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ArribaAbajoCapítulo XXVII

Auto particular de fe de 1.º de septiembre de 1773. -Causas falladas por el Tribunal hasta fines del siglo pasado. -Reos procesados por lectura de libros prohibidos. -Atrasos que experimentan las rentas del Santo Oficio. -Datos acerca de algunos de sus ministros. -Pónense a venta los oficios de la Inquisición. -Se procesa y suspende al inquisidor Pedro de Zalduegui. -Últimas causas de fe. -Supresión del Santo Oficio. -Inventario de sus caudales y efectos. -Saqueo de sus oficinas por el pueblo. -Restablecimiento del Tribunal. -Su abolición definitiva.


Uno de los últimos autos de fe de que haya constancia en los documentos que nos han servido para la compaginación de este libro, fue el que se celebró el 1.º de septiembre de 1773 en la capilla del Tribunal, con presencia de ocho reos, sólo de dos de los cuales conocemos sus nombres y delitos: José Joaquín Santisteban y Padilla, arequipeño, por haber predicado, celebrado misa y oído de confesión sin ser sacerdote, y José Calvo de Arana, natural de San Lúcar, por bigamia216.

Un examen atento de los papeles que se conservan de esta época, hasta la extinción del Tribunal, nos permite, sin embargo, añadir todavía a la ya larga lista de nombres que tenemos apuntados, los de las personas siguientes:

En 1759 fue acusado de hereje el francés Pedro Fos, natural de Grenoble, hijo de padres protestantes, cocinero de oficio; habiéndose suscitado en su causa tal discordia que mientras el Ordinario pretendía que se le considerase como hereje formal, Amusquíbar y Grillo sostenían que debía admitírsele a reconciliación, desistiendo217 el primero en cuanto a la confiscación de sus bienes (que ascendían a cinco   —328→   mil pesos) por cuanto era hereje nacional y no facto, como quería el Ordinario, apoyándose en que ya se le había informado de que la fe de la Iglesia católica era la infalible.

En Quito, un jesuita era obligado, en 1761, a recoger un sermón que había publicado, advirtiéndosele que no lo reiterase y que se abstuviese de predicar durante un año, lo que motivó de parte de la Orden una apelación a España218.

Ese mismo año se denunció el teniente cura de Cuyoacán por solicitaciones, siendo penitenciado diez años más tarde.

En 1762 se procesaba al jesuita Mateo de los Santos, que se hallaba en Roma, también por solicitante.

En 1769 se remitió al Consejo la causa de José Camborda, natural de la Mancha, denunciado de que estando en cierta casa había dicho que los jesuitas eran herejes, que San Ignacio no era santo, y que en el bolsillo andaba trayendo con qué probarlo. En la declaración jurada que prestó con este motivo dos años más tarde, se afirmó en lo dicho, «pues admitían a tantos de las naciones infectas habiendo leído en un Mercurio de España, que los jesuitas hacían voto con expresión de no obedecer a los monarcas, ni al Papa, sino en cosas de misión, lo que era herejía conocida; y en cuanto a San Ignacio, negó que hubiese dicho que no fuese santo, sino que tras la imagen del Santo, en un cuarto de un jesuita, se había hallado un papel en que se decía que había sido canonizado a empeño de muchos monarcas... Y visto que excluye toda sospecha, se le advirtió que excuse iguales conversaciones con todo género de personas y especialmente con gente laica».

En 1771 se denunció al negro José Feliciano de la Oliva, penitenciado ya por supersticioso, y que hubo de serlo más tarde en 1779.

Aquel mismo año, el franciscano limeño Manuel de Colmenares, cuya causa se mandó suspender en 1778, fue testificado de solicitante por varias mujeres y, entre otras, por una lavandera de diecinueve años de edad, que le acusaba de haberle dicho en medio de su confesión: «Me has descompuesto, me has hecho mucho daño, me has muerto, tú eres muy ardiente; ¿quié te tentó a que vinieras aquí?»

En 17 de marzo de 1772, el Tribunal remitió la causa de María de Jesús Cornejo, alias la Jabonera, por hechicerías. Fue esta mujer denunciada en Lambayeque, en enero de 1756, por Luisa Guerrero,   —329→   casada, de cuarenta años, quien «en descargo de su conciencia» la acusó de que tenía tratos con brujos, que usaba de unos polvos amarillos que le llevaba un mestizo serrano, con los cuales vio que se untaba ella y varios amigos, y que preguntada por la eficacia de esta receta, dijo que era para no estar pobre y para que los hombres la quisiesen; que estuvo en ilícita amistad con un hombre que se hallaba para casarse, de quien dijo que no lo había de hacer, y en efecto el novio vino después donde ella, y que a poco después de entrar a su casa se supo que estaba moribundo a causa de cierta bebida que le diera en un mate; que una noche se la había encontrado en una rueda de indios, en figura de tigre, bailando y mochando en lo oculto de unos bosques; que había dado a guardar a cierta mujer un talego y que abriéndolo ésta por curiosidad, había encontrado dentro uñas, cabellos, piedras y otras cosas, de cuyo hallazgo sintió la Cornejo pena extremada, diciendo que ya no se casaría con ella el sujeto a quien amaba y que antes la aborrecería; y tenía una piedra negra redonda con la cual refregaba a sus hijas para que las quisiesen, hasta tanto que la piedra sudaba gotas gordas; que tenía amistad con un brujo de la tierra a quien hacía muy buen agasajo, y que cada vez que venía limpiaba las paredes con un gallinazo para tener buena fortuna; etc., etc.

Recibidas las declaraciones de los testigos, el Tribunal mandó calificar los hechos a los principales frailes, teólogos y doctores de la Universidad, quienes se pronunciaron porque la mayoría de ellos eran supersticiosos y la rea vehementemente sospechosa en la fe, con lo cual la Jabonera fue puesta en la cárcel y a buen recaudo. Era entonces como de sesenta años, dos veces viuda, mediana de cuerpo, gruesa, de grandes ojos azules, «a quien habiéndola registrado el alcaide, no le halló cosa alguna de las prohibidas». Declaró que era católica, que como tal se confesaba y comulgaba; signose y santiguose, dijo el pater noster, avemaría, credo y salve en romance, y en cuanto a sospechar la causa de su prisión, que sería porque viviendo en malas relaciones con una hija suya don Pedro Albo, la Guerrero, envidiosa de tan buena fortuna, le gritaba públicamente que era una hechicera, bruja arbolaria, y que no había de parar hasta ponerla en el Tribunal. Mas, quiso la buena suerte de la acusada que fuese defendida por el Marqués de Casaconcha, que tomando con celo su defensa, justificó que todo debía atribuirse a imaginación de mujeres.

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En 1776 se denunció por blasfemo a un esclavo de Guillermo Miquena (Mackenna), siendo su causa fallada cuatro años más tarde.

En 1777 fue acusado José González de la Cámara por doble matrimonio, y penitenciado en 1781.

En 1778 fue testificada de supersticiosa y curandera la negra Juana Echavarría y salió en un autillo que tuvo lugar en la sala de audiencia al año siguiente, en compañía del negro Pedro José Zavala, guayaquileño, a quien se denunció en Huamanga por blasfemo, y de Paula Molina, alias la «Pan y queso», casada, pescadora, por supersticiosa, embustera y jactanciosa.

En el año 1779 se procesó a fray Francisco Bueno, misionero de Ocopa, por solicitaciones hechas en Córdoba, y al presbítero José Ignacio Gutiérrez por hechos análogos ocurridos en Tarija. También lo fue en Ica, por el mismo motivo, José Manuel Basualdo, pero su causa sólo se falló en 1794.

En 1782 se penitenció en Lima por polígamo a Bernardo Idobro Cabeza de Vaca.

Por estos años ocurrió, según parece, una nueva complicidad de judaísmo, pues en 1774 escribía el Tribunal que las solas causas que había pendientes eran trece de esta especie, «de ninguna sustancia, y las dos restantes, agregaba, poca esperanza de adelantar su justificación». Nombrábanse los reos Amaro de Sosa, Gregorio Nombela, Antonio Gribaldo, Agustín Ortiz, fray Javier Olivos, expulso de San Francisco, Antonio Cava, Francisco Blanco, Bernardo de Silva, José Fernández, Juan Dorado, Antonio Correa, Rosa Argote y María Bravo.

De los procesos de esta época fueron sin duda los más notables los seguidos a algunas personas por lo referente a libros prohibidos.

En virtud de orden del inquisidor General, en 20 de octubre de 1748, el Tribunal mandó suspender las licencias concedidas a algunas personas para leer semejantes libros, y es lo más probable que se cumpliese al pie de la letra con esta disposición, pues en los anales del Santo Oficio no encontramos expediente alguno sobre esta materia, hasta el año 1782, en que ocurrió la denuncia de Santiago de Urquizu.

Era éste un joven de edad de veintiocho años, balanzario de la Casa de Moneda de Lima, e hijo del oidor decano de la Audiencia, don Gaspar de Urquizu Ibáñez. Su padre, que lo destinaba a figurar en la Península, con solícito afán había durante muchos años compartido su tiempo entre el Tribunal y la educación de su hijo, a quien,   —331→   fuera de la enseñanza común, había instruido en la física y matemáticas. El joven, por su parte, correspondió bien a estos esfuerzos, y durante las largas horas que pasaba en la muy surtida biblioteca del oidor, manifestó especial inclinación a las obras religiosas,estudiando el griego y el latín para leer en sus originales las obras de los padres de la Iglesia, sin olvidarse de rezar las horas canónicas, con el propósito de hacerse más tarde sacerdote. El demasiado estudio, sin embargo, hubo de ocasionarle tal decadencia en su salud que se le aconsejó buscar alivio en pasatiempos y en la sociedad mundana, concluyendo por jugar de cuando en cuando, asistir a comedias y frecuentar gente divertida. Deseando hallar apología a su conducta, quiso seguir en materia de lecturas un camino opuesto al que llevara en un principio, encontrando luego medios para procurarse algunos libros prohibidos, y, entre otros, algunos que compró al corregidor de Huaylas; y entregándose, por fin, a largas conversaciones con cierto fraile dominico de vida non sancta, pronto se apoderó de él el arrepentimiento, y, siguiendo sus impulsos, se fue a delatar al Tribunal, el cual le mandó entregar todos los libros prohibidos, le hizo confesarse, entrar a ejercicios y rezar de rodillas el rosario, etc., etc.

No es menos curioso lo que le ocurrió a fray Diego de Cisternas, monje de San Jerónimo, a quien se le quitaron las obras de Voltaire, que fue denunciado por el padre Juan Rico, de que habiéndole ido a visitar le había mostrado aquellos libros, que tenía en lo alto de un estante, y otro en que con extremada insolencia se satirizaba al Santo Oficio por las prisiones injustas que acostumbraba, y alguno contra los jesuitas y a favor de Jansenio. Se le había además oído «darse por uno de aquellos espíritus singulares que conocen en verdad a Jesucristo y a su religión» contra el común de los maestros; se decía que siendo confesor de una beata le atribuía haber conocido a Dios antes de nacer y haber sabido por ciencia infusa las obras de los Santos Padres; que el demonio la había convertido durante un año en piedra de Huamanga, habiendo también concebido un hijo de este espíritu maligno; que había asistido a los moribundos predestinados del ejército español que peleaba cerca de Argel; y, por fin, que había sudado sangre y muerto muchas veces para resucitar otras tantas por un milagro perpetuo de la Providencia.

Como Cisneros se hallase en íntima amistad con el oidor José de la Portilla, cuyos dictámenes seguía el Virrey, a pesar de estar el fraile   —332→   tildado de espíritu inquieto y caviloso y de poco afecto al Santo Oficio, uno de los inquisidores, después que le quitaron los libros, fue a visitarle «para darle satisfacción», lo que no impedía que él mismo, en carta al Consejo lo calificase en aquellos términos y pidiese que se le mandase retirar a sus claustros219.

Hízose también proceso, por lo tocante a esta materia contra el asesor del Virrey don Ramón de Rozas, de que daremos cuenta en otro lugar220, y, finalmente, contra el Barón de Nordenflicht, que había pasado al Perú en comisión del Rey para el estudio de las minas, y con licencia especial, que llegado el caso exhibió, para poder leer. El Tribunal dio cuenta de que el Barón, abusando del permiso, no sólo leía sino que también prestaba libros prohibidos, previniéndose por el Consejo que si el denunciado no se abstuviese de semejante conducta para lo sucesivo, «se procediera contra él a estilo del Santo Oficio, advirtiéndosele que aun cuando permaneciese en el día en la religión luterana, no tenía licencia ni estaba autorizado para prestar a nadie libros prohibidos en los dominios de Su Majestad»221.

Aparte de estos incidentes, podemos apuntar que aún en 1787 se anunciaba el envío de cinco causas, contra fray Nicolás de Zumarán, mercedario, y fray José Hurtado de Mendoza, dominico, por solicitantes; contra fray Pedro Mollinedo, por falso celebrante, y contra José García y Leandro Jofre, por bígamos.

En Córdoba, una beata denunció en 1790 al clérigo Fermín de Aguirre, por haberla solicitado en el confesonario, por lo cual se le condenó, tres años más tarde, a oír la lectura de su sentencia, sin bonete ni cinto, en presencia de doce sacerdotes, debiendo además abjurar de levi y llevar otras penitencias.

Por proposiciones fue encausado en 1791 Fernando de Rivas, soldado de Buenos Aires, y en el año siguiente, fray Joaquín María Albo, alias don Joaquín Cabrera, natural de Ibarra, religioso corista de la Merced, por haberse casado.

En Quito se procesaba por proposiciones hereticales al francés   —333→   Pedro de Flor Condamine, sobre el conocimiento de cuya causa se había trabado una competencia entre el comisario y el alcalde ordinario en 1791, que el Consejo estando ya el reo votado a prisión en Lima, mandó suspender en 11 de febrero de 1793.

En 7 de agosto de 1804 se denunció a José Arbite, vizcaíno, soltero, de treinta años, de que negaba que hubiese Dios, infierno ni santos, y a pesar de que el fiscal pidió auto de prisión contra él, no se accedió a ello en un principio, creyendo hubiese colusión entre los denunciantes; mas, formalizada la acusación y despachado mandamiento, el gobernador de Buenos Aires se negó a darle cumplimiento.

Si tan notable decaimiento se hacía sentir en orden a las causas de fe, iba también haciéndose manifiesta la disminución que experimentaban las rentas del Tribunal. A principios de 1777 se debían a los ministros más de veintiún mil pesos de sus salarios; y a pesar de las activas diligencias que el receptor practicaba, no perdonando gestiones oficiosas ni embargos, no se conseguían las cobranzas, porque luego se formaban concursos de acreedores que dilataban los juicios por diez y veinte años, ya por estudiada morosidad de los ocurrentes, ya por falta de compradores de los fundos.

Las casas de los inquisidores no estaban tampoco terminadas, y alguna en tal estado, que López Grillo se había visto obligado a alquilar una para sí, distante una cuadra del Tribunal.

Dimanaba la decadencia de las rentas, de que con el terremoto de 28 de octubre de 1746 se rebajaron los censos, que redituaban el cinco, al tres por ciento; de que ya no tenían lugar las pingües condenaciones que durante tanto tiempo se habían aplicado a los reos; y a que las canonjías supresas no producían lo que de antes. La de Quito estaba debiendo cerca de diez mil pesos, once mil la de Trujillo, y aun hasta la de Arequipa, que había sido siempre la de más consideración, con la baja de precio de los frutos, había experimentado notable quebranto. La contribución para la Orden de Carlos III, y, por último, el establecimiento de los derechos de aduanas, eran de por sí, decían los ministros, no pequeñas causales para la ruina del virreinato; que si llegaba a fundarse, como se pensaba, el de Buenos Aires, ni aun quedaría renta suficiente para dos inquisidores, «porque se establecerá el comercio en aquella ciudad, donde se llevarán los caudales, y esta de Lima quedará en lamentable pobreza, hecha una Galicia»222.

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Con el terremoto ocurrido en todo el distrito del Cuzco el 13 de mayo de 1784, las canonjías de La Paz, Arequipa y de aquella ciudad, produjeron todavía menos, de tal modo que se hizo indispensable urgir porque se suprimiese la plaza de un tercer inquisidor, y aun llegó a facultarse al Tribunal para vender «las posesiones y otras cosas» y poder pagar a los ministros sus salarios por trimestres anticipados223.

Sin embargo, esta visible decadencia del Santo Oficio en el número de causas y sus calidades, podía considerarse insignificante al lado de lo que estaba pasando en su mismo personal. Amusquíbar había fallecido el 21 de abril de 1763, de tercianas, disentería y fiebre, con opinión, según sus colegas, «de justo, santo, padre de los pobres, y sin más hábito que un tosco sayal a raíz de las carnes»224; y en su lugar se había ascendido a López Grillo, quien después de treinta y dos años de servicios, expiraba, a su vez, de una parálisis, que le había durado veinte días, en la noche del 2 de febrero de 1777225. El 19 de junio, por fin, moría de tisis renal Juan Ignacio de Obiaga, después de haber ocupado su puesto cerca de dieciocho años.

Francisco Matienzo Bravo del Rivero, sobrino del Obispo chileno de este apellido, que había acompañado a López en el Tribunal desde diciembre de 1766, salía de Lima treinta años más tarde para ir a desempeñar el obispado de Huamanga. Era oriundo de La Plata, y después de estudiar en el colegio de San Martín a cuyas aulas entró en 1743, se recibió de abogado en 1751, pasando a ocupar más tarde el curato de Tacna y varias dignidades de la Catedral de Arequipa, hasta llegar a ser provisor general. Con su ausencia había quedado solo Francisco Abarca Calderón, natural de Santander, que había tomado posesión de su plaza de fiscal en abril de 1779, pero que en los primeros años de este siglo se hallaba ya tan achacoso que no podía dedicarse una hora de seguida a su obligación226. El canónigo de Trujillo José Ruiz Sobrino, desempeñaba la fiscalía desde 1798, y, por fin, Pedro Zalduegui, que de barrendero y sacristán de la capilla del Tribunal, había ascendido a inquisidor apostólico.

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Todo el mundo conocía en Lima el origen de Zalduegui y la historia de su carrera. Se sabía que había dado mil pesos al capellán mayor del Santo Oficio para colocarse en su lugar, que era «un gentil badulaque», que nunca había pensado sino en comercios y testamentarias lucrosas, y que el título de bachiller en teología con que se decoraba, lo había comprado también. Los vecinos de Lima no podían tomar su promoción a lo serio, y de tal manera, que con pretexto de su recibimiento se reunieron algunos para darle la enhorabuena, concluyendo por convertir el festejo en una solemne burla. Atando cabos, luego se dijo en la ciudad que su título de inquisidor lo había comprado, y de averiguación en averiguación se descubrió que ello no sólo era verdad, sino que en la secretaría de la General Inquisición, el oficial mayor Cristóbal de Cos tenía en venta los puestos del Santo Oficio, sin que para obtenerlos hubiese más trepidación que la suma que había de enterarse a su agente en Lima, Fernando Piélago, uno de los secretarios del Tribunal227. En comprobación de esta creencia, se citaban varios hechos. Manuel del Vado Calderón, había dado tres mil pesos por la secretaría de Secuestros; el mismo Piélago otro tanto por un destino análogo; Narciso de Aragón, seiscientos; Manuel Arrieta, por jubilarse en los términos que lo pretendió, mil, etc.

No faltó quien enviase informes al Consejo de lo que pasaba, añadiendo no sólo nuevos hechos a los ya expresados, sino también detalles muy poco halagadores de los que por dinero habían comprado sus oficios. Así, se decía, que José de Arezcurenaga, el primero que hubiera merecido jubilarse, había dejado su plaza a un hijo suyo «de conducta desbaratada», lleno de vicios, suspenso por el Ordinario y tildado de toda la ciudad; que Gaspar de Orue, también jubilado, había cedido su lugar a su primo Pablo de la Torre, «sujeto de lengua voraz, enfermo, de cuasi ninguna asistencia a su obligación, lleno de dependencias, de malos créditos, y que apenas sabía escribir»; que Zalduegui había obtenido el puesto de capellán, a pesar de ser un sujeto que pasaba los días «de tienda en tienda de los comerciantes, de conducta notada de todas las gentes, inepto para su empleo, distraido y sin   —336→   cabeza»; y por fin, que creciendo en audacia, con asombro de la ciudad, había merecido comprar en catorce mil pesos su puesto de 228 inquisidor.

Tan escandaloso llegó a parecer este tráfico, iniciado en el año de 1789, que el 23 de septiembre de 1792, frente a la Catedral, en uno de los pilares de los portales de la plaza principal de Lima, amaneció fijado un cartel, formado con letras impresas recortadas de otros papeles, que decía: «AL PÚBLICO. Quien quisiese hacer posturas a empleos de Inquisición, acuda a la oficina de don Fernando Piélago, secretario de ella, que los tiene de remate, en virtud del poder de sus amigos y parientes en la corte, sin obstar el ser tendero, ni para inquisidor fiscal. UN IDIOTA».

Con estos antecedentes, el Consejo no pudo ya disimular más, disponiendo que Abarca y Matienzo abriesen una información sobre todos los puntos denunciados, y al efecto levantaron aquéllos un expediente en que, sin profundizar demasiado las cosas, llegaron a persuadirse que cuanto se decía tocante a la venta de empleos como a las aptitudes de los nombrados, era perfectamente cierto229.

Pero Zalduegui no había de quedarse atrás y muy luego escribio al Consejo informándole que desde el momento en que tomara posesión230 de su destino, se propusieron sus colegas «con esfuerzos y empeños atraerlo a sus designios enteramente para que no hubiese en el Tribunal quien pudiese hacer la menor gestión, reparo ni contradicción a lo que arbitrariamente estaban practicando, con gravísima ofensa del ministerio apostólico e intereses del real fisco, demás ramos y públicos, conduciéndose por el estímulo de sus fines particulares y también relaciones de las personas a quienes creían necesitaban ganar y complacer».

«[...] El Obispo de Trujillo, añadía, el año próximo pasado, en los meses que estuvo en esta capital, no pudo menos que significar que aquí los inquisidores y oficiales no asistían al Tribunal, según la frecuencia con que los veían hacer visitas, y fuera, en las horas y días que no eran feriados»231.

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Llegó, sin embargo, un día en que los colegas de Zalduegui no pudieron desentenderse de su inepcia, y con ocasión de una disputa que sostuvo con un tal Bartolomé Guerrero, acerca de si era o no herejía el que el autor de la oración fúnebre de la Condesa de Guirior hubiese dicho que estaba adornada de la gracia santificante, le hicieron calificar la proposición y a continuación lo encausaron, suspendiéndolo del oficio: medida que el Consejo hubo muy luego de revocar232. Tal es el último proceso de fe de que dan cuenta los antecedentes que hemos tenido a la vista para la compaginación de este libro.

Aunque, como afirma Vicuña Mackenna, puede decirse con verdad que la Inquisición murió a las puertas del siglo en que vivimos, cúmplenos todavía citar aquí algunos casos que ya dio a conocer la brillante pluma de nuestro inolvidable compatriota y amigo, valiéndonos para ello de relaciones de gentes que si un día pudieron ser recusados por herejes, hoy nos han de parecer no por eso menos verídicas y auténticas.

«Discutiendo un día, dice el distinguido viajero inglés y secretario de Lord Cochrane, W. B. Stevenson, con cierto fraile Bustamante, dominico, acerca de la imagen de Nuestra Señora del Rosario, concluyó ex-abrupto, asegurándome que oiría hablar de él muy pronto. Esa misma noche fui a un salón de billar, donde jugaba el Conde de Montes de Oro. Noté que éste me miraba y que hablaba en seguida con algunos amigos que estaban del otro lado de la mesa. Inmediatamente recordé la amenaza del padre Bustamante, pues, sabía, además, que el Conde era alguacil mayor de la Inquisición. Pasé delante de él y lo saludé: al instante me siguió hasta la calle. Le dije que suponía tuviera algún recado para mí; preguntome mi nombre, diciéndome que así era en realidad. Le dije que lo sabía, y que estaba pronto a comparecer al momento. Después de pensar un rato añadió: "Es éste un asunto demasiado serio para tratarlo en la calle", y me acompañó hasta casa, donde me comunicó, no sin cierta vacilación, que a la mañana siguiente debía ir con él al Santo Tribunal de la Fe; repliquele que estaba pronto, y le habría hecho relación de todo, si él, tapándose los oídos con ambas   —338→   manos, no hubiera exclamado: "¡oh! por amor de Dios, ni una palabra, yo no soy inquisidor, a mí no me conviene saber los secretos de la Santa Casa", agregando el antiguo adagio: "Del Rey y la Inquisición, chitón. Sólo espero y ruego a Dios que sea usted un cristiano viejo, como yo." Me aconsejó de la manera más solemne que permaneciese en mi habitación y que ni viera ni hablara a persona alguna; que me pusiese a orar y que por ningún motivo contase a nadie que él se hubiese anticipado a comunicarme órdenes, porque esto era absolutamente opuesto a las prácticas de la Santa Casa. Lo tranquilicé sobre este punto, y le aseguré que volvería con él al café y que lo esperaría a las nueve de la mañana siguiente en mi casa. A la hora convenida, un corchete entró a mi cuarto, y me dijo que el Alguacil mayor me esperaba en la esquina próxima. Cuando lo encontré, me ordenó que no le hablara, pero que lo acompañase a la Inquisición. Así lo hice, notando que el corchete y otra persona nos seguían a cierta distancia. Mostreme despreocupado, hasta que entré al pórtico, tras del Conde, seguidos de nuestros dos acompañantes. Entonces me habló el Conde y me preguntó si estaba preparado; le contesté que sí lo estaba; golpeó, en seguida, la puerta interior, que abrió el portero. No se pronunció ni una palabra; permanecimos sentados en un escaño durante algunos minutos, hasta que el familiar volvió con la contestación de que aguardase. El anciano Conde se retiró entonces, enviándome con los ojos un largo adiós; pero sin decir palabra. Algunos minutos después, un bedel me dio orden de seguirlo. Atravesé una puerta y después otra antes de llegar a la sala de audiencia: era ésta pequeña, pero alta, alumbrada por una escasa luz que penetraba difícilmente por ventanas enrejadas colocadas cerca del techo.

»Cuando yo entraba salían de la sala, por la misma puerta, cinco frailes franciscanos, cuyos rostros encubrían las capuchas, con los brazos cruzados, las manos ocultas en las mangas y los cordones el cuello. Parecían jóvenes por su porte y marchaban solemnemente en pos de su superior, un fraile viejo y de aspecto grave que llevaba la capucha echada sobre el rostro, pero el cordón en la cintura, indicando de esta manera que no hacía penitencia. Me sentía no sé como, los miraba compasivamente, pero me sonreía a pesar mío al imaginarme el efecto que a media noche habría producido aquella procesión en cualquiera ciudad de Inglaterra. Volví los ojos a los tres terribles jueces que estaban sentados en un estrado, bajo un dosel de terciopelo verde ribeteado   —339→   de azul pálido, teniendo a sus espaldas, pendiente de la pared, un crucifijo de tamaño natural. Delante se veía una mesa grande, cubierta y adornada como el dosel, y sobre ella, dos velas verdes encendidas, un tintero, algunos libros y papeles, que me hicieron acordar de Jovellanos que describía la Inquisición diciendo que se componía de un Santo Cristo, dos candeleros y tres majaderos.

