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111

Λεχθεντα ἤ πραχθεντα en el original (N. del E.).

 

112

Logia en el original (N. del E.).

 

113

Los dos Evangelios de Mateo y de Marcos eran para Papías distintos, pero solo relativamente al idioma en que estaban escritos. Si Marcos hubiera escrito en hebreo, es verosímil que lo hubiera dicho Papías, como hace respecto de Mateo. Pero ¿eran distintos en el sentido de no haber analogía entre ellos, de no ofrecer partes paralelas, y casi idénticas, para repetir las palabras del nuevo sofisma? Esto es lo que no dice Papías. ¿Habíanse redactado sin uniformidad en el sentido de no haber visto el uno el escrito del otro? Tampoco nos dice esto Papías. Su pasaje no se refiere ni a los tiempos, ni a los lugares, ni a la concordancia o discordancia de los textos y relatos, siendo las consecuencias que sobre esto se sacan enteramente gratuitas.

Por nuestra parte admitimos que existen profundas afinidades entre los dos evangelios. Y este hecho que nos representa la Iglesia como primitivo, que nada de lo que dice Papías impide que se considere tal, se nos explica naturalmente por una piadosa tradición. San Mateo fue el primero que compuso su Evangelio en hebreo: hiciéronse y se diseminaron una multitud de copias en todo el Oriente; esto es lo que dan a suponer las palabras mismas de Papías. Se cree que cayó un ejemplar de estas copias en manos de San Marcos, el cual se sirvió de él cuando escribió los relatos que había oído a San Pedro. De aquí los puntos de contacto que existen entre el uno y el otro evangelio. Esta explicación es muy sencilla, y además de las opiniones que la apoyan, no hay una autoridad que la combata en la antigüedad cristiana, ni aún la de Papías (Agust. De cons. Evang., lib. I, cap. II).

Pero aun cuando no tuviéramos este dato; aun cuando no pudieran explicarse históricamente las semejanzas que existen entre el Evangelio de San Mateo y el de San Marcos, no dejaría de ser inaceptable la consecuencia que de esto deduce M. Renan, sobre que estas dos redacciones no son originales, sino arreglos o refundiciones en que se ha tratado de llenar los vacíos de un texto con el otro. No, no son arreglos hechos por manos desconocidas. Es posible que estos dos Evangelistas tuvieran presentes documentos anteriores cuando se pusieron a redactar sus escritos, pero sus evangelios salieron de sus manos tales como se hallan en el día, sin que nadie se permitiera llegar a ellos en lo sucesivo, ni aún para completarlos; pues toda refundición o arreglo hubiera sido reprobada y aun condenada como un sacrilegio. El mismo autor a quien se refiere M. Renan, Papías, atestigua con el testimonio del sacerdote Juan, que Marcos no mezcló nada falso en las narraciones que trazó, por decirlo así, bajo la inspiración de San Pedro (Euseb., Hist., lib. III, cap. 39). Así pues, poseemos en el día las redacciones verdaderamente originales o primitivas de los Evangelios de San Mateo y San Marcos, según certifican todos los siglos cristianos. (V. la primera instrucción Pastoral de M. Plantier; V. la nota al número 23).

El gran enlace y correlación que se advierte en la parte histórica con la didáctica, encaminada a un mismo fin, animada del mismo espíritu y conducida de un mismo tenor, en los Evangelios de San Mateo y de San Marcos, dice Ghiringhello en la obra citada, p. 180, demuestra todavía más lo absurdo que es suponerla primitivamente y de atribuir al acaso, o al capricho o a la necesidad de los lectores, la composición sucesiva, armónica y uniforme que hoy se observa en los citados Evangelios que se quiere no fuesen primitivos, sino refundidos. La redacción de los Evangelios es incomparable e inimitable por la sencillez, moderación, imparcialidad y dignidad de su contexto; la supuesta refundición hace inexplicable esta originalidad, y queda plenamente aclarada por la particularidad de las circunstancias, y del objeto especial que se propuso cada escritor, según se expondrá más adelante.

(N. del T.)

 

114

Vida de Jesús, Introd. pág. XVIII, XIX.

