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Capítulo II

Historia eclesiástica, catedral de Ávila

     En la ciudad donde brotan los santos como las piedras (450), santo había de ser el que fundase en la cristiandad primitiva su sede episcopal. San Segundo discípulo de los apóstoles, fue el único de los siete enviados a España que, dejando atrás el hermoso suelo de la Bética y los montes Marianos, llevó al centro de la península la luz del evangelio, si la Ábula que escogió para su residencia es la misma de los vetones dentro de los confines lusitanos, conocida constantemente por su, rango y prerogativas, y no cierta Ábula entre los bastitanos que no tiene otro testimonio de existencia que la mención de Tolomeo, ni más título a su favor que su mayor proximidad a los otros seis obispados establecidos por los varones apostólicos (451). El venerando oficio mozárabe y otros documentos anteriores a la invasión sarracena consignan irrefragablemente esta insigne gloria de Ávila; mas no fue de todos tan sabida y estimada como después que en 1519, se divulgó haberse descubierto el sagrado cuerpo del prelado en una ermita situada entre las murallas y el río, que se supone haber servido de iglesia, aunque con estructura sin duda muy diferente, a la pequeña grey atraída con su predicación y con sus milagros.

     Por azar o más bien por designio de la Providencia se encontró Ávila poseedora de otros restos de santos nacidos también en distinta patria. Durante la mayor furia de la persecución de Daciano llegó a sus puertas un mancebo cristiano llamado Vicente, fugitivo de Ébora, no se sabe si la de Portugal o bien Talavera que llevaba un nombre muy parecido; y acompañábanle Sabina y Cristeta sus tiernas hermanas, quienes con sus lágrimas le habían inducido y tal vez con sus trazas ayudado a evadirse de la prisión donde le había encerrado el implacable presidente, por su resistencia en sacrificar a los dioses. Descubiertos a la entrada, hallaron en vez de hospitalario refugio el teatro de su martirio, mostrándose tan animosos como antes tímidos a vista de los tormentos; ni los azotes ni el potro lograron interrumpir sus fervorosas bendiciones al Señor, hasta que machacadas sus cabezas sobre las piedras, volaron las almas al empíreo, mientras los destrozados cuerpos por una orden inhumana quedaban en el lugar del suplicio insepultos. Entonces una enorme serpiente, dice la leyenda, temible ya por frecuentes estragos, salió de su cercana guarida y tomó de su cuenta la custodia de los benditos despojos, espantando no sólo a las aves de rapiña sino a los hombres que intentaran profanarlos. El primero fue un judío guiado por maligna curiosidad, al cual se enroscó el reptil silbando horriblemente y ahogándole en sus apretados ñudos, y sólo pudo librarse con la invocación de Jesús y con la promesa de recibir el bautismo. Como era opulento, a más de dar a los mártires honorífica sepultura, al lucir en breve más serenos días para el cristianismo edificóles un templo, que se ignora hasta cuándo y con qué transformaciones subsistió antes de levantarse en el mismo sitio la gran basílica existente.

     Mas con estos recuerdos de santidad se mezcla el de la herejía que a fines del siglo IV penetró en Ávila y aun se apoderó de su silla, cuya permanencia desde san Segundo no es conocida por otro suceso. Condenados ya en 380 por el concilio de Zaragoza, los nacientes errores del seductor Prisciliano, todavía hallaron medio sus fautores y entre ellos los obispos Instancio y Salviano para hacerle conferir la expresada dignidad, aumentando con ella el prestigio de sus peligrosas prendas y de su ilustre cuna; y en sus viajes a Roma, a Milán, a las Galias, en sus recursos al papa y al emperador, en sus vicisitudes de triunfo y destierro, y hasta en el momento de herirle en Tréveris la espada del poder temporal al que imprudentemente había apelado, siempre parece que conservó su título episcopal aunque repelido del gremio de la iglesia. No fue la de Ávila la única donde en aquellos días se entronizara la poderosa secta y que hubiera de llorar usurpaciones o apostasías en sus prelados; y no fuera extraño que la población, tanto o más que otras del occidente de España, hubiese tributado lágrimas y hasta culto al infeliz heresiarca, cuya memoria contribuyó a realzar no menos que el ciego fanatismo de sus secuaces el amargo celo de sus furibundos enemigos (452).

     Los concilios del siglo VII nos revelan al cabo, aunque tal vez con interrupciones, la serie nominal de los obispos abelenses. Al pie de un decreto del rey Gundemaro en 610 aparece la firma de Justiniano, en el concilio IV de Toledo la de Teodoigio, en el VII la de Eustoquio, en el VIII y X la de Amanungo, en el provincial de Mérida y XII de Toledo la de Asfalio, en el XIII la de Unigio, y en el XV y XVI la de Juan, en quien otra vez se rompe la cadena para no reanudarse sino cuatro siglos más adelante. Durante la dominación musulmana, ni entre los mozárabes que allí pudieron quedar tolerados, ni en la corte de Oviedo como refugiados o titulares, ocurre mención alguna de prelados de Ávila que se apoye en legítimos documentos (453). Muy maltratada debió salir la ciudad de tantas pérdidas y reconquistas como sufrió alternativamente; pero en 1065 poseía aún, bien que harto descuidadas, las reliquias de sus mártires, que fueron llevadas a León por Fernando I cabalmente cuando tan próxima estaba la aurora de su restauración.

     Brilló ésta antes de terminar dicha centuria, pero con tan tenues resplandores, que acerca de la restablecida sede y de la dotación que le fue concedida y del primero que mereció ocuparla en su segunda época, permanecemos casi en completa oscuridad. Domingo le nombran y a Jerónimo le dan por sucesor los escritores avileses, a cuya palabra y aun a los instrumentos que citan poco hay que deferir (454). Nada nos dejarían que desear sobre el tercer prelado Pedro Sánchez Zurraquín, y sobre la copiosa ordenación que hizo de clérigos y monjes, y sobre sus peregrinaciones por países extraños a fin de reunir caudales para la fábrica del templo, si tomásemos por guía las crónicas que más arriba desechamos. Y en verdad que cuesta pena renunciar a su engañosa luz en medio de tinieblas tan opacas, y reconocer que no son otra cosa que fantasmagoria aquellos laboriosos enjambres de artífices y pedreros, aquel Casandro romano, aquel Florín de Pituenga, aquel Alvar García de Estella, aquella catedral construida como de un solo arranque en diez y seis años de 1091 a 1107 (455). Mas �de qué sirviera aceptarlo de pronto, si había de desmentirlo al primer golpe de vista la arquitectura del edificio tan distante de ser homogénea, cuyo fuerte cimborio o más bien capillas y naves del trasaltar (que forman indudablemente su parte más antigua), nada presentan ajeno del estilo de fines del siglo XII ni aun de principios del siguiente, cuya capilla mayor, sin embargo de ser bizantina, no lo es más ni quizá tanto como la basílica de San Vicente fabricada según se sabe en tiempo de san Fernando, cuyo magnífico crucero pertenece de fijo a mediados del siglo XIV, y a época posterior por ventura el cuerpo de la nave principal? Confesemos pues, que si en el acto de fundar de nuevo el obispado se abrieron las zanjas de la iglesia, anduvieron tan despacio las obras que durante más de cien años no pudo habilitarse para su destino, y que debió sustituirla provisionalmente otra dedicada también al Salvador, a la cual se atribuye más remoto origen (456).

