del imaginario colectivo, sus tendencias neuróticas y todo
expresado en su propio lenguaje, algunos novelistas se internan
cada vez más en los «interiores ahumados»,
pidiendo luz a la psicología y a la fisiología; no
todavía al psicoanálisis, al cual, sin embargo, se
acercan por intuición empática. (Algunos personajes,
como Rafael Bueno de Guzmán -Lo prohibido-,
Fortunata -FyJ-,
Ana Ozores, Fermín de Pas -La R.-, el abad Julián -Los
pazos-... hubiera podido tomarlos Freud como objeto de
estudio, igual que Norbert Hanold de Gradiva, de Wilhem
Jensen.) Lo que acabamos de decir a propósito del literario
se sitúa en el campo de la historia literaria, pero
ésta es también Historia, pues la
representación que los novelistas pueden dar del hombre
real, en su opaca profundidad humana, es reveladora del nivel
cultural alcanzado por las elites intelectuales y tal vez por
cierta parte del público lector.
En cuanto a los tipos, con más o menos espesor humano, no desaparecen después de 1881. Mesía (La R.) y Juanito Santa Cruz (FyJ), a pesar de vivir en el mundo novelesco de obras maestras, son más bien tipos; parodia de don Juan Tenorio y al mismo tiempo símbolo de la corrupción restauracionista es Mesía y Santa Cruz, símbolo de la casquivana y tarambana burguesía con visos también de donjuanismo aburguesado; Felipe Centeno, criado de varios amos, a pesar de alcanzar densidad gracias a la benevolencia cervantina del narrador en simpatía con él, es más un pícaro tradicional, hermano de Lázaro, que un personaje moderno; además, desde su medio popular de origen (en Marianela) hasta su encumbramiento como criado de Agustín Caballero, en 1867-1868 (Tormento) ha servido, en 1863, a varios amos, Pedro Polo, Alejandro Miquis (Doctor Centeno). Desde el punto de vista literario Felipe Centeno, como el pícaro de la novela del siglo XVII, sirve de enlace entre varios espacios y también entre varias novelas.
El caso de Felipe Centeno nos lleva de modo fortuito a evocar brevemente el papel homogeneizador desempeñado por el procedimiento balzaciano de los personajes recurrentes empleado por Galdós, únicamente por Galdós en sus novelas madrileñas. El que un mismo personaje (Augusto Miquis, Fúcar, los marqueses de Tellerías, los Bringas, Pedro Polo, Torquemada, etc.) reaparezca en distintos relatos permite enlazar los mundos de varias novelas y así crear la ilusión de un espacio limitado, donde los personajes se conocen, se codean, se encuentran y vuelven a encontrarse en un mismo mundo de barrios, calles, plazas, casas, en el cual se sitúa un narrador observador y algo fisgón que, de vez en cuando, atraído por la pinta de un individuo, por un suceso callejero o porque sí, decide entrar en las intimidades de tal o cual vecino, de tal o cual familia y contar con fruición su historia y describir su vida en humor y simpatía. El procedimiento contribuye notablemente a la visión ilusoria del panorama literario de la novela de la Restauración en la que, cabe subrayarlo, la obra de Galdós es el elemento vertebrador; más aún si consideramos que la gran mayoría de sus numerosas Novelas contemporáneas se sitúan en Madrid, centro neurálgico de la nación. Marineda, Coteruco, Vetusta, Orbajosa, por más relieve que tengan están alejadas del centro de la civilización moderna. Esta configuración alcanza, ya por sí sola en el panorama literario, valor simbólico.
Esta dimensión macroestructural, como decimos hoy, se completa y compagina con otra que podríamos llamar microestructural y que consiste en que cada novela, aunque focalizada en reducido espacio, encierra no pocos elementos representativos de toda la sociedad de la época. Esta dimensión metonímica, que nada tiene que ver con el estructuralismo (que, como dice el -ismo es un a priori), es sencillamente la representación literaria, en cada novela, de un momento de la historia de un pueblo en cada una de sus partes. Es más, de varios textos de unas cuantas páginas es posible sacar, con tal que se sepa analizarlos, muchos elementos que permiten reconstruir el conjunto social con su complejo de mentalidades, y si no reconstruirlo por lo menos dar de él pertinente idea. Basta remitir, para demostrar lo dicho, a unas magistrales explicaciones de textos, como la de Gonzalo Sobejano del capítulo XVI de La Regenta (Sobejano, 1982, 185-224), estudiado en todas sus dimensiones literarias, o la de Guadalupe Gómez-Ferrer de los primeros capítulos de La espuma (en adelante La esp.), ejemplo este último de cuanto puede dar de sí un texto analizado en una perspectiva histórica o mejor sociológica: el salón de Caballero donde se encuentran reunidos representantes de la alta burguesía bancaria, de la vieja y de la nueva aristocracia, de la política, sin olvidar el imprescindible clérigo, es una metonimia de las jerarquías, intereses y mentalidades de la alta sociedad, de la «espuma» (Gómez-Ferrer, 1985, 200-203).
La alusión al trabajo de Guadalupe Gómez-Ferrer nos hace volver al tema de Literatura e Historia, abordado en las primeras líneas de este capítulo (tema del cual en realidad nunca hemos salido, a pesar del rodeo por la forma, pues la forma en literatura es también contenido). Los textos de Galdós y Clarín citados al principio plantean la cuestión de las relaciones entre la novela y la historia, pero no dicen claramente lo que, para estos autores, es la historia. En cuanto a las filosofías de la historia, las que derivan de una concepción del mundo, la de Alarcón, de Pereda, de Coloma, por un lado, y, por el otro, la de los liberales, Galdós, Clarín, Palacio Valdés, resultan ya indirectamente explicitadas en las páginas anteriores.
Lo que ahora interesa es el objeto de la historia y el método de acercamiento a tal objeto en relación con la historiografía de la época que, dicho sea de paso, dista mucho de lo que es para nosotros. Efectivamente, la historia moderna, «científica», la que tiende a abarcar todos los estratos sociales de un período, se inicia sólo con los trabajos de Eduardo de Hinojosa y de Altamira. Durante el siglo XIX, la historiografía carece de estudios dedicados a análisis sociales, aparte algunos trabajos, entonces poco difundidos y mal conocidos, como, por ejemplo, la Historia de las clases trabajadoras y La España contemporánea. Sus progresos morales y materiales en el siglo XIX (1865), de Fernando Garrido. Libros de historia como la Historia General de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días (1860), de Modesto Lafuente (y en el que colabora Juan Valera), es, por lo que se refiere a la época contemporánea, historia política, historia constitucional, historia de los grandes acontecimientos (véase el documentado estado de la cuestión hecho por Jorge Uría: Uría, 1997).
