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La recepción española de la literatura hispano-americana posterior al modernismo. (Primeras notas para su estudio)

José María Martínez Cachero





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ArribaAbajo1. Previa

El libro de Donad F. Fogelquist, Españoles de América y americanos de España2, ofrece cumplida historia de la recepción española, no siempre positiva ni justa, a la poesía y a la narrativa hispanoamericanas de signo modernista; desde Rubén Darío a Enrique Larreta comparecen en sus capítulos diez y nueve escritores enfrentados críticamente, para bien y para mal, con gentes y publicaciones tan diversas como Miguel de Unamuno o Antonio de Valbuena, «La Ilustración Española y Americana» o el semanario festivo «Gedeón». A partir de aquí pudiera iniciarse un sumario recorrido bibliográfico.

El jalón final del mismo viene a coincidir con el llamado «boom» de la novelística hispanoamericana reciente y menos reciente (Mario Vargas Llosa, por ejemplo, junto a Jorge Luis Borges) que, entre nosotros, comienza hacia 1962 y continúa hasta 1970, aproximadamente3; el libro compuesto por los periodistas Fernando Tola de Habich y Patricia Grieve, Los españoles y el «boom»4, recoge opiniones de toda laya -centradas,   —580→   desquiciadas, pintorescas-, obra de narradores y de algún crítico acerca de la sorprendente revelación. Con todo, juzgo más oportuno cerrar el recorrido bibliográfico a la altura del año 1936.

En el espacio temporal así acotado, ¿qué conocimiento se tuvo en España de la literatura que estaba escribiéndose contemporáneamente en las naciones de Hispanoamérica, de sus autores, libros y empresas? Suele responderse que primó la ignorancia, cuando no la despreocupación y acaso esto sea lamentable verdad. Soslayemos ahora la indagación de las causas de ese hecho y vayamos, por el contrario, a señalar la existencia en la década de los veinte y en la de los treinta de algunos núcleos españoles atentos a las letras hispanoamericanas.




ArribaAbajo2. El espaldarazo de Madrid

«Cuando aparecieron en América -escribe Fogelquist5- las primeras obras de la nueva literatura, la que llegó a llamarse modernista, era la aspiración de todo escritor americano viajar a París, vivir en París, amar en París y fraternizar con los escritores y artistas de París»6. Bien poco podía ofrecer en aquel tiempo Madrid a la voraz curiosidad de esos jóvenes pero, pasados algunos años, entrado ya el siglo XX, una lectura en el Ateneo madrileño, la inserción de poemas en alguna publicación periódica de la Villa y Corte, el pie de imprenta con la palabra Madrid en un libro de versos editado por cuenta del autor o vendido a Pueyo eran cosas buscadas y estimadas; existía, pues, una forma de afirmación o consagración literaria merced a lo que pudiera denominarse el espaldarazo de Madrid7. ¿Y después?

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Si nos contraemos a la novela hispanoamericana en la década de los veinte cabe referirse a dos revelaciones que se producen como consecuencia, en buena parte, de semejante espaldarazo: las de Rómulo Gallegos y Mariano Azuela. Gallegos, nacido en 1884 y escritor desde muy pronto, había publicado antes de 1929 volúmenes de cuentos, de novelas cortas y novelas extensas, cuando en setiembre de ese año un jurado español (lo formaban novelistas como Pérez de Ayala y Miró y críticos como «Andrenio», Díez-Canedo, Sainz Rodríguez y Ricardo Baeza) proclamó su novela Doña Bárbara, editada poco antes en Barcelona, como «el mejor libro del mes»; a favor del galardón, a favor asimismo de un lúcido y elogioso comentario de Baeza, Doña Bárbara fue libro muy vendido y leído. De este hecho arranca la más extensa nombradía literaria del escritor venezolano.

Los de abajo, de Mariano Azuela, novela escrita en 1916 y publicada en 1917 y 1920 pasó desapercibida hasta que entre 1924-1925 algunos críticos llamaron la atención sobre ella y su autor, animándose entonces «El Universal Ilustrado» a darla en folletón; y lo que no hubiera pasado de ser un asunto literario mejicano se extendió enseguida más allá de unos concretos límites geográficos gracias a la edición que Espasa-Calpe imprimió en sus talleres el año 1930, con ilustraciones de M. Benet. (Dos años más tarde sería también Espasa-Calpe la editora de uno de los libros «estridentistas» de Azuela, La luciérnaga, cuyo jugoso experimentalismo no fue de todos comprendido. «Azuela dedicó La luciérnaga a Ortega, un gran amigo»).