     Sólo así, respecto de la traza y de la inauguración, puede entenderse noblemente edificada por el conde Raimundo la nueva catedral, mencionada en dichos términos por su hijo Alfonso el emperador en la carta de dotación que le hizo y que creemos la primera, puesto que no alude a otra alguna precedente. Cuenta en ella la postración y desnudez en quo al empezar su reinado encontró a las iglesias y las dificultades con que hubo de luchar para remediarlas, y de la de Ávila dice expresamente que por trescientos y más años antes de restaurarla su padre había carecido de pastor y de ovejas. Su referencia a los aragoneses, que considera a modo de azote enviado por Dios como los filisteos sobre el pueblo de Israel, recuerda sin querer la leyenda del rey niño guardado en aquellos muros y de sus fieles cocidos en calderas; la ocasión le brindaba más que nunca, caso de ser cierta, a indicarla en documento semejante, y, sin embargo, no la indica. Solamente declara conceder a la expresada iglesia, a ejemplo de lo hecho por su padre con la de Salamanca, la tercera parte de las rentas y derechos que dentro de la diócesis poseyera la corona (457).

     Esta donación, cuyo año preciso se ignora, hubo de otorgarse sin más alternativa o al obispo Sancho que gobernó de 1121 a 1133 (458), o a Íñigo su inmediato sucesor, a favor del cual Inocencio II sancionó en 1138 con bula pontificia los límites de su territorio y la posesión de los bienes hasta entonces adquiridos por merced de los príncipes o dádiva de los fieles (459). Confirmóselos en 1148 Eugenio III, y al siguiente año de 1149 vemos a Pedro asistir como prelado de Ávila a la consagración de San Isidoro de León (460), y luego a otro Íñigo nombrado en documentos del 54 al 57. Un Sancho, segundo o tercero del nombre, acompañó en la gloriosa conquista de Cuenca a Alfonso VIII, de quien obtuvo la ratificación de las tercias sobre los tributos, y para él y sus clérigos la facultad de enriquecer con donativos su catedral a pesar de las restricciones impuestas a la amortización (461); y si llegó al año 1180 como se dice, al mismo fue dirigida la bula de Alejandro III reconociéndole plena jurisdicción sobre las iglesias y monasterios de la diócesis sin que pudiera nadie limitarla por razón de patronato (462).

     Entre el que regía el báculo por los años de 1183, llamado al parecer Domingo Blasco, y los vecinos y sus autoridades, mediaban graves y recíprocas quejas, que fueron llevadas a Roma al soberano tribunal de Lucio III, y que éste encomendó a la decisión de los arzobispos de Toledo y Santiago y de los obispos de Segovia y Sigüenza. Abusos de entredicho impuesto a menudo a todo el pueblo por culpa de un individuo, exacción pecuniaria a pretexto de cualquier riña para purificar el templo o cementerio profanado, extorsión de ofrendas a las mujeres durante la celebración de la misa, aplicación perpetua a la fábrica de la catedral del excusado de las parroquias temporalmente concedido por los feligreses, estorbo puesto a los mismos en la facultad que por antigua costumbre poseían de presentar su respectivo clero parroquial, y, por último, ingerencia más de la debida en la elección anual de oficios y magistraturas conferida al pueblo por el rey de donde acababa de originarse un serio tumulto, tales eran los agravios que del pastor alegaban recibir los diocesanos. Éste a su vez les inculpaba de poco respeto a las excomuniones y de poco escrúpulo en mezclarse con los excomulgados, de impedir que se bautizasen los sarracenos tanto libres como siervos que desearan convertirse, de obligar a los sacerdotes a pernoctar en casa de los enfermos promiscuamente entre hombres y mujeres, de no permitir que los legados píos excedieran del quinto de los bienes muebles descartadas las deudas, de invertir en otros usos a su albedrío las tercias de los diezmos asignadas para construcción de iglesias, de debilitar por todos los medios el poder episcopal, de desaforar a los clérigos así en causas civiles como criminales (463). Ignoramos si a la sentencia de los árbitros siguió el remedio de dichos males y una estable concordia entre ambas jurisdicciones: lo cierto es que en 1195, en la ominosa jornada de Alarcos, participó de la suerte de los diezmados avileses un obispo suyo, cuyo nombre e identidad con el arriba expresado no podemos averiguar (464).

     Ya por entonces se erguía probablemente aquella robusta mole circular, que dio en llamarse cimborio y que no es otra cosa que el ábside por donde empezó la fábrica del templo, pero no correspondiente a la capilla mayor como por lo común sucede en los del género bizantino, sino a la nave que la ciñe por detrás sembrada de capillas menores, tal como se introdujo en el período de transición al gótico y aun antes desde mediados del siglo XII. Cayendo fuera del recinto amurallado, avanza de la cerca a manera de torre, colosal respecto de las restantes, y señalada además por su doble parapeto almenado, uno sobre las capillas que son de profundidad muy escasa, y otro encima de la nave del trasaltar. Su maciza redondez no presenta más ve sutiles medias cañas con liso capitel de cono inverso alternadas con machones, e imponentes matacanes sirviendo de canecillos al adarve que suple por cornisa; del rico ventanaje usado en tales construcciones ningún rastro aparece, sino uno que otro medio punto orlado de bolas, abierto del siglo XV al XVI para comunicar alguna luz a las capillas. Todo su aspecto se aviene bien con sus destinos de acrópolis o fortaleza que desempeñó siempre en épocas de peligro, si no precisamente en la menor edad de Alfonso VII que tan controvertible fama le ha dado y cuyo recuerdo dista mucho de comprobar la cruz de piedra puesta arriba según dicen en el sitio de la presentación, tal vez ya en la de Alfonso VIII y seguramente en la del IX áquien deparó leal asilo (465). Su belicosa estructura, desnuda de rasgos peculiares de uno u otro estilo, no marca a punto fijo su fecha; pero si algo se hizo en el decurso del siglo XII, si algo queda de las obras de aquel no conocido maestro de la catedral llamado Eruchel que instituyó heredero a Alfonso VIII de los bienes acaso recibidos de real munificencia (466), ha de ser sin duda dicha cabecera, que tanto por su fisonomía interior según más adelante veremos, como por el encadenamiento y sucesión natural de los trabajos, lleva sobre las demás partes un sello de prioridad. La capilla mayor, que por fuerza hubo de levantarse posteriormente, todavía no se aparta de la pureza del tipo románico en sus ventanas, de arco de herradura las de abajo y guarnecidas de dientes de sierra las superiores, aunque por cima del almenaje no asoma sino el remate polígono de aquella, rodeado de contrafuertes y dobles arbotantes y coronado también de almenas antes que su azotea se cubriese de tejado.

