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Capítulo VIII

La Peña de Francia, la Alberca, las Batuecas

     Sea que en la pérdida de España no todos los fugitivos se retirasen hacia Asturias, hallando muchos más cercano asilo en las montañas de su respectivo país, sea que de la incursión atrevida de Alfonso I por el centro de la península quedaran colonias establecidas en los sitios más quebrados, parece indudable que la imponente cordillera tendida al sur de Salamanca sobre los confines de Extremadura, abrigó en su seno moradores cristianos mucho antes de asegurada la reconquista de la tierra. Peña de Francia se titula de tiempo inmemorial, la escarpada cima que descuella hacia el medio de la formidable muralla siete leguas al oriente de Ciudad Rodrigo; y este nombre de origen inapeable, enlazándose naturalmente con las romancescas tradiciones de Carlomagno y de sus pares, ha dado ocasión de traer allí un conde Teobaldo que el vulgo llama Montesinos, hijo del conde Grimaldo, y nieto de Pipino el gordo, a quien su tío Carlos Martel obligó a expatriarse por envidia de la mayordomía de palacio. Atribúyesele haber poblado con sus gentes aquellos lugares a mediados del siglo VIII, o por tolerancia y hospitalidad de los sarracenos, o con el apoyo del rey de Asturias: una lápida algo violentamente interpretada por Morales es la única confirmación de semejante etimología (333). De todas maneras, cuando al rededor de Salamanca al tiempo de su restauración había ya mozárabes esparcidos por la vega, no es extraño que existiesen también de antes en el corazón de la sierra, y de ella más bien que de la Cantábrica procedían los que figuraron entre las razas pobladoras con el epíteto de serranos, pretendiendo sobre los demás cierta preferencia de alcurnia.

     Limpiada de infieles la comarca, fueron bajando los refugiados a las llanuras, y aquellas asperezas volvieron a, su soledad por algunos siglos, hasta que en la primera mitad del XV viniendo de Santiago un peregrino francés llamado Simón Vela, como si a los franceses anduviera vinculada con el nombre la historia de la peña, desenterró en su cumbre una imagen de la Virgen, objeto de antiguo culto y sepultada no se sabe cuándo ni por quién en momentos de peligro. Fue el hallazgo precedido y acompañado de tantas maravillas (334), que noticioso de ellas Juan II confió a religiosos dominicos la custodia del santuario, y en 1445 después de dar gracias a nuestra Señora por la victoria de Olmedo, le cedió la jurisdicción del terreno confiscado al rebelde infante de Aragón, don Enrique. La capilla principiada por Simón Vela quedó comprendida en una iglesia de tres naves y fuertes bóvedas; treinta y tres lámparas de plata pendían ante el prodigioso simulacro, reinas y títulos y prelados le formaron un tesoro de ricas joyas, y ex-votos de toda clase atestiguaban sus singulares favores y la gratitud de los peregrinos. Esta devoción, que reproduciendo la célebre efigie le erigió en muchos pueblos altares o ermitas bajo la misma advocación, no se redujo a los contornos ni a las provincias limítrofes siquiera, sino que traspasó la frontera de Portugal, salvó las costas de la península, y propagada por misioneros y soldados, en Orán la aclamó patrona y en Filipinas impuso su nombre a una nueva población.

     La erguida peña, aislada por todos puntos menos por el oeste donde se enlaza en suave declive con la cordillera, domina sus más altos picos y a lo lejos por un lado las llanuras de Salamanca hasta la capital, por el otro las campiñas extremeñas. En verano la envuelven las tormentas, y los rayos hieren su desnuda frente; cúbrenla en invierno las nieves con su tupido manto y la hacen del todo inaccesible a huella humana. Así cada año desde que cerraba octubre hasta asomar el mayo cesaban las romerías, la Virgen se quedaba casi sola al cuidado de un sacerdote, y la comunidad pasaba a habitar el espacioso convento que se había fabricado con el nombre de Casa Baja junto al lugar del Maillo. En estos tiempos �ay! la soledad del santuario no es ya transitoria sino permanente, y en pos del abandono empieza a invadirlo la ruina, sin respetar las obras posteriores, ni la fachada y gradería del siglo XVII, ni la torre del XVIII; pero el culto de la imagen sigue perpetuo, y aun solemne y entusiasta, en la cercana ermita de la Blanca erigida en el sitio de su primer descubrimiento. Allí reside instalada desde 1859, terminando con aceptación general las querellas y rivalidades de los pueblos vecinos, que una vez suprimidos los religiosos sus guardadores naturales, se disputaban y obtenían sucesivamente por sorpresa o por amenaza su sagrada posesión (335).

