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Espejos y espejismos en el teatro de José Triana

Christilla Vasserot





«Siempre he pensado que debo expresar en mi escritura los problemas de aquellos hombres que, por alguna razón, dentro de la sociedad ocupan un lugar marginal. [...] Están en una orilla extraña dentro de la sociedad»1. Así define José Triana a los personajes a los que pone en escena en su teatro. No se sitúan al margen sino en el margen: de la sociedad, de la realidad, de la normalidad. La definen y plantean sus límites. Constituyen un mundo dentro/fuera del mundo, una sociedad dentro/fuera de la sociedad, un teatro dentro/fuera del teatro. Personajes fronterizos: en el límite de la locura, como el Heriberto de Cruzando el puente2, quien en un juego esquizofrénico va y viene entre imaginación y razón, sueño y realidad, gritando sin cesar que «loco-loco no estoy». Personajes que a imagen y semejanza de Cuba no son de un continente ni de otro: ni africanos, ni españoles, ni tampoco americanos; blancos, negros, pero sobre todo mestizos.

Personajes en busca de una identidad, cual María en Medea en el espejo, preguntando reiteradamente «¿Dónde está el espejo?»3. El espejo es un símbolo recurrente en toda la obra, determinante para su comprensión, enriqueciéndola con su carga de ambigüedad. En efecto, uno de sus valores tradicionales es el reflejo de «la verdad, la sinceridad, el contenido del corazón y de la conciencia [...] manifestación reflejando la Inteligencia»4. Pero es también «ilusión», «especulación», «imagen invertida». Posee poderes mágicos: en la religión taoísta, por ejemplo, «revelando la naturaleza real de las influencias malignas, las aleja, protege contra ellas». Finalmente,

«[...] el uso del espejo mágico corresponde a una de las formas de adivinación más antiguas. [...] Es lo contrario de la nigromancia, simple evocación de los muertos, porque hace aparecer a hombres que no existen todavía o que están cumpliendo una acción que sólo ejecutarán más tarde»5.



Y es interesante notar, al igual que José A. Escarpanter en la introducción al Teatro6 de José Triana, que el etnólogo y sociólogo cubano Fernando Ortiz lo mienta entre los objetos de adivinación: «Para averiguar el paradero de una persona ausente [los brujos] se valen de un espejo y también de la sangre de un perro». El espejo figura la incursión en la realidad del mundo de los muertos, o de los nonatos, recuerdos, sueños, espejismos.

Los personajes de Triana están concebidos a imagen y semejanza de dicho principio: fragmentados, incapacitados para asumir el presente. El recuerdo constituye una distorsión: entre dos tiempos, el presente de la enunciación y el pasado del recuerdo; entre dos espacios, el espacio dramático, en que se desarrolla el drama, figurado en el escenario, y el espacio evocado en el discurso de los personajes. El recuerdo del pasado puede, en boca de algunos personajes, justificar una situación presente. Así lo utilizan los detentores del poder, como Hilario García en La Muerte del Ñeque, o Perico Piedra Fina en Medea en el espejo: «Hace muchos, muchos años, allá por los tiempos de Mari Castaña, este Perico Piedra Fina que ven aquí tuvo un carrito de fritas en la calle San Lázaro». La evocación de una juventud lejana le permite al cacique conferirle a su poder un crédito y una legitimidad tan discutidos a lo largo de la obra. El pasado también puede representar lo que hay que eliminar. El Julián de Medea en el espejo sólo alude a él para afirmar que está lejos, caduco: «Yo me decía: "Julián, éste es Julián, el que hace un mes andaba comiendo tierra". Y me miraba en el espejo. Estamos en el chémbalo, mi padre. La vida es un río de sorpresas. Ya soy otro Julián». El espejo concentra una vez más todas sus funciones simbólicas: toma de conciencia, revelador de una identidad fragmentada y frontera entre sus distintas facetas. Entre sus avatares figura la urna de cristal de El Mayor General hablará de Teogonía7, obra en que el pasado está asociado, en boca de los tres personajes atrapados en la casa del Mayor General, con la libertad. En la urna está un feto, la hija que Petronila perdió antes de parirla, presencia muerta de la libertad pasada, del afuera deseado y temido a la vez. Frente a un presente insufrible, la memoria se vuelve refugio, al igual que el sueño o la locura; constituye la referencia imposible de encontrar en el presente.

