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Lamartine en Sarmiento: «Les Confidences» y la inspiración de «Recuerdos de Provincia»

Tulio Halperín Donghi





Al llegar al momento más solemne de Recuerdos de Provincia, la evocación de su madre, esa «tierra viviente a que se adhiere el corazón, como las raíces al suelo», Sarmiento cree necesario invocar el recuerdo de dos madres inmortalizadas por sus hijos: la de San Agustín, que debe a los elogios que éste le prodiga en sus Confesiones haber subido junto con él a los altares, y esa otra «mujer adorable por su fisonomía, y dotada de un corazón que parece insondable abismo de bondad, de amor y de entusiasmo, sin dañar a las dotes de su inteligencia suprema que han engendrado el alma de Lamartine, aquel último vástago de la vieja sociedad aristocrática que se transforma bajo el ala materna para ser bien luego el ángel de paz que debía anunciar a la Europa inquieta el advenimiento de la república»; ante esos abrumadores parangones comienza por admitir de buen grado que «no todas las madres se prestan a dejar en un libro esculpida su imagen», pero sólo para proclamar de inmediato que la suya no tendría motivos para temer la confrontación con las inmortalizadas en las Confesiones y Les Confidences, ya que es, como ellas, «digna de los honores de la apoteosis»; y no se habría lanzado a escribir Recuerdos si ello no le brindase la ocasión para proponerla1.

¿Hasta qué punto esa confrontación entre doña Paula Albarracín y Mme. de Lamartine es reflejo de una gravitación más general del reciente ensayo autobiográfico de Lamartine sobre el que emprende Sarmiento? Sin duda Lamartine no figura entre los autores que Sarmiento acostumbra usar como términos de referencia (en el índice de nombres que Paul Verdevoye agrega a su estudio sobre la producción de la etapa chilena del sanjuanino, el suyo figura solo cinco veces; cuatro de ellas como integrante de una de esas listas de autoridades ultramarinas que nuestra generación romántica gustaba de invocar, y la quinta en relación con el eco que su Historia de los Girondinos alcanzó entre los catecúmenos chilenos de la Sociedad de la Igualdad2. A la vez, Recuerdos no es el único texto autobiográfico hispanoamericano en que la madre de Lamartine es evocada como parangón para la del autor; así ocurre también, por ejemplo, en la Historia de una alma, del neogranadino José María Samper; aquí él es invocado para poner bajo su advocación un estilo de piedad hecho de efusión sentimental, e indiferente tanto a contenidos dogmáticos como a la disciplina impuesta por el ritual, en el que participan la dama francesa y la neogranadina3, y al que ha retornado en su madurez el antes descreído Samper. No será ésta la última ocasión en que el recuerdo de Lamartine será invocado para justificar, de modo cada vez menos indirecto, la reconciliación con la fe recibida: todavía en 1900 otro liberal colombiano, Aníbal Galindo, cerrará su propia autobiografía tomando de aquél el voto «croix de mon bergeau, sois la croix de mon tombeau»4.

Parece haberse descubierto aquí un aliciente para la invocación, precisamente en este punto, del escrito autobiográfico de Lamartine, que se vincularía menos con cualquier adopción más general de éste como término de referencia que con la función más específica que Sarmiento no sería el único en asignarle: se lo invoca como definidor y proponente de una relación con la fe recibida que elude el disciplinado acatamiento que ésta sigue exigiendo de sus fieles, pero le prodiga en cambio una afectuosa cortesía, que se afinca en la imprecisa frontera entre una fe recuperada y la melancólica nostalgia de la que se ha perdido.