     Durante el siglo XIII aparecen más visibles los adelantos de la fábrica, gracias a la largueza de los reyes y al celo de los prelados. Húbolos en la silla de Ávila graves e insignes corriendo la expresada centuria: Pedro que asistió a la célebre victoria de las Navas, Domingo favorecido del santo rey Fernando, Benito cuyo episcopado consta de 1246 a 1260, fray Domingo enviado con embajada a Roma, fray Aymar leal e intrépido sostenedor de Alfonso el sabio en sus conflictos, Pedro consagrado hacia 1293 y tal vez el mismo de este nombre que concurrió en 1310 al concilio de Salamanca. Reunidos con Sus antecesores, se enterraron mezcladamente en las sombrías capillas del trasaltar dentro de los toscos y austeros sepulcros dispuestos a los costados. Su poder y sus rentas habían ido en aumento, su señorío se extendía por el valle de Corneja, y desde Bonilla hasta la sierra de Béjar multitud de lugares se reconocían sus vasallos (467). Los canónigos, los racioneros, los dependientes de la catedral gozaban por su parte de grandes exenciones y franquicias, tan extensas que cuando se trató de limitarlas todavía comprendieron a cuarenta mozos de coro con sus familias (468). No es mucho pues que se le otorgara completa al maestro de la obra a fin de que fuese más rica y más honrada la iglesia cuyo edificio le estaba encomendado (469).

     A dicha época pertenece la portada lateral del norte, abierta no en el brazo del crucero sino más abajo en el cuerpo de la cruz. Muestras son del primer período del arte gótico las enjutas y gastadas efigies de los apóstoles puestas a los lados en dos alas con sus repisas y doseletes, las figuras de ángeles y de ancianos, de bienaventurados y de réprobos, solas o agrupadas, distribuidas en cinco ojivas concéntricas que alternan con menudas guirnaldas de relieve, y sobre todo las esculpidas diminutamente en el tímpano, representando en su serie inferior sentados a los veinticuatro del Apocalipsis con otros de incierta significación, en la segunda y tercera coros angélicos en torno del Dioshombre, y en la última la coronación de María por su Hijo. Más de dos siglos después por ventura el mismo arte, tan avanzado ya respecto de su obra primitiva, la terminó con un ático sutilmente trepado, colocando en medio bajo afiligranado guardapolvo otra estatua del Salvador. No sabemos qué es lo que se propondría añadir aún a dicha puerta en 1566 la escuela del renacimiento construyendo encima de ella un arco triunfal (470), que de haberse realizado sólo habría conseguido perjudicar más a la armonía del monumento, como demasiado la alteran ya por un lado los respaldos de las capillas decorados con pilastras corintias que se suceden hasta el ángulo de la torre, y por otro la desabrida mole de la capilla de Velada, cuya desnudez resalta junto a la magnificencia del crucero.

     Para completar la marcial fisonomía del templo levantáronse a sus pies dos torres, que contrarrestando el empuje de las naves laterales custodiasen la fachada principal, parcas si no desprovistas de crestería y filigrana con ciertos resabios de románica severidad; pero sólo llegó a su terminación la del norte, quedándose a la altura del frontis su compañera. Sus ventanas, así las figuradas abajo como las de las campanas más arriba, se hacen notar por su poco pronunciada ojiva y sus gruesas molduras; sus machones suben de una tirada rematando en agujas exágonas que forman los ángulos del almenado antepecho; sobre la plataforma no se eleva segundo cuerpo, pues tal nombre no merecen una parásita espadaña y una enana pirámide fabricadas allí con posterioridad. Lo único que confunde las ideas del artista son las hileras de bolas que dentellean desde cierta altura con original efecto las esquinas de los machones, que guarnecen las dobelas de las ventanas y trazan sobre las superiores un agudo frontón, hasta tocar con el friso de romboidales arabescos, sencillamente elegantes, que corre por bajo de las almenas: pues si por una parte aquella clase de ornato anda como vinculada a la época de los reyes Católicos, por otra se presenta anterior de mucho a ésta el carácter de la obra, y parece inverosímil cuando menos que erigida de pronto con llaneza se emprendiese más tarde el prolijo trabajo de festonear de tal suerte sus perfiles. O se emplearon allí con rara precocidad dichas sartas de perlas, o las torres siquiera por lo tocante a conclusión de la última son menos antiguas de lo que aparentan; y refuérzase esta conjetura con el pardo color de la piedra muy semejante al de otras construcciones de Ávila en el siglo XV.

     En medio del oscuro tinte de entrambas destaca la blancura de la portada, nacida en tiempos harto recientes y harto infelices. Por algunos siglos probablemente el frontis se redujo a la grandiosa lumbrera ojival bordada de lindos calados y a las almenas que lo ceñían al igual de lo restante del edificio, libres del tejado que hoy sofoca su gentileza: el portal estaría por labrar, puesto que en los actos solemnes de mil cuatrocientos no se habla sino del otro de los Apóstoles, y no es regular que teniendo su ornamentación competente se hubiese pensado en destruirla para reemplazarla con la de ahora. Porque en ésta no se descubre la mano franca del que resueltamente sigue el estilo de su tiempo, sin cuidar de adaptarse al general del edificio y hasta presumiendo mejorarlo, sino la tímida e inexperta del que sin comprender imita lo caído ya en desuso. Revisten la anchura del apuntado arquivolto mal remedadas molduras y guirnaldas, y los costados monótonos junquillos cuyas bases acusan su barroca procedencia; gruesos florones adornan sin garbo las dobelas del ingreso semicircular, y guardan sus jambas dos gigantones cubiertos de escama, con escudo en una mano y la maza en otra, llevando lo caprichoso hasta lo grotesco. En las enjutas resaltan sobre nubes las imágenes de San Pedro y San Pablo; en los siete nichos del segundo cuerpo divididos por exóticas columnas, a los cuales sirven de repisa unos chatos mascarones y de dosel unas ridículas cubiertas, figuran el Salvador titular del templo y los patronos de Ávila los santos Vicente, Sabina y Cristeta, san Segundo y santa Teresa; en el ático, más extravagante que el resto si cabe, se advierten el Agnus Dei blasón del cabildo, las estatuas de la Fe y de la Esperanza y en su cúspide la de San Miguel. No sabemos a qué genero reducir a no ser al de las pésimas imitaciones, aquel bastardo engendro ni a qué epoca referirlo: no parece del 1779, fecha inscrita en el vértice del arco (471), pues entonces se había hundido ya el churriguerismo que es, a nuestro entender, quien lo produjo, no según sus libres inspiraciones, sino esforzándose tal como supo en seguir las góticas. Y lo que más asombra, lo confesamos, es que una parodia de tan lastimosos detalles no haga en conjunto más disonante efecto, y que siquiera por su distribución y por sus líneas a media luz y en confuso mantenga todavía alguna ilusión.