En tiempos de Galdós y Clarín, la historia profesionalizada es parcial y su metodología insegura. Tanto es así que para escribir los Episodios Nacionales, Galdós tiene que buscar documentos (cartas públicas y privadas, periódicos), clasificarlos, analizarlos, es decir, obrar como historiador (Bonet, 1999, 176-187). Pero la historia que como novelista quiere escribir no es sólo la historia política, la de los grandes acontecimientos, sino la historia profunda, la que vive el «pueblo». No viene al caso, en estas páginas, abrir el debate sobre el valor discutible y discutido de la novela histórica del siglo XIX, que, como se sabe, es siempre un intento de reconstrucción ideológica del pasado. Notemos, sin embargo, que en el caso de los Episodios Nacionales se trata de la historia del siglo XIX, de la historia inmediata. Veremos que, desde este punto de vista, algunas Novelas contemporáneas y otras de Clarín, Coloma, Pardo Bazán, cuyo tiempo de acción se sitúa unos cuantos años antes del tiempo de la escritura, podrían considerarse como novelas históricas. En ellas, la materia novelable no es, en rigor, la sociedad presente, sino la que el novelista conoció unos diez o quince años antes y que, moldeada e informada por el presente, sigue viva en su memoria. Más generalmente el novelista «sociólogo», el que estudia la «sociedad presente», es también historiador, pues la sociedad presente es un «producto» de la historia. Así pues, la materia novelada integra de una manera más o menos visible un tiempo de historia, el que, precisamente, da al presente un sentido y a veces una dirección.
Puede
comprenderse, desde luego (y dicho sea de paso), que para
Galdós y Clarín, si el novelista debe ser en parte
historiador, también el historiador debería tener
dotes de novelista. De la misma manera que éste debe
«estar en simpatía»
con
su asunto y sus personajes, el historiador debe sentir el
pasado para «llegarle al alma»
.
Clarín, por su parte, en su único trabajo de
carácter histórico, la conferencia sobre
Alcalá Galiano, declaraba que quería seguir las
tendencias de los Mommsen, de los Ihering, es decir, «la tendencia de la historia sentida [...] para
poder comprenderla y penetrarla como obra artística que es
puramente»
. Si esto no se hace, añadía, la
historia «no es más que un
frío eco
», pues «lo que
se entiende por imparcialidad no es sino superficialidad»
(Alas, 1886).
Para nuestros
autores, el sistema positivista de acumular datos no basta y los
que se dedican a tal tarea son objeto de despiadada sátira.
El «erudito ratonil»
,
según Clarín, no proporciona más que
menudencias históricas que no sirven para nada.
Representación caricaturesca de uno de esos «roe-quesos de biblioteca»
es el bueno
de don Cayetano Polentino, que siempre anda en busca de infolios y
cosas de archivo para escribir la historia famosa de las gentes
ilustres de Orbajosa y que no entiende nada y ni siquiera tiene
ojos para ver lo que pasa en torno suyo (Doña
Perfecta). Sin embargo, para Clarín y Galdós los
pacienzudos trabajos de investigación, calificados por
aquél de «ímprobas
tareas»
, son necesarios aunque no bastan para restituir
lo pasado, y sobre todo para despertar la fantasía del
lector «haciéndole gustar
emociones estéticas relativas a siglos y personajes, a
costumbres, ideas, acontecimientos del pasado y reflexionar sobre
las enseñanzas de la historia»
(El
Solfeo, 22-111-1878). El historiador debe obrar como el
novelista; para ambos, estética y utilidad son dos
imperativos a los cuales no se puede (ni se debe) escapar. Para
ambos también son necesarios los «pacienzudos trabajos de
investigación»
y reflexión sobre la materia
histórica o la materia novelable, la sociedad presente.
Vemos, pues, que para nuestros novelistas y más generalmente
para muchos intelectuales de la época, las fronteras entre
novela e historia son porosas (véase Lissorgues, 1981,
50-55). Por eso mismo, la materia novelada, el panorama
mutidimensional que ofrece la novela de la Restauración es
para el historiador de hoy un inestimable documento sobre aquella
época; lo que nos depara es la vida de una colectividad,
pero captada y representada por un observador-narrador que se
sitúa, sin distancia histórica, en esta misma vida,
un narrador, en cierto modo, intrahistórico que tiene clara
conciencia de su posición, pero que ve las cosas
según su propio punto de vista, según su propia
subjetividad. La impersonalidad del novelista proclamada por el
naturalismo no pasa de ser una petición de principio y sobre
todo la impersonalidad no es neutralidad. La representación
está orientada por la finalidad que le impone el autor
(Sobejano, 1988, 587-591). Ante la materia novelable, historia o
sociedad presente, el narrador no puede ni debe distanciarse hasta
la fría objetividad, pues lo más importante para dar
vida a la representación es «llegar al alma»
de las cosas y para
eso establecer una relación empática con ellas. Al
respecto, hay que citar unas frases de Galdós, sacadas del
«Epílogo» a la edición ilustrada de los
Episodios nacionales (1885):
(en Bonet, 1999, 181. La cursiva es nuestra) |
Si se relaciona lo
enfatizado en la cita con la definición que el autor de
Fortunata y Jacinta da de la novela («Imagen de la
vida es la novela...», véase supra), puede comprobarse que el objeto
de estudio de la novela histórica como de la «novela contemporánea»
es el
mundo social en su totalidad, pero lo nuevo, en un caso como en el
otro, es el deseo y la voluntad de captar «el vivir, el sentir y hasta el respirar de la
gente»
. Si hay, según la distinción
tradicional una «historia
grande»
y una «historia
chica»
, para Galdós como para casi todos los
novelistas del gran realismo, la grande «está -escribe Galdós en 1875- en
el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que
hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de
la narración, así como en la naturaleza no es menos
digno de estudio el olvidado insecto que la incomensurable
arquitectura del mundo [...] Si en la historia no hubiera
más que batallas; si sus únicos actores fueran las
personas célebres ¡cuán pequeña
sería!»
(citado por Ribbans, 1995).
Cabe hacer resaltar que este texto lo escribió Galdós en 1875, es decir, más de veinte años antes del enfatizado «descubrimiento» de la idea de intrahistoria por Miguel de Unamuno. Así pues, nada le debe al rector de Salamanca el autor de La desheredada, cuando en 1912, le hace decir a Efémera, mensajera de Mariclío:
(Galdós, [1912]; 1990, 610) |
Además, a
Unamuno debía habérsele ocurrido, cuando
escribió En torno al casticismo, que la novela de
la Restauración ya había hecho acceder al escenario
de la representación artística, y desde luego al
escenario de la historia, esos miles de hombres «para los
cuales fue el mismo sol después que el de antes del 29 de
septiembre de 1868, las mismas sus labores» (Unamuno, [1895];
1996, 63); hubiérale bastado prestar atención al
mundo de Fortunata y Jacinta o al de La Tribuna o
al de La Puchera, pongamos por caso. Es más; la
intrahistoria de Unamuno es eterna, intemporal; es quietud frente
al movimiento de la historia, es, según el acertado juicio
de Jon Juaristi, «una forma de lo sublime
(el objeto de lo sublime debe tender a la apariencia de lo
infinito)»
(Juaristi, 1996, 28). Ahora bien, esta idea de
la intrahistoria eterna es la que informa la novela regionalista de
Pereda: «El regionalismo de que voy
hablando no tiene nada que ver con la geografía
política, ni con la Historia, ni con los fundamentos del
Estado [...], puede extenderse su jurisdicción hasta la
ciudad misma, o a la parte de ella que, por milagro de Dios,
respira todavía, como salamandra en el fuego, algo de la
masa pintoresca del pueblo original y castizo»
(Pereda, 1897, 119. El subrayado es nuestro). Al respecto, merece
citarse (pensando también en Unamuno) el juicio de R.
