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ArribaAbajoCapítulo XXII

Fiesta a la canonización de San Pedro Arbués. -Exequias de Felipe IV. -Edictos prohibiendo varios libros. -Estado de los edificios del Tribunal. -Situación pecuniaria. -Nuevos inquisidores. -Auto de fe de 16 de marzo de 1693. -Causa de Ángela Carranza. -Incendio ocurrido en las casas del Santo Oficio. -Auto de fe de 20 de diciembre de 1694. -Causas contra los confesores de la Carranza. -Libro del padre Sartolo sobre la vida de Nicolás Aillón. -Prohíbense por los Inquisidores varios actos literarios.


Alternaron los Inquisidores en el período que venimos historiando el despacho de las causas de las personas que dejamos señaladas y la celebración de los diminutos autos de fe en que aquellas se castigaron, con algunas fiestas que debemos consignar aquí porque acaso fueran las únicas que tuvieron lugar durante toda la vida del adusto Tribunal de la fe.

En efecto, tan pronto como se recibió en Lima la noticia de que Pedro de Arbués, primer inquisidor de Zaragoza, había sido colocado por la Iglesia entre los santos del cielo100, los ministros se creyeron en el caso de festejar con toda pompa una decisión que redundaba en tanto honor suyo y del Tribunal a cuyo nombre procedían.

«Comunicola al Conde de Santisteban, virrey de estos reinos, al arzobispo de esta metrópoli, don Pedro de Villagómez, a los Cabildos eclesiásticos y secular, que afectuosos retornaron con parabienes y singulares aplausos el gozo de esta noticia, ofreciendo hacer algunos festejos de toros, torneos y comedias, que se estimaron, aunque no se admitieron.

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»Convocó el Tribunal en su sala de audiencia los prelados de las religiones, y lo más lucido de sus ministros y familiares, con quienes dispuso el culto, solemnidad y adorno de la fiesta; señalose para el día diez y siete de septiembre, que fue el de su glorioso tránsito, como se expresa en la bula de su beatificación, a que se refiere el orden de Vuestra Alteza.

»Miércoles diez y seis de septiembre, víspera de este día, al punto de las doce, comenzó el repique de campanas (que duró por espacio de una hora) en la catedral, religiones, parroquias y monasterios, cuyo número y consonancia despertó la devoción de los fieles.

»A prima noche repitió el repique, coronáronse las torres de luminarias y fuegos, el Arzobispo y Cabildo eclesiástico y secular adornaron de hachas sus balcones, y los ministros del Santo Oficio, y a su ejemplo, mucha parte de la ciudad, con ostentación de luces, fuegos y candeladas, y lo mismo hicieron las religiones y parroquias en sus iglesias y torres.

»El Tribunal dispuso en su plaza singulares invenciones de fuego, y entre otras piezas, hubo una en que se manifestó el alma del Santo, que salió de su cuerpo a vista de los que le martirizaron, y por la parte superior, se demostró un rótulo de letras de fuego que decía, Ora pro nobis, beate Petre, sin otros muchos que por más de hora y media se dispararon a mano; ardían veinte hachones de resina, y en los balcones de los inquisidores doctores don Cristóbal de Castilla y Zamora, y don Juan de Huerta Gutiérrez, más de sesenta hachas, con mucho número de luminarias en todo el contorno y circunferencia del Santo Oficio, clarines y chirimías; en las dos galerías del inquisidor doctor don Álvaro de Ibarra, se pusieron cuarenta hachas, y en el terrado muchas luminarias en forma de estrellas, cruces y soles, que por la variedad de luces y colores eran muy agradables a la vista; en las cuatro esquinas de su calle se disparó un castillo de fuego, haciéndole antes la salva copioso número de cohetes; tocaban a competencia dos clarines, y generalmente deseaban todos excederse en la celebridad de esta noche.

»La religión de Santo Domingo se esmeró en los fuegos y con especialidad en el adorno de sus torres, con que toda la ciudad estuvo muy regocijada.

»El día siguiente por la mañana concurrieron en las casas de esta Inquisición todos sus ministros, compitiéndose los seculares en galas y libreas; pusiéronse en ala más de cincuenta coches, en que se acompañaron   —217→   al Tribunal, que salió a las nueve a la iglesia de Santo Domingo, donde le recibió el provincial y su comunidad con el obsequio que acostumbra.

»Era tan numeroso el concurso, que con mucha dificultad pudo entrar en la iglesia y llegar a sus sillas, que se pusieron en el presbiterio del altar mayor; ocuparon los ministros las dos bandas del crucero, cuya modestia y compostura fue el mayor ornato de la fiesta; la iglesia, que es uno de los más capaces y sumptuosos templos que hay en esta ciudad, estuvo toda alfombrada; los veinte y seis altares que la componen se adornaron de riquísimas láminas, flores y otros sobrepuestos de argenterías de oro y plata, tan brillantes, que apenas se dejaban percibir de la vista, en el altar mayor ardían más de trescientas luces en blandones y candeleros de plata curiosamente labrados; en medio se colocó la imagen del santo en un lienzo de primoroso pincel, cubríale un velo de tela carmesí con flores de plata, servíale de marco un hermoso iris de flores de seda y oro, unas imitadas y otras superiores a las naturales; adornose el coro de hermosos lazos de tafetanes de diversos colores; ocupaban los blancos espejos cristalinos y láminas en cristal; el comedio de el crucero se compuso de bufetillos de plata, que sirvieron a los perfumadores, pomos y pebeteros, que en copioso número exhalaban suavísimos olores.

»Asistieron en una de las tribunas de la iglesia, el Virrey y su consorte, Condes de Santisteban. El alguacil mayor don García de Híjar y Mendoza, caballero del orden de Santiago, acompañado de ocho familiares, colocó el estandarte de la fe (que estaba en la sacristía) en el altar mayor al lado del evangelio, en un pedestal de plata sobredorado, al tiempo que salió el preste.

»La bula de la beatificación del santo se puso en el altar sobre una riquísima salvilla cubierta de una red de oro y seda de diversos colores; recibiola de manos del diácono el doctor don Juan de Huerta Gutiérrez, inquisidor menos antiguo, entregola al inquisidor más antiguo doctor don Cristóbal de Castilla y Zamora, y cogiéndola, la entegró al licenciado don Pedro Álvarez de Faria, presbítero, secretario más antiguo de la cámara del secreto, que acompañado de seis familiares subió al púlpito y la leyó con expedición y a gusto del concurso.

»Descubriose luego la imagen del santo, y al compás de los órganos, arpas, dulzainas y otros instrumentos, prosiguieron los músicos el Te Deum laudamus, que entonó el preste; hizo salva la artillería,   —218→   la catedral, parroquias y religiones repicaron a un tiempo, disparáronse en las puertas de la iglesia muchas bombas, cohetes y ruedas, celebrando todos la gloria de nuestro insigne mártir.

»Dijo la misa el maestro fray Juan González, rector del colegio de Santo Thomás de esta ciudad; predicó el padre maestro fray Juan de Isturizaga, ambos del orden de Santo Domingo y calificadores de este Santo Oficio; la misa se ofició a cuatro coros de los mejores músicos de este reino, y se interpolaron algunas letras y villancicos en alabanza del sancto, cuya dulzura en los versos y armonía en los tonos, suspendía.

»La mayor parte del sermón se compuso de la vida del sancto, reduciendo en breve y sin digresión de lugares, lo más prodigioso de sus virtudes (para que se dio orden) porque todas se comunicasen a todos en mayor gloria suya, y a su ejemplo en utilidad de los fieles.

»Repartieron dos familiares muchas imágenes del sancto, que llevaban en salvillas doradas, y se admitieron con devoción y ternura.

»Duraron los oficios hasta más de medio día, y a las tres volvió el Tribunal acompañado de sus ministros, a asistir a las vísperas; pareció más crecido el concurso, gozándose en la iglesia un nuevo cielo en resplandor de luces y suavidad de olores; excediose la música con novedad de tonos y letras, cuya dulzura hizo breve la tarde, aunque se acabaron con el día, que fue uno de los mayores y más lucidos que ha tenido este reino, y durará siempre la memoria de su ostentación y grandeza.

»Los prelados y comunidad de Santo Domingo salieron acompañando al Tribunal hasta la puerta del cimenterio a dejarle en el coche, y llegando a las casas de este Santo Oficio, con el lucido acompañamiento de sus ministros, ocuparon la sala de audiencia, donde el doctor don Cristóbal de Castilla y Zamora, inquisidor más antiguo, les agradeció con singular discreción las asistencias de este día, que sea para mayor honra y gloria de Dios nuestro Señor, y exaltación de su sancta fe católica»101.

Poco después de verificada esta fiesta, se recibía en Lima la noticia   —219→   del fallecimiento de Felipe IV, cuyas exequias celebraban las autoridades y religiones «con tanta pompa y solemnidad, que se tiene por cierto que en parte ninguna de Europa se ha hecho con más ostentación y aparato»102. Acostumbraba el Santo Oficio celebrar las ceremonias de esta especie en la capilla, pero por hallarse por entonces en mal estado, resolvió valerse para la fiesta que proyectaba y en que no quería que nadie le aventajase, de la iglesia del monasterio de la Concepción, que se hallaba situada sólo a cuadra y media de distancia, fijando para la celebración el día 28 de septiembre del año de 1668. Para el efecto, colgose el templo de telas de damasco negro, con flores de plata, de Sevilla, con franjas interpoladas de sargas anaranjadas, y a la puerta, debajo de la imagen de la Virgen, un marco de oro enlutado, en cuyo centro se veían dos coronados leones, con inscripciones latinas, en prosa y verso, alusivas a las circunstancias.

Una vez terminados los demás preparativos, salieron los Inquisidores acompañados de sus principales ministros, adornados de sus insignias, arrastrando «tristes lutos de paños de Segovia», llevando el alguacil mayor entre las dos filas de asistentes, el estandarte de la fe, que se colocó en el túmulo sobre un pedestal de plata.

Constaba aquél de diversos cuerpos con escudos de las distintas provincias de la monarquía, y tenía en el centro una esfera que representaba el mundo, con un sol eclipsado en el signo del león, y cuatro ninfas del Parnaso que sostenían en sus manos carteles con inscripciones adecuadas a las circunstancias. Colocose la estatua de Felipe sobre el mundo, alta de más de dos varas, representando al difunto soberano, armado de punta en blanco, ceñida la celada con una riquísima corona de oro de martillo, adornado de plumas negras y blancas, sustentando en el brazo izquierdo una media columna de jaspe, en cuyo extremo se veía un cáliz de oro con una hostia de plata, y en su mano derecha, una luciente espada, como amparando la columna, en demostración de su gran celo en defensa de la fe.

Las vísperas se comenzaron a las cuatro de la tarde, durando hasta las once de la noche, a cuya hora se retiraron los inquisidores en carruajes, escoltados de numeroso concurso y de un séquito de más de cincuenta personas que llevaban hachones encendidos. Al día siguiente comenzaron los oficios a las diez, pasando Castilla desde su sillón al   —220→   altar mayor, con acompañamiento de doce familiares y veinte capellanes. Enseguida, subió al púlpito a predicar el sermón el padre Diego de Avendaño, provincial de los jesuitas, alternando durante toda la fiesta once coros de los mejores músicos de la ciudad y de las monjas del monasterio103.

Los edictos prohibitivos de libros fueron frecuentes por esta época104, siendo dignos de especial mención los referentes al del franciscano de la provincia de Lima fray Pedro de Alva y Astorga intitulado, Sol veritatis, la Vida de Jesucristo del agustino fray Fernando de Valverde, que aun hoy día se lee con general aplauso105, y el de un papel manuscrito que se atribuyó al dominico fray Antonio Meléndez, en que pintaba los peligros que encerraban para la monarquía las grandes riquezas que iban atesorando los jesuitas en América, y que concluía con unos versos que decían así:


Puntos aquí se dejan necesarios
por volver a vosotros, hombres sabios,
doctos, ingeniosos;
cuenta con estos hombres tan piadosos
que si en vicios consiguen privar a todos de su tierra,
¿Cuál será el tesoro que su erario encierra?

Mas, es justo decir que bajo este respecto, ni aun el mismo arzobispo de Lima don fray Juan de Almoguera, escapó a la censura inquisitorial. Este prelado que mientras fue obispo de Arequipa había tenido ocasión de persuadirse del desarreglo en que vivían los curas de indios, dio a luz en Madrid en 1671 una obra que intituló: Instrucción a curas y eclesiásticos de las Indias, en la que, según el parecer de los inquisidores, no sólo denigraba a los párrocos, sino que vertía doctrinas injuriosas a la Sede apostólica. Manifestose el Arzobispo muy sentido de este dictamen, aseverando en su defensa que las doctrinas contenidas en su obra, no sólo eran sustentadas por los mejores autores corrientes en el Perú, sino también que los hechos que citaba eran perfectamente ciertos,   —221→   apelando, en comprobación, al testimonio de los mismos inquisidores, que no pudieron menos de asentir a sus palabras, pero que no bastó a impedir que la calificación en que tan de mala data se dejaba al Prelado se publicase en todas las ciudades del reino106.

Bien pronto habían de hacerse extensivas estas prohibiciones, sin excepción de persona alguna, a todo el que buscase, pidiese, vendiese o comprase cintas de seda, abanicos, telas, paños u otras cosas de hilo algodón, que circulaban con nombre de corazones de ángeles, entrañas de apóstoles107, etc.; mandándose, a la vez, recoger las navajas y cuchillos que tuviesen grabadas las imágenes de Cristo o de cualquier santo108.

Es de observar, con todo, que ni estos edictos, ni aun los generales de fe se leían en la Catedral desde hacía mucho tiempo, a causa de que con los disgustos que habían mediado entre el Cabildo Eclesiástico y los inquisidores, estos no aportaban por allí109.

No podía cumplirse tampoco con esa solemnidad en la capilla del Tribunal, porque con el terremoto ocurrido en Lima el 13 de noviembre de 1655, había quedado el edificio en tal estado que hubo necesidad de derribar el techo, que Ibarra mandó después reconstruir, haciendo fabricar al mismo tiempo un retablo tan costoso que se pagó por el quince mil pesos. La cámara del secreto, que también sufrió mucho con el sacudimiento, fue igualmente necesario echarla al suelo para reconstruirla en mejores condiciones que las que tenía de antes. Todavía, en 20 de octubre de 1687, ocurrió otro temblor que dejó muy arruinadas las tres casas de propiedad del Tribunal, y aunque las cárceles sufrieron algo esta última vez, el estrago fue poco en comparación del que produjo el terremoto de 20 de noviembre de 1690, en que se cayeron algunos calabozos y otros quedaron amenazando ruina, habiendo   —222→   escapado los presos milagrosamente; daños que no se repararon hasta tres años más tarde110.

La situación pecuniaria del Tribunal, por fortuna, era excelente. Desde el año 1634 hasta el de 1649 habían entrado en sus arcas veintiún mil ochocientos sesenta y siete pesos, por penitencias; y por multas de juego, compromisos y penas impuestas por los jueces, no menos de cincuenta y dos mil pesos111; y según otra relación no menos auténtica, en los diez años transcurridos desde 1641 hasta 1651 habían valido al Tribunal las sentencias pronunciadas contra deudores, de ordinario reconciliados o relajados, ciento veintiún mil cuatrocientos sesenta y un pesos112. Además, se habían percibido también cuarenta y un mil ciento veintiocho pesos, de cuya suma próximamente las dos terceras partes se debían a censos, y lo restante al producto de las canonjías asignadas como renta fija al Santo Oficio y a los cánones de arrendamiento de un tambo y varias casas. Las causas civiles fenecidas, referentes al cobro de bienes adventicios del gremio de donaciones y cesiones hechas al Tribunal, según certificado expedido por el receptor general Esteban de Ibarra en 1662, montaban desde el año de 1572 hasta el de 650, a la cifra de dos mil setecientos treinta y un pesos113.

Fuera de las casas dadas en arrendamiento, poseía el Santo Oficio una que había comprado en cuatro mil doscientos pesos, y la que se había confiscado a Manuel Bautista Pérez, que formaba la esquina poniente de la plaza en que se hallaba el Tribunal, que ocupaba el primer inquisidor; y capilla de por medio, la que habitaba el segundo (que vivía en los altos) y el alcaide, que tenía la parte baja114.

