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ArribaAbajoTercera parte


ArribaAbajoCapítulo XVI

Lo que es el corazón humano


Es una tarde del mes de octubre de 1812.

Han transcurrido dos años desde aquel día en que, pálido y lloroso, hemos visto al joven Fernando de Gómez partir de la pequeña aldea de San Roque, abandonando con todo el pesar de su vida a Clemencia, para dirigirse a su compañía en San Miguel el Grande.

Y en dos años, que es tan largo tiempo para una ausencia, ¿qué cambios se han verificado en el amor purísimo de ambos jóvenes?

Su fuego debe haber aumentado en intensidad cuanto más se ha prolongado tan dolorosa ausencia.

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Porque, miradlo bien, así es el corazón humano.

Amad mucho, hasta la idolatría, a una joven; pero sin que ese amor encuentre obstáculos de ninguna clase, sin que nadie os impida verla, sin que ella misma se vele a vuestra ardiente solicitud; amadla así, decimos, y al cabo de poco tiempo tanta solicitud os llegará a hastiar y vos mismo procuraréis crear obstáculos ficticios, que después de vencidos dejan ver la ilusión.

Pero que os separen de ella un solo momento, que un rival intente arrebataros la perla que Dios os ha hecho ver en el fondo del mar de la vida, y cuyo valor ya no apreciáis tal vez, y entonces vuestro amor, que en este caso se parece ya mucho al «amor propio», se despertará del letargo en que yacía y a precio de vuestra vida compraréis esa perla del alma.

Todo lo que no se posee es hermoso.

Pero desde el instante en que comprendisteis, ya no la seguridad, sino simplemente la posibilidad de alcanzar lo que deseasteis, su posesión os fatigará y volvéis a lanzar la mirada por el inmenso golfo de la existencia, para columbrar y desear objetos más lejanos y más vagos todavía.

Además, lo que de lejos parecía hermoso, de cerca causa espanto tal vez.

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Miradlo en vosotros mismos en la siguiente alegoría:

Figuraos que el mundo es un inmenso mar que vais cruzando en una leve barquilla.

Apenas se ha perdido el eco de vuestro último vagido de niño, cuando abandonáis el molesto hogar paterno de la playa.

Ya bogáis en ese mar, el alma rebosando de ilusiones, la imaginación de deseos, el cuerpo de vida, el corazón de amor, el pensamiento de nobleza.

El cielo está hermoso y despejado; sopla suavísima la brisa en murmullo de música; la mar está tranquila; el oleaje acaricia en blandísimo contacto los costados de vuestra frágil embarcación; las aves marinas pasan cantando en alegres bandadas.

¿A dónde dirigirse en mar tan sereno?

La vista descubre en lontananza varias islas.

Abordemos, pues, a la más cercana.

Es la isla del amor.

A medida que a ella nos vamos acercando, llegan a acariciar nuestros oídos los acentos de una música que adormece.

Una beldad nos aguarda en la orilla, que es un jardín.

Con ella realizamos una especie de fantasía o sueño que se llama «primer amor», y que se parece mucho al amor de   —312→   nuestra madre, a quien hemos dejado llorosa en la ribera.

Pero este amor sólo nos parece hermoso al través del tiempo, cuando lo recordamos en medio del mar que amenaza sumergirnos; por consiguiente, pronto nos cansa y buscamos otro más agitado.

Dejamos a la blanca niña en su hermoso jardín, en medio de sus flores y sus aves.

Penetramos más en la isla, porque a nuestros oídos han llegado otros sonidos.

Son los infinitos que salen de su festín.

Hemos deseado el amor de las orgías, y ya lo tenemos.

Un banquete está preparado.

Cubren profusamente la mesa los vinos más exquisitos y flores de vivos colores; pero, si no estuviésemos tan deslumbrados, podríamos observar que esas flores, en vez de tener aquel suave perfume que despedían las que nos daba la niña del jardín, aparecen embalsamadas con un aroma artificial.

Muchas mujeres hermosas, pero también con esa hermosura que consiste en la languidez de la voluptuosidad, coronan la mesa.

Están cubiertas de pedrerías y no de flores.

Se reclinan muellemente, casi dejando ver a nuestros ardientes ojos lo que tan mal ocultan sus flotantes velos.

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Los suyos nos lanzan miradas provocativas.

Ciegos corremos a arrojarnos a sus pies y a hablarles de nuestra fogosa pasión.

Nos confundimos con ellas entre la danza, los brindis y el estrépito del festín.

Pero a poco tiempo sus falsas caricias nos dan vergüenza, la danza nos ha fatigado, el vino nos ha embriagado y salimos de aquel lujoso salón, porque tenemos necesidad de respirar otra atmósfera menos impura.

¡Qué deforme, qué asquerosa nos parece entonces la orgía!

Aquellas mujeres tan seductoras nos causan espanto, porque ya no las decora con sus mil luces la imaginación.

Henos ya cansados del amor, porque la niña del jardín, cuya inocencia ahora comprendemos, está ya perdida para nosotros.

Y sin embargo, todavía no llegamos a los veinticinco años.

¿Qué hacer?

Lancemos de nuevo la barquilla al mar.

Allá hay otra isla.

Pero tenemos que hacer exagerada fuerza de remos para acercarnos a ella, porque la mar, antes tan serena, ha comenzado a hincharse y el oleaje azota   —314→   con desigual empuje los costados de la frágil embarcación.

Es la isla de la «gloria».

El que a ella logre abordar, será escuchado y aplaudido por un pueblo entero, le llamarán poeta o sabio, cubrirán de lauros su frente.

Luchemos, luchemos con la marea.

¡Cuánto esfuerzo!

Por fin, moribundos náufragos ya, pisamos sus arenas.

Mas, ¡ay, Dios mío!, los aplausos del pueblo forman un irónico contraste con nuestra amargura interior; la corona de laurel lastima nuestra frente; daríamos todo ese nombre y esa gloria de poeta por tornar a la ribera natal a ver a nuestra afligida madre, a quien tal vez ya no encontraremos, porque la amargura de nuestra ausencia la habrá hecho morir.

Es que todo puede abandonar al hombre, hasta sus remordimientos; pero nunca sus recuerdos.

¿Entonces, dónde hallar la calma, si no la felicidad?

¡Pobres desdichados! ¿Por qué dejamos a un lado, sin concederle ni una mirada, aquella isla modesta en donde sólo hay un templo para orar, a la cual se llega por un mar tranquilo y al otro lado de la cual está la eterna felicidad?

¿Por qué no encaminarnos desde temprano a la isla de la «virtud»?

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Allí también hay placeres, pero placeres inocentes; allí están la tranquilidad y la santa dulzura de la existencia.

Tal es la vida: una cadena de deseos, que son tormentos después de satisfechos.

El amor, los placeres o la gloria, y hasta lo último la virtud.

Esto había sucedido con Fernando.

Salió de su aldea, que era su mundo, llorando por Clemencia. Muchas veces, al comenzar el viaje, volvió su rostro inundado de lágrimas para tratar de descubrir la pintoresca habitación del doctor entre el caserío y los árboles; pero ésta ya había desaparecido, y el joven siguió corriendo.

Al cabo de seis horas de camino, el viento oreó sus lágrimas y ya no volvió a derramarlas con tanta abundancia; pero no se pudo consolar todavía.

Mientras corría, pensó que acaso muy pronto volvería a ver a Clemencia para no separarse de ella más, y este pensamiento templó un tanto la amargura de su dolor.

En el primer mesón donde durmió puso un propio a San Roque, que condujo la siguiente pequeña carta, bajo el sobre de su padre, a quien decía poco más o menos lo mismo con respecto al viaje, pero nada indudablemente respecto a recuerdos y a pasiones:

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«A Clemencia.

»Clemencia mía: Me encuentro en este momento a veinte leguas de ti, pero mi corazón aún permanece a tu lado.

»No puedo olvidarte un solo instante.

»En cada casita a que me acerco se me figura que voy a verte aparecer.

»Muchos impulsos he sentido de volver la rienda a mi caballo, para llegar a San Roque y decirte: ‘Te amo, mi Clemencia, más que a mi vida’, jamás te olvidaré; besar tu mano de rodillas, aunque después tenga que partir inmediatamente.

»Pero ya ves que el deber me arranca de lo que yo no desearía dejar de ver.

»No te olvides de escribirme, y llora, llora y espera como yo.

»Fernando».

Debemos añadir que el joven no se olvidó de incluir en la carta de su padre otra para Gil Gómez, a quien suponía triste, pero inerme, en San Roque.

Como hemos visto, no era así precisamente, y si Fernando no fue alcanzado al segundo día por Gil Gómez, que corría como un desesperado, fue porque se desvió un poco del camino real y el futuro insurgente le dejó atrás muy pronto.

Como éste había pensado había sucedido.

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Mucho antes de llegar a Guanajuato supo Fernando lo que había pasado en San Miguel el Grande, precisamente con el regimiento a que iba destinado.

Aunque sintió impulsos de adherirse a una causa que no le repugnaba, pensó sin embargo, con esa nobleza peculiar a su carácter, que debía volver a México para presentarse al virrey Venegas por intermedio de su tío, el Brigadier, a fin de que él dispusiese lo que debía hacer.

Ejecutolo así, y el Virrey, que por cierto, como ya sabemos, andaba en estos tiempos algo escaso de buenos oficiales, le aceptó gustoso en su guardia particular de palacio.

El joven fue a ocupar su nuevo empleo.

Con respecto a su moral, diremos que el dolor de Fernando, como era muy natural que sucediese, algo se iba mitigando por las impresiones nuevas, y sobre todo por el tiempo, ese médico del corazón que alivia las enfermedades que más incurables y que más espantosas parecen, ese único refugio a que deben volverse los desgraciados.

Los primeros días pensó en Clemencia y sólo en Clemencia, pero ya no lloró y casi no sufrió; poco a poco el recuerdo de este amor se fue convirtiendo en una especie de melancolía tierna que sólo ocupaba el corazón en las altas horas de la noche, o en los momentos   —318→   de calma física durante el día. Le pareció llevadera, si no feliz, la vida pasada lejos de ella, con la esperanza halagadora de volverla a ver, y el estruendo del servicio y los preparativos de guerra que se hacían en la asustada capital para combatir a Hidalgo en el valle de Toluca, acabaron de dominar y cubrir casi completamente las voces interiores de su alma.

Porque ya lo hemos dicho, así es el corazón humano.

Y no puede ser de otra manera.

¿Qué sucedería si el tiempo no disipase todos los grandes afectos de la vida, como los grandes pesares o las grandes alegrías?

¿Quién, decidme, ha podido creer que podría sobrevivir un solo instante a su adorada madre, o a otro de los seres amados de nuestro corazón?

Y sin embargo, muere esa madre, y se sufre mucho, mucho más que con la muerte, y la vida durante algún tiempo es un verdadero castigo; pero el viento del olvido seca al fin las lágrimas, la desesperación se convierte primero en sufrimiento, después en conformidad y después en una memoria melancólica, pero tan vaga, tan vaga como ese humo lejano que al caer la tarde se suspende sobre la cabaña de los campesinos, para confundirse al cabo de un momento   —319→   en el ancho espacio; la vida vuelve a tener dulzuras para volver a tener amarguras.

Decidme, ¿cuántas veces os habéis desprendido llorando a ríos de unos amantes brazos, jurando no olvidar nunca?

Tantas cuantas habéis olvidado.

Además, los males de amor tienen un consuelo que Dios les ha concedido:

La inconstancia.

Y si no, decidme, ¿cuántos amores habéis alimentado en el corto espacio de algunos años, creyendo ser el único verdadero que habéis sentido?

No, la causa de esto no está en las inclinaciones del hombre, está en su naturaleza, y es una de las infinitas pruebas de lo admirable de la Providencia.

Es uno de los muchos consuelos que el cielo nos ha dado.

Todo esto lo hemos dicho para disculpar a ese joven Fernando.

Hasta que hubo concluido todos sus arreglos, no pensó en escribir a Clemencia y a don Esteban; es verdad que la carta de la primera respiraba todo el fuego apasionado que en el momento de escribir sentía por los recuerdos, y las letras estaban medio borradas por las lágrimas que el dolor de la ausencia le arrancaba.

Pero después de escribir se sintió aliviado   —320→   y experimentó esa satisfacción que se experimenta cuando hemos ejecutado una cosa que el deber ordenaba, cuando hemos concluido, por decirlo así, un negocio que se debía hacer; es decir, no fue lo mismo que sintió después de haber escrito el primer billete de la posada.

Demos todavía otra disculpa al olvido del joven.

¿Sabéis lo que es México?

México es un abismo que puede muy bien con su deslumbramiento y sus placeres hacer desaparecer todas las ilusiones que un joven traiga de su suelo natal.

¡México!, palabra mágica que se escucha en provincia, con eco de placer, tendiendo hacia ella los anhelantes brazos y cerrando los ojos.

Palabra que nos hace dejar nuestro apacible pueblo natal y las dulzuras santas del hogar doméstico para atravesar delirantes el espacio que de ella nos separa; porque en México están la gloria, el amor, los placeres.

¡Como si la gloria no se comprase con lágrimas de sangre! ¡Como si del amor no nacieran los desengaños! ¡Como si los placeres no dejasen el cansancio y la fatiga en el corazón!

¡Cuántas veces en medio de los aplausos de la fama o del estruendo de los placeres hemos suspirado llorando por nuestro país natal, arrepintiéndonos de haberle abandonado!

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Pero, sin embargo, el que ha penetrado una vez en un palacio no puede volver sin suspirar a su cabaña, por más que en ese palacio está la humillación y en esa cabaña la igualdad.

¿Cómo abandonar a esa México física, cons sus magníficos edificios, con sus teatros, su romancesco Castillo de Chapultepec, que, semejante a un anciano consentidor, se ríe de las locuras de su hermosa hija, o como un testigo mudo va consignando lentamente en la página de los siglos la historia de sus errores políticos; gigante que lo mismo que escuchó los dulces cantares de las queridas de Moctezuma, el indio emperador, presenció impasible la pompa de los virreyes, vio desfilar un día un ejército que vitoreaba a Iturbide y a la América, escuchó mil veces el gemido del bronce fratricida, y, ¡ay!, un aciago día de castigo y expiación se vio rodeado de hombres que elevaban triunfantes un pendón extranjero.

¿Cómo abandonarla con sus lagos color de cielo, con su opulenta Catedral, con sus pueblecitos de San Ángel, Mixcoac y Tacubaya, que semejan ramos de flores que la caprichosa beldad ha dejado caer a sus pies para que la perfumen, con su calzada de la Viga, tan impregnada de poesía popular?

¿Cómo abandonar a México la moral   —322→   con sus estrepitosos placeres de carnaval, con sus bailes de «posada», con sus mujeres sirenas que adormecen cuando cantan, que tienen tan leves las plantas que ni huellas dejan al pasar, con sus distinciones políticas, científicas o literarias?

Pero dejemos tan larga digresión, que sólo ha servido para disculpar el olvido de Fernando.

Al cabo de un año, en el corazón del joven entraba Clemencia como un dulce y querido recuerdo de juventud nada más; acaso como una mujer que debía ser su esposa algún día para cumplir su compromiso de corazón; pero, ¿cuándo llegaría ese día? ¡Quién sabe! Como un leve remordimiento que se procuraba acallar con la resolución de ejecutar una reparación y de justificar su actual conducta con esa satisfacción que se cree dar a las mujeres aceptándolas por esposas, por más que se las haya ultrajado. Algunas veces como una amarga tristeza y un deseo pasajero de volverla a ver para demandarle perdón por un olvido tan criminal y al mismo tiempo tan involuntario.

En un año sólo había escrito cuatro cartas, incluidas en las que le enviaba a don Esteban, para contestar a un número triple lo menos que la pobre niña había escrito vaciando en ellas todo su corazón.

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Pero, para que podamos comprender el estado del corazón del joven, bueno es que tomemos el hilo de los sucesos presentes.

Decíamos que es una tarde de octubre de 1812.

Con respecto a Hidalgo, ya se sabe lo que ha sucedido.

Fue hecho prisionero en las Norias de Baján, conducido a Chihuahua, insultado, escarnecido y condenado a ser degradado, fusilado por la espalda, procurando conservar la cabeza para exponerla en una escarpia en Guanajuato a la pública expectación para «escarmiento de traidores».

Pero de su tumba se levantaron millares de guerreros, que ahora acaudillan Morelos, Rayón y otros muchos; casi toda la Nueva España está ocupada por ellos, y ya han pasado dos años de una lucha sorda, tenaz, sin tregua, que sólo debe terminar ya con la independencia del país.



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ArribaAbajoCapítulo XVII

La novela


Aquella noche daba la corte del virrey Venegas un magnífico baile para solemnizar una derrota dada a los rebeldes por las tropas españolas hacia el rumbo del «bajío».

¡Bendita misión la de los cortesanos de levantar orgías sobre ruinas, de brindar al derramamiento de sangre del pueblo!

Éste debía tener lugar en la suntuosa morada del Conde de..., en la calle de don Juan Manuel.

Fernando debía acompañar al Virrey, y aún no eran las ocho de la noche cuando ya el joven estaba lujosamente   —326→   ataviado y se paseaba con impaciencia esperando las diez, que era la hora a que el Virrey debía de salir de palacio, en una habitación de su morada, situada en la calle hoy llamada del Indio Triste, pues su tío, el Brigadier, habitaba en palacio.

Hacía seis meses que el amor de una hermosa cortesana traía delirante y distraído al joven, y comprenderemos su impaciencia cuando sepamos que esa cortesana debía asistir al baile.

A las diez se presentó en el baile el Virrey.

Todos al verle se inclinaron respetuosamente, y el Conde de... le condujo a una especie de dosel que se había formado en un tablado, que ocupaban los notables personajes que le debían hacer corte.

Era un espectáculo hermoso el que presentaba el inmenso salón profusamente iluminado con magníficos grupos de candelabros de plata y adornado con cuanto prodigio de hermosura, de juventud, de riqueza, pueden contemplar deslumbrados unos ojos.