Burckley sobre Pereda: «Frente a una
novela urbana [...], frente a una novela social [...], frente a una
novela temporal [...], Pereda defendía la novela
“eterna”, la novela del hombre que vivía en
armonía con la naturaleza y seguía el ciclo
eternamente repetitivo de sus estaciones [...]. Frente a “una
novela burguesa”, inspirada por las nacientes
burguesías de las grandes ciudades de la época de la
Restauración, Pereda soñaba con una novela
“popular”, inspirada en los valores tradicionales del
pueblo español»
(citado por González
Herrán, 1992). Por motivos distintos, comulgan Pereda y
Unamuno en el mito sublime de lo eterno. Si la historia es tiempo,
el mito cristalizado es la negación de la historia...
Opuestos a tal concepción, Galdós, Clarín, Palacio Valdés, Emilia Pardo Bazán (y hasta cierto punto también Valera) reivindican su arraigo en la historia; el objeto de la novela que escriben es la sociedad presente en su totalidad, captada (y desde luego representada) en su vida intrahistórica, que, para ellos, es movimiento, movimiento de la civilización y movimiento, cuya representación es una de las coordenadas del relato.
Este primer apartado se ha dedicado a puntualizar algunos aspectos del debate siempre abierto entre literatura e historia, dos actividades cuyas fronteras en la época del gran realismo resultan, por intención ética y deseo artístico, bastante desdibujadas y, por lo tanto, a poner de realce la especificidad del lenguaje literario, sólo capaz de captar la vida profunda de un pueblo y de alzar la mimesis a la altura de poiesis de una épica moderna, cuyas varias facetas corresponden a distintas visiones de un momento de transición histórica. El estudioso no debe olvidar esta superioridad atribuida por los novelistas del siglo XIX al lenguaje literario, en su doble vertiente, objetiva y subjetiva.
Así pues,
como conclusión de algo de lo dicho y como didascalia para
lo que sigue, puede decirse que las obras de Pedro Antonio de
Alarcón, de Juan Valera, de José María de
Pereda, de Leopoldo Alas, de Armando Palacio Valdés, de
Emilia Pardo Bazán, de Jacinto Octavio Picón y tantos
otros y sobre todo las de Benito Pérez Galdós
(vertebradoras, repetimos, del panorama), plasman en su totalidad
todo un mundo; mundo ficticio, por supuesto, por ser
reconstrucción con palabras del mundo real, tomado como
objeto de observación y como fundamental modelo de la obra
artística, y en la que intervienen para cada autor tanto las
facultades de comprensión objetiva de la realidad humana,
social, filosófica, religiosa..., como todas las dimensiones
de una percepción personal que colorea subjetivamente (que
«poetiza») la representación y la orienta
según una finalidad que dimana de una concepción del
mundo y de una ideología. Y no hablemos de ese no sé
qué llamado talento, que hace que sobre la accidentada
llanura de la panorámica representación se yergan
algunos monumentos de la literatura universal, como pueden serlo,
según establecido consenso, La Regenta,
Fortunata y Jacinta, Misericordia, Los pazos
de Ulloa y otras obras que no viene al caso citar aquí,
pues nuestro cometido es tan sólo el estudio del panorama de
un mundo ficticio, más real que el mundo real, no
sólo por ser el único que queda grabado en el tiempo
de la historia, sino porque, incluso para los lectores de aquella
época, era la forma más legible, como
espectáculo compuesto y completo de una realidad inmediata,
sin perspectiva, no compuesta. La realidad -escribe
Clarín, en 1890- «no
está compuesta [...], no es cosa artística, pero
desde el momento en que se imita la realidad para ser contemplada
[...] se transforma en espectáculo, y entonces aparece la
perspectiva (la composición en el arte, la cual en la
realidad, como tal, no existe, pues no se presenta sino con el
espectador»
(Madrid Cómico,
27-IX-1890).
Caricatura de Clarín, por Francisco Sancha, en Madrid Cómico del 28 de octubre de 1899
Aristocracia, nobleza, burguesía, clases medias, cuarto estado, clases bajas, pueblo, este vocabulario no es invención de la sociología moderna aplicada a la novela de siglo XIX; estos términos emergen frecuentemente en las páginas de nuestras novelas para definir y delimitar los varios estratos de la representación del zócalo social tradicional. Por otra parte, es de observar que entre los varios espacios sociales así recortados se insinúa otro campo semántico compuesto por las palabras relacionadas, en un sentido o en el otro, con el movimiento; cambio, evolución, mutación, revolución, movimiento, ruptura, dinamismo, modos antiguos, estructuras del pasado, modernidad, etc., son términos cargados de temporalidad histórica, que afloran constantemente en la superficie del lenguaje de la novela, de todas las novelas, las de Galdós como las de Pereda, y que, dicho sea de paso, revelan una profunda conciencia de la época. Así pues, en el más depurado nivel de la representación, los varios estratos sociales aparecen sometidos a los embates de la historia o, más precisamente, a los avances de la civilización que erosionan algunos, fertilizan y sedimentan otros, provocan la emergencia de capas voluntariamente olvidadas, que van cobrando inquietante color e imponen la presencia todavía no muy activa de nuevas palabras, como pueblo en masa y hasta proletariado.
El estamento
más antiguo, el de la rancia aristocracia, es, en cuanto
estamento hegemónico, el más afectado, no tanto en su
potencia económica de origen feudal pues para seguir
dominante se ve obligado a pactar con la alta burguesía y a
entrar en el juego de las crecidas olas crematísticas, como
en la pureza de sus valores, que por una parte se adulteran por
contaminación con el materialismo burgués y, por
otra, resultan degradados por la burlesca imitación de que
son objeto por parte de la burguesía y de ciertos sectores
de la clase media. Pocos ejemplos ofrece la novela del noble de
cuño antiguo, el que sigue alentado por valores
caballerescos, cuyo paradigma podría ser el marqués
de Benhael que, como vestigio de otros tiempos, surge de modo
fortuito, como contrapunto de la nobleza corrompida y
transaccionista, en una escena de Pequeñeces.
Así deberían ser, sugiere con nostalgia el padre
Coloma, los grandes de España, fieles al trono y al altar y
siempre dispuestos a morir por la Unidad católica. Pero en
la escena que representa la ceremonia tradicional de cubrirse ante
el rey, el marqués de Benhael es, según el narrador,
el único que merece cubrirse; los demás grandes son
siniestras caricaturas de la grandeza y lo es en sumo grado el
corrompido y perverso Jacobo Téllez, podrido por todos los
males del siglo, el dinero, la masonería, el ateísmo,
el materialismo. Asimismo, todos los representantes masculinos de
la nobleza que aparecen en Pequeñeces,
Diógenes, Frascuelo, Villamelón son «fósiles de aquellos próceres del
pasado siglo»
y «representan lo
ruin y el descrédito de la grandeza»
(Pequeñeces, 188; en adelante Peq.). La visión maniquea de
Coloma permite, por lo menos, colocar en el panorama la estampa
tópica del noble caballeresco, pero arrinconada y diluida en
el conjunto, como, por cierto, se encuentra difuminada en la
realidad social de la época (Peq., 438 y sigs.).