»Sabía lo que era inquisidores; ¡pero cuán diferentes de lo que eran en otro tiempo! El raquítico y retinto Abarca, en el centro, que parecía nadar en su sillón; a su izquierda, el obeso Zalduegui, que, oprimido su enorme cuerpo por los brazos de la silla, resollaba por las narices como cerdo cebado; y a su derecha, el fiscal, Sobrino, que contraía sus pobladas cejas y hacía lo posible por dar a su estúpida fisonomía una apariencia de sabio.

»A cada extremo de la mesa estaba un secretario; uno de ellos me mandó aproximarme; para obedecer subí tres gradas, quedando así al mismo nivel de la trinidad que acabo de describir. Me ordenaron acercar un pequeño banco de madera, haciéndome señal con la cabeza para que tomara asiento, ofrecimiento que contesté inclinándome un poco y sentándome.

»El fiscal me preguntó entonces, con voz solemne, si sabía por qué se me había ordenado comparecer ante ese santo Tribunal. Contesté que lo sabía, y me preparaba a continuar, cuando me gritó que callase; advirtiéndome que jurase decir verdad en lo que se me iba a preguntar. Repliqué que no lo haría porque siendo yo extranjero no debía él estar seguro de que fuera católico, ni era necesario, en consecuencia, que prestara un juramento que tal vez no me obligaba a decir la verdad.

»El fiscal y el inquisidor más antiguo cambiaron algunos signos misteriosos y en seguida me preguntaron nuevamente si diría la verdad. Contesté que sí.

»Por último, abordando la materia, se me preguntó si conocía al reverendo padre Bustamante. Contesté: "Conozco al fraile Bustamante, lo he encontrado a menudo en los cafés; pero supongo que el reverendo padre que Ustedes dicen debe ser algún personaje que no frecuenta tales sitios." "¿Trató usted con el padre Bustamante sobre asuntos religiosos?" "No, pero sí sobre algunos supersticiosos." "No debe hablarse sobre asuntos semejantes en los cafés", dijo Zalduegui. "No, repliqué, e igual cosa dije al padre Bustamante." "Pero usted debió callarse", me contestó. "¡Sí, y dejarme injuriar por un fraile!"

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»Zalduegui se puso encarnado, y me preguntó cuál era mi intención al hacer tanto hincapié sobre la palabra fraile. "Cualquiera, le respondí, tómelo Usted como guste."

»Después de un diálogo semejante, que duró más de una hora, Abarca tocó una campanilla, entró el bedel, quien me mandó que me retirase.

»Algunos momentos más tarde se me llamó nuevamente y se me dijo que fuera al día siguiente a las ocho de la mañana a ver a Sobrino a su propia casa. Hícelo así y almorcé con él.

»Aconsejome que en lo futuro evitase toda clase de discusiones religiosas, sobre todo con personas desconocidas, agregando, en seguida, "le pedí a usted está entrevista porque desde mi asiento de juez no podía hablarle a usted como lo hago ahora. Debe usted saber, agregó, que está usted sujeto al Tribunal de la Fe, lo mismo que todas las personas que viven en los dominios de su Majestad Católica; debe usted, en consecuencia, amoldar su conducta a la que acabo de expresarle. Diciendo esto, se retiró, dejando a mi cuidado que saliese de su casa como pudiese, lo que efectué en el acto.

»En la noche fui a un café donde vi a mi amigo, el fraile Bustamante; se sonrojó, pero saludándome con mucha cortesía, me señaló un asiento a su lado; me encogí de hombros y devolví su saludo de una manera significativa y quizá algo burlona, lo que parece entendió, porque se fue pronto. En seguida, me encontré con el anciano Conde de Montes de Oro que me miró, vaciló un poco y un momento después pasando cerca de mí, me tomó una mano y me la estrechó; pero no me habló ni una palabra.

»Durante mi residencia en Lima, vi a dos individuos penitenciados por la Inquisición, uno por haber celebrado misa sin estar ordenado, y otro por brujo y hechicero. Llevóseles una mañana temprano a la capilla del Tribunal, ambos vestidos con sambenitos, una especie de túnica corta y suelta, cubierta con pinturas ridículas de culebras, muerciélagos, zapos y llamas, etc. El seudo sacerdote llevaba en la cabeza una mitra de plumas, y el otro, una corona de lo mismo; estaban de pie en el centro de la capilla, cada uno con una vela verde en las manos. A las nueve subió al púlpito uno de los secretarios y dio lectura a la sentencia en que se les castigaba. El infeliz celebrante parecía muy arrepentido, pero el viejo agorero, cuando comenzó el relato de sus hazañas, prorrumpió en risa, siendo seguido por muchos de los que   —341→   estaban presentes. Trajéronse dos mulas hasta la puerta y se subió en ellas a los culpables, con la cara vuelta hacia atrás. Diose con esto principio a la procesión, encabezada por el Conde de Montes de Oro, seguido de varios alguaciles; marchaban después las mulas guiadas por el verdugo (hangman), en tanto que los inquisidores en sus coches de gala cerraban la marcha. Dos frailes dominicos llevaban a los lados de los coches grandes ramos de palma, siguiendo en este orden hasta Santo Domingo, a cuya puerta fueron recibidos por el Provincial y la comunidad; se colocó a los penitentes en el centro de la iglesia y se dio lectura en el púlpito a los mismos documentos, según los cuales aquéllos fueron condenados a servir en un hospital, a voluntad de los inquisidores»233.

El mismo Stevenson refiere también que el último de los penitenciados fue un marino andaluz (Urdaneja) «por proposiciones heréticas y lectura de los filósofos franceses, y resultando condenado a encierro, ayunos y oraciones en los Descalzos de Lima, armó tal zalagarda con los frailes en la primera noche de su expiación que los inquisidores hubieron de desterrarlo al castillo de Bocachica, en la bahía de Cartagena. De allí se escapó, sin embargo, el último hereje y fue a prestar sus servicios a los independientes de Méjico, en cuyo país murió»234.

Llegó por fin a Lima el decreto de las Cortes, expedido en 22 de febrero de 1813, aboliendo el Tribunal del Santo Oficio en todos los dominios españoles, que en el acto hizo el virrey Abascal publicar por bando en la ciudad, a fines de julio de ese mismo año. En su consecuencia, el 30 de dicho mes, el vocal de la Diputación Provincial, Francisco Moreira y Matute se trasladaba al Tribunal a practicar el inventario de cuanto allí se encontrase, comenzando por el caudal depositado en el fuerte, que con la plata labrada de la capilla y otras alhajas ascendió a setenta y tres mil ochocientos ochenta y ocho pesos, que fueron   —342→   trasladados a las cajas reales. De los estados presentados por el contador del Santo Oficio aparecía que el capital de los censos y valor de las fincas, tanto del fisco como de las obras pías, ascendían a la suma de un millón quinientos ocho mil quinientos dieciocho pesos235. Inventariáronse todos los autos y papeles, poniendo en lugar aparte y reservado los de fe, índices de personas notadas, libros prohibidos y estampas deshonestas, las cuales fueron luego recogidas por el Arzobispo, y cuando todo presagiaba que los encargados del Virrey podrían terminar felizmente su cometido ocurrió un suceso inesperado.

Alarmado, en efecto, el pueblo de la capital con que los libros de índices no se hubiesen destruido, quebrantó las puertas de las oficinas y cárceles y sustrajo a su antojo los papeles y parte de los muebles que encontró, y el destrozo hubiera, a no dudarlo, continuado más adelante, si el Virrey, noticioso de lo que pasaba, no hubiese enviado un piquete de tropa encargado de contener el desorden236.

  —343→  

He aquí como refiere esta escena Stevenson, que se halló presente.

«La señora doña Gregoria Gainza, esposa del coronel Gainza, me comunicó que ella y algunos amigos habían obtenido permiso del Virrey Abascal para visitar el ex-tribunal; invitándome para que al día siguiente los acompañase, después de comer. Fui, según había prometido, y visitamos al monstruo, como se atrevían a llamarlo ya.

»Por hallarse abiertas las puertas de la sala, entraron muchos que no habían sido invitados y al ver que para ello no había obstáculo, las primeras víctimas de nuestra furia fueron las sillas y la mesa, las que se destruyeron bien pronto; después de lo cual algunos echaron mano a las cortinas de terciopelo del dosel y las tiraron con tal fuerza que dosel y crucifijo vinieron al suelo con grandísimo estrépito.

»Sacaron el crucifijo de entre las ruinas de la pompa inquisitorial y se descubrió que la cabeza era de movimiento.

»Hallábase una escala escondida detrás del dosel, y de esta manera se explicó todo el misterio de la imagen milagrosa. Un hombre se ocultaba en la escala con las cortinas del dosel, e introduciendo la mano por un agujero, hacía que la cabeza se moviese de modo que indicara asentimiento o negativa.

»¡Cuántas veces ha podido influir el empleo de esta impostura en   —344→   personas inocentes para confesarse culpables de crímenes en que jamás pensaron!

»Sobrecogidos por el miedo, y condenados por un milagro, como creían, dando lugar la verdad a la mentira, confesándose la inocencia, como tímida, culpable.

»'Todavía hay víctimas en los calabozos' gritaban exasperados por el furor cuantos presenciaban esta escena; e inmediatamente se procedió a hacer un registro general, rompiendo con presteza la puerta que comunicaba con el interior. La que encontramos a continuación se llamaba del secreto, y como la palabra estimulaba la curiosidad, no tardó el obstáculo en ser derribado. Conducía a los archivos. Allí se encontraban hacinados en rimeros los procesos de los condenados o acusados ante ese tribunal; y allí pude leer los nombres de muchos amigos que estarían lejos de imaginarse que su conducta hubiera sido examinada por el Santo Oficio o de que su nombre se encontrara inscrito en tan espantoso registro. Algunos de los circunstantes descubrieron los suyos en las listas, las cuales tuvieron cuidado de guardarse.

»Tomé de allí quince expedientes y me los llevé a casa, aunque resultaron de poca importancia. Cuatro por blasfemias tenían sentencia idéntica, que consistía en tres meses de reclusión en un convento, confesión general y otras penitencias, todas secretas. Las otras eran acusaciones de frailes solicitantes in confetione, a dos de los cuales conocía, y aunque era peligroso el descubrirlo, les referí después lo que había visto.

»Había en el cuarto muchos libros prohibidos, que pronto encontraron dueño. Con gran sorpresa nuestra, descubrimos también una inmensa cantidad de pañuelos de algodón con dibujos. Éstos, desgraciadamente, habían desagradado a la Inquisición por tener estampada en el centro una imagen que tenía en una mano un cáliz y en la otra una cruz, colocada allí seguramente por algún imprudente fabricante que pensaba asegurar compradores con tan devotas pinturas; pero que no se acordó del horrible pecado de sonarse y escupir sobre la cruz. Para evitar semejante crimen, este religioso tribunal tomó las mercaderías al por mayor, olvidándose de pagar su importe al dueño, quien, sin embargo, debía considerarse afortunado con que no le llevaran todo el almacén.

»De este cuarto nos dirigimos a otro que, con gran sorpresa e indignación, vimos que era el del tormento. En el centro había una   —345→   mesa muy sólida, como de ocho pies de largo por siete de ancho, en uno de cuyos extremos se notaba un collar de hierro que se abría horizontalmente en el medio, para recibir el cuello de la víctima; a cada lado del collar había también gruesas correas con hebillas, para sujetar los brazos cerca del cuerpo, y a los lados de la mesa, para las muñecas, correas con hebillas, que se comunicaban con cuerdas colocadas debajo de aquélla y aseguradas al eje de una rueda horizontal; al otro extremo, dos correas más para los tobillos, con cuerdas atadas a la rueda de un modo semejante. Así, era evidente que estendiendo el cuerpo de una persona sobre la mesa y haciendo girar la rueda se podía tirar en ambas direcciones al mismo tiempo, sin ningún riesgo de ahorcarle porque las dos correas de debajo de los brazos, cerca del cuerpo, evitaban ese peligro; pero, sin embargo, todas las articulaciones podían dislocarse.

»Después que se descubrió el diabólico objeto de esta maquinaria, todos se estremecieron e involuntariamente miraban hacia la puerta como temerosos de que se cerrase sobre ellos. Al principio se oían maldiciones por lo bajo, que luego se cambiaron en terribles imprecaciones contra los que inventaron y usaban de tales tormentos; pero también llovían bendiciones sobre las Cortes por haber abolido ese tiránico tribunal.

»En seguida, examinamos un cepo vertical allegado a la muralla; tenía un agujero grande y dos más pequeños, y al abrirlo, levantando la mitad del aparato, percibimos hoyos en la pared, siéndonos fácil darnos cuenta del objeto del instrumento. Se aseguraban bien los puños y el cuello del culpable en los agujeros del cepo, escondiéndose la cabeza y las manos en la muralla; así los legos dominicos podían azotarles sin peligro de ser reconocidos y se evitaba el que se les descubriera por cualquier accidente.

»En las paredes se veían colgadas disciplinas de diferentes materiales, algunas de sogas anudadas y no pocas tiesas con la sangre; otras de cadenas de alambre con puntas y ruedecillas como las de las espuelas; éstas también estaban manchadas de sangre; cilicios de tejidos de alambre con puntas salientes, como de un octavo de pulgada, hacia el interior, cubiertos con cuero por el esterior y provistos de cordeles para amarrarlos. Los había de diversos tamaños, para la cintura, los muslos, las piernas y los brazos. Las murallas también se veían adornadas con camisas de crin, que no serían de un uso muy agradable después de   —346→   una flagelación; huesos humanos con una cuerda a cada extremo para amordazar a los que hablaban más de lo necesario, y mordazas destinadas al mismo objeto, hechas con dos pedazos de caña atados en los extremos, que abriéndolos en el medio, al ponerlas en la boca, y amarrándolas detrás de la cabeza, como las de hueso, apretaban la lengua con gran fuerza.

»En un cajón había muchas argollas para los dedos, hechas de pequeños pedazos de hierro en forma de semi-círculos o medias lunas, con un tornillo en uno de sus extremos, de manera que colocándolas en el sitio adecuado, se podían apretar todo lo que se quisiera, aun hasta el punto de reventar las uñas y romper los huesos.

»Viendo semejantes elementos de tortura, ¡quién podría disculpar a los monstruos que los usaban para establecer la fe enseñada por el dulce, humilde y santo Jesús con sus preceptos y divino ejemplo! ¡Ojalá que el que no los maldiga, como merecen, caiga en poder de esos infames!

»Fue destruido en un instante el tormento y el cepo, porque tal era el furor de más de un centenar de personas que allí habían logrado entrar, que aunque hubieran sido de hierro no habrían resistido a la violencia y empuje de los asaltantes. Hallábase en un extremo un caballo de madera pintado de blanco; supúsose luego que debía ser otro instrumento de tortura; pero más tarde se supo que una víctima de la Inquisición que, quemada, fue declarada después inculpable, como una satisfacción a su muerte, se había declarado públicamente su inocencia, y su efigie vestida de blanco y montada en ese caballo, paseada por las calles de Lima. Alguien dijo que el individuo de que se trata había sido procesado en Lima, otros que en España, y que por un decreto del inquisidor General se había llevado a cabo esta farsa donde quiera que existía un Tribunal de Inquisición en los dominios españoles. Penetramos hasta los calabozos, que hallamos todos abiertos y vacíos, y que, aunque diminutos, no eran del todo incómodos para ser prisión. Algunos tenían un pequeño patio anexo; otros, más solitarios, ninguno.

»Habiendo examinado todos los rincones de tan misteriosa prisión, nos retiramos ya de noche, llevándonos libros, papeles, disciplinas, instrumentos de tortura, etc., etc., muchos de los cuales se repartieron en la puerta, especialmente varios de los pañuelos criminosos».

A consecuencia de este atentado, se mandó por el Virrey publicar bando y por el Arzobispo se fulminaron censuras para que los asaltantes devolviesen los papeles y especies sustraídas, disposiciones que   —347→   produjeron tan buen resultado que el menoscabo de papeles pareció de muy poca consideración237.

Siguiose, con todo, pagando sus asignaciones a los ministros del Tribunal, con excepción de Piélago que había aceptado el corregimiento de Canta y algún otro empleado subalterno238, hasta que Fernando VII mandó restablecer nuevamente los Tribunales de la Inquisición, por decreto de 21 de julio de 1814, que insertamos aquí según el texto de la copia que se envió al Presidente de Chile.

«El Rey nuestro señor se ha servido expedir el decreto siguiente: El glorioso título de católico con que los reyes de España se distinguen entre otros príncipes cristianos, por no tolerar en el reino a ninguno que profese otra religión que la católica apostólica romana, ha movido poderosamente mi corazón a que emplee, para hacerme digno de él, cuantos medios ha puesto Dios en mi mano. Las turbulencias pasadas y la guerra que afligió por espacio de seis años todas las provincias del reino; la estancia en él por tanto tiempo de tropas extrangeras de muchas sectas, casi todas inficionadas de aborrecimiento y odio a la religión católica; y el desorden que traen siempre tras sí estos males, juntamente con el poco cuidado que se tuvo algún tiempo en proveer lo que tocaba a las cosas de la religión, dio a los malos suelta licencia de vivir a su libre voluntad, y ocasión a que se introdujesen en el reino y asentasen en él muchas opiniones perniciosas, por los mismos medios con que en otros paises se propagaron. Deseando, pues, proveer el remedio a tan grave mal y conservar en mis dominios la santa religión de Jesucristo, que aman y en que han vivido y viven dichosamente mis pueblos, así por la obligación que las leyes fundamentales del reino imponen al príncipe que ha de reinar en él, y yo tengo jurado guardar y cumplir, como por ser ella el medio más a propósito para preservar y cumplir a mis súbditos de disensiones intestinas y mantenerlos en sosiego y tranquilidad, he creído que sería muy conveniente en las actuales circunstancias volviese al ejercicio de su jurisdicción el Tribunal del Santo Oficio, sobre lo cual me han representado prelados sabios y virtuosos, y muchos cuerpos y personas, así eclesiásticas como seculares,   —348→   que a este Tribunal debió España no haberse contaminado en el siglo XVI de los errores que causaron tanta aflicción a otros reinos, floreciendo la nación al mismo tiempo en todo género de letras, en grandes hombres y en santidad y virtud. Y que uno de los principales medios de que el opresor de la Europa se valió para sembrar la corrupción y la discordia de que sacó tantas ventajas, fue el destruirle, so color de no sufrir las luces del día su permanencia por más tiempo, y que después las llamadas cortes generales y extraordinarias, con el mismo pretexto y el de la constitución que hicieron tumultuariamente, con pesadumbre de la nación, le anularon. Por lo que, muy ahincadamente me han pedido el restablecimiento de aquel Tribunal; y accediendo yo a sus ruegos y a los deseos de los pueblos que en desahogo de su amor a la religión de sus padres han restituido de sí mismos algunos de los Tribunales subalternos a sus funciones, he resuelto que vuelvan y continúen por ahora el Consejo de Inquisición y los demás Tribunales del Santo Oficio, al ejercicio de su jurisdicción, así de la eclesiástica, que a ruegos de mis augustos predecesores le dieron los pontífices, juntamente con la que por sus ministros los prelados locales tienen, como de la real que los reyes le otorgaron, guardando en el uso de una y otra las ordenanzas con que se gobernaban en 1808 y las leyes y providencias que para evitar ciertos abusos y moderar algunos privilegios, convino tomar en distintos tiempos. Pero como además de estas providencias, acaso pueda convenir tomar otras y mi intención sea mejorar este establecimiento, de manera que venga de él la mayor utilidad a mis súbditos, quiero que luego que se reúna el Consejo de Inquisición, dos de sus individuos con otros dos de mi Consejo Real, unos y otros, los que yo nombrase, examinen la forma y modo de proceder en las causas que se tienen en el Santo Oficio y el método establecido para la censura y prohibición de libros; y si en ello hallasen cosa que no sea contra el bien de mis vasallos y la recta administración de justicia, o que se deba variar, me lo propongan y consulten para que acuerde yo lo que convenga. Tendreislo entendido y lo comunicaréis a quien corresponda. -Palacio, 21 de julio de 1814. -YO EL REY».

Cuando esta noticia llegó a Lima a fines de septiembre, vivían todavía Abarca239, Zalduegui y Ruiz Sobrino, y según noticia de ellos mismos, el Virrey «se había propuesto por objeto no contribuir   —349→   al cumplimiento de lo que nuestro católico monarca tiene ordenado, y ya que le faltó el valor para una declarada oposición, trata de entorpecer las reales resoluciones por medios indirectos, atropellando y vejando las prerrogativas del Santo Oficio en odio a su restablecimiento; y la verdad que la retardación de diez y ocho días en contestar nuestro primer oficio, con escándalo del pueblo; en no prestarse a la publicación por bando que se le propuso; en no haber circulado la real orden, según se le manda, y el haberse negado enteramente a la pronta devolución en todo y en parte del dinero y alhajas que de su orden se pasaron a cajas reales, son pruebas nada equívocas de su oculto designio»240. «Éstas son, añaden, más adelante, las lastimosas circunstancias en que se ve este Tribunal, sin fondos de que disponer para sus atenciones, privado, por su falta, de reducir a prisión varios reos mandados recluir aun antes de su suspensión, postergado dos meses hace el pago de los ministros de sus respectivos sueldos, los edificios del Tribunal faltos de lo más preciso y en la mayor indecencia...».

Mientras los inquisidores vivían ausentes de su nido, las cárceles del Santo Oficio no se habían visto solitarias: las autoridades españolas habían allí encerrado a los que por insurgentes eran enviados a la capital del virreinato de las diversas provincias que luchaban entonces por su independencia.

Como se sabe, las Cortes liberales de 1820, por decreto de 9 de marzo, abolieron definitivamente los Tribunales del Santo Oficio. «Esta supresión, cuenta un escritor peruano, fue recibida en Lima, según las noticias que se nos han dado, con frenéticas muestras de entusiasmo. La muchedumbre expresaba en su locura la transición que hacía de un estado de continuas alarmas y de inseguridad, a otro en que se podía reposar sin temor en el hogar doméstico.

»Como en 1821 se juró en Lima la independencia del Perú, quedó confirmada de hecho la supresión del Santo Oficio. Los bienes que éste poseía pasaron al dominio del Estado, y su administración se confió a una oficina llamada Dirección General de Censos. Estos bienes fueron destinados a la instrucción pública, con el objeto, sin duda, de emplear en el progreso intelectual los mismos recursos de que antes se había echado mano para detenerlo»241.



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ArribaAbajoCapítulo final

Aplausos tributados al Santo Oficio de Lima por sus contemporáneos. -Vastos límites de su jurisdicción. -Detalles de algunas de las materias de que conocía. -La coca y la yerba mate. -Persecución a los desafectos a la Inquisición. -Bula de Sixto V a favor de los inquisidores. -Protección y privilegios que les acuerda el Rey. -Disgustos causados por los inquisidores a las autoridades del virreinato. -Delitos cometidos por los dependientes del Tribunal que quedan impunes. -Ley real que exime a los ministros de la Inquisición del conocimiento de sus causas por la justicia ordinaria. -La Audiencia de Lima solicita remedio a los abusos de la Inquisición en este punto. -El Tribunal niega al fiscal de la Audiencia la apelación en cierto proceso. -El Conde del Villar denuncia el proceder arbitrario de los inquisidores. -El Marqués de Cañete hace otro tanto. -La Inquisición deja sin efecto una provisión real. -Quejas del Cabildo de Lima. -Cédulas de concordia. -Continúan los disgustos con las autoridades. -Acusación que hace a los inquisidores don Guillén Lombardo. -Denunciación del Conde de Alba. -Cédula de 1751 que priva del fuero activo a los ministros de la Inquisición. -Éstos se hacen aborrecibles a todo el mundo. -Estadística de los procesados. -Entre las costumbres y la fe. -Las costumbres peruanas según el Conde del Villar. -Disolución de los frailes. -Edicto contra los solicitantes en confesión. -Medidas tomadas por el Marqués de Castelfuerte para prevenir los amancebamientos. -Lo que refieren Frezier y Jorge Juan. -Resumen y conclusión.


Ya que en el curso de las páginas precedentes hemos ido estudiando en detalle y casi paso a paso la marcha que en su larga existencia siguió el Tribunal de la fe que Felipe II mandó fundar en Lima, conviene ahora que, por vía de recapitulación, insistamos en alguna de sus fases más culminantes.

Desde luego, es innegable que el Santo Oficio fue generalmente aplaudido en América.

«El Tribunal santo de la Inquisición, decía el reputado maestro   —352→   Calancha, poco más de medio siglo después de su establecimiento en la ciudad de los Reyes, es árbol que plantó Dios para que cada rama extendida por la cristiandad fuese la vara de justicia con flores de misericordia y frutos de escarmiento. El que primero ejercitó este oficio fue el mismo Dios, cuando al primer hereje, que fue Caín..., Dios le hizo auto público condenándolo a traer hábito de afrenta, como acá se usa hoy el sambenito perpetuo».

«El primer inquisidor que sostituyó por Dios, fue Moisés (continúa el mismo autor), siendo su subdelegado, que mató en un día veinte y tres mil herejes apóstatas que adoraron el becerro que quemó»242.

Un siglo cabal después de estampadas las anteriores palabras, otro escritor no menos famoso en Lima que el que acabamos de citar, el doctor don Pedro de Peralta Barnuevo, declaraba, por su parte, que aquel Tribunal «fue un sol a cuyo cuerpo se redujo la luz que antes vagaba esparcida en la esfera de la religión. Es ese santo Tribunal el propugnáculo de la fe y la atalaya de su pureza; el tabernáculo en que se guarda el arca de su santidad; la cerca que defiende la viña de Dios y la torre desde donde se descubre quién la asalta; el redil donde se guarda la grey católica, para que no la penetren el lobo del error, ni los ladrones de la verdad, esto es, los impíos y herejes, que intentan robar a Dios sus fieles. Es el río de la Jerusalén celeste, que saliendo del trono del Cordero, riega con el agua de su limpieza refulgente el árbol de la religión, cuyas hojas son la salud del cristianismo. Sus sagrados ministros son aquellos ángeles veloces que se envían para el remedio de las gentes que pretenden dilacerar y separar los sectarios   —353→   y los seductores: cada uno es el que con la espada del celo guarda el paraíso de su inmarcesible doctrina y el que con la vara de oro de la ciencia mide el muro de su sólida firmeza»243.