Pero ocurre que, si también Sarmiento asigna a su madre una devoción a la que repugna cualquier exceso ritual («no vi entre las mujeres cristianas otra más desprendida de las prácticas del culto», nos asegura, mencionando en prueba que no visita la iglesia sino tres veces por semana y solo condesciende a la frecuente devoción por Santo Domingo y San Vicente Ferrer porque como frailes dominicos están «ligados [...] a las afecciones de la familia por la orden de predicadores»5), no cree necesario recordar que análogo rasgo podía reconocerse en la práctica devota de la señora de Milly. No es ésta la única oportunidad en que Sarmiento elude hacer explícitos los paralelos entre ambas: el pasaje de Recuerdos que rastrea los orígenes de la peculiar religiosidad reinante en su casa materna los sugiere a cada paso, y es quizás en todo el libro el que más firmemente invita a sospechar una reminiscencia directa: la madre de Lamartine, tanto o más que doña Paula Albarracín, es un vínculo vivo entre la sensibilidad de su hijo y la que marcó al tardío setecientos, en cuyo clima intelectual y temple sentimental vivió sumergida desde antes de alcanzar la edad de la razón. Criada en la corte de los duques de Orléans, uno de sus más vivaces recuerdos infantiles es la visita que a ella hizo Voltaire, en su último viaje a París, que marcó su apoteosis; si la veneración casi religiosa de la que veía rodeado al patriarca de Ferney la impresionó vivamente, no fue éste el destinado a marcarla con su impronta; pronto iba a ser ganada para siempre por Rousseau6. Pero Rousseau también gobierna, sin que ella lo sepa, la formación de doña Paula Albarracín; su mentor el cura Castro «acaso con el Emilio escondido bajo su sotana» ha desencadenado una «reforma religiosa [...] en esa provincia oscura [...] donde se conserva en muchas almas privilegiadas»7.

Si los paralelos entre el texto de Recuerdos y aquél bajo cuya advocación Sarmiento se coloca al abrir el capítulo son lo bastante cercanos para que sea posible reconocer en su elaboración un influjo directo de Les Confidences, la presencia de esas correspondencias nos permite medir mejor todo lo que a pesar de ellas separa a Sarmiento de Lamartine. Lo que primero se hace aquí evidente es que el Rousseau de Sarmiento no es el de Lamartine; el inspirador del cura Castro continúa la línea de Feijóo y de los philosophes; aquél bajo cuyo influjo formó su sensibilidad Mme. de Lamartine es en cambio quien, al proponer en el credo del vicario saboyano una fe que se consuma y agota en la esfera del sentimiento, abrió un etéreo refugio a las creencias que aquéllos habían sometido a su fría burla en sus encarnaciones más groseras y corpóreas; no es sorprendente entonces que, mientras Sarmiento celebra que la «simiente derramada por aquel santo varón» que fue Castro se perpetúe «fecundada por el sentido común y el sentimiento moral»8, antes que en el temple sentimental, de su discípula sanjuanina, Lamartine encuentra que fue una educación de los sentimientos colocada bajo el signo de Rosseau la que hizo de su madre la perfecta encarnación del ideal femenino madurado en el temprano siglo XIX, que reconocía en la mujer el órgano privilegiado a través del cual el género humano ejerce su facultad de sentir...

La diferente perspectiva con que Lamartine y Sarmiento se vuelven hacia el legado del setecientos, en el que descubren una parte tan importante del que reciben en el hogar materno, es reflejo parcial de otra divergencia más abarcadora, que condiciona la actitud con que uno y otro encaran su tarea autobiográfica. Volvamos al texto ya citado en que Sarmiento, antes de evocar a su madre, trae a la memoria esa aplastante rival de sus derechos a la veneración colectiva que es Mme. de Lamartine; tras de mencionar, fiel en esto a la imagen que de ella proponen Les Confidences, su «corazón que parece insondable abismo de bondad, de amor y de entusiasmo», parece hallar ese inventario de excelencias un tanto unilateral, y por su parte le asigna además una «inteligencia suprema», que ha hecho de ella la experta artífice del «alma de Lamartine, aquel último vástago de la vieja sociedad aristocrática que se transforma bajo el ala materna para ser bien luego el ángel de paz que debía anunciar a la Europa inquieta el advenimiento de la república». Aquí Sarmiento introduce dos dimensiones que Les Confidences, si no alcanzan a ignorar del todo, dejan resueltamente en segundo plano: el imperio del sentimiento, al que Lamartine aprendió a someterse en el ejemplo de su madre, debe ceder terreno al de la inteligencia, pero ese imperio ofrecía a la vez a Lamartine un territorio de refugio desde el cual podía ganar distancia frente a las vicisitudes de la vida en el mundo; si para Sarmiento la formación de Lamartine solo adquiere sentido si se la contempla en el marco ofrecido por la disolución del antiguo régimen y el nacimiento de la nueva Francia, no es esa radical mutación histórica la que constituirá el núcleo temático de Les Confidences; por el contrario, en sus páginas se trata de alcanzar, bajo la guía de una inspiración sentimental antes que intelectual, capas de realidad demasiado profundas para ser afectadas por esa tormenta.