Estos cuantiosos bienes estaban, sin embargo, tan mal administrados que el receptor general que había entrado a servir su puesto en 1674 se lamentaba de que a pesar de todos sus afanes no había logrado establecer orden completo en los negocios. Según sus cálculos y por la razón dicha, las rentas del Tribunal habían descendido a treinta y cinco mil novecientos cincuenta y un pesos, ascendiendo los gastos a un poco más de esta suma. De este modo, al mismo tiempo que era fácil penetrarse   —223→   de que las rentas eran harto considerables, no podía menos de reconocerse que el empleo que de ellas se hacía, pagando una cantidad de empleados y enviando al Consejo sumas no despreciables, habrían bastado todavía para ocurrir a todos los gastos, si, como lo expresaba el receptor, los inquisidores, unos en pos de otros, no hubiesen distraído sumas relativamente cuantiosas en aderezar sus respectivas viviendas hasta dejarlas a su placer, y a que con ocasión de las frecuentes promociones a obispados que se habían hecho de los ministros, estos habían continuado percibiendo sus sueldos del destino que antes desempeñaban115.

El personal del Tribunal había sufrido, mientras tanto, algunas modificaciones. A Huerta Gutiérrez después de haberse hallado algún   —224→   tiempo solo, vino a hacerle compañía, en calidad de fiscal, Bartolomé González Poveda, que llegó a Lima a fines de marzo de 1670, para ascender cuatro años después a la presidencia de los Charcas. Juan Queipo de Llanos, que fue proveído con igual carácter a principios de 1672, fue también promovido en diciembre de 1680 al obispado de La Paz. Francisco Luis de Bruna Rico, después de haber servido de inquisidor en Cartagena, se recibió en su nuevo puesto en 2 de enero de 1675; y Juan Bautista de la Cantera, que obtuvo su título en el mismo mes de 1681, moría el 15 de septiembre de 1692, «con accidentes tan arrebatados y repentinos que apenas tuvo tiempo de recibir los sacramentos, por haberse privado totalmente de sentido»116.

El Tribunal de Cartagena, que se había constituido ya como en una escala de ascensos para el de Lima, había de suministrar todavía antes de concluir el siglo XVII otros tres ministros, que lo fueron, Gómez Suárez de Figueroa, que después de haber desempeñado aquellas funciones sólo en aquella ciudad, llegó a Lima en 1697, sirviendo durante varios años, hasta que murió; el licenciado Álvaro Bernardo de Quiros y Tineo, que se hallaba en Lima desde fines de 1682; y, por fin, Francisco Valera, abogado de la Audiencia, asesor de los virreyes, dos veces rector de la Universidad, inquisidor de Cartagena en 1682117, donde tales encuentros tuvo con el Obispo y a tales extremos llegaron sus audacias, que el Rey dio orden al Conde de la Monclova para que sin pérdida de tiempo ni excusa alguna lo hiciese salir para España118.

Tales fueron los jueces que respectivamente conocieron de las causas de los reos que señalaremos a continuación:

1672-1675. -Ignacio de Loyola Ponce de León, desterrado a Valdivia por blasfemo; Lorenzo Becerra, natural de Arequipa, soldado, por haberse casado dos veces; Antonio Zeballos, sevillano, de setenta años, mercader, «porque estando mal recibido en las acciones de cristiano, y habiendo sido azotado públicamente por blasfemo, teniendo tienda en el Cuzco, hizo un hoyo dentro de ella, detrás de la puerta, y enterró allí una imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, hecha de hoja de lata, de tres dedos de alto».

Jerónimo de Medina, presbítero, del Cuzco, por testigo falso; Lucas   —225→   Bran, esclavo, por haber sido causa de que se casase segunda vez un mulato; Francisco, negro criollo, de Ica, y Sebastiana Caboverde, esclava, por dos veces casada.

Tomás Gago de Vadillo, clérigo, hijo de español y de india, natural de Huancavélica, de cincuenta y seis años, por embustero, hipócrita por algunas indecencias que cometía con sus hijas de confesión y por algunas proposiciones escandalosas, abjuró de levi y quedó suspenso de platicar, «en público ni en secreto» por todos los días de su vida.

Fray Agustín Pérez, religioso diácono, natural de Cuenca, por haber confesado a una india; Ana María de Cozar y Acevedo, cuzqueña, por bigamia; Antonio Pérez de Leiva, de veinte años, mayordomo de repartir pan, natural de Popayán, por blasfemo; María Jurado, zamba esclava, oriunda de Conchucos, presa por embustera, sortílega y hechicera, recibió los azotes de estilo.

Francisca Arias Rodríguez del Valle, natural de Oruro, de cincuenta años, «consta que mascaba la coca para atraer a los hombres a lo que ella quería y rezaba por las ánimas del purgatorio o condenadas, haciendo que le pintasen dos, una de hombre y otra de mujer, y les encendía velas y les rezaba tres paternoster y tres avemarías, por un hilo que llaman de malte, que tenía por cuenta trece nudos, y conjuraba las ánimas diciendo: «yo os conjuro por el día en que nacisteis, por el baptismo que recibisteis, por la primera misa que oísteis, que me traigáis a fulano».

Sabina Junco, cuarterona de mulata, limeña de veinte años, por hechicera, fue reclusa por dos años; María de Soria, mestiza, de Huancavélica, por doble matrimonio; María Gómez, por testigo falso en una información de soltería; Petrona Arias, natural de Andahuaylas, casada, por hechicera.

Fray Antonio de San Germán, napolitano, lego de San Francisco, procesado por embustero, que fingiendo virtud y revelaciones y comunicación con su ángel de guarda, predecía el porvenir, con lo cual adquiría dineros que gastaba algunas veces en usos torpes y deshonestos.

Antonio Novoa de las Marinas, clérigo, limeño, de cincuenta y ocho años, porque acostumbraba decir dos misas en un mismo día; Francisca de Herrera, alias la Pastora, de Oruro, de cuarenta años, por supersticiosa y hechicera; Francisca de Urriola, mulata esclava, guatemalteca, por lo mismo; Miguel Urgiles, mozo soltero, de Riobamba, porque tocando la guitarra hacía bailar un huevo y que se levantase   —226→   del suelo hasta la altura de su cabeza; Josefa de Llanos, mestiza, de Cajamarca, por supersticiones; Magdalena de Ucles, mulata esclava, de Quito, por haber proferido ciertas palabras de desesperación.

Inés Dávila Falcón, vecina de Lima, por casarse tres veces; Agustín Poblete, natural de Potosí, sacerdote, expulso de Santo Domingo, denunciado de que tenía la costumbre de mascar coca y tomar la yerba que llaman del Paraguay hasta muy tarde de la noche; fue desterrado a Chile por ocho años.

Francisco Durán Martel, diácono, natural de Huanuco, por haber celebrado misa; Juan Manuel de los Ríos, que por medio de sortilegios prometía a los hombres los favores de sus amigas; y Susana, negra de casta del Congo, que se casó primero en Chile y después en Lima.

Durante este tiempo no se había ofrecido más reo de importancia que Antonio de Campos, que había sido preso por sostener ciertas proposiciones heréticas y que por mantenerse pertinaz en ellas había sido condenado a relajar. Tropezaban, sin embargo, para ello los inquisidores con que no era posible por un solo penitente entrar en los considerables gastos que demandaba un auto público, por lo cual consultaban al Consejo en 1671 que deberían hacer en semejante caso119. Por fortuna para Campos, poco tiempo después de elevada esta consulta, se descubrió que su verdadero nombre era el de fray Teodoro de Ribera, agustino, y por una información hecha en Huancavélica, que «le había hecho mal una mujer, privándole de su juicio en la comida que le daba»; de lo cual el infeliz llego al fin a persuadirse a tal extremo que en la cárcel no había forma de reducirle a que probase alimento alguno. Con tales antecedentes fue recogido por su prelado y puesto a buen recaudo en la cárcel del convento; mereció escaparse de allí a poco tiempo, concluyendo por dar tales demostraciones de decadencia en su razón que los jueces resolvieron entregarlo nuevamente a su provincial, suspendiendo su causa y mandando que se le tratase como a loco120.

1675-1681. -Leonardo de Vargas, limeño, de dieciocho años; Alonso Ramírez de la Parra, Antonia de Neira, Josefa Rodríguez de Villaverde, Petrona Méndez, Juan Blanco de Bustamante, José Ramón de Ojeda, Felipe de Montenegro, Roque del Águila, Francisco de Rojas Pacheco y Francisco de Torres Chacón, por casarse dos veces.

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Domingo de Baena, español, herrado en el rostro, y Manuel de Coyto, portugués, por blasfemos.

Fray Juan Pichardo, lego de Santo Domingo, y fray Diego de Santa María, por celebrantes.

Bernarda Cervantes, española, de Ibarra, y Juana María de Herrera, por sortílegas.

Pedro de Espíndola Marmolejo, por adivino y curandero; María Magdalena de Aliaga, por deshonestidades y consultora de hechiceros; Leonardo Alvárez de Valdés, por habérsele hallado una cédula en que ofrecía su alma al diablo, y fray Francisco de Rojas, de la Recolección franciscana, madrileño, de treinta y cuatro años, por solicitante.

Al fin encontraron los inquisidores material bastante para un auto de fe, que tuvo lugar en la iglesia de Santo Domingo el 16 de marzo de 1693, con las personas siguientes:

María de Castro Barreto, zamba, guayaquileña, de treinta y seis años, cocinera y vendedora de nieve, que se daba a las supersticiones derivadas del uso de la coca. Por los males inmundos de que adolecía se escapó del tormento a que fue votada, pero no de los doscientos azotes que se le aplicaron por las calles, a voz de pregonero.

Matías de Aybar Morales, de treinta años, domador de mulas, por haber contraído cuatro veces matrimonio; Pedro Martín de Alarcón, Benito de Campos y Josefa Rosa, alias Chepa Manteca, por causa semejante.

Antonio Fernández Velarde, que fue remitido de Chile (*)121.

Melchor de Aránibar, de sólo diecinueve años de edad, que se decía haber celebrado pacto con el diablo en el Cuzco y que llevado al Tribunal ofreció a los jueces que les haría algunas pruebas de mano, lo que verificó con gran espanto de aquellos, por lo cual le mandaron aplicar cien azotes.

Francisco de Benavides, por sortílego, Juan Alejo Romero, mestizo, Lorenzo de Valderrama y doña Inés de Peñailillo, por lo mismo.

Juan Francisco de la Rosa, mulato, por blasfemias hereticales, y Petronila de Guevara, que ya había salido en auto público anteriormente y que fue de nuevo castigada por hechicera, sortílega, supersticiosa y embustera.

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Aacute;ngela de Olivitos y Esquivel, llamada también la hermana Ángela de Cristo, soltera, de veintiséis años, limeña, cuarterona de mestiza, costurera, que vivía en casa de cierto hombre casado con quien entró al fin en malas relaciones y en cuya casa había sido recogida por el crédito que tenía de virtuosa y sierva de Dios. Quejábase de «las esterilidades» que padecía, refería los éxtasis que experimentaba, y contaba que la asistían dos ángeles de guardia, que tenía el completo uso de su razón desde la edad de seis años, y que en ese entonces la despertó uno de sus ángeles diciéndole que se levantase del lecho en que se hallaba para adorar a Dios, pasando desde ese día en vela dos horas de la noche; y que sufriendo, desde los siete, estímulos de los sentidos, se le había aparecido Santo Tomás y le había hecho una cruz, con la cual había quedado desde entonces libre de tentaciones. Por todo esto, abjuró de levi, fue advertida, reprendida, conminada y desengañada y condenada a reclusión por cinco años en un lugar señalado por el Tribunal.

Pero existía por esos días en las cárceles del Santo Oficio una mujer cuya prisión duraba ya seis años, famosa en los anales del Tribunal que historiamos. Era esta Ángela Carranza, soltera, natural de Córdoba del Tucumán, y en esa fecha mayor de cincuenta, que desde que había pasado a Lima por los de 1665 dio en frecuentar los templos y santos sacramentos, logrando por este medio captarse al cabo de poco tiempo la reputación de santa y especialmente favorecida de Dios.

Mas, dejemos al inquisidor Varela que refiera los pormenores de este interesante proceso. «Para ahogar el enemigo la mies católica, pretendiendo llenar las trojes del infierno, expresa aquel magistrado, habíase valido, como suele, y acostumbrado otras veces el demonio, del medio de una mujer de estas que llaman beatas, y lo era del hábito del glorioso patriarca San Agustín; su nombre era Ángela de Carranza, a quien por antonomasia de veneración llamaban la madre Ángela, y ella se apellidaba vanamente Ángela de Dios.

»Teníase por un paraíso de perfeciones, la que sólo era sentina de errores. Era en la engañada aprehensión de los mortales, la santa de este siglo, la maravilla de este orbe, la maestra de la mística, la abogada del pueblo; milagros, éxtasis, raptos, inteligencias y revelaciones, se suponían tan frecuentes, que el cielo se juzgaba compendiado en aquella mujer. Era últimamente el correo de la gloria y por un nuevo género de sagrada estafeta, llevaba y traía del cielo no sólo respuestas y despachos divinos, sino varias alhajas, a cuya bendición viniesen vinculados   —229→   auxilios y felicidades. Comenzó para acreditar el tráfico, por cuentas, rosarios y campanillas, como cosas que por lo sagrado del uso no repugnaban lo milagroso del favor, y acabó en piedras y cencerros; llevábanse a su casa los rosarios y cuentas, no uno a uno, sino por cofres y cajones, que pasaron también a esos reinos, y aun llegaron a Roma con su fama; espadas, dagas y otras preseas de esta calidad eran ya a un tiempo trastes y reliquias, uniendo la incompatibilidad de lo religioso de la veneración con lo profano del servicio; sino es el altar y la canonización, no le faltaba otra cosa en la acepción común del reino. Guardábanse ya los fragmentos de lo que por su contacto o participación, esperaban en breve ver reliquias. Sus vestidos, muelas, uñas y cabellos, no eran más decentes que las vendas y paños teñidos en su sangre; lo que más horrible fue era lo que ocultaba al pueblo y solo manifestado a sus confesores, tenía en mayor su santidad y en notable expectación al mundo.

»Esto es, sus copiosos escritos en materias teológicas; en quince años, escribió quince libros, compuestos de quinientos y cuarenta y tres cuadernos, con más de siete mil y quinientas fojas, cuyo asunto principal, decía, se encaminaba a que por sus escritos había de declarar la Santa Sede Apostólica por de fe, el misterio de la Concepción purísima de Nuestra Señora, y que para este fin la había Dios elegido singularmente, constituyéndola maestra y doctora de los doctores. Tuvo engañado al género humano en este reino, sin reservarse Virreyes, Arzobispos, Obispos y Prelados: hacía felices solo el comunicarla. Últimamente, reconocido este monstruo, quitada la máscara a esta esfinge diabólica, se halló todo el prodigio de sus maravillas, portento de embustes, ficciones y vanidades ridículas, irrisorias, contradictorias y disparatadas, por la mayor parte en las revelaciones. Sus escritos, un seminario de herejías, errores, malsonancias, temeridades, escándalo de proposiciones cismáticas, impías, blasfemias peligrosas, arrogantes, presumptuosas, disparatadas, relajativas de las costumbres, injuriosas y denigrativas de los próximos en todos estados, expresando sus nombres, sin exceptuar pontífices, reyes, virreyes, Tribunal del Santo Oficio, reales audiencias, arzobispos, obispos, cabildos, eclesiásticos, sagradas religiones, monasterios de monjas, como también de otras personas determinadas con negras notas de graves injurias, infamándolos no una sino muchas veces, refiriendo que Dios se lo revelaba. Su vida desahogada, inmodesta, regalada, sin penitencia ni mortificación alguna, vana y arrogante, impaciente, iracunda, soberbia y codiciosa en extremo, y al fin relajada   —230→   y correspondiente en todo a sus engaños, corrido el velo de su hipocresía»122

Fallada la causa de la Carranza, resolvieron los inquisidores celebrar un auto público en la iglesia de Santo Domingo, el 20 de diciembre de 1694, para cuyo efecto se hizo la publicación acostumbrada el día quince de ese mes. Pero, «sin duda el demonio por estorbar este glorioso triunfo de la fe, hizo que como a las dos de la mañana de ese día, sin saberse quién ni qué personas, con poco temor de Dios y de sus almas, pusiesen fuego a una pieza fuerte que servía de custodia a los depósitos de plata que existían en el Tribunal, contiguo a las cárceles secretas, sala del Tribunal y archivos», a cuyo efecto los supuestos ladrones, escalando la pared más alta y provistos de los aparejos necesarios, habían producido el incendio. Mas, tan pronto como se notó lo que ocurría, Valera y sus criados trataron de apagar el fuego, y no lográndolo, despertaron a toda la gente del barrio y empezaron a tocar a rebato en una iglesia vecina, a cuyo llamado acudieron los jesuitas y frailes de Santo Domingo, con botijas de agua y hachas de rajar leña, y la guardia de los alabarderos con el hijo del Virrey a su cabeza. Extinguido el incendio, sin pérdida alguna de dinero y sin más destrozo que el de la habitación en que este se guardaba, y el de las tapas de algunos libros, luego se fijaron edictos declarando el caso como uno de los reservados y conminando a los sabedores con las penas ordinarias de excomunión si no se presentasen en un término dado a denunciar a los autores de la intentona que en tanto riesgo había puesto a las casas del Tribunal123.

