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La Constitución en triunfo: carta a un escrupuloso1

L. M.

José María Benavente (impresor)





Mi querido amigo, ¿conque la religión se va a acabar?, ¿conque de católicos, apostólicos y romanos que somos, gracias a Dios, nos vamos a convertir en francmasones materialistas y que sé yo qué otros diabólicos sectarios? Extrañas y terribles nuevas son ciertamente las que usted me comunica; con todo, yo las hubiera leído con indiferencia, y aún con desprecio, si se contentara con decirme que la Constitución iba a ser la causa de tan inesperada metamorfosis; pero como añade que lo oyó decir en una reja de monjas a sujetos de carácter, implicándome al mismo tiempo le diga mi parecer en un asunto tan grave para calmar la turbación de su espíritu (que quedó no menos afligido con el suceso que las inocentes religiosas), voy a complacer a usted contestando a su apreciable, y procurando disipar sus dudas como Dios me ayude; que sí me ayudará, como a todos los que se proponen un buen fin.

Sin conocer más que de vista a esos sujetos que tanto lo han escandalizado, me atrevo a asegurarle que o son unos ignorantes, o no han pensado bien lo que dicen (que es lo más probable), o son de la clase de aquellos hipócritas refinados muy hallados con el despotismo, que so color de religión trabajan incesantemente en la ruina de nuestra libertad, imputando al soberano Congreso de Cortes, autor de la Constitución, las más atroces calumnias; como es la de que se componía de muchos herejes, y que así, lo que determinaba no podía ir de acuerdo a nuestra ley divina. Pero yo que sé muy bien que este ardid es ya viejo (porque estoy acostumbrado a ver que esas gentes para todo se escudan con la religión), no les hago aprecio; y me atengo más a lo que, como testigo de vista que fue de las operaciones del Congreso y nada sospechoso para que le presentemos entera fe, nos dice el señor Alcocer, protestándonos que en aquella Asamblea no conoció un diputado que fuese hereje. Sí, amigo; no les hago caso, aunque me duelo sí de que nos ataquen con esas armas, porque sé toda la fuerza que tienen cuando se combate con ellas a un pueblo religioso. Pero entremos en materia y recorramos brevemente la historia de las Cortes desde fines del año de 1810, que fue cuando se congregaron examinando la conducta de los representantes al sancionar las leyes fundamentales del Código Constitucional.

No bien se halló junto aquel soberano Congreso, en cuyo seno había innumerables individuos del clero secular y entre ellos varios obispos, cuando sancionaron la sabia Ley de la Libertad de Imprenta para que todo español pudiese escribir libremente; y por consecuencia, combatir todo lo que se estableciese en contra de la religión cristiana. Dispusieron al mismo tiempo que sus deliberaciones fuesen públicas, pudiendo asistir a ellas, como de facto asistían todas las clases del Estado. Hicieron más, pues conociendo que no sólo en la isla y en el inmediato puerto de Cádiz habría españoles ilustrados que pudiesen alumbrarlos con sus escritos, y deseando que toda la nación quedase satisfecha de sus deliberaciones, mandaron imprimir el Diario de Cortes que contiene todo cuanto se habló y determinó en el Congreso; y he aquí la conducta de los diputados expuesta a los ojos de casi treinta millones de españoles católicos, apostólicos y romanos que no se hubieran descuidado en alzar la voz y empuñar las armas si las Cortes hubiesen tocado en lo más mínimo a [l]a santa religión de sus padres.

Llega el tiempo de formarse la Constitución; y sin embargo de que éste era un objeto importantísimo y muy ejecutivo, no por eso se apresuran, sino que nombran a aquellos que más se habían señalado por sus conocimientos, previniéndoles tuviesen a la vista cuanto por medio de la libertad de imprenta, que es el órgano de la opinión pública, se había dicho sobre la materia. Concluida la obra se presenta al Congreso, dándole a cada diputado un ejemplar para que la pudiese examinar, ya en su gabinete, ya consultando a los sabios con toda la escrupulosidad que demanda un asunto tan grave. Se discute en seguida, públicamente, artículo por artículo, y después de emplear en estas discusiones el tiempo de siete meses, es cuando se sanciona el Código.