Se abrió la danza con uno de esos valses que hoy parecen ridículos, porque nos imaginamos verlos ejecutados por los ancianos que de ellos nos hablan, pero que no carecía de gracia, arte y blando compás.

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Fernando se aprovechó de la distracción del Virrey, que conversaba animadamente de política con don Juan López de Cancelada, órgano ciego de su gobierno y editor de la Gaceta de México, para confundirse en el torbellino de parejas hacia un sitio de donde no se habían apartado un solo momento sus ojos desde que llegó al baile.

Y por cierto que estaba interesante el joven.

Vestía una casaca de paño de grana finísimo, cerrada sobre su pecho con botones dorados y que hacía resaltar más la elegancia de sus formas y la esbeltez de su cintura, y un pantalón de ese paño blanco que se llama de ante, con franjas de oro; pendía a su cintura un espadín, verdadera arma de baile, tan delgado como un florete, y sus manos finas y perfectas se encerraban en unos guantes de color amarillo leve.

Su fisonomía tan hermosa brillaba con la expresión del entusiasmo amoroso.

Ya que no podemos contemplar a todas las personas del baile, ni seguir ese hilo enredadísimo de pequeñas intrigas de toda especie que en esta clase de fiestas tienen lugar, procuremos contemplar a las que algo más conocemos y seguir el hilo de las que más atañen a nuestra verídica historia.

Y con razón hemos comenzado por una,   —328→   porque era la que atraía más miradas y despertaba más deseos.

Era una mujer hermosísima, vestida con un traje blanco completamente; pero tan bella, tan voluptuosa, tan fascinadora, como la hemos visto una vez en su palacio de la calle de Capuchinas.

Era doña Regina, más radiante que nunca, vengándose de la sociedad con solo su hermosura. Era doña Regina, la enemiga mortal del pueblo, el ángel malo de Hidalgo, ese pobre anciano que un día abogó por la causa del pueblo y a quien el porvenir preparaba el asesinato.

Era doña Regina, el «ángel-demonio», ídolo de la aristocracia, en medio de esa su aristocracia querida, que había jurado el mal de los que osasen alzarse hasta ella.

Era doña Regina, que hacía sólo dos años se había presentado en la corte mexicana, enloqueciendo a los que la veían con su hermosura de reina, admirando con su lujo escandaloso, deslumbrando con su gusto exquisito en el vestirse.

Acompañábala ahora, como algunas otras veces, un hombre muy pálido, rubio, y que por su traje y sus maneras revelaba desde luego pertenecer a una elevada categoría social.

Era don Juan de Enríquez, su amante de un día, el traidor asesino de Hidalgo y Gil Gómez, ese hombre resuelto y   —329→   siniestro que había sacrificado dos hombres por un lúbrico deseo.

En un grupo de militares de la suprema categoría conversaba con su animación y franqueza de siempre don Rafael de Gómez, el Brigadier, el tío de Fernando, a quien hemos visto en San Roque ha más de dos años, y que en este tiempo ha vivido en la capital con su sobrino, tocándole la fortuna, como él dice, de no haber tenido todavía que combatir nunca contra sus hermanos los insurgentes, pues cree que cuando llegue ese caso tendrá tal vez que abandonar al Virrey, de quien tantas particulares mercedes ha recibido.

Fernando se acercó a doña Regina, que se apoyaba indolentemente en el brazo de don Juan, dando vueltas por el salón, y con un acento trémulo por el amor le dijo en voz baja:

-Por fin heme aquí, bellísima Regina.

-Cuánto lo deseaba -dijo la hermosa cortesana, abandonando el brazo de su compañero, que lanzó una mirada de cólera, pero disimulada, a Fernando, y apoyándose en el del joven, que, convulso de entusiasmo y amor, se alejó con ella hasta el final de la galería que circundaba el salón.

-¡Oh!, aquí estamos un poco más solos,   —330→   mi Regina -exclamó Fernando contemplándola con pasión.

-¿Por qué no has hablado a mi hermano? -dijo doña Regina.

-Ya lo sabes. Porque, por más que ese hombre sea tu hermano, no puedo sufrir hablar con él; no sé qué tiene su rostro que me repugna; me parece que algún día debe hacerme un mal grave.

-Es, en efecto, un hombre malo -dijo doña Regina con marcada intención de que estas palabras hiciesen impresión en el ánimo del joven.

Éste, en efecto, preguntó con sorpresa:

-¿Es un hombre malo? ¿Acaso te ha causado mal alguna vez, Regina de mi vida?

-¡Oh! -dijo doña Regina dejándose caer sobre uno de los sillones que adornaban la desierta galería y llevando su blanco pañuelo a los ojos para fingir que lloraba-, ¡oh!, ¡mucho, mucho!

Fernando cayó delirante a sus pies, besando la orla de su vestido primero y después una de sus manos con frenesí, a riesgo de ser visto por alguno de los concurrentes que, acalorados o fatigados, salían del salón a tomar aire en los corredores.

-¡Oh!, mi Regina -exclamaba-, dime, dímelo todo, para vengarte; pero no llores con ese llanto que yo quisiera recoger de rodillas.

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Al cabo de un momento la cortesana pareció consolarse.

Fernando se sentó junto de ella.

-¡Qué triste estoy esta noche! -murmuró aquélla-. Sólo el deseo de verte me ha hecho venir a este baile.

-Di, ¿qué es lo que puede afligirte, Regina, cuando te ves tan hermosa, tan rica, y amada con tanta idolatría?

-¡Quién sabe si mañana, que mi hermosura o mi brillo hayan acabado, cesará ese amor! ¡Quién sabe si es un simple capricho y no una verdadera pasión como la que yo alimento por ti, Fernando! -dijo la impura cortesana.

-¿Dudas acaso de mi amor, Regina de mi corazón? ¿No sabes que por ti he abandonado todo y que ha seis meses estoy enloquecido, porque has dicho una vez que me amabas?

-Es cierto, mas...

-Mira, yo he dejado en mi país una joven que me amaba y aún me espera. Pero una vez te he visto, Regina, y la he olvidado y no la veré más; ha seis meses que vivo sólo para adorarte, aunque en este tiempo sólo pocas ocasiones me has permitido penetrar en el santuario donde habitas. Pero, en cambio, te he seguido en la corte, en los paseos, he seguido tu carruaje, he permanecido noches enteras frente a tus balcones para ver tu imagen adorada detrás de las vidrieras.

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-Mil veces te he dicho que no podía verte como deseaba, porque ese mi hermano no fuera a comprender algo de lo que pasaba y yo le ocultaba con todo cuidado, temiendo su terrible enojo -dijo doña Regina con un aire de sencillez y hasta de candor digno de una niña que nunca ha salido al mundo, digno de la inocente y desgraciada Clemencia.

-Por acceder a tu deseo me he ocultado a su vista, muy a mi pesar, siempre que él te acompañaba.

-Y sin embargo esta noche ha debido comprenderlo todo por tu inexperiencia.

-¿Y qué resultaría de ello?

-Mi ruina.

-No, ciertamente, mientras lata en mi pecho un corazón inflamado por tu amor, mientras mi mano pueda manejar una espada o lanzar una bala al corazón del que osare ultrajarte.

-¡Oh!, soy muy desgraciada.

-¡Alma mía! Ábreme tu corazón, revélale al mío tu pasado en esta noche en que todos se alegran, pero yo sufro al verte sufrir -exclamó Fernando.

-¿Pero no me aborrecerás si te descubro un secreto terrible del que depende mi vida y que hasta aquí te había ocultado, mi Fernando? -dijo Regina con una dulce languidez que se parecía mucho a la de una joven inocente que, sintiéndose débil para combatir contra las   —333→   asechanzas del mundo, se ampara bajo la protección del amado de su corazón.

-¿Un secreto?

-Sí, un secreto terrible.

-¿Y me lo habías ocultado, Regina, lo habías ocultado al hombre que te amaba con toda su vida?

-¡Oh!, ya lo ves, solamente eso te indigna. ¿Qué harías entonces cuando lo supieras? -dijo Regina asustada.

-No, no me indigno, Regina, pero siento profundamente esa ingratitud de tu amor.

-¿Y me perdonarías por más horrible que sea lo que voy a decirte?

-¡Oh!, yo tengo que demandarte perdón, porque te has bajado tú, tan bella, tan noble, tan rica, hasta mí, pobre soldado, que no poseo otro tesoro que mi espada.

-Sin embargo -observó tímidamente doña Regina-, lo que voy a decirte bien merece suplicar antes el perdón.

-Pues te perdono, doña Regina, te perdono antes de escucharte.

-¿Lo juras?

-Lo juro.

-¿Por más horrible que sea?

-Por más horrible que sea -exclamó Fernando después de un momento de vacilación.

Doña Regina vaciló a su vez un momento, preguntando:

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-¿Estamos solos?

-Perfectamente solos. Éste es el final del corredor, y los que salgan del salón es difícil que lleguen hasta aquí.

-¡Oh, Dios mío! Estoy dispuesta a que me vean a tu lado y murmuren de mí; pero, ¿qué importa?, si al fin te amo, Fernando, y todo te lo sacrifico: mi honor, mi reputación, mi vida entera.

-Gracias, gracias, ¡alma mía!

Pareció vacilar de nuevo doña Regina, como si lo que iba a revelar fuera una cosa que le causase violencia.

-¿Por qué temes? ¿No te he jurado ya que te disculparía? -dijo el joven con12 acento de dulce reconvención.

Por fin, al cabo de un momento, pareció resolverse la hermosa señora, y dijo en voz tan baja, tan baja como si ella misma temiese escucharse:

-Ese hombre que me acompaña esta noche al baile y a quien te he suplicado ocultes nuestro amor, ese hombre que siempre me acompaña en público... ese hombre...

-¿Ese hombre?

-No es mi hermano.

-¿No es tu hermano?

-No.

-¡Maldición! -dijo Fernando poniéndose de pie y llevando sus manos a su frente con expresión de profunda desesperación.

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Sin embargo, como si doña Regina hubiese calculado el efecto de sus palabras sobre el ánimo del joven, permaneció en silencio, lanzando oblicuas pero seguras miradas.

Y como si el joven se hubiese arrepentido de su acción, luego que hubo pasado la primera impresión de su dolor, volvió a dejarse caer sobre el sofá y murmuró con dulce acento:

-Sigue, Regina, sigue.

Ésta juntó las manos en actitud suplicante y prosiguió diciendo en voz baja:

-Yo vivía en un pueblecito de Francia, alegre y dichosa al lado de mis padres.

-¿Cuánto tiempo ha?

-Pronto hará cuatro años.

-Antes de seguir, antes de revelarme lo que sospecho, dime aún una vez que me amas, Regina, y que si en tu pasado hay un abismo, tu presente me pertenece desde este momento -dijo melancólicamente el joven.

-Te amo, Fernando, te idolatro, y lo que te está probando más mi cariño es esta revelación, que yo no tenía necesidad de hacerte, y que sin embargo te hago, porque nada quiero ocultar a quien adoro, ni aun mis crímenes involuntarios.

-Prosigue, Regina.

-Nada faltaba a mi vida ni a mi corazón al lado de mis honrados padres.   —336→   Pero un hombre rico de la ciudad me vio y codició mi hermosura. Durante algún tiempo rondó mi casa y logró hacer llegar a mis manos algunos billetes, en los que me proponía abandonar a mis padres para huir con él y seguirle a la corte, donde habitaría todo el tiempo que quisiese en su palacio, y donde tendría todo lo que desease.

-¡Miserable!

-Guardé silencio sobre sus primeros billetes durante algún tiempo, amenazándole solamente con avisar a mis padres si los volvía a repetir, y esta amenaza pareció enfriar el fuego de su persecución, porque durante algún tiempo no le volví a ver más en la aldea.

Fernando escuchaba con toda su atención, oyéndose sólo en el silencio los latidos de su agitado corazón y los ecos lejanos de los ruidos del baile.

Doña Regina prosiguió entre sollozos:

-Pero una noche...

-¿Una noche?

-Una noche, después de cenar, sentí tan abrumada mi cabeza por un sueño tan imperioso que me retiré para dormir a mi cuarto, porque no podía tenerme en pie.

-¿Acostumbrabas entonces dormirte inmediatamente después de cenar?

-Por el contrario, permanecíamos más   —337→   de una hora en el hogar, platicando familiarmente. Pero esa noche creí que estaría un poco enferma, porque el té que acostumbraba tomar después de la cena me había parecido de un sabor muy amargo.

-¿Pero quién...?

-Mis padres habían recibido dos días antes, en calidad de criada, a una joven que les había suplicado le diesen un albergue, porque sus padres habían muerto en la ciudad y ella se encontraba expuesta a todo el horror de la miseria y de la prostitución.

-¿Qué más, Regina?

-Mi cuarto estaba en el fondo de la casa y tenía una ventana baja de madera que daba al campo.

-¡Dios mío!

-Ni tiempo tuve para acabar de desnudarme, porque el sopor que sentía me aplomó sobre el lecho y no tardé en dormirme profundamente.

Fernando se enjugó el sudor que inundaba su frente.

Doña Regina, haciendo un esfuerzo doloroso, continuó:

-No sé qué tiempo habría transcurrido desde que me durmiera, cuando me pareció oír un ruido terrible en la ventana.

-¿Un ruido?

-Después me pareció sentir que me   —338→   estrechaban con fuerza y me levantaban en peso.

-¡Dios mío! ¡Dios mío!

-Pero yo no podía moverme, y un grito que quise articular se ahogó en mi garganta.

-¡Desgraciada!

-Sentí en mi rostro una ráfaga de viento del campo y conocí que me conducían fuera de mi cuarto. Pero no pude hacer otra cosa que agitarme en mi impotencia; y luego, ¿quién me podría auxiliar en medio de una aldea a horas tan avanzadas de la noche?

-Sí, sí, ¿y después?

-Los que me conducían hubieron de temer, porque se apresuraron a llevarme a otro sitio. Sentí que me dejaban caer en un asiento y me pareció oír un murmullo semejante al de un coche rodando sobre el camino.

Doña Regina hizo una pausa y luego continuó:

-Sentí sobre mi seno el contacto de impuras caricias, y una excitación terrible del pudor me hizo dar un grito y medio despertar de aquella pesadilla espantosa.

-¡Ah!

-No pude conocer los rostros de los que iban conmigo dentro del carruaje, porque la noche era obscurísima; pero, con una sola mirada al través de los vidrios,   —339→   creí ver una de las cabañas que se hallaban cerca de la carretera de París.

-¿Y luego?

-Mi vuelta en mí les sobresaltó mucho, porque abrieron mi boca con fuerza y en ella dejaron caer unas gotas que me vi obligada a tragar, sintiendo el mismo sabor particular que había experimentado pocas horas antes, al tomar el té. Entonces no supe ya lo que fue de mí.

Doña Regina llevo su pañuelo a los ojos, sollozando dolorosamente.

Fernando, pálido por la emoción y el respeto que le inspiraba aquella mujer tan virtuosa y tan desgraciada, no se atrevía a interrumpir su dolor.

A lo lejos sonaban los dulces acentos de la música y el eco alegre de los convidados.

Pero si Fernando hubiera tenido cabeza para ello, habría observado en el otro corredor, frente al que se hallaba con doña Regina, a un hombre que no perdía uno solo de sus movimientos.

Era don Juan.



  —[340]→     —341→  

ArribaAbajoCapítulo XVIII

La realidad


Al cabo de un momento doña Regina levantó la cabeza, enjugó sus lágrimas y continuó:

-No sé cuánto tiempo permanecí dormida en el carruaje. Cuando volví en mí, me encontré acostada en un suntuoso lecho de una suntuosa habitación. A mi lado había un hombre que me acariciaba. Al ver su rostro pálido y su fatal sonrisa, di un grito y me desmayé.

-¿Ese hombre...?

-Ese hombre era mi perseguidor antiguo, el que me había aconsejado huir con él, y que se había valido de un poderoso   —342→   narcótico, vertido en mi bebida por la miserable mujer a quien mis padres habían recibido, para arrancarme del hogar doméstico, asilo sagrado para mí, y para arrancarme la honra mientras dormía. Porque bien comprenderás que estaba deshonrada, Fernando.

-Sí, lo comprendo, Regina.

-¿Y me perdonas?

-¿Puedo dejar de perdonarte, inocente y desdichada mujer, una falta que no has cometido? -exclamó el joven con ese acento de compasión que inspira una profunda e irreparable desgracia.

Doña Regina continuó:

-Ni ruegos, ni promesas, ni amenazas, que fueron las armas de que se valió aquel miserable, consiguieron que yo le cediera de grado lo que él, sin embargo, me arrancaba a la fuerza, débil mujer expuesta a sus brutales deseos, sin ningún auxilio en aquel su palacio de París, habitado por criados tan malos y tan infames como él.

»Un día que penetró en mi aposento, donde sola devoraba llorando mi dolor, me dijo:

»-Mira, Regina, estás perdida completamente y no tienes ninguna prueba contra mí, que soy tan poderoso que te puedo perder a donde quiera que intentes dirigirte para acusarme. Nadie, ni tus   —343→   mismos padres te creerán, y ellos no volverán a admitirte a su lado con ese hijo que ya llevas en el seno. Dos partidos tienes que seguir: si accedes a mis deseos, tu hijo será rodeado de exquisitos cuidados y a ti no te faltará una honesta casa en que vivir y dinero suficiente que gastar; pero, de lo contrario, tendrás que mendigar un pan que te arrojarán a la cara con desprecio, y todo el mundo conocerá tu afrenta.

»-¡Infame! -le respondí sin vacilar un momento-, antes morir que ser vuestra de grado.

-¡Oh!, ¡bien, mi Regina!