     Alta, estrecha, majestuosamente opaca por el natural color de los sillares más que por escasez de perforaciones, la catedral en su interior presenta un correcto tipo de la arquitectura gótica, adulta ya y gallarda, mas no refinada aún ni lujosa con exceso, ni mucho menos corrompida. La nave central tiene doble elevación que las laterales, y así los arcos de comunicación parecen anchos respecto de su poca altura. Los pilares compuestos de cuatro columnas y ocho aristas conservan en su planta la sobriedad del primer estilo y algo del corte bizantino en sus sencillos capiteles; arcos cruzados sustentan las bóvedas, dorados los de la nave mayor y enriquecidos en sus claves con florones colgantes y grandes adornos con ocasión tal vez de alguna reforma hecha en la fábrica más adelante. Muros puede decirse que no los tiene dicha nave, porque todo lo que se levanta sobre las menores lo cogen dos órdenes de sutil arquería y ventanas rasgadas hasta el vértice de los lunetos, entretalladas con arabescos de variado dibujo; y si llegaron a verse abiertos todos estos vanos, formarían como unos lienzos de cristal sujetos a la vez que adornados por armazones de piedra. Dicese que lo estuvieron en realidad hasta 1772, y que la cubierta de las naves laterales repartida en dos vertientes, a ejemplo de lo que observamos en la catedral de León, permitía a la luz penetrar por la arquería inferior de la principal: hoy tanto ésta como el ventanaje superior están macizados, y entre la una y el otro sólo queda transparente la segunda arquería con vidrios blancos, en algunos de los cuales de trecho en trecho se notan pálidos pero bien distribuidos colores. �Cuán incompletas y mutiladas por mano del titulado buen justo se encuentran esas catedrales que admiramos, respecto de la esplendidez y osadía con que las concibieron sus eminentes y desdeñados artífices!

     Más allá de la quinta bóveda corta las tres naves un despejado crucero, que en su intersección con la central describe por medio de aristas una estrella. Mirado desde la capilla mayor, diríase que son cinco las naves que en él desembocan a causa de los arcos de dos capillas iguales en todo a los de las naves menores, con las cuales por otra entrada comunican: visto en dirección opuesta, enfrente de dichas capillas aparecen otras dos pequeñas y de poca profundidad a manera de ábsides bizantinos, y a su lado enfrente de las naves asoman las del trasaltar su doble boca partida por un pilar románico fasciculado, ocultando casi en las tinieblas sus bóvedas, sus columnas, sus capillas.

     Con más copiosa bien que suave luz iluminan el crucero magníficos ajimeces góticos, abiertos dos en el testero de cada brazo debajo de una gran claraboya de cegadas labores, y resplandecientes con figuras de santas mártires, no menos que otra ventana, mayor aún, encima de cada ábside, cuyos cuatro compartimentos y rosetones del remate centellean también con pintadas vidrieras. Ampliación parece esta soberbia obra de otra más antigua ligada con la de las naves del trasaltar, pues sobre la entrada a éstas, en vez de las descritas lumbreras ojivales, se notan a cada lado dos ajimeces perfectamente bizantinos, continuando la serie de los que circuyen la capilla mayor matizados con imágenes sagradas; y tal vez al aumentar la profundidad de los brazos se aumentó proporcionalmente su elevación, trazando entonces sobre los ajimeces preexistentes las medias ventanas góticas de los lunetos.

     Principió con el siglo XIV dicho engrandecimiento por el brazo septentrional, ocupado a la sazón por la capilla de San Antolín, que en 1307 cedió el cabildo al deán Blasco Blásquez para entierro suyo y de sus distinguidos ascendientes (472). Hízose aquella parte de crucero con el altar del santo colocado en su pequeño ábside, no en vida ya, pero a expensas probablemente del insigne prebendado, de quien nos refiere el prolijo epitafio en rudos versos tantas larguezas y virtudes (473). El brazo del sur, titulado capilla de San Blas por la que había en su ábside respectivo, lo levantó el obispo don Sancho Blázquez Dávila, ayo de Alfonso IX y notario mayor de Castilla, cuyo gobierno mezclado con los sucesos de la corte, que le dieron renombre de firmeza y valor y a lo último de indigna flojedad, duró desde 1312 hasta 1355. En tan largo período pudo llevarse a cabo la hermosa y fuerte fábrica, según califica la del crucero un escritor, atribuyéndola toda al dadivoso prelado cuyos blasones ostenta (474).

     Años de prueba para la iglesia de Ávila fueron los del reinado de don Pedro, si hemos de creer a las cédulas de indemnización que por los daños sufridos le otorgó Enrique II visitando en persona la ciudad, bañado todavía con la sangre de su hermano (475).

     No sabemos si con el restablecimiento del orden recibieron nuevo impulso las obras, ni en qué estado a punto fijo se hallaban estas en el último tercio de aquel siglo. El obispo don Alonso de Córdoba hacia 1369, fue sepultado en la capilla mayor donde estaba a la sazón el coro (476); otro don Alonso su inmediato sucesor lo fue en 1378 con urna y bulto de alabastro dentro de la capilla subsiguiente al crucero erigido por don Sancho; a don Diego de las Roelas se puso en medio del coro un túmulo semejante, pero su efigie perfilada de oro fue arrimada después, para no causar estorbo, a un lado del altar y por último desapareció. En el cuerpo de la iglesia ninguno se enterró antes de don Juan de Guzmán, que murió en 1424 y yace bajo una losa junto a la puerta principal de poniente; mas no por esto opinamos que se retardara tanto la construcción de aquella parte del edificio. Las capillas correspondientes a las dos torres de la fachada encierran sepulcros bien anteriores a la expresada fecha; en la nave lateral del sur permanece una gran ventana bizantina: todo indica que la catedral a fines del XIV se hallaba por dentro terminada, a no ser que la notable altura de la nave mayor y la ligereza de sus aéreos muros, propias de la elegancia del XV aunque tampoco desconocidas en el precedente, induzcan a sospechar que sus bóvedas fueron posteriormente remontadas al nivel del crucero al mismo tiempo que esmaltadas de florones. La bula de Eugenio IV, expedida en 1432 a favor de la fábrica, habla sólo de su conservación y reparo y no de nuevas construcciones (477); y tan vasta y tan completa como se ve hoy día, presenció sin duda los desposorios de Juan II, las cortes de 1420, los armamentos de 1440 contra la autoridad real, la solemne promoción en 1445 de don Álvaro de Luna al, maestrazgo de Santiago y de don Pedro Girón al de Calatrava, y los homenajes tributados por la rebelde liga en 1465 al infante don Alfonso que estrenó su intruso poder con amplias mercedes al cabildo (478).