En cambio, varios personajes novelescos del padre Coloma, de Pereda, como de Galdós y Palacio Valdés, son aristócratas que, sin ser grandes de España, siguen viviendo según los principios de su clase (de su casta) y no carecen de autenticidad, y hasta, según los autores, de grandeza. Es curioso notar que en su mayoría estos personajes son mujeres, cuyos maridos no asoman al escenario o son poco dignos de interés; lo cual es significativo de la visión ampliamente explicitada en otros niveles, como brevemente veremos, de la mujer depositaría de los valores tradicionales de la familia. Entre el personal masculino y femenino, corrompido o estúpido del mundo de Pequeñeces y de La espuma, descuellan por su ejemplaridad moral y religiosa, respectivamente, la marquesa de Villaris y la marquesa de Alcudia. Incluso en el mundo de La desheredada, a la autoritaria marquesa de Aransis, supuesta abuela de Isidora Rufete, el narrador le reconoce, sin manifestar particular simpatía, el rango de verdadera aristócrata, además de concederle cierta comprensión humana. Sorprende ver que, en El Abuelo, el conde de Albrit, a pesar de su obcecación entre quijotesca y determinista, es, envuelto en su testarudo aristocratismo, más auténtico que las mezquinas medianías mesocráticas y clericales con las cuales se enfrenta.
En el conjunto del
panorama social, estas fugaces estampas de la verdadera
aristocracia aparecen como el canto del cisne, de un cisne rezagado
en las agitadas aguas del nuevo mundo. En provincias, sigue
viviendo una aristocracia según el modo antiguo, con sus
recursos económicos de tipo feudal (la renta) que le
permite, sin actividad alguna, mantenerse en la cumbre social con
la fuerza de la energía adquirida. Bien arraigada en el
espacio, polarizando las miradas de una imaginación
colectiva cristalizada, su posición, a pesar de todo,
aparece como un vestigio del pasado. Buen ejemplo de tal
visión son los marqueses de Vegallana de La
Regenta, cuya posición, mentalidad, costumbres quedan
sagazmente analizadas por Clarín. Si lo miramos bien, tanto
los Vegallana como don Román, el hidalgo paternalista de
Coteruco (Don Gonzalo González de la Gonzalera) o
el «salvaje» marqués de Ulloa, Pedro Moscoso, no
pasan de ser representantes más o menos parasitarios de
otros tiempos. Con nostalgia (Pereda) o con ironía
(Galdós, Clarín, Palacio Valdés) podría
estamparse al pie de esas figurillas la exclamación de
Antonio Machado ante el cadáver de don Guido: «¡Oh fin de una
aristocracia!»
.
Que quiera que no,
la aristocracia tiene que entrar en el juego de los intereses
financieros y, si viene al caso, mezclar su sangre azul con la
sangre plebeya. En el fresco novelesco, el espacio social en que se
mezclan la nobleza y la alta burguesía es sumamente
importante, pues constituye el campo de las clases dirigentes, de
la espuma, o sea, para emplear una expresión bien
connotada, de la oligarquía político-financiera. Al
respecto, La Espuma, de Palacio Valdés, es la obra
más ilustrativa, la que analiza más a fondo los
varios mecanismos de enriquecimiento, desde las más
atrevidas especulaciones estafadoras de un Salabert, hasta las
timoratas mezquindades ahorrativas de Calderón, pasando por
los chanchullos agiotistas de todos. Los representantes de la
nobleza antigua acuden a las tertulias o a las recepciones que se
dan en las viviendas y palacios de los advenedizos de alto vuelo,
como la casa de Clementina, hija de Salabert, o el lujoso piso de
Calderón (véase Gómez-Ferrer, 1983 y 1990). En
La familia de León Roch, el tipo, más que
personaje, de Fúcar es, con su ostentosa riqueza, sus
especulaciones internacionales y su mal gusto, un antecesor
literario de Salabert. A él acuden los marqueses de
Tellerías, nobles tronados y vulgarísimos, para pedir
ayuda. En Fortunata y Jacinta, la nobleza parece
perfectamente integrada en el mundo de la burguesía gracias
a oportunos casamientos: «ya tenemos
aquí -comenta el narrador- perfectamente enganchadas, a la
aristocracia antigua y al comercio moderno»
(FyJ, 116). En casa de
Baldomero y Barbarita Santa Cruz, durante la cena de Navidad de
1873, en pleno sexenio revolucionario, se encuentran en amor y
compañía la «aristocracia
antigua»
y la «aristocracia
monetaria»
, en una escena que, por su valor
metonímico, puede relacionarse con la tertulia antes aludida
en casa de Calderón (La esp.). A propósito de «casamientos económicos»
entre
la aristocracia y la burguesía, merece subrayarse que Pereda
fue el primero, en 1871, en representar este fenómeno social
de gran alcance, pues con la Restauración vino a ser uno de
los factores de la constitución del bloque
oligárquico. En Blasones y talegas, la hija del
tronado hidalgo don Robustiano se casa con el hijo del enriquecido
burgués Torribio Mazorcas, de modo que, como sintetiza el
título, cada clase recibe lo que no tiene y ofrece lo que
posee: Robustiano el prestigio de sus blasones y Torribio las
repletas talegas. Al mismo tiempo, el autor representa el
desmoronamiento de la hidalguía rural (como lo hace
doña Emilia, pero en superior altura artística, en
Los pazos de Ulloa) y el ascenso económico de la
burguesía de provincias. Algunas novelas revelan que a los
nobles no les repugna imitar los procedimientos de esos burgueses
que saben hacer fructificar el capital. Lucrativo es para todos el
juego de la Bolsa (La esp.,
FyJ). Provechoso
puede ser -sugiere Clarín en Su único hijo-
invertir en las nuevas industrias asturianas los ingresos de la
renta proporcionada por el sistema casi feudal de la
explotación de las tierras de Emma Valcárcel,
descendiente de hidalgos rurales.
Primera página de la obra Pepita Jiménez, de Juan Valera, Madrid, 1875. Biblioteca Nacional, Madrid
La novela de la época, la de Galdós, Clarín, Palacio Valdés, Pereda revela que la alta burguesía, enriquecida en el negocio, en España o en ultramar, es la clase económicamente más activa y la que sabe aprovechar las nuevas fuentes de riqueza. Fúcar, Salabert, Moreno Rubio (FyJ) han establecido relaciones con la finanza y el negocio internacional. Moreno Rubio, por ejemplo, hijo de tendero, es muy rico y vive parte del año en Londres, donde tiene sus negocios, y viaja, como Fúcar, a Biarritz, a París, ciudades emblemáticas del acierto social. En un nivel inferior, pero más arraigada en el tejido social, se encuentra la capa de la burguesía de negocio, trabajadora, tesonera, propensa al ahorro, que ha acumulado capital durante todo el siglo, aprovechando todas las ocasiones seguras para aumentar el patrimonio, como la compra de bienes desamortizados, particularmente eclesiásticos. En provincias esos ricos, más o menos nuevos, ocupan una posición destacada, como el vulgar y algo despreciable, según Pereda, Torribio Mazorcas de Blasones y talegas o Don Acisclo de Doña Luz (1878), hombre, según Valera, inteligente y hasta filantrópico, que se ha enriquecido con ocasión de las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz o el patriarca de Aldeacorba, padre del ciego Paco (Marianela), hombre recto y honrado, aficionado al trabajo. Entre ellos, se recluta buena parte del personal caciquil (Los pazos de Ulloa, Doña Luz, Pepita Jiménez).
