Fortunata y su época: sobre los modelos de mujer en la España de la Restauración
Carmen Servén
Universidad Autónoma de Madrid
A D. Alfonso Armas Ayala
Entre los estudios galdosianos, la emergencia de las teorías feministas ha propiciado en los últimos años la aparición de una serie de valiosos trabajos, principalmente dentro del ámbito del hispanismo norteamericano, que pretenden determinar la vinculación habida entre la fabulación de Galdós y la difusión en el siglo XIX de la ideología burguesa de la domesticidad1.
Ciertamente, la escritura de un autor jamás se produce desde el exterior a toda pertenencia, sino desde el interior de las condiciones históricas que le tocó vivir. El modelo doméstico burgués de la segunda mitad del siglo XIX informa la vida social de la época y, dada la poética realista de este escritor, no podía ser ignorado en las novelas de Galdós. Sin embargo, quizás ha llegado el momento de analizar la aportación peculiar de este autor al diálogo socio-literario que en su tiempo se entabla en torno a ese modelo y a su subsiguiente definición de lo femenino, puesto que:
«Un enunciado vivo, aparecido conscientemente en un momento histórico determinado, en un medio social determinado, no puede dejar de tocar miles de hilos dialógicos vivos, tejidos alrededor de ese enunciado por la conciencia ideológico-social; no puede dejar de participar activamente en el diálogo social2». |
Así, será necesario revisar e identificar las voces que intervienen en el diálogo social, la índole de los modelos femeninos construidos y la posición que adopta Galdós en todo este conjunto. Sólo así podrá ser delimitada y evaluada la aportación peculiar del discurso galdosiano a la construcción de lo femenino. Es una tarea no pequeña para la investigación literaria. El presente trabajo procura contribuir a su desarrollo.
Galdós escribe sus
Novelas Contemporáneas en el seno de la
sociedad burguesa patriarcal de la época de la Restauración.
Desde mediados de siglo se están viviendo importantes cambios en las
estructuras socio-económicas, y se está produciendo un notorio
avance de la burguesía3, que además cobra
conciencia específica de su entidad como clase social y convierte en una
constante el
«culto al dinero»
(Vicens Vives, 130). La promoción de la
burguesía consolida una serie de valores que dominan en la
atmósfera social e intelectual: la familia, la propiedad, el ahorro, la
seguridad y el orden son los cimientos de la nueva sociedad establecida, que
será atacada desde diversos frentes4. La élite social está constituida por un bloque en
que se alían alta burguesía y parte de la vieja aristocracia; las
capas más bajas de las clases medias vivan un «largo
calvario», condenadas a unos modos de vida superiores a sus posibilidades
económicas efectivas; y por su parte, obreros y campesinos representan
un arduo problema, dada la necesidad de ubicarlos en las nuevas estructuras
sociales.
En esta sociedad caracterizada por la emergencia de la burguesía existe además una distribución genérica de roles. A los padres (varones) les corresponde asegurar la obtención de los medios de subsistencia de la unidad familiar y pactar con otros varones las normas que presiden la convivencia social (derechos políticos: votar; legislar); a las mujeres compete asegurar el bienestar de todos los miembros dentro de la unidad familiar. Los hombres organizan la esfera pública; las mujeres, la privada. Los grupos familiares son identificados con nombres que pasan de padres (varones) a hijos, mientras que las mujeres adquieren la identidad del padre con el que viven, sea padre biológico o marido. O dicho de otro modo: las mujeres adquieren una identidad en virtud de su pertenencia familiar y acceden a los medios de subsistencia por mediación de los varones.
En esta España de la Restauración, como en otros
países europeos durante el proceso de emergencia de la burguesía,
se difunden unos manuales de conducta que forman parte del proyecto educativo
general y que tienen como misión contribuir a la feliz inserción
de los individuos femeninos en las clases medias. Las funciones de esos
manuales de conducta, dirigidos específicamente a las mujeres, han sido
ya bien estudiadas en el mundo anglosajón5, donde aparecen más
tempranamente. Contribuyeron a producir
«un importante cambio en la comprensión del poder.
Seccionaron el lenguaje de parentesco del de las relaciones políticas,
produciendo una cultura dividida en los dominios respectivos de mujer
doméstica y hombre económico»
(Armstrong, 80). En realidad, constituyen un cuerpo de
«escritos preocupados por la creación de una clase
especial de educación para mujeres»
que
«desempeñó de hecho un papel crucial en el
ascenso de las nuevas clases medias en Inglaterra»
(Armstrong, 81).
En lo que respecta a nuestro país, los años setenta y ochenta del pasado siglo concentran la publicación de numerosos libros educativos destinados a la formación de las mujeres y redactados por damas6 de reconocido prestigio personal dedicadas además a otras tareas literarias, como Pilar Sinués o Faustina Sáez de Melgar: de la segunda aparecen: Deberes de la mujer (Madrid, 1866) y Un libro para mis hijas7 (1877); de la primera: Un libro para las damas8 (Madrid, 1875), Un libro para las jóvenes (1879), Verdades dulces y amargas. Páginas para la mujer (Madrid, 1882) y La dama elegante (1880), aparte de sus libros educativos novelados en el modo epistolar del tipo Hija, esposa y madre (Madrid, 1864-66). Además ha de contarse con la aportación de María Clemencia (pseudónimo de María Castaños), Bases precisas para la educación de la mujer (Madrid, Tello, 1884) o la más sistemática de Joaquina García Balmaseda, La mujer sensata (1882)9.