-Un día, por fin, logré burlar su vigilancia y escaparme de su palacio. Pero, ¡ay de mí!, ¡qué diferente juicio había formado en mi inocencia del mundo! El primer hombre a quien me dirigí para preguntarle la habitación del intendente de policía me dirigió torpes galanterías. Éste, a quien expuse mi situación, apenas me hizo caso, creyéndome una de tantas jóvenes perdidas que vienen a París a prostituirse. Y yo me temía volver a mi aldea, porque, aunque hubiese podido llegar, débil y enfermiza como estaba, me hubiera muerto de vergüenza al hallarme delante de mis padres. Tuve que mendigar durante algunos días en las calles, expuesta a todos los insultos que mi hermosura me causaba. Por fin, agobiada   —344→   por el hambre y la desesperación, conociendo que muy pronto iba a ser madre y que mi pobre hijo se moriría por falta de recursos...

-¿Qué hiciste, desdichada?

-Volví al palacio de mi infame seductor -murmuró doña Regina cubriendo su rostro con sus manos, con expresión de profundo dolor.

-¿Y después, Regina?

-Después he tenido yo, pobre víctima, para evitar caer en más terrible prostitución, que seguir los antojos de ese hombre caprichoso, que después de haber pasado conmigo a España, me ha traído consigo a América, haciéndome pasar por su hermana, rodeándome de un lujo verdaderamente regio, que aborrezco, y destrozando mi corazón con el recuerdo de mi terrible afrenta y de mis padres.

-¡Miserable! ¿Luego ese hombre era...?

-Era don Juan, el hombre que me acompaña y a quien antes de venir al baile he hecho creer que tenía que hablar con un joven, que eres tú, para amenazarle con contarle el amor con que hace algunos días me perseguía.

En la frente de Fernando se pintó una resolución muda y firme.

Doña Regina, con su mirada de relámpago, lo notó, y una sonrisa siniestra de satisfacción interior erró por sus hermosos labios, afeándolos notablemente.

  —345→  

Al cabo de un rato silencioso, dijo ésta con una tristísima amargura:

-He aquí la historia de mi lujo y de mi esplendor; he aquí mi presente en apariencia tan feliz, comprado con el oprobio de mi pasado y el recuerdo eterno de mi deshonra. Tú, Fernando, que me has dicho que me amabas, comprenderás toda la profundísima amargura de mi vida pasada al lado de ese hombre, que aborrezco y que me esclaviza.

-¿Y tu hijo? -preguntó Fernando.

-Nació muerto. Los pesares que me habían herido cuando le llevaba en mi seno envenenaron y secaron en flor su débil existencia -se apresuró a responder violentamente doña Regina.

-¡Oh!, ¡cuánto has sufrido por causa de ese miserable! Pero no volverás a sufrir más, o moriré, te lo juro, mi adorada -exclamó Fernando con exaltación.

Doña Regina pareció no escucharle, y aparentando sumergirse en una profunda absorción, murmuró, dando a su rostro y a su aspecto todo un aire de candor y de pasión que la hacía mil veces más hermosa:

-¡Oh!, ¡cuán feliz sería en una cabaña a tu lado, mi Fernando, pudiendo entregarme a todo el encanto de tu amor!

Pero después, como volviendo de un sueño halagador para luchar con la realidad, se puso de pie, y fingiendo componer   —346→   su rostro y borrar de sus ojos las huellas de las lágrimas, dijo con reconcentrada expresión de amargura:

-Mas no, eso no es posible. Por el contrario, dame tu brazo para que volvamos al salón, porque puedo ser extrañada por los concurrentes, y mi ausencia puede irritar a mi seductor.

Fernando le ofreció el brazo silenciosamente.

-Sí -continuó la cortesana-, llévame al mundo para volver a sonreír y aparentar felicidad. Tú mismo sácame del dulce éxtasis en que me perdía.

Al extremo del corredor, cerca del salón, un hombre ofreció impolíticamente el brazo a doña Regina para introducirla.

Era don Juan.

Fernando dejó, sin alterarse, a su compañera, como si la firmeza de su resolución hubiera calmado su enojo.

Después penetró en el salón, le buscó durante algún tiempo con la vista, se acercó a él y murmuró a su oído algunas palabras.

Doña Regina, desde su asiento, no había perdido uno solo de los movimientos del joven, y al verle hablar con don Juan una sonrisa infernal se dibujó en sus labios, y murmuró al son de la alegre música, que era tan natural que en una joven sólo despertase dulces pensamientos de amor, estas siniestras palabras:

  —347→  

«El pez ha mordido el anzuelo, el pájaro ha caído en el garlito.

»¡Pobre loco de veinte años! En este momento me estáis creyendo una santita y te dejarías morir por mi virtud.

»Vas a buscar un pretexto cualquiera para matar a ese hombre, a quien crees mi infame seductor.

»La victoria está de tu parte, porque eres más fuerte y más valiente que él.

»Vas a librarme de una carga que me es insoportable, de la de ese hombre celoso que quiere constituirse en mi perpetuo amante, y que me hostiga y me amenaza y me echa en cara el crimen que por mi posesión ha cometido; y como se encuentra arruinado, quiere vivir a mis expensas.

»¡Ah!, mi señor don Juan, ya veis cómo no se emplea tan mal el tiempo, y que algo se hace por vos.

»Lleváis indudablemente la peor parte en este negocio, eso sí, y procuraréis hacer alguna traición a ese joven. Pero yo, que conozco vuestras artimañas, perded cuidado que velaré por él. No porque le ame en lo más mínimo. Ya veréis, o qué digo, tal vez no podréis ya ver cómo le trato después que me haya servido de él en vuestro perjuicio. Pero siempre se debe tener dispuesta la pistola que envía la bala o el puñal que se hunde en el pecho.

  —348→  

»No sé cómo os compongáis con este fanático que os he enviado».

Y formulado este terrible pensamiento, la cortesana se confundió en el torbellino de parejas, bailando con un grande que le había ofrecido su mano.

Fernando había dicho a don Juan:

-Tengo que hablar a usted una palabra, caballero.

Y los dos habían salido al balcón.

Una vez en el corredor lejano en que pocos momentos antes acababa el joven de escuchar la terrible revelación de su idolatrada doña Regina, los dos se detuvieron.

Fernando, pálido como la muerte y acentuada su voz por una resolución invariable y sombría, dijo al cabo de un momento:

-He llamado a usted porque tenía que decirle una cosa que acaso le avergonzaría con una vergüenza criminal, si fuese asunto de que se pudiera hablar en público.

-Y yo, esperando ya este llamamiento, no me he sorprendido de él -dijo don Juan con acento irónico.

-¿Lo esperaba usted acaso?

-No he perdido ninguno de sus movimientos desde que salió usted del salón en compañía de doña Regina.

-¡Miserable! No sé cómo puedo escuchar a usted a sangre fría hablar de esa   —349→   inocente y desdichada mujer, víctima de su infame seducción.

-¡Ah!, ¿conque, según eso, esa comedia que he presenciado y en la que he visto sollozos, manos enclavijadas, muestras de sorpresa, de ira, de terror, etc., era una comedia en que Regina hacía el papel de víctima, yo el de verdugo que no sale a la escena, y usted el de amante vengador? -dijo don Juan riéndose con una espantosa y sangrienta ironía.

Esta vez, a tanta audacia, en medio del recuerdo del ultraje hecho a la infeliz mujer que amaba, la exaltación de Fernando llegó a su colmo, y pálido por la ira arrojó a la cara de don Juan el guante que hacía rato tenía en la mano, exclamando:

-¡Miserable!

Don Juan se estremeció como si hubiese sentido en su rostro el contacto de un hierro candente; pero hubo de temer el terrible enojo del joven, porque no volvió a hacer un movimiento.

Estaba más pálido que un difunto, y sus ojos despedían un brillo fosfórico siniestro.

Al cabo de un momento dijo con sorda voz:

-¡Está bien! Nos batiremos, como usted lo desea seguramente.

-No creo que debemos arreglarnos de otra manera.

  —350→  

-Pero antes sepa usted que todo lo que esta noche acaba de escuchar de la boca de esa mujer...

-Silencio, y más respeto al hablar de ese pobre ángel.

-Que todo lo que acaba de escuchar de la boca de esa mujer -prosiguió don Juan sin hacer caso de la exaltación de Fernando- es una fábula inventada para armar su brazo contra mí.

Era tan profunda la seguridad con que el caballero hablaba, había en medio de su silenciosa cólera tal acento de verdad, que Fernando no pudo menos de vacilar por un momento, sintiendo pasar por su imaginación un rayo de luz vago.

Sin embargo, preguntó con acento de duda:

-¿Es cierto lo que acaba usted de decirme?

Pero arrepintiéndose de esta duda, continuó:

-¡Infame! Quiere usted añadir aún un crimen al demasiado horrible que ya pesa sobre su conciencia: la calumnia.

-¿Y si yo diera a usted pruebas de que es cierto cuanto he dicho, que yo, antiguo amante de esa mujer, ligado con ella por lazos terribles de sangre, le he llegado a ser un obstáculo para sus placeres, para su desenfrenada lujuria, para sus crímenes de amor, los cuales impido   —351→   porque reclamo para mí una deuda espantosa que ha dos años ella ha contraído? -exclamó don Juan con profunda convicción.

-¿Pero cuáles podrían ser esas pruebas?

-Imbécil joven, ¿no le basta a usted el modo con que le ha sido hecha esa mentirosa revelación? ¿Una mujer honrada sostiene acaso ese lujo regio? ¿Una mujer que ama verdaderamente sacrifica [...]13. Vuelva usted al salón y la verá radiante de felicidad, acariciada por una infernal alegría, porque cree que con haber contado a usted, fanático, algunas torpes mentiras, ya ha armado su brazo contra mí. Pero ha comprendido mal mi natural, porque un hombre como yo aun en su caída puede aplastar a los insectos que le rodean.

-¡Basta de insultos! De cualquier modo que sea, nosotros debemos batirnos.

-Sí, nos batiremos. ¿Cree usted que olvido yo tan pronto un ultraje de la especie del que acabo de recibir de su mano? -dijo don Juan con un acento tan profundo de odio y oculto de venganza que habría hecho estremecer a cualquiera otro que al valeroso joven-. ¿No comprende usted, necio, ciego -continuó implacable don Juan-, que yo, antiguo amante de esa infernal mujer,   —352→   testigo de sus extravíos y sus crímenes, eterno reclamador de caricias que me pertenecen, porque han sido compradas con sangre, soy para ella un obstáculo poderoso que le impide compartir el lecho con los jóvenes inexpertos y hermosos como usted a quienes devora?

-¡Basta, basta!

-¿Cree usted que ignoro todo lo que ha pasado? ¿Y por qué habría de negar la especie de relaciones que me ligan con esa mujer?

-¿Pero cómo?

-Ha seis meses que yo o mis agentes seguimos sus pasos de usted. Primero ha visto a Regina en el paseo, después la ha seguido en los teatros, en la corte, ha hecho llegar mil perfumados billetes a sus manos, consiguiendo, en cambio de ellos, primero miradas, después sonrisas, luego pequeñas concesiones, y por último algunas citas en horas en que se me creía ausente. ¡Cuántas veces, mientras usted, loco de amor, rondaba suspirando la calle de su adorada, yo le seguía con la vista desde los balcones de su casa!

-¡Oh, Dios mío! -exclamó Fernando viendo destruido por aquel hombre inflexible el edificio de ilusiones que durante seis meses había estado levantando.

Don Juan continuó:

  —353→  

-Si fuese cierto lo que esa mujer acaba de decir, ¿no se imagina usted que lo primero que habría hecho para alejarle de ella sería disipar una a una todas sus ilusiones, simplemente refiriéndole lo que pasaba, diciéndole que yo por fuerza era el poseedor de doña Regina? ¿No cree usted que habría sido el mejor medio?

-Ciertamente, caballero.

-¿Pero qué me importaba que Regina concediese a usted, burlándose, miradas o suspiros, cuando yo tenía de esa mujer, no un corazón que para nada necesito, sino una hermosura que da fiebre al que la goza?

-¡Oh!, ¡era muy hermosa para dejar de amarla!

-Mire usted, puedo darle aún una última prueba de mi indiferencia acerca de su espiritual amor. Mañana parto a Veracruz por intereses pecuniarios. Debo permanecer ausente quince días. Dejo a usted campo libre a su pasión, por ese tiempo, si es que aún anhela...

-¡Cobarde! Después de haber arrancado mis dulces ilusiones, se va usted sin pedirme cuenta del insulto que le he hecho -exclamó Fernando con espantosa desesperación.

-¡Oh!, no ha de pasar mucho tiempo sin que tenga usted que arrepentirse de   —354→   ello muy de veras -murmuró don Juan alejándose.

Fernando se dejó caer en el mismo sofá en que pocos momentos antes había escuchado la falsa revelación de doña Regina.

Un rayo de luz siniestra fueron las palabras de don Juan, rayo de luz de desengaño que alumbró las dulces tinieblas de su ilusión, haciéndole ver el horrible abismo a cuyo borde se encontraba y en el que había estado a punto de precipitarse.

Lo que pasó entonces en su corazón es imposible de decir.

Pero el que alguna vez en la vida haya visto desvanecerse en un momento la ilusión que había creído tan santa, que había embalsamado su corazón con un perfume halagador, para ver presentarse antes sus llorosos ojos la imagen horrible, descarnada y fría de una amarga realidad, comprenderá su inmenso dolor.

En un momento había pasado del cielo de la ilusión al infierno del desengaño.

Hubo otro torcedor que rasgó dolorosamente su alma.

El remordimiento.

Porque eso sucede siempre. La felicidad nos deja en una dulce ignorancia, pero la desdicha es la horrible luz que nos deja ver todo el abismo de crímenes o recuerdos de nuestro pasado.

  —355→  

La desdicha muchas veces nos hace buenos.

Porque desgraciados nos volvemos a nosotros mismos, y para aplacar la cólera divina, que parece suspendida sobre nosotros, procuramos enmendarnos de faltas presentes, o justificar con nuestro porvenir los desvíos de nuestro pasado.

Fernando se acordó entonces de Clemencia y la comparó con doña Regina.

Vio a la una inocente, pura, llorando y esperando durante su ausencia.

Vio a la otra impura y sangrienta cortesana, haciéndole ciego instrumento de infames venganzas.

El eco de un recuerdo le hizo escuchar los sollozos de la una, blanca alma de blanca niña, sin más crimen que el de haberle amado demasiado, más de lo que merecía él, tan ingrato que antes de dos años la había entregado al olvido más negro y más profundo.

El eco de la música del salón, que hasta sus oídos llegaba como una espantosa y sangrienta ironía, le hizo ver a la otra, revelándole misterios horribles y ensangrentando con sus palabras aquella fiesta en que la llamaban reina, en que era blanco de todas las miradas lúbricas; aquella mujer que se había adelantado en el camino de su vida para ocultar a sus ojos a Clemencia, el ídolo hermoso un día de su corazón.

  —356→  

Sintió un dolor punzante por su desengaño.

Sintió una ansiedad infinita por su remordimiento.

Pero de un desengaño brota otra esperanza.

Pero de un remordimiento brota la flor de la virtud.

Y una esperanza es el porvenir.

Y la virtud es la felicidad.



  —357→  

ArribaAbajoCapítulo XIX

Arrepentimiento


Fernando salió de aquel lugar como atontado y sin saber lo que por él pasaba.

Anduvo algún tiempo por las calles sin reconocer sitio, absorbido en sus pensamientos, mirando su desengaño, sufriendo con sus remordimientos.

Amanecía, y el aspecto de la gente honrada que después de dormir con un sueño tranquilo volvía alegre a sus tareas, hicieron una más profunda impresión en su ánimo y comenzaron a sacarle de aquel estado horrible en que hacía algunas horas se hallaba.

Se estremeció como si al haberse visto rodeado por el mundo material, desgraciado y criminal, hubiese tomado una   —358→   resolución en cuya ejecución podría tal vez encontrarse la felicidad y la virtud.

Se dirigió lentamente a su habitación, en la calle del Indio Triste.

En la calle del Amor de Dios se sentó en un guardacantón para limpiar el sudor que inundaba su frente.

Después la campana de la iglesia de Santa Inés, que llamaba la primera misa, despertó en su alma un sentimiento de religión adormecido.

Hacía seis meses que, por seguir a doña Regina, había olvidado todas sus costumbres de niño.

Penetró en la iglesia con el corazón prensado y los ojos llorosos, buscó el rincón más apartado y allí oyó la misa que diez o doce pobres mujeres oían.

¿Qué pasó entonces en aquella alma entristecida por una sombría duda? ¿Qué pasó en esa hora solemne en que se halló a solas con Dios y su conciencia, con el recuerdo de pasados errores?

Nadie, ni las graves imágenes que decoraban el modesto altar podrían decirlo.

Sólo que, el que había entrado allí con el corazón hecho pedazos, salía de allí consolado.

Había tomado una resolución.

Pero una de esas resoluciones inalterables que influyen sobre toda una vida, o a lo menos sobre todo un presente.

Se dirigió a su habitación, subió silencioso   —359→   la escalera y cerró la puerta con llave.

Se dejó caer en un sillón y lloró, primero con tibias lágrimas, después con raudales del alma.

Permaneció un momento en silencio y volvía a comenzar sus rotos sollozos.

Eran aquellas ardientes lágrimas el efecto físico de una causa que estaba en el alma.

Eran una queja contra el mundo y una acusación contra sí mismo, eran un remordimiento y una esperanza, eran un adiós y un consuelo.

Si no hubiera llorado, habría reventado de dolor su corazón.

Hay veces en que el vaso de la existencia está lleno de cenizas y no cabe ya una sola lágrima.

Pero hay veces en que está lleno de lágrimas y un fuerte sacudimiento moral lo vacía desbordándolas.

Así que se hubo librado completamente de aquel peso que le estaba ahogando dolorosamente, se levantó, bañó con agua pura sus sienes y se dirigió a su bufete para escribir tres14 cartas. La una decía:

«Señora:

»Me habéis engañado como a un miserable. Pero yo os desprecio y bendigo   —360→   este engaño que me separa para siempre de vos.