Mientras eso pasaba en el Congreso, ¿cuál fue la conducta de la nación, de una nación que se ha gloriado siempre de llamarse católica y que observaba los más pequeños movimientos de las Cortes? Usted ha leído muchos impresos de aquel tiempo, y en ninguno habrá visto demostrado que la Constitución fuese contraria al Evangelio. Los obispos callaron; y aún la misma Inquisición que no se extinguió, sino después con mucho de sancionada aquella (que hacía declaraciones, expedía edictos y fulminaba anatemas aun en materias puramente políticas), se estuvo quieta y tranquila. Y ¿será creíble que una nación entera que forma uno de los más escogidos rebaños de Jesús Cristo, viera con indiferencia que se le dictaban leyes opuestas a la religión? ¿Será que sus pastores hubiesen guardado un silencio delincuente, mientras lo destrozaban lobos sanguinarios y crueles? ¿Lo será, en fin, que el Tribunal de la Fe, cuyo instinto era conservar la pureza de sus dogmas, permanecía en una inacción que no era en él característica? Y ¿no diremos que ese universal silencio, esa quietud y tranquilidad en un tiempo hábil para clamar libremente contra la irreligiosidad de un código puesto todavía en discusión, fuesen las señales más inequívocas de su aprobación?

Sí, de su aprobación. Aunque el silencio con una prueba negativa es en el caso tan fuerte, que no necesita de otras reales y positivas. Me explicaré. Será mal deducido el consentimiento de una persona que calla preguntada sobre tal o tal cosa, si se le ha privado de la libertad necesaria para expresar su voluntad; pero si se le dice «habla, no temas, no se trata de violentarte, se trabaja por tu bien, se desea complacerte», ¿qué diremos entonces? ¿No deberemos inferir su anuencia? Pues bajo de este aspecto se debe considerar el silencio de los españoles.

Aún hay más. El silencio sobre una cosa trivial o indiferente no será la mejor prueba del asenso; pero sí lo es de los españoles en una materia tan importante como la religión, cuya defensa los obligaba a despreciar las llamas y el cuchillo; y tan lejos estaba de serles indiferente, que desde el memorable mayo de 1808 hasta el aciago de 1814, lucharon tenazmente por conservarla, oyéndose en los más rudos combates el uniforme grito de «¡La patria, el rey y la religión!». Y ¿podrá explicarse el gran fenómeno (llamémosle así) que nos presenta una nación valiente que por un lado combate y persigue a los enemigos del altar, y por otro sufre pacientemente que esos mismos lo impongan leyes, y se erijan árbitros soberanos de su suerte? ¿Una nación que recordaba con amargas lágrimas la profanación de los templos en que se veneraba los simulacros de Atocha y Zaragoza, y al mismo tiempo miraba con apatía socavar los sólidos cimientos del templo del Dios vivo? Y ¿qué diremos de los obispos y eclesiásticos que condecorados unos y otros con el distintivo sagrado de cultivadores de la viña del Señor, exhortan y amonestan a los bravos defensores de la patria y de la religión, y sin embargo, no sólo permiten que brote y crezca la tiranía, sino que corren a ocupar sus asientos en el Congreso y ayudan a plantarla con sus propias manos?

Mientras usted, amigo, a esos señores que tanto le han sobresaltado, prueban combinar unos extremos tan opuestos, voy a hacerle ver que la aprobación universal que mereció la Constitución, no sólo se funda en razones extrínsecas o negativas, sino que abunda por todas partes de otras positivas y sacadas del mismo fondo de las cosas. Abra usted, por su vida, ese libro sencillo y admirable que tanto se quiere deprimir, y muéstreme, si puede, un sólo artículo que directa o indirectamente esté en oposición con los de nuestra católica creencia; que yo lejos de encontrarlo, no descubro sino rasgos muy conformes a ella. Se los indicaré a usted brevemente, ya para no exceder los límites de una carta, ya porque otros han tocado, como yo, la materia.