Algunos de estos manuales lograron amplia difusión en el último cuarto del siglo pasado, según se desprende de los datos facilitados por Palau10. Por ejemplo: Un libro para las damas, de Sinués, se reeditó al menos cuatro veces entre 1876 y 1885 y fue objeto de una reimpresión posterior. Por los mismos años se reeditaban incansablemente libros inmediatamente anteriores de consejos y recomendaciones a la mujer: Hija, esposa y madre. Cartas dedicadas a la mujer acerca de sus deberes, también de Pilar Sinués, consiguió al menos seis ediciones entre 1863 y 1914, según la misma fuente; y todavía mayor fortuna tuvo El ángel del hogar, de la misma autora, que vio ocho ediciones entre 1859 y 1904.
Pese a las diferencias individuales que a se advierten en la
inspiración de todos estos manuales -por ejemplo: el de Joaquina
Balmaseda destaca entre los de mayor flexibilidad y aperturismo- el conjunto
presenta unos rasgos constantes en su diseño de lo femenino. Su
redacción se deriva de la conciencia de que
«es absolutamente necesario que se eduque a la mujer en
relación al fin social que está llamada a cumplir»
(Sinués, 6). Sobre la índole de ese
«fin social», nuestros libros se muestran inequívocos y
unánimes: incluyen palmarias declaraciones de principios sobre el lugar
que corresponde a la mujer en el mundo, un puesto supeditado al hombre y
circunscrito al hogar en todos los casos:
(Sáez de Melgar, 18-9) |
«Creemos que la verdadera misión de la mujer es ser compañera del hombre, madre de familia y guía y sostén de sus hijos». |
(Balmaseda, 87) |
(Sinués, 7-9) |
En un evidente intento de encarecer la importancia del papel
femenino, se refieren a la misión de la mujer como un
«sacerdocio»
(Balmaseda, 108 y 130) y al hogar doméstico como
«santuario de la mujer»
(Sinués, 291). El supremo cometido de esta,
cometido ampliamente glosado11 en todos los
manuales, es la maternidad entendida no como proceso fisiológico de
gestación y alumbramiento, sino como crianza y educación primera
de los hijos. El nudo gordiano de todas estas exposiciones doctrinales aparece
trabado en torno a la necesidad de que queden en manos de la madre los inicios
de la educación moral y religiosa de los hijos (Melgar, 27; Balmaseda,
10; Sinués, 40). Así, en lo que respecta a la mujer, la
educación de los hijos resume
«toda la importancia de su misión sobre la
tierra»
(Melgar, 65); de este modo, la mujer se convierte en un
fiel y eficaz transmisor de los valores aprendidos, entre los que se destacan
los principios religiosos. Sobre todo en el caso de las hijas, la relevancia de
estos principios es crucial, puesto que una sólida formación
religiosa procedente de la madre garantiza un desempeño fiel de la mujer
en sus tareas y un correcto ajuste al modelo femenino:
(Balmaseda, 10) |
Además, a la sólida formación religiosa
«va unida la educación
moral, que contiene las pasiones y dirige las
costumbres»
(Balmaseda, 10); esa contención de las pasiones
es glosada y vinculada en general al espíritu cristiano, con especial
referencia a los arranques de cólera o las manifestaciones violentas,
nunca deseables en una mujer (Balmaseda, 17-9). La dulzura, la paciencia, la
resignación, y sobre todo la modestia -a la que suele dedicarse, como a
la religión, al menos un capítulo- forman parte de las cualidades
más destacadas en la mujer modélica.
Desde luego, suele destinarse un amplio apartado a la casa y a la
economía doméstica; en él se aconseja frugalidad y orden,
y se hace siempre referencia a una casa de las clases medias: o aparece dotada
de criados (Melgar, 70; Balmaseda, 130) o es descrita en términos que
descartan la pertenencia de las lectoras a las clases más
desfavorecidas, puesto que se mencionan
«los muebles, los libros, el piano, el periódico que
os trae las más lindas novedades de la moda, el pajarito... etc.»
(Sinués, «La casa»).
Así pues se predica completa supeditación al marido,
contención emocional, sólida formación religiosa... etc. y
se dibuja a la mujer en virtud de su papel dentro del grupo familiar: como
hija, esposa o madre. La diversidad de clases sociales es contemplada
exclusivamente como campo propicio para ejercitar la caridad; pero el modelo
femenino que se predica no contempla la necesidad de trabajar fuera de casa
para sostener a la familia sino como caso marginal (Balmaseda, 91 y ss).
Además, se cuenta con un individuo femenino esencialmente frágil
y desamparado, lo que seguramente constituye una prueba de atención a
las teorías médicas y científicas que por entonces se
sostenían sobre la mujer: la frenología sospechaba que las
peculiaridades craneales femeninas implican unas capacidades mentales
disminuidas12; las obras de Herbert Spencer, F. J. Moebius y
Franz Joseph Gall contribuyeron a sentar la convicción de que
«los órganos sexuales de la mujer determinan su vida
mental, física y moral»
, de tal forma que ella es una especie
de enferma permanente13; se aseguraba que la
actividad intelectual es incompatible con la procreación14; y se afirmaba que la extrema
sensibilidad e inestabilidad psicológica son inherentes a las mujeres.