     El político y sagaz fray Lope de Barrientos, don Alonso de Fonseca a quien imputó su desgracia el condestable Luna al verse preso, el celebérrimo Tostado, prodigio de ciencia y de inagotable fecundidad, don Martín de Vilches, fiel en la adversidad a Enrique IV; otro don Alonso de Fonseca, guardador de la ciudad a nombre de los reyes Católicos (479) y en la batalla de Toro su más acérrimo campeón, fray Fernando de Talavera, santo confesor de la magnánima Isabel, al ilustrar sucesivamente en distintos conceptos la silla de Ávila, encontraron en el templo muy poco por hacer. La capilla mayor había recibido ya de los primitivos artífices su majestuosa estructura, su oblonga planta elíptica y las dos hileras de ventanas bizantinas a trece por hilera que bellamente la decoran, las inferiores flanqueadas de columnas y partidas en ajimez, las de arriba más anchas y no tan características, acaso por efecto de alguna modificación intentada después para dar luz al presbiterio o hecha al tiempo de nivelar la bóveda con el crucero. Faltaba sobre el altar el retablo que exigían los nuevos usos eclesiásticos, y en la penúltima o última década del siglo XV se encargó de pintar sus tableros, en compañía de Santos Cruz, Pedro Berruguete, célebre artista aunque no tanto como su hijo el escultor Alfonso (480). Ejecutó probablemente los diez del cuerpo bajo que figuran a san Pedro y a san Pablo, a los cuatro evangelistas y a los cuatro doctores de la iglesia, y los cinco del principal que representan la transfiguración del Salvador en el centro, la anunciación de María, la natividad de Jesús, su adoración por los Magos y su presentación en el templo; los cinco restantes del cuerpo alto donde aparecen la oración en el huerto, los azotes en la columna, la crucifixión, la bajada al limbo y la resurrección, se confiaron en 1508 a Juan de Borgoña, como si desde entonces principiara en los padres la famosa competencia que más tarde habían de desplegar los hijos en el coro de la catedral toledana (481). Las labores tan lujosas como degeneradas del estilo gótico que engastan estos bellos cuadros, las pilastras ya platerescas, las pulseras de gruesa talla, convienen con el tiempo de la colocación del retablo, de cuya homogeneidad desdice en calidad de algo más reciente el sagrario puesto en medio del pedestal.

     Promovieron este insigne trabajo en 1493 a 1528 los prelados don Francisco de la Fuente, don Alonso Carrillo y fray Francisco Ruiz, compañero y sobrino del inmortal Cisneros, y al último se deben las brillantes vidrieras que alumbran la capilla mayor y el crucero y que llevan su escudo episcopal de cinco torres. En l520 contrató la empresa de asentarlas con finura y perfección Alberto de Holanda, vecino de Burgos, y en junio de 1525 se acabaron de colocar, bañando desde entonces de tornasolada luz la cabecera del templo (482). Las postreras fueron las del ventanaje superior, no tan puras en dibujo ni tan vivas en colores como las de los ajimeces bajos donde campean gloriosas figuras de bienaventurados y que parecen más antiguas: lástima que para evitar sin duda la excesiva oscuridad se adviertan algunas con cristales blancos en una y otra serie, y especialmente las que corresponden encima del altar. En la grave majestad y rica esplendidez de este ábside reside la gloria particularísima de la catedral de Ávila, que pudieran envidiarle algunas de primer orden.

     Y lo que imprime un original y misterioso sello es la sombría nave que lo circuye por la espalda. Dos naves diríamos mejor, la una angosta arrimada al trasaltar, la otra angostísima, de siete palmos apenas, que gira describiendo mayor semicírculo o más bien mayor elipse por delante de las capillas; y entrambas naves sólo están separadas por una curva sucesión de columnas exentas, de delgado fuste y de liso capitel románico, que reciben el peso de las bóvedas ya marcadamente apuntadas. La desigual anchura de estas naves queda corregida por una insensible desviación en el asiento de las columnas al desembocar en el brazo meridional del crucero; pero en el brazo del norte se demuestra por el diverso tamaño de los dos arcos, cuya irregularidad misma no acierta a disgustar. Cerradas o reducidas a aspilleras las ventanas del fondo de las capillas por donde únicamente pudiera penetrar la luz en aquel recinto, reinan en él perennes sombras aun a la hora de mediodía, aumentando su opacidad la pintura que lo cubre imitando jaspeados sillares; y sólo después de un rato, como en la profundidad de una gruta, van mostrándose gradualmente los objetos al tenue reflejo de la claridad exterior.

     Distínguense primeramente los respaldos del altar que llenan los arcos de comunicación con el presbiterio, abiertos sin duda un tiempo antes de que se erigiese el retablo. Ocupan los cuatro compartimientos laterales grandes relieves de los evangelistas, citados ya en 1519 por Ayora, con otros medallones y multitud de labores platerescas en columnas, pilastras, frisos y áticos, que distan mucho del primor que de la época podría esperarse. No así el excelente mausoleo del arco central, que dedicó la iglesia a su celoso pastor el sapientísimo Tostado. Cuando quitado de la capilla mayor el coro, fueron allanados los entierros de tantos obispos como allí yacían, sólo merecieron los honores de la traslación a más suntuoso sepulcro los restos del insigne don Alonso Fernández de Madrigal (483). Digno era de tributar a su antecesor este homenaje fray Ruiz, el sobrino de Cisneros, y no menos digno el artífice que se encontró para llevarlo a efecto. Menudas y finas esculturas cincelan el terso alabastro; en el fondo del nicho resalta la epifanía, en el ático el nacimiento de Jesús, en el zócalo y pedestales de las columnas las virtudes teologales y cardinales; pero a todo lo demás aventaja la efigie del portentoso varón, sentado en rica cátedra y vestido con precioso traje pontifical, en el acto de escribir una de las innumerables obras que formaron el asombro de su siglo y el alimento de muchas generaciones (484).

     Nueve son las capillas del hemiciclo, de tan poca profundidad que su cascarón no llega al cuarto de esfera completo, flanqueadas de columnas al estilo bizantino y con una ventana en el centro privada generalmente de luz. Por su fábrica se remontan a la primitiva fundación del templo, al siglo XII más o menos adelantado, aunque en las bóvedas de la contigua nave la ojiva anuncia ya el nuevo estilo; sus sepulturas pertenecen por la mayor parte a obispos del siglo XIII. Sin embargo, la primera empezando por el costado del evangelio, dedicada en otro tiempo a santa Ana cuyo antiquísimo cuadro conserva, contiene la tumba de un prelado harto más moderno, unido a la ciudad por razón de patria y no de silla, de don Sancho Dávila consagrado allí para la iglesia de Cartagena y que murió siéndolo de Plasencia en 1625. En la segunda capilla, que introduce a la de Velada de la cual hablaremos más adelante,dentro de un arco gótico de trepados arabescos hay una urna guarnecida de dientes de sierra, y en ella yace según el epitafio Domingo Martínez electo de Ávila que finó año de MCCLXXIII; pero tales inscripciones, dictadas todas hacia 1550 por el racionero Manso al tenor de los libros de aniversarios o de sus noticias particulares, y esculpidas a la vez en gruesos caracteres góticos por el ámbito de la iglesia y del claustro, carecen de autenticidad, y por lo tocante a la serie episcopal quedan a menudo desmentidas por datos más seguros (485). No afirmaremos pues que el sepulcro de la inmediata capilla de San Nicolás, nombrado de las imágenes por las muchas que en su delantera ofrece extrañas e indescifrables, además de la yacente estatua del obispo y de la representación de su alma, elevada por los ángeles al cielo y de los arcos y torres labradas en el dintel del nicho, sea realmente como el letrero dice de don Hernando fallecido año de MCCXCII (486). Ni creemos que con mayor certidumbre se escribiese en el lado izquierdo de la capilla de Santiago al pie de un enorme túmulo de piedra don Yagüe obispo de Ávila finó año de MCCIII, y a la derecha don Domingo Blasco obispo en una hornacina de arco gemelo suspendido sin columna sobre un grueso capitel.