»Tarde os he conocido, pero nunca es tarde para volver a entrar en el camino del bien, del cual me habíais desviado con vuestra fatal hermosura.

»Parto, señora, abrevado el corazón por un horrible desengaño; pero en mi país natal está la luz de la virtud y la calma de la felicidad es la que alumbra.

»Adiós, señora, que el cielo os quiera perdonar como yo os perdono todo el mal que me habéis hecho, y haya alguno que os ame tanto como yo amo el bien que con ese mal me habéis causado.

»Fernando».

Y puso en el sobre:

«A doña Regina de San Víctor.

»En la calle de las Capuchinas».

Otra, dirigida a su tío, el buen brigadier don Rafael, decía:

«Mi amado tío:

»He tomado una resolución que nada hará variar.

»Renuncio la carrera militar, comenzando por hacer dimisión de mi capitanía.

»Si no se me admite, abandonaré mi empleo como un desertor.

  —361→  

»Si usted me ama, como no lo dudo y como hasta aquí me lo ha manifestado con tanta ternura, vea cómo mejor lo arregla con el señor Virrey, porque mañana partiré sin que nada me detenga.

»Adiós, tío mío, gracias por tanto cariño y por tanta bondad.

»Que el cielo dé a usted en felicidad cuanto yo le profeso en cariño.

»Fernando».

La rotuló así:

«Al señor Brigadier de las milicias de Su Excelencia el señor Virrey, don Rafael de Gómez».

La tercera, que el joven escribió llorando, decía:

«Clemencia mía:

»Podría engañarte, pero prefiero no hacerlo, porque a un ángel se le dice la verdad.

»Hace más de un año que no te he escrito, porque, ingrato, te había alejado de mi corazón.

»Pero hoy vuelvo a ti más amante que nunca, parto para ir a unirme contigo para siempre.

»En este momento me parece que he   —362→   tenido un sueño espantoso de un año. Pero he despertado por fin, y al despertar te encuentro más pura, más santa, más indigno yo de tu amor de ángel.

»Desvanecida mi pasajera ilusión tan falsa, me encontré solo y desgraciado en la inmensa llanura de la vida. Pero volví llorando mis ojos al sitio donde un día abandoné mis creencias, y la luz purísima de tu amor llegó a mí entre las obscuras nieblas de la desgracia.

»¿Me perdonarás?

»Bien merezco tu perdón, porque he sufrido y soy desgraciado.

»Supongo que el clima de Jalapa, donde el doctor te ha hecho ir a habitar para restablecer tu salud envenenada por una maligna enfermedad, te habrá sentado bien, porque ha más de seis meses que mi padre no me habla una palabra de ti.

»Dentro de un momento, acaso antes que ésta llegue, estaré a tu lado para no separarme más.

»Fernando».

El joven abrió un cajón de su bufete, sacó de él algunos papeles, besó algunas flores marchitas que desde su partida de San Roque no había vuelto a ver; besó también aquel retrato sobre el que la víspera de partir, en el jardín, había jurado   —363→   a Clemencia no olvidarla, prometiéndole también no apartarla jamás de su corazón; dos juramentos que había violado al vender su corazón a una cortesana. Suspendiolo a su pecho, abrió uno a uno los papeles.

Eran las cartas de Clemencia.

Eran ese conjunto de palabras que forman la historia más patética y más interesante de una mujer enamorada.

Primero, dulces palabras, tan dulces como un arroyo que se desliza entre flores; después suspiros y lágrimas, como los quejidos que lanza ese arroyo al ensancharse en la llanura; y después amargura, como la de ese mismo arroyo que corre perdido a abismarse en el mar, arrastrando en su curso las flores que se habían dejado mecer blandamente en sus aguas en la llanura.

Primero flores, después abrojos.

¿Quién podrá traducir al idioma terrestre todo el poema de sentimiento que se realiza en un corazón al hacer tímidamente una confidencia por medio de un papel?

Nosotros creemos que el amor está en los recuerdos, porque sólo en los recuerdos se encuentra el sentimiento.

¿Y qué especie de amor dejará más recuerdos?

¿El amor de las orgías? ¿El platonismo silencioso?

  —364→  

Nosotros creemos que el segundo amor que se siente en la vida.

Figuraos al través de vuestros tristes recuerdos aquella época de vuestra juventud.

Vivía vuestra familia en el campo en uniforme amistad con la de la mujer que adorabais, a quien llamabais vuestro ángel, como se llama a todas las jóvenes cuando se tiene veinte años.

Era una aldea a corta distancia de la ciudad; permanecíais en esta última durante el día, en la prosa de vuestros negocios o vuestros estudios. Pero en la tarde atravesabais delirando sobre un volador caballo la distancia que de ella os separaba.

Cuando llegabais, ya se afanaban los vuestros en los preparativos de esas fiestas tan animadas que forman durante la noche las familias de la ciudad en el campo.

¡Oh!, y allí eran las confidencias, los juegos a la blanda luz de la luna, el abandono del amor, los proyectos, las promesas, todo ese mundo de los corazones juveniles.

¿Qué sentís de triste, de amargo, cuando unos años después volvéis a pasar por aquel lugar, deteniéndoos en cada sitio donde halláis todo un orbe de recuerdos; cuando aquella joven se ha casado, se ha muerto u os ha vendido; cuando habéis atravesado una época de azares y desdicha?

  —365→  

¿Qué sentís?

¡Oh!, Dios no debía habernos dejado el espantoso castigo de los recuerdos.

Más valdrían los grandes pesares que sólo tuvieron un doloroso presente, y no ese pasado, que ni está justificado por el llanto.

Porque, ¿qué responderéis cuando os pregunten la causa de vuestro llanto, y ésta no esté en una gran desgracia que cualquiera puede ver o tocar materialmente?

Respondedle que llorabais por un recuerdo.

Idle a revelar todo el martirio que experimentáis con la vista de un objeto; intentad explicarle que debajo del polvo con que los años han ultrajado ese objeto hay una imagen que otros días fue vuestra gloria; pensad en hacerle leer en cada grano de ese polvo toda la historia de vuestra vida.

Hacedlo, y ya veréis qué irónica es la carcajada que cubre vuestras palabras, con qué desprecio se contempla la flor marchita, más que por el tiempo, por vuestras lágrimas.

¡Oh, Dios mío! ¡Tú eres el único confidente del pasado! ¡Tú eres el refugio, el amparo de los que no son comprendidos en la tierra!

Fernando, al recorrer aquellas cartas, las vio al través de las lágrimas que su arrepentimiento le arrancaba.

  —366→  

En una de las últimas se detuvo. Databa de un año, porque por un sentimiento de tierna delicadeza Clemencia cesó de escribir desde que comprendió que era importuna y su recuerdo se había borrado del corazón de Fernando.

Había guardado silencio en vez de suplicar y humillarse, de proferir imprecaciones o de aparentar indiferencia, como lo hacen en estos casos las mujeres.

Decía así:

«Fernando:

»Aunque en el largo espacio de un año sólo tres cartas tuyas he recibido, porque he creído que tus ocupaciones no te permiten ya consagrarme tanto tiempo como antes.

»Y luego, ¿para qué escribir cuando en el fondo del corazón se sigue amando con el mismo fuego, y es uno el mismo de siempre?

»En este largo año de mi vida he llorado mucho, pero he esperado mucho también, y aún me siento con fuerzas para esperar otro año, que creo será lo que dure a lo más tu ausencia.

»He comenzado una obra de manos, en la que debo ocuparme algún tiempo, y esperaré entretenida y alucinada para poder presentarte un objeto que será un primor, y que tendrá para ti el doble mérito   —367→   de ser obra mía y de ser un testigo de mis suspiros, de mis lágrimas y de mis esperanzas durante nuestra larga separación.

»Sólo una cosa me inquieta seriamente.

»He comenzado a estar mala de esa enfermedad que ya sabes padezco desde la infancia, y algunos días he tenido que permanecer en la cama por orden de mi padre, que se aflige más de lo que debe, tal vez porque me ama tanto. Pero yo no me siento tan mala; sin embargo, por darle gusto, le obedezco en todas sus prescripciones.

»El otro día, al tomar mi pulso, no pudo evitar un movimiento de cabeza, y me dijo que si continúo así iremos a pasar el invierno a Jalapa, que tiene un clima más benigno.

»Yo te confieso que he estado a punto de llorar. ¿Cómo abandonar esta casa y este jardín tan llenos de dulces recuerdos tuyos? ¿Cómo abandonar este hermoso lugar, donde encuentro en todas partes las huellas de tus pasos?

»Se me figura a veces, durante la noche, cuando me paseo por el jardín, que te estoy esperando, como tantas veces te he esperado. Cuando toco el piano, es tanta mi ilusión de que me escuchas, que muchas veces me vuelvo para hablarte, y al encontrar tu lugar vacío lanzo un grito, cierro el piano y me pongo a llorar.   —368→   No he movido los objetos del sitio en que los dejaste, para que cuando vuelvas no encuentres ninguna variación, y sólo creas que despertamos de un largo y triste sueño, pero sin que nada en nuestra existencia haya cambiado. Guardo el mismo vestido que tenía puesto el día que partiste, para no volvérmelo a poner sino el día que vuelvas.

»Vaya, te contaré una niñada que me perdonarás, ¿no es cierto?

»He sembrado un rosal a quien he dado tu nombre, y cuyas flores han de servir para mi corona de desposada.

»De desposada, ¡Dios mío!, sólo el pensamiento de tanta felicidad me hace llorar de alegría.

»Casi la mayor parte de las horas del día paso junto de él en el jardín, regando sus tiernas hojillas, protegiéndole con mi cuerpo de los rayos ardientes del sol, de las ráfagas heladas de viento y de las gotas de lluvia.

»Perdóname, Fernando, pero se me figura que estoy a tu lado y le hablo de nuestros proyectos, de nuestras esperanzas. Me alegro o me entristezco con él, y, ¿lo creerás?, parece que me comprende, porque cuando lloro se estremece, y cuando sonrío levanta sus hojillas como si participase de mi expansión.

»Pronto brotarán sus primeros capullos.

  —369→  

»Si tuviese que ir a Jalapa le llevaría conmigo, porque de otra manera se me figuraría que me alejaba de ti.

»Mi padre no me habla de ti, ni me dice nada de esto, solamente toma mi mano entre las suyas para tomar mi pulso con disimulo, y me mira y se sonríe con una risa melancólica y tan triste que, por más que hace para ocultármela, no puede disimular la pena que le aflige.

»Otras veces, bajo el pretexto de que estoy constipada, aplica su oído sobre mi pecho o sobre mi cuello, y me hace permanecer en esta postura mucho tiempo.

»Después se encierra en su cuarto y permanece largas horas estudiando y preparando alguna amarga medicina, que me hace tomar.

»Yo me veo en el espejo y no encuentro en mi cara, como indicio de la enfermedad, más que una completa palidez. Pero esto es muy natural, por lo mucho que lloro por ti y lo poco que me distraigo en otras cosas.

»Ya volverán los colores a mi rostro cuando tú vuelvas.

»Don Esteban viene como antes, y aunque ninguno de los dos hablamos de ti, sin embargo, con disimulo, me da tus noticias.

»De quien no se ha vuelto a saber más es del señor Gil Gómez, que abandonó la aldea al siguiente día que tú, y que,   —370→   según dices, nunca le has visto en la capital.

»¡Pobrecillo, te amaba tanto!

»¿Quieres que te diga mi método de vida durante tu ausencia?

»Mira: me levanto un poquito tarde, porque mi padre me ha prohibido absolutamente recibir el viento frío de la mañana; me pongo de rodillas sobre el lecho y hago una oración por tu completa felicidad, por que Dios te preserve del mal en cualquier lugar en que te halles. Como don Esteban ha dicho acá que no era extraño que de un día a otro tuvieses que acompañar al señor Virrey a alguna campaña, hago otra por que no suceda esto; porque si yo supiese que te hallabas expuesto a algún peligro, ¡oh!, entonces ni podría vivir. La mañana la paso al lado mi rosalito, hasta que como en compañía de mi padre, que me mira y más me mira con tristeza y procura entretenerme hablándome de asuntos divertidos. Después paso algunas horas al piano, tocando las piezas de música que a ti más te gustaban, o algunas veces cantando, a pesar de la prohibición de mi padre, que dice que este esfuerzo lastima mi pecho. En la tarde vuelvo a mi rosalito para estar leyendo los libros que contigo leí. Después acompaño a mi padre a su paseo vespertino, y volvemos temprano a casa, porque él teme para   —371→   mí el viento frío de la noche. Las horas de la noche las paso bordando lo que te he dicho. A las once me duermo pensando en ti y casi siempre sueño contigo.

»A veces sueño que llegas, que te veo descender sobre tu caballo la colina que se ve desde la verja del jardín, acompañado del señor Gil Gómez, como tantas veces te he visto en aquellos días felices.

»Otras, te sueño herido, ensangrentado, pálido o muerto, y entonces despierto anegada en lágrimas.

»¡Si vieras lo que soñé la otra noche! Cualquiera diría que era un presentimiento.

»Soñé que, viéndote llegar, quise salir a tu encuentro y no pude, porque estaba muy mala, que tú viniste y me dijiste con mucha tristeza, al ver que yo no me movía ni te hablaba:

»-¡Pobre Clemencia, está muerta!

»Y me sonreí al escucharte.

»-¡Y bien muerta! -proseguiste-. ¡Clemencia! ¡Mi Clemencia!

»Yo estaba escuchando, pero no podía responderte.

»Entonces tú te alejaste llorando.

»Y desperté, oprimido el pecho por una terrible angustia.

»Por eso solamente me inquieta mi enfermedad. ¿Qué importaría morir al cabo de algunos años de haber vivido a tu lado?

  —372→  

»Pero, ¡Dios mío!, morir antes de haberte visto, de haberte estrechado entre mis brazos una última vez, sería un castigo espantoso que el cielo no me enviará jamás, porque creo no haberle ofendido de una manera tan atroz.

»¡Oh!, ven pronto, mi Fernando, porque llorando te espera

»Clemencia».

Las demás cartas eran anteriores a ésta, porque después la niña sólo había vuelto a escribir otra, por ese sentimiento de delicadeza y abnegación sublimes de que hemos hablado.

Fernando acabó de arreglar las otras cartas de su padre y todos los objetos para encerrarlos en su maleta de viaje.

Después salió para hacer llegar las cartas a su destino y no volvió a su habitación hasta bien entrada la noche.



  —373→  

ArribaAbajoCapítulo XX

En Jalapa


Jalapa es el Edén de ese Edén que se llama México.

Figuraos, los que no la habéis visto, una beldad con la frente coronada de flores y reclinada sobre un lecho de rosas a la falda de un cerro, que se llama el Macuiltepec, ceñida y refrescada por un río, que, después de haberla acariciado con suave rumor, va a abismarse en el mar bajo el nombre de río de la Antigua.

Figuraos una ciudad donde en todas partes nacen flores que adormecen y embalsaman con su blandísimo perfume; donde acarician los oídos y estremecen las fibras del corazón músicas de arpa o de un instrumento pequeñito y vibrador   —374→   que se llama «requinto»; donde hay mujeres hermosas con una hermosura popular en todo México; donde cada amor es un idilio de Homero, o una confidencia de Lamartine, cada conversación un proyecto de fiesta, cada fiesta un concierto del cielo.

Figuráosla con sus casas de un piso, pintadas alegremente de blanco y adornadas con amplias ventanas, que a su vez adornan grupos de jóvenes aseadas, hermosas, alegres como una bandada de esas aves que tanto abundan en sus bosques y se llaman «clarín de la selva»; con sus jardines en que se cultivan las flores y los frutos de más hermoso color, más suave perfume o más exquisito sabor del Nuevo Mundo, desde la rosa reina hasta esa pequeñita que cubre las paredes con un tapiz, desde el árbol gigante del «xenicuitl» hasta los grupos enanos de moreras silvestres, desde el «xochil» hasta la campánula y la madreselva, desde el ancho y hojoso platanar hasta el naranjo pequeño.

Figuráosla con sus cañadas de Pacho y Tatahuipaca, en que se respira brisa de liquidámbar, con su camino de Coatepec, que es una calzada no interrumpida de naranjos en flor que embriagan los sentidos al embalsamar el ambiente, de yedras, moreras, platanares y limos, y a cuyo fin se encuentra un pueblecillo,   —375→   el comercio de cuyos habitantes consiste en frutos y flores.

Figuráosla con su dique, que contiene una mole inmensa de agua, que se contempla desde un puente caer despeñada rugiendo y formando al chocarse abundantes copos de blanquísima espuma, remedo del mar, y en el que algunos años se han lanzado botes, en los que atravesaba su extensión una juventud de ambos sexos, coronada de flores, alegrando el ambiente con sus voces y haciendo vibrar la tibia brisa de la tarde con los acentos de una música alegre aunque melancólica.

Figuráosla durante la media noche, cuando a la modesta luz de la luna recorre las calles una turba alegre de jóvenes, que, aprovechando ese dulce privilegio de la juventud, entonan alegres serenatas al pie de los balcones o junto a las ventanas de su adorada; serenatas en que forman un dulce concierto vihuelas de todas dimensiones y flautas que a medida que van creciendo en volumen van produciendo sonidos más agudos y más alegres.

Figuráosla con sus comitivas que durante las tardes se dirigen a la sombría y perfumada cañada de Pacho, después de haber atravesado una extensa y verde llanura que se llama de Los Berros, para hacer frugales meriendas en que más se baila y se canta que se come.

  —376→  

Porque sus habitantes tienen ese dulce privilegio de una sencilla alegría que sólo muere con ellos.

Pensad cuán grata sorpresa experimentaréis cuando después de haber atravesado esas estériles y ardientes llanuras que semejan los desiertos de Arabia y se encuentran en el camino que a ella conduce desde Veracruz, cuando os sentíais ahogar por la sed, abrasar por los rayos solares, comenzáis a sentir que un bienestar se difunde por vuestro cuerpo, que vuestros labios se humedecen.