Todo ello corrobora la idea de que la mujer es un ser de naturaleza
débil que debe ser tutelado por el varón, sea éste padre o
marido. Desde luego, el destino principal de la mujer, por no decir el
único, consiste en convertirse en madre de familia, para lo cual ha de
contraer previamente matrimonio. Ese matrimonio no se presenta obligatoriamente
como un camino de rosas: incluso puede ser concebido como una
«cruz»15 que la mujer debe sobrellevar con
resignación.
Esta imagen de la mujer y de su papel en el mundo es mantenida desde las páginas de los manuales de conducta y también desde las novelas de costumbres -de buenas costumbres- que estas mismas u otras escritoras publicaron16. Exceptuando a Emilia Pardo Bazán, las novelistas más conocidas de los años setenta y ochenta, como Faustina Sáez de Melgar, Pilar Sinués y en la generación siguiente Julia Asensi, cultivan una novela rosácea o moralizante. En ella, los malos son castigados y premiados los buenos, definidos unos y otros en atención a la norma social dominante, que jamás se problematiza o cuestiona. La mujer retratada pertenece principalmente a las clases medias y cumple los requisitos de una buena mujer de acuerdo con lo previsto por los manuales. Su destino final es un matrimonio feliz, o más raramente, la superación de la infelicidad matrimonial. Es decir, se trata de ilustrar, no de cuestionar el destino socialmente previsto para la mujer modelo.
En medio de este panorama, pocas son las voces rebeldes que se destacan contra semejante noción de lo femenino. La más sonora es, sin duda, la de la condesa doña Emilia Pardo Bazán, que busca incansablemente la construcción de una mujer nueva desde sus novelas y ensayos. Y en medio de este panorama, Galdós crea una inolvidable figura de mujer, Fortunata, cuya problemática educación es uno de los elementos nucleares de la novela en que vive17.
Fortunata aparece en Fortunata y Jacinta [1887], de Galdós. A través de las palabras de Juanito Santa Cruz vendremos a saber que tiene las manos estropeadas de tanto trabajar, el corazón lleno de inocencia y carece de toda educación18. Esa falta de educación y su habla vulgar excluyen por supuesto la posibilidad de que su amante, un joven burgués acomodado, la convierta en su esposa: sólo imaginarlo provoca la risa de una persona tan bienintencionada como Jacinta.
(FJ, I-210) |
La ignorancia de Fortunata, según reitera más tarde
el narrador, es
«completa»
, lee muy mal y no sabe escribir; ignora
lo esencial, es de una
«incultura rasa»
, está en la barbarie. En
fiel consonancia con ello, su formación religiosa es escasa y
está medio olvidada
(FJ, I-482):
A lo largo de los capítulos II y IV de la Segunda parte de
la novela, Maxi y el resto de la familia Rubín multiplican sus esfuerzos
educativos, que culminan mediante la estancia en las Micaelas. Antes de salir
de allí, Fortunata
«se sabía de corrido la doctrina cristiana»
(FJ, I-633); pero toda esa doctrina adquiere una
peculiar tonalidad en la mente de la prójima, que jamás
erradicará completamente su convicción inicial de que
«por más que dijeran, nada que se relacionase con el
amor era pecado»
(320); de ahí su empeño, hasta la postrera
hora, de que al alumbrar un vástago de su amante Santa Cruz, su propia
valía no ha menguado, ha crecido, hasta sobrepasar incluso a su rival,
Jacinta. A sus ojos, el matrimonio, el sacramento que liga a esta con Juanito
Santa Cruz ha quedado convertido en humo. Fortunata reflexiona:
«Dirá que es mujer legítima... ¡Humo! Todo queda reducido a unos cuantos latines que le echó el cura y a la ceremonia, que no vale nada...». |
(FJ, II-409) |
Si en educación y religiosidad Fortunata está muy
lejos del modelo convencional burgués, su inserción familiar es
siempre más que dudosa. La novela la vincula a tres colectivos
familiares: sus padres y parientes biológicos, la familia Rubín y
la casa Santa Cruz. La descalificación social del primer grupo ha sido
ampliamente analizada por Blanco Aguinaga: Fortunata aparece en el relato
despojada del amplio preámbulo que la novela dedica al árbol
genealógico de otros protagonistas biennacidos19. Sólo
fugazmente y ya avanzada la novela (FJ, I-484), se proporcionarán
noticias acerca de los difuntos progenitores de la joven, con cajón en
la plazuela él, y dedicada ella al
«tráfico de huevos»
. La carencia de
Fortunata de una raíz genética y de un tejido familiar al que
recurrir se hace evidente en momentos de zozobra: no tiene familia propia en
que refugiarse y se ve traída y llevada de unas manos a otras
(396?).
El grupo Rubín representa para Fortunata la ocasión de insertarse familiar y socialmente. Pero su matrimonio con Maxi violenta de manera tan evidente sus más profundos sentimientos -el joven llega a inspirarle repulsión y antipatía profundas (FJ, I-691)- que el lector no puede por menos de compartir su reticencia a la hora de asumir su puesto en la familia Rubín. Donde, no hay que engañarse, jamás llegará a desempeñar el papel de ama de casa absoluta, puesto que doña Lupe interviene desde un principio en la organización de los recién casados (FJ, I-675 y 681).