Pintando los beneficios que llegara a realizar en las vastas provincias sujetas a su jurisdicción, aquel cronista agregaba: «A los inquisidores, más beneméritos del título de celadores de la honra de Dios que Finées, debe este Perú la excelencia mayor que se halla en toda la monarquía y reinos de la cristiandad, pues ninguno se conoce más limpio que éste de herejías, judaísmos, setas y otras cizañas que siembra la ignorancia y arranca o quema este Tribunal, siendo su jurisdicción desde Pasto, ciudad junto la equinocial, dos grados hacia el trópico de cancro, hasta Buenos Aires y Paraguay, hasta cuarenta grados y más hacia el sur, con que corre su jurisdicción más de mil leguas norte sur de distancia, y más de ciento leste oeste, en lo más estrecho, y trescientas en lo más extendido. Todo esto ara y cultiva la vigilancia deste Santo Tribunal y el incansable cuidado de sus inquisidores»; y aunque, como se recordará, en 1610, se cercenó del distrito que le fue primitivamente asignado las provincias que pasaron a formar el de Cartagena, el territorio sometido a su jurisdicción resultaba siempre enorme.

En virtud de las atribuciones de que estaba investido, sabemos ya hasta dónde llevaba el Tribunal su escrupulosidad en materia de delitos y denunciaciones; pero como si esto no fuera todavía bastante, hubo una época en que nadie podía salir de los puertos del Perú sin licencia especial del Santo Oficio; sus ministros debían hallarse presentes a la llegada de cada bajel para averiguar hasta las palabras que hubiesen pasado durante el viaje; no podía imprimirse una sola línea sin su licencia; los prelados, Audiencias y oficiales reales, debían reconocer y recoger, en virtud de leyes reales, los libros prohibidos, conforme a sus expurgatorios, y, en general, todos los que llevasen los extranjeros que aportasen a las indias244.

Por más absurdas y ridículas que hoy nos parezcan las prácticas y ceremonias de los hechiceros, que tanto que entender dieron al Tribunal, ya hemos visto el papel que en ellas desempeñaban la coca, cuyo uso tan arraigado entre los indios bien pronto se extendió a los   —354→   españoles y especialmente a las crédulas mujeres, haciéndoles soñar en su virtud para el conocimiento del porvenir y éxito maravilloso de amores desgraciados; tanto que, no sólo los inquisidores, sino muchos de los Virreyes en general, desde don Francisco de Toledo, trataron a toda costa de proscribir su uso, sin llegar a resultado alguno en un pueblo que lo aceptaba por tradición y por necesidad y que hasta hoy desde el Ecuador hasta las altiplanicies de Bolivia lo conserva en su forma primitiva.

Pero si en su empleo se creía ver una invención diabólica, no había de pasar mucho tiempo sin que se hiciese igual sugestión respecto de otra planta americana, tan generalizada en otra época casi tanto como hoy el tabaco en muchos de los pueblos de la América del Sur. El reverendo jesuita Diego de Torres, provincial que fue en Chile, Tucumán y Paraguay, expresaba, en efecto, al Tribunal, a principios del siglo XVII:

«En estas dos gobernaciones de Tucumán y Paraguay se usa el tomar la yerba, que es zumaque tostado, para vomitar frecuentemente, y aunque parece vicio de poca consideración, es una superstición diabólica que acarrea muchos daños, y algunos que diariamente toca su remedio a ese Sancto Tribunal: el primero déstos es que los que al principio lo usaron, que fueron los indios, fue por pacto y sugestión clara del demonio, que se les aparecía en los calabozos en figura de puerco, y agora ser a pacto implícito, como se suele decir de los ensalmos y otras cosas; segundo, que casi todos los que usan deste vicio, dicen en confesión y fuera de ella que ven que es vicio, pero que ellos verdaderamente no se pueden enmendar, y entiendo que así lo creen y de ciento no se enmienda uno, y lo usan cada día, y algunas veces con harto daño de la salud del cuerpo y mayor del alma; tercero, júntanse muchos a este vicio, etiam cuando los demás están en misa y sermón, y varias veces lo oyen; cuarto, totalmente quita este vicio la frecuencia de los sacramentos, especialmente el de la Eucaristía, por dos razones, primera, porque no pueden aguardar a que se diga la misa sin tomar esta yerba; segunda, porque no se pueden contener, habiendo comulgado, a dejar de vomitar luego, y así no hay casi persona que use este vicio que comulgue, sino que el domingo de Resurrección, y entonces procuran misa muy de manana, y los más hacen luego vómito, con suma indecencia del Santísimo Sacramento, y por esto, muchos de los sacerdotes no dicen misa sino raras veces. Estas   —355→   indecencias y inconvenientes tiene el tabaco y coro, que toman también en vino por la boca, aun con más frecuencia; quinta, salen con gran nota de las misas a orinar frecuentemente. No digo los demás inconvenientes que tocan al gusto y salud, y a los muchos indios que mueren cogiendo y tostando esta maldita yerba, que es gran lástima y compasión, y el escándalo que los españoles y sacerdotes dan con este vicio; sólo digo que ellos y los indios se hacen holgazanes y perezosos, y van los venidos de España y los criollos y criollas, perdiendo, no sólo el uso de la razón, pero la estima y aprecio de las cosas de la fe, y temen tan poco el morir muchos como si no la tuvieran, y de que tienen poca, tengo yo muy grandes argumentos.

»Otra causa y raíz desta poca fe, es que no sólo ha entrado por Buenos Aires y San Pablo alguna gente portuguesa que se ha avecindado nueva en ella entre la mucha que hay; pero como desde el principio se ha poblado estas dos gobernaciones de alguna gente forajida y perdida del Perú y ha habido pocos hombres doctos y de buenas costumbres, están éstas muy estragadas, y cada día serán peores.

»Todo lo cual entiendo ha permitido Dios Nuestro Señor en estas gobernaciones y los demás males en la de Chile, por el servicio personal que en ellas se ha conservado contra todo derecho y cédulas reales, que ha sido causa de que se hayan consumido los indios y haya tantos infieles y los cristianos vivan como si no lo fuesen, y se huyan, pero que los españoles hayan vivido en mal estado, como también sus gobernadores y confesores, que por ventura tienen la principal culpa, y mientras esta raíz de todos estos males y del de las malocas no las quitaren los ministros de Su Majestad, a cuyo cargo está, dado que los demás medios surtan y tengan efecto; y no digo a Vuestra Señoría los gravísimos males que han resultado de una maloca que desta se hizo para traer indios al servicio personal, porque veo no pertenecer el remedio a ese Sancto Tribunal, si bien le podía tocar por ser el medio más cierto con que el demonio impide la conversión de la gentilidad, y que con ella desacredita totalmente nuestra sancta fe y ley evangélica; segunda, que baptizan a estas piezas sin prueba y catecismo bastante porque no se las quiten, y unos venden y otros se vuelven, que todo es en menosprecio y daño de los sacramentos y religión.

»El daño de la yerba tiene muy fácil remedio, sirviéndose el señor Virrey de mandar con graves penas que no se coja, atento a que por ello han muerto muchos indios y seguídose gravísimos inconvenientes,   —356→   porque no se coge sino en Maracaya, cien leguas más arriba de la Asunción, a cuyo comisario se pudiera también cometer que no la consintiera bajar, y convenía mucho quitar este trato porque por ser en el camino de San Pablo vienen con los que andan en él, los que pasan por allí»245.

No hay constancia en los archivos del Santo Oficio del Perú de que a pesar de tan eficaces recomendaciones se incluyese la yerbamate en la vulgar opinión en que se encontraba acreditada la coca; pero en todo caso este recuerdo nos servirá para manifestar cómo se discurría en esa época por hombres tan ilustrados como el firmante de la anterior exposición. ¡Quién hubiera podido imaginarse después de esto que tan execrables y diabólicas yerbas hubiesen sin embargo de figurar con aplauso en la farmacopea de nuestro siglo!

Bien se deja comprender que a la sombra de las disposiciones que dejamos recordadas nadie vivía seguro de sí mismo, ni podía abrigar la menor confianza en los demás, comenzando por las gentes de su propia casa y familia; pues, como de hecho sucedió en muchas ocasiones, el marido denunciaba a la mujer, ésta al marido, el hermano al hermano, el fraile a sus compañeros, y así sucesivamente; encontrando en el Tribunal no sólo amparo a las delaciones más absurdas, sino aun a las que dictaban la venganza, la envidia y los celos. Ni siquiera se excusaba el penitente que iba buscando reposo a la conciencia a los pies de un sacerdote, pues, como declaraba con razón el agustino Calancha, sus centinelas y espías eran todas las religiones y sus familiares todos los fieles246.

El pueblo que por sus ideas o creencias no podía resistir su establecimiento, en general no hizo nada para sustraerse de algún modo a las pesquisas de ese Tribunal; mas, no así la Compañía de Jesús, que no sólo supo dentro de la disciplina de sus miembros encontrar recursos para el mal, sino que también llego hasta atreverse a invadir el campo de sus atribuciones, no sin que por eso supiera librarse en absoluto de las dentelladas que en más de una ocasión le asestara el Santo Oficio.

Desde el proceso de Luiz López, es decir, desde los primeros años en que el Tribunal comenzó a funcionar en Lima, ya se había visto que la Compañía, de una manera disimulada, trataba de combatir la   —357→   preponderancia de los jueces, propinando en el confesonario absoluciones de casos que les estaban reservados, y hasta expresándose más o menos claramente en contra de la tiranía inquisitorial, que, celosa como era de sus prerrogativas, si pudo perdonarle a López ser causa de la perdición de los dominicos secuaces de Cruz, no podía transigir con que se pusiese en tela de juicio sus atribuciones. Bastante experiencia, por lo demás, habían cosechado los discípulos de San Ignacio en el caso de los fundadores de la Orden en el Perú para que desde entonces no se esforzasen en escapar de las sentencias inquisitoriales.

Bien pronto, en efecto, uno de sus provinciales dispuso que sin licencia superior, ningún miembro de la Compañía aceptase puesto alguno en el Tribunal, circunstancia que no pasó tan inadvertida que éste no la entendiese y notase, y sin duda que semejante proceder habría parecido destituido de gran importancia si uno de los mismos jesuitas, ministro que fue y procurador para Roma de las provincias de Chile, Tucumán y Paraguay, llamado Antonio de Ureña, no hubiese denunciado por extenso al Santo Oficio, fatigado de su conciencia, según expresaba, todas las tretas a que dentro de la Orden se estaba ocurriendo en menosprecio del Tribunal de la fe.

Contaba, pues, el denunciante, que pareció sin ser llamado, en 25 de agosto de 1622, que todos los miembros de la Compañía que en el Santo Oficio habían delatado alguna cosa habían sido reputados por díscolos y por indignos de todo cargo. «Que en el año de seiscientos y diez y ocho, a primero de agosto, se comenzó la congregación provincial en este Colegio de San Pablo, al cual vino una carta dirigida a la misma congregación o al provincial, la cual vio este denunciante ocularmente, que se la mostró y leyó el padre Juan de Villalobos, rector que a la sazón era y consultor de provincia del noviciado, la cual carta contenía que en el Colegio de Oruro (y le parece también que en el de Potossí) algunos de la Compañía habían solicitado en confesión algunas indias bonitas, las cuales habiendo ido a confesarse con el que escribió la carta, le decían que como no le decían en la confesión vida mía, mis ojos y otras palabras de amores que en la dicha carta están en lengua de indio, y que se acuerda de zonco paca, que quiere decir mi corazón, y otras de que no se acuerda, mas que todas ellas son de amores y deshonestas, y que el que escribió la carta las había dicho, hijas mías, en confesión no se usan esas palabras, a lo cual habían respondido ellas riéndose que así lo hacían los padres de la Compañía,   —358→   por lo cual decía la dicha carta y encargaba mucho que mirasen los superiores por la Compañía, porque por las dichas y otras razones que contiene la dicha carta, iban los de la Compañía camino de ser de los alumbrados, y que la dicha carta la dejaron los padres Juan de Soxo y Bernabé de Cobos, ministros de Guamanga, que la había escrito un fraile francisco, y que el dicho fraile francisco apurándole los de la Compañía había dicho que uno de la Compañía se la había dado, y que aunque le dijeron los nombres del dicho fraile francisco y del dicho padre de la Compañía, no se acuerda, pero que es esta carta tan común en la Compañía que no hay ninguno que no se acuerde de ella, en particular los que se hallaron en dicha congregación, y que esta carta original tiene por cierto estará en el archivo del Colegio grande, donde se suelen guardar papeles de importancia; y que este archivo está en el aposento del padre provincial, y también estará un tanto de ella en el archivo que tiene también el padre rector en su aposento, y lo que aquí no esté se hallará en poder del padre Juan Vásquez, que es compañero y secretario del provincial, y tiene en su poder los papeles del padre Francisco de Araabieru, en cuyo tiempo se escribió; y que los archivos son dos alhacenas que hay entre ambos aposentos de provincial y rector, y en el aposento del provincial un escritorio y dos cajones; y también tiene por cierto que habrán enviado un tanto de esta carta al General a Roma, y que cuando leyó esta carta el dicho padre Juan de Villalobos a este denunciante, le dijo: el que ésta escribió mucho sabe de nuestras cosas, mucho hay que temer.

»Y que después tratando con el dicho padre Bernabé de los Cobos de esta carta, le dijo a este denunciante algo había de lo que decía la carta, pero no tanto, y lo mismo le parece que le dijo el dicho padre Soxo, hablando del colegio de Oruro y Potossí.

»Y lo que obró esta carta fue casi total mudanza en los colegios de Oruro y Potossí, si bien comúnmente se dice en casa por los padres graves de ella que entendieron de dicha carta, que el padre de la Compañía que la había escrito era poco afecto a ella; y que porque la escribió o por sospechas que tenían de que la había escrito, le habían afligido; y tiene por cierto este denunciante que al padre Peña que despidieron en el Cuzco, habrá tiempo de un año, la escribió, aunque la carta le pareció demás de hombre de más talento, si bien pudo comunicarla con otros más bien entendidos.

»Y que por dicha carta se acuerda que mudaron de Oruro al padre   —359→   Gabriel Perlin y lo enviaron a Buenos Aires, y desde ésta al dicho padre Bernabé de Cobos a Arequipa, y que no sabe si por esta misma causa mudaron al padre Coleri y enviáronle a Tuli, y otros que no se acuerda.

»Y que del depósito mandaron a Agustín de Aguilar y al padre Conde, que ambos estaban en Arequipa; al padre Juan de Figueroa, a quien afligieron mucho y le enviaron a Chuquisaca o a La Paz y al cabo le echaron, y es fraile agustino, y que aunque mudaron al padre Ordóñez a Quito, piensa no fue por la dicha carta; y que otros mudaron también del dicho colegio, que no se acuerda y lo dirá si se acordare, y que por razón de la dicha carta sabe este denunciante, porque las escribía por su mano, que se hicieron órdenes muy apretadas en aquella congregación que no saliesen los religiosos a confesar a la iglesia sino en cierta forma, y que no pudiesen hablar con las indias bonitas sino tiempo limitado y muy corto y en días señalados, como constará de la dicha congregación, y por haber dado la hora cesó la audiencia, y siéndole leído lo que ha dicho, dijo estar bien escrito y lo firmó de su nombre. -ANTONIO DE UREÑA. -Y pasó ante mí. -Juan de Izaguirre, secretario.

»En la ciudad de los Reyes, a veintiséis días del mes de agosto de mil y seiscientos y veintidós años, estando en su audiencia de la mañana el señor inquisidor licenciado Andrés Juan Gaitán, pareció en ella el padre Antonio de Ureña, y continuando la dicha su declaración, debajo del juramento que tiene hecho, dijo que sabe por cosa cierta que muchos de los privilegiados que tiene la Compañía ad tempus y no perpetuos, han expirado más ha de seis a ocho años, como de ellos mismos constará, y sabe que no obstante la cesación de ellos, han usado y usan actualmente de ellos los padres de la Compañía, contra lo dispuesto por su Santidad muchas y varias veces, sobre lo cual consultaron las Provincias al general Claudio Aquaviva, y Muccio Viteleschi, que es ahora, y de ella respondieron que se fuesen con su buena fe, y tiene por cierto que escribieron de Roma los secretarios que lo habían comunicado con su Santidad; y yendo a Roma y tratando este punto este declarante con el padre Nicolás de Almanza, asistente de España e Indias, le dijo a este denunciante que él no sabía de tal comunicación con el Pontífice y que mirasen lo que hacían; y en este mismo tiempo, para confirmación de esta verdad, su Santidad el Papa Paulo V, el año de doce o trece, despachó una bula, cuyo tenor tiene este denunciante   —360→   en su baúl, al fin de los privilegios, impresa en Roma, no uno sino dos traslados, en la cual bula, a ruego de los arzobispos y obispos de estos reinos, que gravemente se quejaron al Pontífice de que la Compañía les usurpaba su jurisdicción, dejándoles casi sin ninguna, usando indebidamente de los privilegios y aun excediendo en ellos, por lo cual la bula susodicha vino cuartada en gran manera; por lo cual viendo los padres de este colegio de San Pablo cuán atadas estaban las manos por la dicha bula, hicieron pareceres, en especial el padre Juan Pérez Menacho, de que todos los privilegios etiam ad tempus eran perpetuos, el que, al parecer, apreció la congregación dicha del año de mil seiscientos y dieciocho, y el padre Nicolás Durán, que enviaron por procurador le llamó a Roma, y habiéndole visto el General y no atreviéndose a comunicarlo con el Pontífice, sabiendo que no lo había de conceder, respondieron con el mismo padre Nicolás Durán que el parecer dicho les era muy bueno y que con él pasasen y usasen de su privilegio y dispensasen como antes, y que este denunciante, como sabía lo que pasaba en Roma, porque estuvo en ella nueve meses y que el Pontífice no concediera los tales privilegios porque era muy celoso de la autoridad de los obispos, y por este escrúpulo, en los casos que se le han ofrecido a este denunciante, no ha querido dispensar en virtud de los dichos privilegios y órdenes del General, por tenerlos por ningunos, y en particular lo hizo este mes de abril pasado habiéndosele ofrecido la rehabilitación de un matrimonio, acudió al doctor don Juan Velásquez, arcediano de esta santa Iglesia y comisario de la Cruzada para que dispensase, como cosa que le pertenecía, por ser tal comisario, y le dio la dicha dispensación y la despachó el padre Juan de Tamayo y le costó trece patacones y dos reales, que dio a Pedro Bermúdez, tesorero de la Cruzada, como parecerá por sus libros, a que se remite, y que no sabe otra cosa que decir en este caso.

»Preguntado en qué ocasiones y en qué lugares han dispensado los padres de la Compañía después que se acabaron los dichos privilegios, dijo que en todo el reino sabe que han dispensado y es cosa ordinaria en el trato común de casa referir las dispensaciones que han hecho y que particularmente cuando van a las misiones dispensan en todos los casos que se ofrecen, que no se acuerda formalmente de las personas ni de los lugares.

»Preguntado si llevan por las tales dispensaciones alguna limosna, dijo que no, ni tal ha entendido jamás.

  —361→  

»Iten dijo que el año de 614, partiendo de esta ciudad para Roma el padre Juan Vásquez, que iba por procurador, le oyó decir que había... todo lo que le había de suceder en el viaje con una persona, la cual le había dicho que tuviese cuidado al embarcar y desembarcar y que con eso tendría buen viaje; y después entendió que la persona que le dijo esto fue un indio hechicero y que sospechó que era del Cercado, porque sabe que los mismos padres que viven en el cercado le han dicho que por debajo de la puerta de Santa Cruz, donde están los hechiceros y hechiceras, les han consultado muchas personas de fuera, españoles, indios y mestizos, y aunque se puso algún cuidado para que no acudiesen a la puerta, no sabe que haya remedio total, ni que se deje de hacer.

»Iten dijo, que sabe que el año de 617, estando de partida en Sevilla para este reino con el dicho padre Juan Vásquez este declarante, le dijeron que el dicho padre Juan Vásquez había consultado a un grande hechicero nigromantino para saber que suceso había de tener en su viaje, el cual le parece que vivía en Jerez de la Frontera, lo cual le dijeron el padre Pedro Bol y Juan Fernández, que desde Cartagena se volvieron otra vez a España por pesadumbres que habían tenido con el dicho padre Juan Vásquez, los cuales escribieron que vivían en la provincia de Aragón, en Zaragoza o Valencia, y a su ruego lo escribió al padre Diego Álvarez de Paz con este declarante el hermano Pedro de Armendáriz, que ahora está en este colegio, y podrá ser que la carta esté en el archivo, porque este declarante se la entregó y dio en mano propia y se la vio leer al dicho Diego Álvarez de Paz, que entonces era provincial; y asimismo sabe de esto el licenciado Cristóbal Frontin, que entonces era de la Compañía y entiende este declarante que ahora está aquí o en el Callao, y que no se acuerda ahora de más testigos.

»Iten dijo, que predicando este denunciante el año de 619 en la villa de Guaura, le dijo el licenciado Alonso de las Cabañas, cura y vicario de la misma villa de Guaura, que viniendo a visitar la idolatría dos padres de la Compañía, cuyos nombres no se acuerda, llegaron a la villa de Baqueta, media legua de Guaura, pueblo de indios y anejo al mismo vicario, y que teniendo noticia de un grande hechicero que vivía en el dicho pueblo de Baqueta, le hicieron untar, hechizar y las demás cosas que solía hacer el indio invocando al Zupay (que es el Diablo), con los cuales conjuros e invocaciones el indio perdió el juicio   —362→   y estuvo como muerto algunas horas, y después volvió haciendo mil visajes endemoniados, diciendo cómo había estado en tal o cual región, de lo cual le dijo el dicho vicario a este declarante que se había escandalizado gravemente, y aun a este declarante le pareció cosa muy abominable, de lo cual todo dará más larga relación el dicho vicario, que todavía lo es y vive en la misma villa.

»Iten dijo, que el año de 615, estando este declarante en Roma, y juntamente el padre Juan Vásquez, había falta de agnus benditos a causa de que había ocho o diez años que no los consagraba Paulo V, pontífice que entonces era, y deseando traer muchos agnus a este reino el dicho padre Juan Vásquez, es pública voz y fama que buscando moldes hizo los dichos agnus falsos, sin las bendiciones del Pontífice y oblaciones y crismas con que se consagran, lo cual escribió en la dicha carta el dicho hermano Pedro de Armendáriz, como íntimo suyo, que lo sabía muy bien y se lo dijo a este denunciante y al dicho licenciado Cristóbal Frontin, y tiene por cierto que también lo saben el hermano Juan María Gallo, italiano, que era su compañero en Roma, y vio este denunciante que tenían allí gran amistad, y también el hermano Samaniego, que fue su compañero desde aquí a Roma y volvió con él, y ahora está en el colegio de Arequipa o Tuli, y que diciéndolo este denunciante al padre Diego Álvarez de Paz, provincial, que le había parecido muy mal, le respondió que entendía había de haber una bula para poder hacer aquí de los agnus quebrados enteros, y replicándole este denunciante que esto había sido en Roma y no de quebrados sino de cera por bendecir, donde hay grandísimas penas y excomunión papal a quien lo hace, dijo que él lo vería y no sabe que se haya hecho ninguna diligencia más, ni más castigo; y por ser dada la hora cesó la audiencia, y siéndole leído lo que ha dicho, dijo estar bien escrito y lo firmó de su nombre. -ANTONIO DE UREÑA. -Pasó ante mí. -Juan de Izaguirre, secretario.

»En la ciudad de los Reyes, a veintisiete días del mes de agosto de mil y seiscientos y veintidós años, estando en su audiencia de la mañana el señor inquisidor, licenciado Andrés Juan Gaitán, pareció en ella el dicho padre Antonio de Ureña, de la Compañía de Jesús, y continuando la dicha su declaración debajo del juramento que tiene hecho, dijo que el padre Bernabé de los Cobos, que ahora es ministro del colegio de Guatemala, le dijo que en el colegio de Oruro, el padre Claudio Coloni había manifestado una confesión declarando a un superior   —363→   de una religión un pecado de un súbdito suyo, que había sabido en confesión sacramental, y que entiende que el superior y el religioso eran de la Orden de Santo Domingo, y debe de haber que pasó esto tres o cuatro años, y que este padre Coloni se fue con el padre Joseph de Arriaga, a España, en la armada que partió del Callao el mes de mayo de este año, y dicen que va a Roma.

»Iten, dijo que en este colegio de algunos años a esta parte suelen ser padres espirituales, que toman cuenta de la conciencia y juntamente confesores y consultores, personas que luego infaliblemente vienen por provinciales o rectores de la misma casa, como lo fue el provincial que ahora es, y el padre Diego Álvarez de Paz, rector y provincial, y que también corre público en la casa que el padre Gonzalo de Lira ha de ser provincial, y le dieron el dicho oficio, y le ejerció hasta que, fatigado de la asma, se fue a convalecer a la Sierra, de lo cual se sigue que sabiéndolo los de casa, se retraen en las confesiones de decir cosas graves, si las hay, por temor de que después les han de regir por ellas a premiar o castigar, tomando ocasión de otras, y la verdad es que el castigo no lo hacen al religioso, por lo que dicen, manifiestan y publican los superiores sino por lo que saben en confesión de sus conciencias del súbdito o súbditos a quien castigan, como públicamente, lo dijo el padre Esteban Pérez en unos casos de conciencia, un lunes, día en que tratan dellos en la Compañía, que podrían muy bien aprovechar los superiores de lo que sabían en las confesiones para el régimen de los súbditos; por lo cual ha sabido este denunciante que se han hecho muchas confesiones sacrílegas, así por esto como por la dificultad grande que tienen en dar licencia para absolver de cosas reservadas, por lo cual algunos han inventado nuevas y extraordinarias opiniones para no pedirla, sabiendo esta dificultad, como el año de 1616, en Santa Fe de Bogotá, siendo rector el padre Luis de Sanctillan y provincial el padre Gonzalo de Lira, estuvieron presos en la Compañía ocho o diez religiosos, entre los cuales fue Zamavilla, excelente músico de la iglesia de Toledo, porque decían que bastaba cuando el superior el día de fiesta dice la misa a la comunidad, aquella absolución general que dice misereatur vestri o aquello que se dice antes de comulgar indulgentiam absolutionem, etc., para quitar la reservación, por lo cual despidieron a algunos de ellos, y al maestro de ellos, que era Liçarraga, lector de teulogía, enviaron a España el año de 617, y desembarcó en Lisboa.