Llegó en esto el día fijado para el auto, en que la Carranza fue condenada a abjurar de levi y a cinco años de recogimiento, con prohibición absoluta de tratar, escribir ni hablar con persona alguna acerca de revelaciones. «La moción del pueblo, durante él, concluye Varela, fue la mayor que hasta hoy se ha visto, absorto de ver penitenciada la que esperaba antes dar adorada a la posteridad; gozoso verse libre del veneno y de las ilusiones, sagradamente irritado con la enormidad de las iniquidades; y últimamente, escarmentado con el ejemplo para evitar en muchos la caída, y en los demás la facilidad en el engaño, cediendo   —231→   todo en mayor veneración del Santo Tribunal, gloria de Dios nuestro Señor y de Vuestra Alteza, por haberse descubierto y deshecho al cabo de seis años este monstruo en el tiempo de su felicísimo gobierno, y a la sombra de la suprema presidencia y dirección del excelentísimo señor inquisidor General»124.

Además de la Carranza, salieron en el auto Juan García Muñoz y Juan de Silvela y Mendoza, polígamos, y José de Rivera, testigo falso.

De las causas de Benito de la Peña y Antonio Cataño daremos relación en la parte de esta obra referente a Chile (*)125.

Tan pronto como se feneció el proceso de la Carranza, se fijaron edictos impresos para que se entregasen en el Tribunal, dentro de los nueve días siguientes a la publicación las cuentas, rosarios, medallas, campanillas, cencerros, espadas, pañuelos, las vendas mojadas con su sangre; retazos de sus enaguas, retratos, uñas, cabellos, firmas y papeles, debiendo además, denunciarse a los que guardasen tales objetos y a los que sostuviesen que sus escritos no eran dignos de censura, «sin que puedan tenerlos, expresaba aquel documento, leer los originales, ni copiados ni traducidos en cualquier lengua que sean, ni venderlos, ni imprimirlos, ni rasgarlos, ni quemarlos, ni referir de memoria lo en ellos contenido, debajo de excomunión mayor, pena de quinientos pesos y otras a nuestro arbitrio, porque así conviene al servicio de Dios nuestro Señor y a la mayor exaltación de su fe, y lo contrario haciendo, procederemos contra los inobedientes y rebeldes como contra personas que sienten mal de las cosas de nuestra santa fe católica, apostólica y romana»126.

Esta medida surtió pronto sus efectos, exhibiéndose sólo en Lima «tanta multitud de rosarios y cuentas, que pasan de millones, y de tal suerte, que en diez pontificados no ha distribuido la Sede Apostólica   —232→   más cuentas y rosarios que los que distribuyó esta mujer en los catorce años que tuvo engañada a esta ciudad con su hipocresía». En cuanto a las espadas, velas, ropa usada, retratos suyos en bronce y lienzo, con insignias particulares de santidad, se hizo igualmente una cosecha tan abundante, que se llenó con esos objetos una sala bien espaciosa del Secreto127.

En cuanto a los confesores de la rea, que lo habían sido el doctor Ignacio Ixar, cura de San Marcelo, y los agustinos fray José de Prado y fray Agustín Román, fueron presos en cárceles secretas y procesados en forma128.

Entre las revelaciones que la beata Ángela decía haber tenido, era una la de que el indio Nicolás de Aillon, o Nicolás de Dios, había subido al cielo luego de su muerte, acompañado de Jesucristo y de muchas almas que había sacado del purgatorio, y que gozaba de la misma gloria que el rey David. Fue Aillon un sastre, natural de Chiclayo, casado con una mestiza nombrada Jacinta de Montoya, que se titulaba la madre de María Jacinta de la Santísima Trinidad, y que había fallecido en Lima, con crédito de siervo de Dios el 7 de noviembre de 1677. Poco después, su mujer, acompañada de varias doncellas, formaba un recogimiento, al mismo tiempo que gestionaba activamente ante la curia arzobispal para acreditar la santidad de su marido, de que daba buen testimonio la incorruptibilidad de su cuerpo, «que despedía olor», hecho de que luego se llevó denuncia al Santo Oficio, el cual por entonces se limitó a recibir algunas declaraciones, y entre otras, la de la misma Jacinta de la Santísima Trinidad129.

Las cosas habrían quedado probablemente en este estado si el jesuita Bernardo Sartolo, catedrático de Artes en el Colegio de Santiago de la misma Compañía, no hubiese dado a la estampa una obra sobre la vida de Aillón, que se publicó en Madrid en 1684 y que tan pronto como se recibió en Lima, causo gran novedad. Aceptaba, en efecto, su autor como verdadera la revelación de la Carranza respecto de su héroe y elogiaba sin tasa al agustino fray Pedro de Ávila Tamayo, confesor de aquél, que había sido castigado por el Santo Oficio como solicitante con escándalo; amén de otros detalles conocidamente falsos y perjudiciales   —233→   a las sanas creencias, por lo cual hubo de fijarse edictos prohibiendo el libro y mandando que los que lo tuviesen lo entregasen en la Inquisición, bajo las penas ordinarias130.

Es verdad que para esto debió influir el que con ocasión de las mujeres que el Tribunal había procesado por hechos supersticiosos y embusteros, desde antemano y en virtud de órdenes superiores, debía hallarse muy prevenido sobre los divulgadores de semejantes credulidades y fantasías; siendo muy digno de notarse que estas advertencias se hicieran a los ministros precisamente con motivo de una obra sobre la vida de Santa Rosa. «El libro manuscrito de la hermana Rosa y calificación que a él han dado, que todo vino con carta de 4 de mayo del año pasado de 1622, decían, en efecto, en el Consejo, se queda mirando y a su tiempo se ordenará sobre lo que debáis hacer, y entre tanto, considerando con el ilustrísimo señor inquisidor General esto y lo demás que contiene vuestra carta acerca de las que se hacen santas con fingidas arrobaciones, que decís llaman comúnmente aturdidas, ha parecido que vais continuando las causas que han sobrevenido y adelante resultaren, con mucho recato, recibiendo las testificaciones y haciéndolas calificar, añadiendo a los edictos de fe lo que viéredes que conviene advertir al pueblo acerca de la materia, y haciendo lo demás que pareciere conveniente para reprimir estas novedades, de que iréis dando cuenta y de lo que resultare de las dichas diligencias». Y lo que es más singular todavía, que «por haberse intentado sacar los papeles que hay en el secresto contra ella», con ocasión de las letras apostólicas sobre la canonización de la monja dominicana, se les mandó, en 8 de mayo de 1671, que respondiesen que no había en el Tribunal papel alguno relativo a ella131.

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No limitaron su censura por este tiempo los inquisidores a libros e impresos, pues, con ocasión de haberse ofrecido en el convento de San Agustín la celebración de unas conclusiones públicas que fueron dedicadas al Virrey por su autor el maestro fray José García Jiménez, habiendo este solicitado la aprobación del Tribunal para darlas a la estampa, no sólo no se le otorgó, sino que se le mandó entregar el manuscrito, por cuanto siendo verdad que algunos temas podían defenderse en la Universidad, monasterios de monjas y colegios de la ciudad, era raro el caso en que no se diesen a entender a todos en romance, «porque como son tantos los caballeros laicos que se convidan a su asistencia, por no tenerlos toda una tarde mortificados sin entender lo que oyen, acostumbran los maestros que presiden o replican, decir el punto que se controvierte en estilo e idioma castellano, fácil e inteligible a todos»132.

Otro tanto le ocurrió al doctor José Carrillo de Cárdenas, presbítero, que trató de celebrar unas conclusiones públicas en la Universidad para que las defendiese uno de los colegiales jesuitas; mas, divulgado el día en que debía tener lugar el acto, causó tanta novedad en muchos hombres de letras y escándalo en todos los laicos que se convidaron para la fiesta, «dividiéndose en pareceres los doctos, y los no tales, abominando la novedad», entre los cuales no fue de los últimos el mismo Virrey, según lo asegura uno de los inquisidores133, que al fin la fiesta no tuvo lugar.



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ArribaAbajoCapítulo XXIII

Quejas de la Inquisición contra el Visitador de los jesuitas. -Id. del Arzobispo contra los inquisidores. -La Inquisición y las religiones. -Auto de fe de 28 de noviembre de 1719. -Id. de 21 de diciembre de 1720. -Reos penitenciados hasta 1725. -Dos causas de portugueses.


«Entre los cuidados con que se halla este Tribunal para el despacho y expediente de las muchas causas que han ocurrido y que en él están pendientes, decían los inquisidores al Consejo, en carta de 4 de junio de 1701, no ha sido el menor embarazo el que se ha ofrecido con el padre Diego Francisco Altamirano». Era este hombre de más de ochenta años, visitador y viceprovincial de la Compañía de Jesús en el Perú, quien entre otras disposiciones de su cargo, tenía ordenado que ningún miembro de la Orden admitiese el oficio de calificador del Santo Tribunal sin previa licencia del provincial. Ignoramos cuales fuesen las razones que para el caso obrarán en el ánimo de Altamirano, pero como en él se envolvía un ataque más o menos velado a la jurisdicción y autoridad del Tribunal, sus ministros levantaron luego un expediente a fin de descubrir los móviles del visitador, o, más propiamente, con el propósito de desautorizarle; afirmando dentro de poco al Consejo que los verdaderos autores de la disposición del jesuita eran algunos padres que nombraban, y muy especialmente don Diego Montero del Águila, que después de haber enviudado, se había ordenado de sacerdote, logrando así que el Tribunal le diese el salario de abogado del Fisco y el titulo de consultor. Le acusaban, en consecuencia, de infiel en el desempeño de ambos cargos y repetían que era público en Lima que todos ellos estaban complotados para quejarse de las operaciones del Santo Oficio, temiendo lo cual se anticipaban a informar de lo que pasaba para que el Consejo estuviese sobre aviso y sólo diese a las delaciones   —236→   que intentaran el crédito que pudiesen merecer después del informe que elevarían una vez terminado el expediente que tenían iniciado.

Eran sin duda infundadas las suspicacias de los inquisidores, pues ni el jesuita ni sus supuestos consejeros presentaron queja alguna al Consejo, que debían al fin partir de una fuente más autorizada de la que ellos se imaginaban. El acusador de sus procedimientos debía ser esta vez, en efecto, nada menos que el Arzobispo, que, como él mismo lo lamentaba más tarde, por haber tolerado en un principio los avances de los inquisidores, ofensivos de su dignidad y jurisdicción eclesiástica, «sólo habían servido de basa y fundamento sólido en que han fabricado otros mayores de escandalosas y perjudiciales consecuencias».

Estaba a cargo del inquisidor más antiguo el patronado del colegio de niñas huérfanas, que tenía considerables sumas asignadas para su crianza, educación y estado. Propusieron los ministros cuatro que deseaban ser religiosas de velo blanco en el monasterio de la Encarnación, enterándose a cada una la dote que le correspondía; pero cumplido el año de noviciado, se entendió que las jóvenes manifestaban alguna repugnancia para profesar, por lo cual el inquisidor rogó al Arzobispo que tratase de persuadirlas a que lo verificasen lo más pronto; resultando de la conferencia que con este motivo tuvo con ellas el Prelado, que dos profesaron, una se excuso y la otra vino en ello a condición de que su profesión tuviese lugar en distinto monasterio. Sin más que esto, Suárez de Figueroa pasó a embargar todas las rentas del convento, a título de asegurar la dote de las que debían salir, sin prevenirlo siquiera al prelado, que era el llamado a conocer en el negocio. Esta determinación causó, como era de esperarse, no poco alboroto en la ciudad, pues siendo el monasterio de pocas rentas, con el embargo se privó a las monjas del sustento diario, resultando inútiles cuantas representaciones entabló la abadesa, en que manifestaba que las cantidades que se trataba de que devolviese habían sido invertidas en alimentar a la comunidad; a pesar de lo cual el embargo no se suspendió mientras no se verificó a restitución que pedía el inquisidor.

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Después de inculpar al Tribunal por este proceder, agregaba el Arzobispo, que en los concursos de acreedores que se habían ofrecido, y en los cuales como encargado de hacer ejecutar el cobro de varias mandas piadosas, había debido gestionar, los ministros, o habían archivado los escritos de su fiscal, o se habían desentendido de su derecho, «en que no sólo se conocen la pasión con que obran, sino el dictamen que han hecho y acreditado de ir en todo contra mi jurisdicción».

Continuando en sus acusaciones, añadía que un familiar de Ibáñez, a quien no había querido ordenar por varios defectos que le hacían inhábil para el sacerdocio, sin la licencia suya, le había enviado al obispado de Huamanga, donde se hallaba de provisor su hermano don Matías, de quien había obtenido que le confiriesen las órdenes, haciéndole enseguida volver a Lima. Otro tanto había hecho con don Melchor Ibáñez, que acababa de enviudar y deseaba también ordenarse.

Al cura párroco de San Lorenzo de Quinti, con pretexto de que era deudor de cierta suma al receptor del Santo Oficio, habiendo ido a Lima a oponerse a una canonjía, le había dado la ciudad por cárcel, siendo el hecho muy reparable, tratándose de un cura que tenía precisa obligación de asistir a su curato, y no obstante, le había tenido así muchos meses sin dejarlo partir al lugar de su residencia.

Llegaba ya con esto el Arzobispo a lo que le había compelido a coger la pluma, «por los escándalos y disensiones que se han seguido, decía, teniendo todas su origen en la injusta pretensión que hizo (Ibáñez) sobre que yo consintiese en la permuta que intentaba hacer del curato de San Marcelo con don Matías Ibáñez, su hermano».

Según se recordará, cuando Ibáñez fue nombrado inquisidor, se hallaba sirviendo el puesto de cura del Callao, que hubo de permutar enseguida por el del Sagrario de Lima y después por el de San Marcelo de la misma ciudad. Desde un principio se trató de declarar vacante este puesto, pero mediante a que el inquisidor expresaba que su título era meramente condicional, se convino en que era conveniente no proceder aún a aquella diligencia. Subsanado el inconveniente que Ibáñez alegara, volviose a tratar en el Cabildo Eclesiástico de la necesidad de declarar la vacante, resolución que hubo al fin de quedar pendiente, merced a los amigos con que el inquisidor contaba en la corporación y que estaban persuadidos de que había de disgustarle semejante declaración; hasta que noticioso el Consejo de Indias de que Ibáñez, a pesar de su título de inquisidor en propiedad, mantenía aún el curato, despachó   —238→   cédula al Arzobispo para que averiguase si aquél cumplía con los deberes de párroco. En esas circunstancias, Ibáñez procuró que se confiriese a su hermano el provisor de Huamanga, empeñando de tal manera en su favor al Virrey que era entonces el arzobispo Morcillo, que en una última visita que con ese objeto le hizo éste al Metropolitano, le dijo textualmente que al dí siguiente debía consentir en la traslación o que si no había de reñir. Respondiole efectivamente en el plazo señalado, manifestándole que hallándose pendiente el asunto del conocimiento del monarca, no podía condescender con su empeño; misiva que contestó Morcillo con el mismo capellán que se la llevó, enviando a decir de palabra a su colega que por no desairarle no se la devolvía, pero que se quedaba con ella sin abrirla; y junto con esto, horas después, le devolvía unas conclusiones que un sobrino del Metropolitano le tenía dedicadas, negándose tenazmente a asistir a ellas, a pesar de las instancias que amigos comunes de ambos le hicieron, y por lo cual hubo de suspenderse el acto, retirándose las religiones, colegios y Universidad que estaban ya congregados con ese propósito.