ArribaAbajo3. De crítica y de críticos

Puesto que ha salido a plaza, con motivo de la distinción a Doña Bárbara en 1929, el nombre de algunos críticos literarios españoles cabe considerar en este apartado la atención que ellos mismos o algunos de sus colegas del momento prestaron a la literatura hispanoamericana posterior al Modernismo.

Es el caso de Eduardo Gómez de Baquero «Andrenio» (nacido en 1886), contemporáneo y sucesor de «Clarín» y de Valera, como a caballo   —582→   entre el siglo XIX -se ocupó, por ejemplo, del poeta Emilio Ferrari, un discípulo de Núñez de Arce- y el XX -comentó, vgr., la aparición de algunas revistas del grupo poético del 27-, el cual era consciente de la importancia adquirida por las letras hispanoamericanas y del interés creciente que su estudio ofrecía así como de las dificultades habidas en España para realizarlo debidamente, tales: a) «su producción, cada día más vasta» y b) «los libros hispanoamericanos nos llegan de un modo irregular y fortuito» pues «el comercio de librería [...] casi falta de América a España»; «los escritores hispanoamericanos que se quejan a veces de no hallar entre nosotros la merecida atención, deben tener en cuenta estas circunstancias»8. Gómez de Baquero tenía relación amistosa con escritores hispanoamericanos residentes algún tiempo en España o que habían estado de paso en nuestro país; así le ocurre con Francisco A. de Icaza y Alfonso Reyes, cuyos libros poéticos comenta y otro tanto hace con los de Jaime Torres Bodet, Xavier Villaurrutia y Enrique González Martínez9. En el ensayo titulado Nacionalismo e hispanismo10, de 1928, sostiene «Andrenio» opiniones muy semejantes a las de Enrique Díez-Canedo años más tarde en su discurso académico: ha pasado por ventura la época de «las expansiones retóricas» y llega la de «penetrar resueltamente en el campo de la práctica», por lo cual se impone el reforzamiento del vínculo idiomático -«el idioma es nuestro más firme vínculo, y es lo que da a los pueblos hispanos cierta universalidad actual» (página 13)-, al tiempo que se respetan y valoran las peculiaridades de cada uno de los integrantes del conjunto hispánico, que bien pudiera asemejarse a lo que en siglos pretéritos fue en las costas del Mediterráneo, desde Asia Menor a España, «la sembradora del helenismo».

Es el caso, igualmente, de Rafael Cansinos Asséns (nacido en 1883), no poco atento a lo que ocurría en aquellos países de los cuales llegaban a su casa madrileña libros, revistas, cartas y noticias. Fue Cansinos amigo   —583→   y crítico de los modernistas -es el tiempo de «Helios» (1903) y de «Renacimiento» (1907)-, como, años más tarde, sería impulsor y patriarca del Ultraísmo11; en sus colaboraciones de, vgr., «La Correspondencia de España», «La Tribuna» o «La Libertad» se ocupó de bastantes autores y libros hispanoamericanos. Testimonio fehaciente de tal atención la constituyen algunos capítulos de su obra en cuatro tomos, La nueva literatura12; más instalado en la época a que se contrae nuestro recuento figura el volumen Verde y dorado en las letras americanas... (1926-1936)13, que integran diversas «semblanzas» -trabajos más extensos y totales- e «impresiones críticas» -artículos con motivo de algún libro recién aparecido- acerca de escritores jóvenes, a los que por serlo en edad y obra conviene el primaveral color «verde», y no jóvenes, a cuya madurez estética y vital va bien el «amarillo», color de otoño. Labor de «caridad y de justicia al mismo tiempo» es la que Cansinos cumple, ya que esos escritores de lengua castellana pocas veces encuentran el aprecio crítico a que son acreedores; por eso la simpatía y la benevolencia matizan su contemplación.