  —364→  

»Y que esta dificultad en dar licencia la ha experimentado este denunciante yendo a pedir algunas para personas de dentro de casa, que se querían confesar con él, los cuales sin grandes limitaciones y sin inmensa dificultad no pudo conseguir, y tan pocas que no pasaron de dos, teniendo este denunciante que expresar si había cómplice en el pecado del penitente que pedía la dicha licencia, por ser reservado el caso que pedía y obligaba a pedir la tal licencia, y que no hay pecado exterior mortal, si no es la omisión del rezo que no esté reservada, porque aunque el Pontífice por su bula señaló materias que se pudiesen reservar, y no otras, por aquella facultad que añadió que los capítulos y congregaciones generales podrían añadir los más que les pareciese necesarios, con esta latitud, en la primer congregación general, añadió la Compañía hasta no dejar pecado mortal, si no es la omisión del rezo, pecado mortal entiéndese exterior.

»Iten, dijo que por cuanto sabe que hay un buleto de Su Santidad, y ha leído y ha oído decir en la Compañía a muchos religiosos de cuyos nombres no se acuerda ahora, que se despachó a petición de este Santo Tribunal, tomándole por toda la Inquisición, de que no se admitiesen ni aconsejasen, fuera de caso de necesidad, a mujeres mozas, hacer nuevas confesiones generales, por haberse experimentado que esta general noticia de la vida de la tal persona daba avilantez a los tales confesores para impetrar y alcanzar de ellas cosas no lícitas, el cual buleto porque, o muchos no le saben, o por otras razones, no le guardan; y que este denunciante ha experimentado muchas veces que no se practica, y en especial se lo dijo al dicho padre Juan de Villalobos, que confesaba innumerables mujeres, generalmente que a este denunciante le parecía que no había necesidad de que hiciesen confesión general sino particular, y le parece a este denunciante hay necesidad precisa de mandar a los padres de la Compañía que guarden y cumplan el dicho breve.

»Iten, dijo que ahora se acuerda que dicho padre Juan de Villalobos dijo a este denunciante, tratando de la prudencia que se debía tener en las penitencias que se daban por cosas reservadas, que en un colegio un rector había mandado al confesor que le pidió licencia para un caso reservado, que mandase al penitente salir con una pública disciplina al refitorio, por lo cual conoció el superior el que había delinquido.

»Y otro rector mandó traer un cilicio muy áspero a un confesor   —365→   que le fue a pedir otra licencia para un penitente, y como le mandó que diese en penitencia al que había cometido aquel pecado reservado el dicho cilicio muy aspero, haciendo diligencia para saber quién tenía el cilicio que él le había expresado le mandase poner, porque edificaba mucho en casa por su aspereza, conoció que el que le tenía era la persona para quien había dado la licencia del tal caso reservado; y que algunos superiores aunque saben que hacen mal en descubrir el que tiene caso reservado por los caminos dichos, y otros lo hacen porque de esa manera, y con tales finezas ganan opinión de exactos observantes, celosos, y así son superiores toda la vida, porque de estas cosas se avisa muy particularmente a Roma, de lo cual, pagado el General, les confirma los oficios, como el provincial presente Juan de Frías Herrán, que ha treinta y cuatro años continuos que es superior, y otros muchos, y el padre Oñate ha dieciocho o veinte años que es superior continuamente.

»Iten, dijo que el privilegio para traer en este reino altar portátil, aunque es tan útil en algunas partes, no se usa en él con la debida decencia cuando se dice misa, como este declarante ha visto en lugares no limpios y en partes donde corría riesgo llevarse el aire la hostia consagrada, lo cual convendría avisarles en este particular que usasen del dicho breve con moderación y más decencia.

»Iten, dijo que en las anuas que todos los años hacen los provinciales de todos los casos notables que han sucedido aquel año y les envían a Roma y a España, en las cuales anuas se ponen muchos casos que pasan en confesión, aunque sin señalar parte, y otros que tocan a la honra y reputación de personas graves, por lo cual se viene en conocimiento de las tales personas, con grave pérdida de su honra y reputación, porque como las personas son conocidas de los religiosos de casa y especifican tantas circunstancias y el Perú es un callejón donde todos se conocen sin dificultad ninguna, aunque no se ponga el nombre, se viene en conocimiento de la persona, y este declarante ha venido en conocimiento de algunas personas y de casos gravísimos por las tales anuas, por lo cual las tiene por perjudiciales y dañosas para las honras, por los tales casos, y necesario se les mande que no escriban los tales casos que envían en latín a Roma y en romance a todas las provincias de España, y que no se le acuerda por ahora otra cosa que decir, y que todo lo que ha dicho y declarado en las dos primeras audiencias, y en ésta es cierto y verdadero, y que no lo ha dicho por odio ni enemistad   —366→   que tenga a la Compañía, religiosos de ella, sino por descargar su conciencia, y siéndole vuelto a leer lo que ha dicho en las dos primeras audiencias y en ésta dijo estar bien escrito; encargósele el secreto, y prometiolo, y lo firmó de su nombre. -ANTONIO DE UREÑA. -Pasó ante mí. -Juan de Izaguirre, secretario.

»En la ciudad de los Reyes, a tres días del mes de setiembre de mil y seiscientos y veinte y dos años, estando en su audiencia de la mañana el señor inquisidor, licenciado Andrés Juan Gaitán, mandó entrar a ella al dicho padre Antonio de Ureña, de la Compañía de Jesús, que vino sin ser llamado, y siendo presente fue dél recibido el juramento en forma debida de derecho, so cargo del cual prometió de decir verdad, y siendo preguntado dijo llamarse el padre Antonio de Ureña, de la Compañía de Jesús, natural de Medina de Rioseco, sacerdote predicador y confesor en la dicha Compañía, de edad de treinta y cuatro años, y dijo que se le ha acordado, de más de lo que en las audiencias pasadas dijo, que el padre Gabriel Cerrato, de la Compañía, predicando en La Paz, habrá tiempo de cuatro años, dijo como a ningún sacerdote que hubiese cometido pecado de carne con mujer le perdonaba Dios, lo cual dijo en la congregación de los clérigos de la dicha ciudad, de que se escandalizaron notablemente, lo cual le refirió a este denunciante el padre Cristóbal de los Cobos, que se lo oyó decir, que le parece a este denunciante tener alguna conexión con la herejía de Tertuliano, que enseñaba ser imposible perdonarse el pecado al adulto después que recibió el bautismo, y que también fue herejía de los anabaptistas y otros que decían que cada vez que pecaba un hombre era menester volverse a bautizar; y que lo que ha dicho es la verdad, y no lo dice por odio ni enemistad que tenga al dicho padre Gabriel Cerrato, sino por descargo de su conciencia, y siéndole leído, dijo estar bien escrito, encargósele el secreto y prometiole, y lo firmó de su nombre. -ANTONIO DE UREÑA. -Pasó ante mí, Juan de Izaguirre, secretario247.

»[...] En casa se publicó pena de excomunión para que cualquiera que hubiese entrado o llevado carta mía para ese Tribunal, lo viniese manifestando al padre provincial, reservando en sí la absolución, con   —367→   lo cual el viejo Martín de Jáuregui lo manifestó y le dieron su salmorejo. Sabido pues que había tenido origen de mí y no de Vuestra Señoría la ida a ese Santo Tribunal, la noche siguiente, luego que vine, me metieron en un infernal aposento, obscuro, lóbrego, poniendo tres llaves, y por una ventanilla solamente me daban de comer, que era sólo pan negro y agua, que añadido al suelo por cama, me hizo tal impresión en el estómago que no podía retener nada con continuos vómitos. Viendo esto, por temor de la muerte, dije me llamasen al provincial, que ya sabía por qué era tanto rigor; vino, y habiendo tratado con él varias cosas, me dijo si tenía otra cosa que se la dijese, para remediar, tirándome tiros que luego entendí; yo entonces viéndome en el apretura referida y que el aposento se caía sobre mí, que entendí ahogarme de polvo, sin retener nada en el estómago, saltando como perjuro el juramento, le descubrí tres cosas de las que denuncié; bien es verdad que primero que las dijese, le dije que en conciencia no podía; aquí me respondió que por evitar alguna deshonra a la Religión, que no tuviese escrúpulo en manifestárselo; lo que le dije fueron estas tres cosas: primera, la consulta del padre Juan Vásquez con el hechicero, no añadiendo más, a que me respondió que ya se habían desdicho los testigos y que entendía había sido dicho no más. Lo segundo que le dije fue lo de los privilegios falsos, que sintió muchísimo sobre manera, sobre que tuvimos muchos dares y tomares, por lo cual esta armada se harán fuertes diligencias para ganarlos del Pontífice nuevo, que afirman ser muy afecto a la Religión, que por ser punto tan esencial, ha dado y dará grandísimo cuidado y más del que Vuestra Señoría puede imaginar, pues ya son súbditos de los señores obispos o sus superiores, y como ahora los dos arzobispados de este reino están vacos, como a parte indefensa y sin defensor, entiendo perecerán; pero este cuidado más les toca a los señores prelados, que a mí; sólo afirmo que si Paulo Quinto viviera, ni se lo pidieran ni los concediera jamás, pues en el uso hay abuso y prodigalidad, poco recurso a los señores obispos, ninguna subjeción, menos estimación. Lo tercero, fue lo de la carta de las solicitaciones; cayó luego en ello, pero dijo que el fraile sería castigado, pues no avisó; preguntó si alguno en particular estaba encontrado, dije que no, y señalando algo al que fue a España a otro propósito, me preguntó con ansia si había de aquel padre otras cosas, mas tan de veras que me hizo reparar; esto es lo que solamente le dije, con harto dolor de   —368→   mi alma; con que de lo que hubiese delinquido pido perdón; pasó esto a 16 de setiembre.

»No paró aquí el negocio, porque el padre Alonso Mesía, ansioso o temeroso de haber sido comprehendido en algo, negoció con el padre provincial (salvo si fue traza de entrambos), de que me confesase al Mesía, por saber lo que me había pasado y el provincial por si había ocultado otra cosa, y aunque yo pedí otro padre (porque a Mesía jamás por su poca verdad, mucha caballería e indecible presunpción le había podido tragar) no tuvo remedio, sino que había de ser él, como si el confesar fuera casamiento indisoluble o violencia tiránica; en fin, vino (comenceme a confesar, y luego lupus in fabulationem), viera Vuestra Señoría tanto apremio, que sólo le dije, que no es usted, que sólo es una consulta que el padre Juan Vásquez hizo en España a un hechicero, y aunque me desoyó, no dije más, y de aquello pásame harto en verdad, yo no sé si por no le haber dicho más, o porque luego me revolvió con el provincial, no tanto como él lo está con el General...

»Lo que resultó de haber dicho al provincial los tres puntos, fue darme palabra de sacarme otro día; luego aquel mismo, la comida buena y abundante, cama y mejor aposento y dejar que los de casa me hablasen, y en este estado estoy ahora...»248.

»[...] Con lo cual no hay quien se atreva, no le suceda lo que a mí», terminaba Ureña249.

Según desde un principio ha podido comprobarse, los obispos no recibieron en general con aplauso el establecimiento de la Inquisición en sus respectivas diócesis, bien fuera porque así se les cercenaba considerablemente su jurisdicción, o porque con el curso del tiempo pudieron cerciorarse de que en sus ministros sólo podían encontrar verdaderos perseguidores de su conducta, cuando no gratuitos detractores.

Bajo este aspecto, el Tribunal no se andaba con escrúpulos, pues donde quiera que notase el más mínimo síntoma de enemistad, de mero descontento, o de simple falta de aprobación de sus procederes, jamás dejaba de encontrar en sus archivos, o de forjar para el caso, informaciones que rebosaban veneno, destinadas a enviarse al Consejo de Inquisición o al Rey, por medio de sus jefes inmediatos.

  —369→  

No sólo el infeliz reo que después de ser penitenciado se desahogaba quejándose del modo como había sido tratado o de la poca justicia que se había usado con él, estaba sujeto a caer en primera oportunidad de nuevo bajo el látigo inquisitorial, pero los que por algún motivo cualquiera, aunque fuese el mismo decoro del Tribunal, ajado y pisoteado por la avaricia o vida escandalosa de sus miembros, creían oportuno dar aviso al Consejo de Indias o al de Inquisición, y hasta los mismos prelados que en cumplimiento de sus deberes se creían en el caso de formular la más ligera indicación que pudiera contrariar los planes de los inquisidores, eran denunciados, calumniándolos muchas veces sin piedad. Fue éste un sistema a que desde los primeros días amoldaron su conducta con una rara invariabilidad.

No recordaremos el caso en que con todo descaro, obedeciendo a un sistema preconcebido, negaban los inquisidores la comunicación de los documentos que en sus archivos existían tocantes a Santa Rosa cuando se trató de canonizarla; pero si no fueran ya bastantes los numerosos testimonios que sobre la táctica del Tribunal dejamos consignados, queremos aquí estampar una última muestra de la impudencia con que la baba inquisitorial se cebaba hasta en las personas que la Iglesia ha elevado hace tiempo a la categoría de santos.

He aquí en efecto, lo que uno de los ministros decía con referencia a Santo Toribio y demás obispos congregados en concilio provincial:

«Hemos tenido mucha experiencia en este reino de que generalmente no dio gusto venir la Inquisición a él, a las particulares personas, por el freno que se puso a su libertad en el vivir y hablar, y a los eclesiásticos, porque a los prelados se les quitaba esto de su jurisdicción, y a los demás se les añadían jueces más cuidadosos, y a las justicias reales, especialmente Virrey y Audiencias, porque con ésta se les sacaba algo de su mano, cosa para ellos muy dura, por la costumbre que tenían de mandarlo todo sin excepción; y así, para que esta contradicción en sus ánimos se olvidase, y en lugar de ella le subcediese afición y amor, el que a tan Sancto Oficio se debe hacer, hemos estado y estamos muy cuidadosos de que en nuestra manera de proceder y en la modestia de nuestros ministros, no sólo no hubiese cosa enojosa, sino toda afabilidad y concordia, guardando lo que debemos en lo demás; y con todo este cuidado hallamos siempre que reparar en unos y en otros tribunales, que no mirando a lo mucho que su magestad les encomienda nuestras cosas, comúnmente las desfavorecen en lo que pueden, especialmente   —370→   los obispos, no considerando que con la Inquisición les quitó Vuestra Señoría lo con que más encargaban sus conciencias, pues no usaban de ella sino en los casos y con las personas con quien con su jurisdicción ordinaria no podían, y en los que derechamente eran de este fuero hacían lo que en los demás ordinarios, según hemos visto por los procesos hechos por ellos que se nos remitieron; y con este fundamento, y no cierto con otro, estando los obispos de estas partes congregados en esta ciudad en concilio provincial, después de muchas discusiones que entre sí tuvieron y en que lo que nos fue posible, les quitamos con nuestra intervención, entre las pocas cosas en que se convinieron fue una el capítulo de una carta que escribieron a su majestad, cuya copia será con ésta, en que tratan de nuestros comisarios, y certificamos a Su Señoría que en ninguno de los que hemos tenido, ha halládose cosa de las que en este capítulo se les imputa, sino, demás de lo dicho, creemos que será la causa el haber los obispos del Cuzco (que es difunto), y el de La Plata y el de Tucumán pretendido de nosotros que los hiciésemos comisarios en sus obispados, y habérselo negado, en conformidad de lo que Vuestra Señoría nos manda, de lo cual han mostrado mucho desplacer; y hemos sentido mucho que personas que a tanto están obligadas, hayan, sin fundamento alguno de verdad, alargádose a escribir a su majestad, desacreditando nuestros ministros, conociendo todos y confesando que la Inquisición ha hecho y hace en estas partes, en servicio de Dios y de su majestad, más que juntos todos los otros ministros que en ellas tiene, y creemos cierto que el ser ésta la voz del pueblo, despierta en ellos éstas y otras calumnias...

»Para que en lo que hemos dicho que los obispos del concilio provincial escribieron a su majestad, se persuada Vuestra Señoría estuvieron demasiados, diremos lo que ha pasado, y es, que habiendo hecho ciertos decretos y publicádolos, en que mandaban que los obispos ni otros clérigos jugasen, sino en cierta cantidad, que no tratasen ni contratasen por sí ni por interpósita persona, y otras cosas, so pena de excomunión ipso facto incurrenda, y de otras penas, nos informaron que escribieron a su majestad esto que habían ordenado, diciendo que para que los demás lo cumpliesen se obligaban primero a sí mismos al cumplimiento, y desde algunos días hicieron un decreto o declaración y renovación en cuanto a ellos toca, cuya copia será con ésta, dándose facultad de dispensar con los demás clérigos, el cual decreto   —371→   hicieron sin secretario, y después se le hicieron firmar, sin ver lo que era, para tenelle secreto, aunque por descuido del Obispo de Tucumán se descubrió, y por lo que se ve en los más de estos prelados, se ha dado causa de que se diga y crea, fue para acrecentar sus haciendas»250.

La insolencia y orgullo de los inquisidores no debe, sin embargo, parecer extraña, amparados como se hallaban por la suprema autoridad del papado y del rey, en unos tiempos en que, después de Dios, nada más grande se conocía sobre la tierra. Precisamente el mismo año en que se creaban para América los tribunales del Santo Oficio, Pío V dictaba una bula o motu proprio del tenor siguiente:

«Si cada día con diligencia tenemos cuidado de amparar los ministros de la Iglesia, los cuales Nuestro Señor Dios nos ha encomendado, y Nos los habemos recibido debajo de nuestra Fe y amparo, ¿cuánto mayor cuidado y solicitud nos es necesario poner en los que se ocupan en el Santo Oficio de la Inquisición contra la herética pravedad, para que siendo libres de todos peligros, debajo del amparo de la inviolable autoridad de nuestra Sede Apostólica, pongan en ejecución cualesquiera cosas tocantes a su Oficio, para exaltación de la Fe Católica? Así que, como cada día se aumente más la multitud de herejes, que por todas vías y artes procuran destruir el Santo Oficio y molestar y ofender a los ministros de él, hanos traído la necesidad a tal término que nos es necesario reprimir tan maldito y nefario atrevimiento con cruel azote de castigo. Por tanto, con consentimiento y acuerdo de los Cardenales, nuestros hermanos, establecemos y mandamos por esta general constitución, que cualquiera persona, ahora sea particular o privada, o ciudad o pueblo, o señor, conde, marqués o duque, o de otro cualquiera más alto y mejor título, que matare o hiriere o violentamente tocare y ofendiere, o con amenazas, conminaciones y temores, o en otra cualquiera manera impidiere a cualquiera de los inquisidores o sus oficiales, fiscales, promotores, notarios o a otros cualesquiera ministros del Santo Oficio de la Inquisición, o a los obispos que ejercitan el tal oficio en sus obispados o provincias, o al acusador, denunciador o testigo traído o llamado, como quiera que sea, para fe y testimonio de tal causa; y el que combatiere o acometiere, quemare o saqueare las iglesias, casas u otra cualquiera cosa pública o privada del Santo Oficio, o cualquiera que quemare, hurtare o llevare cualesquiera libros o procesos,   —372→   protocolos, escrituras, trasuntos u otros cualesquiera instrumentos o privilegios, donde quiera que estén puestos, o cualquiera que llevare las tales escrituras o alguna de ellas, a tal fuego, saco o robo, en cualquiera manera, o cualquiera persona que se hallare en el tal combate, fuego o saco, aunque esté sin armas o fuere causa, dando consejo, favor y ayuda, en cualquiera manera que sea, de combatir, saquear o quemar las dichas cosas tocantes y pertenecientes al Santo Oficio, en cualquiera manera que sea, o prohibiere que algunas cosas o personas del Santo Oficio no sean guardadas o defendidas; y cualquiera persona que quebrantare cárcel pública o particular, o sacare y echare fuera de la tal cárcel algún preso, o prohibiere que no le prendan, o le receptare o encubriere, o diere o mandare que le den facultad, ayuda o favor para huir y ausentarse, o el que para hacer y cometer alguna de las dichas cosas o parte de ellas, hiciere junta o cuadrilla, o apercibiere y previniere a algunas personas o de otra cualquiera manera, en cualquier cosa de las sobredichas, de industria diere ayuda, consejos o favor, pública o secretamente, aunque ninguno sea muerto, ni herido, ni sacado o echado, ni librado de tal cárcel; y aunque ninguna casa sea combatida, quebrantada, quemada ni saqueada; finalmente, aunque ningún daño en efecto se haya seguido, con todo eso, el tal delincuente sea excomulgado y anatematizado, y sea reo lesae magestati y quede privado de cualquier señorío, dignidad, honra, feudo y de todo otro cualquiera beneficio temporal o perpetuo, y que el juez lo califique con aquellas penas que por constituciones legítimas son dadas a los condenados por el primer capítulo de la dicha ley, quedando aplicados todos sus bienes y hacienda al fisco, así como también está constituido por derechos y sanciones canónicas contra los herejes condenados; y los hijos de los tales delincuentes queden y sean sujetos a la infamia de sus padres, y del todo queden sin parte de toda y cualquiera herencia, sucesión, donación, manda de parientes o extraños, ni tengan ningunas dignidades, y ninguno pueda tener disculpa alguna ni poner ni pretender algún calor o causa para que sea creído no haber cometido tan gran delito, en menosprecio y odio del Santo Oficio, si no mostrare por claras y manifiestas probanzas haber hecho lo contrario. Y lo que sobre los susodichos delincuentes y sus hijos hemos estatuido y mandado, eso mismo queremos y ordenamos que se entienda y ejecute en los clérigos y presbíteros, seculares y regulares, de cualquiera orden que sean, aunque sean exemptos, y en los obispos y otras personas de más   —373→   dignidad, no obstante cualquiera privilegio que cualquiera persona tenga; de manera que los tales, por autoridad de las presentes letras, siendo privados de sus beneficios y de todos los oficios eclesiásticos, sean degradados por juez eclesiástico, como herejes; y así raídas sus órdenes, sean entregados al juez y brazo seglar, y como legos sean sujetos a las sobredichas penas. Pero queremos que las causas de los prelados sean reservadas a Nos o a nuestros sucesores, para que, inquirido y examinado su negocio, procedamos contra ellos, para deponerlos y darles las sobredichas penas, conforme y como lo requiere la atrocidad de su delito. Y cualesquiera que procuraren pedir perdón para los tales o interceder de cualquiera otra manera por ellos, sepan que han incurrido ipso facto en las mismas penas que las sagradas constituciones ponen contra los favorecedores y encubridores de herejes. Pero si algunos, siendo en mucho o en poco culpados en los tales delitos, movidos, o por celo de la Religión Cristiana o por arrepentimiento de su pecado, descubrieren su delito antes que sea delatado o denunciado, sea libre del tal castigo; pero en lo que toca a todas y a cualesquiera absoluciones de los tales delitos y las habilitaciones y restituciones de fama y honra, deseamos que de aquí adelante se tenga y guarde en esta forma: que nuestros sucesores no concedan ningunas si no fuere después de haber pasado por lo menos seis meses de sus pontificados, y habiendo sido primero sus peticiones verificadas y conocidas por verdaderas por el supremo Oficio de la Inquisición. Y así estatuimos y ordenamos que todas y cualesquiera absoluciones, habilitaciones y restituciones de esta manera que de aquí adelante se hicieren, no aprovechen a nadie si primero no fueren verificados los ruegos y peticiones; y queremos y mandamos que esta nuestra constitución, por ninguna vía ni parte sea derogada ni revocada, ni se pueda juzgar haber sido revocada ni derogada, sino siendo el tenor de toda nuestra constitución inserto en la tal revocación, palabra por palabra; y más queremos, que la tal gracia y revocación sea hecha por cierta ciencia del Romano Pontífice y sellada con su propia mano; y si aconteciere que por liviana causa se hiciere tal revocación y derogación, queremos que las tales derogaciones y revocaciones no tengan ninguna fuerza ni valor. Iten mandamos, que todos y cualesquiera patriarcas, primados, arzobispos, obispos y los demás prelados de la Iglesia constituidos por todo el orbe, procuren por sí propios o por otras personas publicar solemnemente en sus provincias, ciudades y obispados esta nuestra constitución o el traslado de ella, y cuanto en sí fuere hacerla guardar,   —374→   apremiando y compeliendo a cualesquiera contradictores, por censuras y penas eclesiásticas, pospuesta toda apelación, agravando las censuras y penas cuantas veces bien visto les fuere, invocando para ello, si fuere menester, el auxilio del brazo seglar; no obstante, cualesquiera constituciones, ordenaciones apostólicas y cualesquiera cosas que parecieren ser contrarias. Y queremos que los traslados de estas nuestras letras sean impresos, publicados y sellados por mano del notario público, o con el sello de otro cualquiera de la Curia Eclesiástica o de algún prelado; y los tales traslados queremos que en cualquier parte y lugar que fueren publicados, hagan tan entera fe y testimonio como si el propio original fuera leído y publicado. Iten, rogamos y amonestamos a todos los príncipes de todo el orbe, a los cuales es permitida la potestad del gladio seglar para venganza de los malos, y les pedimos, en virtud de la Santa Fe Católica que prometieron guardar, que defiendan y pongan todo su poderío en dar ayuda y socorro a los dichos ministros en la punición y castigo de los dichos delitos después de la sentencia de la Iglesia; de manera que los tales ministros con el presidio y amparo de ellos, ejecuten el cargo de tan grande oficio para gloria del Eterno Dios y aumento de la Religión Cristiana, porque así recibirán el incomparable inmenso premio que tiene aparejado en la compañía de la eterna beatitud para los que defienden nuestra Santa Fe Católica. Y mandamos que a ninguno sea lícito rasgar o contradecir con atrevimiento temerario esta escritura de nuestra sanción, legación, estatuto, yusión, ostentación y voluntad; y si alguno presumiere o intentare lo contrario, sepa que ha incurrido en la indignación de Dios Todopoderoso y de los bienaventurados San Pedro y San Pablo. Dada en Roma, en San Pedro, a primero día del mes de abril del año de la Encarnación del Señor mil quinientos y sesenta y nueve, en el año cuatro de nuestro Pontificado»251.

En esta virtud, cada vez que la ocasión se ofrecía en que la Inquisición   —375→   debiera ejercer en público algunas de sus ceremonias relacionadas con el desempeño de sus funciones, tenía cuidado de exigir a los Virreyes, a la Real Audiencia y al pueblo el juramento que insertamos en seguida.

El Virrey juraba: «Vuestra Excelencia jura y promete por su fe y palabra, que, como verdadero y católico Virrey, puesto por Su Majestad católica, etc., defenderá con todo su poder la Fe católica, que tiene y cree la Santa Madre Iglesia apostólica de Roma, y la conservación y augmento de ella; perseguirá y hará perseguir a los herejes y apóstatas contrarios de ella; y que mandará y dará el favor y ayuda necesaria para el Santo Oficio de la Inquisición y ministros de ella, para que los herejes perturbadores de nuestra religión cristiana sean prendidos y castigados, conforme a los derechos y sacros cánones, sin que haya omisión de parte de Vuestra Excelencia, ni excepción de persona alguna, de cualquiera calidad que sea. Y Su Excelencia respondía: Así lo juro y prometo por mi fe y palabra. En cuya consecuencia decía el mismo señor inquisidor a Su Excelencia: Haciéndolo Vuestra Excelencia así, como de su gran religión y cristiandad esperamos, ensalzará Nuestro Señor en su santo servicio a Vuestra Excelencia y todas sus acciones, y le dará tanta salud y larga vida, como este reino y servicio de Su Majestad han menester».