En estas circunstancias llegaba un despacho real que disponía que el inquisidor renunciase el curato, o que de no hacerlo, se le declarase por vaco.

En septiembre de 1720, moría Gómez Suárez de Figueroa, y a pesar de que el chasqueado inquisidor había quedado de esa manera sin más compañía en el Tribunal que la del nuevo fiscal José Antonio Gutiérrez de Cevallos, que había llegado a Lima hacía dos años, el Arzobispo no temía denunciar al Consejo «el mucho orgullo y codicia» de su antagonista, pidiendo que se le ordenase, en cuanto a los ultrajes y ajamientos que le había hecho en su dignidad de prelado, que se le mandase dar la pública satisfacción que le correspondía134.

Como era de esperarlo, Ibáñez no dejó sin respuesta las acusaciones que el arzobispo Zuloaga tenía presentadas en contra suya, encargando al fiscal que hiciese presente por el que la información que aquel había levantado tocante a su inasistencia en el curato era falsa y maliciosa, ocultando en ella la verdad, en fuerza de penas y censuras; y que si el Prelado había puesto de por medio en el negocio el mejor servicio de Dios, no había tenido razón para ello, pues él mismo acostumbraba laxitudes en cuanto a la residencia de los párrocos, «y en otros muy   —239→   propios de su cargo, concluía, que están causando grave y continuo escándalo en todo el arzobispado»135.

Con motivo de haberse negado el Tribunal a asistir, como tenía de costumbre, a la fiesta que en honor de San Pedro mártir, se celebraba anualmente en el Convento de Santo Domingo, éste elevó también sus quejas al Consejo, manifestando que la causa del desaire no era otra que los prelados y todo el magisterio no concurrían a unas misas cantadas de capellanías fundadas por particulares, de que eran patronos los inquisidores, siendo que por sola su asistencia recibían aquellos considerables propinas; que la Comunidad invitaba para ellas siempre a las demás religiones, las cuales era ya corriente que se estuviesen allí dos o tres horas esperando que llegasen los ministros, que de esa manera no sólo se manifestaban imprudentes, sino también desagradecidos con los frailes de la Orden, siendo que siempre y cuando aún no estaban aseguradas las dotaciones de sus puestos, les habían socorrido liberalmente hasta en cantidad de cuarenta mil pesos; y por fin, que era ya usual que con pretexto de ser calificadores algunos religiosos, el Tribunal les separase de la jurisdicción de sus prelados cuando por justas causas aquellos los recluían o desterraban, habiendo aun acontecido el caso de que para burlar las disposiciones de un provincial, se hubiese elegido a posteriori calificador a un fraile que había sido desterrado de Lima136; denuncia a que por su parte respondían los inquisidores diciendo que no habían asistido a la fiesta que se mencionaba por no haber sido invitados a tiempo, siendo enteramente inexacto que se esmerasen en hacerla ostentosa, como se aseguraba, y que, por lo demás, «el provincial de Santo Domingo y sus religiosos, que son tan celosos de la asistencia del Tribunal a la fiesta de su patrón, que con sólo una vez que con justificado motivo se faltó a ella, concluían, recurren a Vuestra Alteza, no hicieran menos si los autos de fe se llevasen a otra iglesia, pero callaron la causa que ahora se ofrecía para ejecutarlo y que esperamos que en la estimación de Vuestra Alteza, fuera lo bastante, pues en auto de once reos, que celebramos a 28 de noviembre del año pasado de 1719, recelando el mucho concurso, prevenimos seis soldados con un oficial que asistiesen a guardar el presbiterio y los bancos precisos   —240→   para las personas del Tribunal, y para hacer más recomendable a dicho oficial y soldados, la noche antes del auto, pasó a la iglesia nuestro colega don Joseph Antonio Gutiérrez de Zevallos, y encargó al Prior, Maestros y otros religiosos, los atendiesen y ayudasen en la incumbencia en que estaban, y fue su correspondencia tan contraria de esta demostración, que siendo ellos los primeros a acomodarse y a sus familias, uno no tan muchacho ni inadvertido que no sea lector actual de teología, al oficial de los soldados, sobre hacer su deber, le rompió con una llave la boca, y le echó dos o tres dientes afuera, en medio de la iglesia, y de tanta gente que estaba llena, y llegando después el cuerpo del Tribunal, al entrar en la capilla mayor, desaparecieron los Prelados y Maestros, y nos hallamos con todo el presbiterio y altar preocupados de los religiosos, mozos de la casa y algunos de otras comunidades, desentendiéndose todos de nuestras indignaciones y de las diligencias que por apartarlos hacían los ministros oficiales, de suerte que nos fue preciso retirarnos por más de hora y media a una trassacristía, y a no estar en la iglesia, en un cancel, el Príncipe Santo Buono, virrey de este reino, nos hubiéramos vuelto sin ejecutar al auto por el grave desaire que experimentamos, sin que ningún prelado pareciese a poner en moderación a sus frailes, que en nuestra presencia tenían el arrojo de responder que era su casa y su iglesia, y que en ella debían ser privilegiados; y en tan calificado desacato, no se hizo otra demostración que la de haberlo significado al Prelado, y la que éste quiso hacer con el religioso agresor de los soldados, que fue una protesta formal de reclusión por tres o cuatro días, con que manifestamos darnos por satisfechos, por quitar la ocasión al Provincial fray Juan Moreno, de que actuase su desafecto, recurriendo con siniestros informes a Vuestra Alteza»137.

Según se ve de las palabras anteriores, los jueces habían celebrado auto de fe en la iglesia de los dominicos el 28 de noviembre de 1719, cuyos detalles, en cuanto a los reos que en él se presentaron y que según acabamos de ver fueron once, no conocemos. Por lo demás, salvo algunos edictos que se publicaron para recoger ciertos libros138, el Tribunal pudo continuar tranquilamente en el conocimiento de las causas de fe, habiéndose fallado desde 1721 hasta 1725 las de los siguientes reos:

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La del clérigo francés Juan de Ullos, residente en Mendoza, que publicaba que el Papa ni el concilio general eran los jefes de la Iglesia, proposición que habiendo sido dada a calificar al jesuita Luis de Andrade y al mercedario fray Francisco Galiano, como expresasen que por tratarse de un francés se hacía difícil la calificación, se les secuestró el peculio y se les metió en la cárcel.

Eusebio Vejarano, natural de Lima, residente en el Cuzco; Juan de Valencia, platero, residente en Loja; Antonio Lesana, que desempeñaba el mismo oficio en Trujillo; Juan Ventura de Guevara, mulato, zapatero, residente en Santa; Nicolás Fernández, labrador, en San Marcos de Conchucos; don Cristóbal de Oña, natural de Sevilla, y establecido en Buenos Aires, donde se denunció: todos los cuales fueron castigados como bígamos.

Fray Pedro de Valenzuela, corista de San Agustín de la provincia de Quito, que fue absuelto de la instancia por no haberse comprobado su profesión solemne; Guillermo Lemonier, clérigo, natural de Normandía, denunciado de haber celebrado dos misas en un día; Francisco José de Osera, clérigo de Lima, de cuarenta y ocho años, que habiéndose dado desde muy temprano al juego de los dados, prorrumpía en blasfemias hereticales cuando la suerte le trataba mal; fray Diego de Quiroga y Losada, religioso dominico, diácono, que se denunció de haberse huido varias veces de su convento de Lima y de haber dicho algunas misas.

Juan Jerónimo del Valle, natural de Marchena, zapatero, blasfemo; Francisco Esteban Canela, soldado, oriundo de Cabra, testificado de que afirmaba decir más verdad que la Virgen; Juan Enríquez de Iturrizaga, clérigo, natural y vecino de Huancavelica, que se valía de brujas y sortilegios para diversos fines.

Pedro de Ábalos, natural de Santa Fe y residente en Lima, de veintiséis años de edad, estando preso en la cárcel real se denunció al Santo Oficio de que hacía diez años que era esclavo del demonio, para probar lo cual refería que, estando igualmente detenido en la cárcel de Quito por una muerte que había cometido una india, su manceba, le suministró un brebaje, y que después de un rato de haberlo bebido, se sintió mal de la cabeza, y entrando la india a su calabozo, cohabitó con ella; que después, al despertar, se había encontrado boca abajo y sin su amiga, apareciéndosele de ahí a poco un hombre que le dijo era el diablo, y que ya era suyo por lo que había ejecutado con aquella   —242→   mujer, prometiéndole favorecerle y sacarle de trabajos, a condición de que renegase de la fe de Jesucristo y que habiendo logrado venir a Lima, se valía de una piedrecilla que había extraído de la boca de un sapo y que llevaba engastada en una sortija, para obtener los favores de las mujeres, sin que le costase nada, y de los mercaderes las especies que deseaba al precio que quería; por cuyos hechos abjuró formalmente, y fue enseguida reconciliado sin sambenito.

Nicolás Solórzano, soltero, de veintiún años, cuarterón de mulato, se denunció de que se había valido del demonio para lograr casarse con una mujer que habían encerrado en un convento y que no quería acceder a sus pretensiones, guiándole aquel la mano para firmarle la respectiva cédula, pues él no sabía escribir; pero que como un día en que había entrado a una iglesia, su amigo le diera tal pescozón que lo había tenido metido mucho tiempo debajo de un escaño, se había arrepentido de lo convenido.

Domingo de Estrada, de veinte años, vecino y natural de Lima, también amistado con Satanás para que le auxiliase con sus conocimientos médicos.

Manuel Almeida Pereira, soldado de Buenos Aires, procesado por haber repartido un prospecto ofreciendo a las damas sus servicios, a fin de que por su medio y ciertas invocaciones, obtuviesen los favores de sus galanes.

Antonio Hurtado, mulato libre, natural de Moquegua, de sesenta años, que para atormentar a sus enemigos se valía de un sapo al cual atravesaba con alfileres los miembros que deseaba que aquellos tuviesen dañados. Confesó que curando por medios naturales sabía también hacer creer a las gentes que estaban maleficiadas cuyo embuste le valió algunos azotes.

Pedro de Acevedo, capitán reformado y viejo, que se denunció de que hallándose pobre intentó vender su alma al diablo.

Francisco Pastrana, negro esclavo, que comunicaba con una bruja, a quien vio diversas veces que llamando por sus nombres a unos muñecos que tenía parados y sentados dentro de un escaparate, salían a bailar, y en especial uno que tenía cuernecitos y rabito.

Nicolasa Cavero, mulata que había sido esclava, porque propinaba algunos remedios a cierta dama que se quejaba de que su marido era demasiado exigente.

El licenciado Diego de Frías, clérigo y abogado, que por haber   —243→   negado la resurrección de la carne, fue acusado por el fiscal, de hereje, apóstata, contumaz, impenitente, falso, simulado, revocante, fraudulento, vario y perjuro, después de haber estado preso cuatro años, tuvo que retractarse públicamente en la parroquia de Santa Ana.

Juan Campino, natural de Londres, marinero, que se denunció por hereje; Juan Marfil (Murphy?) Stuart, residente en Santiago de Chile; David Jacobo, escocés, y Felipe Lorenzo (Lawrence), ambos marineros ingleses, por haber confesado que eran protestantes, fueron condenados a las penas de estilo.

Además de Marfil, se procesaron también en Chile durante el periodo de que venimos dando cuenta, Amet Crasi, fray José Vázquez, María Zapata y Matías Tula.

Las causas de judaísmo se iban haciendo por este tiempo cada vez más raras; sin embargo, ocurrieron dos que por sus caracteres merecen especial mención. Fue una de ellas la de Álvaro Rodríguez, que murió en la prisión a mediados de 1698, hallándose el proceso en estado de prueba, por cuyo motivo se enviaron edictos a Portalegre, de donde era natural el difunto, para que los que se creyesen partes saliesen a defender su memoria y fama. Sus bienes, que alcanzaban a catorce mil pesos, fueron confiscados y remitidos a España, a pesar de que el proceso no estaba concluido y de que no había merito para aplicarlos al fisco de la Inquisición, por cuanto el reo carecía de parientes en el Perú y el soberano había dictado una orden para que, a título de represalias, se confiscasen los de vasallos de Portugal139.

La otra es mucho más interesante. Había sido preso y puesto en cárceles secretas por los años de 1722 (y quizás antes)140, don Teodoro Candioti, vecino de Lima, al parecer de origen italiano, casado y con hijos españoles. «En 13 de mayo de 1726, dicen los inquisidores, al alcalde de dichas cárceles hizo relación que dicho reo estaba enfermo del accidente epidemial que estaba corriendo en esta ciudad, y habiendo llamado al médico de este Santo Oficio, por haberle sobrevenido un   —244→   curso y estar descaecido, y que no quería admitir los medicamentos que le recetaba, por quitarselos del cuerpo, previno sería bien se le diese confesor por el riesgo en que estaba dicho reo, que asimismo le pidió, como le había pedido muchas veces, estando sano, y al alcaide dijese en el Tribunal, que si moría de dicho accidente, estaba inocente y que volviese por el crédito de su fama, de sus hijos y de su familia. Y en dicha audiencia, por auto se mandó citar al reverendo padre Alonso Messía, de la Compañía de Jesús, ex provincial y calificador de esta Inquisición, y estando en ella, hizo el juramento acostumbrado en este caso, y advertido de lo mandado en la instrucción ochenta y una de treinta y seis vuelta, del año de mil quinientos ochenta y uno, entró en la cárcel número tres, en donde estaba enfermo dicho reo, con asistencia del alcaide, y le dio noticia de que venía a confesarle, y le respondió que estaba pronto pero que necesitaba de algún tiempo para prepararse y hacer una confesión general, citándole para la mañana del día siguiente, y que dicho padre le exhortó a que descargase su conciencia para no tener embarazo en ella, a que le respondió que los cargos que se le hacían se reducían a tres, el primero de un ayuno, que no era como decían, sino en la forma que se usa en su tierra la vigilia de Natividad, tomando un desayuno corto y no comiendo hasta la noche, que se ejecuta en una comida espléndida, asistiendo un sacerdote a bendecir la mesa; el segundo que había afirmado en una conversación que San Moisés era un gran santo, y que en su tierra, en una parroquia, se veneraba y estaba en un altar; el tercero, que le habían hecho cargo de que estaba circuncidado, siendo falso, y así lo declaro dicho padre en dicha audiencia, y en la de catorce de dicho mes y año confesó a dicho reo, diciendo en ella después, que le había hallado muy tierno y contrito, sin expresarle fuera de la confesión cosa que debiese manifestar en ella. Y en la de diez y ocho de dicho mes y año, el alcaide dio noticia que el médico había dicho que dicho reo estaba de mucho riesgo su vida, y que no se le dejase solo, y luego se ordenó que el nuncio citase a dicho padre para que visitase a dicho reo, y habiendo comparecido en ella, se le ordenó entrar en dichas cárceles y le visitase, y fecho, dio noticia que estaba muy a lo último y con poca esperanza de vida y muy conforme con la voluntad de Dios, y que le había dicho que en lo que había leído en fray Luis de Granada, sabía que sólo se podía salvar el hombre guardando la ley de Dios, con la gracia de Jesucristo. Y en la audiencia de diez y nueve de dicho mes y año, el alcaide avisó   —245→   que habiendo dejado a las once de la noche del día antecedente algo más aliviado de su accidente a dicho reo y en su compañía el preso que había ordenado el Tribunal, volvió a las cinco de la mañana de dicho día a visitarle y le había hallado difunto, y que el preso que le asistió, le dijo que había ayudado y exhortado a dicho reo, como católico cristiano, y que había muerto como a las cuatro de la mañana. Y en dicha audiencia, por auto, se mandó que el secretario que asistió a estas diligencias reconociese e hiciese inspección para certificar y dar fe del estado en que se hallaba el cuerpo de dicho reo, y hecha esta diligencia, certificó en dicho día que había visto en la cárcel número tres y reconocido un cuerpo difunto, en cama y entre sábanas, que al parecer era el de dicho don Antonio Candioti; y luego, por otros, se mandó que por ahora y hasta la determinación de su causa, el cuerpo de dicho don Antonio Candioti fuese sepultado en una de las sepolturas que para este efecto están asignadas en dichas cárceles, señalándola para que conste, en la que fue enterrado con asistencia de dicho secretario: así se ejecuto, como parece de su certificación, que está con dichas diligencias y en dicha causa»141.