En Madrid es
donde, gracias a las facultades de observación y a la
imaginación re-creadora de Galdós, alcanza
toda su fuerza la descripción de la compleja enredadera
constituida por las ricas familias dedicadas al comercio durante el
siglo y ahora a las actividades bancarias. Los Santa Cruz, los
Arnaiz, los Trujillo, etc.,
relacionados por misteriosos enlaces y enganchados con la
aristocracia antigua, constituyen un laberíntico enredo, un
«colosal árbol de linajes
matritenses»
(FyJ, 119). Galdós pone
al descubierto, como subraya Rodríguez Puértolas en
un pertinente estudio, «el proceso y los
mecanismos gracias a los cuales se ha formado la potente
oligarquía mercantil-financiera»
(Rodríguez-Puértolas, 1975, 14). Más
interesante es observar que esta verdadera clase burguesa que tiene
conciencia de su superioridad sobre las clases inferiores, la muy
cercana clase media con la cual conserva relaciones de parentesco y
de vecindad (Doña Lupe, los hermanos Rubín,
Espupiñá -FyJ-) y, por supuesto, el
cuarto estado de los barrios populares del Sur, no tiene conciencia
política. Le basta poder desarrollar en paz su negocio y
hacer fructificar su dinero; la política sólo le
interesa en la medida en que protege y ayuda su actividad. La
monarquía, según Coloma, también se ha hecho
transaccionista; tiene que pactar con las nuevas fuerzas.
Así se explica la presencia del rey en la «sardanapalesca»
recepción
organizada por Clementina, hija de Salabert (La esp., 465-466) o el papel activo que el padre
Coloma le atribuye a Alfonso XII para atraer a la nueva
política restauracionista a Martínez (Sagasta), el
antiguo «jefe de las mesnadas
revolucionarias»
(Peq., 435). Situación
atinadamente sintetizada por Rodríguez Puértolas: el
rey «es una fachada respetable tras la
cual se ocultan las mismas fuerzas y los mismos intereses de la
burguesía»
(Rodríguez Puértolas,
1975, 30). Esta burguesía, en ascensión
económica, no tiene todavía conscientes aspiraciones
hegemónicas. Es muy importante subrayarlo para matizar el
esquema estereotipado aplicado a las burguesías europeas del
siglo XIX; sobre este punto (como sobre otros la novela realista es
un testimonio irreemplazable). La espuma dice lo mismo,
aunque la visión de Palacio Valdés, por lo que
respecta a las relaciones de la alta burguesía con la clase
media sea distinta, por prejuicios morales e ideológicos
más visibles que en Galdós, como veremos. El norte en
el imaginario de la burguesía (como de la clase media) no es
la conquista del poder, su norte es la clase tradicionalmente
superior, es decir, la aristocracia. El cielo, para ella, es la
conquista de un título. Los gobiernos de la
Restauración, tanto los de Cánovas como los de
Sagasta, se apresuran a satisfacer esta aspiración para
integrar mejor la alta burguesía en el sistema
dándole la ilusión de un definitivo encumbramiento.
Salabert, redomado pillo, es duque de Requena (La esp.); Fúcar, que era sólo el
millonario Fúcar en La familia de León Roch
(1878), sale marqués de Fúcar en La
desheredada (1881); Torquemada, el despiadado prestamista,
ennoblecido llega a ser senador del reino, etc. El resultado, apunta el narrador de
La familia de León Roch, es que «la sociedad se allana y quedará sin
aristocracia»
. «A esto
contribuyen -añade-, por un lado, el negocio,
haciéndonos a todos plebeyos, y, por otro, el gobierno
haciéndolos a todos nobles»
(La familia de
León Roch, 55).
En el panorama literario, son pocas las novelas focalizadas más o menos exclusivamente en la parte superior de la sociedad, allí donde actúan y se codean las aristocracias, la antigua y la nueva, y la alta burguesía. Aparte Pequeñeces, La Montálvez, de Pereda, y La espuma, la representación de las crestas sociales surge, de modo más o menos incidente, en perspectiva. De modo que el título elegido por Palacio Valdés, la espuma, cobra pleno sentido, sobre todo si lo vemos como anticipación de la metáfora marina, empleada por Unamuno en su definición de la intrahistoria. La alta sociedad, la que acampa en la cresta de las olas de la historia, es sólo la espuma social. Efectivamente, en el fresco novelesco, el piélago más o menos profundo pero muy extenso es la clase media con todos sus matices. Ella es la que llena los espacios. Pero desde abajo, desde más abajo, casi diríamos desde unos fondos olvidados, surgen, de vez en cuando, en Marianela, en La desheredada, en La Tribuna, en Fortunata y Jacinta, en La Regenta, en La Puchera, etc., algunas olas abisales representadas en su realidad histórica y también a veces a través del mito (herderiano) del «pueblo».
La clase media, en su coloreada diversidad que casi exigiría una denominación en plural, las clases medias, es el objeto de observación predilecto de algunos novelistas de gran talento, como Galdós, Clarín, Palacio Valdés, Emilia Pardo Bazán, Alarcón, Picón, y de otros considerados hoy como secundarios, José Zahonero, López Bago, Alejandro Sawa, Vega Armentera, Sánchez Seña, etc. Dos motivos permiten explicar esta predilección; uno relativamente objetivo debido a la concentración en los centros urbanos, en Madrid sobre todo, de familias de dicha clase, y otro de índole ideológica, tal vez más determinante, que se explica por el hecho de que estos novelistas pertenecen a ella, a la clase media. La importancia que alcanza la representación de este sector social en la totalidad del panorama literario puede que no se corresponda con la realidad socio-económica de la España de la época, predominantemente rural, pues las novelas o cuentos «regionalistas» de Pereda, Palacio Valdés, doña Emilia, y en cierta manera de Clarín, no bastan para restablecer el equilibrio de una representación homotética a la realidad. Además estas representaciones regionales no son exclusivamente rurales (aparte tal vez Los pazos de Ulloa, que es mucho más que una novela rural), incluso en el caso del costumbrismo perediano (habrá que esperar el fin de siglo y la fuerza «naturalista» de las descripciones de Blasco Ibáñez para que el ruralismo -valenciano- cobre pleno sentido artístico). Es indudable, por otra parte, que la extensión, la profundidad y la calidad artística de la representación galdosiana contribuyen a enfatizar la importancia de la clase media en el panorama literario de los primeros decenios de la Restauración. Es evidente que la novela del gran realismo, por la libre elección de la materia novelable en función de predilectas aspiraciones artísticas e ideológicas, no responde a un proyecto global y sistemático de descripción de la realidad. Su veracidad muy poco tiene que ver con la exactitud «descarnada» de la «historia parada», cuadriculada por la estadística.