La Audiencia: «Nos el presidente y oidores de esta Real Audiencia y chancellería real, que reside en esta ciudad de los Reyes, justicia y regimiento de dicha ciudad, alguaciles mayores y menores y demás ministros, por amonestación y mandado de los señores inquisidores que residen en esta dicha ciudad, como verdaderos cristianos y obedientes a los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, prometemos y juramos por los santos Evangelios y la Santa Cruz que tenemos ante nuestros ojos, que tendremos la Santa Fe católica que la Santa Madre Iglesia romana tiene y predica, y que la haremos tener y guardar a todas otras cualesquiera personas sujetas a nuestra jurisdicción, y la defenderemos con todas nuestras fuerzas contra todas las personas que la quisieren impugnar y contradecir, en tal manera, que perseguiremos a todos los herejes y sus creyentes y favorecedores, receptadores y defensores, y los prenderemos y mandaremos prender, y los acusaremos y denunciaremos ante la Santa Madre Iglesia y ante los dichos señores inquisidores, como sus ministros, si supiéremos de ellos en cualquier manera. Mayormente lo juramos y prometemos, cuando acerca de este caso fuéremos requeridos. Otrosí, juramos y prometemos, que no cometeremos ni encargaremos nuestras tenencias, ni alguacilazgos, ni otros oficios públicos, de cualquiera calidad que sean; a ninguna de las dichas personas, ni   —376→   a otras ningunas a quienes fuere vedado o impuesto por penitencia por Vuestra Señoría o por cualesquiera señores inquisidores, que en este Santo Oficio o en otro hayan residido, ni a ningunas personas que el derecho por razón del dicho delito lo prohíbe; o si los tuvieren, no los dejaremos usar de ellos, antes los puniremos y castigaremos, conforme a las leyes de estos reinos. Otrosí, juramos y prometemos, que a ninguno de los susodichos recibiremos ni tendremos en nuestras familias, compañía ni servicio, ni en nuestro consejo; y si por ventura lo contrario hiciéremos, no sabiéndolo, cada y cuando a nuestra noticia viniere las tales personas ser de la condición susodicha, luego las lanzaremos. Otrosí, juramos y prometemos, que guardaremos todas las preeminencias, privilegios, y exempciones e inmunidades dadas y concedidas a los señores inquisidores, y a todos los otros oficiales, ministros y familiares del dicho Santo Oficio, y los haremos guardar a otras personas. Otrosí, juramos y prometemos, que cada y cuando por los dichos señores inquisidores o cualesquiera de ellos, nos fuere mandado ejecutar cualquiera sentencia o sentencias contra alguna o algunas personas de los susodichos, sin ninguna dilación, lo haremos y cumpliremos, según y de la manera que los sagrados cánones y leyes que en tal caso hablan, lo disponen; y que así en lo susodicho, como en todas las otras cosas que al Santo Oficio de la Inquisición pertenecieren, seremos obedientes a Dios y a la Iglesia Romana y a los dichos señores inquisidores, y a sus sucesores, según nuestra posibilidad. Así Dios nos ayude y los santos cuatro Evangelios, que están por delante, y si lo contrario hiciéremos, Dios nos lo demande, como a malos cristianos, que a sabiendas se perjuran. Amén».

Y, finalmente, el pueblo: «Juro a Dios y a Santa María, y a señal de la Cruz, y a las palabras de los Santos Evangelios, que seré en favor, defensión y ayuda de la Santa Fe católica y de la Santa Inquisición, oficiales y ministros de ella, y de manifestar y descubrir todos y cualesquiera herejes, fautores, defensores y encubridores de ellos, perturbadores e impedidores del dicho Santo Oficio; y que no les daré favor ni ayuda, ni los encubriré; mas luego que lo sepa, lo revelaré y declararé a los señores inquisidores, y si lo contrario hiciere, Dios me lo demande, como a aquel o aquellos que a sabiendas se perjuran. Amén».

El Rey, por su parte, había colocado desde el primer momento bajo su salvaguardia y protección a los inquisidores de Indias, a sus ministros y oficiales, con todos sus bienes y haciendas, disponiendo que ninguna persona de cualquier estado, dignidad o condición que fuese, directa ni   —377→   indirectamente «sea osada (son las palabras de la ley), a los perturbar, damnificar, hacer ni permitir que les sea hecho daño o agravio alguno, so las penas en que caen e incurren los quebrantadores de salvaguardia y seguro de su Rey y señor natural»252.

Desde el Consejo de las Indias hasta el último juez de los dominios americanos, ninguno debía entremeterse «por vía de agravio, ni por vía de fuerza, ni por razón de no haber sido algún delito en el Santo Oficio ante los inquisidores suficientemente castigado, o que el conocimiento dél no les pertenece, ni por otra vía, o cualquier causa o razón, a conocer ni conozcan, ni a dar mandamiento, cartas, cédulas o provisiones contra los inquisidores o jueces de bienes sobre absolución, alzamiento de censuras o entredichos, o por otra causa o razón alguna, y dejen proceder libremente a los inquisidores, o jueces de bienes, conocer y hacer justicia y no les pongan impedimento o estorbo en ninguna forma».

Estaban exentos de pagar sisas y repartimientos. «Y mandamos, declaraba el soberano, a los virreyes, presidentes y oidores de nuestras Audiencias reales de las Indias y otras justicias y personas a cuyo cargo fuese repartir, empadronar y cobrar cualesquier pechos, sisas y repartimientos y servicios a nos debidos y pertenecientes, y en otra cualquier forma, que no los repartan, pidan, ni cobren de los oficiales de la Santa Inquisición, entre tanto que tuviesen y sirviesen estos oficios, y les guarden y hagan guardar las honras y exempciones que se guardan a los oficiales de las Inquisiciones de estos reinos, por razón de los dichos oficios, pena de la nuestra merced y de mil ducados para nuestra Cámara»253. Alguno de los Virreyes se olvidó más tarde de esta disposición y obtuvo que para un donativo contribuyese con cierta suma uno de los inquisidores, lo que le valió a éste una reprimenda del Consejo y una advertencia de que para lo futuro los ministros del Tribunal se abstuviesen de concurrir a semejantes contribuciones.

Y no sólo se les eximía de pagar contribuciones y se ordenaba que se les facilitase buenos alojamientos, sino que también los carniceros de las ciudades donde residiesen los inquisidores o sus ministros, debían suministrarles gratis la carne que hubiesen menester para el consumo de sus casas, privilegio que el fundador del Tribunal exigió de los carniceros de Lima inmediatamente de llegar y que se reglamentó más tarde,   —378→   mandando el Rey que de las reses que se matasen para el abasto común se suministrase a los inquisidores y ministros los despojos de diez, «con lomos de ellas», lo cual se les debía dar por sus precios, como los demás, «sin dar lugar a que sus criados tomen los despojos para revenderlos»254.

Debía suministrárseles también lo que hubiesen menester «de todo género de mantenimientos y materiales de clavazón, cal y demás cosas que suelen venir en los barcos y fragatas del trato, al precio justo y ordinario...».

Y para que hubiese siempre bienes de que pagarles sus sueldos se obtuvo del papa Urbano VIII que en cada una de las catedrales de Indias se suprimiese una canonjía y sus frutos se aplicasen a ese objeto255.

No es, pues, de extrañar que amparados y favorecidos de esta manera los empleados del Tribunal, el que podía tratase a toda costa de obtener un título cualquiera en la Inquisición, siendo tan considerable por los años de 1672 el número de familiares, que en la capital debían ser sólo doce, según su planta, que se contaban más de cuarenta256.

Es verdad que al principio no se encontraron los inquisidores satisfechos de la calidad de las personas que se ofrecían a servir los puestos, aun los de más importancia, como ser calificadores y consultores, porque, o carecían de las letras suficientes, o eran de malas costumbres, o estaban casados con mujeres cuya genealogía no era toda de cristianos limpios. «Según los pocos cristianos viejos que acá pasan, decía Ulloa en 1580, así letrados como de otra gente, tenemos sospecha que el que no pide estas cosas, no le debe de convenir»257.

Cuando Ruiz de Prado practicó la visita del Tribunal tuvo cuidado de examinar las pruebas de oficiales, comisarios y familiares, resultando que muchos no habían rendido información, que otros aparecían casados con cuarteronas, sin que faltase alguno que lo estuviese con morisca, y que por estas causas, a pesar de la mucha tolerancia que en esto se tuvo, hubo necesidad de separar a varios de sus puestos.

Cincuenta años después de la fundación del Tribunal subsistía aún el mal, y en tales proporciones, que Mañozca no pudo menos de llamar   —379→   la atención al Consejo significándole la falta que había de ministros y familiares «de calidad y aprobación» y que aun los pocos que aparecían sin tacha bajo estos respectos, no usaban siquiera de las cruces y hábitos en los días a que estaban obligados.

«Materia es ésta aún más considerable de lo que parece, observaba uno de los Sucesores de Mañozca, y de general consecuencia para todas las Inquisiciones de las Indias, sobre que será forzoso decir a Vuestra Señoría lo que siento y he probado con la experiencia, de que en ocurrencias de Méjico he dado a Vuestra Señoría algunos avisos: y hanse de suponer dos cosas, la primera, que en las fundaciones de estos Tribunales, para darles ministros y familiares, se admitieron algunos sin hacerles las pruebas en las naturalezas de sus padres y abuelos de España, contentándose los inquisidores con la buena opinión que acá se tenía de su limpieza y recibir información de algunos testigos que deponían de ella, y aun después acá se ha usado desta liberalidad con algunos, y las experiencias han mostrado que llegando a las naturalezas, se halla diferente de lo que acá se probó. La segunda cosa es, que por ser los distritos de las Inquisiciones tan dilatados, los pocos españoles de capa negra que viven en los lugares distantes y puertos de mar, y menos los eclesiásticos capaces de ser comisarios, se acostumbra echar mano de los que hay para la visita de los navíos y los demás negocios que allí ocurren, sin darles título en forma, sino una comisión por carta para estos efectos, no pudiéndose esto excusar, habiéndose de dar cobro a los negocios del oficio, como quiera que los inconvenientes que dello resultan son patentes: el primero, la corta idoneidad de los sujetos para tales confianzas; el segundo, el exceso con que abusan de la potestad que se les da, por más que se les limite, llamándose comisarios, alguaciles mayores y familiares del Santo Oficio, y valiéndose deste nombre y exempción para cien mil dislates y competencias de jurisdicción; el tercero y más considerable, la opinión en que se introducen de personas calificadas por el Santo Oficio para sus pretensiones, casamientos y otras utilidades»258.

Los inquisidores, según refiere Stevenson en su obra anteriormente citada, usaban sobre sus trajes sacerdotales, una faja azul a la cintura, como distintivo de su oficio; por la ley se les recomendaba excusar las visitas a particulares259; eran servidos por criados españoles, y salían   —380→   siempre acompañados de capellanes, «retirados de los concursos, y para lo muy preciso, saliendo en coche a cortina corrida»260. Se hacían seguir también de negros con espadas, costumbre que usaron hasta principios del siglo XVII, en cuya fecha el Marqués de Montesclaros la prohibió, y a pesar de que sobre ello hicieron autos llamando a declarar a muchos testigos en apoyo de la antigua práctica, el monarca, en la cédula de concordia del año 1633, ratificó la orden del Virrey261.

La arrogancia e insolencia que la impunidad aseguraba a los inquisidores por su carácter y que se extendía hasta el último de sus allegados, desde un principio, como se recordará, jamás reconoció límites. Los disgustos y bochornos que este proceder ocasionó durante el largo período que historiamos, a todas las autoridades civiles, desde el Virrey abajo, y aun a las eclesiásticas, serían difíciles de contar; pero es tan característico bajo este aspecto y a la vez tan gráfico el conocimiento de esta fase de la vida del Tribunal del Santo Oficio de Lima, que no podemos menos de consignar aquí como comprobantes de nuestro aserto, fieles al sistema de no avanzar un hecho sin justificarlo en seguida, algunos casos que sirvan para autorizar lo que acabamos de expresar.

El interesantísimo expediente de visita de Juan Ruiz de Prado, que, como se tendrá presente, comprende en sus observaciones sólo los veinte años primeros de la existencia de la Inquisición en el Perú, nos suministra algunos pormenores dignos de recordarse. Consta, en efecto, de ese documento que en el breve espacio de tiempo en que, por diferentes causas ya indicadas, los dependientes del Tribunal eran mucho menos numerosos de lo que después lo fueron, se habían tramitado ciento sesenta y cinco causas civiles y no menos de cincuenta y siete criminales contra familiares y comisarios, en que, salvo rarísimas excepciones, éstos habían quedado siempre impunes o triunfantes. Pedro Tenorio, familiar, mató a un esclavo de Francisco Pedroso, y quedó sin castigo. Martín de Valencia que tenía igual título en Potosí, tuvo una pendencia con Luis Vásquez, en que éste salió herido, se pidió el expediente a la justicia ordinaria, y nada se hizo. Otro tanto sucedió en Lima con Diego de Carvajal, el primero que tuvo la vara de alguacil mayor. José Gutiérrez mató en Potosí a Tomás Ginés y resultó impune.

Francisco Cervantes, criado de Gutiérrez de Ulloa, dio a traición, en la cabeza, a Andrés de Velasco, un golpe con la espada desnuda,   —381→   y estando convencido del caso, por la justicia ordinaria, reclamó el expediente el comisario, y con esto se terminó el proceso, porque el ofendido manifestó que ya nada tenía que pedir.

Francisco Búcar de Zumaiga, por un delito idéntico, fue dado en fiado libremente. En Huamanga, Antonio Mañueco, hombre «que se tocaba del vino», fue a matar a su casa a Gonzalo Isidro, «sobre hecho y caso pensado, con armas ofensivas y defensivas», y nadie se atrevió a mover el asunto. Contra Pedro de Chávez procedieron los alcaldes de corte en Lima hasta condenarlo a vergüenza pública, a cuatro años de galeras y a que se le clavase una mano en el rollo, pero, por ser criado de Ulloa, reclamó el fuero de la Inquisición, y en el acto se inhibió a la justicia real, se excomulgó al secretario de la causa, se le negó al fiscal en lo civil la copia que del proceso solicitaba, y al ofendido no le quedo más recurso que presentarse exponiendo que perdonaba al delincuente y que ya nada pedía contra él.

A este respecto, llegó a tanto el atrevimiento inquisitorial que estando una vez Martín García Oñez de Loyola, el mismo que fue más tarde gobernador de Chile, ahorcando en Potosí a un mulato porque no se quería confesar, dice el documento que venimos citando, un mero familiar, Juan de Arratia, se presentó a reclamar al reo y en el acto hubo de entregársele.

Lo más curioso de todo esto era que cuando alguien se permitía decir que no se atrevía a pedir justicia contra alguno por ser dependiente del Tribunal, como le aconteció a Pedro Calvo que deseaba acusar a Baltasar de la Cruz, familiar, que le amenazaba con el Santo Oficio, sin más que esto, se les formaba proceso, escapando siempre, por cierto, bastante mal.

Si los que de esta manera se veían amparados y favorecidos se hubiesen siquiera limitado al uso legítimo del arma poderosa que el Rey les confiaba, habría parecido ésta más tolerante; pero iban transcurridos apenas tres años a que Cerezuela desplegaba su omnipotencia en el Perú, cuando la Audiencia de Lima se veía obligada a ocurrir al soberano denunciándole los abusos inquisitoriales.

«Con los inquisidores, expresaba aquel alto cuerpo, se padece mucho trabajo por extender su jurisdicción mucho más de lo que deben y pueden, porque no sólo a las personas que Vuestra Majestad da exención para el conocimiento de sus causas, pero a sus criados e hijos la extienden y proceden con demasiado rigor, no siendo cosas tocantes a   —382→   la fe; a Vuestra Magestad se suplicó lo mandase remediar, y se respondió a los alcaldes y al Virrey se había enviado la orden que se había de tener, la cual nunca ha enviado, y como el oficio es de suyo tan bueno y es razón que se favorezca, no les hemos ido a las manos porque no se entienda que hay discordia. Vuestra Majestad provea del remedio que es necesario, porque todos los negocios que quisieren tomaran por suyos, y no habiendo acá superior, mal se pueden desagraviar los agraviados»262.

El Fiscal de la Audiencia representaba, por su parte, entrando ya en hechos concretos, que habiéndose tratado pleito en el Santo Oficio sobre el conocimiento de una causa contra un esclavo de Domingo de Garro, que se titulaba notario del Tribunal, por la muerte que diera a otro esclavo, había interpuesto en ella apelación de lo resuelto, pero que no sólo se la habían negado, sino que hasta habían rehusado darle copia del proceso263.

No necesitamos recordar aquí lo que le había acontecido al anciano Conde del Villar en vísperas de su partida a España, cuando por haber dado tormento al doctor Salinas, a pretexto de que éste era abogado de la Inquisición, los jueces se habían avanzado hasta excomulgarlo. «Señor, le decía al Rey, por esos días, por las cosas de que he dado cuenta a Vuestra Majestad cerca del proceder de los inquisidores en esta tierra, se habrá entendido cuánto se van acrecentando los desórdenes y excesos, con que tienen amedrentadas las repúblicas y temerosos y oprimidos los ministros de Vuestra Majestad, con la libertad y brío que han dado a los suyos, y se habrá parecido cuánto he deseado la quietud y concordia con que Nuestro Señor y Vuestra Majestad se sirviesen y los negocios se encaminasen a mejores fines, para lo cual, entre los medios que para esto he tenido, no se pudiera hallar ninguno tan eficaz para escusarse muchos daños que se esperaban, como la reportación que Dios ha sido servido darme en todos los sucesos, dende el auto público de la fe y causas del doctor Salinas y don Fernando Niño, que en otras he referido; mas, como ya por lo pasado, en que no han visto sus familiares y oficiales reformación ni castigo, saben que acá no tienen superior en ninguna causa suya, aunque sean de las que deben y pueden conocer las justicias reales, no tienen freno sus atrevimientos   —383→   y desacatos, ni los jueces y vasallos de Vuestra Majestad pueden valerse con ellos, ni alcanzar justicia de deudas que deban, ni delitos que cometan las partes que con ellos litigan, y esto es muy general en cualquiera de las ciudades y pueblos de acá, donde por ser tantos los dichos ministros, y con más oficios, varas y comisiones que pueden y debían tener, y que por sus puestos les dan, siendo, como son, los más de ellos ricos y feudatarios, y que tienen otros cargos y oficios de Vuestra Majestad, está reducido a su obediencia y voluntad lo más y mejor de este reino, y por esto, como a Vuestra Majestad tengo escripto, serían el virrey y Audiencias escusados en él, si no se remediase y castigase, conforme a la mucha necesidad que dello hay; la cual llega a tanto que habiendo, en un día del mes de julio del año pasado, dado un mandamiento el corregidor de la ciudad de Guánuco para que un Grabiel Martínez de Esquivel, escribano público del Cabildo de aquella dicha ciudad, pagase sesenta pesos que debía de los gastos de justicia de que era receptor y se le había hecho alcance en las cuentas que él le había tomado, y respondiendo desacatada y libertadamente al Alguacil mayor que lo ejecutaba, y pareciendo en contienda de esto ante el dicho Corregidor, dijo que no los había de pagar, ni el juez suyo, porque era familiar del Santo Oficio, y estaba en comisiones suyas, y dando grandes voces dijo, «aquí los del Santo Oficio», y resistió con gran alboroto y escándalo la dicha ejecución, y el Corregidor no le prendió, antes el dicho familiar prendió un escribano con quien el dicho Corregidor le había hecho un requerimiento y le aprisionó y trató afrentosamente, con nombre y voz del Santo Oficio, como se verá por los autos e información que el dicho Corregidor sobre ellos hizo y carta que escribió al acuerdo desta Real Audiencia, cuya copia de todo será con ésta, sobre lo cual los inquisidores escribieron al dicho Corregidor una carta que a Vuestra Majestad envié con otra, que el dicho Corregidor me escribió, en el despacho pasado de diecinueve de abril, y ahora también las vuelvo a enviar, cerca de haber muerto en una heredad del dicho escribano, un indio hecho pedazos en un trapiche de azúcar, donde, contra lo prevenido por ordenanzas y provisiones ocupa los indios que se le reparten para sementeras; visto lo cual llamé por una provisión al dicho escribano que pareciese ante mí, por proceder con más templanza y sin ocasión de encuentro con los dichos inquisidores, por ser familiar suyo, y habiéndosele notificado, con palabras desacatadas respondió a ella, excusándose con las comisiones del Santo Oficio,   —384→   siendo escribano de Vuestra Majestad y público de aquel Cabildo, sin tener atención a las obligaciones que por esta razón y por otras tenía de cumplir lo que se le mandaba; la copia de todo lo cual y la carta que el corregidor sobre ello me escribió, será con ésta, que suplico a vuestra majestad se sirva de mandarlo ver todo, porque así conviene a su real servicio. Yo me he detenido en proceder adelante en este negocio, y siempre que lo haga será con la consideración y justificación que de mi parte se ha conocido, y en lo demás me ha parecido, por excusar los inconvenientes que en servicio de Nuestro Señor y de vuestra majestad se pudieran seguir, aunque ya va la desorden de manera que no sé si será de más inconveniente pasar por ello y menos servicio de entrambas majestades, y ansí quedó con dubda y confusión de lo que más convendría hacerse para remedio de estas libertades y otras muchas que no refiero, con que ha venido la autoridad de los ministros de la justicia real en notable menosprecio del respeto con que debe ser acatada, y son cometidas por ministros tan conocidos por indignos de serlo del Santo Oficio que espanta a quien lo considera, habiendo en este reino tantas personas de las partes que se requieren para ello, las cuales no tiene este escribano, ni el doctor Salinas, como lo tengo escripto, que anda ya por esta ciudad, y los inquisidores le traen libre por ella, sin haberle castigado, como si hubieran sido unos delitos muy ligeros y cometidos contra quien hubiera lugar de disimularlos, que para poder llevar esto, es bien menester el sufrimiento y reportación que se deja considerar.

«Y no se han contentado con haber hecho las cosas que he referido, más han procurado, por los medios que pueden, impedir que yo no pueda sentenciar el pleito en que voy procediendo contra Joan Bello, mi secretario, y del gobierno que fue, por los cohechos y delitos que cometió, de que envié relación a vuestra majestad el año pasado, y en haberle tenido preso y penitenciádole juntamente; ahora parece que le quieren favorecer con impedir por algunas vías que no lo sentencie, y ansí, pareciéndoles que yo saliera de este reino con más brevedad, so color de decir el fiscal del Santo Oficio, que tenía necesidad de sacar del proceso del dicho Joan Bello algunas cosas para acumular en el que yo procedí contra el dicho doctor Salinas, mandaron dar compulsorio para que el secretario Navamuel entregase el dicho proceso original a su secretario, y habiendo respondido que estaba recibido a prueba y que iban ratificando los testigos y que era necesario el dicho proceso original   —385→   para ratificar los que faltaban, le mandaron con censuras que luego le entregase, e yo le mandé lo hiciese, porque respecto de las cosas que han pasado y manera de proceder de los inquisidores, lo menor fuera prenderle, y ansí se le entregó a los veinte y tres del mes de marzo de este año; y después de haber pasado algunos días, viendo que no le volvían, envié a llamar al dicho su secretario y le dije la necesidad que había del dicho proceso para proseguirle y acabarle, y que dijese a los inquisidores lo mandasen volver, y no solamente no se hizo, pero no me volvió a dar respuesta; y dejando pasar algunos días más invié el dicho secretario Navamuel para que de mi parte lo pidiese a los dichos inquisidores, y ni esto, ni haberlo inviado después a buscar con el Guardián de San Francisco, ha bastado, ni nunca nos ha querido volver este proceso, como todo lo podrá vuestra majestad mandar ver, siendo servido, por el testimonio que será con ésta. Este negocio he sentido en particular por lo que importa al servicio de vuestra majestad y ejemplo de esta tierra, hacer justicia en él y que queden castigados los delitos que ha cometido el dicho Joan Bello, como lo haré, volviéndose el proceso, y pues esto pide el propio remedio que lo demás, suplico a vuestra majestad lo mande proveer como más se sirva.

»Después de haber pasado lo que he referido en los atrevimientos y desacatos del doctor Salinas y lo que han hecho los inquisidores para que no se castigasen, he visto otro no menor en una petición que presentó ante ellos, más digna de castigo que de admitirse, porque dice en ella que se mande al secretario de la gobernación le dé testimonio cómo después que Antonio Bautista de Zalazar dijo un dicho contra él a instancia mía, le proveí para que hiciese una revisita, con cierto salario, para lo presentar en la causa que trata contra mí en aquel Tribunal sobre los agravios y daños que dice le he hecho, y para ello le mandaron dar compulsorio, que los inquisidores conozcan contra mí; yo no lo he sabido hasta agora, ni entiendo que lo puedan hacer en este caso, por lo que ha pasado y merced que vuestra majestad me ha hecho de ponerme en este cargo, ni por otra cosa alguna, por la misericordia divina, sino por su pasión, que demás de haberla bien mostrado en las demás cosas de que he dado cuenta a vuestra majestad y la doy en ésta, lo hacen ahora con no menos evidencia en admitir la dicha causa y petición, debiéndolo antes castigar todo, pues no es justo que nadie se atreva a ello, y particularmente a querer dar a entender que yo hiciese instancia a que en este negocio, ni en otro, por gravísimo   —386→   que fuese, dijese ningún testigo más de lo que supiese, y aunque entiendo que no fuera menester satisfacer a vuestra majestad, diré lo que pasó, y es, que a este Antonio Bautista le mandé tomar un dicho para que dijese lo que sabía en el negocio del dicho doctor Salinas, por la forma que se acostumbra, y él lo dijo sin otra instancia, y después de haberle llamado en el Santo Oficio para tomarle su declaración cerca dello, a lo que se entiende, y pasados muchos días, habiéndose pedido por parte de unos indios cierta revisita para remedio de algunos agravios que habían recibido de su encomendero y proveído persona que la hiciese, se excusó, y después le recusaron, y a otro que por esta causa proveí, por lo cual se buscó persona sin sospecha, y habiéndome dicho que lo haría bien el dicho Antonio Bautista de Salazar, por tener experiencia y habilidad, lo proveí en ella, como lo podrá vuestra majestad mandar ver, siendo servido, por el testimonio que de todo invío, certificando a vuestra majestad con toda verdad que para ello no me acordé si había hecho la dicha declaración o no, y cuando me acordara dello, no parara en esto y le cometiera la dicha revisita, si entendiera que tenía partes para ello, como fui informado que las tenía; pero como se entiende que el fin de los inquisidores va enredezado a que parezcan falsos los testigos que dijeron contra el dicho doctor Salinas, para sanear lo que han hecho, no me maravilló. Vuestra majestad, para castigo y remedio desto, como de lo demás de que tengo dada cuenta a vuestra majestad, y es de creerlo habrá cada hora, mandará proveer lo que fuere servido, que espero no será menos que lo que al servicio de Dios y de vuestra majestad conviene, pues aquí no le hay, ni se puede dar»264.