Esas idas y vueltas incesantes entre pasado y presente, ilusión y realidad, definen la concepción y estructura de dos obras principalmente: La Noche de los asesinos y Cruzando el puente. Esta es un largo monólogo en el que se entretejen hábilmente los recuerdos, sueños, reflexiones y delirios del personaje, Heriberto, provocando la confusión del espectador. En La Noche de los asesinos8, lo que el espectador intuye como presente o pasado, juego o realidad, se mezcla en la puesta en escena dirigida por Lalo, Beba y Cuca, tres niños, o adultos, o viejos ya, quienes actúan -y repiten a lo infinito- el asesinato de sus padres, ocasión de múltiples recuerdos escenificados. Recuerdo, sueño, mentira, juego constituyen una diversión, una huida, un exilio hacia un territorio marginal, reglamentado por su propio tiempo y sus propias leyes. El desván, refugio de Lalo, Beba y Cuca, a menudo asimilado por los críticos al subconsciente de los personajes, es un mundo fuera de la realidad. Lo separa una frontera simbólica: la puerta, otro espejo. Al gritar Lalo al inicio de cada acto «Cierra esa puerta», el escenario se vuelve una isla vedada para quien no entra en el juego.

Dos espacios se enfrentan: el espacio visible -el desván, territorio de los niños- y el espacio intuido, evocado en el discurso de los tres personajes -la casa, el espacio social. He ahí una lectura posible de casi todas las obras de Triana: conflicto de espacios, y más precisamente de un individuo o varios devorados por un espacio, su tentativa por escapar de él. Por ello son sumamente significantes los lugares figurados en el escenario; espacios cerrados, cercados, social o geográficamente marginados, territorios de los que nadie se reivindica, la anti-patria por antonomasia: el patio de un solar habanero, un parque, «un sótano o el último cuarto-desván» de una casa; lugares en que se desenvuelven aquellos personajes en el margen, como ya dijimos, personajes no incluidos en lo que se suele llamar patria, el territorio del padre, el territorio cuya filiación y pertenencia se reivindica. Y en el caso de que Triana quiera pintar el cuadro de una familia pequeño-burguesa, la retrata en una situación en sí marginal: una fiesta, en la que cada personaje es objeto de una distorsión grotesca entre el desbordamiento y el olvido de las reglas por una parte, y por otra el intento por guardar la compostura y salvar las apariencias. Así lo explica el autor en sus «Observaciones generales», al inicio de La Fiesta9:

«Pienso esta obra como un desenfadado intento de recrear personajes y situaciones que en cierta manera están extrañamente vinculados a una parte de la realidad, pero que no es la realidad, y que si tiene algún contacto con ella, es a través de un espejo que se deforma o que impone rostros al revés o de la materia huidiza que vemos con los ojos ciegos de los sueños».



La fiesta es un espejo deformante, revelador de las frustraciones y fantasmas de una sociedad que suele mirarse en el otro espejo, la mirada de los demás, el público de la obra. El monólogo de Carmelina, en la escena sexta del segundo acto, es un ejemplo de esa distorsión:

CARMELINA.-  ¡Ay, me siento zarrapastrosa!...  (Se sienta en el centro de la escena, como delante de un espejo, trae una peluca y juega con ella entre las manos.)  ¿Qué me está pasando? ¿Me he quedado dormida en el parque de Vizcaya? [...] Oh, ilusa. ¡Fantasiosa que eres! ¡Debo vestirme para la fiesta!... ¿Qué vestido me pondré? [...] Es una ebullición, a pesar de la madrépora..., una cosa incontrolable, aaaaaay, de maracas y claves, ay, sí, como si la noche fuera música, un aire, un vaivén, flores, flores, vienen regando flores..., ay, estoy a punto de derretirme. ¡Mujer, contrólate!  (Vuelve a ocuparse de la peluca.)  ¡Si la gente de Bayamo me ve en este estado, el reperpero que se arma!...  (Se quita la peluca. Pausa. Vuelve a ponérsela totalmente al revés.)  ¿Le gustaré? [...] La viudez es un desatino y él me arrebata..., ¿qué digo, qué estoy diciendo?... Carmelina, ¡has perdido la chaveta!... ¿Y qué?...  (Con extrema coquetería al público como espejo.)  ¿Qué tal?



Fuera de su casa, en lugares anónimos y de convergencia tales como el hotel en que tiene lugar la fiesta, esta burguesía de Miami, La Habana del otro lado del mar -otro espejo- pierde toda referencia, cruza el espejo permeable que establece fronteras entre lo socialmente permitido y lo reprimido. En efecto, la casa es el lugar que mejor simboliza la opresión y la enajenación a la que están sometidos la mayoría de los protagonistas. La casa del Mayor General obsede a Elisiria e invade su discurso: «Esta maldita casa. Siempre aquí dando vueltas y vueltas», «Esta casa es un laberinto», «Quiero destruir esta casa». Dicha simbólica es omnipresente en Palabras comunes. Carmen, bromeando y sin darle más importancia, pronuncia la frase siguiente: «Peor sería que la casa se nos cayera encima y nos aplastara». Pero es significativa la respuesta de Juanita: «has puesto el dedo en la llaga. Esta casa se me cae encima y me aplasta». La palabra «casa» se repite en boca de los personajes, anodinamente según parece, en expresiones idiomáticas, «palabras comunes» tales como «hay que tirar la casa por la ventana», pero esa reiteración es la que le confiere su carga simbólica.