He aquí ahora el epílogo de este drama, según lo refieren también los inquisidores:

«Muy poderoso señor. En carta de veinte y cuatro de noviembre del año próximo pasado, de setecientos veinte y ocho, se sirve Vuestra Alteza, al último capítulo de ella, mandarnos hagamos sacar los huesos de don Teodoro Candioti, de la sepultura en que fue enterrado y se lleven a la iglesia parroquial secretamente, en donde se les dé sepultura sagrada y se siente la partida en el libro de entierros de dicha parroquia, el día en que murió, no poniendo en ella que murió en las cárceles, sino en esa ciudad, lo que se hiciese saber a la viuda y herederos por si quisiesen sacar dicha partida de su óbito, y que si dicha viuda o sus herederos pidiesen certificación de no obstarles la causa seguida contra dicho don Theodoro, no sólo se les diese de no obstarles para oficios públicos y de honra, sino también para oficios del Santo Oficio. Y en su cumplimiento, noticiamos a Vuestra Alteza que por la certificación que remitimos, con carta de veinte y tres de diciembre de setecientos veinte y siete, habrá constado a Vuestra Alteza la diligencia que ejecutamos de dar sepultura eclesiástica a los huesos de dicho   —246→   señor don Theodoro, con todo secreto, en la iglesia del Colegio de Santo Tomás del orden de Predicadores, por cuyo motivo no se exhumaron los huesos para trasladarlos a la parroquia, pero se hizo asentar en el libro de entierros de ella, donde tocaba la partida de su entierro, en la conformidad que previene Vuestra Alteza, y pasando a noticiarlo a la viuda y herederos, resultó pedirnos luego certificación, la que se les mandó dar por un secretario del Secreto, en la conformidad que Vuestra Alteza nos manda en dicha carta citada. Asimismo presentaron las genealogías de don Antonio y don Juan de Candioti, hijos de dicho don Theodoro, pidiendo la gracia de familiares de esta Inquisición, la que nos pareció conveniente concederles, porque expresándose en la referida certificación que no les obsta para oficios del Santo Oficio, y teniendo la protección del Virrey y todo su palacio muy empeñado en favorecer a esta familia, recelamos que atribuiría a voluntaria negación nuestra lo que supondría muy regular el Orden de Vuestra Alteza, y así tuvimos por preciso despacharles títulos en la forma que en virtud de particular facultad del señor inquisidor General, en carta de seis de junio de seiscientos y setenta y seis, se acostumbra con los interinarios en este Santo Oficio, porque, aunque discurríamos excusarnos con el motivo de extranjería, todavía en el supuesto de dicha certificación y que no se atribuye la negación a impedir el orden de Vuestra Alteza y del empeño del Virrey, nos pareció no ser bastante para certificarle»142.



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ArribaAbajoCapítulo XXIV

Escándalo producido en Buenos Aires por los sermones de un franciscano. -Desinteligencias entre los inquisidores. -Cargos contra Ibáñez. -Quejas del Tribunal por el estado a que habían llegado sus negocios. -Es penitenciado el inglés Roberto Shaw. -Auto de fe de 12 de julio de 1733. -El Tribunal intenta procesar a don Pedro de Peralta Barnuevo por haber impreso la relación de esta ceremonia. -Los Triunfos del Santo Oficio peruano y el nuevo auto de 23 de diciembre de 1736. -Celébrase otro auto de fe en 11 de noviembre del año siguiente.


La influencia inquisitorial se había hecho sentir hasta la época de que damos cuenta, de una manera poco eficaz en la apartada ciudad de Buenos Aires; pero al fin hubo de llamar la atención del Tribunal lo que estaba ocurriendo allí con un padre franciscano llamado fray Juan de Arregui, denunciado de haber proferido proposiciones escandalosas en un sermón de la Octava de la Virgen, y que llegara a motivar un pasquín que se fijó en las partes más públicas de la ciudad. Para la averiguación de estos hechos, escribieron los jueces al comisario, que lo era por entonces el canónigo Jorge Antonio Meléndez de Figueroa, y el cual, después de haber recibido las informaciones del caso, escribía, a su vez, a los inquisidores diciendo que todos los testigos, unánimes y contestes, afirmaban que el predicador había dicho que «María Santísima era la yegua blanca de Rúa, en que paseaba el Santísimo Sacramento, a que había añadido que los evangelios eran caballos de lazo», frase que se comentaba en el pasquín aludido «de que siendo yegua María, el Padre sería caballo y el Hijo potrillo». Fueron estas chocheces del padre Arregui, pues era ya muy anciano, o hijas sólo de su ignorancia, era lo cierto que a sus prédicas iba mucha gente, «como, a farsa o comedia, más que a recibir buen ejemplo de su doctrina, a un rato de zumba y divertimiento, porque en ellas nombraba por sus propios nombres a diferentes personas de su religión y legos ridículos, como a otras personas de este jaez del pueblo, con que motivaba a carcajadas de   —248→   risa al auditorio». Mas, como Arregui era cristiano viejo, el padre de provincia más antiguo, emparentado con los miembros del Cabildo, hermano del obispo del Cuzco y muy amigo del Gobernador, no sólo no fue privado del púlpito sino que, mediante al empeño de las mismas personas indicadas, fue ascendido al gobierno del obispado, mientras le llegaban las bulas para consagrarse; circunstancias de que el comisario se manifestaba muy contristado, pues temía, y con razón, que en tan alto cargo nadie le fuese a la mano, con la desestimación del puesto que se deja comprender, especialmente, como lo expresaba en su relación a los inquisidores, «a vista de los herejes del real asiento de Inglaterra, en que serán mayores los escándalos que se originaran en los ridículos sermones de este sujeto»143; concluyendo por pedir al Tribunal, ya que él nada podía hacer, con que se pusiesen estos hechos en noticia del confesor del Rey, y que no habían de impedir al fin que Arregui ascendiese al obispado y lo gobernase hasta su muerte, ocurrida en 1734144.

Como de ordinario, no eran muy cordiales las relaciones que los inquisidores guardaban entre sí. En efecto, había entrado a desempeñar la fiscalía en agosto de 1722145 el doctor Cristóbal Sánchez Calderón, mozo que, si bien graduado en Alcalá, no pasaba de los veintiocho años, en lugar de Gutiérrez de Cevallos, que ascendió a segundo inquisidor, y a quien hubo de reemplazar más tarde en este puesto, por su promoción al obispado de Tucumán, en 1730146.

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Ibáñez que en virtud de su antigüedad seguía presidiendo el Tribunal, luego se ligó estrechamente con Calderón, y tan pronto como Gutiérrez de Cevallos recibió el título de su promoción, le envió recado con el secretario indicándole que se excusase de seguir asistiendo a las audiencias. «Yo, dice aquél, hablando de este incidente, procure hacer de necesidad virtud, conociendo que ninguna diligencia habría de bastar a reducirlos de su siniestra intención, pero por cumplir con mi celo y devoción al Santo Oficio y lastimarme muy de veras el grande atraso del despacho, habiendo reos de trece años de prisión y once que yo haciendo oficio de fiscal, les puse la acusación por delitos de formal molinismo...147 les manifesté a los inquisidores mi ánimo de asistir siempre». Pero Ibáñez, a pesar de su enfermedad de parálisis, que lo retenía en ocasiones impedido por más de tres meses, no cejó en su primera resolución, y, por el contrario, con motivo de una fiesta que hubo en la capilla del Tribunal y por cuya asistencia cada uno de los jueces se hacía pagar ocho pesos de propina, ordenó que no se le acudiese con ella al nuevo obispo: lo que no impidió, sin embargo, según este asegura, que siguiera visitándole y aun cumplimentándole puntualmente en los días de su santo.

Llegó en esto el 12 de enero de 1731, en que habiendo ido el virrey Marqués de Castelfuerte a visitar a Gutiérrez, que continuaba viviendo en el edificio de la Inquisición, manifestó el deseo de que se le permitiese conocer las salas y dependencias del Tribunal que fuese lícito inspeccionar. En este momento se hallaba allí inmediato el negro barrendero, que era el que guardaba las llaves, y habiéndole llamado el inquisidor, bajaron los tres a que el Virrey viese la sala de audiencia y la capilla, únicas partes del edificio que se dejaban visitar aún a los personajes de la nota de los Virreyes148. De regreso, pasó el negro por la puerta de la habitación del fiscal, el cual permanecía mientras tanto escondido tras del arco del zaguán, y haciendo que el alcaide le preguntase si había visto el Virrey la sala del Tribunal, y como el   —250→   interrogado negase, replicó Sánchez, que bien sabía la parte del edificio que había visitado el Virrey, «como no haya visto el Tribunal, esta bien lo demás». Mas, al salir de la audiencia el primer día en que la hubo, sigue refiriendo Gutiérrez, al llegar a la portería, en presencia de los notarios y criados, Ibáñez, encarándose al licenciado presbítero Antonio de Luzurriaga, que hacía de portero, le dijo: «la llave del Tribunal no se fía a nadie, que ha sido muy grande atrevimiento haberlo abierto sin mi licencia, porque el señor don José es ya obispo y no manda aquí, que aquí sólo yo mando, y por mi ausencia, el señor fiscal»; después de lo cual aquella misma tarde se despidió al negro.

Este suceso no podía pasar inadvertido en la ciudad, siendo tan grande, en efecto, el rumor que se levantó en ella, que Ibáñez, al cabo de tres días, llamó al sacristán para preguntarle con que pretexto había despedido al negro, y como se le respondiese que por cierto descuido que tuviera con las lámparas, le mandó que le hiciese volver a su oficio; pero aquél, que «debajo de su tiznado color, expresaba Gutiérrez, es de mucha razón y punto», se llegó a ello redondamente.

Mientras esto pasaba en el Santo Oficio, el virrey envió a uno de sus gentileshombres a casa de Gutiérrez para pedirle que le informase de lo sucedido, y pasando en persona a verle en aquella misma tarde para expresarle cuán sentido se hallaba con el proceder de Ibáñez; a quien el obispo procuró entonces disculpar, manifestándole que aquél era sólo un negocio entre compañeros, de que él no debía darse por aludido... Después de esto, Ibáñez vino a comprender que el paso que había dado era manifiestamente ofensivo al Virrey, a quien dio sus excusas, haciéndole presente que su enojo había nacido de que no se le hubiese avisado que estaba en las casas de la Inquisición para haberle hecho en persona los honores correspondientes a su rango.

Explicando Gutiérrez al Consejo la razón de la malquerencia de sus colegas hacia él, entra en algunos pormenores que conviene declaran. Atribuíala, en primer lugar, a los numerosos asuetos que los jueces acostumbraban darse con cualquier pretexto, y eso «fuera de los de tabla, que son, con poca diferencia, la mitad del año», siendo que el sueldo de que disfrutaban, tanto Ibáñez como Calderón, ascendente a cuatro mil novecientos sesenta y tres pesos y pico, sin ayudas de costas149, bien les hubiera permitido excusarse de semejantes holganzas;   —251→   el haberse el exponente resistido a que Ibáñez nombrase de secretario a Lorenzo Rizo, que hacía de relator en lo civil, empeño en que había salido mal, por cuanto el candidato resultó ser hijo bastardo de un genovés y de una mujer espuria de cierto eclesiástico, interesado, muy codicioso y tan mal reputado, que tenía al Tribunal con dos mil quejosos en su ministerio de relator, por más estofado que se hallase con su grado de doctor. Refería, además, que otro tanto había ocurrido en el nombramiento de un consultor y en el del cirujano del Tribunal, recaído en un José de Ayala, mulato, y por añadidura, expósito; concluyendo todavía por afirmar que el jefe de la Inquisición acostumbraba valerse siempre de criados mestizos o mulatos, y hasta de un indio neto, por quien se empeñara con el Arzobispo para que le ordenara, como lo había conseguido, porque así se imaginaba mandar con más absolutismo en ellos, máxima que igualmente pretendía aplicar a todos los dependientes del Santo Oficio.

Citaba enseguida, Gutiérrez, los abusos cometidos por su colega en la elección de las niñas huérfanas que habían de entrar al colegio, cuyo patronato tenía; que hacía nueve años a que no hacía publicar edictos; que había alterado las horas de audiencia; y, por fin, que a pesar de las denuncias que había contra el Comisario de Jauja, y entre otras, una sobre ciertas estocadas que había tirado una noche, andando en hábito seglar, a don Pedro de Salazar y que se le habían justificado por información de doce testigos, sostenía el fiscal que la tal información no merecía ninguna fe, y en consecuencia, que no existían méritos para proceder contra el delincuente150.

Debemos citar aquí también, que ya se trata de esclarecer la conducta del inquisidor más antiguo, una acusación que le hacían en cuerpo sus demás colegas, a saber, que se había a tal punto familiarizado con el jesuita Gabriel de Orduña que no se miraba en revelarle el secreto de cuanto pasaba en el Tribunal, «manifestando en amistad más allá de su obligación», siendo que el jesuita, con poco recato, no demostraba empacho alguno en revelar esas confidencias, con tanto extremo, que ni aún sus íntimas relaciones con el amigo decidido con quien contaba en la Inquisición le valieran para que por su inconsiderado proceder se le encausase «como oblocuente e injurioso al Santo Oficio». Hubo al fin que dar cuenta de ello al Consejo, el cual dispuso   —252→   que el mismo Ibáñez llamase al reo para significarle se contuviese en sus palabras y tratase en adelante al Santo Oficio con el respeto y veneración que merecía: disposición que al fin no pudo cumplirse porque, bien fuera por una circunstancia casual, o por las buenas inteligencias que la Compañía mantenía en España, la resolución del Consejo llegó a saberse en Lima antes de que se diese lectura a la orden del Consejo, de que lastimadísimos los ministros exclamaban dirigiéndose a aquel alto cuerpo: «en esto podrá Vuestra Alteza conocer el estado a que ha llegado en este tiempo el Santo Oficio, sobre que sólo nos queda lugar a la compasión y rogar a Vuestra Alteza por el remedio»151.

Habían, mientras tanto, transcurrido cinco años sin que la capital hubiese presenciado ningún auto de fe, ni aun de los menores que se celebraban en la capilla del Tribunal o en la iglesia de los dominicos, hasta que por los fines de 1730 se presentó en la persona de Roberto Shaw, el solo penitenciado, la ocasión de uno, acaso el más pobre de cuantos hasta entonces habían tenido lugar.

Era aquel un marinero de la expedición de Clipperton, natural de Halifax, que desertándose en Panamá y metiéndose en un barco español había ido a parar al Callao y de ahí al Cuzco. Preso «por hereje y calvinista de profesión», después de nueve meses de cárcel, pidió que le bautizasen, manifestando que quería reconciliarse con la Iglesia católica. Diosele, en consecuencia, como instructor a fray Tomás Correy, a quien, después de tenerlo medianamente instruido en las verdades de la religión, con poco aprovechamiento de ellas, se le huyó un buen día, después de descerrajarle un baúl y de llevarle algunas alhajas y ciento sesenta pesos en plata, para ir a aparecer a Puno, donde se había establecido con una carnicería, en unión de una mulata esclava y de una mujer española. Llevado nuevamente a Lima y conclusa su causa, se le mandó absolver ad cautelam, sin abjuración, con orden de que se confesase tres veces en el primer año y rezase todos los sábados, de rodillas, un tercio del rosario.