El Marqués de Cañete que sucedió al Conde, no tenía menos motivos para quejarse de lo que ocurría en el Tribunal, según podrá verse del párrafo de carta suya que copiamos a continuación.

«En todas las ocasiones que se han ofrecido, he dado cuenta a Vuestra Majestad lo que conviene que mande resolver en lo que toca a las exenciones del Santo Oficio, porque los de este Tribunal están tan exentos y sin reconocer a nadie, que se ha pasado y pasa en esto mucho trabajo, y no hay hombre visitado, ni que pretenda no pagar lo que debe a la real hacienda, ni que se le tome cuenta, que no procure una familiatura o oficio, y hasta Álvaro Ruiz de Navamuel, secretario de la Gobernación, se ha hecho ahora familiar del Santo Oficio y contador (por ausencia   —387→   de Joan de Cadahalso) y por esta vía, pretenderá eximirse de su visita y de las demás cosas que se le puedan ofrecer, y los oficiales reales también son familiares, y uno de los de Arequipa, que también lo es mandándole tomar cuenta de su oficio, ha pretendido excusarse por ser familiar; así que esto está acá muy estragado, y conviene mucho que lo mande remediar Vuestra Majestad»265.

El Virrey don Luis de Velasco añadía, a su vez: «Desde luego que entré en este gobierno, advertí el modo de proceder que aquí guardaban los inquisidores, así en las cosas esenciales de su oficio, como en las acciones exteriores, cuales son, acompañamientos, número de familiares y ceremonias de ósculo de paz y evangelio que se les da en la misa, donde la oyen, pareciendo nueva y no usadas ni admitidas de los de la Nueva España; demás de la superioridad y mano que en la república quieren tener para que no les falten colores o de autoridad o jurisdicción, sobre que se han ofrecido y de ordinario se ofrecen pesadas competencias con esta Real Audiencia, en que siempre hacen de hermanos mayores, paresciéndoles que lo pueden ser, y que los ministros superiores de Vuestra Majestad, a cuyo cargo está la paz y quietud de la república, han de ceder su derecho por evitar escándalos, como lo hacen, de que los inquisidores tienen poco cuidado, como de negocio que no corre por su cuenta; con verdad certifico a Vuestra Majestad que andan en todo tan apuntados, que si no se contemporizase con ellos, ora sufriendo, ora haciéndome desentendido, habría muchos encuentros. En lo de la paz y evangelio, de industria he disimulado, porque pasa allá donde van a misa y no en mi presencia, y también porque, si advertidos de que lo causasen, no se rindiesen, como es de creer no se rendirían, había de hacer pública demostración; de todo he dado aviso a Vuestra Majestad, suplicándole fuese servido de proveer sobre ello y dar el orden que deben guardar, y por no haberse dado, están todavía en pie y corren las mismas dificultades, con desautoridad deste Oficio y Real Audiencia y con vejación y molestia del pueblo, cargándole de mandatos y sumisiones, que algunos son más de ostentación (de que hay muchos), que de necesidad, allende las otras de competencias de jurisdicción, en que los vasallos de Vuestra Majestad carecen del amparo y defensa que en sus causas deben tener; y poco ha que habiendo ido a la Inquisición el oidor más antiguo desta Real Audiencia a conferir sobre cierta competencia, fue tan mal acogido de   —388→   los inquisidores, que le dieron asiento fuera del dosel, como si fuera llamado para consultar, no haciéndose así en la de Méjico, de que toda esta Audiencia está con sentimiento e yo en propósito de no dar lugar a otro caso semejante, por la indecencia, mientras aquí estuviere; humildemente suplico a Vuestra Majestad sea servido de mandar asentar esto de forma que entre estos Tribunales haya toda conformidad y buena correspondencia, y que cada uno sepa hasta dónde ha de llegar sin salir de sus límites, que dello se servirá Nuestro Señor y en este reino habrá paz y quietud; que aunque yo salgo dél, por lo que toca al decoro y autoridad deste Oficio, tengo obligación de suplicarlo a Vuestra Majestad»266.

Pero si los inquisidores burlaban las disposiciones de la primera autoridad del virreinato, no estaba lejos el día en que habían de atreverse a dejar sin efecto las mismas órdenes del Rey. Aconteció, en efecto, que en la ciudad de La Plata el escribano de la audiencia Fernando de Medina, «casado y velado con Beatriz González, su mujer, de quien tuvo hijos legítimos, y haciendo vida maridable con ella, viviendo con mucha honra, paz y sosiego, el doctor don Jerónimo de Tobar y Montalvo, fiscal de la dicha audiencia, con color de la mucha amistad que tenía con el dicho Fernando de Medina, comenzó a visitarle y a la dicha su mujer, y a solicitarla a que tuviese amores con él, y dentro de pocos días lo había conseguido y tenía acceso carnal con ella, en casa del dicho Fernando de Medina, entrando para el dicho efecto a horas extraordinarias y de noche, la que, olvidada de la fidelidad que debía al dicho su marido, no se contentando con la injuria y ofensa que le hacía en cometerle adulterio, y estando el dicho su marido ausente de la dicha ciudad de La Plata, en la villa de Potosí, en cosas tocantes al real servicio y otras veces ocupado en su oficio, con acuerdo y orden del dicho fiscal, se salía en hábito de hombre, con una negra esclava suya, y se iba en casa del susodicho, donde estaba mucha parte de la noche cometiendo el dicho adulterio, y otras veces en hábito de india, causando nota y escándalo en la dicha ciudad y la infamia que dello resultaba al dicho Fernando de Medina por haber sido muchas veces vista en los dichos hábitos; y no contento con lo susodicho, el dicho fiscal, dio orden con la dicha Beatriz González, que de la hacienda del dicho su marido le tomase parte della y se la diese, como se la dio, en que le consumió más de seis mil pesos; y por encubrir la susodicha   —389→   el dicho delito, había intentado diversas veces de matar con veneno al dicho su marido, ayudándose para ello de ciertas indias hechiceras, con polvos que para ello le daban, con que le decían trastornarían el juicio para que no viese ni entendiese el agravio que se le hacía, y la susodicha, poniéndolo en ejecución, los había echado algunas veces en el vino que había de beber; y teniendo noticia dello el dicho Fernando de Medina y que era público en la dicha ciudad el dicho adulterio, había muerto a puñaladas a la dicha mujer»267.

El agraviado escribano, que así sabía vengar su honra, luego se presentó a la Audiencia acusando al seductor de su mujer, obteniendo que fuese suspendido del oficio y se le tuviese recluido en su casa; pero en este estado del negocio, Gutiérrez de Ulloa, por una de las arbitrariedades que tanto acostumbró, avocándose el conocimiento de la causa, declaró que Medina no era parte para acusar al fiscal, y mandó que éste continuase en su oficio y que al acusador se le privase del suyo. Ordóñez y Ruiz de Prado, mirando las cosas bajo el mismo aspecto, a título de que el escribano era familiar, continuaron en el conocimiento del negocio y al fin le condenaron en destierro de cinco años y mil pesos de multa para el Santo Oficio.

Mas, el Rey a quien se dio aviso del negocio, no podía consentir en que quedase impune uno de sus ministros encargado de velar por las costumbres de sus vasallos y que con sus actos de tan escandalosa manera comprometía su nombre, y, en consecuencia, dispuso que haciéndose más luz en el negocio, se le castigase con rigor. Cuando esta orden llegó a la Audiencia, ya el fiscal había fallecido, pero como aún estaba allí Medina, aunque ya muy pobre, pues los mil pesos de multa, según lo expresaba su apoderado, le habían salido al fin importando, con los gastos del proceso, cincuenta mil, se dio orden de prenderle y secuestrarle sus bienes. No se despachó el mandamiento tan en secreto que el aludido no lo supiese, y así fue que cuando el corchete encargado de prenderle se presentó en su casa, ya él se había trasladado con cama y petacas al convento de Santo Domingo, de donde, por medio de legítimo representante, ocurrió a Ordóñez para que, como a familiar del Santo Oficio, le amparase de la nueva persecución que se había desatado contra él, emanada esta vez del mismo soberano; pero el Inquisidor, haciendo valer los fueros del Santo Oficio y de que el Rey sin   —390→   duda no tenía noticia de que Medina era familiar, ordenó al alcalde de corte encargado de la comisión que se abstuviese de todo procedimiento, bajo pena de excomunión mayor y quinientos pesos de multa para gastos extraordinarios268.

En 1608, el Cabildo de Lima escribía al Rey manifestándole que desde el establecimiento de la Inquisición había acompañado siempre el estandarte de la fe, ayudado a la fábrica de los tablados y esmerádose por cuantos medios estaban a su alcance a fin de complacer a sus ministros; pero que últimamente éstos lo habían compelido con censuras y otras penas a que en los días en que aquéllos se leyesen fuesen en cuerpo a la iglesia mayor para sentarse en escaños, sin alfombras, siendo precedidos hasta por el alcaide de la cárcel, con gran detrimento de la autoridad del primer municipio del virreinato269.

Dos años más tarde, había aún de acontecer a los cabildos algo mucho más desdoroso. En virtud de mandato de los Inquisidores fueron de acompañantes a la lectura de los edictos, y como a la salida de la iglesia los dos alcaldes, que iban a caballo, como los restantes de la comitiva, se colocasen a los lados de aquéllos, comenzaron en alta voz a decirles que ése no era el lugar que les correspondía, y viendo que no les obedecieron tan pronto, mandaron prenderlos y los tuvieron, en efecto, seis días detenidos en las casas de cabildo, hasta que por influjos del Virrey se logró les pusiesen en libertad270.

En la cuaresma siguiente, temerosos los alcaldes de que les aconteciese un lance semejante, ocurrieron al Virrey solicitando arreglase que sus asistencias a la iglesia no se verificasen con tanto desdoro del alto cuerpo que representaban, autorizándoseles para que pudiesen estar en el coro de la catedral mientras duraba la lectura; lo que llevaron tan a mal los Inquisidores que allí mismo los excomulgaron y multaron en quinientos pesos a cada uno; con lo cual los excomulgados se vieron privados de asistir a las sesiones del cabildo, habiendo necesidad de que el Virrey, que estaba entendiendo en las fortificaciones del Callao, se trasladase a Lima a interceder para que les levantasen la excomunión, lo que no obtuvieron sino después de sumisa petición, cuya resolución debieron aguardar más de una hora a la puerta del Tribunal, «entre   —391→   penitentes de hábito, haciendo cuerpo con ellos»271. «Proveyeron un auto, expresa el Virrey, en que los mandaron absolver a reincidentia por los días que quedaban de la cuaresma; acabado este término, harán lo que quisieren, porque la gente es voluntariosa y presumen que no hay mano superior que los enfrene, ni aun los resista. Mucho se debe considerar el desorden con que proceden y que estos vasallos de Vuestra Majestad, que tan distantes se ven de su persona, no tengan amparo y defensa a los golpes de su honra»272.

«De algunos años atrás, manifestaba el Cabildo con motivo de este lance, acudiendo los Inquisidores, mas por particulares intentos de sus personas, que por causas debidas a sus oficios, han inquietado e inquietan a los criados y ministros de Vuestra Majestad, tratándolos con tanta aspereza y menosprecio, que aun no dan lugar que el Virrey, que tan inmediatamente representa la persona de Vuestra Majestad, los valga y ampare, cosa que espanta y escandaliza a los vasallos de Vuestra Majestad, y aun los pone en conocidos peligros»273.

El Arzobispo, por su parte, decía al Rey en estos mismos días: «aquí he hallado que los Inquisidores han introducido, que, así en los actos de Inquisición, como en los que no lo son, y cuando cualquiera de ellos está en alguna iglesia, aunque sea no en forma de oficio, baje a darles a besar el evangelio y paz el diácono, contra la regla del misal y lo que la Iglesia tiene ordenado... No he querido darme por entendido y me excusaré de ir a mi iglesia los días de edictos de la fe para no ver con mis ojos semejante abuso»274.

El mismo prelado daba cuenta más tarde de un nuevo abuso que los Inquisidores habían introducido en la lectura de los edictos que se hacían en la catedral, obligando a que «los prebendados todos los salgan a rescebir, siendo así que al Virrey y Audiencia salen solamente tres o cuatro, como Vuestra Majestad lo tiene mandado»275.

Así, ante las multiplicadas denuncias que llegaban puede decirse que día a día a los pies del trono, viose el Rey en la necesidad de dictar   —392→   medidas generales que atajasen en cuanto fuese posible la serie de abusos de que se habían hecho reos los ministros de la Inquisición; disponiendo que juntándose dos de la General con dos del Consejo de Indias formulasen un reglamento que en adelante sirviese de norma a los Inquisidores en su conducta y deslindase sus relaciones con las autoridades civiles. La real cédula que lo aprobó y que lleva la fecha de 1610, fue siempre conocida bajo el nombre de concordia, pero en realidad de verdad constituye en cada uno de los veinte y seis artículos de que consta otras tantas sentencias condenatorias contra los ministros del Tribunal de Lima.

Se mandaba en ella, en primer lugar, que los Inquisidores, de ahí adelante, tácita ni expresamente, no se entremetiesen por sí o por terceras personas, en beneficio suyo ni de sus deudos, ni amigos, a arrendar las rentas reales, ni a prohibir que con libertad se arrendasen a quien más por ellas diese.

No debían tratar en mercaderías ni arrendamientos, por sí ni por interpósitas personas; quedarse por el tanto con cosa alguna que se hubiese vendido a otro, a no ser en los casos permitidos; tomar mercaderías contra la voluntad de sus dueños, y los que fuesen mercaderes o tratantes o encomenderos, debían pagar derechos reales, pudiendo las justicias reconocerles sus casas y mercaderías y castigar los fraudes que hubieren cometido en los registros.

Que nombrando los jueces ordinarios depositario de bienes a algún familiar, le pudiesen compeler a dar cuenta de ellos y castigarle siendo inobediente.

Que los comisarios no diesen mandamiento contra las justicias ni otras personas, si no fuese por causas de fe; y que los mismos y familiares no gozasen del fuero de inquisición en los delitos que hubieren cometido antes de ser admitidos en los tales oficios.

Que en adelante no prohibiesen a ningún navío o persona salir de los puertos aunque no tuviesen licencia de la Inquisición.

Que no prendiesen a los alguaciles reales sino en casos graves y notorios en que se hubiesen excedido contra el Santo Oficio.

Que sucediendo por testamento algún ministro o dependiente de la Inquisición en bienes litigiosos, no se llevasen a ella los pleitos emanados de esta causa.

Que cuando algunos fuesen presos por el Santo Oficio no diesen   —393→   los Inquisidores mandamiento contra las justicias para que sobreseyesen en los pleitos que aquellos tuviesen pendientes.

Que tuviesen cuidado de nombrar por familiares a personas quietas, de buena vida y ejemplo, y que cuando eligieren por calificador a algún religioso no impidiesen a sus prelados trasladarle a otra parte.

Que los familiares que tuviesen oficios públicos y delinquieren en ellos o estuviesen amancebados, no fuesen amparados por los Inquisidores.

Que los Inquisidores no procediesen con censuras contra el Virrey por ningún caso de competencia, etc.

Si la circunstancia sola de haberse dictado este código está manifestando que obedecía a una necesidad, deducida de los hechos, es fácil reconocer que los que en este orden sirvieron indudablemente de base, fueron los mismos de que hemos ido dando cuenta en el curso de este libro. Desde la primera hasta la última de sus disposiciones caben como dentro de un marco dentro de los abusos cometidos por los Inquisidores, que, paso a paso, hemos ido anotando. Se les prohibía arrendar las rentas reales, y se recordará que Gutiérrez de Ulloa lo verificó por medio de su hermano; no debían tratar en mercaderías y tenemos ya la constancia de que Ordóñez Flores despachaba agentes a México, provistos de los dineros del Tribunal; se les mandaba que no impidiesen salir del reino a ningún navío o persona, y ellos mismos daban cuenta de la resolución que dictara esa prohibición; que tuviesen cuidado en nombrar familiares de buena conducta, y hasta hace un momento hemos venido viendo quiénes desempeñaban de ordinario esos puestos; se les privaba de excomulgar a los virreyes, y no se habrá olvidado lo que le ocurrió al conde del Villar en las vísperas de su partida para España.

Mas, este fallo del soberano estaba en rigor limitado meramente a reglamentar el modo de ser de las personas dependientes de la Inquisición, y en vista de las repetidas controversias de jurisdicción y exigencias de los jueces del Santo Oficio, depresivas de las autoridades civiles y eclesiásticas, hubo de completarse más tarde con una nueva real cédula, que lleva la fecha de 1633, y que estaba especialmente destinada a zanjar y prevenir los repetidos encuentros que con tanta frecuencia habían venido suscitándose.

En virtud de las disposiciones contenidas en ella, no habían de excusarse de los alardes militares los familiares que no estuviesen actualmente   —394→   ocupados en diligencias del Santo Oficio; debían abstenerse de proceder a conminar con censuras a los soldados o guardias de los bajeles que trajesen provisiones, cuando hubiese escasez de ellas; no debían embarazarse en compras de negros; se les prohibía proceder con censuras a llamar ante el Tribunal a los jueces y justicias, «como somos informado se ha hecho por lo pasado», decía el Rey; no entremeterse en las elecciones de alcaldes ni oficios de la república; debían cobrar sólo cuatro pesos de derechos a los navíos que hiciesen visitar, en vez de los que antes exigían; no podían consentir que en sus casas se ocultasen bienes de persona alguna en perjuicio de tercero, etc. Creemos inútil prevenir que estas disposiciones obedecían enteramente a la resolución de los hechos y cuestiones que se habían presentado en la práctica, como de ello queda comprobación en los capítulos pasados de esta historia.

Pero no se crea que por mediar estas disposiciones reales, los Inquisidores cesaron en sus exigencias. Fuera de algunos casos que ya conocemos y que manifestaban su propósito de continuar como de antes, citaremos otros que sirvan de confirmación a este aserto.

Por muerte de Francisco de Sierra se siguió pleito en Lima en el juzgado de bienes de difuntos sobre validación de los testamentos que otorgara poco antes de su muerte, de que resultó uno criminal contra su albacea Diego Fernández de Carvajal, por ocultación de haberes por más de cuarenta mil pesos, y estando a punto de darle tormento, declinó de jurisdicción, reclamando el fuero de familiar del Santo Oficio, el cual en el acto solicitó la entrega del preso, conminando al alcalde ordinario y juez que conocían del asunto con censuras y penas pecuniarias; por lo cual la Audiencia hubo de entregar el preso y su causa276.

Y no sólo continuaron con la práctica de que se les diese la paz por el diácono y se les saliese a recibir por todos los prebendados, sino que en la capilla mayor de la catedral dieron en sentarse con la espalda vuelta al coro, donde se instalaba la Audiencia con el Virrey, y que un criado les llevase las faldas levantadas al entrar, sino que también, cuando solicitaban el viático, había de llevárselos el Deán y Cabildo277.

En uno de los días de Pascua de Espíritu Santo del año de 1657, hallándose en la catedral el Virrey y la Audiencia, arzobispo, cabildos,   —395→   tribunales y religiones, mandaron los Inquisidores que subiese al púlpito el notario y leyese algunos edictos expurgatorios de libros, el decreto de la erección del Tribunal, y penas impuestas a los transgresores, sin reservación de personas; y a pesar de que se aconsejó al Conde de Alba que allí mismo hiciese bajar al notario del púlpito, «que le ocupaba tan sin tiempo ni causa», se reportó hasta el último, a pesar de aquello, según las palabras de la Audiencia, que más que a un fin propio de su oficio, parecía enderezado a desautorizar la presencia del Virrey278.

El mismo Conde de Alba hizo reparo en que cuando el Tribunal iba a darle las pascuas (para lo cual entraba inmediatamente después de la Audiencia), se hiciese acompañar hasta el salón por el alguacil mayor, que cargaba la vara, por lo cual hubo de mandarle a éste que saliese; y en que cuando algún inquisidor pensaba visitarle, le enviase recado para que le señalase hora, «porque no se usa hacerle esperar»279.

Subió aún más la sorpresa del Virrey cuando tratando de castigar los excesos que cometían los labradores y otros personas en el exhorbitante precio a que vendían el trigo, en contravención a la tasa mandada pregonar por la autoridad, estando procesando por esta causa a Pedro de Gárate, de la Orden de Santiago, cuando menos lo esperaba, los Inquisidores ordenaron al escribano de gobierno que se presentase ante ellos a darles cuenta del expediente, y como aquél se negase, repitieron el mandato, agravándolo con censuras, viéndose obligado el Virrey a escribirles manifestándoles que aquel negocio era de su exclusiva competencia, y, como a pesar de ello, no cejasen, hubo que suspender el proceso y remitir el caso en consulta al Rey. Resolución semejante hubo de dictarse en otra causa sobre aguas, que corría igualmente por la secretaría de gobierno, y que hubo al fin que entregar a los Inquisidores para no producir un escándalo280, no sin que con este motivo, aburrido ya el Conde, expresase al Rey que «la reiteración y multiplicidad de los excesos de jurisdicción podía ser que obligasen a romper con todo, si de otra suerte no se pudiese mantener el gobierno con la autoridad   —396→   y mano que conviene»281. Y aludiendo en otra comunicación al soberano al caso de Gárate decía: «cuanto hacen los Inquisidores es a fin de extender su jurisdicción, y como esto no se puede conseguir menos que excediendo en la elección de los medios, usan algunos sólo ajustados a sus intenciones, pero no a los derechos que debieran respetar, con ánimo de que se entienda que no hay Virrey y Audiencia que los pueda resistir»282.

Por toda contestación a estas quejas se limitaban los Inquisidores a expresar que nunca habían tratado de estorbar el cumplimiento de los autos y órdenes de gobierno, «sino de que los oficiales que contravinieren a ellos sean castigados por el Tribunal y no por otras justicias, porque no se ha de dar más a un Virrey y un Acuerdo que a las leyes y órdenes de Su Majestad, siendo así que no se hace poco en consentir que comprehendan a los oficiales del Santo Oficio, pues aun las premáticas reales no tienen fuerza para con los familiares de la Inquisición de Sicilia, según refiere Narbona»283.

Y en cuanto a los disgustos ocurridos con el Arzobispo y Cabildo secular decían al Consejo, «¿a quién mejor se pueden abatir las banderas que al Tribunal de la fe, que es templo vivo de Dios?... Es verdad que en el Cabildo concurren algunas personas de calidad y letras, pero también es cierto que ha habido muchos de raíz infecta, ignorantes y mestizos, y nunca se ha de hacer consideración para las preeminencias de lo que pueden ser, sino de lo que actualmente son, fuera de que en ambas consideraciones ha tenido este Tribunal sujetos de muchas prendas y que ascendieron después a las mayores iglesias de estos reinos... La interposición de los Virreyes corre sin límite ni razón, llevando los casos que se ofrecen al Acuerdo por voto consultivo, haciendo reo al Tribunal, y con la ambición de parecer más el Acuerdo y ser nuestros jueces, peligran los fueros del Santo Oficio, y en el efecto es lo mismo que con auto de fuerza, y aun éste sería más decente porque se supiera el término que podía tener... Y en prueba de lo dicho, traemos a la memoria de Vuestra Alteza el papel que se mandó recoger de don Guillén Lombardo, en cuyo remedio, si Vuestra Alteza no interpone toda su autoridad, se pueden seguir muchos inconvenientes, con manifiesto riesgo de la paz pública y derogación de los fueros del Santo Oficio»284.

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Habría valido más para los firmantes de este documento, exagerado y calumnioso, no mover el asunto de Lombardo, no tanto por la grave reprensión que de parte del Consejo les valió, sino especialmente por cuanto de su conducta en el asunto se desprendía manifiestamente la poca limpieza de sus procedimientos.

En efecto, véase lo que el monarca escribía en 31 de diciembre de 1651.