     Cabalmente al pie de la venerable montaña o en los valles próximos que forman sus ramales, se reúnen los más y los mejores de aquella serranía; Sequeros investido hoy con la preeminencia de cabeza del partido, Miranda del Castañar que lo fue del condado concedido por Enrique IV a Diego López de Zúñiga y conserva su antigua parroquia y sus murallas y su castillo, Cepeda donde poco há se descubrían vestigios de un convento que se reputaba de Templarios, San Martín del Castañar que lo tuvo de Franciscanos fundado en 1437 con el título de Nuestra Señora de Gracia por el obispo don Sancho de Castilla, Villanueva del Conde, Mogarraz, Monforte y otros lugares de menor importancia. El más crecido de todos, aunque no pasa de quinientos vecinos, es la Alberca, aldea en otro tiempo de Granadilla dentro del límite de Extremadura, que con su concejo y con el de Miranda corrió desde fines del siglo XIII las mismas vicisitudes que el señorío de Ledesma. Si algún día llevó el nombre de Valdelaguna debió ser muy anteriormente, pues con el actual aparece ya en la concordia firmada en 1267 con su cabeza, por la cual eran llamados dos de sus hombres buenos a las juntas concejiles para el reparto de impuestos, y se le otorgaban una dehesa y unos castañares. Este derecho mandó guardarle en 1353 el infante don Juan bastardo de Alfonso XI, cuyas mercedes le confirmó en 1355 el rey don Pedro y en 1375 Enrique II. A la par de Ledesma fue transmitida la Alberca y país adyacente por don Sancho conde de Alburquerque a su hija Leonor esposa de Fernando I de Aragón, y por ésta a su tercer hijo don Enrique; pero al distribuir Juan II los despojos del infante, cupo esta parte de ellos a la poderosa familia de Alba que la retuvo constantemente.

     De su pasado, por modesto y tranquilo que se deslizara en aquellos valles, quedaron a la Alberca algunos recuerdos: un púlpito de madera consagrado en 1412 por la predicación de san Vicente Ferrer, guardado largo tiempo en la ermita de San Sebastián hoy de San Blas; una casulla de hilo de oro tejido sobre raso carmesí, hecha de un balandrán que regaló a la parroquia el rey don Juan al visitarla a fines de mayo de 1445 después de haber triunfado en Olmedo (336); un pendón con las armas del prior de Ocrato, tomado en 1475 a los portugueses por las mujeres del pueblo, si no miente la tradición, ora se internasen en pos de sus maridos por la frontera adelante hasta Almeida, ora rechazasen de su invadido suelo al enemigo (337). Monumento no le ha dejado ninguno, pues tal título no merece la iglesia de la Asunción, aunque por sus tres naves abovedadas, ancho presbiterio y torre de cien pies pase por la más suntuosa de la comarca, ni lo merecería probablemente el castillo del cual sólo nombre permanece en lo más alto del lugar. En cambio sus lomas se visten de olivares y viñedos, crecen en su vega copiosos y variados frutales, y aguas cristalinas corren en todas direcciones bajo densos bosques de nogales y castaños; pero al desplomarse de la peña, cuya vertiente oriental ocupa, las precoces nieves del otoño, la población, tan inerte como la naturaleza, queda aprisionada en su lodoso recinto y en sus ahumadas endebles casas de dos pisos, destacándose oscura y sombría en medio de la monótona blancura de los campos.