Es, también, el caso de Andrés González-Blanco (nacido en 1886), que en 1917 se quejaba, prólogo a su libro Escritores representativos de América14, de la «ignorancia tan secular y tozuda [que hay] en España de los productos literarios de América»; afirmaba que «ya es hora de que los críticos españoles nos preocupemos de la producción americana y sepamos que, para los efectos de la literatura, tan hermanos espirituales nuestros son los que han nacido en Medellín de Colombia, como los nacidos en Medellín de Extremadura»; y concluía dando ejemplo «con este   —584→   libro [con el cual] creo cumplir un deber de crítico y de patriota. De crítico, porque estudio esferas que no han sido estudiadas [...]; de patriota, porque proclamo el culto a los hombres selectos de la raza». Los escritores representativos que figuran en esta obra son: Rodó (o el crítico), Blanco-Fombona (o el polígrafo), Carlos Arturo Torres (o el ensayista), Carlos Octavio Bunge (o el sociólogo) y Chocano (o el poeta), cinco nombres más o menos plenamente en la órbita modernista. González-Blanco, fallecido en el otoño de 1924, cuando sus trabajos críticos más recientes mostraban una acusada mejoría hacia la equilibrada y rigurosa madurez, apenas tuvo ocasión para ocuparse de literatura hispanoamericana posterior al Modernismo, una literatura nueva y distinta.

Es, por último, el caso de Enrique Díez-Canedo (nacido en 1879), quizá el crítico español de a la sazón más temprana y fervorosamente atento a la literatura hispanoamericana; así lo reconocía Alfonso Reyes en nota previa a Letras de América, libro póstumo de Díez-Canedo15, al escribir: «Tal actitud comienza hoy a parecer obvia, pero ya era en Díez-Canedo una actitud espontánea desde los comienzos de su vida literaria, cuando realmente puede asegurarse que resultaba inusitada entre la gente de su tiempo y de su pléyade. A hombres como él debemos el actual entendimiento y la mayoría de edad a que hemos llegado en materia de universalidad hispánica». En revistas como «España» o «Revista de Occidente» y en diarios como «El Sol» y «La Voz», Díez-Canedo se ocupaba tanto de autores ya prestigiosos como de libros ha poco aparecidos, caso (por lo que a la narrativa atañe) de Azuela -autor de Los de abajo, «obra de valor propio, de alcance evidente [...] hay en ella un puño de novelista» (página 376 de Letras...)-, de Martín Luis Guzmán -que en El águila y la serpiente ofrece un libro «severo, grave, desgarrador, [que] se apodera de los ánimos y los mueve, como las tragedias antiguas, a una piedad serena» (página 379 de ídem.)-, o de Alfonso Hernández Catá -cuyos libros de relatos Los siete pecados, Manicomio y   —585→   Zoología pintoresca corroboran su fama de «narrador experto en recoger dentro de los límites de un relato breve la palpitación de una vida, el escalofrío de un momento» (página 387 de ídem.)-. Cumbre solemne y pública de esta atención suya fue el discurso con el que Enrique Díez-Canedo ingresó en la Real Academia Española de la Lengua (I-XII-1935), Unidad y diversidad de las letras hispánicas, liberal invitación a coordinar esfuerzos y a robustecer vínculos entre literaturas y gentes con una lengua común, sin que sea echada en olvido «la indeclinable personalidad de cada uno».

A la vista de tales ejemplos, no los únicos entonces pero sí los más relevantes, no podrá decirse que los críticos literarios españoles del período que nos ocupa se mostraron ignorantes de o despreocupados hacia la literatura hispanoamericana contemporánea, acerca de la que, sobreponiéndose a mil y una dificultades, informaban y opinaban en diarios, revistas y libros.




ArribaAbajo4. Paréntesis para el crítico chileno Armando Donoso

De mano de Calpe en su «Colección Contemporánea» y presentado por Díez-Canedo aparece en 1925 el libro de Armando Donoso, La otra América, volumen misceláneo que recoge trabajos relativos a escritores chilenos -Gabriela Mistral, Eduardo Barrios, José Toribio Medina- y de otros países. Hay «otra» América española, nueva y distinta, alejada de tópicos y de convenciones inanes, que «se refugia en un silencio melodioso o bajo las solicitaciones de las banderas libres», y es ella, son sus representantes quienes ocupan la atención del crítico, que publica en España pensando en un mayor eco y acogido al patrocinio de un ilustre colega que celebra, con alguna salvedad, tan meritoria labor, poseedora de «ese punto de madurez en que la inteligencia y gracia se equilibran, vaciándose en los moldes cada día más señoriles y elegantes de una viva prosa».