 

115

Las teorías que intentando dar una parte en la redacción de los evangelios a la prueba interna no la admiten sino con la reserva de pretendidas refundiciones, no adolecen solamente de la injusticia de ser arbitrarias, sino que pecan contra la verosimilitud. No basta haber imaginado el pobre hombre que no tenía más que un Evangelio con discursos, y que queriendo que contuviera hechos que afectaban a su corazón, los tomaba del ejemplar del Evangelio que otro tenía, y que cada cual trascribía al margen de su ejemplar las expresiones o las parábolas, y demás que hallaba en otros ejemplares y que le interesaban: sería también necesario explicar cómo estos diversos ejemplares llegaron a ser nuestros primeros evangelios, y cómo no fueron recogidos por lo grave o importante de sus divergencias, por Orígenes, cuando en el siglo tercero recogió los manuscritos antiguos, para comparar sus variantes y fijar el texto puro y genuino. Sería necesario explicar ante todo, cómo pudieron hacerse estas refundiciones en un texto de los Apóstoles, en los tiempos apostólicos, sin que nadie lo reparase o impidiese, y más aún, sin que haya sobrevivido el libro original junto al libro alterado. Preténdese que tenían muy poca autoridad los libros en su origen, y que la tenía mayor la palabra, y se cita a Papías. Convenimos con nuestros adversarios en cuanto a la autoridad de la palabra, cuando ésta era la de un apóstol. Comprendemos que la enseñanza oral de San Pedro fuese recogida con tanto respeto como la que dictó él mismo a San Marcos; que tuviera la predicación de San Pablo tanta autoridad como sus epístolas. Pero cuando se ve el afán con que eran recibidas y guardadas estas epístolas; ¿se puede suponer que no sucediese lo mismo de una relación de la vida de Jesús, escrita por un apóstol? Cuando se ve con qué severidad toda la Iglesia en el segundo siglo amenazaba, a ejemplo de San Juan en el Apocalipsis, a los que alteraban el texto sagrado, ¿se puede sospechar de su celo en custodiar ella misma los libros apostólicos? ¿Y si hubiera permitido que se alterasen en su seno, ¿se puede dudar que los herejes acusados por ella de falsear la Escritura, no hubieran retorcido la acusación contra ella misma, y recogido este texto auténtico para oponerlo triunfalmente al texto alterado? (Wallon, pág. 67.)

(N. del T.)

 

116

Vida de Jesús, Introd. pág,.XIX, XX.

 

117

Vida de Jesús, Introd. pág. XL.

 

118

San Lucas no tomó nada de la leyenda ni se puede probar que tuviese a la vista la narración biográfica de Marcos, y los discursos de Mateo, más aunque así hubiera sido, no hubiera hecho lo que le atribuye Renan, de haber refundido en una parábola dos, y dividido en dos una sola.

El autor cita como ejemplo del primer caso, Luc. XIX, 12-27; del segundo, Luc. VII, 36-48, y X, 38-42, que se confunde con Matt. XXVI, 6-13; Marc. XIV, 3-9; Ioh. XII, 1-8. Mas, quien coteje las parábolas referidas por Lucas con las análogas de Mateo (Cf. Luc. XIX, 12-27, cum Math. XXV, 14-50), advertirá en ellas la misma correlación y la misma diferencia que entre otras semejantes (Cf. Luc. XIV, 16-24, cum Math. XXII, 2-14; Cf. Luc. XIII, 11-17, cum XIV, 2-6); lo cual se explica muy naturalmente suponiendo que Cristo modificase según el caso, ya el concepto, ya la forma de una parábola adoptada primeramente, o que imaginara dividir o variar otra valiéndose de la analogía para hacerla recordar más fácilmente; no hay, pues, necesidad de recurrir al capricho del Evangelista que la haya confundido, o al trabajo de la tradición que la haya alterado (V. de Wette Commet. in h. I.) Así pues como son distintas las dos parábolas de Lucas y Mateo que el autor quiere unificar, así son también distintas las tres anécdotas que pretende M. Renan formaban una sola en su origen.