La solución para escapar de esos espacios socializados en que se impone un orden predefinido y establecido, es buscar un espacio de libertad: el afuera. «Adentro me ahogo», le explica María a su sirvienta Erundina para justificar su ausencia. En Palabras comunes10, el exterior -donde no se desarrolla la obra- representa el espacio del juego y del sueño: el Prado, donde Adriana se encuentra con sus amigas, el jardín o la arboleda donde los niños Victoria, Alicia, Gracielita, Luisa y Gastón se encuentran para jugar y conversar fuera de alcance de sus padres. Lo confirman las palabras de la tía Antonia, figura de la represión por parte de los adultos: «Yo hubiera eliminado de cuajo los juegos, los correteos en el jardín y la arboleda». Ese espacio y tiempo de libertad logra su expresión paroxística en Revolico en el Campo de Marte11, donde el espacio exterior, el de la fiesta y del carnaval, niega las leyes dictadas por la sociedad y constituye, siguiendo la definición de Bakhtine, «una huida provisional fuera del modo de vida común (es decir oficial). [...] A lo largo de la fiesta, uno sólo puede vivir conforme a sus propias leyes, es decir según las leyes de la libertad»12.

La frontera entre ambos territorios, entre el adentro y el afuera, es un espejo: imágenes invertidas de una misma realidad, espejismos, inversiones al fin. En Medea en el espejo, una mulata de solar se cree que es una heroína trágica; una vieja pordiosera domina desde su trono el escenario de El Parque de la Fraternidad13; en La Noche de los asesinos, los hijos se creen que son los padres para jugar a matarlos: espejismo múltiple, mise en abîme, espejos colocados frente a frente. Crean una isla dentro de la isla, con sus fronteras bien definidas, su propio tiempo y reglas internas. Quien penetre en ella debe someterse. Lalo, Beba y Cuca inician una representación «interna»14, una obra incluida en la obra, en la ficción, que presencian los espectadores de una doble obra de teatro: una protagonizada por los actores, otra por los personajes. Los espectadores acuden conscientemente a la primera, pero se ven involucrados en la segunda, descubriendo nuevas reglas de juego. El escenario es un desván y el desván es un escenario; la casa es la sala, el público está instalado en la casa: tal substitución la sugieren los espejos dispuestos en el escenario y dirigidos hacia el público por Vicente Revuelta, quien montó la obra en La Habana en 1966 con el grupo Teatro Estudio.

El principio de substitución rige la obra entera, empezando por los juegos de Lalo, Beba y Cuca:

  Un día, jugando con mis hermanas, de repente, descubrí... [...] Estábamos en la sala; no, miento... Estábamos en el último cuarto. Jugábamos. Es decir, representábamos...  (Sonríe como un idiota.)  A usted le parecerá una bobería, pero... Yo era el padre. No, mentira. Creo que en ese momento era la madre. Era todo un juego...



Los tres hermanos -más libres en sus juegos que los tres actores sometidos a ciertas reglas de puesta en escena- interpretan indiferentemente uno u otro papel. En el desván, territorio de libertad y de juego, organizan el espacio a su antojo y según el mismo principio ya evocado: substitución e inversión. Frente a una sociedad regida por un orden inmutable, la expresión de la libertad a escala familiar es el desorden doméstico, expresado en la canción de Lalo: «La sala no es la sala. La sala es la cocina. El cuarto no es el cuarto. El cuarto es el inodoro». El desplazamiento de los objetos participa del mismo objetivo:

CUCA.-  Deberías ayudarme. Hay que arreglar esta casa. Este cuarto es un asco. Cucarachas, ratones, polillas, ciempiés..., el copón divino.  (Quita un cenicero de la silla y lo pone sobre la mesa.)  [...]

LALO.-   (Autoritario.)  Vuelve a poner el cenicero en su sitio.

CUCA.-  El cenicero debe estar en la mesa y no en la silla.

LALO.-  Haz lo que te digo.

CUCA.-  No empieces, Lalo.

LALO.-   (Coge el cenicero y lo pone otra vez en la silla.)  Yo sé lo que hago.  (Coge el florero y lo pone en el suelo.)  En esta casa el cenicero debe estar encima de una silla y el florero en el suelo.

CUCA.-  ¿Y las sillas?