     Palpábanse las sombras por las angostas calles y la lluvia se desprendía de los aleros a torrentes a la entrada de una noche de noviembre de 1852, cuando la simple recomendación de persona desconocida nos franqueó una de aquellas puerta y mientras a la lumbre del hogar secábamos la ropa y volvían a su agilidad los arrecidos miembros, penetraba más suave tal vez en nuestro espíritu el calor de las ingenuas virtudes al domiciliadas. Casi nos inclinábamos a bendecir la furia de la tormenta que a tan franca y cordial hospitalidad había dado ocasión; y si algún suspiro involuntario nos arrancaba su tenaz violencia al segundo y al tercer día, mil delicadas atenciones preferibles a los más costosos obsequios se empeñaron en distraer y amenizar nuestra forzosa permanencia. La cuarta auror no asomó más bonancible: entonces el jefe de la honrada familia vista de nuestro impaciente afán, acomodándonos con tierna solicitud en su caballería y marchando a pie delante, se dispuso a arrostrar generosamente unas fatigas impropias de sus años y de su bienestar y a guiarnos a las Batuecas.

     Valle célebre a fuerza de considerársele como ignorado, sinónimo de salvaje y apartada tierra, era ya en aquella estación punto menos que inaccesible; y al doblar la cumbre que lo separa de la Alberca, de media legua de subida y legua y media de bajada, hacían parecer mayor su profundidad la cerrazón de las nubes de vez en cuando surcadas por siniestro rayo, y el fragor del trueno que retumbaba por sus cavidades. Las encrespadas cordilleras, que gradualmente asoman perdiéndose en lontananza, se confundían entonces en una monótona oscuridad, y enfrente y a los lados, según descendíamos por la pedregosa senda, pendientes cuestas iban estrechándonos el horizonte y comprimiéndonos a la vez el corazón. En vano desde una cruz de piedra puesta hacia la mitad del camino se esforzaba nuestro buen guía para mostrarnos en el fondo de la sima la vega y el convento; apenas si la niebla nos permitía entrever una dudosa mancha verde, hasta que el ruido siempre creciente del riachuelo aumentado en aquellos días con cien arroyos y el de los cedros, cipreses y castaños agitados por el viento nos anunciaron la proximidad del nido oculto en aquella fresca espesura. Los extraños y confusos rumores y el tétrico colorido de los objetos parecían confirmar a la sazón las medrosas consejas que en otros tiempos alejaban del sitio a los pastores, suponiéndolo morada de malignos espíritus cuyas voces y espectros se figuraban discernir, antes que los conjurara la erección del sagrado edificio; pero al través de su fúnebre velo accidental, sonreíanos aún y nos representaba ideas más apacibles y más conformes a su religioso destino aquella soledad tan amena en aguas, tan lozana e imponente en vegetación.

     A las Batuecas dio fama la llegada de los Carmelitas descalzos, que careciendo de casa de retiro o desierto en la provincia de Castilla la Vieja, escogieron en 1597 dicho punto y adelantaron tanto con la protección del duque de Alba a pesar de las dificultades suscitadas por los de la Alberca, que en 5 de junio de 1597 pudo celebrarse allí la primera misa. Nació al mismo tiempo la voz, y prestábanle cierto apoyo la rudeza de los naturales, las maliciosas burlas de sus vecinos y la credulidad de los buenos padres, de que el valle y sus escasos pobladores habían estado cerrados hasta entonces a la comunicación y aun al conocimiento de las gentes, y que su descubrimiento de muy reciente data se debía a un paje y a una doncella del duque, que huyendo a ocultar su amor en lo más áspero de las breñas, se encontraron con aquel angosto mundo escapado por tantos siglos a la ambición y a la codicia. En el origen de la silvestre raza y en la antigüedad de su aislamiento andaban discordes los pareceres; quién la creía goda deduciéndolo de algunas voces de su peregrino lenguaje y de varias cruces y vestigios de religión que conservaban, quién la hacía alarbe atribuyéndole abominables costumbres y supersticiones (338). El siglo XVII creyó semejante historia, el XVIII la refutó, en el nuestro tenemos por bastante el consignarla a fuer de curiosa leyenda.