Véase también la relación que hace San Lucas del hecho de derramar María Magdalena el bálsamo en la cabeza de Jesús, con la que hacen de este mismo hecho los demás evangelistas, San Mateo y San Marcos, y se notará en ellas una gran variedad en las circunstancias de tiempo lugar, y número de asistentes y otras más o menos accesorias, la cual prueba que el Evangelio de San Lucas no era una mera compilación o refundición de los demás, sino que tenía gran parte original, o referida conforme a las noticias que él había sabido. De otra suerte, ¿cómo conciliar tanta fidelidad, energía y viveza en la forma y expresión con el trabajo paciente y mecánico de un refundidor? San Lucas es el único que expone el sudor de sangre en la oración del huerto (Luc. XXII, 43-44; Math. XXVI, 38 y siguientes; Marc. XIV, 35 y siguientes), circunstancia que no hubiera inventado la leyenda, por creerla contraria a la divinidad de Cristo; lo mismo debe decirse del perdón que imploró Jesucristo en favor de los que le crucificaban y del que aseguró al buen ladrón (Luc. XXIII, 34-43), tan propios del carácter de Cristo, que tanto inculcó el perdón de las injurias y el amor a los enemigos. (V. la obra de G. Ghiringhello, titulada Vida di Jesu romanzo di E. Renan, pág. 220).

He aquí, pues, cómo San Lucas no se limitó a compilar, elegir y combinar, según pretende M. Renan. Puede decirse en cierto sentido, y atestiguarse con la historia, que San Lucas eligió, combinó y compendió en su evangelio, según él mismo dice en su introducción. Mas cuando para explicar esta declaración de San Lucas se examinan y comparan las memorias de los primeros tiempos, se ve que algunos falsos evangelistas, es decir, escritores heréticos, sembraban en las regiones que los Apóstoles habían iniciado a la fe, doctrinas perversas y obras envenenadas, pretendiendo que éstas eran las enseñanzas de los mismos Apóstoles. San Pablo experimentó también este contratiempo. San Lucas, su discípulo, y compañero suyo en todos sus viajes, y defensor adicto de sus predicaciones y de su fama, queriendo destruir todas las maniobras del error, disipar las inquietudes de los fieles, mantener en toda su integridad la historia del Salvador y la teología de su maestro, emprendió, inspirado, por el Espíritu Santo, la redacción del Evangelio.

Para ello, hizo uso, ya de las relaciones que había oído al Apóstol San Pablo ya de las noticias que había recogido de los labios de los demás apóstoles o discípulos de Jesucristo, como él mismo nos dice (Luc. I, 1-4). Compréndese, pues, sabida la intención con que ejecutó este trabajo, que eligiera los documentos* para evitar los apócrifos; que extendiera o ampliase todos los elementos parásitos que podían haberse fundado en las verdaderas tradiciones evangélicas; admítese que combinase su relato de modo que refutara completamente y en el orden debido, todas las leyendas que el hombre de mentira había arrojado en medio de las Iglesias nacientes. Mas aplicar estas palabras sobre elección, ampliación y combinación en otro sentido, respecto de San Lucas, es mofarse de la historia, de la ciencia y de la crítica, con la impudencia de la desesperación. Véase la nota al final del § 23. (Véase la primera pastoral de M. Plantier, pág. 78).

(N.del T)

 

119

La diferencia que a veces se advierte en la manera como expone San Juan su Evangelio respecto a la de los otros tres Evangelistas, procede del objeto y fin especiales que tuvo San Juan, diversos de los de sus antecesores, en la exposición de su Evangelio, conforme por otra parte con el de éstos en el fin general de dar a conocer los hechos y la doctrina de Cristo, y asimismo proviene de la parte de enseñanza de Jesucristo, a cuya exposición se consagró más particularmente San Juan, y de las varias circunstancias particulares que concurrían en este Apóstol. Sabido es que San Juan se fijó especialmente en exponer en su Evangelio la parte sacramental y dogmática de la revelación de Cristo; quiso contestar a Cerinto y a otros herejes que preludiaban los errores del gnosticismo. Sus predecesores habían considerado al hombre Dios en su vida en el mundo: San Juan, semejante al águila que le sirve de emblema, se elevó hasta los cielos para escribirnos el origen eterno del Verbo divino. Los Evangelistas San Mateo, San Marcos y San Lucas, se circunscriben principalmente al cuadro de la predicación de Jesucristo en Galilea. San Juan se fija sobre todo en trazar la enseñanza de Jesucristo en Jerusalén, y en la Judea, en el templo y entre los doctores de la ley. Escena, auditorio, interlocutores, todo difiere con frecuencia respecto de los unos y del otro; no es pues de extrañar que ocasionen algunas diferencias en el discurso y en el estilo, materias y situaciones distintas.