Poco antes, pero asimismo en 1925, había visto la luz en Madrid, de mano del editor Saturnino Calleja, otro volumen misceláneo de Donoso, quien ahora fija su atención, penetrante y sensible, en figuras extranjeras   —586→   -Dostoievski, Renan-, y españolas -Galdós-16. Donoso anuncia para próximamente un viaje a España, tierra por él ya visitada, ocasión que su prologuista aguardaba expectante para disuadirle acerca de algunos prejuicios contra la vieja metrópoli, carentes de un serio fundamento.




ArribaAbajo5. Espasa-Calpe y Cenit, editoras de novelas hispanoamericanas en los años veinte y treinta

En 1926 Calpe y Espasa ya se han fundido en la nueva firma editorial Espasa-Calpe, que recoge y continúa la «Colección Contemporánea» de Calpe, donde vieron la luz algunos libros de autores hispanoamericanos (a más de La otra América, de Armando Donoso), entre ellos: las novelas del chileno Eduardo Barrios, Hermano asno y del argentino Benito Lynch, El inglés de los güesos y las narraciones del uruguayo Horacio Quiroga, La gallina degollada y del argentino Arturo Cancela, Tres relatos porteños.

Espasa-Calpe se convertirá muy pronto en una importante potencia editora, publicando mucho, variado y valioso. En el género novela será por estas décadas la avanzada acogedora de (refiriéndonos a autores españoles) Benjamín Jarnés o Andrés Carranque de Ríos, vgr.; y a ella, junto con «Revista de Occidente» -su colección «Nova Novorum»-, Biblioteca Nueva y Ediciones Ulises, creo debe referirse lo más nuevo y sugestivo de la novelística española inmediatamente anterior a 1936.

En el catálogo de Espasa-Calpe figuran unos cuantos títulos hispanoamericanos, de autores mejicanos sobre todo, dentro de los cuales cabe establecer una significativa agrupación. Queda mencionado en el epígrafe segundo el caso de Azuela con Los de abajo, en 1930, y La luciérnaga, en 1932, novela de la revolución mejicana llamada a hacerse famosa, la primera y libro «estridentista» (que vale tanto como técnicamente experimental), su compañero. He aquí señaladas las dos direcciones a que atiende la aportación editorial de que tratamos, donde al lado de novelas   —587→   que tienen como asunto determinadas peripecias de aquella experiencia bélica y revolucionaria -títulos como La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán (1930, 2ª edición) o Campamento, de Gregorio López y Fuentes (1931)-, novelas que globalmente pudiéramos caracterizar como realistas, figura el exquisito y deshumanizado Jaime Torres Bodet, también mejicano pero diríase, a juzgar por la temática de sus libros, que bien ajeno a cuanto fue y supuso el fenómeno revolucionario de su país; en la misma línea de un Jarnés o tal como si fuera uno más del grupo de los «Nova Novorum» se muestra Torres Bodet con, vgr., La educación sentimental (1929), Proserpina rescatada (1931) o Estrella de día (1933)17.

De 1935 data la salida, también de mano de Espasa-Calpe, de El infierno verde, novela de José Marín Cañas con bastante de reportaje o testimonio acerca de la muy reciente Guerra del Chaco a la que se habían visto arrastrados Bolivia y Paraguay; no es ciertamente en la línea estética de Torres Bodet o del «estridentismo» de Azuela donde ha de ser colocado este libro del escritor costarricense.

El signo distintivo de la editorial madrileña Cenit es social y proletario; sus directores entendían sin duda la literatura como un arma de combate eficaz para el triunfo de una concreta causa política. Lo que importa ahora es el hecho de que Cenit tenía una colección denominada «Panorama literario español e hispano-americano» en la que vieron la luz, entre 1933 y 1934, varias novelas de interesantes escritores de Hispanoamérica como los ecuatorianos del «Grupo de Guayaquil», Demetrio Aguilera Malta (nacido en 1909) y José de la Cuadra (nacido en 1903), y el peruano César Vallejo (nacido en 1892). Por fortuna, arte y testimonio se dan la mano equilibradamente en sus obras que son, ante todo, productos estéticos no dañados por la intención denunciadora que animaba a sus autores; resulta admisible, pues, y vale tanto para la novela de Aguilera como para las de sus colegas, este párrafo de presentación editorial: «Al ofrecer Don Goyo en este 'Panorama de la literatura española   —588→   e hispano-americana', creemos recoger un trozo palpitante y auténtico del Trópico, con toda su belleza natural y toda su injusticia social, presentadas con una riqueza de colorido y una fuerza de expresión que hacen acreedor a su autor a un destacado puesto de vanguardia en el frente literario formado por las juventudes americanas». Don Goyo (1933) es, desde luego, una hermosa y recia estampa de la dura vida rural ecuatoriana en región próxima al río Guayas, región de mangleros y pescadores. Algo semejante podría decirse de Los Sangurimas (1934), «novela montuvia ecuatoriana» de José de la Cuadra, quien nada oculta en su presentación de una realidad tremenda que, a veces, diríase deformado por un tratamiento tremendista.