En pocos lugares de la Constitución se habla de religión porque su objeto principal es asentar las leyes políticas fundamentales del Estado; pero esos pocos equivalen a cuanto pudiera apetecer el católico más escrupuloso. «En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo», tal es el sublime, sencillo y religioso proemio de la Constitución, el que al instante nos convida a hacer una reflexión bien importante. Este libro se formó en medio de las bombas enemigas, y con el fin de promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la nación considerada políticamente; en cuyo supuesto parece que no debería extrañarse que arrebatasen aquellos objetos toda la atención de los legisladores, pintándose, ante todas cosas, los enormes abusos que se iban a cortar de raíz, las nuevas leyes que era preciso formar y las precauciones y reformas que debían adaptarse en la observancia de las antiguas; y no obstante, aquel sabio y religioso Congreso que conocía cuán vanos son los proyectos más felices de los hombres sin la asistencia de Dios, invoca su sacrosanto nombre antes de todo e implora su ayuda diciendo: «En el nombre de Dios todopoderoso». Y cómo puede confesarse la existencia de Dios todopoderoso sin abrazar la religión cristiana, pues no hay pueblo alguno, sobre la tierra, que no reconozca un ser supremo autor de la naturaleza, de ahí es que se añade: «Padre, Hijo y Espíritu Santo», palabras que no se hubieran proferido, sino en una asamblea católica; palabras que envuelven la confesión más clara y terminante del augusto misterio de la Trinidad; y palabras que cuadrarían muy bien para encabezar sus actas a los padres de un concilio.

No me detendré en otros artículos que por incidencia hablan de religión; ya previniendo que «se celebren misas de Espíritu Santo» para proceder con acierto en las elecciones; ya que se cante un solemne Te Deum, ese cántico admirable en que prorrumpieron dos santos padres en ocasión que alcanzaba la Iglesia uno de sus mayores triunfos; ya, en fin, prescribiendo la fórmula del juramento que deben hacer el rey, el príncipe y los diputados «poniendo la mano sobre los santos evangelios, de defender y conservar la religión católica, apostólica romana, sin permitir otra alguna en el reino»; en lo cual (como uno ha observado muy bien) se ve reconocido el depósito de la suprema verdad porque juran, presentado a la faz del mundo como la prenda más augusta y sagrada, como el garante más fiel de su obligación y promesa. No me detendré, repito, porque está llamando toda mi atención el artículo 12 que expresamente habla de la religión; cuyo temor es éste: «La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única y verdadera. La nación las protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra». ¿Se puede decir más en tan pocas palabras? ¿No es digno éste artículo de que lo analicemos con la brevedad posible?

«La religión de la nación española es la católica, apostólica y romana». ¡Ley sabia, confesión clara y protesta, la más solemne, para acallar la locuaz y venenosa mordacidad! Pero, ¿qué la nación española profesará únicamente por unos cuantos días esa religión que acaba de adoptar? No, ni pensarlo, porque no sólo «es» por ahora la que abraza, sino que también lo «será» en lo venidero. ¿Y qué tiempo se señala para ese culto? ¿Será por ventura el de uno, diez, veinte, o más años? Tampoco. La nación nunca se apartará del él, lo profesará «perpetuamente» por siempre jamás; y si el mundo durara eternamente y estuviera en manos del Congreso, sobrevivir y dictar leyes a las generaciones futuras, ésta sería la única que no permitiría alterar, la única cuyas infracciones no perdonará jamás. Y ¿por qué se decidirían las Cortes con tanto ardor y firmeza por la religión católica? ¿por qué? Porque conocían, porque estaban íntimamente persuadidos de que era la ««única verdadera». Se ha visto que muchos gobiernos prescriben al pueblo tal o cual culto por razones de pura política; por no chocar con las supersticiones del vulgo; porque ésta o aquella secta se aviene mejor con tal forma de gobierno; pero las Cortes prescinden de todas estas consideraciones y dicen a los españoles: «he aquí la religión que debéis observar ahora y siempre. Vuestros padres no conocieron otra, y vosotros os halláis contentos con ella; sin embargo, ni su antigüedad en el reino, ni el condescender con vuestro gusto nos ha movido a mandarla observar, sino el íntimo convencimiento que tenemos de ser la única verdadera. Sabemos que ha habido y hay muchos Estados bien gobernados, sin embargo, de que han desechado o no han admitido en toda su extensión la ley de Jesucristo; y como vuestra prosperidad civil es el fin principal que nos hemos propuesto, podíamos haber permitido en el reino otro culto que no fuese el católico; no obstante, éste es el que precisamente os prescribimos, porque es el único verdadero. Nosotros que deseamos conservar intacta su pureza, lo protegeremos por leyes sabias y justas, y os prohibimos severamente el ejercicio de cualquiera otro; de suerte que la mejor transgresión en el particular, será castigada con todo el rigor de la ley. No os dejéis alucinar de esos libertinos que se burlan de lo más santo y venerable, ni deis jamás entrada a las máximas impías que desgraciadamente forman el principal mérito de muchos libros célebres. En otras materias tendrá lugar alguna vez la tolerancia; pero en materia de religión jamás, sino que se aplicará el castigo, irremisiblemente, a los refractarios».