Así pues, por los motivos antes evocados, la pintura de la clase media se sitúa en el proscenio del panorama, con un sinnúmero de personajes individualizados, más o menos recortados, bien plantados en su espacio geográfico, con sus modos de vida y sobre todo sus preocupaciones, sus aspiraciones, en una palabra, su mentalidad, que se estudiará más detalladamente en el apartado siguiente, aunque en esta representación del vivir todo esté, como en la vida, estrechamente relacionado.
Veamos pues, en un primer momento, cuál es el estatuto social de esta clase a partir de algunos ejemplos elegidos entre muchos. La viuda doña Javiera, vecina y maternal amiga del profesor Manso, es carnicera; cuando deja el oficio, es dueña de tan holgada fortuna que puede dar libre curso a su mal gusto y presumir de burguesa, deseando para su hijo un casamiento «superior» con algún vástago de la burguesía establecida o, si viene al caso, con un título. Al parecer, según la novela de la época, uno de los medios más seguros para hacer fortuna, salir de la mesocracia y ascender a la burguesía es el comercio y tanto en la metrópoli como en ultramar. Aquí están los orondos Arnaiz, Santa Cruz, Moreno Rubio (FyJ), los Sobrado, ricos comerciantes de Marineda (La Tribuna) y, tal vez, los Elorza de Nieva (Marta y María). Los indianos, generalmente objetos de mofa, por parte de los diversos narradores, por su mal gusto y sus burlescos remedos de los convencionalismos sociales y religiosos (Paez de La R., Joaquín Manso, hermano de Máximo Manso) tienen estatuto parecido, aunque algunos no procedan de la clase media, sino de los sectores marginados de la sociedad. Entre ellos, es una excepción Agustín Caballero, indiano inteligente emprendedor y honrado, ensalzado por el narrador de Tormento.
Aparte los
comerciantes, pocos se enriquecen en el mundo mesocrático de
la novela. En ese mundo, contaminado por la «locura crematística»
(expresión de Montesinos), la usura es un medio interesante
para quien disfruta palpando dinero; los estudiantes sin recursos (
Doctor Centeno), los jóvenes manirrotos, la
multitud de cesantes son presas predilectas de usureros y
prestamistas (Torquemada y su discípula Doña Lupe de
FyJ). Los
profesores (sólo conocemos al idealista - krausista-
Máximo Manso), los médicos, los técnicos y los
sabios modernos (Augusto Miquis, Pepe Rey -Doña
Perfecta-, Carlos y Teodoro Golfín
-Marianela-, etc.)
viven, al parecer, sin preocupación económica; lo
cual puede ser significativo de cierta evolución social. En
cuanto a los especialistas en cuestiones económicas, como
Llera de La espuma, que están al servicio de las
maquinaciones especulativas de los nuevos ricos del calibre de
Salabert, están, según Palacio Valdés,
desvergonzadamente explotados, a pesar de que sin «su imaginación fecunda en
invenciones»
sus amos no podrían hacer nada
(La esp., 176). Dicho sea
aquí de paso, Palacio Valdés dice claramente con este
ejemplo que algunos hombres de clase media, más ilustrados,
más trabajadores, más honrados son los que animan las
actividades más modernas y sugiere que ellos deberían
formar la clase directora y ocupar el puesto usurpado por la inepta
oligarquía financiera. El ejemplo es revelador de cierta
conciencia hegemónica que anima a Palacio y que deben de
compartir Galdós, Clarín y otros intelectuales
liberales.
Primera página de la obra Doña Perfecta, de Benito Pérez Galdós, quinta edición, Madrid, 1884. Biblioteca Nacional, Madrid
Según la
novela galdosiana, gran parte de la clase media está
atascada en la Administración, que por la amplitud de la
representación aparece como un verdadero mundo, en el cual
se entra siguiendo a algún personaje para descubrir un
sinnúmero de figurillas más o menos fugaces.
Ramón Villaamil, protagonista de Miau, es, tal vez,
un personaje demasiado complejo, demasiado
«literaturizado», demasiado quijotesco, para ilustrar
sencillamente nuestro propósito. Es, sin embargo, el
símbolo del eterno cesante (aquí cesante definitivo),
de esa multitud de funcionarios, cuyo destino cuelga del turno,
para ellos verdadera rueda de la fortuna. Cuando se les despide, no
saben hacer otra cosa, pues se les ha metido la
Administración en los tuétanos, y ellos y su familia
viven de milagro y casi se mueren de hambre; más aún
cuando se empeñan, cuando sus mujeres se empeñan, en
mantener la ficción de un buen nivel de vida. Algunos
empleados del Estado han sabido hacerse indispensables y a costa de
contorsiones consiguen mantenerse en el puesto contra viento y
marea. Es el caso de Pineda de La espuma, que para seguir
a flote tiene que asistir a las recepciones y frecuentar una
sociedad muy superior a la suya, de la que recela, como honrado
representante de la clase media, según la visión
predilecta de Palacio Valdés; el caso también de
Manuel Pez, el imprescindible Pez, así llamado porque sale
coleando en La desheredada, Tormento, La de
Bringas, Fortunata y Jacinta, Miau,
Torquemada y sobre todo por saber seguir las oportunas
corrientes de aguas corrompidas, hasta conseguir implantar en el
légamo administrativo una especie de nepótica
dinastía. Pero son casos excepcionales. La gran
mayoría, desde Relimpio, «funcionario sin cabeza»
(La
desheredada, 131), hasta Pantoja, «prototipo del integrismo
administrativo»
(Miau, 195), esos hombres
resultan enajenados por el miedo a perder el puesto o por el miedo
a no recobrarlo. No tienen conciencia política ni conciencia
social, sólo tienen fe en las relaciones. Según la
visión galdosiana, la Administración alimenta una
forma de parasitismo. El narrador de Tormento
(pág. 28) escribe en
1884: «En esta sociedad, digo, no
vigorizada por el trabajo, y en la cual tienen más valor que
en otra parte los parentescos, las recomendaciones, los
compadrazgos y amistades, la iniciativa individual es sustituida
por la fe en las relaciones»
.
José María de Pereda. Fotografía de Adouard
Como veremos en el
capítulo siguiente, la clase media tampoco tiene conciencia
de clase, de su clase. Se limita, cuando puede y hasta donde puede,
en remedar las clases superiores, movida por la ilusión de
ascender, de huir de esa mezquindad que hay que ocultar a toda
costa, a costa de la salud de los hijos (Miau), a costa de
la honra (Rosalía, la de Bringas, Refugio, hermana de
Tormento). Muy lejos estamos de esa clase media con la que
soñaba Galdós en 1870: «ella es hoy la base del orden social: ella
asume por su iniciativa y por su inteligencia la soberanía
de las naciones, y en ella está el hombre del siglo XIX con
sus virtudes y sus vicios, su noble e insaciable aspiración,
su afán de reformas, su pasmosa actividad»
(en
Bonet, 1999, 130).
La observación seria de la «sociedad presente» corta las alas al deseo de idealización (salvo en el caso en que tal deseo sublimado -o disfrazado- por la estética, supere, en el caso de Juan Valera, un buen palmo la realidad). Pero la lucidez, parecen decir los narradores de Galdós, Clarín, Palacio y también de doña Emilia y Pereda, no es resignación, pues novelar la sociedad presente es también un acto de fe, fe en el público lector, es decir, principalmente, en esa misma clase media.