Y en cuanto a la casa de los Santa Cruz, con la que Fortunata quiere
sentirse vinculada pese a todas las leyes divinas y humanas, jamás
llegará a formar parte de ella: si bien en su alegría delirante
junto a su hijo recién nacido se dice que
«las leyes son unos disparates muy gordos, yo no tengo nada
que ver con ellas .../.../... la verdadera ley es la de la sangre»
y
«sí, señora doña Bárbara, es
usted mi suegra por encima de la cabeza de Cristo Nuestro Padre»
(FJ, II-455), nunca en vida conseguirá la amistad
entregada de miembro alguno de aquella familia.
Fortunata es pues un individuo sin apenas referencias ni apoyos familiares, abandonado a sí mismo, lo que contribuye de manera sobresaliente a explicar su vida azarosa en un mundo en que la identidad de la mujer viene de la mano de su inserción y rol en el seno de la familia.
Además, su incapacidad de contención emocional la
diferencia netamente de la mujer modelo y la sitúa
inequívocamente entre las filas del pueblo. Ella misma reconoce a su
amante Juanito:
«Yo no me civilizo, ni quiero; soy siempre pueblo»
(FJ, I-690); y a Evaristo Feijoo le espeta:
«Pueblo nací y pueblo soy; .../.../... ordinariota y
salvaje»
(FJ, II-94). Este último, que la quiere bien, le
recomienda decoro, no descomponerse nunca (FJ, II-120); pero Fortunata, a decir
de Guillermina Pacheco, tiene
«las pasiones del pueblo, brutales como un canto sin
labrar»
(FJ, II-251). De ahí el atropello y sofoco de
Fortunata cuando se da a conocer frente a la desprevenida Jacinta (FJ, II-208)
o su agresiva reacción cuando descubre a esta escuchando su conferencia
con Guillermina (FJ, II-252); como explica el narrador,
«la ira, la pasión y la grosería del pueblo se
manifestaron en ella de golpe, con explosión formidable»
(ídem). Su ferocidad y violencia contrastan con
la dignidad y compostura de que hace gala Jacinta en alguna de estas
ocasiones:
«Su actitud revelaba tanta dignidad como inocencia. Era la agredida, y no sólo podía serenarse más pronto, sino responder a la ofensa con desdén soberano y aun con el perdón mismo». |
(FJ, II-208) |
Es evidente que Fortunata se deja arrastrar por sus pasiones y
desarrolla un comportamiento desaforado, inapropiado:
«toda idea moral»
desaparece de su mente cuando se
encuentra con su amante
(FJ, I-687); desahoga física y verbalmente su
furia contra Amparo, la amiga traidora (FJ, II-479-80), provocando un
escándalo público. Fortunata antepone siempre sus sentimientos a
la necesidad de guardar el decoro y la compostura, que en su conducta aparecen,
cuando menos, muy secundarios, lo que la aleja notoriamente de la mujer
modelo.
Por último, es necesario recordar que Fortunata mal se aviene con el tipo de la mujer frágil o físicamente débil. Su gusto por los trabajos domésticos más pesados (FJ, II-95), o su brío para cargar con su marido en brazos (FJ, II-320), son buena muestra de ello. Es más: si una de las líneas maestras del modelo burgués decimonónico es la obligada supeditación de la esposa al esposo, el matrimonio Fortunata-Maxi podría ser percibido como un ejemplo de error biológico: él es encanijado y frágil; ella lustrosa y potente. Para el lector atento es evidente que aquí el modelo burgués entra en conflicto con las teorías científicas del momento: lo que se propone es la imposible subordinación de una naturaleza vigorosa a otra extraordinariamente débil.
En resumen: Fortunata no responde en absoluto al modelo femenino burgués; incluso se diría que constituye su contrafigura: carece de una sólida formación religiosa, su inserción familiar es siempre más que dudosa y parece incapaz de contención emocional; su fortaleza física es además notoria. Sin embargo, todos estos rasgos, que de acuerdo con las ideas dominantes debían convertirla en ejemplar femenino antipático y descalificado a los ojos del lector, son desarrollados en la novela de Galdós de forma que la joven despierta inevitables simpatías: se destacan siempre su franqueza, su belleza, su desinterés económico, la firmeza de sus adhesiones emocionales, su carencia de malicia... Es más: a lo largo de toda la segunda mitad de la novela, Fortunata se esfuerza por lograr un respetable engaste social, por convertirse en una mujer honrada entre las filas de la pequeña clase media. Pero sus sinceras ansias de honradez y su complicado itinerario, no bastarán para modificar su destino primero: ella ha aparecido para la novela en la Cava de San Miguel y en la Cava de San Miguel la hallará la muerte.
Si Fortunata constituye una trágica interpretación de
lo femenino que escapa a los modelos burgueses dominantes, Jacinta representa
por el contrario la más atractiva encarnación de esos modelos.