«El Rey. -Conde de Alba de Aliste, primo, gentil-hombre de mi cámara, mi virrey, gobernador y capitán general de las provincias de la Nueva España. En carta que me escribisteis en veinte de abril próximo pasado deste año, me dais cuenta de que don Guillén Lombardo, que dice ser de nación irlandés, había pasado a ese reino el año de setecientos y cuarenta, dando a entender iba con orden particular a tratar de diferentes negocios de mi real servicio, y que contrahizo diferentes firmas, falseando algunos despachos y cartas, de que entonces se me dio quenta, y de que la Inquisición lo prendió en veinte y seis de octubre de seiscientos y cuarenta y dos, por astrólogo judiciario, con mala aplicación de sus estudios, y refirió que la víspera de pascua de Navidad del año de seiscientos y cincuenta, en compañía de otro preso llamado Diego Pinto, quebrantó la cárcel de la Inquisición, y que a las tres de la mañana del día siguiente fue a palacio y dio a un soldado de la compañía de vuestra guardia, un pliego ordinario, sobre escrito para vos, encargándole su entrega cuanto antes, porque era de La Habana y importaba a mi servicio, y que habiéndole recibido, hallasteis cuatro papeles que hablaban con vos, que en el primero refería que se le había aparecido la noche que murió don Juan de Mañozca que fue arzobispo de esa santa iglesia, como uno de los principales autores de su prisión y visitador del Tribunal de la Inquisición; en el segundo, dice que le convidaron los Inquisidores a que se alzase con ese reino; en el tercero, y otro que está con él, hace relación de su decendencia, partes, estudios y servicios, oponiéndose a los cargos que le hizo el Tribunal, con raros y heréticos argumentos, tratando de ignorantes a los Inquisidores, contando muy por menor la vida y costumbres de cada uno, forma en que adquirieron las plazas, miserable tratamiento que se hace a los presos, y que las haciendas secrestadas a más de sesenta familias, que aprehendió el Tribunal los años pasados, con pretexto de judaísmo, importaron más de un millón, y le repartieron entre ellos, y que tratan y contratan con la cantidad que a cada uno le cupo, y que atendiendo Dios Nuestro   —398→   Señor a la defensa de nuestra sancta fe católica, le había mandado os intimase lo referido y que se formase una junta de diferentes personas, donde, con noticia de lo referido, se resolviese el prender a los Inquisidores y demás ministros de aquel Tribunal, confiscarles sus bienes y proceder luego al castigo que todos merecían; referís, asimismo, que el primer día de pascua de Navidad, amanecieron fijados en la iglesia Catedral de esa ciudad y de otras partes, algunos papeles deste hombre contra la Inquisición, y que aunque causó alboroto este caso, como luego el Tribunal os dio cuenta de la fuga y se publicó edicto en su nombre y bando en el mío para que nadie los ocultase, se apaciguó todo; y el tercer día de pascua, pareció don Lombardo en casa de un pobre hombre, que sin saber quién era, le había recogido, y Diego Pinto pareció en otro paraje, y que ambos fueron restituidos a la cárcel, y que teniendo el Tribunal noticia de que los papeles referidos habían llegado a vuestras manos (aunque no de las particularidades que contenían) don Juan de Mañozca, en nombre del Tribunal, os insinuó importaba recoger todos los que este hombre hubiese sembrado; pero, como demás de algunos casos pertenecientes a la fe, tocaban otros que miran a sus particulares haciendas, rehusasteis el dar todos los papeles, enviando solamente el que trata de haberle soltado de la prisión. El Arzobispo difunto, con ánimo de poner los otros tres en mis manos, para que viendo lo que contenían, se tomase la resolución conveniente, pero que después porfió el Tribunal en recogerlo todos, y tomando por pretexto que cuando le prendieron le hallaron un pliego intitulado al visitador don Pedro de Gálvez y que podría ser haber dado antes otros, publicaron censuras contra la persona o personas de cualquier estado, calidad o condición que fuese, en cuyo poder parase algún papel de don Guillén, que no le entregase dentro de seis horas, y que habiendo vos comunicado luego esta materia con sujeto de ciencia y conciencia para que declarasen si todavía podríales rehusar el entrego de dichos papeles, pues vuestro intento no era otro que ponerlos en mis manos, fueron de parecer que respecto de haber en ellos algunos puntos tocantes a la fe y estar sometida, aun mi real persona, a la Inquisición en semejantes casos, no se podía excusar el enviárselos, menos que incurriendo en la excomunión, con que se los remitisteis luego, señaladas las hojas de vuestra mano, como consta del recibo (de que enviáis copia en esta carta); y habiéndose visto todo en mi Consejo Real de las Indias, como quiera que se me dio cuenta de todo para que remitiese esta noticia   —399→   al inquisidor general y él diese la orden conveniente para que el Tribunal de la Inquisición de esa ciudad haga justicia con brevedad en lo que toca al dicho don Guillén Lombardo, me ha parecido daros noticia de ello y deciros que bien pudiérades haber excusado el allanamiento de haber entregado los papeles que este hombre os envió, supuesto que contenían cosas que miraban a sindicación de los inquisidores y de los bienes confiscados y de otras cosas que tocaban a la causa pública, pues la Inquisición no podía despachar censuras contra vos, como mi virrey, y, por lo menos, pudiérades haberos quedado con copias de los dichos papeles, y para lo de adelante lo tendréis entendido así en otros casos que se ofrezcan desta calidad. De Madrid, a treinta y uno de diciembre de 1651. -YO EL REY. -Por mandado del Rey nuestro señor. -Gregorio de Leguiva»285.

El Consejo, a su vez, dirigía, con este motivo, a los Inquisidores la siguiente comunicación:

«Recibimos vuestra carta de 9 de julio de 1657 en que avisáis del recibo de la acordada de 22 de junio de 1656, en que se mandan recoger y prohibir in totum los dos papeles del Protector de Inglaterra, el uno intitulado Manifiesto de dicho Protector, y el otro Proclamación, y premática mandada publicar por él, de que hicisteis publicar edicto, y también decís en ella que, a pedimento del fiscal de ese Santo Oficio, añadisteis al dicho edicto, mandando recoger y prohibir in totum otro papel en un pliego manuscrito, titulado: Declaración de los justos juicios de Dios, y comienza Excelentísimo Señor, yo don Guillén Lombardo, y acababa con una firma del dicho nombre, cuya copia recibimos con dicha carta, la cual se sacó de una que envió el Conde de Alba de Aliste, virrey de ese reino, a vos, el inquisidor don Luis de Betancourt y Figueroa (que por haberlo enviado a pedir se lo volvió), y referís os movió a prohibirle ser contra el señor don Joan Mañozca, arzobispo de México, inquisidores y ministros de la Inquisición de aquellos reinos, cuya publicación se hizo en presencia de dicho Virrey, de que no se dio por entendido ni exhibió el dicho papel que paraba en su poder, y porque cerca de la publicación del edicto y prohibición de dicho papel, dio cuenta a su Majestad en el Consejo de Indias, con gran sentimiento de que habiéndole comunicado en confianza a vos el dicho inquisidor Betancourt, se faltase a ella, hiciese la prohibición y publicase   —400→   el edicto en su presencia y de los de la dicha Audiencia de ese reino y día tan festivo y privilegiado como uno de los de pascua del Espíritu Santo (cosa no acostumbrada), como lo veréis por la copia del resumen de la consulta hecha por dicho Consejo de Indias, que con ésta se os remite, y del decreto de su Majestad, su fecha de ocho de este presente mes, con que la envió al Ilustrísimo señor Obispo inquisidor General; visto todo, presente su Señoría Ilustrísima, ha parecido deciros, señores, se ha extrañado mucho hayáis procedido en este caso con tanta aceleración, debiendo haber dado primero cuenta al Consejo y remitido copia del dicho papel y calificádole por los calificadores de ese Tribunal, y de las censuras que se dieron a él, para que con vista de ellas y de lo que se acordare ejecutar, se os mandara lo más conveniente, no queriendo tanta aceleración este negocio, ni teniendo autoridad para ello sino en caso muy urgente y preciso, y no menos el haber faltado a la urbanidad y cortesía debida al dicho Virrey, pues habiéndoos comunicado el dicho papel, en confianza, a vos el inquisidor Betancourt, y no habiendo noticia corriese en ese reino, ni dél se siguiese escándalo, y que le tenía y llegó a sus manos siendo virrey de la Nueva España, y que él antes dél, se le envió cuando quebrantó las cárceles secretas, como os lo refirió a vos el dicho inquisidor Betancourt; por lo que se debe a su persona y a la dignidad que representa, no debiérades haber publicado el edicto en que excedisteis, y no menos en haberlo publicado en día tan festivo, como uno de la pascua de pentecostés, en su presencia y de los de la Real Audiencia, cuando en caso que importara el hacerlo, se pudiera hacer en otro día, como se acostumbra, ocasionando discordias, que tanto se deben evitar, antes valeros de los medios de urbanidad y templanza, que son los más a propósito para aumentar la estimación y veneración de ese Tribunal, sus oficiales y ministros, como lo han hecho los Inquisidores, vuestros antecesores, con los Virreyes que han sido en esos reinos, y porque conviene enterar el real ánimo de su Majestad y satisfacer a su real decreto y a lo consultado por el Consejo de Indias, se os remite para que sobre cada punto de lo en ello contenido, nos informéis muy particular y individualmente, sin omitir parte alguna de lo que contienen, con su parecer»286.

No aparece en los archivos inquisitoriales la respuesta que el Tribunal   —401→   diera a esta orden; aunque bien se deja comprender que había de su parte demasiado interés en no aclarar los hechos denunciados por Lombardo para que podamos pensar compasivamente que el partido más prudente que adoptó por entonces fue guardar sobre todo absoluto silencio.

En la cédula de concordia ya citada se mandaba a los Inquisidores que no se entremetiesen a estorbar el gobierno de los prelados de las órdenes religiosas, de cuyo hecho algún caso hemos dejado ya consignado en el curso de esta obra; y, como nueva comprobación, daremos aquí cuenta de los embarazos que ocasionaron a los dominicos por la época que vamos relacionando, y que constan del siguiente documento, cuya veracidad garantizaba al Consejo de Indias el Conde de Alba, en carta de 30 de agosto de 1657.

«El año de 45 queriendo esta provincia hacer, como hijo, provincial a fray Francisco de la Cruz, se opusieron los inquisidores Andrés Juan Gaitán y don Antonio de Castro, pidiendo votos en contra para el maestro fray Cipriano de Medina, diciendo era causa del Tribunal, y apretaron grandemente a los vocales, que eran ministros; no así don Luis de Betancourt, que, de excusas de su compañero, obraba diferente.

»En las demás elecciones también se han entrometido solicitando votos para el dicho sujeto, a quien los religiosos no tienen en este concepto.

»En esta elección constará a Vuestra Excelencia el empeño que han hecho con los frailes vocales, en especial García Martínez Cabezas, contando que no es creíble, según lo refieren los religiosos. También los hicieron don Bernardo de Eyçaguirre y don Luis de Betancourt, aunque éste con mucha remisión, y don Bernardo, con templanza, don Cristóbal de Castilla en ninguna manera.

»Ahora corre han de dar al maestro Machuca, que va mal contento, despachos para los comisarios que le hagan buen pasaje, que se dice que va por tierra a Cartagena; ya se hizo con fray Nicolás de Acuña, un fugitivo, y muy escandaloso, de quien se dirá.

»El año de cincuenta y cuatro motivados los frailes que Su Majestad había presentado en la iglesia de Santa Marta a fray Francisco de la Cruz, provincial actual, le negaron la obediencia, siendo cabeza el maestro fray Juan de Barnasan, que se intituló vicario general, y el caudillo, el maestro fray Cipriano de Medina, a quien seguía el maestro fray Diego de Trejo y presentado fray Francisco de Paredes y otros   —402→   pocos sacerdotes, con los más de la casa de novicios, que hacen la observancia, con escándalos y descréditos tales que no son para repetidos. Fomentáronlos los Inquisidores, y con empeño, Cabezas, tanto que queriéndose el presentado Paredes ir fuera de casa sin licencia, y mandándole el provincial no fuese, dijo iba al Tribunal, en que no tiene ejercicio el provincial; le respondió pidiese licencia, no quiso, y el Tribunal envió a don García de Ijar, su alguacil mayor, en forma, a decir al provincial que cómo impedía fuese aquel religioso a la Inquisición, y el provincial respondió que sólo impedía fuese sin licencia.

»Quedó la obediencia de gracia; quiso el provincial reparar tanto daño; fue de los rebeldes fray Pedro Román, persona honesta, que llaman, de la Inquisición, fraile que no había estudiado, y pareciole empezar por él, por ir prudentemente, temiendo a los Inquisidores, que aunque no tienen jurisdicción en esto, como ni hay fuerzas ni recurso, no es bien ponerse a decir: mándole ir al Callao, y el inquisidor Cabezas envió un recado que lo suspendiese. Excusose el provincial cortésmente, y dentro de muy pocos días vino orden del Tribunal que era necesario aquí para su ministerio. El provincial trájolo a la Recoleta; inquietaría mucho a todos; mandole con censuras que fuese y viniese al Tribunal vía recta y que acabado lo que tenía que hacer en la Inquisición, se fuese a Trujillo, y el Tribunal envió a notificar un auto con censuras al provincial, que notificó don Pedro Faria su secretario, que repusiese el auto y censura contra el padre fray Pedro Román; repúsolo y trájole a este convento, con que, conociendo que los principales agresores del tumulto eran calificadores, habían de hacer lo mismo y quedar en peor estado, se retiró y quedó la religión en el miserable que hoy tiene.

»Enviaron los rebelados por su procurador a España a fray Nicolás de Acuña, hombre escandaloso, que aquí con un pistolete se defendía, y en Quito hizo grandes excesos contra los prelados; ahogose en la almiranta que se perdió en los Mimbres; a éste se le dieron despachos, porque fue por Quito, para los comisarios que le ayudasen, y los llevó también del comisario general de San Francisco fray Francisco de Borja, de los de la Inquisición; hubo aquí papeles que lo certificaban; llevó cartas en su abono y crédito de procurador a Cartagena del inquisidor Cabezas, y con un poder falso y dicho abono de persona para que le diesen pasaje y hiciesen favor, al gobernador y a don Gonzalo de Herrera, vecino de aquella ciudad, que tenía de este convento once   —403→   mil pesos para comprar negros, y se fue con ellos; se perdieron, y así se ha dado por descargo de parte de don Gonzalo, que no pudo prevenir no fuese procurador del provincial el que iba acreditado de un Inquisidor, electo obispo de aquella ciudad. Es verdad que hasta ahora no se han visto papeles, porque se ha dejado, viendo que de España no se provee de remedio sino que antes se le premia; esto es lo que hemos entendido»287.

Sería largo citar todas las cuestiones que siguieron ocurriendo, aun con los más frívolos pretextos, entre los inquisidores y los Virreyes, y especialmente con el Duque de la Palata, que por tener de asesor a don Pedro Fraso, hombre muy versado en leyes y autor de una voluminosa obra sobre patronato, no cejaba un punto en las regalías de su puesto. No debemos olvidar, con todo que habiéndose hecho causa contra José de Aponte, porque yendo de ronda la noche del 5 de julio de 1698 el doctor don Juan Pérez de Urquizu, alcalde del crimen de la Real Audiencia, por la calle de la Catedral, encontraron los ministros «un hombre abrazado con una mujer, que tenía debajo del capote, arrimados a un poste del cementerio, y preguntándole quién iba a la justicia, se resistió sacando una pistola cargada, prorrumpiendo en palabras indecentes y desacatadas contra el juez y los ministros»; mas, al segundo día de iniciado el proceso, el Santo Oficio despachó un auto, mandando que por ser el reo hermano del fiscal, se notificase a los alcaldes del crimen entregasen luego el preso y la causa, pena de excomunión mayor288.

Pero, al fin, tanto apuraron la materia los ministros del Santo Oficio que llegó un día en que siguiéndose causa de concurso en el Consulado de Lima sobre los bienes de Félix Antonio de Vargas, ordenó el Tribunal, «por el interés de un secretario suyo», que se le enviasen los autos para que ante él se siguiese el juicio; y pareciéndole al del Consulado que esto sería en agravio de sus fueros, se presentó ante el Gobierno, el cual, con dictamen del Real Acuerdo, dispuso que se formase sala de competencia, lo que resistió la Inquisición con pretexto de no ser caso de duda el fuero activo de sus ministros titulados.

El Virrey Manso a su llegada a Lima encontró el expediente en este estado y comprendiendo, como él dice, que en él estaba interesada   —404→   la causa pública, después de nuevas tramitaciones sin resultado, hizo llamar a su gabinete a los Inquisidores para ver modo de tratar privadamente el negocio, logrando que se allanasen a formar sala refleja, en que se declarase si el punto era de la de competencia. Pero en esto surgió una nueva dificultad, que consistía en que el oidor decano instaba en que se le admitiese con capa y sombrero, y la Inquisición que había de entrar con toga y con gorra, empeñándose cada parte en sostener su dictamen como si se tratase de la cosa más grave. Después de nuevas actuaciones judiciales y nuevas conferencias privadas se resolvió al fin que los ministros gozaban del fuero, como lo pretendía el Santo Oficio. Mas, no pensó el Rey lo mismo, pues en vista de los autos, expidió la cédula fecha 20 de junio de 1751 declarando que los ministros titulados y asalariados del Santo Oficio sólo debían gozar del fuero pasivo, así en lo civil como en lo criminal, y los familiares, comensales y dependientes de los Inquisidores ni en uno ni en otro, sin olvidarse tampoco Su Majestad de resolver el caso de la capa y sombrero...289.

Pero si el Tribunal se mostraba tan celoso de sus fueros, verdaderos o supuestos, no era menos exigente cuando alguien se permitía arrogarse su nombre, sin derecho o contra su consentimiento y voluntad, de lo cual dejamos ya constatados numerosos casos.

Apenas necesitamos insinuar aquí que cuanto se ha dicho de los jefes del Tribunal es enteramente aplicable a sus delegados, comisarios, familiares y dependientes.

No tiene, pues, nada de extraño, ni a nadie sorprenderá, que por todos estos motivos el Tribunal del Santo Oficio se hiciese desde su instalación aborrecible a todo el mundo, a las autoridades civiles, a los obispos, a los prelados de las órdenes y al pueblo, de tal manera que los Inquisidores no sólo vivían persuadidos de este hecho, sino que aun tenían cuidado de recordarlo a cada paso como un título destinado a enaltecerlos; y para no citar más del testimonio de uno de ellos, famoso en los anales de este Tribunal, transcribiremos aquí sus propias palabras: «Hemos tenido mucha experiencia en este reino, decía Gutiérrez de Ulloa, que generalmente no dio gusto venir la Inquisición a él, a las particulares personas por el freno que se puso a la libertad en el   —405→   vivir y hablar, y a los eclesiásticos porque a los prelados se les quitaba esto de su jurisdicción, y a los demás se les añadían jueces más cuidadosos, y a las justicias reales, especialmente Virrey y Audiencias, porque con ésta se les sacaba algo de su mano, cosa para ellos muy dura por la costumbre que tenían de mandarlo todo sin excepción»290. Con ocasión de una queja de la Audiencia de Panamá, en que exponía al soberano los agravios que los delegados del Tribunal hacían a sus vasallos, los Inquisidores repetían todavía de una manera más categórica, «que los ministros del Tribunal, por el mismo caso que lo son, son tan aborrecibles a los jueces reales que les procuran hacer y hacen molestia en cuantas cosas se les ofrecen»291.

El alborozo con que en Lima se recibió la noticia de la abolición del Tribunal y las pruebas inequívocas del odio del pueblo, que sucedieron a ese acontecimiento, están demostrando claramente que con el tiempo no desmereció el Tribunal de la opinión que desde un principio se captó.

Pero, como se comprenderá fácilmente, si para algunos se habían hecho especialmente aborrecibles, como ellos lo expresaban, para nadie con más justo título que para los infelices que por un motivo o por otro eran encerrados en las cárceles secretas. Los largos viajes que debían emprender, de ordinario engrillados, a causa de una simple delación, muchas veces de un solo testigo, acaso enemigo, que motivaron tantas quejas de los Virreyes, la mala alimentación que se les suministraba en las cárceles, las torturas a que se les sometía obligándoles casi siempre por este medio a denunciarse por delitos que jamás cometieron, el no conocer nunca a sus delatores, el atropello de sus personas por la más refinada insolencia, la eterna duración de sus procesos292, constituía tal odisea de sufrimientos para estos infelices de ese modo vejados, que encontraba muchas veces término en el suicidio más cruel, ya desangrándose, ahorcándose de un clavo, privándose de todo alimento y hasta, lo que parece increíble, tratándose de ahogar con trapos que se   —406→   metían en la boca. Y acaso lo que hoy parezca quizá más horrible a nuestras sociedades modernas, llevándose la saña contra ellos, no sólo a dejar en la orfandad a sus familias, privando a sus hijos de los bienes que les debían corresponder por herencia de sus padres, sino, viéndose junto con ellos, condenados a perpetua infamia por un delito que jamás cometieron.

No es fácil poder determinar de una manera exacta cuántas fueron las personas procesadas por el Santo Oficio de Lima. El expediente de visita de Ruiz de Prado nos manifiesta que de las causas de algunos reos no se enviaba relación al Consejo, por omisión voluntaria o no, que no lo sabemos. Por otra parte, la documentación del siglo XVIII, bajo este aspecto, no es tan completa que pueda llevarnos a formar una estadística cabal y exacta. Consta sí, según lo hemos ya expresado293, que en el solo período de los veinte años primeros de la existencia del Tribunal habían sido encausados, según los apuntes del visitador, mil doscientos sesenta y cinco individuos, y aún más, y que el Inquisidor Verdugo, como también lo hemos indicado ya294, luego de su llegada a Lima, en 1602, mandó suspender no menos de cien procesos. Ahora bien, sin comprender los de origen chileno, que ascienden más o menos a otros tantos, en nuestra obra hemos dado noticias de mil cuatrocientos setenta y cuatro, cuya enumeración por orden alfabético, publicamos al fin del presente volumen. Es verdad que en estos últimos damos cabida a algunos que se comprenden en la lista de Ruiz de Prado; pero, tomando en consideración todas las circunstancias que dejamos apuntadas, creemos que un cálculo prudencial nos permite fijar aproximadamente en tres mil el número de personas encausadas por el Tribunal.

Ahora, si consideramos que no estaban sujetos a la Inquisición los indios, que componían en su inmensa mayoría la población de las diversas provincias del virreinato, debemos llegar forzosamente a la conclusión de que aquella cifra, especialmente por lo que a los primeros años de la existencia del Tribunal se refiere, es realmente enorme.

De los mil cuatrocientos setenta y cuatro nombres que forman la lista que indicamos, ciento ochenta corresponden a mujeres; ciento uno a clérigos; cuarenta y nueve a frailes franciscanos; treinta y cuatro a dominicos; treinta y seis a mercedarios; veintiséis a agustinos, y doce   —407→   a jesuitas. Por proposiciones, fueron procesados ciento cuarenta; por judíos, doscientos cuarenta y tres; cinco por mahometanos; por luteranos, sesenta y cinco; por blasfemos, noventa y siete; por doctrinas contrarias al sexto mandamiento, cuarenta; por doble matrimonio, doscientos noventa y siete; por hechiceros, ciento setenta y dos; por solicitantes en confesión, ciento nueve; y por varios hechos, doscientos setenta y seis.

Treinta fueron quemados en persona, y de entre ellos, quince vivos; en estatua y huesos, dieciocho.

No necesitamos consignar aquí cuantos de los condenados eran realmente locos, ni cuantos aparecen que lo fueron siendo inocentes, según la misma relación de sus causas, porque el lector bien habrá podido comprenderlo ya.

La observación más notable que a nuestro juicio pudiera establecerse respecto de los delitos de los procesados, es la que se deduce de la manera como se castigaban los que delinquían contra las costumbres y los que pecaban contra la fe. Así, Francisco Moyen que negaba que faltar al sexto mandamiento fuese un hecho punible, recibió trece años de cárcel y diez de destierro, y el sacerdote que ejerciendo su ministerio abusaba hasta donde es posible de sus penitentes, llevaba una mera privación de confesar durante un tiempo más o menos limitado y algunas penas espirituales. Esta contradicción chocante es realmente sorprendente.

Es verdad que el estudio de las costumbres nos manifiesta que el pueblo, los esclesiásticos, y más aún los Inquisidores vivían a este respecto tan apartados de las buenas, que apenas si hoy podemos explicarnos semejante estragamiento. Lo que se ha visto de Ulloa, Ruiz de Prado, Unda, etc., nos manifiesta que si la investigación hubiera podido adelantarse por circunstancias especiales, como ha acontecido con aquellos, merced a la visita del Tribunal, serían muy pocos los inquisidores, ministros y familiares del Santo Oficio que hoy pudieran presentarse libres de esta mancha; pero lo que se conoce es ya suficiente para tener una idea aproximada de lo que fue el Tribunal bajo este aspecto.

Lo que los Inquisidores han cuidado decir de los obispos con quienes no llegaron a tener amistad, nos manifiesta, igualmente, cuan poco podía esperarse de su ejemplo, y ahora expondremos brevemente como este mal se encontraba arraigado en todas las clases sociales y, especialmente, en los eclesiásticos.

  —408→  

Desde antes de la llegada de Cerezuela, el agustino Bivero significaba al Rey el estado de las costumbres en el Perú, granjerías crueldades cometidas con los indios, abandono absoluto de su enseñanza religiosa, avaricia de las prelados, etc.

La relación que algunos años más tarde enviaba al Rey el Conde del Villar no era menos lastimosa.

«En lo que toca al estado eclesiástico decía, están vacos los obispados del Cuzco, La Plata y Quito, y así gobiernan en ellos los Cabildos de las iglesias, en los cuales hay tanta división entre los capitulares y tantas pretensiones y diferencias que cada uno acude a su particular interés y de los a quien quiere favorecer, de manera que se entiende que con su gobierno se desirve Dios y Vuestra Majestad, y la doctrina y conversión de los indios no se hace cómo ni por los ministros que se debía; y así parece que conviene que Vuestra Majestad se sirva mandar proveer con brevedad de prelados en los dichos obispados, en los demás vacaren en estas partes y en personas que tengan las que se requieren, y siendo posible no sean de los que los pretenden, porque la intención de los tales no se entiende que es el aprovechamiento de las ánimas sino el de su caudal, y algunos lo mercadean como si fuera de su profesión, ocupando para ello a los sacerdotes de su distrito, a cada uno en el suyo, y disimulándoles por esto sus descuidos y vicios, y ellos a los indios los que tienen, por las granjerías con que viven, como de esto hay muy notoria experiencia.

»Los clérigos particulares de este reino, son en tres maneras: unos vienen de Castilla y otros se ordenan acá, aunque nacieron en ella, y otros son nacidos y criados en esta tierra; a pocos de los que vienen de Castilla se entiende que les trae el deseo de servir a Dios sino el de enriquecer, y así los más no cuidan de saber la lengua, sino de las inteligencias y granjerías con que pueden ganar de comer, no sólo entre los indios de sus doctrinas, pero fuera de ellos, y cuando ya tienen caudal para no tener tan insaciable codicia y saben la lengua y entienden las costumbres de los indios, se vuelven a España; y así hay necesidad de que en su lugar entren otros nuevos, que sólo sirven de lo que los otros y de esquilmar a los indios y llevarse el salario, sin hacer aprovechamiento; y aunque hay algunos clérigos de buena vida y ejemplo, lo general es lo que digo, y sirviéndose de ello Vuestra Majestad, me parece convenía que a los clérigos que pasan a este reino, no se diese licencia para salir de él sin que hayan residido diez o doce años, o los   —409→   que Vuestra Majestad se sirviere, y que si fueren sin ella, los vuelvan acá o se les ponga otro vínculo, porque se suelen ir por el Nuevo Reino de Granada y otras partes, y también me parece que conviene que después del dicho tiempo se les dé licencia para poderse volver a Castilla, porque de otra manera entiendo que dejarían de pasar acá y sería de inconveniente por las razones contenidas en los capítulos siguientes.

»Los que se ordenan acá de los nacidos en Castilla, regularmente son soldados delincuentes y hombres que por culpa suya se hallan nescesitados de ordenarse, aunque también hay quien lo hace por cristiandad y devoción; y los que son de los primeros de este capítulo, pierden tarde las costumbres antiguas y todo redunda en daño espiritual y corporal de los indios, y muchas veces en inquietudes del reino que los tales sacerdotes suelen inventar; y los nacidos y ordenados acá, aunque suelen ser expertos en la lengua de los indios, pocas veces tienen aprobación de costumbres ni las partes que deben tener los que han de dar pasto espiritual, principalmente a gente nueva y inculta en la fe; de estos segundos y terceros, se entiende que hay muchos en las doctrinas de los dichos obispados vacantes, y que en este arzobispado concurren los de mejor aprobación y los que más bien disciplinados y corregidos están, por el cuidado del Arzobispo presente, que personalmente los visita, y castiga con rigor sus excesos.

»Religiosos de la orden de San Francisco hay pocos en este reino, y son de los que se entiende que hacen la doctrina con mayor cuidado y ejemplo y menos codicia, y así he puesto algunos en doctrinas de indios, de más de los que había en otras.