Además, San Juan al escribir su Evangelio, cuando se hallaban divulgados por todas partes los Evangelios sinópticos, y cuando en su consecuencia, debía suponerse que eran conocidos por todos, juzgó más expedito omitir cuanto era menos apropiado a su objeto en su Evangelio, el cual atendido a dicho fin, a la parte de enseñanza que abrazaba, a la variedad de los tiempos, lugares y opiniones, y a los errores a que quería oponerlo, no podía menos de diferir en algo (aunque enteramente conforme en la doctrina) de los demás evangelios sinópticos; de presentar algunos vacíos respecto de los hechos que por ser ya conocidos, no creyó necesario recordar y de comprender algunos otros hechos particulares, los cuales no puede decirse que los omitieran inconvenientemente los sinópticos, porque los recordase oportunamente San Juan, quien lo hizo así, por el efecto que producían, o por la luz que proyectaban sobre el carácter de Cristo o por los discursos a que dieron ocasión al Señor; los cuales resaltan y campean en este Evangelio con gran naturalidad, o si se descubre algún arte, es divino. Así pues, era natural que tuviese el Evangelio de San Juan un carácter más apologético y probativo, y menos impersonal que el de los sinópticos.

Los discursos inéditos que expone San Juan, no son incompatibles con los que recuerda San Mateo, ni se excluyen unos y otros recíprocamente, siendo todos ellos genuinos. Tales son por ejemplo, los que tuvo Jesucristo en sus largas conversaciones con sus Apóstoles después de su resurrección, los de Jesús con su dulcísima Madre, la cual acostumbrada a atesorar en su corazón cuanto de él oía, pudo comunicarlo a San Juan. No debe olvidarse que San Juan fue el Apóstol más querido del divino Maestro, el hábito meditativo de San Juan con que se había connaturalizado y vigorizado en su larga permanencia con la Santísima Virgen y la edad mucho más avanzada a que llegó y en que escribió, circunstancias y disposiciones todas que debieron influir en la manera sublime de exponer aquel Apóstol su Evangelio. Que sea San Juan fiel intérprete y no inventor de los diálogos que refiere, se manifiesta por la incomparable viveza y naturalidad que en ellos se advierte, por la inimitable espontaneidad con que se rompe y reanuda el hilo del discurso, y por la claridad que se revela en algunas palabras de doble o escondido sentido de Cristo, y de algunas parábolas que se hallan expuestas en los otros Evangelistas más oscuramente (Cf. Ioh. IV, 10; VII, 37; V, 26; X, 1-16; XV, 1; con Math., XX, 1; XXI, 28, 33; Marc., XII, 1; Luc., XX, 9), en las cuales no tan solo se advierten las mismas sentencias y argumentos de origen común, sino que siendo idénticas en el concepto y en la forma, se hallan desarrolladas por San Juan con la sublimidad propia de aquel a quien era concedido oír los misterios del reino del cielo y las cosas que estaban ocultas a los prudentes y a los sabios. Y especialmente es de notar sobre este punto aquel coloquio supremo en que después de haberse dado Jesucristo, todo él mismo a sus fieles y amados discípulos, estando para partir y despedirse de ellos, y prepararles el lugar de un nuevo reino, le descubrió, de aquellos arcanos, cuanto comprender podía (Ioh., XIV, 2 y siguientes). Coloquio tan patético y sublime, lleno de tierno afecto y de tan dulce melancolía, cual correspondía al discípulo predilecto que reclinaba su cabeza en el pecho del Maestro, y oía los latidos de aquel su corazón en que se contenía tan elevada doctrina y tan profundo amor. (V. la obra citada de G. Ghiringuello, pág. 192-208. V. también la nota que insertarnos al fin de este § 23.)

(N. de T.)