Jacinta está bien imbricada en el tronco familiar de los Santa Cruz,
según venimos a saber en la primera parte de la novela: es prima de
Juanito, casa con este y consolida definitivamente su posición dentro de
la casa, cuya organización doméstica comparte con Barbarita y es
ejemplar (FJ, I-246-251). Es una joven
«observadora, prudente y sagaz»
(FJ, I-283), que incluso en los momentos de
tribulación sabe guardar su actitud de
«humilde discreción»
(FJ, I-284) y que, a ojos de otras mujeres, lo tiene
todo:
«bondad, belleza, talento y virtud»
, es una
«joya»
(FJ, I-622). La
«gracia»
, la
«elegancia y sencillez»
de su traje y su
«modestia»
se ganan los corazones
(FJ, I-624-5); está llena de
«dulzura y señorío»
(FJ, I-625). Para completar el diseño de esta
mujer encantadora y obediente al modelo de la época, Galdós la
dibuja llena de ansias maternales: Jacinta está lista para criar hijos,
para cumplir la sublime misión de toda mujer según los
cánones de la época. Pero -y aquí Galdós somete a
su personaje a restricciones imprevistas como hace con Fortunata, a imperativos
que no dependen de su voluntad a la hora de asumir los modelos- Jacinta no
consigue alumbrar hijos. Como su rival, la deliciosa Jacinta está
constreñida por limitaciones que no se resuelven con recetas de manual;
como ella, la esposa de Juanito abriga una aspiración que jamás
se verá completamente satisfecha20. Al fin y a
la postre, las dos figuras femeninas que dan título a la novela se ven
frustradas en sus más profundas aspiraciones. El autor demiurgo parece
empeñado en mostrar la inoperancia del modelo burgués dominante:
desde fuera del canon propuesto -Fortunata- y desde dentro del mismo
-Jacinta.
Se dirá que Fortunata muere al final de la obra, mientras
Jacinta sobrevive, y que por tanto, en la confrontación entre ambas,
Galdós ha preferido premiar a la segunda y no a la primera. En el
interior de la ficción novelesca Fortunata no consigue salir adelante,
es cierto, pero su contacto ha modificado irremediablemente las expectativas
del resto de los personajes, incluida Jacinta21. Y hay que tener en
cuenta que son razones de lógica interna las que pueden explicar la
muerte de Fortunata. Ella no puede alzarse con el triunfo en el interior del
mundo novelado, pero es indudable que triunfa y se impone a los ojos del
lector. Si en 1880 un bienintencionado y acreditado intelectual puede
señalar en un prólogo22 que
«Tres son los destinos que se brindan a la mujer: el
matrimonio, el claustro y la muerte»
, Galdós no podía
elegir para Fortunata más que la muerte, única forma de perpetuar
su insumisión23.
Es necesario recordar que si bien la novela comienza estudiando los hilos del pasado que dan luz a Jacinta y termina dibujando los hilos del provenir que en manos de Jacinta quedan -puesto que es ella quien educará al codiciado niño recién nacido24- la obra se detiene dilatadamente en el personaje de Fortunata, cuyos movimientos psicológicos y físicos quedan cuidadosamente justificados a los ojos del lector. La coherencia interna del personaje, como es habitual en las novelas de Galdós, queda ampliamente establecida. Por otra parte, la fascinación del narrador frente a su criatura se transparenta en algunas secuencias de la novela, como ya ha observado la crítica25. Y Fortunata se agiganta en cada página frente a los ojos del lector; su estatura crece frente al otro tipo femenino que da también título al libro: Jacinta, la mujer burguesa, sumisa, contenida, religiosa, nimbada por su pertenencia familiar.
Al crear a Fortunata Galdós ha creado una nueva y
atractivísima imagen de
la otra, de la que convierte la pareja
convencional Juanito-Jacinta en un difícil triángulo ajeno a las
normas26, de la que viene desde fuera del
sistema establecido, de la que trasgrede todas las normas convencionales.
Precisamente John H. Sinnigen ha interpretado esta novela señalando que
el
«contraste entre la sociedad y el
outsider se halla también en la
base estructural de
Fortunata y Jacinta. Aquí la
outsider es Fortunata, la mujer del
pueblo, contrapuesta a un variado grupo de personajes burgueses y
pequeño burgueses que intentan controlarla27.»
Sin embargo, uno de los grandes aciertos de Galdós en esta
novela estriba en concebir a Fortunata como individuo en sí, cuyo
desarrollo no se limita a su conflictiva intervención en las relaciones
de la pareja Juanito-Jacinta, sino que adquiere interés sustancial.
Fortunata vive su propio triángulo en la segunda parte de la novela:
casada con Maxi, ama a Juanito. Al recoger las tribulaciones íntimas de
Fortunata y la coherencia interna que rige el comportamiento de la
prójima, el autor construye una novela
«intensamente psicológica28»
. La construcción de Fortunata como
personaje dotado de profundidad individual que rebosa todo estereotipo ha sido
ya cumplidamente observada por la crítica. Sin embargo, excluidos los
cánones burgueses en su diseño, es necesario reconocer su
parentesco con otras figuras literarias. Su relación con otras criaturas
novelescas del propio Galdós ha sido ya indicado por Stephen Gilman, que
ha destacado su vinculación a Isidora, de
La desheredada [1881] y a Camila, de
Lo prohibido [1885].