Esta es la genuina y natural interpretación que cualquier amante de la verdad dará al artículo 12 si lo examina con ojos imparciales. ¿Y todavía se pone en cuestión la religiosidad de nuestro código? ¿No le parece a usted que los que lo calumnian dan muy pocas ideas, no ya de su saber que no se necesita mucho para palpar unas verdades de bulto, sino de su hombría de bien y de su celo por la causa de Dios; de un celo que aparentan estar continuamente devorados? Mas yo creo, sin embargo, que no la mala fe, no el apego al degradante sistema antiguo, sino la preocupación, la pereza en analizar los principios y una desconfianza nimia (laudable por otro aspecto) de que se altera el culto, es lo que los hace ver como un héroe romancesco bien conocido, ejércitos formidables y terribles donde sólo hay rebaños de mansos y tímidos corderos. Pero no nos distraigamos de nuestro fin.

No bien se promulgó la Constitución cuando los pueblos, las corporaciones, y lo que hace más al intento, los obispos, los cabildos eclesiásticos, las comunidades religiosas; todos, todos se disputaron la gloria de ser los primeros en jurarla y prestarla obediencia. Léanse los diarios de Cortes, y numérense si es fácil, los oficios y contestaciones remitidos por los primeros cuerpos de la nación avisando el juramento, y pésense en la balanza del patriotismo y la religión las expresiones que allí se ven: quien da al Congreso las gracias más sinceras por la formación de un código que afianzaba la felicidad de la nación; quien porque con él quedaba cimentada para siempre la ley eterna del redentor; quien se congratulaba por la publicación de unas leyes que combinaban los derechos del trono y del altar. Mas no gastemos el tiempo en recordar unos hechos que están grabados en el corazón de todos los españoles. México fue testigo de muchos muy singulares que no admiten interpretación, y entre ellos no puedo menos de indicar uno tan memorable como lo será el nombre del ilustrísimo señor doctor don Antonio Bergosa y Jordán, arzobispo electo de esta diócesis; quien, entre otros testimonios que dio de su patriotismo, mandó abrir una medalla a sus expensas, queriendo eternizar con un monumento que se reserva para los sucesos más faustos de las naciones, la época constitucional de España. Ahora bien, ¿se podrá decir sin temeridad que los obispos, el clero, las comunidades religiosas, en una palabra, la Iglesia española, hubiera no sólo guardado un silencio criminal, sino prodigado aplausos y protestado que la Constitución era favorable al Evangelio si la hubiese hallado contraria a él en su conciencia? ¿No juzga usted que en ese caso se habría aumentado el catálogo de los mártires? ¿Cree usted que el señor Bergosa habría tratado de perpetrar como afortunada la memoria de una era que debía haberse señalado con llanto y con sangre? Y no se nos cite el ejemplo de tal cual obispo declarado entonces refractario del Código, porque pondremos en el otro lado de la balanza la conducta de cerca de cien obispos nacionales, y veremos cuál pesa más.

No nos cansemos, amigo, la Constitución es tan parecida a la herejía, como el Evangelio al Alcorán de Mahoma. ¡Ojalá esos indignos favoritos, tan enemigos del rey como de su nación, no nos la hubieran arrancado de las manos! Entonces desconocería usted el suelo que pisa, mirando transformada su esterilidad en abundancia, aumentada su población, reformadas sus costumbres, y lo que es más, el culto religioso purgado de las patrañas y fábulas que lo desfiguran; pero por desgracia se supo sacar partido de nuestra sumisión y amor al rey, haciéndonos retroceder de la florida senda de la prosperidad para guiarnos por otra llena de agudas y punzantes espinas.