     Respecto de la fecha mortuoria de don Sancho I confiesa sus dudas el moderno lapidario en la capilla de nuestra Señora de Gracia, cuyas denegridas tablas acomodó el renacimiento en un retablito greco-romano, y cuya imagen brilla aún en la vidriera, una de las cuatro probablemente que pintaron en 1497 Valdivieso y Santillana (487). Sigue la capilla de San Juan Evangelista con la tumba del obispo fray Domingo Juárez muerto en 1271, la cual menos controvertible que las otras en el nombre y en la data, conserva también su genuino arco lobulado y su urna guarnecida de puntas, teniendo por colateral una arca negra del último período gótico adornada de follajes y de escudos que sostienen vellosos atletas. Yace en ella una dama (488), y en otras dos casi idénticas puestas a los lados de la capilla donde se abrió más tarde la puerta de san Segundo dos caballeros del linaje de Águila (489): las dos capillas inmediatas carecen de enterramientos, pero en la una merece notarse un retablo de san Marcial, de pinturas al parecer más antiguas que sus marcos, y en la otra el arco conopial que da entrada a la sacristía cubierto de labores de la decadencia.

     Saliendo ya al brazo meridional del crucero, desde luego se presenta junto a la renovada capilla de San Blas, que le comunica aún su título, un nicho ojival orlado de ángeles con incensarios, cuya cabeza truncó no sabemos qué mano desapiadada, y por dentro rodeado de figuras de clérigos, alineadas debajo de un Calvario en actitud de rezar por el difunto. Algo de grandioso respira la tendida efigie del prelado, y tomándolo por el ilustre don Sancho Dávila que edificó aquella porción del templo y escogió allí sepultura, se acerca el curioso a contemplar las facciones del incorruptible guardador y leal canciller de Alfonso XI; pero en vez de su nombre lee con sorpresa en el epitafio por bajo de un friso de hojas de parras el de Don Blasco obispo de Sigüensa que finó año de MCCCXXXIIII (490). Búscalo en el inmediato lucillo, y se encuentra con el arco conopial y el negro túmulo que caracterizan los monumentos fúnebres del postrer tercio del siglo XV, y con una bella estatua de caballero vestido completamente de primorosa armadura, a cuyas plantas vela un paje. Sancho Dávila se llamaba también; pero su muerte fue posterior casi de siglo y medio a la del célebre obispo, ganando con ella a los moros la fortaleza de Alhama en combate tan furioso, que hubieron de recoger sus servidores los dispersos miembros para enterrarlos (491). A no ser pues la hornacina siguiente un tanto bocelada, que ocupa ahora una buena pintura de jesús en el sepulcro, no acertamos cuál otro pudo ser el del magnífico amplificador del crucero.

     Hay allí cerca todavía otras dos tumbas episcopales: la una en el pilar divisorio de la nave lateral y de la capilla de San Ildefonso, la otra dentro de esta capilla a continuación en cierto modo del crucero: contiene la primera, sin más adorno que los escudos, los restos de un obispo de Pamplona fallecido en 1390 (492); la última ataviada en su arco y urna con góticos follajes, ostenta la marmórea figura de un prelado de Ávila, de don Alonso, segundo de su nombre, que finó en 1378. Formando ángulo con ésta se eleva un nicho festoneado de linda guirnalda, y enfrente otro engalanado de penachería con una Virgen en su vértice; ambos encierran negros ataúdes esculpidos de hojarasca y de blasones que aguantan lanudos salvajes, y sobre los ataúdes yacen estatuas, representando la una al buen caballero Pedro de Valderábano con un paje a sus pies reclinado sobre el yelmo, la otra al deán Alonso del propio apellido (493). La nave de aquel costado no presenta ya más capilla que la de su postrera bóveda debajo de la torre de mediodía, y en ella una arca recamada de puntas dentro de un sencillo ajimez semicircular con la indicación siguiente Don Anton canónigo MCCXXI. A Blasco Fortun y a tres suyos y a su hermano Blasco Gomez pertenece, si atendemos a los letreros consabidos, otra arca de labor idéntica que lleva el año de MCCLXII, y a Domingo Núñez alcalde del rey en MCCC otra labrada de arquería de medio punto que se entrelaza formando ojivas, las dos colocadas junto a la puerta del claustro.

     También careció de capillas antiguamente la nave izquierda, a excepción de la de San Pedro que tiene salida al crucero y conserva un retablito gótico y un entierro del siglo XV análogo a los ya descritos, donde reposa el arcediano Nuño González del Águila representado en excelente bulto (494). Pero a mediados de la siguiente centuria, más abajo de la puerta del norte o de los Apóstoles, se abrieron dos capillas nuevas, la una de la Concepción erigida por el deán Cristóbal de Medina con bóveda de casetones, la otra con cúpula elíptica dedicada por un capellán del Emperador a la Virgen de la Piedad, cuyo grupo de mármol llena el sitio preferente; ambos fundadores murieron en un mismo año, en 1559 (495). Como las torres de la fachada pesan sobre la última bóveda de las naves laterales, en el hueco de la septentrional, lo mismo que notamos en el de la otra, resulta una capilla separada por un muro y con entrada por la nave mayor, la cual bien que titulada de San Miguel semeja en vez de capilla un panteón de carcomidos sepulcros. El del fondo despliega la tosca pero interesante escultura del siglo XIII; ángeles en el ojival arquivolto, leones debajo de la urna, representación del funeral en la delantera de ésta donde contrasta con los extremos de las plañideras la impasible gravedad del clero, estatua tendida con largo ropaje, y en la testera un relieve entero de la Crucifixión y un obispo y seis sacerdotes que figuran presidir el duelo. A darle mayor estima concurre el epitafio aunque más reciente, diciendo que yace allí Esteban Domingo jefe de una de las dos cuadrillas o bandos de Ávila al cual transmitió su nombre (496); y el escudo de trece roelas, divisa de su linaje, señala otra contigua hornacina, cuyos tres arquitos rematan en pendolones suspendidos al aire y cuya arca sin letrero, entreteje una red formada de eslabones. En la pared izquierda se ven otros dos nichos conopiales y orlados de bolas como de la segunda mitad del siglo XV, si bien la yacente figura en traje talar y empuñando espada se refiere a personaje de edad más remota, a Blasco Muñoz señor de Villafranca y las Navas, de quien no se aventura a decir más el epitafista por ser muy antiguo cavallero: la otra tumba, adornada en su cubierta de gentiles hojas de acanto y de escudos sustentados por niños, encierra un deán de aquella ilustre alcurnia (497).