Más notable había de ser el auto que se acordó tuviese lugar el día 12 de julio de 1733, a cuyo efecto pasó Sánchez Calderón a manifestar esta resolución al Virrey, Marqués de Castelfuerte, quien no sólo ofreció para el auto el concurso de las milicias y la asistencia de la Audiencia, sino que aseguró que podía también contarse con su presencia. Volvió   —253→   el Fiscal al día siguiente a tributar las gracias al Marqués y a significarle al mismo tiempo que por el estado de atraso en que se encontraban las rentas del municipio, el auto se celebraría en la iglesia de Santo Domingo y no en la plaza, único sitio a que sus antecesores habían acostumbrado concurrir cuando no se hallaban de incógnito dentro de lo que vulgarmente llamaban jaulas. Porfió el Virrey en que a pesar de eso quería hallarse presente, y como no hubiera forma de disuadirle de su empeño, hubo de tener lugar la ceremonia como si se tratase de una pública152.

El muy famoso doctor don Pedro de Peralta Barnuevo y Rocha, a quien el Virrey, deseando perpetuar el recuerdo de una fiesta cuya solemnidad en gran parte le era debida, dio el encargo de publicar su relación, cuenta que «apenas había amanecido el día señalado, pasó una compañía de infantería con fusil y bayoneta calada a guardar el cementerio del templo para contener al pueblo, cuya curiosidad era tan grande que fue necesario resistir lo mismo que se debía celebrar».

junto al acompañamiento del Virrey en Palacio, pasó en carroza a las casas de la Inquisición y después de apearse, penetró en el patio del Tribunal, con la Audiencia, Tribunal de Cuentas y el Cabildo, llegando hasta las gradas del Antetribunal, donde ya lo esperaban los inquisidores, tomándolo al medio para comenzar luego la procesión.

Iba en la vanguardia un trozo de soldados de caballería, vestidos de rico paño azul con botonaduras de plata y bandas de terciopelo carmesí, rematadas de hebillaje igualmente de plata, con espada en mano. El resto de la caballería se había abierto en dos alas para coger en medio y proteger la procesión. Venían después las compañías de infantería del presidio del Callao; luego seguía la cruz de la Catedral, llevada por el cura don Ignacio Díaz, acompañado de numerosos clérigos, revestidos de magníficos sobrepellices. Seguían los familiares, adornados de sus veneras y hábitos, los calificadores, títulos y caballeros que iban de padrinos, todos con las insignias del Tribunal. Iban los reos que esta nobleza apadrinaba, en número de doce, conducidos por el alcaide de las cárceles, llevando el bastón, insignia de su cargo, acompañado del nuncio del Tribunal. Llevaba luego el estandarte del Santo Tribunal su alguacil mayor, en medio de los dos alcaldes de la ciudad, sosteniendo cada uno una de las borlas. Seguía el Cabildo, el Tribunal   —254→   de Cuentas y la Audiencia, sucediendo al oidor más antiguo don José de Santiago Concha, el Virrey, que tenía su derecha a Ibáñez de Peralta, y a su izquierda a Sánchez Calderón, cubiertos con sus chapeos o sombreros de ceremonia, a todos los cuales precedía inmediatamente la compañía de alabarderos. Tras del Virrey, iban sus secretarios y gentiles hombres y otro trozo de caballería. La procesión ocupaba muchas cuadras entre el gentío que amenazaba desplomar los balcones, abriéndose la iglesia para dar paso al séquito. Los altares estaban cubiertos con velos negros, y a un lado del de Santo Domingo, se veía un tablado de dos gradas, cubierto de bayetas negras, del tamaño de la cúpula. En el presbiterio había tres sillas con tres almohadas de terciopelo verde a los pies, debajo de un dosel, a cuyo frente se veía un crucifijo de marfil, y delante de la silla del medio, un sitial sin almohada, con otro crucifijo, y al lado una cajuela guarnecida de plata que encerraba los procesos de los reos, la cual habían traído en la procesión dos familiares. Sentose allí el Virrey y los inquisidores, y por su orden el resto de la comitiva. El estandarte de la fe estaba en medio de la peana del altar mayor, y los reos se colocaron en las gradas del tablado con las señales infamantes de sus delitos.

Comenzó en el altar mayor la misa un fraile dominico, quien, acabada la epístola, se sentó, y ofreció entonces el inquisidor más antiguo la campanilla a Su Excelencia: sonola, y pasándosela a aquél para que dirigiese el resto del acto se volvió hacia el Virrey y le exigió el juramento de estilo. Salió enseguida al púlpito un mercedario a leer el juramento de la fe que debían hacer la Audiencia, Cabildos, etc., diciendo en el acto, dirigiéndose al pueblo: «alzad todos las manos, y diga cada uno juro a Dios, etc.». Siguió luego la lectura del edicto y constitución de Pío V. Vino después la lectura de las causas de los reos, para lo cual iban subiendo al púlpito cada uno de los señores diputados para este efecto, comenzando el mismo secretario del Santo Oficio, la de María de la Cruz, alias la Fijo, «hechicera, de casta negra, natural de esta ciudad, de edad de treinta y seis años, libre, y de estado casada, penitenciada por este Santo Oficio el año pasado de mil setecientos y diez y siete, por delitos de superstición y brujería. Salió en cuerpo al auto, en forma de penitente, con las señales de coroza de supersticiosa, hipócrita, maléfica, y embustera, de soga gruesa al cuello y vela verde en las manos, por haber reincidido en los inicuos artes referidos, solicitando personas a quienes dar medicamentos amatorios para ser queridas   —255→   y lograr fortuna en el infame empleo de sus torpes tratos; haciéndolo ella de lo que así ganaba. Abjuró de levi, fue advertida, reprehendida y conminada, y condenada en que saliese el día siguiente por las calles públicas y acostumbradas, en bestia de albarda, donde, a voz de pregonero que publicase su delito, le fuesen dados doscientos azotes (de los cuales se le relevó por justos motivos, saliendo sólo a la vergüenza) y en la pena de destierro de la corte de Su Majestad y de esta ciudad, al puerto de Arica, y en algunas penitencias instructivas de los misterios de nuestra santa fe y provechosas a su alma. Fue esta apadrinada de los marqueses de Santiago y Monterico, familiares.

«Joseph Nicolás Michel, español, natural de la ciudad de La Paz en este reino, y vecino de la villa de Oruro, de edad de más de veinte y ocho años, ejercitado en enseñar gramática a niños. Salió al auto en cuerpo y en forma de penitente, con coroza de supersticioso, hipócrita y embustero, soga gruesa al cuello y vela verde en las manos, por los delitos de haber dicho número de cuarenta misas, sin tener órdenes algunas y haber usado de maleficios y artes mágicos, con que convertía a la vista en negros a los hombres blancos; y por el de la desesperación, con que, desconfiando de la misericordia divina, intentó quitarse la vida varias veces en la misma cárcel, donde se le desató el lazo que se tenía echado al cuello; hallósele un envoltorio de varios instrumentos y yerbas, de que usaba para sus maleficios. Abjuró de levi, fue advertido y reprehendido y conminado, y condenado en la pena de doscientos azotes, para el día siguiente, y en la de destierro, en la forma que la reo antecedente, al presidio de Valdivia por siete años, con algunas penitencias saludables en el hospital de San Juan de Dios del mismo presidio, donde fuese instruido en nuestra santa fe; y fue inhabilitado perpetuamente para ascender a sacros órdenes. Fueron sus padrinos, don Francisco de los Santos y Agüero y don Joachim de los Santos Agüero, regidores de esta ciudad y familiares.

»Pedro Sigil, mestizo, natural de la villa de Guancavelica, residente en el pueblo de Atunyauyos en la provincia de Yauyos, de edad de cuarenta años y de ejercicio labrador. Salió en la forma que los precedentes, con coroza de supersticioso y sambenito de media aspa, soga gruesa y vela verde, por los delitos de haber hereticado y apostatado de nuestra santa fe católica, idolatrando y dando culto gentílico a sus ídolos, con sacrificios y adoraciones en su honor, oblaciones de bebidas y frutos de la tierra, y víctimas que degollaba delante de ellos,   —256→   de carneros de Castilla y de otros animales de este país, nombrados llamas, que ofrecía por medio de otra mestiza, que había erigido en sacerdotisa de aquellas falsas aras, a quien prestaba suma reverencia; pasando a afirmar que aquellos ídolos eran los autores de todos los bienes, dándoles la vida, el sustento y la abundancia de los frutos, y librándolos de las enfermedades y las pestes: actos idolátricos a que había destinado en las semanas del año el día martes, y singularmente el precedente a las vísperas del Corpus Christi. La forma de estos sacrificios era la de matar aquellos animales para hacerlos comida de los ídolos, entrándoles el cuchillo por un costado; mientras la sacerdotisa, oculta en un sótano u horno, estaba esperando la sangre vertida de mano de este apóstata, que se la entregaba cogida en unos vasos, que acá se llaman mates, para que la diese a beber a aquellos mismos ídolos, y después la regase por el suelo, donde la referida estaba con el quipo, que es un atado en que los naturales guardan sus trajes y comidas. De que lograba el que los alcaldes de su pueblo le abonasen cien pesos por la cabeza de ganado que mataba por esta especie de sacrificios, y otros. Abjuro de vehementi y fue absuelto ad cautelam, y condenado en confiscación de la mitad de sus bienes para la cámara y fisco de Su Majestad y para su receptor general en su real nombre. Fue asimismo advertido, reprehendido y conminado, y sentenciado a que el día siguiente saliese en bestia de albarda por las calles públicas y acostumbradas, desnudo, como los demás, de la cintura arriba, a la vergüenza, y en la pena de destierro de la villa de Madrid, corte de Su Majestad, y de esta ciudad, por cinco años al presidio de Valdivia, y otras saludables. Fueron sus padrinos, don Pedro de Arce y don Balthasar Hurtado Girón, familiares.

»Calixto de Herazo, mestizo, natural de San Juan de Pasto, en la provincia de Quito, de ejercicio labrador, de edad de más de treinta años y de estado casado, residente en Santiago de Guayaquil. Salió al auto en la forma que los antecedentes, con coroza en que estaban pintadas insignias de casado dos veces, soga y vela verde, por el delito de poligamia o haber contraído segundo matrimonio en la referida ciudad de Guayaquil, viviendo su primera mujer en la villa de San Miguel de Ibarra de la provincia referida. Abjuro de levi fue advertido, reprehendido y conminado, y condenado a que el día siguiente se le diesen, en la forma que a los demás, doscientos azotes, y en la pena de destierro de la villa de Madrid y de esta ciudad, por tiempo de cuatro años al   —257→   presidio de Valdivia, rebajándosele de estos los de su prisión, con otras saludables. Y en cuanto al vínculo del matrimonio, se remitió al juez eclesiástico ordinario, que de la causa puede y debe conocer. Fueron sus padrinos, don Pascual de Prada y don Juan Joseph de Herrera, familiares.

»Juan Domingo de Llano, alias de Espínola, natural de la ciudad de Génova, y residente en esta de Lima, de edad de treinta y tres años, de ejercicio cirujano y de estado casado. Salió en la forma que los precedentes, con coroza, en que estaban puestas insignias de casado dos veces, por el delito de poligamia o segundo matrimonio, que celebró en el pueblo de Corocotillo de la provincia de Bracamoros, del corregimiento de Chachapoyas, en el obispado de Trujillo, viviendo su primera mujer en esta ciudad. Abjuro de levi, fue advertido, reprehendido y conminado, y condenado a que el día siguiente saliese por las calles públicas en la manera que los antecedentes, donde le fuesen dados doscientos azotes, cuyo castigo se le suspendió por justos motivos, mandándose que sólo saliese a la vergüenza; y en la pena de destierro de la corte y capital referida, por tiempo de cuatro años al presidio de Valdivia, y en otras espirituales y edificativas. Y en cuanto al vínculo del matrimonio, se remitió al juez ordinario eclesiástico que de la causa puede y debe conocer. Apadrináronle don Diego Miguel de la Presa, regidor perpetuo de esta ciudad, y don Luis Carrillo de Córdoba, marqués de Concham, familiares.

»María Atanasia, negra criolla, esclava, natural de esta ciudad, de edad de veinte y nueve años, y de estado casada. Salió en la forma referida, con coroza, en que se veían puestas insignias de casada dos veces, soga al cuello y vela verde en las manos, por el mismo delito de haber contraído segundo matrimonio en esta ciudad, viviendo en ella a un mismo tiempo su primer marido. Abjuró de levi, fue, como los demás, advertida, reprehendida y conminada, y condenada a que saliese por las calles públicas y acostumbradas en bestia de albarda, desnuda de la cintura arriba, donde, a voz de pregonero que publicase su delito, le fuesen dados doscientos azotes; y en la pena del destierro por tiempo de cinco años al lugar que se le asignaría, rebajándole el de su prisión, y en otras saludables y espirituales. Y en cuanto al vínculo del matrimonio, se remitió al juez ordinario eclesiástico, que de la causa puede y debe conocer. La apadrinaron don Francisco de Sosa y don Manuel Pérez Victoriano, familiares del Santo Oficio.

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»Manuel de Jesús, alias Zaboga, negro de Guinea, de casta congo, esclavo de la hacienda de San Juan que posee la sagrada Compañía de Jesús en el distrito de esta ciudad, de más de sesenta años de edad, viudo. Salió al auto en la forma de penitencia que los reos antecedentes, con coroza de supersticioso, hipócrita, embustero, soga al cuello y vela verde en las manos, por los delitos de la superstición y la impostura, en cuyos infames artes era famoso maestro, con artífice de singulares maleficios, ejecutados con varias yerbas, cocimientos y fricciones inhonestas del cuerpo de las personas de ambos sexos, al torpe y engañoso fin de producir alguna fortuna en sus ilícitos amores, y a otros de curarlos de los dolores que sentían por los maleficios que les persuadía que padecían. En cuyas operaciones mezclaba varias cosas y palabras sagradas a los conjuros y santiguos que hacía, valiéndose del sacrílego auxilio de nombrar a los santos, y haciendo señales de cruz con palma bendita, sobre las cuales mandaba que pasasen las personas referidas; a quienes fricaba los desnudos cuerpos, con cuyes (animales semejantes a los conejos) y propinándoles bebidas de ciertas aguas confeccionadas de varias inmundicias y polvos que fingía ser medicamentos de botica; vendiéndose por inteligente en medicina, por haber asistido en su mocedad a la botica de la referida sagrada Compañía, para lograr por precio de sus embustes las cantidades que les pedía. Abjuro de levi, fue advertido, reprehendido y conminado, y condenado a que saliese por las calles públicas y acostumbradas, en la forma que los demás, donde le fuesen dados doscientos azotes (los cuales no se ejecutaron por justos motivos) y en la pena de destierro por tiempo de seis años al lugar que se le asignaría, y en otras instructivas y saludables. Fueron sus padrinos don Matías Vázquez de Acuña, conde la Vega del Ren, y don Jerónimo Vázquez de Acuña Iturgoyen, comisario general de la caballería y batallón de esta ciudad, familiares del Santo Oficio.

»Juan Joseph de Otarola, cuarterón de mulato, libre, natural y vecino de esta ciudad, de edad de más de cuarenta años de oficio bordador y de estado casado; penitenciado que fue por el mismo Santo Oficio en el año pasado de mil setecientos y quince, por testigo formal y falso, para que cierta persona religiosa y profesa celebrase matrimonio, que desde luego se efectuó. Salió al auto en forma de penitente, con coroza, en que se veían insignias de casado dos veces, con soga gruesa al cuello, y vela verde en las manos, por el delito de haber contraído segundo matrimonio en esta ciudad, viviendo en el pueblo de   —259→   la Japallanga en la provincia de Xauxa, su primera mujer. Abjuro de levi, fue advertido, reprehendido y conminado, y condenado en la pena de doscientos azotes, que se le diesen por las calles públicas, a voz de pregonero que publicase su delito, en la de destierro por tiempo de cinco años al presidio de Valdivia, donde sirva a Su Majestad a ración y sin sueldo, y sea instruido por el comisario del Santo Oficio en los misterios de nuestra santa fe y doctrina cristiana, y en otras saludables y espirituales. Y en cuanto al vínculo del matrimonio, se remitió al juez ordinario eclesiástico, que de la causa puede y debe conocer. Apadrináronle don Joseph de Llamas, general del Callao, y don Antonio Sarmiento Sotomayor, conde del Portillo, familiares del Santo Oficio.