Es que habéis cambiado bruscamente de temperatura.

Es que habéis pasado del infierno al paraíso.

Es que estáis en Jalapa.

O bien, acabáis de atravesar un país montañoso, cubierto desigualmente por una erupción volcánica, donde sólo crecen algunos arbustos escasos de triste y mezquino aspecto, y azota dolorosamente vuestro rostro, helando vuestros miembros, el viento desigual e inclemente del Cofre de Perote, comenzáis a descender notable y repentinamente al llegar a San Miguel del Soldado, tendéis la mirada y veis allá abajo, medio oculta entre las quebradas del camino, ceñida de huertas y jardines, con su blanco y alegre caserío, una ciudad que, cual nueva Venus, parece que está naciendo de un océano de flores.

  —377→  

Es Jalapa, la de las bellas mujeres, la de las alegres músicas.

Es Jalapa, la querida de los gobiernos, y la cual han protegido los emperadores indios, los virreyes españoles y los presidentes mexicanos, acantonando allí sus tropas.

Es Jalapa, todavía embellecida por los versos de un hombre de genio, de un poeta que la muerte arrebató joven, porque era desgraciado, y no le dejó ni el consuelo de dormir su último sueño cerca de los que amó, porque fue a pedir una tumba a otro país inclemente.

Era mi padre, J. J. Díaz.

Era mi padre, su poeta más querido, aquel cuyos romances todavía se recitan en el hogar, cuyos versos todavía se cantan en las noches de luna, o en las reuniones populares.

Era mi padre, cuyos últimos días amargaron las vicisitudes políticas, pero que murió bendiciendo su bendito suelo.

Éste es Jalapa en 1857, y éste era Jalapa en 1812.

A esta ciudad fue transportada, una tarde tristísima de otoño, una joven que se moría e iba a buscar la vida en su pura atmósfera.

Era Clemencia.

Su mal había ido creciendo lentamente de día en día, y el doctor, desgraciado médico, impotente para luchar con medicinas   —378→   contra la naturaleza, se volvía a esa naturaleza buscando en ella la medicina para su hija, que se moría.

El doctor se propuso luchar con todas sus fuerzas, hasta dominarlo o morir con aquel mal terrible que envenenaba la existencia de su hija.

Hizo arreglar una primorosa casita de un piso, con un hermoso jardín, situada casi fuera de la ciudad, hacia el barrio de Santiago. Transportó a ella todos los objetos de Clemencia y la puso en las condiciones mejores para que la habitase un enfermo.

La habitación de su hija, contigua a la suya, era una pieza de alegres pinturas y agradable aspecto, que recibía luz y sol por una ventana lateral que daba inmediatamente al jardín, hasta donde llegaba el perfume de los azahares, los nardos y las rosas, desde donde se podían contemplar los árboles con su verde follaje, las flores con sus lindos colores, el cielo con su azul.

En esta pieza, pues, volvemos a encontrar a Clemencia, ¡pero qué cambiada, Dios mío!

Ya no es aquella niña alegre que corría por su jardín para cortar a Fernando las más hermosas flores.

Dos años y la enfermedad han cambiado notablemente su fisonomía, dando a su rostro una expresión de tristeza, de   —379→   languidez, de sufrimiento, que hace llorar al que otros días la ha contemplado.

Estaba afectada en último grado de una enfermedad que los médicos llaman «clorosis», complicada además con una grave afección en el pecho.

Consiste esta enfermedad, o estado general morboso de la constitución, en una diminución tan notable de la masa de la sangre, que, al abrir después de la muerte los vasos que habitualmente este líquido, se les encuentra casi vacíos o llenos de otro líquido acuoso, casi incoloro.

Durante la vida se manifiesta por una palidez profunda de la piel, del interior de los labios, de la membrana interna de los párpados.

Se experimentan fuertes palpitaciones, síncopes, desmayos; los ojos son heridos vivamente por la luz solar, o experimentan deslumbramientos de objetos en acuerdo con el estado moral del individuo; los oídos escuchan ruidos sordos y monótonos.

El apetito se pierde casi siempre.

Si se aplica el oído a las arterias, pero más particularmente a las del cuello, se escucha un ruido muy particular, un soplo, una especie de canto triste y monótono, que se llama «canto de las arterias», y que depende, probablemente, del choque   —380→   desigual que la columna de sangre disminuida ejerce contra las paredes de los vasos que la contienen.

El corazón, sin embargo, no presenta nada notable; pero los demás órganos del pecho se afectan orgánicamente casi siempre.

El fierro, naturalmente contenido en la sangre, ha disminuido, y esto explica la transformación acuosa de este líquido.

Acontece, primeramente, por una predisposición individual particular, un estado de la constitución.

Otras veces, por abundantes pérdidas de sangre, por pesadumbres repetidas, por un estado contemplativo del individuo, en el cual predomina generalmente el temperamento nervioso muy delicado y muy sensible.

Se procura en el tratamiento destruir las enfermedades esenciales que la clorosis complica, restituir a la sangre la substancia ferruginosa que ha perdido, o aumentar su masa, para lo cual algunas veces se ha recurrido a la transfusión en los vasos de la sangre de otro individuo.

¡Recurso supremo en el que sólo una madre o un ser que nos ame con toda su vida puede darnos ese jugo purísimo de la juventud!

Hemos dicho que la fisonomía de Clemencia había cambiado notablemente, pero sin dejar por eso de ser menos hermosa.   —381→   Pero era una hermosura de un tipo diferente; dos años antes era la de la Virgen de Murillo, ahora era la de esa misma Virgen al pie de la cruz.

Una profunda palidez cubría completamente su rostro, haciéndola semejar una estatua de marfil; sus venas se dibujaban debajo de la piel como si ésta se hubiese hecho transparente; sus labios estaban flacos completamente, lo mismo que sus manos; su corazón se oía latir levantando la tabla anterior del pecho, como si la sangre, al huir de las extremidades, se hubiese acumulado en este órgano de vida; un círculo sombrío rodeaba sus ojos, que lanzaban una mirada ardiente, febril por decirlo así, como si en ellos se hubiese concentrado todo el fuego de la pasión que la consumía; sus cabellos castaños caían formando dos bandas y circunscribiendo el óvalo de cara más perfecto y de más doliente expresión que se pudiera contemplar.

Su voz había tomado ese timbre particular, casi metálico, que revela un profundo desarreglo en los órganos de la respiración, pero templada su aspereza por el acento de triste dulzura que el dolor y la resignación le daban.

Su cuartito, que decoraban los mismos muebles que ya conocemos, estaba cuidadosamente cerrado por el doctor, a fin de no dejar acceso al aire frío.

  —382→  

El lecho, con cortinaje blanco en un rincón, el piano en otro, la mesa cubierta de ramos de flores todos los días renovadas, en medio el sillón en que la joven pasaba sentada la mayor parte de las horas del día frente a la ventana, cuya vidriera, herméticamente cerrada, dejaba penetrar, sin embargo, un rayo benéfico de sol, y desde donde se veía el jardín con sus flores, sus árboles y sus alegres aves.

Serían las once de la mañana cuando Clemencia, que estaba sentada en ese sillón, leyendo absorta una de las primeras novelas de Lord Byron, que acababa de aparecer, y que el doctor se había procurado con trabajos, levantó la cabeza y la volvió atrás al ruido de una puerta que se abría.

Una persona se acercó de puntillas.

Era el doctor.

Al contemplar la fisonomía de la joven, el buen doctor no pudo menos de dejar pasar por su frente una sombra de tristeza profunda; pero trató de disimular su emoción yendo a tomar una silla, en la que se sentó cerca de su hija, tomando su pálidas y descarnadas manos entre las suyas, a la vez que preguntaba con afectuoso acento:

-¡Buenos días, hija mía! ¿Cómo te sientes?

-Lo mismo que siempre, ¡padre mío!   —383→   Esta fatiga en el pecho me impide respirar -respondió Clemencia.

-¿Pero por qué te has levantado hoy, y además tan temprano? ¿No te había dicho ayer que no salieses de la cama? -dijo el doctor sin poder disimular la impaciencia que sentía al ver el funesto estado de su hija, a quien veía morir entre sus manos, saliendo vencido él, que representaba la ciencia, por la muerte, después de haber luchado como un gigante.

-Estaba tan bella la mañana, tenía tanto deseo de ver el jardín, de respirar el aire puro, de vivir, que he creído que me moriría quedándome en la cama -respondió Clemencia con un acento que era una disculpa, y era al mismo tiempo una queja, acaso la primera que su enfermedad le arrancaba.

-Pero, ¿no ves, ¡alma mía!, que el frío te hace tanto mal y que los días que permaneces en la cama estás mucho mejor del pecho?

-Es cierto, pero...

Y Clemencia no pudo continuar, porque un acceso violento de tos, que le acometió, ahogó su voz. Llevó su blanco pañuelo a su boca y le retiró completamente teñido en sangre.

Quiso ocultar esta acción a su padre, pero ya era tarde.

El padre iba a lanzar un grito que se   —384→   ahogó en su garganta, pero el médico pudo ocultar su emoción a la enferma.

Los dos permanecieron un momento silenciosos.

-Conque te volverás a la cama ahora mismo, ¡hija mía!, ¿no es verdad? Ya ves que el día está demasiado frío y esos accesos de tos lastiman mucho tu pecho -dijo el doctor al cabo de un momento de doloroso silencio.

-Sí, señor, le obedeceré a usted. Pero antes quisiera pedirle una gracia -dijo Clemencia con ese acento que usan los niños para hablar a sus padres cuando quieren obtener de ellos una licencia o el cumplimiento de un deseo infantil.

-¿Una gracia, hija mía?

-Sí, señor, y muy grande.

-Pero, ¿qué puede ser, ¡hija mía!, que yo no te conceda, si es cosa que está en mi poder?

-Sin embargo, papá, pudiera ser que me la negara usted.

-¿Pero qué es una cosa tan grande o tan imposible?

-Para mí, ni lo uno ni lo otro tiene. Pero como usted es tan severo cuando está uno enfermo, temo que...

-¡Ah!, ya comprendo, es una cosa que tiene relación con la enfermedad -dijo el doctor sonriéndose.

-Precisamente.

-Está bien, pues veamos, y si es posible...

  —385→  

-¡Oh!, no, entonces ni lo digo, porque, antes de saber qué cosa es, ya lo está usted poniendo en duda.

-¿Pero no ves, niña, que puede ser una cosa que te haga mal y entonces...?

-¡Oh!, no será muy grande el mal que me haga; y, sin embargo, experimentaría tanta satisfacción, que yo, si fuese médico y me pidiese usted una cosa tan sencilla y que tanto deseaba, no se la negaría.

-Ya se ve; pero bien, dime por fin lo que quieres. Puede ser que, en vista de ese deseo tan grande que manifiestas, te lo conceda yo.

-¿Me lo jura usted?

-¡Oh!, no, tanto no puedo hacer antes de saber.

-¿Me lo promete usted?

-Es decir, sí y no... según.

-Ya ve usted que es lo único que le he pedido durante mi enfermedad -dijo Clemencia con angustioso acento.

-Está bien, te lo prometo, di...

-Quisiera, antes de meterme acaso para siempre en la cama, ver por última vez mi rosalito, que he hecho traer desde San Roque y que está ahora en el jardín -dijo por fin Clemencia ruborizándose, como si el temor de una repulsa, o el placer de una concesión, hubiesen hecho afluir a su rostro la sangre que se agolpaba en su corazón.

  —386→  

-¡Imposible! -dijo el doctor poniéndose de pie-, imposible es que tú recibas el viento frío del jardín.

Clemencia guardó silencio; una lágrima apareció en sus ojos y rodó silenciosamente a lo largo de sus mejillas, que otra vez habían vuelto a su estado habitual de palidez.

El doctor se paseaba agitado por la estancia.

-¿No ves que una locura de ésas puede ponerte más mala? -dijo por fin acercándose al sillón en que permanecía su hija, resignada y silenciosa.

El doctor comenzó a capitular.

Clemencia lo comprendió, porque dijo:

-Sin embargo, ¡hubiera hecho tanto bien a mi alma la satisfacción de ese deseo!

-Pero vamos, ¡no seas niña, Clemencia! Dime, ¿por qué me pides una cosa que sabes te hace tanto mal, y porque no te lo concedo te pones tan triste que me vas a hacer ceder? Y no, no, porque entonces yo tendré la culpa de lo que te suceda -dijo el doctor cediendo más y más.

-No, señor, si cree usted que me haga tanto daño, no me lo conceda.

-Mira, no creas que es por mortificarte, la mañana está muy fría y el viento, el fuerte aroma de las flores, te van a hacer tanta impresión, a ti, que   —387→   estás tan delicada, que esta tarde te entrará la calentura más temprano que ayer y los días anteriores -continuó el doctor, contradiciéndose como un niño que en vano quiere ocultar lo que va a ejecutar.

-Está bien, entonces ni hablemos más de ello, padre mío -dijo Clemencia con triste acento.

-¡Oh!, pero si también ni me ruegas, ¿cómo quieres que no15 ceda? ¡Mi niña! Vamos al jardín, al fin, como siempre, has hecho de mí lo que has querido -exclamó el doctor sollozando casi como un niño.

Hacía treinta años que aquel hombre de fierro luchaba como un gigante contra todos los sufrimientos, todos los dolores físicos y morales, todas las pasiones en el estado en que el hombre no se toma la pena de ocultarlas, venciendo siempre. Y ahora, cuando más necesitaba de sus fuerzas para luchar, cuando habría dado toda su vida pasada en el servicio de la humanidad para salir vencedor, se encontraba impotente, débil, anonadado ante las terribles e invariables leyes de la naturaleza.

-¡Oh!, ¡mil gracias, padre mío! -exclamaba Clemencia con tierna efusión-. ¡Mil gracias! ¡Me acaba usted de dar la última prueba del inmenso cariño que me profesa!

  —388→  

-Pero, ¿me prometerás que estaremos sólo un momento en el jardín y que volverás inmediatamente a la cama? -dijo el doctor procurando sacar el mejor partido posible de su derrota.

-Se lo juro a usted, sólo un momento delante de mi rosal, y después a la cama.

-Pues deja antes que te abrigue -dijo el doctor trayendo a su hija una gorrita inglesa con que cubrió su cabeza y un tápalo grueso de lana, color de cereza, con que la envolvió cuidadosamente.

-Ya estoy, papá.

-Ahora los guantes.

-Ya me los he puesto.

-Ahora, antes de salir, toma una cucharada de este jarabe de Kermes y una de tus píldoras de fierro -continuó el doctor corriendo de un extremo a otro de la habitación-. Ya ves que el jarabe te calma tanto la tos.

Clemencia hizo lo que se le mandaba.

-Ahora apóyate en el brazo de tu padre, que es un consentidor, que no está bueno para médico -dijo el buen doctor presentando cariñosamente el brazo a su hija.

Clemencia se apoyó en él y ambos salieron de la habitación.

Eran cerca de las doce; el jardín estaba un poco triste, porque corrían los últimos   —389→   días del mes de septiembre, y la lluvia había arrancado al pasar algunas flores demasiado delicadas para sufrir indiferentes su enojo. Pero, sin embargo, los rosales estaban cubiertos de flores, los xóchiles, los nardos, los jazmines, las mosquetas, esparcían una aroma que aun a otra cabeza más fuerte que la de la enferma habrían causado mareos.

¡Muy triste debió de presentarse el jardín a los ojos de Clemencia, que acaso lo veían por la última vez; muy tristes debieron ser los pensamientos que cruzaron por su imaginación calenturienta, cuando por sus mejillas pálidas corrieron dos lágrimas que fueron silenciosas a mojar una de las flores de un rosal junto al cual la joven se había detenido apoyada en el brazo de su padre!

Era un rosal pequeño, porque debía ser muy nuevo todavía, según la flexible blandura de su tallo y el vivo color de sus hojas. Estaba cubierto completamente de flores casi en botón todavía, que sólo se entreabrían para suspirar un aliento suave y embriagador.

Lo mecía con blanda oscilación la brisa; cerca de él giraba un colibrí, que anhelaba libar su dulce miel, y que maldecía en su interior al importuno que le impedía acercarse.

¡Ay!, el ave no sabía que para un corazón ese rosal era un libro y esas flores   —390→   las páginas en que estaba escrita toda una historia de amor, de recuerdos, de lágrimas; historia que un moribundo leía por la última vez.

¡Dolorosísima, como de amor sin esperanza, debía ser esa historia, porque los ojos de Clemencia, que estaban fijos en una flor que del rosal había arrancado, velaron su mirada con lágrimas!

Al verla llorar, se hubiera podido decir con un poeta mexicano:


   ¡Pobre mujer! Tus lágrimas enjuga,
¿a qué verterlas en inútil llanto
si al fin el hombre a quien adoras tanto
indiferente y sin piedad las ve?



Y al verla morir tan joven, exclamar con Lamartine:

   ¡C’est bientôt pour mourir!


Porque las mujeres son flores que abren dulcemente su corola a las brisas del amor, pero se agostan al viento del desengaño.

-¡Vaya, hija mía!, ya has cumplido tu gusto y tiempo es de que volvamos a tu aposento -dijo en tono dulce el doctor al cabo de un rato de doloroso silencio.

Clemencia no respondió; de sus ojos se desprendieron raudales de lágrimas y   —391→   ocultó su cabeza en el pecho de su padre sollozando dolorosamente.

El anciano la estrechó contra su corazón, y no pudiendo ya disimular por más tiempo su emoción, estalló su dolor en angustiosos gemidos.

Padre e hija se abrazaron confundiendo sus lágrimas.

¡Era un espectáculo que despedazaba el corazón el de aquel anciano y aquella joven abrazados llorando en medio de un jardín en que cantaban alegres y vocingleras aves, en que se estremecían de placer al beso del ambiente las flores, en que murmullaban dulcemente las fuentes, en que el sol lanzaba sus rayos más hermosos!