     Ambas torres por dentro de la iglesia comunican entre sí, mediante un pasadizo construido encima de la puerta principal a la altura de las expresadas capillas. �Cómo es que lo cierran parapetos, que troneras lo defienden, que parecen asomar por sus rendijas ballestas y arcabuces? �Cómo aquel aparato de guerra y aquellas precauciones de resistencia y lucha en el lugar sagrado? No hay que olvidar que la catedral de Ávila era al propio tiempo su principal fortaleza, que la posesión de su cimorro inclinó hartas veces la balanza entre los partidos contendientes y hasta influyó en los destinos del trono, y que sobre el edificio todo, exento de su actual cubierta de tejado, se extendía una almenada plataforma que se guarnecía de soldados a menudo y que reclamaba vías interiores para la custodia de su vasto recinto. Todavía en el siglo XVI y reinando el Emperador, la jurisdicción del alcaide del alcázar embarazaba la del cabildo en su propio templo, y disponía de las campanas concediendo o negando la subida a la torre, e impedía levantar las naves y tabicar las ventanas, y por todas partes mantenía aspilleras que caían sobre el presbiterio, ocasionadas a cualquier escándalo, o registraban indiscretamente el claustro y la sala de la librería (498).

     Por aquellos años en que se trató de deslindar tan encontradas facultades nacidas del doble Carácter del edificio, erigíase al extremo de la nave central el coro que antes ocupaba la capilla mayor, no dejando entre ésta y su nuevo sitio más espacio que la anchura del crucero. En 1531, hecha ya la cerca, se propusieron las trazas y condiciones de la obra del trascoro, y al año siguiente la emprendieron Juan Res y Luis Giraldo, esculpiendo en el centro la adoración de los Reyes y a los lados el degüello de los Inocentes y la presentación en el templo, con otras cuatro medallas intermedias de los desposorios de la Virgen, de su visita a santa Isabel, de la fuga a Egipto y de la disputa del niño Jesús con los doctores. El trabajo aunque celebrado no corresponde en verdad completamente a la perfección del arte coetáneo, pero no la deslustran las catorce figuras de ancianos o profetas sentadas en el friso y el caprichoso y ligero coronamiento de niños, esfinges y centauros entrelazados con guirnaldas y cornucopias. De pilar a pilar corre por encima un arco muy plano, en cuyo centro descuella sobre alto pedestal un crucifijo de mármol puesto en 1691. Tocante a la sillería la había empezado ya en 1527 el entallador Juan Rodrigo (499); pero en 1536 se encargó de ella por contrata. Cornielis de Holanda, después de presentadas para muestra dos sillas alta y baja, tomando por tipo las de san Benito de Valladolid (500). Su fecundo cincel cubrió de menudo ornato plateresco las columnitas y frisos, representó con originalidad y expresión en los respaldos de las sillas bajas pasajes de santos de toda época y clase, labró de relieve en los de las altas otras imágenes de ellos, y sobre la cornisa compartió por el número de asientos estatuitas de elegantes y variadas actitudes. Dos oficiales debían auxiliarle de continuo, y tal vez a esto o a la obra que pudo dejar su antecesor hay que atribuir la diversidad de mérito que se observa principalmente en los relieves bajos, con notoria ventaja a favor de los del lado de la epístola. En 1547 terminó Cornielis con unánime aplauso su empresa en vida del obispo don Rodrigo del Mercado que la había visto inaugurar.

     La reja del coro y las que cierran el frente y, los costados de la capilla mayor, y la valla que atraviesa el crucero, pudieron proceder de la mano de un mismo artífice (501), tan cercanos anduvieron entre sí los tiempos de su fabricación; y tampoco creemos transcurriese mucho entre la de los dos púlpitos de hierro dorado puestos a la entrada del presbiterio, por más que ostente aún góticos primores el del lado de la epístola y el otro se adapte ya al gusto del renacimiento. Al arrimo de dichos pilares se asentaron contemporáneamente dos retablos preciosísimos de alabastro, dedicados el de la derecha a san Segundo y el de la izquierda a santa Catalina, cuyas figuras y relieves de su vida consideramos obras maestras del arte realzadas por la gracia de los angelitos y por la riqueza y finura de labores que salpican su parte arquitectónica (502).

     Fue aquel retablo el primer monumento que consagró la iglesia de Ávila a su apostólico fundador, después que en 1519 sus restos ignorados por tantos siglos aparecieron en la ermita de San Sebastián. Allí, fuera de las murallas, permanecieron todavía hasta 1594, en que el obispo don Jerónimo Manrique sanado mediante la invocación del santo logró llevar a cabo su traslación a la catedral con solemnidades y fiestas inauditas, en cuyo esplendor nada se echó de menos sino la presencia de Felipe II (503). Al año siguiente colocó el prelado en el trasaltar la primera piedra de una suntuosa capilla trazada por el célebre Francisco de Mora y construida por Francisco Martín y Cristóbal Jiménez, remedando en miniatura la planta del Escorial, con un coro a los pies para el abad y cinco capellanes. Su fábrica hizo necesario el derribo de un cubo de la: muralla contiguo al memorable cimborio (504), y terminada en 1615 pudo recibir al fin el venerado cuerpo que interinamente se había depositado en el altar mayor; pero tardó un siglo todavía en pasar al churrigueresco tabernáculo, que hoy se levanta aislado debajo de la cúpula en la cabecera de la capilla, y que por entre los cristales de sus cuatro arcos deja entrever la urna no menos churrigueresca. De la influencia de este desgraciado período se resienten también los frescos de que cubrió Francisco Llamas sus bóvedas y paredes, representando la predicación de san Segundo, el milagroso hundimiento del puente en Guadix para salvarle del furor de los idólatras, su muerte y gloria celestial y la solemne traslación de sus huesos. Entonces entre almohadilladas pilastras y sobre una escalera de dos ramales se abrió hacia la calle la puerta que lleva el nombre y la efigie del santo y que introduce al templo por la espalda.

     Otra agregación al venerable edificio quiso hacer la edad moderna al opuesto lado del trasaltar, dando entrada por una de sus oscuras capillas a la que fabricó muy grande y muy clara y conforme a los más rígidos preceptos del arte. Principiáronla en el siglo XVII los nobles avileses don Fernando de Toledo y don Sancho Dávila, obispo de Cartagena, Jaén, Sigüenza y Plasencia; y después de larga suspensión concluyóla a fines del pasado el marqués de Velada su patrono. Lleva la advocación de los padres de nuestra Señora pintados en su retablo, y a los lados contiene numerosas reliquias de santos dentro de sus bustos y el cuerpo integro de san Vidal, extraído de las catacumbas. En la media naranja que la cobija, desnuda como todo lo restante, se cifra el mérito de su ponderada arquitectura.