»Juana Caldera, cuarterona de mulata, libre, natural y vecina de esta ciudad, de edad de más de treinta años de estado casada, y sin ejercicio alguno. Salió en cuerpo al auto, en forma de penitente, con coroza, en que estaban delineadas insignias de supersticiosa, hipócrita y embustera, soga y vela verde, por maestra famosa en las artes de superstición y el maleficio, con que solicitaba personas a quienes propinar bebidas amatorias, atractivas de los hombres, así para que estos las amasen, como para que no se apartasen de aquella ilícita comunicación, con que lograban las conveniencias del dinero y fortuna que les producía. A que añadía varias aguas confeccionadas de diversas yerbas en que las bañaba, con encantaciones y conjuros, en que mezclaba palabras sagradas y la señal de la cruz: todo a efecto de vender este maléfico beneficio por la plata, que era el precio de su paga. Abjuró de levi, fue advertida, reprehendida y conminada, y condenada, como los precedentes, en la pena de doscientos azotes (que por justos motivos no se ejecutaron) y en la de destierro por tiempo de cuatro años, que hubiese de cumplir en la ciudad de Ica, reclusa en el beaterio de dicha ciudad, y en otras instructivas y saludables. Fueron sus padrinos, don Isidro Cosio, del orden de Alcántara, prior del Consulado de esta ciudad, y don Juan Antonio de Tagle, familiares del Santo Oficio.

»María de Fuentes, mestiza, natural del pueblo de la Gloria, de la jurisdicción de Santiago de Chile, en que era residente, de edad de más de treinta y seis años, de oficio tejedora, de estado casada y sirviente en el hospital de San Juan de Dios. Salió en la forma que los reos antecedentes, con coroza pintada de insignias de casada dos veces, por el delito de haber contraído segundo matrimonio en dicha ciudad de Santiago, viviendo su primer marido. Abjuro de levi, fue advertida,   —260→   reprehendida, y conminada en la forma que los demás, en la pena de doscientos azotes, y en la de destierro por espacio de tres años al lugar donde se le señalase por el Santo Tribunal, y en otras espirituales e instructivas. Y en cuanto al vínculo del matrimonio, se remitió al juez ordinario eclesiástico, que de la causa pudiese y debiese conocer. Fueron sus padrinos don Luis de Oviedo y Echaburu, conde de la Granja, y don Francisco Hurtado de Mendoza.

»Francisco de las Infantas, mestizo, natural del pueblo de Lucanas de la provincia de Otoca, en el obispado de Guamanga, residente en la de Abancay, de edad de más de cuarenta años, de oficio labrador y de estado casado. Salió en la forma de penitente que los demás, con coroza, y en ella insignias de casado dos veces, por el delito de la poligamia, cometido en haber celebrado segundo matrimonio en el valle de Abancay, viviendo su primera mujer en dicho pueblo Lucanas. Abjuro de levi, fue advertido, reprehendido y conminado, y condenado a que se le diesen doscientos azotes, y en la pena de destierro en la manera que los antecedentes, por tiempo de cuatro años, al lugar que se le señalaría por el Santo Tribunal, como lo fue el de la isla del Callao, donde trabajase en cortar piedra, y otras saludables. Y en cuanto al vínculo del matrimonio, se remitió al juez eclesiástico ordinario, que de la causa puede y debe conocer. Apadrináronle don Francisco de Paredes y Clerque, marqués de Salinas, y don Agustín de Echeverría Zuloaga, marqués de Sotohermoso.

»Sebastiana de Figueroa, cuarterona de mestiza, natural y vecina de la ciudad de León de Guanuco, de estado viuda, de edad de más de sesenta años y de ejercicio hiladora. Salió en forma de penitente que los reos precedentes, con coroza, en que estaban pintadas insignias de supersticiosa, hipócrita, embustera, y con sambenito de media aspa, soga y vela verde, por los delitos de haber hereticado y apostatado de nuestra santa fe católica, dando adoración y culto al demonio, y valiéndose de este maestro del engaño para los que ejecutaba, y para los diabólicos artes con que pervertía a unos y maleficiaba a otros, con daños que les hacía en sus personas y en sus bienes y causando a algunos el aborrecimiento a los que amaban: ejercicio en que por medio de supersticiosos medicamentos adivinaba a otros su próxima muerte, cuya predicción comprobaba lo triste del suceso. A que añadía diversos otros maleficios, haciendo a varias personas fricciones con yerbas prevenidas, y con cierto animalillo de color blanco, en cuyo vientre (que para esto   —261→   abría) las introducía con alguna plata; sin que por esto muriese el referido animalito, a quien, hallado después vivo, arrojo a un río. En que no parando sus delitos, pasó a cometer los de quitar a muchas personas la vida, y a otros encantos, como el de embarazar la voz a algunos por medio de una espina atravesada en la garganta de un muñeco hecho de cera (figuras de que se le hallaron varias, formadas de hombres y mujeres) y a los de usar de baños confeccionados de diferentes yerbas, que daba a las mujeres para ser queridas de sus galanes o maridos, con el torpe permiso de dejarlas libres para vivir con toda la licencia que deseaban, por la infatuación que introducía en aquellos para que no la advirtiesen, vengándose, al contrario, de los que resistían semejante libertad, con la crueldad de fulminarles graves dolores y una total insensatez, a que después de haber penado mucho tiempo, les hacía poner por término la muerte, fuera de otros muchos execrables crímenes que cometía, como secuaz famosa de la apostasía e insigne artífice del maleficio. Abjuro de vehementi, fue advertida, reprehendida y conminada, y condenada en confiscación de la mitad de sus bienes para la cámara y fisco de Su Majestad y su receptor general en su real nombre, y que al día siguiente se le diesen doscientos azotes en la forma que a los demás (los cuales se le remitieron por justos motivos) y en la pena de destierro por cuatro años al lugar que se le señalase por el Santo Tribunal, donde fuese instruida en los misterios de nuestra santa fe, con otras saludables y espirituales. Fueron sus padrinos don Joseph de Tagle Bracho, marqués de Torre Tagle, y don Ventura Lobatón y Hazaña, familiares del Santo Oficio.

»Concluida la lectura de las causas y sentencias, bajaron los reos de el tablado donde estaban, y conducidos al presbiterio de la capilla mayor, se separaron de los demás los dos que tenían sambenito de media aspa, e hincados de rodillas delante de la mesa y asiento de los señores inquisidores, puestas las manos sobre la santa cruz y evangelios que allí estaban, repitieron la abjuración de vehementi, que les fue leyendo don Joseph Thoribio Roman de Aulestia, como secretario del Secreto. Y levantado en pie el señor inquisidor más antiguo, doctor don Gaspar Ibáñez, con estola morada al cuello, recito en el Manual Romano las oraciones señaladas, a que habiendo seguido el himno Veni creator spiritus, cantado con devota entonación por la comunidad de los religiosos asistentes, hizo el referido señor inquisidor a los postrados reos las preguntas de los artículos de la fe, en cuyas respuestas manifestaron   —262→   su creencia y su instrucción; y pasando a decir el salmo del Miserere destinado a la penitente ceremonia, los clérigos que habían acompañado la cruz de la mayor parroquia, que ya allí se hallaban prevenidos, como sacros ministros de la piadosa pena, les herían con sendas varas las espaldas, haciéndole a cada verso los repetidos golpes, ecos de arrepentimiento de las voces de la contrición: acto a que sucedió la absolución que les dio el inquisidor, según la forma del mismo Manual y el sacro estilo de semejantes casos. Después de cuya acción, apartados los dos reos referidos, llegaron los demás, y arrodillados ante los mismos señores en la forma que aquellos, pronunciaron la abjuración de levi, que les fue leyendo el mismo secretario. Con que habilitados todos por mano de la penitencia a la asistencia del sacrosanto sacrificio de la misa, que había suspendido la presencia de los que antes eran detestables, prosiguió luego en el altar mayor, ante cuya peana postrados estos, y encendidas las velas que llevaban, al tiempo del Sanctus, fue cada uno besando la mano del sacerdote, luego que se acabó la misa, con que se terminó toda la acción del templo».

En el mismo orden que había ido, fue el Virrey en procesión a dejar a los inquisidores, hasta despedirlos a la puerta del Tribunal.

Al día siguiente salieron los reos entre las compañías de a caballo y ministros ordinarios del Santo Oficio y familiares que los conducían, montados en caballos adornados de ricos jaeces, con sus insignias y varas de justicia, seguidos del Alguacil mayor y del secretario menos antiguo, también «en caballo de manejo», con gualdrapas de terciopelo negro. Los penitenciados, «unos a la vergüenza y otros al dolor, fueron llevados por las calles acostumbradas, donde la cabeza y la espalda, sujetas a la coroza y al azote, tuvieron la asistencia de la infamia y el golpe, que formaban todo el tenor del castigo»153.

Pero acaso lo más original de este auto fue la escapada que hizo su panegirista e historiador de caer en las manos de los inquisidores cuya fama colocaba tan alto; pues con ocasión de haberse notado en la relación algunas proposiciones que «se habían hecho reparables» estuvo a pique de ser encausado, debiendo su salvación sólo a que por haber trabajado de orden del Virrey, los jueces no se atrevieron a procesarlo, temiendo se siguiesen «perniciosas consecuencias, por no haber de persuadirse   —263→   se hacía por causa de las proposiciones, sino en odio de que corran públicos sus simulados aplausos»154.

El ejemplo del doctor Peralta Barnuevo, encontró, con todo, bien pronto un imitador en don José Bermúdez de la Torre y Solier, alguacil mayor de la Audiencia y consultor del Tribunal, al cual con reverente humildad dedico su libro Triunfos del Santo Oficio peruano, en que se contiene la relación de los dos autos de fe celebrados el 23 de diciembre de 1736 y el 11 de noviembre del año siguiente.

Como era de costumbre en tales casos, el fiscal Diego de Unda, que por ascenso de Sánchez Calderón había pasado a ocupar el puesto que este dejaba vacante, fue a transmitir la noticia al Virrey Marqués de Villargarcía, y para que llevase el estandarte de la fe, a su hijo, que servía de capitán de la guardia de alabarderos, y al Arzobispo, que no había de asistir a la fiesta. El secretario Román de Aulestia, con igual objeto, pasó a notificar a los Oidores, Cabildo Eclesiástico y Secular, a la Universidad y Consulado. Hízose enseguida la publicación de estilo con ostentoso aparato, y ya listos los tablados en la plaza y colocados en su sitio el Virrey e inquisidores, dijo el sermón acostumbrado el padre fray Juan de Gacitúa; se prestó el juramento de estilo, y acto continuo, se dio principio a la lectura de las causas de los reos.

Fueron estos: Antonia Osorio, alias la Manchada, mulata, limeña, viuda, de cuarenta años, acusada de propinar maleficios amatorios, que se presentó (como los demás reos de este delito) en cuerpo, en forma de penitente, con sambenito de media aspa, coroza de supersticiosa, soga gruesa al cuello y vela verde en las manos; abjuró de vehementi, fue absuelta ad cautelam, y condenada a que saliese al día siguiente por las calles públicas, en bestia de albarda, desnuda de la cintura arriba, y recibiese doscientos azotes a voz de pregonero, con destierro a Guayaquil por diez años, y otras penitencias.

Micaela de Zavala, cuarterona de mulata, también limeña, soltera, de treinta y tres años, vendedora de jamón; y María Teresa de Mallavín, esclava, de veintiocho.

María Hernández, alias la Pulpa, y su hija María Feliciana Fritis, alias la Pulpa menor, chilenas; Sabina Rosalía de la Vega, mulata libre, natural del pueblo de Caravelli, de cuarenta años, casada, de   —264→   oficio hilandera; Teodora de Villarroel, natural y vecina de Lima, de veintiocho años, sin oficio, soltera; Rosa de Ochoa, alias la Pulis, negra criolla, limeña, soltera, sin oficio; todas las cuales recibieron la misma pena de la primera.

Juan de Ochoa, lego expulso de Santo Domingo, limeño, de cuarenta años, conocido por galante y obsequioso familiar de algunas de las antecedentes, y, entre ellas, por el título y renombre de la «docta pluma», que salió al auto, en cuerpo, en forma de penitente, con sambenito de media aspa y demás insignias, abjuró de vehementi, fue advertido, reprendido, conminado y absuelto ad cautelam por sospechoso en la fe; y por justos motivos, dice Bermúdez, «se le relevó de la pena de azotes, dispensándosele a esta docta pluma que se le diera el grado de maestro en diabólicas artes y doctor en malvada brujería, sin paseo en que se oyese el rumor de trompetas y atabales, dejando de sonar estos en sus espaldas, y aquellos en las voces que por el fuese echando el pregonero».

Felipe de la Torre, cuzqueño, casado, de cincuenta años, batihoja, y que ya había sido sentenciado por polígamo en 1719, salió con sambenito de media aspa, coroza, soga al cuello, vela verde en las manos y mordaza en la boca, por haberse fingido reo del Santo Oficio, diciéndose religioso sacerdote, y por blasfemias hereticales. Estando preso en la cárcel de corte, se le acusó de haber usado de figuras y yerbas para conseguir mujeres, habiendo intentado por tres veces ahorcarse en su prisión. Abjuró de vehementi, fue absuelto ad cautelam, sentenciado a recibir doscientos azotes por las calles y a servir por tiempo de diez años a Su Majestad en Valdivia, a ración y sin sueldo, «y a cumplir otras saludables penitencias, instructivas de los misterios de nuestra santa fe, espirituales y edificativas».

Bernabé Morillo, alias Juan Bernabé de Otarola, negro criollo, esclavo, cocinero, residente en el Callao, testificado de pacto con el demonio, «y haberse introducido a asegurar a las mujeres estar maleficiadas, ofreciendo curarlas, sacarles de los cuerpos culebras y sapos, y darles fortuna con los hombres»: abjuró de vehementi y se le dieron doscientos azotes.

María Josefa Cangas, negra, de más de cincuenta años, que para vivir más holgadamente con su amante, administró a su marido tales maleficios que le privó de razón. Abjuró de levi y fue sentenciada a servir cuatro años en un hospital.

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Pascuala González, negra, de Trujillo, también por hechicera, recibió una pena análoga a la anterior.

Nicolás de Araus y Borja, cuarterón de mulato, maestro de primeras letras, que por medio de varillas y un sello de papel del Santo Oficio y pacto con el demonio, pretendía descubrir tesoros y riquezas. Fue desterrado a Valdivia por cuatro años.

Por polígamos fueron condenados: Juan de la Cerda, quiteño, Juan Matías del Rosario, zapatero, que se casó primera vez en Santiago, Juan Bautista Gómez, Tomás José de Vertis, Matías de Cabrera, de Quito, Bernardo Aguirre, arriero, de Arequipa, y el negro José Lorenzo de Gomendio, que se casó segunda vez en Concepción: todos los cuales salieron en forma de penitentes, con coroza, insignias, soga gruesa y vela verde.

Juan González de Rivera, que había vivido entre los indios de Huanta, vistiéndose a su usanza y casose allí con tres mujeres, y que además de expreso pacto con el demonio, se había hecho agorero, valiéndose de las plumas y canto de las aves; abjuró de vehementi y fue absuelto ad cautelam, con servicio de tres años en la isla de San Lorenzo, a ración y sin sueldo.

Francisco Javier de Neira, clérigo santiaguino, de cuya causa daremos cuenta en otra parte (*)155.

María Francisca Ana de Castro, alias la madama Castro, natural de Toledo, vecina de Lima, de cincuenta años, casada, por «judía judaizante, convicta, negativa y pertinaz, salió al auto en cuerpo, con sambenito o capotillo entero, de dos aspas y pintado de llamas y figuras espantosas y horribles, coroza en la cabeza, soga al cuello y cruz verde en las manos, y por observante de la ley de Moisés, fue relajada en persona a la justicia y brazo secular, observando el Santo Tribunal en su sentencia la formula que acostumbra en la relajación de reos, encargando a los jueces seculares se hayan benigna y piadosamente con ella».

En estatua salieron Pedro Núñez de la Haba, y José Solís y Obando; siendo igualmente relajados en estatua el jesuita Juan Francisco Ulloa y Juan Francisco de Velasco, de cuyas causas, por referirse a Chile, trataremos en otro lugar (**)156.