 

120

Vida de Jesús, Introd. pág. XXXIV. A propósito de la extraña aserción relativa al estilo de San Juan, desconocido de los Sinópticos, permítasenos citar, para concluir de una vez, la sangrienta respuesta infligida al novador por el abate Freppel. «Es imposible usar tono más resuelto, y aún añadiré, engañar al lector más osadamente. Si el autor que ha tenido tiempo de abrir una concordancia para atribuirse el fácil mérito de decir que la palabra: Hijo del hombre, se encuentra ochenta y tres veces en los Evangelios (Vida de Jesús, pág. 138); si hubiera juzgado a propósito este profundo calculador, repito, hacer el mismo trabajo respecto de las palabras que cita, hubiera visto, que se halla cada una de ellas muchas veces en los tres primeros Evangelios, y esto en el mismo sentido que en el de San Juan; que particularmente la palabra Tinieblas, tomada en sentido moral, se emplea doce veces por los sinópticos, y solamente siete por San Juan. He aquí, pues, cómo no tienen aquellos la menor idea de la lengua de que se sirve éste. Para tener derecho de afirmar, es preciso saber: y cuando se sabe, no es permitido disimular la verdad.» (Freppel, Examen crítico de la Vida de Jesús, 5.ª edic. pág. 30 y 31)

(N. de A.)

Y en efecto, el uso de las voces mundo, tinieblas y luz en sentido metafórico espiritual y moral, se encuentra en Jesucristo hablando de sí mismo; San Juan, VIII, 12; yo soy la luz del mundo, y de los Apóstoles, Math. V, 14; vosotros sois la luz del mundo. Cf. Luc. XII, 30; «porque el buscar todas estas cosas lo hacen las gentes del mundo.» Cf. Rom. II, 19; 1 Cor., II, 12; III, 19; Iac., I, 27; Petr., I, 4. En cuanto a la palabra tinieblas, cotéjese San Juan, I, 5; «la luz resplandece en las tinieblas, con Math. IV, 16, «el pueblo que yacía en las tinieblas ha visto una gran luz.» Luc. I, 79. Cf. también con Math., VI, 23. Luc. XI, 34-35; Luc. XXII, 53; Rom. II, 19; XIII, 12; I Cor., IV, 5; II Cor. VI, 14; Eph., V, 8, II; VI, 12; Col., II, 13; I Thess., V, 4, 5; I Petr. II, 9. Lo mismo debe decirse de las palabras verdad y vida que se apropia Cristo como la resurrección y la vida (Ioh. XI, 25; XIV, 6), esto es, como revelador de la una y autor de la otra; por lo cual dice San Juan, que está lleno de gracia y de verdad (I, 14 coll. 17), y con este nombre califica Cristo su propia doctrina, que es la del Padre y del Espíritu Santo (VIII, 40, coll. VII, 16, 17; XVI, 13-15; XVIII, 17), y los Fariseos llamaron verídico al mismo Jesús, y su enseñanza, conforme a la verdad, según dicen los sinópticos. (Matth. XXII, 6; Marc. XII, 14; Luc. XX, 21), y según San Pablo (Eph. 1, 13; II Tim. II, 15); y Santiago (I, 18) llama palabra de verdad el Evangelio. San Pablo dice que la verdad se encuentra en Jesús, como en su sede (Eph. IV, 21). Respecto de la palabra vida, nada más frecuente en los sinópticos que llamar con este nombre, no la vida presente y temporal, sino la futura y eterna (Math. XIX, 16, 29; XXV, 46, y en otros pasajes semejantes; y vida que conduce a la verdad la observancia de los mandamientos (Ivi, VII, 14, coll. XIX, 16-17), que ya David llamaba senderos de la vida (Ps. XVI, 11, según los LXX) al decir lo que debe hacerse para alcanzarla; pasaje que alega San Pedro en los Actos (II, 28), donde el ángel que libertó a San Pedro y a San Juan, dice que prediquen en el Templo la palabra de esta vida, es decir, el Evangelio, nuncio de nueva vida, por lo que, llamó Pedro propiamente a Cristo el principio (esto es, el autor) de la vida (Ivi, III, 15); porque tenemos que salvarnos en su vida (Rom. V. 10); y por eso llama San Pablo a Cristo vida nuestra (Coloss. III, 4). V. Ghiringhello; op. cit. pág. 381, nota 2.ª). El lenguaje de San Juan, es sin duda alguna el mismo lenguaje que el de los sinópticos. ¿Qué es de admirar, remontándose este lenguaje a Isaías, siendo el lenguaje de los profetas y de los salmos y constituyendo la eterna y divina poesía depositada en el pueblo de Dios? Véase la obra del padre Gratry, titulada: Jesucristo; respuesta a M. Renan: 1865.

(N. del T.)