En lo que respecta a la primera, Gilman afirma la existencia de una
«interdependencia dialéctica29»
entre el relato de
La desheredada y el de
Fortunata y Jacinta. La heroína
prostituida en la primera de estas novelas estaría abocada al desastre
final, dado el carácter netamente naturalista de esta obra, mientras que
Fortunata, superado ya el absoluto determinismo naturalista por el autor,
lograría la salvación en las últimas páginas; su
historia sería la de un personaje que
«se enfrenta al determinismo histórico y social30»
con éxito y
logra finalmente la salvación31. La
crítica marxista interpreta la trayectoria de Fortunata y su
sujeción histórica de muy otro modo y no halla en las
últimas páginas del texto salvación alguna de esta
heroína32. Como quiera que sea, salta a la vista
que se trata en ambos casos de mujeres que llegan a ejercer la
prostitución33 y cuyos avatares personales aparecen
íntimamente ligados a los del momento histórico en que ellas se
desenvuelven.
En lo que respecta a
Lo prohibido, el profesor Gilman ha resaltado
la proximidad habida entre Fortunata y Camila34, una
mujer de las clases medias que procura briosamente mantenerse al margen de la
corrupción reinante; a mi juicio, algo que no comenta Gilman, pero que
tiene sin duda interés, es que si bien el brío y la honestidad
esencial de Camila quedan en Fortunata, hay en esta última algo nuevo de
radical importancia: Fortunata pertenece a otra clase social, forma parte del
«cuarto estado»
. Ese salto de clase lleva
aparejados una serie de importantes consecuencias en el manejo del relato sobre
los conflictos y la experiencia de la heroína; y nos obliga a revisar la
posible existencia de ciertos rasgos que la aproximarían al tipo popular
madrileño de la época, tal y como era concebido en la literatura
del momento.
El arraigo de Fortunata entre las filas populares se hace evidente
desde su primera, fulgurante y fugaz aparición en la novela: es una
joven del pueblo madrileño,
«una mujer bonita, joven, alta»
, que lleva
«un pañuelo azul por la cabeza y un mantón
sobre los hombros»
; una mujer que hace
«ese característico arqueo de brazos y alzamiento de
hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del
mantón»
(p. 62)35.
Pues bien, el tipo de la madrileña popular de los años de 1880 según lo conocemos a través de la literatura es el de la chula. La mujer madrileña castiza, de acuerdo con el análisis de José Simón Díaz36, se manifiesta en una dinastía de tipos sucesivos que incluyen a majas, manolas, chisperas y chulas, por este orden, y que concluyen en la chulapa característica del género lírico de finales del siglo XIX y primeros del XX.
Rodríguez Solís37, que no estudia a la chula
literaria sino un tipo de la sociedad madrileña de la época,
destaca algunos rasgos de la chula que no pueden por menos de interesarnos, si
bien no todas las características que menciona parecen inherentes a su
retrato literario38:
«La chula se cría en las calles al aire libre; de
ahí su travesura en la infancia y su independencia casi salvaje en la
juventud...»
(Solís, 173); en cuanto a su temperamento indica:
«une la sensibilidad a la fiereza. Sus pasiones son
vehementes...[...] ...Las broncas no la asustan y hasta parece que las
busca»
(Solís, 184). De hecho, según ha indicado
más atrás, la palabra «chula» ya usada desde antiguo
en la literatura, indica
«hembra arrojada y varonil39»
. Además,
«la chula tiene de su parte una altivez que atrae, una
lealtad que cautiva, una franqueza que enamora. La chula ¿por qué
no decirlo? Es la española neta, sin mezcla de extranjerismo; es la
mujer de verdad, sin cosméticos, sin arreboles y sin afeites, natural,
graciosa, adorable»
(Solís, 205). Y sobre los ojos de la chula
señala:
«La mirada de la chula es homicida»
(ídem).
Suele datarse la primera aparición de una chula en 1839, cuando como tal se anunció una banderillera en los carteles correspondientes a los festejos que solemnizaron en Madrid el Convenio de Vergara. Pero el florecimiento literario de la chula se produce después de mediados de siglo. De hecho, es en los años ochenta cuando podemos localizar piezas dramáticas, -la obra de José María Guzmán, La chula: comedia de costumbres populares en un acto y en verso [188140]- y relatos -el de Torcuato Tárrago Las chulas de Madrid [1884] o la novela de Manuel Fernández y González La chula sensible (novela de costumbres flamencas) [1884]41-, que la sitúan en el centro de la ficción y en el título de la obra. Se trata, en todo caso, de textos de ínfima calidad literaria y destinados a públicos populares. Sin embargo, de estos textos se desprende la existencia de algunos rasgos casi constantes en el diseño literario de la chula en esa década.
La «comedia» de José María Guzmán
forma parte de ese teatro ligero que el público consumía
incansablemente en el último cuarto del siglo XIX. Sin duda, pertenece
al «género chico» o «teatro por horas», la nueva
modalidad dramática a que se lanzan los empresarios teatrales de la
segunda mitad de siglo: obras breves, entradas más baratas y
atracción para un público más popular. En realidad, este
género
«es chico por muchos conceptos: ante todo no hay historia, o
hay muy poca acción, los tipos son caricaturescos y repetitivos, y toda
la pieza está basada en el chiste verbal de cortos vuelos42»
. Sin embargo, sus autores fueron muy
populares y constituyó un fenómeno social y teatral de
importancia43.