¡Era una ironía tanto dolor en medio de una naturaleza tan risueña, que parecía convidar a la vida, a la alegría, al movimiento, que parecía no haber escuchado nunca más que cantos de amor, en vez de gemidos de pesadumbre!

¡Eran un padre y una hija despidiéndose para la eternidad!

El uno, infeliz médico, veía morir a su hija entre sus brazos, luchando por detener las leyes de una naturaleza invariable, sintiéndose vencido, cuando habría dado toda su vida por salir vencedor.

Filósofo, comprendía la causa del dolor de su enferma.

Padre, perdonaba a su hija y la bendecía al dintel de la tumba.

  —392→  

La otra, sentía la muerte irse apoderando de su ser, y al morir su cuerpo, despertaba más ardiente en su alma su amor; pero se veía olvidada, abandonada por el que amó, y le consagraba sin embargo sus últimas lágrimas, sus últimos suspiros, la agonía de su pensamiento, que al girar sobre su pasión imposible, sobre su cariño sin esperanza, había llegado a ser un castigo para ella.

Lanzaba su postrer y lastimero ¡adiós! a aquel rosal, que en otros días, cuando tenía el consuelo de esperar, había sido un talismán misterioso de su amor, un relicario de sus recuerdos, de sus delirios, de sus esperanzas, y ahora sólo era la dulce perspectiva de una felicidad desvanecida para siempre, de una ilusión tan falsa que se disipó como un sueño.

Amante, perdonaba aún y olvidaba su abandono.

Desgraciada, vertía las últimas lágrimas de despedida a un amor que fue su gloria.

De repente, Clemencia se desvaneció, sintió faltar la tierra bajo sus pies y, arrancándose de los brazos de su padre, cayó aplomada y perdió el conocimiento.

Tanta luz, tanto perfume y el exceso de su emoción habían agotado sus fuerzas y la habían desmayado.

El doctor se apresuró a cubrirla, la tomó entre sus brazos como si fuera un   —393→   niño dormido y corrió con ella a su habitación, depositándola sobre su lecho.

-Y ahora -murmuró casi llorando el doctor cuando Clemencia hubo vuelto en sí-, ahora se ha acostado para no volverse a levantar más.



  —[394]→     —395→  

ArribaAbajoCapítulo XXI

¡Padre y médico!


Ocho días después de la escena referida, el doctor, encerrado en su gabinete, escribía a su amigo don Esteban la siguiente carta, que a menudo interrumpía para enjugar las lágrimas que de sus ojos corrían:

«Mi amado amigo:

»¡Duerme mi hija en el cuarto inmediato!

»Estoy escuchando perfectamente el sonido de su respiración áspera y desigual, y me aprovecho de este instante para escribir a usted, como hemos convenido, y para desahogar en el seno de la amistad el dolor con que me siento morir.

»Desde la última vez que he escrito a   —396→   usted, ha seguido cada día más mala; pero precisamente en esta última semana es cuando la enfermedad se ha desarrollado de una manera espantosa y cuando he tenido que emplear, para combatirla, los medios más crueles y más inhumanos.

»Figúrese usted, amigo mío, que yo mismo, padre inhumano, he puesto un cáustico sobre su pecho; que yo mismo, como un infame, he desgarrado hasta hacer brotar la sangre ese pecho tan blanco, que parecía sólo formado para exhalar cantos de amor y palabras de consuelo.

»Pero, ¡Dios mío!, bien sabes que era un recurso necesario que yo mismo he estado dilatando, acaso más del tiempo que debiera; que en ese cáustico está puesta mi última esperanza, y que si ésta se desvanece, como tantas otras, entonces no hay más que sufrir y resignarse.

»¡Cuánto ha sufrido! Por no hacerme padecer, ha contenido sus gemidos, ha ahogado sus sollozos, ha intentado sonreírse mientras duraba la cruel operación, como si su infeliz padre no estuviese conociendo ¡cuánto! ¡cuánto debía estar padeciendo!, ¡como si mil veces no hubiese escuchado los gemidos de hombres fuertes y sufridos!

»Todos los días, a la hora de la curación, se repite esta dolorosa escena.

  —397→  

»Más querría yo que llorase, que exhalase libremente sus gemidos, y no que se sonría con esa risa de mártir.

»Hay una idea que la mata, que la lastima dolorosamente en medio de sus padecimientos físicos: su amor, su amor imposible, su amor de mártir, y sin embargo, ni una palabra, ni una queja amarga contra tanta ingratitud, contra tan cruel abandono.

»¿Cree usted, don Esteban, que esta pobre niña deje de comprender que Fernando la borró de su memoria y que ha echado su corazón en otros brazos?

»No, lo comprende muy bien, pero se calla, sufre y perdona.

»¡Dios mío!, ¡cuánto sufrimiento y cuánta resignación!

»En este momento acaba de exhalar un gemido; he corrido a su cuarto, pero la he encontrado dormida, con su rostro apacible, con su sonrisa de ángel.

»La he besado en la frente, silenciosamente, para no despertarla, y me he vuelto de puntillas a escribir.

»¡Dios mío!, la veo latir todavía y, aunque conozco que su vida se está apagando como una lámpara, no puedo reanimarla.

»¡Señor!, yo os daría toda mi vida, pasada durante treinta años en el alivio de los sufrimientos de la humanidad, por el rescate de esa vida de mi corazón.

  —398→  

»Hay momentos, don Esteban, en que, al ver el poco efecto que producen las medicinas que tanto cuidado pongo en preparar y que los autores consideran como infalibles, maldigo el pensamiento que me impulsó a adoptar una carrera de tinieblas, en la que el que más hace, camina a tientas.

»¡Oh!, la ciencia es un abismo inmenso, insondable, que sólo cuando la luz nos alumbra podemos contemplar desde el borde, pero ¡ay! del que osare penetrar en él.

»¿De qué me sirven tantos años de estudio infatigable y de constante observación?

»De saber la marcha terrible de la enfermedad, de conocer, como si las viera, las transformaciones mortales que se están haciendo en los órganos del pecho de mi hija, transformaciones que no puedo impedir.

»Dicen los sabios que la ciencia avanza, porque pueden apoderarse de un cadáver y ver y tocar los cambios morbosos que ha causado la muerte; porque pueden referir tales o cuales desarreglos orgánicos, tales o cuales síntomas observados durante la vida; porque pueden hacer un buen diagnóstico de una enfermedad.

»¿Pero de qué sirve, si no pueden detener esa horrible marcha, si su terapéutica es impotente para volver a su estado   —399→   normal los órganos destruidos por la enfermedad?

»Más valdrían menos autopsias y observaciones patológicas y más experiencias terapéuticas, más medicinas y menos teorías.

»¿Qué vale el perfecto conocimiento de un órgano, cuyos últimos ramos nerviosos microscópicos se pueden seguir por la economía, si no se puede impedir la muerte, que se produce por una alteración imperceptible de ese órgano?

»¡De nada! ¡Orgullo! ¡Siempre orgullo! ¡Teorías! ¡Siempre teorías! Y al fin de todo nuestra pequeñez, nuestra miseria, nuestro lodo.

»¿De qué me sirve a mí, infeliz padre, el título de sabio y los honores que llevo?

»Muchas veces me han llamado llorando los hombres su salvador, su padre.

»Muchas madres han caído a mis pies abrazando mis rodillas, entre sollozos de gratitud, porque había vuelto a su seno amante un hijo que era su vida.

»Muchos amantes me han bendecido porque había vuelto a sus brazos el ser amado, que se moría, porque con mi ciencia había reanudado la rota cadena de su felicidad.

»Y yo he llorado también como ellos, porque en mi loco orgullo había creído que la vida y la felicidad estaban bajo el dominio de la ciencia, y que mientras   —400→   más supiese, más podía ser el bienhechor de la humanidad.

»Y ahora, ¡Dios mío!, ahora que me siento débil, ¿no podréis hacer por mí lo que yo tantas veces he hecho para los demás?

»¿Queréis castigar mi loca soberbia de una manera tan cruel?

»¡Oh, Señor!, sería una injusticia, sería un crimen... ¡Silencio! Vos sabéis lo que hacéis. Si está dispuesto así, a mí, pobre mortal, no me toca más que sufrir y resignarme.

»¡Volvedme a mi hija!, y os juro que emplearé los días que me restan para el viaje de la vida en consolar a los desgraciados, en bendecir vuestra omnipotencia y en orar por mi hija. ¡Volvédmela, Señor! ¡O hacedme morir antes que ella!

»Sí, amigo mío, en esta semana ha envejecido veinte años.

»No puedo dormir un momento.

»Varias veces, durante las altas horas de la noche, abandono mi lecho de tormento para dirigirme silencioso al lado de mi hija.

»Si ella está despierta, finjo cualquier pretexto para ocultarle mi ansiedad; si por el contrario duerme, ¡oh!, entonces me acerco de puntillas a su lecho y paso largo tiempo contemplando su rostro a la tenue luz de una lámpara que alumbra la estancia, contemplo entristecido   —401→   sus facciones cubiertas por una palidez mortal, sus labios blancos formando una sonrisa de resignación, el círculo sombrío que rodea sus cerrados ojos, escucho su respiración estertorosa, porque uno de sus pulmones ya no ejerce absolutamente sus funciones y el otro pronto se afectará todo de igual manera.

»¡Oh!, entonces habrá llegado el término fatal que preveo.

»Muchas veces despierta, y al abrir sus ojos me encuentra junto a su lecho, pálido, afligido, con el rostro descompuesto por el dolor, contemplándola con ansiedad.

»Al verme, se sonríe y, tomando mi mano entre las suyas, me dice con ternura:

»-¿Pero qué hace usted aquí, papá, a estas horas? ¿No ve que le hace mal el levantarse?

»Yo, ahogando mi emoción, le respondo:

»-¡Oh!, no, nada, hija mía, sino que me parecía haberte escuchado quejar, y como no puedo dormir, me he levantado para ver si querías alguna cosa.

»-No, me siento bien, papá. Pero vaya usted a dormir un poco.

»-Pero hija...

»-Nada, si se queda usted aquí, me enojaré.

»Y entonces vuelvo a mi aposento y me pongo a escuchar detrás de la puerta, hasta que por su respiración conozco que   —402→   se ha vuelto a dormir, y de nuevo la contemplo dormida.

»Después me encierro en mi gabinete y devoro todos los libros en las páginas que tratan de la enfermedad de mi hija. Pero, ¿qué puedo encontrar que ya no sepa? Por el contrario, sólo me aseguro cada vez más de la terminación fatal del mal.

»Quisiera que todos los libros de que se compone mi biblioteca tratasen de esa enfermedad, para ver si acaso encontraba yo algo nuevo que me hiciese sentir un vislumbre de esperanza; quisiera que todos los enfermos para quienes soy llamado presentasen ese mal, para probar aún mis fuerzas.

»Las pocas horas que paso fuera de casa, en el ejercicio de mi triste profesión, son un tormento para mí, porque me parece que en mi ausencia va a acontecer algo terrible, y cuando vuelvo procuro leer en todas las caras de los criados lo que pasa.

»Precisamente días pasados he estado asistiendo a una joven de la misma edad de mi hija y que sufría hace tiempo con su misma enfermedad.

»Era el encanto, la adoración de sus desgraciados padres, que habían puesto en mí sus últimas esperanzas. La he visto ir presentando los mismos síntomas que mi Clemencia; como ella la he visto irse consumiendo, y me he desesperado   —403→   al ver el poco efecto de mis medicinas, que son las mismas que he empleado para mi hija.

»Por fin, antes de ayer, después de una tranquila agonía, ha muerto. ¡Dios mío, cómo morirá mi hija!

»¡Señor! ¡Señor! ¡Vos no lo permitiréis!

»He vuelto a la casa llorando lo mismo que lloraban sus padres.

»El otro día, al entrar en el cuarto de Clemencia, me ha recibido con las siguientes palabras:

»-¡Padre mío!, quisiera que me concediese usted un favor.

»-¿Un favor? -he preguntado sonriéndome.

»-Sí, señor.

»-¿No será como el del otro día, de ir al jardín, que ya ves el mal que te ha causado?

»-¡Oh!, no, señor, ésta sí que es una cosa muy sencilla.

»-Bueno, bueno, hija mía, di...

»-Quisiera tocar en mi piano algunas piezas, por la última vez, ya ve usted que esto no me puede causar ningún mal...

»-Pero, ¿no ves, niña, que no puedes hacer ningún movimiento, porque te lastima el pecho...?

»-Sin embargo, me ha interrumpido, no porque deje yo de tocar, he de seguir menos mala, y estaré de esa manera   —404→   muy entretenida los días que aún tengo que estar en la cama.

»Y sus ojos, al decir estas palabras, se llenaron de lágrimas.

»Yo sentía un nudo ahogando mi garganta.

»-Pero, dime, ¿para qué quieres tocar? ¿No ves que la música te hace tanta impresión? ¿Para qué lastimarte el corazón con el recuerdo de cosas ya pasadas, que al fin no tienen ya remedio? Deja, niña, esos pensamientos tan tristes y procura distraerte.

»Sus ojos volvieron a arrasarse de lágrimas.

»Al cabo de un momento de silencio, me dijo con triste lentitud:

»-Sí, señor, es cierto, pero si al fin ya me voy a morir, ¿por qué no darle gusto a una moribunda? ¿Qué mal se puede ya pensar de una muerta?

»En efecto, me he dicho, ¿por qué no darle gusto a una moribunda?

»Y he hecho acercar el piano a su lecho y colocarlo a una altura regular para que no la molestase.

»Se ha incorporado en la cama y ha comenzado a tocar muy despacio y muy quedo, de una manera tan triste, tan triste, que me he salido precipitadamente de la estancia porque sentía que el corazón se me había reventado dentro del pecho.

  —405→  

»No ha querido, por más que he hecho, que se retirase el piano, y por las tardes, cuando comienza a invadir su marchito ser la fiebre, se pone a tocar, y aun algunas veces, a pesar de mi expresa prohibición, canta en voz baja.

»¿Y qué le parece a usted, amigo, que toca?

»Todas aquellas piezas que en otros días tocaba al lado de Fernando, y más particularmente las que a éste le agradaban.

»¡Cuánto tormento!

»¡Cómo hacer para arrancar de su corazón ese pensamiento tirano que le ocupaba, despedazándole de una manera dolorosísima! ¡Esa carcoma tenaz de su existencia ya herida!

»A veces pienso que si Fernando volviera, acaso su presencia la reanimaría.

»Pero es más probable que, en el estado en que está, las fuertes sensaciones la acabasen de matar.

»Y luego, aunque se concedan los remedios mortales, para un mal tan físico, tan terriblemente seguro, ¿cómo hacer venir a ese joven, que, lo mismo que le pronostiqué a usted hace dos años, la ha olvidado completamente en medio del torbellino de México, y durante un año ni una sola carta, ni un recuerdo le ha consagrado?

»Por consiguiente, después de haber   —406→   buscado la medicina de mi hija en el clima, en todos los medios de que hablan los autores, en un cuidado especial; al verla morirse día a día, no me queda ya más que decir con el Dante esas desconsoladoras palabras de un dolor sin tregua:

   »Lasciate ogni speranza...


»Espero a usted, amigo mío, en uno de estos días, según me lo ha prometido.

»¡Oh!, venga usted, venga, porque necesito tener a mi lado un amigo con quien desahogar mi dolor, un amigo que me consuele y ayude en las tribulaciones.

»Suspendo por ahora mi carta, porque Clemencia no debe tardar mucho tiempo en despertar, y voy a ver el efecto que ha producido la última medicina que le he dado».

El doctor cerró silenciosamente la carta y corrió al lado de su hija, que en este mismo momento despertaba.



  —407→  

ArribaAbajoCapítulo XXII

Un muerto antiguo


Fernando había partido de México al amanecer del día siguiente al que le hemos visto tan afligido y tan arrepentido. Al dejar tras de sí la opulenta capital, no pudo menos de lanzar un suspiro por el tiempo de olvido y casi de prostitución que en ella había pasado, olvidado de Clemencia.

Pero la resolución del joven, aunque tardía, era irrevocable, y esto contribuyó en parte a hacerle recobrar su tranquilidad. Además, el país que atravesaba era delicioso de contemplar, y muy capaz por sí solo de distraer un pesar por intenso que éste fuese.

  —408→  

Comenzaba a despuntar el día y el sol de los trópicos se levantaba majestuoso en el firmamento sobre la nevada cumbre del Popocatepetl y el Ixtacihuatl, alumbrando hacia la derecha la laguna de Chalco, y a la izquierda la de Texcoco, cuyas dormidas aguas semejaban dos inmensos espejos en que se contemplaba un cielo de un color azul de plata, a causa de la hora. Detrás de ellas se veían las torres de la opulenta capital. En segundo término la montaña de Ajusco, y en lontananza esos infinitos pueblecillos que están esparcidos en el sin par valle de México, como las flores de un ramillete que tiró al acaso una maga.

El joven almorzó en Ayotla, atravesó los bosques de Venta de Córdoba y Río Frío y durmió en la pequeña aldea de San Martín, en una mala posada.

Le pareció que entre los viajeros que se agolpaban en la sala de comer de la posada había uno que creyó reconocer, y que al verle ocultó su rostro debajo del ala de su sombrero y detrás del emboce de su «jorongo».

Pero no hizo atención a este incidente, y se durmió con ese sueño con que se duerme a los veinte años, por más que los pesares estén desgarrando el corazón.

Al caer la tarde del siguiente día, se presentó a su vista la Puebla de los Ángeles,   —409→   con las mil torres de sus conventos, cual nueva Roma del Nuevo Mundo. Pasó la noche en el primer mesón que se presentó a su vista y volvió a partir al amanecer.