     No faltaría alguna que, a ser más antiguo el convento, acompañase de maravillosas circunstancias su fundación, tanto sorprende verle aparecer sin señal de desmonte ni casi de huella humana en lo más escondido de la sierra cual si hubiese brotado del mismo suelo. Sobre la entrada de la vasta cerca adviértese la efigie de su titular San José puesta allí en 1766, y más arriba una espadaña para la campana que tañían a su llegada los viajeros aguardando debajo del profundo portal que se les franquease la clausura (339). Largas calles de árboles variados y gigantescos, interpolados de tronco a tronco con lozanos arbustos y participando de la libertad del bosque y del artificio de la alameda, conducen al edificio o más bien al grupo de bajas y denegridas construcciones que lo forman; a un lado la hospede ría brindaba con franco aunque humilde albergue a los extraños al otro a portería por medio de oportunos textos y emblemas les preparaba a penetrar con recogimiento en el silencioso claustro. Todavía cuando lo visitamos embellecían su área vistosos cuadros de boj y mirto, y se cimbreaban altísimos cipreses, y saltaba el agua en un pilón rico y lujoso respecto de lo demás; todavía en los ángulos del soportal que lo rodea, y que da entrada a veinte y cuatro reducidas celdas, seis en cada una de sus alas, subsistían cuatro rústicas capillas, llamadas basílicas como por contraste de su pequeñez y dispuestas a modo de nacimientos, donde figuraban toscamente las estatuas de Elías, del Bautista, de san Pablo ermitaño y de san Jerónimo y algunos pasajes de su vida, acompañadas a los lados por otras dos menores imágenes de héroes y heroínas del desierto (340). Dos quintillas, ingenuas y algo conceptuosas a veces, al lado de cada nicho interpretaban las altas lecciones derivadas del ejemplo de los santos.

     En medio del claustro se levanta la iglesia, que por ánditos cubiertos comunica con los pórticos expresados, reproduciendo en su fachada la imagen del esposo de María y una alta espadaña de dos cuerpos. Espaciosa, bien proporcionada, construida de piedra con su crucero y cúpula, nada sin embargo se desvía de la rigidez y pobreza del instituto, ni encierra más que sencillos altares, ruda sillería de coro y un relicario en la capilla frontera a la sacristía y titulada de la reina, a quien tenía un tiempo por patrona. El oratorio destinado a los obispos cuando allí se retiraban, el refectorio situado a espaldas del templo al extremo de una calle de árboles, las restantes oficinas del convento, �qué cosa notable pueden ofrecer al artista? Pero no obstante, bendiga Dios al comprador de las Batuecas, que treinta años atrás por una rara excepción entre los de su clase todo lo conservaba con esmero, y aun si mal no recordarnos, tenía confiada su custodia a un lego de la orden. Desde entonces no sabemos lo que ha sucedido, si habrán venido al suelo por falta de reparo aquellas endebles fábricas, si habrá sofocado los gérmenes del cultivo la selvática naturaleza, o si por el contrario la habrá despojado de su magnífica pompa una mezquina explotación. Podrá haber perecido para no volver a levantarse el humilde edificio, devorado según noticias por un incendio en setiembre de 1872; pero, si no se ha empeñado en su exterminio el hombre, de seguro la espontánea vegetación, sin necesidad de ayuda, habrá ya reparado a estas horas el estrago de las llamas (341).