Pero aún esta calamidad redundó en el honor y gloria de la Constitución, porque ¿se quiere más tiempo que el de seis años para que se hubiesen manifestado sus errores? ¿Qué época más a propósito para ello que la pasada, en que el mérito para los premios y ascensos se medía a proporción del odio al sistema liberal? ¿No era natural que los pastores de la Iglesia, si antes habían sellado sus labios por motivos que no es fácil adivinar, hubieran por fin alzado la voz y desengañado a sus incautos y seducidos rebaños? Y ¿qué diremos del silencio del papa, que no olvidándose de su grey, aunque la ve esparcida en las apartadas regiones del Nuevo Mundo, le dirige un breve el 30 de enero de 1816 exhortándola a que sea fiel al rey (como lo manda también la Constitución) sin tomar a ésta en la boca para nada, como lo hubiera hecho su santidad si la hubiera calificado de antirreligiosa?

Amigo, la Constitución es santa y pura, y no teme, como usted ha visto, la exactitud de las pruebas. Abracémosla sinceramente, observemos escrupulosamente sus leyes y verá usted cómo sus obras la acreditan. Quiera Dios que lo que he dicho lo deje satisfecho y capaz de satisfacer a los que la combaten. Aseguro a usted que la conducta de éstos me llena de amargura y de dolor, pues siendo algunos de ellos eclesiásticos puestos en dignidad, tienen mucho ascendiente sobre la opinión pública. Muchos equivocando el origen de las cosas obrarán así, ofendidos de que en este o aquel papel, producido por el calor y el entusiasmo, no se les haya tratado con el decoro debido; pero debían reflexionar que esos no son partos del gobierno; que si éste ha tomado algunas providencias, dirigidas a aminorar el número de los regulares, esto no habrá sido sino después de conocer que si lo exige el bien general del Estado (al que no creo), antepondrán los religiosos el suyo particular; y que aún en tales providencias no se hubieran ellos conducido con más suavidad y tiento que el gobierno.

Me extendí en esta carta más de lo que pensaba porque, aunque el asunto en el fondo no me da ningún contado, me lo dan, y bastante, y me sacan fuera de mí, los señores eclesiásticos que indirectamente trabajan en dividir la opinión. Conozco muy bien y sé hasta qué grado se extiende el respeto y veneración debida a los ministros del santuario; pero ¿[có]mo he de aprobar la conducta de los que, desmintiendo aquel sagrado carácter, andan alarmando las conciencias con la especie de que la Constitución es opuesta a la ley del Evangelio? Yo no puedo concebir que sin estremecerse hayan meditado bien lo que dicen, ni el horroroso influjo que puede tener esa proposición; porque éste es el modo más adecuado de que sin pensarlo nos lleven al precipicio, haciendo odioso el sagrado ministerio que profesan, y [borroso], sin conocerlo, el edificio augusto de la religión. Usted hace bien en manejarse con prudencia, preguntando y consultando sus dudas sin abrazar ciegamente lo que oye sólo porque el que lo dice viste el traje eclesiástico, acordándose de que el hábito no hace al monje.

Es muy oportuna la reflexión de usted sobre el absurdo que se seguiría de suponer en la Constitución esa contrariedad con los principios de la fe; pues efectivamente no puede esto concebirse sin suponer también un cisma actual en la Iglesia de España, habiéndola jurado toda la nación a la cabeza de sus pastores y de su rey; mas por fortuna no hay nada de eso. Los españoles son tan católicos como antes, y Fernando VII lo es tanto que para él «nada hay más precioso que la religión» como nos lo asegura nuestro santísimo padre en el citado breve. Pidámosle a Dios que siempre nos conserve en ella, que yo entretanto me despido de usted aconsejándole que sin embargo del aprecio con que debemos escuchar a los ministros de Dios, tenga muy presente esta sentencia de un sucesor de los apóstoles: «Desconfiad de las interpretaciones del espíritu privado advertidos de que sus miras pueden ser tan funestas en lo político, como lo han sido, según la historia de todos los tiempos, en lo moral y en lo dogmático».



México, 24 de octubre de 1820.

L. M.





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