El teatro por horas nació en la década de los setenta,
se consolidó en la de los ochenta y llegó a su plenitud en los
años 90 del pasado siglo44. Los autores rotularon sus piezas como «sainetes»,
«juguetes», «pasillos», «revistas»,
«disparates»... etc., pero en toda esta variedad
terminológica predomina el sainete, y más particularmente el
sainete madrileño45. Las obras, que
sobrepasan el millar46, reforzaban el ingrediente costumbrista a costa del
realismo. Abordaban lo típico y lo tópico en su evocación
de la realidad: reproducían los espacios reales de Madrid y
transportaban a la escena a gentes de la más variopinta condición
extraídas de las calles de la ciudad, pero hacían hincapié
en
«el ambiente costumbrista y el desfile de los
personajes-tipo47»
. Entre
esos personajes-tipo,
«los chulos -ellos y ellas- ocuparon la escena del teatro
por horas, especialmente en el género sainete, donde llegaron a ser
imprescindibles. Su aparición supone desde luego la creación y
caracterización del personaje-tipo del pueblo madrileño en el
último tercio del siglo XIX48»
. La
vestimenta, el habla desgarrada y el desplante bastan para caracterizar a la
chulería; el recurso a los estereotipos obvia cualquier indicio de
conflictividad social o personal49.
La obrilla que nos ocupa, de José María Guzmán,
viene clasificada como
«comedia en un acto»
e incluye en el reparto un
personaje identificado como
«La Nena (chula)»
, que es la protagonista; el
resto son figuras del ambiente castizo, torero o aflamencado. El argumento se
resume en lo siguiente: La Nena piensa casarse con Pepín, pero aparece
Juana, que hace siete años que vive con él y de él tiene
una niña; La Nena renuncia a tal boda e insta a Pepín a casarse
con Juana; al final, así se decide y La Nena termina por emparejarse con
un Chulo que desde el principio le declaró su amor. La obra con toda
evidencia pretende exaltar los buenos sentimientos de La Nena, que reconoce los
derechos preferentes de Juana a la vista de que ha alumbrado ya un
vástago del varón en litigio. El conflicto, que se pretende
puramente emocional, queda así zanjado.
Las chulas de la literatura narrativa tampoco tienen mayor
profundidad psicológica ni aportan problemática social alguna.
María Córcoles, la chula sensible que protagoniza la novela
antedicha de Manuel Fernández y González
«era inclusera»
, no tenía ni padre ni madre
ni parientes consanguíneos conocidos, como es frecuente entre las
protagonistas de la novela popular50. Es una belleza
morena, que parece gitana (p. 8) y está llena de garbo (p. 9)51. El
narrador se refiere a
(p. 51) |
En otro pasaje, este mismo narrador decide emplear un vocabulario castizo o aflamencado para indicar el trapío y españolidad de la chula madrileña en general, en uno de esos excursos narrativos que tanto abundan en la novela popular:
(p 53-54) |
En cualquier caso, su protagonista es descrita como
«indómita»
(57) y ella misma declara:
«Yo tengo una dignidad salvaje: yo soy una chula
brava...»
(81), lo que debe ser sin duda admitido por el lector,
puesto que poco después ataca y vence al joven Pandorga (85).
Independientemente de la belleza, la vehemencia y la fuerza que se atribuyen aquí a la chula, esta presenta una serie de características que la convierten en figura apta para la novela popular: acabaremos averiguando que María es hija de un gitano y de una estupenda y encumbrada dama; en el desenlace, la joven y virginal protagonista es reconocida y se casa con un guapo y refinadísimo caballero, momento que aprovechan también para contraer sendos y amorosos matrimonios su madre biológica y su madre adoptiva. Naturalmente, la joven María estaba perfectamente preparada para su fulminante ascensión social, pues aunque la conocimos en principio como humilde chalequera, se cuidó de obtener una insólita «educación»; en el pasado,
(213) |
En esta década de 1880, la chula aparece además, aunque en un lugar muy secundario, en los relatos de novelistas mucho más prestigiosos. En Maximina [1886]52, de Palacio Valdés, se abre paso Manolita, descrita en los siguientes términos:
(Maximina, 76) |
Al propasarse un teniente atrevido, Manolita
«se revolvió como una fierecilla»
y
encajó un
«soberbio cachete»
al osado, que terminó
sangrando por la nariz
(Maximina, 77). De modo que esta
joven forma parte de ese grupo de chulas morenas y briosas que aparecen en la
narrativa de la época. Lo que no obsta para que, en la visión
dulzona del amor que suelen proponer las novelas de Palacio Valdés, se
incluya la posterior boda de Manolita con el atrevido teniente, casamiento tan
desigual que la familia y los amigos quedarán excluidos de la ceremonia
y el convite. Cuando se trate de explicar la mansedumbre con que Manolita asume
su elevación hasta las filas de la clase media, el narrador liquida el
posible conflicto inter-clases con breves palabras:
«La mayor parte de estas chulas son en el fondo, siguiendo la expresión vulgar, unas infelices. La cáscara es lo único terrible que hay en ellas». |
(Maximina, 166) |
Si volvemos de nuevo a Fortunata, encontraremos en ella resonancias
inequívocas de estas figuraciones literarias de la mujer popular. La
llaman «la Pitusa», apodo no raro entre las jóvenes de su
misma condición53. El narrador se refiere a la
«franqueza de Fortunata54»
y su
«pintoresco lenguaje»
(FJ, I-482 y 486-7). La prójima se dirige a su
amante llamándole
«nene»
; y él, a su vez, la llama
«nena»
o
«fierecita mía»
(FJ, I-687 y 690). Evaristo Feijoo se dirige a ella
cariñosamente llamándola repetidas veces
«chulita»
(FJ, II-102 y 11055). Ella se declara convencida de que
«querer a quien se quiere no puede ser cosa
mala56»
(FJ, I-693). Y no duda en armar una sonada bronca a la
amiga traidora que le roba su amor: la insultará en público y le
propinará agresivos golpes (FJ, II-480). Ella misma declara
«pueblo nací y pueblo soy; quiero decir, ordinariota
y salvaje»
(FJ, II-94). Y Feijoo exclama para sus adentros
«¡qué española es!»...