El joven contempló el magnífico espectáculo que presentaba el valle de Puebla, con sus volcanes de Popocatepetl e Ixtacihuatl, con su montaña de la Malinche, empapada de recuerdos y tradiciones aztecas, con las casas lejanas de sus haciendas, acariciadas por las brisas que formaban los suspiros del río de Atoyac, que muchos años después ha llenado de poesía Félix María Escalante.

Dejó atrás las pintorescas aldeas de Amozoc y Acajete, hoy ensangrentado con el recuerdo de Mejía, el desdichado general, una de las innumerables ilustres víctimas de nuestros errores políticos. Se detuvo al medio día en Nopalúcam y durmió en una venta destartalada e inclemente que se llama hoy Tepeyahualco y que se encuentra aislada como centinela en medio de un arenal de doce leguas que nombran del Salado, llanura tan semejante a las de Arabia que al medio día se presenta el fenómeno físico del espejismo, que consiste en contemplar todos los sitios que la vista puede alcanzar como inundados por el desborde de los mares, efecto   —410→   de la refracción de los rayos solares, llanura en que se levantan remolinos de polvo semejantes a los que el «simoun» forma en el Sáhara.

Sólo otro viajero durmió en la solitaria venta.

Era un hombre muy pálido, rubio; pero perfectamente cubierto su rostro por uno de esos especie de «schals» que desde tiempos inmemoriales han usado los viajeros mexicanos para resguardarse del viento, del polvo y la lluvia de los climas tropicales.

Montaba un hermoso y ligero potro, de esa raza del bajío, muy superior al caballo en que cabalgaba Fernando, y al entreabrir su finísimo «jorongo» del Saltillo para prepararse a caminar, dejó ver un par de magníficas pistolas, ceñidas a su cintura, además de una espada que azotaba los flancos de su montura.

Si Fernando hubiese estado menos preocupado, habría observado a este hombre que le seguía sin perderlo de vista a cierta distancia, galopando cuando él galopaba, refrenando su caballo para llevarle al paso cuando él refrenaba, a fin de, sin ser visto, mantenerse a una distancia cercana de él. Pero Fernando, llevando todo un mundo de recuerdos y esperanzas en su corazón, no podía hacer atención en un incidente   —411→   tan sencillo como el de un viajero en medio de la ruta.

Así es que siguió caminando ignorante de la vigilancia de que era objeto.

El viajero, que poco más o menos ya sabemos quién es, se reía con una risa infernal, murmurando:

-¡Miserable! Has tenido el atrevimiento de insultarme de la manera que más ofende a un noble, despedazando un guante en mi rostro, y ni tiempo tendrás para arrepentirte de ello, porque mi venganza está suspendida sobre tu cabeza y muy pronto va a anonadarte.

»Dos aves de un tiro, como dicen -continuaba el siniestro amante de doña Regina-, hago un viaje por asuntos de interés a Veracruz, y el diablo, porque no puede ser otro, te arroja en medio de mi camino, descuidado, desarmado casi, pésimamente montado.

»Creías haberme humillado.

»¡Pobre halcón en las garras del milano! No es ciertamente la primera vez que abismo ante una bala todos esos bellos sueños de la juventud, de amor, de nobleza.

»Pronto hará dos años que en los desiertos del Potosí hice caer con una palabra la cabeza de un hombre que se creía triunfante apóstol de una causa que aborrezco, y vi caer a mis pies, retorciéndose   —412→   con las convulsiones de la agonía, a otro imbécil niño que había osado oponerse a mi paso, siempre directo, siempre seguro.

»Ni una tumba encerró sus despojos, pero los milanos habrían dado buena cuenta de su cadáver.

»Después de todo, no es tan mal país, como yo lo había creído al principio, esta Nueva España.

»Se hace uno amigo del virrey Venegas o de don Félix María Calleja, se les dan importantes noticias acerca de los insurgentes y se especula muy bien con el espionaje y la denuncia.

»¡Bueno, bueno!, sigan así las cosas.

Y a este sangriento recuerdo y a esta infame esperanza, don Juan se frotaba las manos riéndose con una risa que daba miedo.

Al caer la tarde, se presentó a los ojos de ambos viajeros la sombría fortaleza del Perote, protegida por el apagado volcán del mismo nombre; fortaleza que ha encerrado muchos desdichados reos políticos, que ha escuchado muchos gemidos, que ha recogido muchas lágrimas y que guarda en su recinto los mortales despojos del general don Guadalupe16 Victoria, primer Presidente de la República, uno de los hombres más valientes, más sufridos, más honrados que ha tenido México; un hombre que un   —413→   día, en Oaxaca, arrojaba su espada a sus contrarios los españoles y atravesaba a nado un foso, a cuya orilla opuesta le esperaban centenares de enemigos, exclamando:

-¡Cobardes, para batiros no necesito las armas!

Y los insurgentes se precipitaban detrás de él, y los españoles huían amedrentados de este rasgo sublime de valor espartano.

Durmieron en Perote, y al amanecer, helados de frío, comenzaron a descender al suelo de la provincia de Veracruz.

En el pueblecito de las Vigas había una gran agitación, y los vecinos se reunían en grupos, hablando y gesticulando animadamente.

Acababa de pasar por allí violentamente una partida de insurgentes que iban a ocultarse entre las asperezas rocallosas del Malpaís, que es una erupción volcánica cuya fecha se pierde en la noche de los siglos, para esperar un convoy español que se dirigía a México, y el cual había venido hostilizando desde Veracruz la tropa escasa que militaba a las órdenes de don Guadalupe Victoria para cumplir tan importante y peligrosa comisión.

Fernando se estremeció al escuchar el nombre del Capitán de la partida que   —414→   había sido designado por Victoria para cumplir tan importante y peligrosa comisión.

Era un nombre que despertaba todos sus recuerdos de infancia más queridos, un nombre que hablaba dulcemente a su corazón de épocas ya pasadas y que eran las más felices de su vida.

Era el nombre del Capitán de insurgentes que pronunciaban con más terror los soldados realistas en todas las provincias de Veracruz y Puebla.

En el camino distinguió Fernando a un soldado que subía difícilmente por las rocas.

Lanzó al galope su caballo y, acercándose a él, le preguntó con un acento que mal disimulaba la emoción que sentía.

-¿Dónde se encuentra el Capitán? Porque tengo que comunicarle una orden muy importante de parte del General.

-Después de habernos mandado ocultar entre las peñas, se ha adelantado para vigilar el camino desde aquellas tapias -respondió el soldado señalando las paredes lejanas de una especie de casuchón arruinado en una altura entre las peñas.

-Gracias, buen amigo -dijo Fernando lanzando su caballo en la dirección indicada.

Pero un hombre que no le había visto   —415→   hablar con el soldado, puesto que le había adelantado una gran distancia, le esperaba en un recodo del camino, oculto por los peñascos, y precisamente al pie de las tapias a que el joven se dirigía.

Había desnudado su espada de la vaina, suspendiéndola a su puño, mientras que en cada una de sus manos mantenía una pistola armada.

Era don Juan, que se vengaba de un insulto hecho seis días antes, y que había escogido el lugar más solitario y más a propósito para esperar oculto al joven y hacer fuego sobre él dos veces y acabarle de matar a estocadas.

Contaba con la mala o ninguna defensa que le podía hacer Fernando, que no llevaba más arma que su espada, pendiente a su cintura descuidadamente; contaba con la estrechez y elevación del terreno por donde el joven tenía que pasar precisamente, siguiendo el camino de Jalapa; y contaba, además, con el abrigo que a él le daban las rotas paredes del destartalado casuchón.

Pero, desde una de las rotas ventanas que como el ojo de un gigante se abría en la tapia que formaba ángulo con la que protegía para sus villanos intentos al traidor don Juan, había un hombre que, medio oculto entre el yerbaje con que el tiempo había adornado el vetusto y sombrío edificio, observaba con atención sus movimientos.

  —416→  

Había escuchado los pasos de su caballo sobre el sendero, abierto casi entre las rocas, y había parado su atención; después había visto a un jinete, cuyo rostro no podía contemplar, porque estaba vuelto de espaldas y delante de él, detenerse y desnudar su espada, colgándola a su puño, sacar sus pistolas y montarlas, asegurándose antes del estado del cebo.

El hombre oculto dividía sus miradas entre el misterioso y el camino de Jalapa, que, por otra parte, estaba completamente solitario.

No se podía contemplar su rostro, porque hemos dicho que estaba dentro del edificio y oculto por el cortinaje de yerba; pero los escritores tenemos el privilegio de penetrar donde queremos, y el descaro de descubrir todos los secretos, por misteriosos que éstos sean.

Así es que lo haremos ver a nuestros lectores.

Era un joven de veinte a veintidós años de edad; alto, delgado, pálido, aunque algo tostada su fisonomía, como si hiciese algún tiempo que se exponía a la inclemencia y al desamor de la intemperie, sin habitar en poblacho.

Su fisonomía, expresiva e inteligente, presentaba un sello particular de marcialidad, como si, a pesar de su corta edad, estuviese el joven acostumbrado   —417→   al mando sobre masas indisciplinadas o al cumplimiento de importantes y peligrosas empresas.

Sus ojos despedían una mirada viva, penetrante, inmediatamente escudriñadora de lo que pasaba a su alrededor; su boca formaba una sonrisa particular, en la que se podía leer una mezcla de ironía, de franqueza y de jovialidad.

Sobre su traje de paisano llevaba el joven, con cierto desenfado, las insignias de su grado de Capitán de insurgentes; un par de magníficas pistolas se ceñía a su cintura, y a ella pendiente colgaba un sable de enormes dimensiones.

-¿Quién será este hombre que se aparece tan repentinamente, se para aquí y se dispone como para un combate? -murmuraba el joven, que, como hemos dicho, no podía contemplar el rostro de don Juan, que estaba vuelto de espaldas-. No veo su cara, pero me parece que conozco esa apostura y creo que le he visto en otro tiempo, pero no recuerdo cuándo ni dónde.

»Tiene todas las trazas de un espía enviado por el Comandante del convoy; pero ha caído en las astas del toro.

»Observémosle.

Y el joven se preparaba a su doble espionaje.

Pero de repente un estremecimiento corrió por todo su cuerpo, una profunda   —418→   palidez veló su rostro, que se descompuso notablemente por una grave emoción, sus ojos chispearon de cólera, y llevando maquinalmente la mano a su espada iba a salvar de un brinco la distancia que le separaba de aquel hombre.

Era que había visto, que estaba viendo el rostro de don Juan, que se había adelantado hasta el nivel casi de la ventana para lanzar una mirada al camino que acababa de dejar atrás, y por donde venía acercándose Fernando.

Pero se contuvo y esperó el resultado de la maniobra de don Juan.

Fernando, bañado el corazón de un recuerdo, el más grato de su infancia, se había absorbido en una profunda meditación, y con la cabeza gacha, caída sobre el pecho, se adelantaba al arruinado edificio que le habían designado como albergue del terrible Capitán de insurgentes, cuya emoción ya hemos presenciado.

Don Juan, en su misma postura hostil, se reía de la misma manera que se debe haber reído Satanás cada vez que ha visto rodar a sus abismos un alma perdida para el cielo.

Desde el sitio que el joven Capitán ocupaba, dominando el camino, podía muy bien distinguir a los que avanzasen por el sendero.

Así es que con su mirada de águila vio   —419→   a Fernando que se acercaba, y un gozo infernal pintarse en el rostro del hombre cuya presencia le había causado tan profunda impresión.

De manera que comenzó a comprender poco más o menos la intención traidora de don Juan.

Pero no podía reconocer aún al joven.

De repente, al volver éste el sendero y encontrarse, por consiguiente, a sólo seis varas de la casa, se halló en frente de don Juan, que le apuntaba con sus pistolas.

Lanzar un grito de horror, dar un brinco al suelo desde la ventana y ponerse de un salto al lado de don Juan con la espada desnuda en la mano derecha y una pistola en la izquierda, fue para el joven Capitán la obra de un segundo.

Acababa de reconocer a Fernando, en el momento de volver el recodo del camino, y antes de que pasase su sorpresa, no había tenido tiempo más que para impedir el asesinato.

Pero ya era tarde.

Don Juan había hecho fuego a boca de jarro con una pistola, la bala fue a herir el flanco de su caballo, hiriendo también el muslo de Fernando.

El animal se encabritó, relinchó dolorosamente, arrojando al joven contra el   —420→   suelo, y delirante por el dolor que sentía se lanzó desenfrenado por los campos.

Fue tan violenta la acción, que Fernando no tuvo tiempo para agarrarse de su montura y rodó un largo trecho por las peñas.

Don Juan, con el sable levantado en una mano y una pistola en la otra, se acercó violentamente a él para acabarle de matar.

Pero entonces oyó un grito terrible a su espalda, y al volver el rostro se halló frente a frente con el Capitán.

Al ver aquella fantasma que se levantaba amenazadora y espantosa como la conciencia, terrible y acusadora como la justicia, implacable como la cólera divina, fría y muda como la muerte, don Juan lanzó un grito terrible, histérico, que produjo un eco lúgubre en las peñas. Su rostro se descompuso por un terror pánico y supersticioso, y una convulsión que contrajo sus mandíbulas y un espanto que agolpó coagulada la sangre en su corazón le hicieron permanecer silencioso e inmóvil, mirando con ojos extraviados, como los de un loco, al Capitán, no menos conmovido que él.

Fernando, rota su pierna, para poder ponerse de pie se agarraba por un instinto de conservación a las ásperas peñas, por donde a su pesar se precipitaba   —421→   a alguna distancia de los dos pálidos viajeros.

Logró por fin detenerse en una, pero los golpes, la sorpresa y la sangre que perdía, agotaron sus fuerzas y se desmayó.

El Capitán, a pesar de estar de pie, se irguió pálido y amenazador delante de don Juan, que se había quedado inerte como la hija de Loth al convertirse en estatua de sal por haber vuelto sus miradas a Sodoma, la impura ciudad maldita del Señor.

Al cabo de un rato de terrible silencio, dijo con un acento que revelaba la cólera, el desprecio y cierto sangriento placer de encontrarle:

-¿Conque al fin nos volvemos a hallar después de dos años, y cuando usted, ¡infame!, me creía muerto?

Don Juan ni se movió.

El Capitán continuó.

-Sí, nos hallamos, ¡y en qué circunstancias! Cuando acaba usted de dar la muerte traidoramente a un hombre que rueda allá abajo.

Don Juan quiso moverse, quiso huir, pero el terror le había quitado sus movimientos y permaneció clavado sobre su silla.

El Capitán continuó implacable.

-¿Y sabe usted que a ese joven le amaba con todo mi corazón? ¡Miserable!   —422→   Responda usted, ¿qué ha hecho del otro, de aquel noble anciano?

Don Juan quiso articular algunas palabras, pero el terror ahogó su voz en su garganta, y sólo pudo lanzar un grito ronco e inarticulado.

-¡Ah!, no responde usted, ¡infame! ¡Traidor! ¡Judas! Yo le escupiría a usted en la cara, si no tuviese una espada con que defenderse por la última vez, porque esta tarde es la última vez que nos estamos mirando, y sólo uno de los dos debe descender, sólo uno de los dos, ¿lo oye usted?, ¡cobarde!

»La sangre del noble anciano Hidalgo pide sangre, la sangre de ese joven que era mi hermano pide sangre.

»¡Oh!, ellos la obtendrán. Empuñe usted pronto su espada, porque si no le mataré como un asesino, como lo merece. Si aún hay un resto de valor en esa alma de lodo, descienda usted del caballo y defiéndase.

Don Juan, mientras hablaba el joven, comenzó a recobrar su serenidad; se vio a caballo, con una espada y una pistola cargada, mientras que su contrario estaba a pie, y por su alma cruzó un siniestro y traidor pensamiento.

Oyó con calma las justas recriminaciones que le dirigía el irritado joven; meditó, calculó un momento su acción, y antes de que el Capitán se arrojase sobre   —423→   él, le disparó su pistola a boca de jarro a la cabeza.

El joven se dejó caer ligero como la luz, se volvió a levantar, se apoderó de las bridas del caballo del traidor, antes de que volviese de su sorpresa o pensase en huir, y pálido, resuelto, sereno y silencioso, apoyó su pistola contra su pecho e hizo fuego.

Don Juan lanzó un rugido y cayó a plomo, como si fuera una estatua, del caballo.

El Capitán se inclinó a él, sombrío como la muerte; le vio revolcarse y estremecerse con las últimas convulsiones de la agonía, y murmuró con sordo acento:

-¡Asesino! ¡Traidor! ¡Y cobarde! Yo no he sido más que un instrumento de la cólera divina. Tu triple asesinato y tu triple traición han sido castigadas, porque aún hay justicia en el cielo y virtud en la tierra.

Don Juan hizo aún un último estremecimiento y murió.

El Capitán se irguió pálido y silencioso; se dirigió al lugar en que Fernando había desaparecido, y lanzó sus penetrantes miradas entre los peñascos.

Al ruido del tiro, Fernando volvió en sí de su desvanecimiento, trató de incorporarse.

El Capitán le vio de pie y, lanzando un grito de alegría, corrió a él.

  —424→  

Fernando oyó aquel grito, y al volver su rostro vio acercarse una sombra de él bien conocida y tiernamente amada.

-¡Fernando!

-¡Gil Gómez!

Este doble grito se confundió en uno solo.

Los dos jóvenes se estrecharon, permaneciendo un largo rato en silencio, porque su emoción les impedía hablar.

Pero sin hablar se lo habían dicho ya todo.

-¡Fernando!, ¡hermano mío! -exclamaba llorando Gil Gómez-. Por fin, después de tanto tiempo, te vuelvo a hallar, cuando hace un momento te creía muerto por ese infame.

-Pero, ¡en qué tristes circunstancias nos encontramos, Dios mío! -murmuraba Fernando.

Y los dos volvieron a estrecharse en silencio.

-Estás herido, ¿no es verdad? -preguntó al cabo de un momento Gil Gómez, cuando la primera emoción de volverse a ver hubo pasado, para hacer lugar a los recuerdos y a una tierna intimidad.