     �Qué copia de riqueza, comparada con esa fría sencillez, desplegó el renacimiento en la bóveda de la cuadrada sacristía, haciéndola ochavada mediante cuatro arcos ojivales en sus ángulos, y figurando encima de estos cuatro ventanas también ojivas alternadas con otros tantos nichos semicirculares, unas y otros con adorno de columnas! Brilla el oro en su clave y aristas, y los expresivos grupos de los nichos presentan al Redentor en cuatro escenas diferentes, con la cruz a cuestas, pendiente del madero, desenclavado de él ya difunto y por fin resucitado. Atado a la columna aparece en el centro del retablo de alabastro que campea frente a la entrada y que se titula de san Bernabé por los pasajes de su historia esculpidos en los costados (505). Igual sino superior en lo exquisito del trabajo a los de Santa Catalina y San Segundo contiguos a los pilares del crucero, reconoce sin duda un mismo autor, cuyo nombre a ser sabido resplandecería entre los más gloriosos de su tiempo; de modo que la fecha aproximada de los tres retablos se denota en el último por el escudo episcopal de fray Ruiz, que hizo aquella estancia destinada de pronto a sala capitular. Curiosas pinturas del siglo XV relativas a la prisión y libertad del príncipe de los apóstoles adornan las puertas del relicario, y grecas y medallones de gusto plateresco sobre fondo dorado los de los armarios laterales: dentro de aquel se muestran devotos objetos y artísticas preciosidades (506). A todas eclipsa empero la insigne custodia de Juan de Arfe, la primera al parecer que trabajó (507), y que todavía participa más del delicado y caprichoso estilo que pusieron en voga los plateros que de la severidad greco-romana, aunque su cuerpo inferior guarda el orden jónico y los otros tres el corintio, figurando dentro del primero el sacrificio de Abraham y en los intercolumnios del segundo los doce apóstoles con menudísimos relieves de la Ley antigua en los pedestales.

     Al claustro existente precedió sin duda otro, cuyo tipo se propondrían imitar según sus alcances los constructores del nuevo; de lo cual ofrece patente ejemplo la puerta de comunicación con la iglesia, semicircular, decrecente, de anchura desmedida, pero sin ornato ni moldura siquiera, remedo en fin de una obra bizantina hecho a la entrada del renacimiento. Las galerías del actual son ojivales, compuesta cada una de siete arcos que se subdividen en tres o cuatro sencillos y que se tabicaron en 1772, año fatal en materia de cerramientos: los machones que por fuera los separan terminan en botareles de crestería, y corre por los entrepaños un coronamiento que no puede calificarse de plateresco ni de gótico sino de una mezcla de ambos estilos. Alguna de dichas alas, probablemente la arrimada al templo, existía ya en 1483, fecha en que Sansón Florentín pintaba en sus paredes historias del Génesis y de la vida del Salvador (508); pero la mayor parte de la obra se hizo al empezar el siglo XVI en tiempo del obispo Carrillo que puso las armas en el exterior remate, constando que en 1508 Pedro Vinegra, maestro de cantería, tomó la empresa de edificar dos lienzos de la claustra y empedrar el patio (509). Hasta las antiguas sepulturas se trató al parecer de reproducir, pues los cuatro ánditos se ven cubiertos de nichos ojivales, lobulados o de doble y triple arco a manera de ajimez, de urnas guarnecidas de puntas, de arquería entrelazada o de cuadros de eslabones, cuya ejecución se reconoce a simple vista más reciente que su gusto y presupone un modelo anterior en algunas centurias. Las inscripciones, todas referentes a personas del siglo XIII y del XIV, llevan el cuño de las que se distribuyeron por la iglesia a mediados del XVI, no sabemos si tomadas sustancialmente de las primitivas o fundando en los libros de óbitos sus indicaciones (510). En los ángulos hay varias capillas: la de la Piedad o de las Cuevas tiene una reja plateresca, buenas pinturas en tabla y ventanas con vidrios de color; la de San Jerónimo encierra el sepulcro de su fundador el canónigo don Pedro Ordóñez de Anaya fallecido en 1591.

     En el lienzo oriental un arco de imitación gótica flanqueado de agujas introduce a la espaciosa sala donde se reunía la santa junta de los comuneros antes de su traslación a Tordesillas. Bajo sus peraltadas bóvedas, cuya hermosa crucería esmaltan doradas claves, resonó la elocuente voz de los procuradores y la más apasionada de plebeyos tribunos; la luz que penetra por sus magníficas ventanas de medio punto orladas por fuera de bolas y por dentro de guirnalda, al través de sus pintados cristales que todavía representan el nacimiento de Jesús y su adoración por los Magos, alumbró en aquel recinto generoso arranques y tumultuosas escenas. Reciente era entonces la construcción de la sala de la librería, como se la llamaba, pues en 1494 la emprendió el acreditado Martín de Solórzano (511); y en 1498 Juan de Santillana y Juan de Valdivieso, vecinos de Burgos como la mayor parte de vidrieros, se encargaron de pintar en sus cristales las dos mencionadas historias y la de la Transfiguración en otra tercera ventana de que no ha quedado señal alguna. Pero a la famosa asamblea son posteriores el tapiado portal de gusto plateresco y un retablo de piedra del bautismo de Jesús que se notan a los pies de la estancia, y la reja que cierra la mayor parte de ella, y el gran cuadro de San Francisco colocado en el fondo bajo dosel, y unos nichos decorados con pilastras y frontón, en uno de los cuales descansa Garci Ibáñez de Mújica Bracamonte con su mujer doña María de Velasco. En otro se muestra el retrato de un purpurado de la iglesia romana, don Francisco Dávila y Mújica que falleció en 1606 y yace allí con sus sobrinos (512) y por él la librería, mostrando en las claves de la bóveda sus blasones, se llama ahora capilla del cardenal.

     Los prelados que con su influencia y sus caudales tanto favorecieron el desarrollo del grandioso edificio que acabamos de recorrer, no siempre vivieron a sus inmediaciones. En los tiempos de Sancho Dávila y aun en los del Tostado moraban fuera del recinto de las murallas junto a la parroquia de San Gil, donde sucesivamente tuvieron después su iglesia los Jesuitas y los Jerónimos; y al ceder a los primeros su viejo palacio en 1553 para convertirlo en colegio, fue cuando pensaron en instalarse a la sombra de la catedral frente a la puerta del norte, edificando aquel caserón señalado en varios puntos con los mitrados blasones de Álava, de Mendoza y de Manrique. Pero su bocelado portal de arco escarzano ya no conduce sino a albergues de familias humildes distribuidos al rededor de su vasto patio; abandonáronlo cien años hace sus señores para gozar de vistas más alegres sobre la muralla del sur en otro colegio de la extinguida Compañía contiguo a Santo Tomé, recobrando en cierto modo, aunque en distinta localidad, lo que a la orden habían otorgado. Con tan frecuentes mudanzas han ido borrándose de cada vez más las huellas y los recuerdos de aquella genealogía episcopal. No su galería de retratos como la que ennoblece otras mansiones semejantes, sino hasta el catálogo de sus nombres está por hacer (513); y desprendido de la cadena de lo pasado, sin objetos que se lo evoquen, parece huésped más bien que dueño en su habitación el heredero de la silla de san Segundo.

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