(II-106).
Así, el tipo social de la chula retratado por Rodríguez Solís y los manejados en la literatura popular en los años ochenta, diseñan un estereotipo femenino en que concurren la belleza morena, el brío, el vigor físico, la respuesta directa, la determinación que no se arruga ante las broncas, la españolidad... Características todas ellas que forman parte también de la personalidad de Fortunata. El parentesco de esta criatura galdosiana con los tópicos manejados en esa época en torno a la mujer popular es, pues, de constatación obligada.
Pero lo más interesante es anotar que, pese a la huella del estereotipo literario de la chula, en Fortunata se presenta una novedad importante. El autor no ha querido detenerse en lo puramente visual -el pelo negro, el pañuelo, el mantón...- y costumbrista -el lenguaje pintoresco...-, sino que ha buceado en la realidad íntima del personaje y ha problematizado su filiación popular. Fortunata escapa así a lo típico y tópico, y se convierte en un personaje mayor. Lo que Galdós aporta en su recreación de la chula madrileña es justamente lo que ni el «género chico» ni la novela popular podían encargarse de desarrollar: la complejidad psicológica y la conflictiva realidad social. Ha convertido a la chula en un personaje apto para la novela realista.
De modo que la pertenencia de Fortunata a las clases desfavorecidas no constituye un dato incidental o colorista; constituye una de las coordenadas principales que orientan la acción de los personajes, y opera como determinante de la estructura significativa básica de la novela, según ya ha sido señalado por la crítica57. Los inútiles intentos de Fortunata de engastarse socialmente, de adquirir respetabilidad, de ser «honrada» en suma, vienen siempre lastrados por los rasgos inherentes a la mujer popular: la falta de educación, las emociones no contenidas, la falta de un firme soporte familiar. La propia Fortunata llega a ser consciente de que su baja extracción condiciona su propio comportamiento y hasta determina su calidad personal:
«Si estuviéramos como usted [Jacinta] entre personas decentes, y bien casaditas con el hombre que nos gusta, y teniendo todas las necesidades satisfechas, seríamos lo mismo»... |
La construcción de Fortunata se presenta así como una importante aportación galdosiana a la galería de figuras femeninas que ofrece la narrativa española del siglo XIX. Y abre paso a otras grandes personalidades femeninas del mismo autor que se separan, netamente y por distintas vías, del modelo burgués femenino: la inquieta Tristana, la aristócrata Catalina de Halma, la criada Benina...
En Fortunata y Jacinta, Galdós ha recogido elementos procedentes de la construcción burguesa de lo femenino y del estereotipo literario relativo a la mujer popular. Y ha escapado de todo ello en un esfuerzo de superación de pautas y convenciones dadas. En lo que respecta al modelo femenino burgués, ha puesto de relieve su inoperancia; del estereotipo literario de la mujer popular ha recogido ciertos rasgos físicos y temperamentales pero ha redondeado al personaje prestándole profundidad psicológica y textura social. Su creación de Fortunata se produce en la misma década en que se está consolidando un teatro que recrea la realidad de la mujer madrileña popular desde una muy distinta óptica y con un objetivo de fruición cómica principalmente; idéntica fruición, pero en este caso preferentemente sentimental y evasiva, pretenden las encarnaciones de la chula en la novela popular. Galdós ha sabido recoger y modificar, enriquecer y superar, estas concepciones alicortas de la mujer del pueblo.
El genio creador de Galdós salta a la vista: a partir de ingredientes conocidos, ha sabido construir unas interesantes, simpáticas y coherentes personalidades femeninas individuales y ha propuesto una interesante confrontación entre dos imágenes femeninas atractivas, Fortunata y Jacinta. Pero además es notoria la audacia del autor en su exploración de las diferencias de género: ha analizado y recusado dos de las versiones sobre lo femenino más difundidas en su época58: el modelo burgués y el tipo popular.
A la luz de los manuales de conducta femenina publicados en los años setenta y ochenta del pasado siglo, se analiza la construcción psicosocial de Fortunata y también de Jacinta. La primera, de extracción popular, escapa completamente al modelo de mujer burguesa; pero también desborda los estereotipos de mujer madrileña popular forjados en el «género chico» y en la novela popular. Se revela así como audaz exploración de lo femenino fuera de los cauces literarios habituales en la España de la época.