-Creo que es un simple rasguño que no habrá interesado el hueso, porque puedo andar perfectamente. Pero un presentimiento me dice que acabas de salvarme la vida.   —425→   ¡Ese hombre!, ¿qué ha sucedido? -preguntó Fernando recordando bien lo que acababa de pasar.

-Ese hombre ha recibido ya el castigo que Dios le tenía destinado por sus crímenes -respondió melancólicamente Gil Gómez.

-¿Le conocías acaso?

-Demasiado.

-¿Ha muerto?

-Ha muerto.

-¿Dónde le habías conocido, hermano mío?

-Ha dos años, una tarde después de haber tendido un lazo infame a un noble anciano que proclamaba la más santa de las causas, me ha dejado por muerto en los desiertos del Potosí. Mira -continuó Gil Gómez entreabriendo su camisa y enseñando a Fernando el surco que en su pecho había dejado una bala al deslizarse sobre sus costillas-, mira, yo debía haber muerto, pero he escapado por un milagro, y Dios me ha dejado la vida para salvar la tuya y para castigar a un criminal, monstruo que la misma tierra desechaba.

En este momento llegaron a donde estaban los jóvenes varios soldados, a quienes los tiros atraían, haciéndoles abandonar los escondites en que su Capitán los había colocado.

Gil Gómez les dijo que habían muerto   —426→   a un espía; les ordenó sepultar su cadáver y apoderarse de su caballo, lo mismo que buscar por las cercanías al herido del joven y retirarse a esperar sus órdenes.

Los soldados ejecutaron lo que se les había mandado y se retiraron a cierta distancia.

-¿Y a dónde te dirigías?, ¡hermano mío! -preguntó, cuando hubieron quedado solos, Gil Gómez.

-¿A dónde? A unirme con Clemencia, para no separarme más de ella -respondió Fernando con pasión.

-¿Sabes que se encuentra en Jalapa, lo mismo que don Esteban, que debe haber llegado ayer?

-Sospechaba lo primero, pero ignoraba lo segundo.

-¿Sabes que Clemencia está muy enferma?

-Me lo figuro -dijo Fernando con un suspiro-. Pero, ¿cómo sabes tú todo eso?

-Aunque no he vuelto más a San Roque, no he dejado, sin embargo, un momento de velar por sus habitantes, y ha habido veces en que me he hallado sólo a un cuarto de legua de la hacienda.

-¿Y has visto a mi padre y a Clemencia?

-Les he visto sin que ellos lo hayan sabido, pero no he vuelto a hablarles más.

-¿Por qué?

  —427→  

-Porque he sido demasiado ingrato con mi protector para atreverme a mirarle a la cara -respondió Gil Gómez melancólicamente con un suspiro.

-¿Tú, Gil Gómez?

-Yo, Fernando, y por seguirte.

-¿Es posible?

-Escucha la historia de mi vida desde que nos separamos hace dos años.

Y entonces los jóvenes, sentados en un peñasco, con sus manos afectuosamente enlazadas, medio envueltos por las nacientes tintas crepusculares y por las nieblas que el Cofre de Perote lanzaba hacia Jalapa, se contaron mutuamente su historia y los lazos terribles que los habían unido con el hombre que acababa de morir, lamentando la fatalidad que les había impedido reunirse.

-Y ahora, ¿nos reuniremos para siempre, hermano mío? -preguntó Fernando al cabo de un rato y cuando hubieron concluido su confidencia.

-¡Imposible, Fernando! Mi brazo sostiene una causa que no abandonaré sino hasta morir o verla triunfante -dijo Gil Gómez.

-¿Pero me acompañarás a Jalapa?

-Te acompañaré, porque preveo una grave desgracia para ti y en la que necesitarás de mis consuelos.

-¿Una desgracia?

-Sí, pero no hablemos más de ello.

  —428→  

Un soldado vino a avisar a su Capitán que, por los indígenas que venían de Jalapa, habían tenido noticia que el convoy se había detenido a pernoctar en esta ciudad.

-¡Está bien! ¿Han enterrado el cadáver y han recogido los caballos? -preguntó Gil Gómez.

-Sí, mi Capitán, todo se ha hecho -respondió respetuosamente el insurgente.

-Traiga usted ensillados dos de los caballos que están de refresco allá abajo en la venta, y diga al alférez Peña que venga inmediatamente.

El soldado fue a ejecutar lo que se le mandaba.

A poco se presentó el Alférez, joven de dieciocho años entonces, que hoy duerme para siempre con sus insignias de Capitán y su espada de valiente en el campo de matanza de la Angostura.

Gil Gómez le ordenó retirarse con la guerrilla hacia el rumbo de Actopan, mientras que él permanecía en Jalapa para observar las operaciones del enemigo.

El soldado trajo dos caballos.

La guerrilla se reunió y marchó en buen orden en la dirección indicada.

-¡Y ahora a Jalapa! -exclamó Fernando tendiendo sus brazos hacia la hermosa ciudad que encerraba todo lo que amó en la vida.

  —429→  

-Sí, a Jalapa -respondió lacónicamente Gil Gómez, lanzando una última mirada al sitio en que dormía don Juan con su último sueño.

-Sí, a Jalapa, donde está el amor, la calma, la felicidad, mi puerto de salvación en las tempestades del mundo.

-O la tumba de tus ilusiones -murmuró Gil Gómez.

Y los dos jinetes lanzaron sus caballos al galope, desapareciendo a poco entre las tinieblas de la noche y las brumas que el Cofre de Perote enviaba hacia Jalapa.



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ArribaCapítulo XXIII

¡Para la eternidad!


La tarde misma en que tuvieron lugar los sucesos que acabamos de referir, llamó un hombre a la puerta de la habitación del doctor.

Era el cartero, que entregó una carta que había venido por el correo de México.

El doctor, que velaba al lado de Clemencia, fue llamado por don Esteban, que hacía dos días había ido a hacerle compañía y acababa de recibir la carta.

Estaba dirigida a Clemencia, bajo un sobre rotulado al doctor.

-¿Qué haremos con esta carta? Porque, en el estado en que mi hija se encuentra, le es imposible leerla -preguntó   —432→   el anciano, que se había quedado pensativo con la carta en la mano.

-Yo creo -observó don Esteban- que la impresión que le haga esta carta debe más bien serle provechosa que dañosa.

-Es verdad, amigo mío, dice usted muy bien, le daremos esta carta, la primera que recibe después de un año de silencio, ¿por qué privarla de esta última satisfacción, cuando acaso mañana o esta noche, ¡Dios mío!, todo habrá concluido para ella? -exclamó el doctor entre sollozos, penetrando seguido de su amigo en el aposento de la moribunda Clemencia.

La joven estaba reclinada sobre su lecho.

Una palidez más profunda, una mirada más apagada, una sonrisa más triste, es la única diferencia que encontraremos en su rostro, que contemplamos hace pocos días.

Sin embargo, en su fisonomía se podían leer esos signos misteriosos que, sin saber en lo que consisten precisamente, indican no obstante con bastante seguridad una muerte próxima, por más animados que estén los enfermos.

-Hija mía -dijo el doctor-, esta carta acaba de llegar para ti y viene de México, ¿quieres leerla tú?

Clemencia abrió los ojos, que tenía cerrados a pesar de no estar dormida, al   —433→   escuchar estas palabras de su padre, se sonrió con una triste sonrisa por cierto, como si fuese un acontecimiento demasiado natural el que le anunciaba, y alargó su descarnada mano para recibir la carta.

Entre don Esteban y el doctor incorporaron sobre su lecho a Clemencia, y aproximó el primero la bujía que alumbraba la habitación.

Clemencia abrió lentamente la carta, recorrió violentamente las pocas líneas que la componían, y se desmayó.

Era la carta que hemos visto escribir tan arrepentido a Fernando, y bien se comprende el efecto que sus palabras debían causar sobre el ánima enferma de la pobre niña.

El doctor lanzó un grito, y apoderándose de la carta, recorrió violentamente su contenido.

Al cabo de un momento, Clemencia abrió los ojos, volviendo en sí por las esencias que el doctor le hacía respirar.

Volvió a pedirle la carta con un signo de cabeza, la volvió a leer con una triste lentitud, y cuando hubo concluido, con los ojos arrasados de lágrimas, besó la firma y guardó el papel en su seno.

Después sollozó un rato, y en su rostro ajado por la enfermedad se pintó una esperanza dulce, una fe intensa, una resignación   —434→   sublime, resignación de mártir.

Después, volviéndose al doctor, dijo con acento tranquilo, vagando por sus labios una sonrisa de melancólica satisfacción:

-¡Ya lo ve usted, padre mío! Aunque tarde, llega al fin.

-Sí, y acaso dentro de un momento se encuentre a nuestro lado -dijo el doctor.

-Dios nos lo había quitado, y Dios nos lo vuelve -exclamó don Esteban con emoción.

-Pero es inútil. Es una lástima en verdad que llegue tan tarde. En vez de una amante se va a encontrar con una moribunda -murmuró tristemente Clemencia.

El doctor y don Esteban guardaron silencio.

-Procura reposar un momento, ¡hija mía! -dijo aquél.

-¡Estoy tan tranquila! Me siento tan bien en este momento que hasta me parece que puedo respirar más libremente -continuó Clemencia.

El doctor se entristeció; por el contrario, hacía poco había auscultado el pecho de su hija y había notado con espanto los progresos del mal en el pulmón derecho.

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Y después de haber dejado caer las cortinas del lecho de Clemencia, los dos amigos se salieron en silencio del aposento.

Serían las diez de la noche, cuando el doctor y don Esteban, que permanecían silenciosos en la pieza inmediata a la de Clemencia, que acababa de quedarse dormida, oyeron llamar fuertemente a la puerta.

Ambos se estremecieron, y por un instinto de amor de padres corrieron a abrir.

-¡Mi hijo!

-¡Fernando!

-¡Padre mío!

Este triple grito se confundió en uno solo.

Era, en efecto, Fernando, pálido, desencajado, anhelante, que se precipitó en los brazos de su padre.

Gil Gómez se quedó confundido en la sombra.

-¡Hijo!, ¡hijo de mi corazón!, por fin te vuelvo a ver después de tanto tiempo -exclamaba sollozando don Esteban.

-¡Perdón, padre mío, perdón!, por los pesares que he podido causar a usted -decía no menos conmovido Fernando.

Y padre e hijo se volvían a estrechar conmovidos.

Pasados los primeros transportes, en tanto que Fernando estrechaba la mano   —436→   del doctor, Gil Gómez, que, como hemos dicho, se había quedado en la sombra, contemplando mudo aquella escena en que se mezclaban tanto el dolor y el placer, se adelantó a don Esteban y cayó de rodillas a sus pies, exclamando:

-¡Perdón, padre mío, perdón!

-¡Gil Gómez! -murmuró sorprendido don Esteban al reconocerle.

-Sí, su hijo de usted, que viene sólo a implorar su perdón, para volver a partir; su hijo de usted, que le ha abandonado hace dos años, como un ingrato, para correr detrás de su hermano.

-Levanta, ¡hijo mío!, yo te perdono, y he escuchado pronunciar tu nombre como el de un valiente y como el de un hombre honrado -dijo don Esteban afectuosamente, levantando del suelo a Gil Gómez.

¡Todos parecían tan felices!

¡Ay!, aquella ilusión de felicidad había de ser tan pasajera, tan pasajera como esos celajes de verano que aparecen un instante en el cielo y se disipan al soplo del viento.

Florencio del Castillo ha hecho comprender todo lo ilusorio de los placeres terrestres, toda la triste esperanza de un dolor sin tregua, dejando caer sólo estas tres17 palabras:

¡Hasta el cielo!

¡Pobre humanidad! ¡Perder la felicidad en el momento de alcanzarla!

  —437→  

¡He aquí tu destino!

Al cabo de un momento, Fernando, dirigiéndose al doctor, le dijo con tristeza:

-¿Y Clemencia?

El doctor no contestó, movió desalentadamente la cabeza y, poniendo su dedo sobre sus labios, condujo al joven hasta la puerta de la habitación de su hija.

Don Esteban y Gil Gómez permanecieron mudos.

Fernando siguió al doctor en silencio.

Abrió éste sin hacer ruido la puerta, se acercó al lecho de Clemencia, que estaba dormida, y, entreabriendo el cortinaje, se la mostró con una señal.

Al contemplar aquel rostro apacible, todavía bello a pesar de la enfermedad, tan doliente y tan sereno; al contemplar aquel rostro querido que traía consigo todo un mundo de recuerdos, de ilusiones, de tiempos mejores ya perdidos en la noche del dolor; aquel rostro que era la expresión de una esperanza, el signo de un remordimiento, la imagen más patética y más viva de un pesar sin límites, Fernando lanzó un grito que era al mismo tiempo un gemido y una queja, una ilusión y una acusación contra sí mismo, y cayó de rodillas al borde del lecho, tomando entre las suyas las pálidas manos de Clemencia.

Al grito, abrió ésta los ojos, y al mirar   —438→   a la tenue y dudosa luz que despedía la lámpara de la habitación a una figura llorosa y anhelante a su lado, comprendió más bien que miró quién era.

Un último estremecimiento de vida circuló por aquel cuerpo ya casi muerto, reunió todas sus fuerzas para incorporarse en el lecho, sus ojos brillaron con una expresión sublime de entusiasmo, último reflejo de una pasión desdichada, postrer luz de una lámpara que se apaga, primer flor que brota en un sepulcro, y cayó en brazos del joven, profiriendo entre sollozos y angustia estertorosa este último grito supremo, queja y amor al mismo tiempo, postrer adiós de un corazón que se despide de una vida donde sólo halló pesadumbres, martirio y desengaño.

-¡Fernando...!

-¡Clemencia! -dijo a su vez el joven estrechando a aquella pobre moribunda contra su despedazado corazón.

Y los jóvenes confundieron durante algún tiempo sus sollozos.

Don Esteban y Gil Gómez, de pie junto a la puerta, permanecían silenciosos.

El doctor lloraba cerca del lecho de su hija.

Era un espectáculo que hacía pedazos el corazón el de aquellos jóvenes abrazados llorando con el llanto que se derrama   —439→   al terminar una larga y dolorosa ausencia y con el que se vierte al despedirse.

Era una ironía horrible, aquella alegría que debía causarles la dicha de volverse a ver, y aquel pesar del adiós para la eternidad.

¡Era espantoso el sarcasmo!

Un joven lleno de vida, de esperanzas, de arrepentimiento, que venía a encontrarse con el alma de su alma, moribunda, doliente, suspendida entre la tumba y la tierra, entre la vida y la eternidad, entre el cielo y el mundo, entre Dios y el hombre.

¡Un sepulcro por tálamo nupcial!

¡Sollozos por palabras de ternura!

¡Silencio de pesar por dulce recogimiento de placer!

-Clemencia, ¿me perdonas todos los sufrimientos que con mi ingratitud he podido causarte?, ¡alma mía! -exclamaba Fernando ahogada su voz por sus gemidos.

-¡Yo te perdono! -dijo solemnemente Clemencia, reuniendo todos su esfuerzos para proferir estas últimas palabras, elocuente historia de su vida y de su corazón.

Y arrancándose de los brazos de Fernando, cayó pesadamente sobre el lecho.

Una hora después comenzó la agonía   —440→   de Clemencia, agonía tranquila como su vida.

Su respiración de desigual pasó a uniforme, como si el aire, no penetrando ya en los pulmones, comenzase la asfixia poco a poco.

De cuando en cuando entreabría sus ojos ya opacos y los volvía al sitio en que Fernando, pálido, desencajado, con la mirada fija sobre su pálido rostro, llorando en silencio, la veía irse muriendo lentamente.

Otros momentos, al sentir entre las suyas las manos de su padre, las estrechaba débilmente.

A veces un quejido triste y débil se exhalaba de su oprimido pecho, últimos signos del sufrimiento.

El doctor, tranquilo, anonadado con ese anonadamiento del dolor que nos impide llorar y nos convierte en una especie de idiotas sensibles, a fuerza de sentir, miraba a su hija con una fijeza espantosa y sombría, como la de un loco.

Don Esteban veía alternativamente a su hijo, a la moribunda y a su amigo, intentando en vano arrancarles de aquel lecho a que el dolor les atraía con un horrible magnetismo.

Gil Gómez se había dejado caer abatido y silencioso sobre un sillón.

No se oía más rumor que el de la péndola   —441→   del reloj, que contaba implacable los momentos con una espantosa uniformidad, la imperceptible respiración de la moribunda y los comprimidos sollozos de los circunstantes.

Fuera de la habitación se escuchaban las voces de los criados que iban y venían, y el gemir del viento que se estrellaba sollozando entre las vidrieras.

De repente el doctor exhaló un doloroso gemido y cayó entre los brazos de don Esteban, que corrió a él apresuradamente arrancándole del lecho.

Fernando lanzó otro grito, levantó entre sus brazos a Clemencia, la besó en la frente, llevando sus heladas manos contra su pecho, y llamándola con los nombres más tiernos.

Pero la joven no respondió, no hizo un movimiento, y su pálida cabeza cayó pesadamente sobre el lecho.

¡Estaba muerta!

En un segundo había atravesado ese misterioso camino que va de la vida a la eternidad.

Sus labios se entreabrían por una sonrisa, sus ojos abiertos estaban fijos en el cielo, y una de sus manos colgaba fuera de la ropa del lecho.

El doctor, apoyada su cabeza sobre el pecho de don Esteban, lanzaba desgarradores gemidos.

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Fernando, abrazado con Gil Gómez, lloraba con dolorosa desesperación.

Un criado cubría con sus mismas ropas la pálida cabeza de la muerta, después de haber cerrado sus ojos.

Fuera, la misma tranquilidad, la misma calma, la misma indiferencia del mundo...

Más adelante volveremos a encontrar en otras circunstancias a algunos de los personajes de esta historia.






 
 
FIN