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Terminada la lectura de las sentencias, se entregó para que se llevase a la hoguera a la Castro, y las estatuas y huesos de los reos a ella condenados, al general Martín Mudana y Zamudio, asistido de sus tenientes y del escribano de cabildo para que diese fe de todo; y entre las milicias que marchaban con bayoneta calada y un inmenso gentío, «y formando todos un perfecto círculo, termina el narrador de aquella tragedia, llegaron a ocupar el embarazado terreno, en cuyo espacioso ámbito se ejecutó el dispuesto suplicio, entregando la rea al estrecho dogal y después a la encendida hoguera, que al furor de sus activas llamas la redujo a pálidas cenizas, en que igualmente quedaron sepultados las estatuas, como también los huesos del reo sentenciado a ésta que propiamente fue última pena, en que acompañó al incendio la ruina, para la total extinción de su memoria»157.

María Ana de Castro, fue la ultima persona que el Tribunal del Santo Oficio de Lima condenó a la hoguera. Su causa y su muerte han dado tema a una novela que hemos visto citada varias veces, pero que no conocemos.

El siguiente auto de fe se celebró, como hemos indicado, el 11 de noviembre del año siguiente, en la capilla del Rosario de la iglesia de los dominicos, donde se erigió una tribuna con celosías para que asistiese el Virrey a ver penitenciar las personas que a continuación se expresan:

Juan Ferreira o Juan Antonio Pereira, soltero, corredor, acusado de que después de la celebración del auto de 28 de diciembre de 1736, en que había sido relajada por judía judaizante Mariana de Castro, había dicho: «Las brujas están sueltas y Mariana de Castro quemada; ¡miren que tierra esta! ¡Qué Cristo, ni Cristo! ¿Cristo no fue judío?»; por cuyas proposiciones y otras semejantes, después que le secuestraron sus bienes, fue encerrado en cárceles secretas el 8 de enero de 1787. En sus confesiones declaró el reo haber expresado que al tiempo de dar garrote a la Castro, junto al quemadero, había manifestado mucho esfuerzo y valor, poniéndose ella misma el cordel y arreglándose el cabello para morir. Contando el discurso de su vida dijo que, siendo soldado, fue hecho prisionero en la batalla de Almansa, y que una vez en libertad, había pasado al Brasil, Buenos Aires y Lima, por la vía de Chile. Votado   —267→   a tormento y cuando ya iba a ser puesto en la mancuerda, se descubrió que tenía una gran hernia, lo que si bien le permitió escapar de la tortura por el peligro en que su vida podía hallarse, no le libró de las abjuraciones de estilo y de recibir doscientos azotes.

María Antonia, negra criolla, esclava, que invocaba al diablo valiéndose de muñecos, y guardaba un cuernecito de chivato, creyendo que tenía la virtud de impedir que su amante cayese en brazos de otra, hechos que fueron calificados de heréticos y de que argüían pacto expreso con el demonio, y que por lo tanto, constituían a la rea vehementemente sospechosa en la fe, lo cual le valió que se le aplicasen no pocos azotes.

José Calvo, también negro criollo, que se ejercitaba en varias especies de suertes invocando al diablo cojuelo; Silvestra Molero, alias la china Silvestra, casada y costurera, en cuya habitación se reunían las maestras del arte divinatorio y hechiceras.

Catalina Bohorquez, limeña, de veintitrés años, que por haber nacido tuerta y una prima suya muy hermosa, en venganza de Dios que tal agravio le hiciera, cuando se confesaba se acusaba solo de los pecados leves, enseñando a las niñas el arte de pecar a fin de que por su parte también le ofendiesen.

Nicolasa de Cuadros, de cincuenta años, casada en Lima, que se acompañaba de un negro su amante para dar baños y propinar remedios a los que deseaban obtener buenos sucesos en sus amores; Félix Canelas, que había sido penitenciado ya dos veces por sortilego, compañero de la rea antecedente; y Juan Bautista Vera Villavicencio por casado dos veces.

No había aún transcurrido un mes desde la celebración de este auto cuando moría Ibáñez a la edad de sesenta años.

A pesar de tan repetidas muestras de los castigos que el Tribunal había estado decretando en los últimos tiempos, encontraron todavía los ministros material abundante para nuevas condenaciones, de que dan buena muestra los reos siguientes:

Francisco Hazaña, negro bozal, de casta terranova, acreditado de brujo y que curaba los maleficios con palma bendita, romero y olivo tostados en un tiesto de greda, zahumando la casa, asperjando con agua bendita los rincones, y «aleteando» con la capa como para espantar alguna cosa, hasta llegar a la puerta de calle, donde enterraba un cui prieto, clavado con alfileres.

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Luisa Contreras, negra criolla de Lima, soltera, de treinta años, que se valía de remedios prohibidos para que la quisiese su galán, y Úrsula Blanco, mestiza, natural de Huamanga, hilandera, de cuarenta años, por el mismo delito.

Dominga de Rojas, natural de Pisco, que sospechando estar maleficiada por cierta mujer, había buscado un maestro del arte que le había recomendado que procurase un zapato viejo de su enemiga y un cuerno, y que haciendo un agujero en la puerta por donde entrase, enterrase ambas cosas, llenando previamente el cuerno con ajos, ají seco y sal, y enseguida orinando y escupiendo en él, con lo cual era seguro que había de atajar el paso a la bruja.

Rafaela Rodríguez, casada, de veintiséis años, vendedora de gallinas, que se valía de hechiceros a fin de escapar del mal trato que le daba su marido. Es curioso lo que ejecutó en compañía de otra mujer a fin de impedir que un amigo fuese desterrado a Valdivia. Dispuso tres muñecos, que representaban otras tantas personas de autoridad «y ejercicio», los dos vestidos de golilla y el tercero de escarlata, y así dispuestos, pusieron sobre carbones encendidos una olla con aguardiente, coca mascada y azúcar, y levantando la olla en alto, azotaban la llama con los muñecos, invocando al demonio con las palabras, «cojuelo, que no vaya fulano a Valdivia», para cuyo efecto todas las de la asamblea se quitaban previamente los rosarios, bebían aguardiente y fumaban cigarros.

Bartolomé de Cisneros, limeño, cigarrero, de treinta y tres años, denunciado por su mujer de que haciendo ella una novena a San José y no habiendo obtenido lo que deseaba, dijo que San José, ni la[...] y otras expresiones de este calibre.

Francisca de Mondragón, alias la Cagatecho, cuarterona, del Callao, que pretendía curarse de un maleficio; María Monserrate y Santistebán, mulata, de treinta años, que inconsolable por el abandono de su amante, buscaba remedios a su pena consultando hechiceras; Petronila Ortiz, mulata, lavandera, acusada por cierta mujer que decía la tenía maleficiada, y Juana Novoa, residente en Trujillo, que por medio de hechizos pretendía volver a su amistad a su seductor.

Cayetano Zenteno, cuarterón de mulato, arriero, denunciado de que yendo cerca de unas huacas, había comenzado a renegar y votar desesperadamente.

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Roque de Espilcueta, natural de Buenos Aires, tratante, de cuarenta y un años, acusado de doble matrimonio; fray Manuel de Guzmán Vargas de la Cadena, corista del convento de San Agustín de Lima, que se denunció de haber confesado a una mujer; Ignacio de Chanis y Echeverría, natural de Azpetía, comerciante, casado en Córdoba de Tucumán y en Guayaquil; Juan Antonio Neira, que se casó también dos veces y una de ellas en Concepción, y María del Rosario Perales, alias Muzanga, mulata, viuda, vecina de Lima, por hechos sortílegos.

Nicolás Flores, clérigo, cura de la doctrina de San Pedro del arzobispado de los Reyes, de cuarenta y ocho años, acusado de haber escrito un papel en que con relación a los confesores que habían auxiliado a la Castro, sostenía que la rea había sido injustamente acusada, contraviniendo de esta manera a lo dispuesto por el Tribunal de que nadie hablase ni tratase sobre la materia. Fue acusado igualmente de que en un escrito que enviaba al obispo del Cuzco, dándole cuenta del auto de fe en que el padre Ulloa había sido quemado en estatua, se afirmaba en que no había podido condenársele a dicha pena por no haber mediado contumacia de parte del reo. Estas proposiciones fueron calificadas por el fiscal como «heréticas de fautoría, escandalosas, temerarias, denigrativas e injuriosas» concluyendo por pedir que Flores fuese puesto a cuestión de tormento, quien al fin salió condenado, entre otras penas, a quinientos pesos de multa, debiendo declarar que «todos estaban obligados a creer y confesar que las determinaciones del Santo Tribunal son conformes y justas».

Fray Juan Ventura de Aldecoa, natural de Bilbao, mercader de Potosí, denunciado de que conversando en el claustro de la Merced de Sevilla, se había sostenido en que los inquisidores habían procedido con pasión en la causa del padre Ulloa, no sabiendo siquiera lo que era de su obligación. Con este motivo se le previno, una vez que fue reducido a prisión, que las causas del Santo Oficio se seguían con toda independencia, sin pasión ni odio, y que sus resoluciones se debían venerar, por ser siempre arregladas a lo que constaba del sumario, estando prohibido a los particulares abrir discusión sobre los motivos de dichas sentencias; concluyendo por condenarle a que para enmienda en lo futuro, abjurase de levi y pagase quinientos pesos de multa.

En este tiempo se fallaron también las causas de los secuaces del padre Ulloa, Umanzoro, las González, Muguerga, la Villanueva, la   —270→   Flores, y Cristóbal Sánchez o Guimaraes, de que daremos cuenta por extenso al tratar de la Inquisición de Chile (*)158.

A principios de 1737, el Tribunal remitió a España la causa de Pedro de Zubieta, canónigo de la catedral de Lima, «pues siendo persona egregia, por lo tocante a la dignidad que obtiene, decían los inquisidores, nos ha parecido no proceder en ella hasta consultar con Vuestra Alteza»

El reo se denunció en 30 de enero de 1737, diciendo ser natural de Lima, de edad de cincuenta y tres años, y de que siendo cura de la doctrina de Chiquián, había comenzado a confesar a doña Lorenza de Fuentes, religiosa profesa del monasterio de la Concepción, ministerio en que se había ocupado durante cuatro o cinco meses, oyéndola cada quince días y a veces cada ocho. Que habiendo tenido que ausentarse, le escribió algunas cartas, y a su regreso «había tenido con ella grandísimas conversaciones amorosas y deshonestas en el confesonario»; y que no contento con esto, de común acuerdo, habían abandonado para el intento el confesonario y seguido sus charlas en el locutorio.

La monja que por su parte entró también en escrúpulos, se valió del jesuita José Mudana para que llevase por escrito su denuncia al Tribunal, el cual, con vista de todo, comisionó al mismo jesuita para que trasladándose al monasterio recibiese su declaración a la denunciante, reducida a que cuando acordaron con su confesor seguir las conversaciones en el locutorio, aquel le tomaba la mano en señal de cariño y la instaba a que enseguida se confesase con él.

Denunció también al canónigo, sor Eugenia Evangelista, monja del monasterio del Prado, de edad de veintitrés años, expresando que hacía diez que se confesaba con él, habiéndose poco a poco ido apartándose del buen camino hasta cogerle las manos y enseguida echarle los brazos con alguna impureza. Otras veces, «después de celebrarle sus partes exteriores que veía y sabía de mí, dice la testigo, pasaba a celebrarme las interiores que suponía de mi cuerpo». Preguntole entonces el delegado del Tribunal que a qué partes interiores se refería, según sus palabras, el confesor, respondiendo «que de las partes verendas que suponía en la denunciante y también de las demás ocultas». Añade que solía en el confesonario leerle algunos versos que le dedicaba, «y en el mismo lugar, concluye sor Eugenia, sabiendo que me pretendía   —271→   un sujeto para pecar, preguntándome quién era, y diciéndole yo que para qué quería saber, me dijo que por ver quién era quien tenía tan buen gusto. En el mismo lugar solicitó saber si me valía del instrumento de navaja para cercenar las superfluidades que nacen en las partes materiales, y para este fin me trajo una[...]; celebraba las prendas que suponía haber en mí como muy aptas y a propósito para el acto carnal[...]; me ha referido en dicho lugar varios modos de pecar en pecados de sensualidad...». Al fin, en 1743, Zubieta fue reprendido, aconsejándosele que no siguiese confesando.

En autos celebrados en 10 de junio de 1740 en el convento de Predicadores, y en la capilla de la Inquisición el 7 de febrero de 1741, 2 de marzo de 1742 y 7 de febrero de 1743, salieron:

Diego Núñez de la Haba, de diecinueve años, acusado por una beata de haberle visto azotar una cruz; Juan de Mansilla, natural de Santiago del Estero, carretero, que viajaba de Mendoza a Buenos Aires, procesado porque en las noches cuando alojaba, junto al fogón, sacaba un Cristo sin brazos y atándolo a un azador le daba de bofetadas; fray Francisco Jurado, de Trujillo, lego profeso, acusado de haber contraído matrimonio; José de Meneses, zambo limeño, testificado de haber dicho estando en su casa en compañía de varios amigos: «¡ah! demonios, traíganme aquí un melón», el cual había repartido entre las visitas.

Doña Rosa Gallardo, que pretendía valerse de hechizos para atraerse a un amante; María Rosalía, cuarterona, casada, acusada de sortílega; Pedro Martín de Basail, vecino y natural de Lima, que sostenía que el que moría en pecado mortal no se condenaba, que la simple fornicación no era pecado, y que el casado que moría tocaba a las puertas del cielo, y que, por el contrario, a la mujer que se encontraba en iguales circunstancias, la echaba San Pedro para abajo, como diciéndole se fuese a los infiernos, todo por los muchos disgustos de que sin duda habría sido causa.

Juana de Santa María, mestiza, de Huancavelica, denunciada de gastar polvos, ungüentos y otros mixtos para engatusar a los hombres; Andrés Labrada, gallego, aficionado a blasfemar; fray Manuel Mosquera, religioso de San Juan de Dios, que hallándose encarcelado en su convento por algunas faltas, le dijo al lego que le llevaba de comer que si creía que el cuerpo de Cristo estaba en la hostia consagrada, y contestándole el interesado que sí creía, le replicó consagrándole el pan que le servía; fray Antonio de Sotomayor, lego franciscano del Cuzco, por   —272→   celebrante; fray Pedro de Aranda, franciscano, cura de la Magdalena, demasiado inclinado a besar y estrechar las manos a sus penitentes.

Manuela de Castro, que estando presa, solicitó a otra mujer para que con diabólicas artes hiciese volver a su lado cierto amante que se le había escapado; María de Valenzuela, de veintiocho años, costurera, que no bastándole sus gracias naturales, pretendía valerse de maleficios para sacar el dinero a los hombres; Álvaro Cáceres, amansador, de Córdoba, procesado por bígamo; Cristóbal González, esclavo del convento de la Merced de Chimbarongo, por hechicero.

Ignacio Gregorio de Mieres, natural del Cairo, casado, de cincuenta y cinco años, fue denunciado por el ama de su mujer de que habiéndole pedido licencia para dormir en su casa y dádosela por dos veces en cada semana, había respondido que lo demás era p[...]; que el pan de la misa era lo mismo que el que se comía todos los días, y que oyéndole hablar de la dicha su mujer, había dicho que la quería más que a Dios; José de Guzmán, malagueño, mercachifle, por doble matrimonio; Jacinto Mino Llulli, por celebrante; José Zambrano, sevillano, que juraba y renegaba atrozmente; Pedro Timermans, flamenco, a quien le sorprendieron una conversación en que sostenía que no había purgatorio, y Francisco Anastasio de la Cruz, mestizo, de Jauja, por doble matrimonio.

Santiago Haden, bostonés, por hereje, cuya causa terminó por la conversión del reo al catolicismo; fray José de Villavicencio, lego de la Recoleta dominica, organista en Lima, que pretendía descubrir los hurtos, valiéndose de encantamientos; Sebastiana de Jesús, lavandera, de cincuenta y cuatro años, que sostenía que en su casa aposentaba al demonio, encarnado en tres gallos, y que al tiempo que rezaba oía que decían los gallos «creo, creo» y que ella les respondía «¡ah! perros, ¡en que habéis vosotros de creer!».

Fray Fernando López de la Flor, sacerdote franciscano, y el licenciado Clemente de Paz y Miranda, presbítero, natural de Canarias, por solicitante, y Fabiana Sánchez, mestiza, tejedora, casada, por bruja.