Si Lamartine está menos interesado que Sarmiento en seguir la trayectoria que iba a hacer de un hijo de la antigua nobleza el guía de la república surgida en 1848, ello no se explica tan solo por el motivo obvio de que ha redactado Les Confidences antes de emprender esa segunda carrera pública de opositor potencialmente revolucionario cuyo desenlace momentáneamente triunfal hubiese sido por otra parte difícilmente previsible al entrar en ella. El hecho de que cuando las compone su posición política es más ambigua que nunca (la lealtad dinástica lo ha incitado a abandonar el servicio diplomático al ser derrocada la rama primogénita de los Borbones, en 1830, pero por otra parte reprueba la orientación neoabsolutista del último soberano de esa rama, y sin duda al evocar con tan delicada nostalgia en Les Confidences los esplendores de la corte del duque de Orléans, a cuya sombra transcurrió la infancia de su madre, sabe que hace cosa grata a la monarquía de Julio, sin adivinar aún que terminará por romper con ella desde la izquierda) no lo incita a eludir la dimensión política en la reconstrucción de sus años formativos, pero ello se refleja en una reiteración de profesiones de fe irremediablemente marginales al curso evocativo y narrativo de un texto que -nada sorprendentemente, dadas las premisas de su autor- es el de un Bildungsroman organizado en torno a una éducation sentimentale. Pero ese hilo central de la obra no podía interesar a Sarmiento tanto como sus digresiones políticas, a través de las cuales creía posible atisbar, no el progresivo acrisolamiento de un alma que avanza hacia regiones del sentimiento cada vez más elevadas, sino la experiencia histórica de la que Lamartine comenzó por ser un testigo privilegiado, hasta constituirse finalmente en protagonista. En suma, Lamartine le interesaba necesariamente más que Les Confidences, ya que eran precisamente las razones que lo hacían interesarse en Lamartine las que lo hacían refractario a la perspectiva con que éste se volvía sobre su propia vida.

Ello se advierte ya al examinar lo que Lamartine tiene que decir acerca del lugar que su origen familiar le asigna en la sociedad (un lugar que sin duda Sarmiento no podía dejar de encontrar afín con el que había recibido en herencia en la de su oasis andino):

Dieu m'a fait la gráce de naítre dans une de ces familles de prédilection qui sont comme un sanctuaire de piété oú l'on ne respire que la bonne odeur que quelques générations y ont répandue en traversant successivement la vie; famille sans gran éclat, mais sans tache, placee par la Providence á un de ces rangs intermédiaires de la société oü l'on tient á la fois á la noblesse par le nona et au peuple par la modicité de la fortune, par la simplicité de la vie, et paila résidence á la campagne, au milieu des paysans, dans les mémes habitudes et á peu prés dans les memes travaux [...] point juste et precis oú se recontrent et se résument dans les conditions humaines l'élévation des idees que produit l'élévation du point de vue, le naturel des sentiments que conserve la fréquentation de la nature9.