La
observación seria de la realidad, conjugada con ciertas
influencias literarias transpirenaicas, particularmente la de Zola
y de su naturalismo y con la revitalización por parte de
Galdós de la veta nacional de la picaresca, impone la
irrupción en el ámbito de la novela de un sector
tradicionalmente rechazado, por indigno, del arte. El lodo de los
barrios populares, los charcos donde chapotean niños
escuálidos, las calles polvorientas, pobladas de harapos,
las estrechas viviendas mugrientas, los malos olores, las duras
condiciones de vida de unos hombres y de una mujeres que ni
siquiera conocen el lenguaje de la gente «decente»,
todo ese mundo despreciado por las «capas honradas» y
marginado por la buena o la mala conciencia, se hace, a la altura
de los años ochenta, materia novelable. Este ensanchamiento
del campo del arte, por ruptura de los convencionales moldes del
canon clásico de los niveles estilísticos, es una
conquista estética y sociológica. Es la victoria
definitiva de la libertad de la representación en el debate
abierto en torno al objeto del arte, debate todavía vivo por
los años sesenta y setenta, cuando Giner y Valera rechazaban
fuera de las fronteras artísticas lo feo y lo prosaico (en
Sotelo, 1996, 73-97; en López-Morillas, 1973, 140).
Sería poco decir que La desheredada abre la brecha,
pues ya desde el primer capítulo la descripción del
sórdido manicomio de Leganés y de las inhumanas
condiciones de encierro de los enfermos hace volar los diques de
asepsia artística. A partir de esta novela y según
una óptica humana y sociológica que nada tiene que
ver con las pinturas idealizadas a lo Fernán Caballero de la
gente del «pueblo»
, el
«cuarto estado»
, así
llamado por Galdós (FyJ), las «clases populares»
(La
Tribuna), el mundo de los mineros (los mineros del
carbón de Matalerejo de La R., 547-559; los mineros del azogue de Riosa
en La esp., 439-547), los
barrios populares de las Peñuelas (La desheredada),
etc., se imponen como materia
novelable.
Es de observar,
sin embargo, que la representación de las clases populares
es resultado de una visión que no carece de prejuicios y no
sólo en el caso de los cuadros más o menos
arcaizantes del Pereda de Sotileza y La Puchera.
Fuera de La Tribuna, ninguna novela se enfoca desde dentro
del espacio ocupado por dichas clases. Siempre se va de arriba
abajo, siguiendo generalmente a uno o varios personajes de las
clases superiores. «Una visita al cuarto estado» titula
Galdós, de modo significativo, el capítulo de
Fortunata y Jacinta en el que las tres miradas, la de
Jacinta, de Guillermina y del narrador, describen la casa de
vecindad de la calle de Mira el Río. Las minas de Riosa se
descubren, en La espuma, de modo fortuito, con motivo del
viaje de la flor y nata de la alta sociedad madrileña; lo
cual hace resaltar el tremendo contraste entre el lujo escandaloso
ostentado por los ricos y la espantosa miseria de los obreros y sus
familias. Si conocemos el barrio de las Peñuelas, al sur de
Madrid, es gracias a la visita obligada que Isidora hace a la
Sanguijuelera para ver a su hermano Mariano. En Vetusta,
descubrimos el barrio obrero del Campo del Sol, en el cual nunca el
narrador pondrá los pies, desde lo alto de la torre de la
catedral y gracias al catalejo del Magistral. Un día, Ana
Ozores y el narrador se encuentran en medio de la multitud de los
obreros que cada tarde, después del trabajo, invaden el
bulevar, y se codean un momento, entre recelosos y fascinados, con
esos cuerpos llenos de energía y sudor tan distintos de la
fofa blandura de la gente de arriba. El episodio es corto con
relación a la extensión de la novela pero tiene gran
alcance por la lectura simbólica que autoriza (La
R., I, 350-355). La
Tribuna, escrita en la estela de La desheredada y,
tal vez, con el deseo de emular a Galdós, a pesar de la
buena intención de la condesa de pintar al pueblo como es y
como vive, es decir, miserable física y moralmente, no se
salva de prejuicios clasistas y de convencionalismos literarios. Es
visible la influencia, en muchas escenas y descripciones, de La
desheredada y de L'Assommoir, y pese a las denegaciones de la
novelista, su tesis, afirmada desde el prólogo, de un pueblo
español sano por tener el buen catolicismo en la sangre, no
dista mucho de la visión idealista de la «insigne Fernán»
. Más
grave es el recurso a un determinismo clasista (que al parecer le
parece natural a la condesa) que patentiza la existencia de una
«raza»
popular, evidentemente
inferior («Observábase, no
obstante, en tan gallardo ejemplar femenino -se trata de Amparo-
rasgos reveladores de su extracción: la frente corta, [...],
largos los colmillos»
, etc., 74). A pesar de todo, la novelista
no rehúsa describir con adecuado lenguaje las penas y
miserias de las familias obreras con sus «niños epilépticos, escrofulosos,
raquíticos»
o las tremendas condiciones de trabajo
en algunos talleres de la fábrica que estragan la salud en
poco tiempo, en unos cuadros que pueden relacionarse con los que
pinta Palacio Valdés en La espuma o Zola en
L'Assommoir.
Al respecto es indudable el valor documental de La
Tribuna. Pero tal vez la mayor autenticidad de la novela se
encuentre en otro aspecto, como se verá: el de la
condición de la mujer del pueblo frente a la mentalidad de
gente de clase media.
De hecho, los
novelistas parecen más atentos a las consecuencias humanas y
sociales de la explotación de los obreros que al trabajo en
sí. Son pocas las descripciones de los talleres o de las
minas; lo cual pone de realce el mérito de doña
Emilia. Isidora Rufete, la Sanguijuelera (y el narrador) penetran
en el taller de la fábrica de soga donde trabaja Mariano
Rufete, un niño de trece años. La descripción
del «antro», «caverna»,
«túnel», cuya oscuridad apenas permite
distinguir a los hombres de las máquinas, si bien recuerda
algunas páginas de L'Assommoir, parece anticipar algunas escenas de
Germinal. De paso e implícitamente el narrador
denuncia la inhumana explotación de los niños. A la
hora del descanso, Mariano sale «del
negro fondo»
y se aflige Isidora «al notar su cansancio, el sudor de su rostro,
la aspereza de sus manos, la fatiga de su
respiración»
(La desheredada, 46-51). Es
patente el valor metonímico del episodio. Además, si
se coteja esta descripción realista (naturalista) del
trabajo en taller con la evocación que en Marianela
se da de la actividad industrial, verdadera epopeya «de la hoja de lata»
, se puede notar
la evolución de la conciencia realista de Galdós
(Marianela, 90). En La desheredada, es
también interesante notar que frente al trabajo embrutecedor
en fábrica, que predispone al alcoholismo y a la violencia
ciega, la libre actividad del artesano es enriquecedora; el
litógrafo Juan Bou es uno de los pocos personajes que puede
proclamar que «el trabajo es la vida, la
religión del pueblo»
(La des., 344).