     Por austera que fuese la vida de comunidad, en ciertas épocas del año se trocaba el claustro en Tebaida y los religiosos en anacoretas, dispersándose en busca de mayor soledad y penitencia por las ermitas sembradas en derredor. No bajaba su número de diez y seis, y cada una llevaba el nombre de un santo y un sello particular por su situación o por su forma: unas encaramadas en la cima de un repecho como una aspiración de amor y de esperanza, otras hundidas en las quebradas o metidas en la espesura como la humildad y la compunción, sin descubrir más que una partícula de cielo; cuales construidas en la hendidura de una peña, cuales en el tronco de un árbol, señalándose entre estas por su adusta sencillez y por el sublime lema morituro satis la que practicada en el hueco de un alcornoque habitaba el padre Acevedo a principios de esta centuria (342). Todas sin embargo en su estrechez contenían el altar del santo sacrificio, el lugar del trabajo y del reposo y el repuesto de frutas secas, única comida del solitario; sus cúpulas hechas de troncos y los adornos tallados en sus portales les daban por fuera cierta rústica elegancia, y coronábalas una cruz y una campana por excitándose mutuamente a oración. Crecían y susurraban en torno los esbeltos pinos, los corpulentos cedros, los fúnebres cipreses, los castaños, los alcornoques, combinando sus copas y su verdor tan, diferentes, y dejando apenas llegar los rayos del sol a las modestas flores y olorosas plantas que alfombraban el suelo; corría junto a cada ermita una fuente o más bien un brazo del arroyo, que bajando de las peñas y cruzando la vega mansamente, después de imprimir movimiento a dos molinos, saltaba de la cerca desplomado en espumosa catarata, cuyo rumor solemne constituía el fondo del melodioso concierto de los restantes. El arte más exquisito en la creación de sus admirables jardines no alcanza otra cosa que imitar las agrestes bellezas y encantos de aquel yermo, así como el mundo para hacer dulces y gratas las relaciones sociales con el barniz de la urbanidad y finura tiene que apelar al remedo de las virtudes sinceramente cristianas.

     Río abajo por el frondoso valle anduvimos una legua, en que el anubarrado cielo y la helada llovizna robaban mucho de su placer a lo pintoresco de los riscos, al verdor de los árboles, al murmullo de la corriente. Pero contraste aún más acerbo con el ameno y variado paisaje, ofrecía el mísero lugar donde nos detuvimos a hacer noche: entre los frutales y huertecillos de la cañada, junto a las vigorosas encinas festonadas de tiernas vides, chozas húmedas medio excavadas en la tierra, confundiéndose con ella a corta distancia, techos de pizarra sin mezcla al través de los cuales penetraban el agua y la luz de los relámpagos, gentes hurañas y haraposas acostadas sin distinción de sexo ni edad, sobre montones de helechos al lado de sns animales o caballerías. Y eso que estábamos en el caserío o alquería de las Mestas, la más culta por su proximidad a la Alberca, de cuantas forman las siete feligresías y cinco ayuntamientos del territorio de las Hurdes dentro del limite de Extremadura, verdaderas hordas cuyo embrutecimiento justifica en parte la fábula de las Batuecas, y que no bastan a explicar las rudas montañas en cuyo seno viven.

     Para siete leguas de camino que dista Béjar, costeando con rumbo a oriente las faldas de la sierra, no empleamos menos de tres jornadas, que el implacable temporal nos forzaba a interrumpir cada vez antes de perder de vista casi el punto de salida. Los cerros, los olivares, las poblaciones se nos presentaban envueltas en un velo de lluvia; los caminos estaban hechos arroyos, y en el hogar de las posadas donde tan lentas se sucedían las horas, no se hablaba sino de ríos salidos de madre, de caballerías y aun hombres arrastrados por las avenidas. La Herguijuela, a cuya iglesia puesta en alto y la más antigua del distrito, según tradición, acudían un tiempo los lugares comarcanos, más adelante Soto Serrano, Horcajo, la Calzada, no nos ofrecieron más que el abrigo que era, a la sazón, de desear sobre todo; impresiones artísticas no había allí que esperarlas, ni la ocasión nos hubiera quizá permitido saborearlas tranquilamente. Lo que nos endulzaba las penas del viaje eran los cuidados paternales de nuestro bondadoso conductor, sus consuelos no aprendidos en ningún libro ascético, sino brotados de un alma profundamente religiosa, el alto ejemplo de abnegación con que atendía no más a nuestras molestias, sin acordarse de las que él solo por nosotros sufría: de suerte que al llegar a Béjar sobrepujó a la satisfacción del descanso la angustia de la despedida. Catorce años después volvimos a abrazar al excelente anciano, cnmpliéndose nuestra esperanza y su promesa de venir a nuestro encuentro desde un extremo a otro de la provincia; y de esta emoción suavísima participará el lector, si hemos logrado excitar hacia nuestro real y verdadero serrano, bien ajeno de obtener y de merecer la publicidad, algo del interés y admiración que inspiran los tipos ideales de Antonio Trueba y de Fernán Caballero (343).

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