En menos de un mes, y en Madrid, donde residía por entonces, escribió César Vallejo su novela proletaria de ambiente andino, El tungsteno, publicada en 1931 por Cenit y reeditada en 1934, edición esta última a la que precede una nota en cuyos párrafos se caracteriza por el sistema de oposición a una realidad estética conocida la índole de la novela presentada. Para Vallejo, que no es un modernista ni tampoco un seguidor de Azorín, «la expresión no es el goce exquisito del fin en sí, ni la palabra un pequeño dios en cuyo altar oficia el literato [...] a este poeta no le preocupa, al parecer, el mirto ni la marmórea perennidad; tampoco queremos decir que le preocupe lo que llaman "poesía de cosas triviales", sino otra, la de la vida que se crea luchando»; la novela de Vallejo, como las de sus compañeros de género y de signo editorial, significaba abierta ruptura con ingredientes temáticos privativos de la narración «clásica» que se estilaba entonces en el ámbito peninsular: «Es un hecho indiscutible que mientras, en su casi totalidad, la literatura novelesca peninsular -fiel en esto a las tradiciones que los escritores latinos, de pauta francesa, no acaban de sacudir- se siente nostálgicamente apegada a los viejos temas de ficción individualistas, los autores jóvenes americanos se muestran más propensos a recoger en sus obras de ficción los problemas de la vida social y política de sus países. [...] Una obra original como ésta de Vallejo, en la que la honda emoción humana, la aguzada y profunda recreación de tipos y ambiente, deja sitio a una generosa e inteligente preocupación por los problemas de la vida social, por esas luchas   —589→   sociales que aunque no tengan asiento en la convivencia ni en el sexo o en el corazón, como lo requiere la novela clásica, también determinan, y en parte no pequeña, el destino de la humanidad».




Arriba6. Final

Como se anuncia en el título sólo se ofrecen aquí unas primeras notas para el estudio del tema propuesto. Primeras e incompletas porque sin duda desearíamos saber qué dijo la prensa periódica, qué dijeron las revistas españolas culturales y especializadas acerca de los libros mencionados en el anterior recuento. Incompletas, también, porque si al género novela nos contraemos interesaría conocer la aportación debida a otras editoriales de entonces como, por ejemplo, la Compañía Ibero-Americana de Publicaciones (C.I.A.P.), que publicó libros del cubano Alfonso Hernández Catá18, o el Mio Cid Campeador, de Vicente Huidobro (1929). Incompletas, asimismo, porque no solamente hubo en el espacio de tiempo acotado recepción de la novela o de la crítica sino, además, del ensayo -pensemos en el mejicano Alfonso Reyes, exiliado en Madrid de 1914 a 1924 y colaborador del Centro de Estudios Históricos, bajo la égida de Menéndez Pidal-19, y de la poesía -tres chilenos ilustres, cada uno a su tiempo, vivieron, escribieron e influyeron en Madrid: Huidobro, Gabriela Mistral, Pablo Neruda-. El venezolano Rufino Blanco-Fombona fue otro exiliado, muy activo literariamente en el Madrid de la segunda y tercera décadas del siglo con sus libros y sus empresas editoriales americanistas20, y hasta consiguió que en 1928 (Madrid, editorial Mundo Latino) el periodista F. Carmona Nenclares sacase un libro titulado   —590→   Vida y literatura de Rufino Blanco-Fombona, dedicado «esencialmente» a reparar «en los motivos ideológicos y sentimentales que norman la personalidad de nuestro escritor». Quedará de todos modos un largo, extenso etcétera que cobije las muchas presuntas noticias cuya recogida es necesaria para una posterior elaboración que muestre a las claras la suerte corrida en España después del auge modernista y hasta el reciente «boom» novelístico por las letras de Hispanoamérica.







 
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