Si el trabajo en
sí es sólo ocasionalmente materia novelada,
en cambio abundan las descripciones de las miserables condiciones
de vida de las clases populares. El mismo Pereda, a pesar de su
ideología clasista, típica de una hidalguía
rural, revela, por ejemplo en La Puchera, cuyo
título sintetiza el tema de la novela, esto es la lucha por
la existencia, que sabe observar con ojo perspicaz los esfuerzos de
los personajes para escapar a la miseria, aunque sea incapaz de
plantearse el problema de la pobreza en términos
socio-económicos. Las minuciosas descripciones de
Galdós de algunos sitios de los suburbios populares del Sur
de Madrid, «aquellas regiones de la
miseria»
(FyJ, 247), el barrio de las
Peñuelas (La des.)
o el que rodea la fábrica del gas, donde tiene su guarida el
moro Almudena (Misericordia) y sobre todo la casa de
vecindad de la calle de Mira el Río (FyJ), son trozos dignos de
figurar en una antología de antropología social. En
la casa de Mira el Río no puede decirse que viven familias
obreras y menos aún puede hablarse de proletariado, aunque
haya algunos empleados más o menos precarios. Son gentes
marginadas que siempre han vivido en la miseria o que han
caído, como deshechos, después de vanos intentos para
agarrarse a los faldones de la clase media. Ido del Sagrario, ex
maestro de gramática, ex viajante, autor de folletines,
aunque relativamente culto a pesar de sus manías y locuras,
es el tipo mismo del desclasado. Es que en la casa de vecindad hay
también una jerarquía de la miseria; «entre uno y otro patio [...] había un
escalón social, la distancia entre eso que se llama
capa. Las viviendas, en aquella segunda capa,
eran más estrechas y miserables que en la primera»
(FyJ, 186). En
La desheredada, el narrador adopta el punto de vista de
Isidora cuando describe las Peñuelas: «Al ver las miserables tiendas, las fachadas
mezquinas y desconchadas [...], al ver también que multitud
de niños casi desnudos jugaban en el fango [...]
creyó por un momento que estaba en la caricatura de una
ciudad hecha de cartón podrido»
(La
des., 38). En Fortunata y
Jacinta, comenta el narrador, pensando en Jacinta y en
Guillermina, «la santa
práctica»
, que se atreven a visitar la casa de
Mira el Río: «Para venir
aquí se necesitaba dos cosas; caridad y
estómago»
(FyJ, 186). Desde un punto de
vista sociológico, todos esos barrios llamados populares, a
los cuales no baja la gente «decente»
, son zonas marginadas:
«Aquello no era aldea ni tampoco ciudad;
era una piltrafa de capital, cortada y arrojada por vía de
limpieza para que no corrompiera el centro»
(todo
está dicho en este juicio del narrador de La
desheredada, 38).
Las descripciones
de estas «visitas al cuarto
estado»
, además de sus cualidades literarias, son
verdaderos documentos para conocer las condiciones de vida (y
también la mentalidad, como veremos) de esa parte postergada
de la sociedad de la época. Lo que debe subrayarse de nuevo
es que, gracias a los novelistas, las clases populares, observadas
en su realidad, acceden a la representación
artística, con sus viviendas, sus trajes, sus miserias, sus
olores, su lenguaje (tema importante), es decir, directamente sin
pasar por la asepsia de los idealismos. La más atinada
conclusión sobre este punto de gran alcance literario e
histórico nos la proporciona, como ocurre a menudo, el sagaz
Clarín, al escribir en su artículo sobre La
desheredada: «Galdós nos
lleva a las miserables guaridas de ese pueblo que tanto tiempo se
creyó indigno de figurar en obra artística alguna
[...]. Es la primera vez que un novelista de los buenos habla de
este Madrid pobre, fétido, hambriento y humillado»
(Alas, 1882, 136).
Primera página de la obra Juanita la Larga, de Juan Valera, tercera edición, Madrid, 1899, con ilustraciones de Alcalá Galiano. Biblioteca Nacional, Madrid
Representación realista de las clase populares, decimos, y,
sin embargo, de vez en cuando, en obras de Pereda y doña
Emilia y también de Galdós, surge una visión
mitificada, poética del «pueblo», visión
procedente, al parecer, del Volgeisk herderiano revitalizado por los trabajos
contemporáneos sobre cultura popular, los de Antonio Machado
y Álvarez, particularmente. La visión arcaizante de
Pereda y sobre todo la poetización de la realidad de Valera
se asientan en tal concepción. Juanita la Larga es
una novela popular en este sentido. Juanita, por su hermosura
física, su vitalismo, su entereza moral (rasgos que se
encuentran en la Fortunata galdosiana), su orgullo que se origina
en la conciencia de su vil origen, encarna esas cualidades
auténticas de la mujer del pueblo, esas cualidades que
Emilia Pardo Bazán quiere ver en el fondo sano de las
cigarreras y particularmente de la Tribuna. De modo más
discursivo, generalizando a partir de la personalidad de Fortunata,
Galdós pone en boca de Juanito Santa Cruz este juicio, que
podríamos ver como irónico por ser quien es el que lo
emite: en el pueblo «está lo
esencial de la humanidad, la materia prima, porque cuando la
civilización deja perder los grandes sentimientos, las ideas
matrices hay que ir a buscarlas al bloque, a la cantera del
pueblo»
(FyJ, 525). Esta misma idea,
la repite el narrador con toda su autoridad: «El pueblo en nuestras sociedades, conserva las
ideas y los sentimientos elementales en su tosca plenitud, como la
cantera contiene el mármol [...]. El pueblo pone las
verdades grandes y en bloque, y a él acude la
civilización moderna conforme se le van quitando las menudas
de que vive»
(ibid., 776). Esta
«idea» del pueblo, esta visión, no es nueva; es
una confortante necesidad poética, que puede leerse tanto
con las lentes reaccionarias como con las del más convencido
progresismo; el juicio de Galdós citado anteriormente
podría atribuirse, en su contenido y en su forma a... Juan
de Mairena, el alter
ego de Antonio Machado. Pero veremos que Galdós, a
través de la mentalidad de Fortunata, justifica tal
visión poética...
Para concluir, diremos que la lectura sociológica de la materia novelada revela una estructura social en la que están claramente identificables los distintos estratos piramidales, las capas, las clases, cuyas fronteras, por lo menos entre aristocracia, burguesía y clase media, se hacen más porosas, pues, conforme se desarrolla la industrialización del país, el elemento que relaciona y al mismo tiempo erosiona los tabiques es el dinero, ahora llamado capital. La novela, como ha mostrado Montesinos, patentiza la locura crematística que se ha apoderado de la sociedad.
Pero sobre todo la novela revela (en sentido fotográfico), a través de sus personajes y sus situaciones, sus intrigas, cómo se vive a sí misma esta colectividad, cuáles son sus modos de sentir, de pensar. Sobre este aspecto, el de las mentalidades, la aportación es irreemplazable. Determinantes son los motores «objetivos» de la Historia (el dinero, el capital, la técnica...), pero la manera de vivirlos, según los imperativos y necesidades culturales de la época, son tal vez más importantes. En la materia novelada aparecen claramente las estructuras, pero no menos legibles son las mentalidades, como implícitamente se ha sugerido en las páginas que preceden; basta pues en las que siguen, explicitar este aspecto, sintetizando lo más que se pueda.