»Los dominicos, aunque hay mayor número, no tienen tanta aprobación porque es muy grande el de los mozos criollos que hay en la orden, y el de los que cada día reciben en ella, aunque no sepan leer, por ser muy niños, y lo es también la cudicia que muchos de ellos muestran en las doctrinas que tienen.

»Entre los agustinos hay mas numero de viejos y de hombres de aprobación que entre los dominicos.

»Los de la Compañía de Jesús viven con particular cuidado de dar buen ejemplo y de la manera que lo hacen en Castilla.

»Los mercenarios reciben muchos mozos criollos y mestizos, y aunque entre ellos hay algunos de mucha aprobación, en general los de esta Orden viven con no tanta como parece que convenía, y así tienen mucha necesidad de ser visitados y corregidos por personas graves,   —410→   y que la tengan y vengan a ello y vuelvan a dar cuenta a su superior, porque los que pretenden quedar acá tratan más de granjear amigos y riquezas que de atesorarlas para el cielo.

»Los corregidores de este reino, o son proveídos por Vuestra Majestad, o por los Virreyes y gobernadores de él: los de allá lo son y viven con máxima de que son inmediatos a Vuestra Majestad y a su Real Consejo de las Indias, y así, en lo general, viven y proceden olvidados de que han de dar cuenta, o pareciéndoles que no habrá quien les vaya a seguir su residencia al dicho Real Consejo, y como vienen empeñados y gastados de Castilla, se procuran desempeñar y enriquecer en el tiempo del oficio con tratos y granjerías y otros medios, que algunos hallan, y aviándose con los caciques y sacerdotes, y atienden poco a las obligaciones de sus oficios, y algunos han puesto sus repúblicas a riesgo de perderse; y los proveídos en esta tierra, aunque son y viven más sujetos y con mas cuidado, nunca dejan de tenerle de sus granjerías y aprovechamientos, ocupando en ellos a los indios; pero acudiré al remedio quitándolos cuando conviene, y de los unos y de los otros son pocos los que proceden de otra manera, aunque ahora con [...] mandé llevar la plata de comunidades y residuos, cesará mucha parte [...] y en los corregimientos se procura elegir personas cuales convienen, o las de más aprobación que se pueden hallar.

»Los vecinos encomenderos y situados de este reinó, generalmente están pobres y empeñados por la carestía que hay en todas las cosas, y sus excesivos gastos, y viven con deseo de servir a Vuestra Majestad, aunque cuando han sido llamados para las ocasiones que se han ofrecido de presente, algunos se han asperado y puesto dificultades, pareciéndoles o dando a entender que no tienen esta obligación, sino solamente de residir y defender la ciudad donde son vecinos, de lo cual, a lo que yo he entendido, tienen más culpa que ellos las personas que les han favorecido para ello, de que en carta doy más particular cuenta a Vuestra Majestad.

»Pretensores hay gran número en este reino, porque como los conquistadores y primeros pobladores han dejado hijos, cada uno de ellos pretende la gratificación entera de lo que su padre sirvió: los unos diciendo que son mayores, y los otros necesitados, y las mujeres por serlo, y así como van multiplicando los hijos y descendientes, crecen los pretensores, y porque lo son muchos que nunca sirvieron y tuvieron mérito, sino que lo toman por entretenimiento y porque cualquier ocasión, aunque muy ligera, en que sirven a Vuestra Majestad, no obstante   —411→   que sea por sueldo, es para ellos muy grande, para pretender gratificación y estar ya tan acostumbrados a esto que casi lo tienen por refugio los hombres perdidos y se quejan tan de veras de que no se les haga merced, como si de rigor se les debiese; y a los que se entiende que mejor lo merecen, se satisface repartiéndoles lo que hay y se ofrece en el reino, que no es mucho, por lo cual y porque se procura entretener a muchos, no les cabe la cantidad que cada uno quería, y de cualquier manera que se haga con ellos, no es posible contentarlos, como se desea y procura.

»Los gentiles hombres de las compañías de los lanzas y arcabuces, respecto de que la consignación de donde se pagan rentas, menos que las que se les debe, no les alcanza el sueldo entero y andan de ordinario necesitados, aunque son los que más a la mano están para servir en lo que se les manda, por lo cual he puesto en la corona de Vuestra Majestad algunos repartimientos para que, acabada la vida de los a quien hice merced de los tributos de ellos, en su real nombre, queden para la dicha consignación, como lo tengo escrito a Vuestra Majestad, y pareciome usar de este medio porque si se pusieran en la dicha corona de Vuestra Majestad para que desde luego lo gozaran las dichas compañías, causara descontento a los que esperaban la presente gratificación, y aunque por la dicha causa ahora no lo gozan los lanzas, lo harán adelante y podrá haber mayor número de ellos, y hacer gratificación con las dichas plazas a los que tuvieren méritos para ello, en lugar de la que se les había de hacer de los dichos repartimientos.

»La demás gente española del reino, a quien llaman soldados, unos se ocupan en granjerías, trayendo empleos de España y Nueva España, y Tierrafirme; otros de unas partes a otras, de este reino, o de él al de Chile; otros beneficiando minas, y algunos son labradores del campo; y otros en el trato de la coca; y otros vagando sin oficio ni entretenimiento, mas que pasearse y acudir a comer a las casas de los vecinos y de otros hombres ricos que los sustentan, y aunque estos son muchos, se entiende que hoy son menos que solían, respectivamente de la gente que había y hay de presente en este reino, porque en cada flota pasa mucha y son pocos los que vuelven a Castilla, y de los dichos ociosos, pocos paran en esta ciudad, porque los más se van a las de arriba, y los unos y los otros, aunque tienen el nombre de soldados, huyen en las ocasiones de serlo y se juntan con dificultad para ello.

  —412→  

»El trato general de los hombres es igual sin diferencia y como si todos fueran calificados y ninguno lo dejara de ser, y lo mesmo él de las mujeres, cuyo traje es costosísimo.

»Los caciques y principales de los indios, aunque tienen subjetos a los súbditos, no con la opresión que solían, sino en lo que conviene, porque les van a la mano las justicias dellos; y los indios particulares, a lo que se entiende, están poco fundados en nuestra santa fe, que es gran lástima, en especial porque no es toda la culpa suya sino de los que los tienen a cargo, como esta referido, y de los que les dan mal ejemplo, que no son pocos, no obstante que se pone el remedio que se puede para ello»295.

Los procesos seguidos en el Santo Oficio nos dan sobre las costumbres dominantes en los claustros las más tristes noticias.

Hay algunos reos de entre los frailes, como Luis Coronado, Ambrosio de Rentería, etc., a quienes se les ha permitido contar por menor la relación de todas sus torpezas, tan asquerosas que la pluma se resiste a entrar en este terreno296.

¿Qué decir de lo que pasaba en el confesonario? El número de sacerdotes procesados lo está claramente manifestando. Los Inquisidores alarmados con lo que estaba sucediendo, especialmente en el Tucumán, ocurrieron al Consejo en demanda de que se les permitiese agravar las penas impuestas en tales casos, y no contentos con esto, promulgaron edictos especiales, como los que habían fulminado contra los hechiceros, para ver modo de poner atajo a las solicitaciones en confesión, según puede comprobarse por el que transcribimos enseguida.

«Nos los Inquisidores contra la herética pravedad y apostasía en la ciudad y arzobispado de los Reyes, con el arzobispado de la provincia de los Charcas, y los obispados de Quito, el Cuzco, Río de la Plata, Tucumán, Santiago de Chile, La Paz, Santa Cruz de la Sierra, Guamanga, Arequipa y Truxillo; y en todo los reinos, estados y señoríos de la provincia del Pirú y su virreinado, gobernación y distrito de las Audiencias reales, que en las dichas ciudades, reinos y provincias residen, por autoridad apostólica etc.

»A todos los vecinos y moradores, estantes y habitantes en todas las ciudades, villas y lugares deste nuestro distrito, de cualquier estado, condición o preminencia que sean, exemptos y no exemptos, y cada uno y cualquiera de vos a cuya noticia viniere lo contenido en esta nuestra carta, en cualquier manera, salud en nuestro Señor Jesucristo, que es la verdadera salud, y a los nuestros mandamientos, que más verdaderamente son dichos apostólicos firmemente obedecer, guardar y cumplir. Hacemos saber que ante Nos pareció el promotor fiscal deste Santo Oficio y nos hizo relación diciendo que a su noticia había venido que muchos sacerdotes confesores, clérigos y religiosos, pospuesto el temor de Dios, nuestro Señor, y de sus conciencias, con grave escándalo del pueblo cristiano y detrimento espiritual de sus prójimos, sintiendo mal de las cosas de nuestra santa religión y santos sacramentos especialmente del de la penitencia, y en menosprecio de las penas y censuras por Nos promulgadas en las edictos generales de la fe que mandamos publicar, se atreven a solicitar a sus hijos e hijas espirituales en el acto de la confesión, o próximamente a ella, antes o después, induciéndolas y provocándolas con obras y palabras para actos torpes y deshonestos, entre sí mismos, o para que sean terceros o terceras de otras personas, y que en vez de reconciliarlas con Dios por medio del dicho santo sacramento, que es la segunda tabla después del naufragio de la culpa y el único remedio que el mismo Christo dejó en la Iglesia para su reparo, le convierten en veneno mortífero y cargan las almas que, arrepentidas, le buscan a los pies de los dichos, confesores, con mayor peso de pecados. Y que demás desto, continuando los dichos confesores su dañada y perversa intención a fin de huir y castigar por este medio las penas y castigos del dicho delito, cuando los dichos sus hijos o sus hijas espirituales se van a confesar con ellos, antes de persignarse, ni comenzar la confesión sacramental, las divierten de aquel santo propósito, diciéndolas y persuadiéndolas que no se confiesen por entonces, y las solicitan y provocan para las dichas deshonestidades o tercerías, y que otras veces, con el mismo intento, fuera del acto de la confesión, se aprovechan de los confesonarios y otros lugares en que   —414→   se administra el dicho sacramento de la penitencia, como más libres, seguros y secretos para tratar con los dichos hijos e hijas espirituales las mismas torpezas y tener otras pláticas y conversaciones indecentes y reprobadas, fingiendo y dando a entender que se confiesan; y perseverando por mucho tiempo en la continuación de los dichos pecados y sacrilegios, prohíben a las personas con quien los cometen que no se confiesen con otros confesores ni puedan salir del engaño en que los tienen, de que no son casos tocantes al Santo Oficio; y que demás desto, otros confesores, con ignorancia de que el conocimiento y punición dellos nos esta cometida privativamente por diversas bulas e indultos de la Santa Sede Apostólica, o dándoles siniestras interpretaciones, absuelven en las confesiones sacramentales a las personas culpadas en los dichos delitos, y a las que han sido solicitadas y tenido los dichos tratos y conversaciones deshonestas, o saben de otras que las han tenido, sin declararlas la obligación que tienen de manifestarlo ante Nos. Y que a otros letrados y personas doctas o tenidas y reputadas por tales, cuando se les consultan y comunican fuera del acto de la confesión algunos destos casos, se adelantan en conformar y dar pareceres de que no son de los tocantes al conocimiento y censura del Santo Oficio, aunque además de estarles esto prohibido en los edictos generales de la fe, impiden el recto y libre ejercicio del dicho Santo Oficio, y quedan sin punición y castigo pecados y excesos tan graves y opuestos a la pureza y sinceridad de nuestra santa fe católica: porque nos pidió el dicho fiscal, que, atenta la gravedad y frecuencia de los dichos delitos y las muchas y graves ofensas que con ellos se cometen contra Dios, nuestro Señor, proveyésemos de competente remedio, mandando publicar nuevos edictos, agravando y reagravando las censuras por Nos fulminadas, y ejecutando contra los transgresores y sus fautores y encubridores, en cualquier manera, las penas estatuidas por derecho y por los dichos breves, indultos y bulas apostólicas, especialmente por las de los Sumos Pontífices Pío IV, Paulo V y Gregorio XV, de felice recordación.

»Y por Nos, visto su pedimento ser justo y que habiendo crecido tanto la exorbitancia y abuso de los dichos excesos, toca a nuestra vigilancia y obligación proveer de medios más eficaces para atajarlos, y que las cosas sagradas y sacramentos de nuestra Santa Madre Iglesia se traten y administren con la integridad, acato y reverencia que se les debe. Mandamos dar y damos la presente para vos, y cada uno de vos,   —415→   en la dicha razón, por la cual os amonestamos, exhortamos y requerimos, y siendo necesario, en virtud de santa obediencia y so pena de excomunión mayor latae sententiae trina canonica monitione praemissa ipso facto incurrenda, mandamos que si supiéredes, o entendiéredes, hubiéredes visto, sabido o oído decir, que alguno o algunos confesores, clérigos o religiosos, exemptos, o no exemptos, de cualquier orden, grado, preminencia o dignidad que sean, aunque inmediatamente estén sujetos a la Santa Sede Apostólica, que por obra o de palabra hayan solicitado, provocado o intentado, o intentaren solicitar y provocar cualesquiera personas, hombres o mujeres, para actos torpes y deshonestos, que entre sí mismos se hayan de cometer, en cualquier manera, o para que sean terceros o terceras de otras personas, o tuvieren con ellos o ellas pláticas y conversaciones de amores ilícitos y deshonestas en el acto de la confesión sacramental, o próximamente a ella, antes o después, o con ocasión y pretexto de confesión (aunque realmente no la haya), o sin el dicho pretexto, fuera de confesión, en los confesonarios cualquiera otro lugar en que se oigan confesiones o este diputado señalado para ellas, con capa y demostración que se confiesan o quieren confesar, hicieren y perpetraren cualquiera de los delitos de suso referidos, sin comunicarlo con nadie (porque así conviniese), lo vengáis a decir y manifestar ante Nos, en este Santo Oficio, y fuera de esta ciudad, ante nuestros comisarios de los partidos, dentro de seis días después de la publicación de nuestro edicto, o que dél sepáis y tengáis noticia, en cualquiera manera, los cuales os asignamos por tres términos y canónicas moniciones, cada dos días, por un término, y todos seis, por ultimo y peremptorio, con apercibimiento que el dicho término pasado y no lo cumpliendo, demás de que habréis incurrido en sentencia de excomunión mayor, en que desde luego os declaramos por incursos, procederemos contra los que rebeldes e inobedientes fuéredes, por todo rigor de derecho, como contra personas sospechosas en nuestra santa fe católica, e inobedientes a los mandatos apostólicos y censuras de la santa madre Iglesia.

»Y por cuanto la absolución de los dichos crímenes y delitos, como dependientes de la herejía y sospechosos della, nos está especialmente reservada, y así la reservamos, mandamos, debajo de las dichas penas y sentencias de excomunión mayor ipso facto incurrenda, que ningún confesor clérigo, o secular, ni religioso, de cualquier grado, dignidad o preminencia que sea, ni so color de ningún indulto o privilegio (aunque   —416→   haya emanado de la Santa Sede Apostólica, la cual, en cuanto a esto los tiene todos reservados) no sea osado a absolver sacramentalmente a ninguna persona que fuere culpada en cualquiera de las cosas sobre dichas, o supieren de otros que lo son, antes las adviertan la obligación que tienen a denunciarlo y manifestarlo ante Nos. Y hasta haberlo hecho, no les concedan la absolución sacramental, ni fuera de la confesión se entremetan a interpretar las dichas bulas y breves apostólicos, aconsejando y dando pareceres sobre si las cosas que se les comunican son de las comprendidas en ellos o no, y pertenecientes al conocimiento del dicho Santo Oficio, al cual les remitan, con todo secreto, donde se les dará el despacho conveniente. -Dada en la ciudad de los Reyes, en 1630»297.

Pero el mal no cesaba, y un siglo después el Marqués de Castelfuerte daba todavía cuenta al Rey del estado de las costumbres de seglares y eclesiásticos, en los términos siguientes:

«Señor: -El público escándalo de los amancebados me constituyó en la precisa obligación de ver si podía ocurrir en parte al remedio de tan diabólicas consecuencias, por haber llegado este delicto en estos países a su mayor desenvoltura, y haberme acusado la conciencia muchas personas de elevado espíritu; tuve por conveniente dar comisión especial para estas providencias al doctor don Thomas de Brun, alcalde del crimen de esta Real Audiencia, para que las atendiese con la cristiandad y prudencia correspondiente, como en carta de trece de setiembre tengo participado a Vuestra Majestad, y aunque es así que con mi aplicación y celo y el que asiste a este ministro, se han extinguido algunos de estos excesos en el todo, y se tiene apercibido a muchos para que se contengan en ellos; habiéndose conseguido estos fines hasta el presente, sin estrépito judicial, por lo delicado de estos asumptos, esperando las resultas de estas prudentes advertencias, para pasar, en casos necesarios, a los castigos prevenidos por derecho; pero, como todo lo ejecutado y prevenido se ciñe a los seculares, se hace más irremediable este delicto por la publicidad con que se cometen los sacerdotes, así seculares como regulares, de algunas religiones; de forma que tienen estos de su cuenta diferentes mujeres con hijos y familia, yendo a sus casas, como un padre de familia a la suya; pudiéndose decir que es tan ofensivo el modo como la ofensa; y aunque comprehendo la dificultad en lo práctico   —417→   para el remedio de este exceso, pero si los prelados eclesiásticos contuviesen con el castigo a sus súbditos, no podía dejar de extinguirse una gran parte de tanto mal, y cuando menos en territorio que se compone de ser los más nuevamente convertidos, ha de traer infelices consecuencias, que en los sacerdotes parezca licencia la tolerancia, mayormente no bastando las providencias a que puede concretarse la justicia secular para con los sacerdotes, especialmente no experimentando abrigo alguno en los prelados eclesiásticos, desentendiéndose estos en parte y en el todo, así por lo que mira al castigo, como a cualquiera otra expedición conducente al reparo de tan perniciosos males, cuya libertad me ha estimulado a representar a Vuestra Majestad estos excesos para que, enterado de sus infelices consecuencias, se sirva mandar a los arzobispos y demás prelados de las religiones que vigilen sobre el modo de vivir sus súbditos, especialmente los curas de almas que están encargados del cuidado pastoral de diversos lugares recién convertidos, en que se necesita para la enseñanza de los indios de sujetos de conocida literatura y virtud que prudentemente los eduquen con su aplicación y ejemplo; porque sin este, han de vivir aquellos expuestos a su relajación, sin que puedan experimentar en sus parroquias la enseñanza y la corrección de sus excesos, no siendo menos que en estas materias sensuales el desorden en los mismos curas eclesiásticos, y de un público comercio en que entienden con la misma libertad que si fueran seculares, sin atender al estado sacerdotal, ni conocer superior que se les embarace, ni menos los corrija, obrando con esta contratación y celebrando las escripturas de sus tratos, contra todo lo que debía ser de su obligación, desentendiéndose de las sanciones canónicas y conciliares de su prohibición; en cuyos términos parece ha de convenir el que Vuestra Majestad se digne ordenar a los arzobispos, obispos y prelados (que con tanta tibieza y omisión toleran estos inconvenientes, por las utilidades que de esto se les sigue en sus visitas) procedan con vigilancia y celo, a desarraigar los vicios de la sensualidad escandalosa y públicos tratos que celebran sus súbditos, para que por su continencia en estos dos asumptos tan destructivos del bien común, se consiga el remedio universal que debe solicitarse, pues con el castigo en dichos eclesiásticos y su corrección, que pudiera reducirse a desposeerles de sus prebendas y a extrañarles del reino, se facilitaría el que los demás se contuviesen, temerosos del castigo y aplicación de sus prelados; agregándose el que yo, en los casos expresados,   —418→   les daría el auxilio que me pidieren para el efectivo cumplimiento de las providencias mencionadas, las cuales no pueden tener el que cristianamente les corresponde (por más que mis instancias, celo y aplicación lo soliciten) en el ínterin que Vuestra Majestad por su real cédula se digne advertir y mandar a dichos prelados eclesiásticos, la ejecución de aquellas, con lo demás que sobre este punto fuere del mayor servicio de Vuestra Majestad -Dios guarde la C. R. P. de Vuestra Majestad como la cristiandad ha menester. Lima 25 de marzo de 1725. -El Marqués de Castelfuerte»298.

El francés Frezier que visitó a Lima por esta época, a pesar de su corta estada en ella, llego a vislumbrar lo suficiente para que sus apreciaciones concuerden en un todo con las del Marqués. «Parece, dice el distinguido viajero, que por el número tan crecido de conventos y casas religiosas de ambos sexos, se debía conjeturar que Lima fuese una ciudad en que reinase la devoción más grande; falta mucho, sin embargo, para que estas hermosas apariencias se encuentren comprobadas por la piedad de los que la habitan, porque la mayor parte de los frailes llevan una vida tan licenciosa, que hasta los superiores y provinciales sacan de los conventos que gobiernan, sumas considerables para atender a los gastos de una vida mundana, y, algunas veces, tan públicamente estragada, que no se hacen esfuerzo alguno en confesar los hijos que así tienen y de conservar a su lado tan auténticos testimonios de su disolución, a quienes a menudo dejan por herencia el hábito que cargan; lo que se extiende a veces a más de una generación, si debe prestarse asenso a lo que me han dicho allí mismo.

«Las monjas, con excepción de tres o cuatro monasterios, sólo guardan la mera apariencia de clausura que deben, porque en vez de vivir en la pobreza común de que hacen voto, viven en particular y a sus expensas, con gran séquito de domésticas, esclavas, negras y mulatas, que les sirven en la verja de terceras en sus galanterías.

»No se puede hablar de la vida del uno o del otro sexo, sin aplicarles estas palabras de San Pablo, tollens membra Christi faciam membra meretricis»299.

Los célebres marinos españoles, Jorge Juan y Antonio de Ulloa, que visitaron el virreinato veinte años mas tarde, refieren sobre este particular pormenores decisivos. «Entre los vicios que reinan en el   —419→   Perú, el concubinaje, como más escandaloso y más general, deberá tener la primacía. Todos están comprendidos en él, europeos, criollos, solteros, casados, eclesiásticos, seculares y regulares... La libertad con que viven las religiosas en aquellos países es tal que ellas mismas abren las puertas al desorden. En las ciudades grandes, la mayor parte de ellas viven fuera de los conventos, en casas particulares... Lo mismo sucede en las ciudades pequeñas, en las villas o en los asientos: los conventos están sin clausura, y así viven los religiosos en ellos con sus cuncubinas dentro de las celdas, como aquellos que las mantienen en sus casas particulares, imitando exactamente a los hombres casados... Además de lo referido, es tan poco o tan ninguno el cuidado que ponen estos sujetos en disimular esta conducta, que parece hacen ellos mismos alarde de publicar su incontinencia; así lo dan a entender siempre que viajan, pues llevando consigo la concubina, hijos y criados, van publicando el desorden de su vida...

«Todo esto que parece mucho, es nada en comparación de lo demás que sucede, debiéndose suponer que apenas hay uno que se escape de este desorden, ya sea viviendo en las casas de la ciudad, en la hacienda, o ya en los propios curatos, porque así en unos como en otros parajes, viven con igual desahogo y libertad. Pero lo que se hace más notable es que los conventos estén reducidos a públicos burdeles, como sucede en los de las poblaciones cortas, y que en las grandes pasen a ser teatro de abominaciones inauditas y execrables vicios300»...

Viniendo, pues, en este medio, los Inquisidores no sólo no procuraron atajar el mal, sino que, por el contrario, bien pronto se contagiaron con el en un país, que, como se «expresaba Alcedo, parece, que bien pronto hace a uno judío». Y si en un principio los ministros del Tribunal se enviaban de España, más tarde, cuando por economía se eligieron de entre los mismos eclesiásticos peruanos, es fácil comprender que, por lo mismo, menos dispuestos habrían de manifestarse a reaccionar contra un sistema que entraba por mucho en los hábitos del pueblo.

Por más depravados que fuesen los Inquisidores, es lo cierto que por el mero hecho de desempeñar ese puesto, se creían con derecho, como la practica lo confirmaba, a más elevados cargos, si cabe, como eran los obispados. Desde Cerezuela, que renunciaba una oferta del   —420→   Rey en este sentido, a Verdugo, Mañozca, Gutiérrez de Cevallos y hasta el apocado e infeliz Zanduegui, que había comprado el cargo y para quien, por su inutilidad, su colega Abarca reclamaba una mitra, todos ellos pretendían ese honor como la cosa más natural.

El apego que siempre manifestaron al dinero, salvo contadas excepciones, jamás reconoció limites, considerándose el puesto de inquisidor tan seguro medio de enriquecerse que, como sabemos, se compraban los puestos de visitadores, como más tarde hubieron de venderse en almoneda pública hasta los destinos más ínfimos.

Su puesto lo utilizaron bajo este aspecto, ya comerciando con los dineros del Tribunal, ya partiendo con los acreedores el cobro de sus créditos, haciendo para ello valer las influencias del Santo Oficio, ya imponiendo contribuciones, ya captando herencias de los mismos reos, y, sobre todo, con el gran recurso de las multas pecuniarias y confiscaciones impuestas a los reos de fe, de las cuales ningunas tan escandalosas como las que sufrieron los portugueses apresados en 1635 y que pagaron en la hoguera el delito de haberse enriquecido con su trabajo; siendo tanta su avaricia que como ejemplo y norma de lo que después estaba llamado a suceder, recordaremos el caso de uno de los fundadores del Tribunal, que, según el testimonio de su mismo secretario, se murió de pena por habérsele huido dos esclavos.

Los casamientos ventajosos realizados a la sombra del nombre inquisitorial, los remates de rentas reales verificados por interpósitas personas, todo lo utilizaban a fin de allegar caudales.

Desunidos entre sí y tan enemistados que vivían perpetuamente odiándose; altaneros con todo el mundo, comenzando por sus mismos dependientes; vengativos hasta no perdonar jamás al que cometía el atrevimiento de denunciarles o siquiera expresarse mal de ellos; ocurriendo siempre al arsenal de sus archivos para encontrar o forjar rastros hasta de los más recónditos secretos de quienes se proponían perseguir; desempeñando sus oficios con tanto descuido que difícilmente podía hallarse, según lo acreditan los expedientes de visita, una sola causa tramitada conforme a su código de enjuiciamiento; habiendo comenzado por hacerse odiosos y terribles, para concluir en el más absoluto desprestigio y burla; secundados por gente siempre a su altura, por su espíritu de venganza, ignorancia, avaricia y disolución de costumbres; crueles hasta lo increíble; muriendo, por fin, como habían vivido: tales fueron los ministros que con nombre del Santo Oficio estuvieron   —421→   encargados de mantener incólume la fe en los dominios españoles de la América del Sur.

Si los pueblos sujetos a su férula no descendieron más en su nivel moral, intelectual y social, fue porque el apocamiento humano tiene ciertos límites que es imposible franquear; pero siempre el estudio de esta faz de la vida de los pueblos americanos se impondrá a todo el que quiera penetrar un tanto en el conocimiento de las causas y elementos que hoy constituyen su sociabilidad.