LALO.-  Encima de las mesas.

CUCA.-  ¿Y nosotros?

LALO.-  Flotamos, con los pies hacia arriba y la cabeza hacia abajo.



En la nueva escenografía diseñada por Lalo tiene lugar el juego/la representación «interna», vía de escape para huir de la opresión de los padres: «Si Beba juega, es porque no puede hacer otra cosa. [...] Era la única manera de librarme del peso que ellos me imponían». Dicho juego posee sus propias reglas, siendo la más importante la imposibilidad de abandonar la partida: «Siempre hay que jugársela. No importa ganar o perder».

El juego/el teatro no es mero divertimiento sino la creación de un mundo que, cual carnaval, se opone al mundo real u oficial. Es el espacio en que se les da rienda suelta a todas las contradicciones, el lugar en que «se cruza el puente», como lo sugiere Triana en el título de una de sus obras. Es una ida y vuelta perpetua de cada lado de una frontera. La imagen del puente, espacio de tránsito, nuevo avatar del espejo, reemplaza la de la casa, espacio inmóvil, imperio de las llaves. La frontera es el escenario. El escenario es un espejo, punto de convergencia entre la realidad y la ficción, el público y los personajes -otra idea sugerida por los espejos colocados por Vicente Revuelta en su puesta en escena de La Noche de los asesinos. La acción o fábula suele confundirse con otro evento simultáneo -fiesta, sesión espiritista o boda, por ejemplo- que le confiere a la representación su naturaleza carnavalesca, ceremonial, o a veces onírica. En el escenario coinciden siempre varias imágenes, unas representadas, otras reflejadas mediante diversos recursos escénicos, siendo el tratamiento de la luz y la utilización de una banda sonora los que Triana privilegia. La Muerte del Ñeque15, por ejemplo, está construida cual ceremonia: una preparación ritual que desemboca en el asesinato de Hilario García, chivo expiatorio y culpable al mismo tiempo. Paralelamente a la acción principal se desarrolla una sesión espiritista, fuera del espacio escénico pero definiendo y estructurando lo que ocurre en escena. La obra se abre con los «cantos del Orile», acerca de los cuales el autor precisa:

«Estos cantos deben poseer la violencia y el embrujo necesarios para que la escena por momentos adquiera una dimensión de apoteosis sobrehumana. Recuérdese que según la creencia popular los cantos del Orile espantan, eliminan los malos espíritus y al mismo tiempo son una invocación a los buenos espíritus que aconsejan remedios y fórmulas para alcanzar la perfección».



Cada acción, en adelante, se podrá interpretar en distintos niveles. Priscilla Meléndez, aplicando a La Noche de los asesinos los trabajos de Derrida y Foucault, se dedica a estudiar ese «nuevo discurso en donde desaparecen las oposiciones de inclusión y exclusión, interioridad y exterioridad, razón y locura [...] para alcanzar la síntesis entre el mundo del sótano y el amenazante espacio exterior»16. A esa temática corresponde una dramaturgia que es la expresión y el soporte de esa «hibridez», según la palabra de Priscilla Meléndez. Cerrando la puerta que separa el sótano o desván del resto de la casa, Lalo, Beba y Cuca realizan la comunicación imposible en el excluyente mundo exterior: pasado y presente, imaginario y realidad, vida y muerte se entremezclan perfectamente en los juegos de los tres hermanos. Del mismo modo, éstos eliminan todo tipo de frontera sexual: Lalo, Beba y Cuca encarnan indiferentemente a personajes masculinos o femeninos, sin tener que acudir a disfraces: «No deben emplearse elementos caracterizadores. Ellos son capaces de representar al mundo sin necesidad de ningún artificio». En fin, espejos.

«¿Qué línea, qué frontera me señala lo real de lo irreal, lo posible de lo imposible, lo verdadero de lo falso?», pregunta Heriberto al inicio de Cruzando el puente. Las mismas palabras firmaba el propio Triana, sin la mediación de ningún personaje, en un artículo titulado «Por qué escribo teatro» y publicado en 1982 en la revista Escandalar17. El teatro es un juego que a veces linda con la esquizofrenia, diseminación de voces que nunca logran el unísono, reflejo de la fragmentación humana, pero nada más reflejo. «Ofrecer soluciones -explica Triana-, la realidad incita a la fragmentación, ¿no implicaría una reducción del ámbito reflexivo, estipular que el espectador es un imbécil, o algo por el estilo, anular la capacidad imaginativa del hombre a mero juego didáctico?». La escritura teatral es otro espejo, que no realiza nunca la síntesis. Espejo quebrado, calidoscopio de personajes reunidos en el escenario para revelar la imposible síntesis, la irremediable fragmentación.





 
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