Se advierte cómo Lamartine se esfuerza por asignar a su familia un lugar que la protege tanto de las tormentas de la historia como de los conflictos de la sociedad; mientras ambos se desencadenan en torno, los Lamartine se consagran a enriquecer con su «bonne odeur» ese único e intangible legado del paso por la vida de sus sucesivas generaciones, un sanctuaire de piété que, al hacer suya la despojada simplicidad de la vida campesina, las sustrae a las ambiciones y tentaciones del mundo y la salva de naufragar en el torbellino de la historia en curso.

La predilección por el horizonte campesino es solidaria con la perspectiva desde la cual Lamartine contempla la trayectoria de su familia: lo que lo atrae en la vida campesina es su afincarse en una visión de la sociedad que se niega a reconocer relevancia a las diferencias económicas, que no deja sin embargo de percibir, entre los miembros de la comunidad agraria: una de las primeras experiencias en que Lamartine, aún niño, cruza por primera vez las fronteras de ese primer entorno casi autosuficiente que le ofrece la modesta finca familiar de Milly es evocada en Les Confidences de modo que revela hasta qué punto esa indiferenciada sociedad de iguales, que es la campesina en la estilizada versión de quienes la integran, conserva su imperio sobre la personalidad muy parisina de quien la evoca nostálgicamente.

Es una fría mañana de otoño, y el niño de noble estirpe se levanta al rayar el alba: «mes habits sont aussi grossiers que ceux des petits paysans voisins; ni bas, ni souliers, ni chapeau; un pantalón de grosss toile écrue, une veste de drap bleu á longs poils, un bonnet de laine teint en brun, comme celui que les enfants des montagnes de l'Auvergne portent encore, voilá mon costume». Vestido con ese traje que es el de su grupo de edad antes que una marca de su condición social, puede confundirse en una comunidad en que todo rasgo individual se desvanece, y el capítulo siguiente, que se abre con un «Nous partons», estará todo redactado en la primera persona del plural; el sujeto es el grupo de infantiles pastores que llevan a cabras y vacas a la despoblada montaña, y esa experiencia infantil ofrece una imagen tan persuasiva de una existencia comunitaria de la que cualquier elemento conflictivo se halla por definición ausente, que ella no necesita ofrecerse como moraleja explícita al evocarla; son en cambio otros aspectos de un modo de vida tan antiguo como el tiempo, que los cambios frenéticos introducidos por el siglo XIX están tornando arcaico, los que son reivindicados como aún válidos por Lamartine:

Jamáis homme (concluye, hablando de nuevo solo de sí mismo) ne fut elevé plus prés de la nature, et ne suca plus jeune l'amour des choses rustiques, l'habitude de ce peuple heureux qui les exerce, et le goüt de ces métiers simples, mais variés comme les cultures, les sites, les saisons, qui ne font pas de l'homme une machine á dix doigts sans ame, comme les monotones travaux des autres industries, mais un étre sentant, pensant et aimant, en communication perpetuelle avec la nature qu'il respire par tous les pores, et avec Dieu qu'il sent par tous ses bienfaits10.



Lamartine termina así de borrar de la que fue su existencia familiar y social en sus años formativos las huellas de la historia y sus conflictos; en una y otra dimensión la gravitación de ésta se desvanecía ante la de esas presencias intemporales que eran la Naturaleza y Dios. Su vida familiar transcurrió en medio de una estrechez que la simplificó y depuró, liberándola para la comunión con esas presencias más nobles, pero que no conoció la penuria que habría podido reclamarla de otro modo para los conflictos del mundo; su vida social, en el marco de una aldea ella misma indiferenciada hasta el punto de no ofrecer ni aun demasiado llamativas bellezas naturales (su encanto es también en este aspecto el más insidioso que proviene de una serena medianía), corporiza el ideal premoderno que, desde Bonald hasta Marx, logra conservar la lealtad nostálgica de tantos hombres representativos del ochocientos, a menudo al precio de tener que convivir con otros que se supondría incompatibles, pero subraya entre los atractivos de ese mundo que comienza a morir su capacidad de ofrecer un refugio contra la historia.

Aquí la comparación con Sarmiento es particularmente reveladora. Si la presentación que Lamartine hace del clima espiritual y sentimental del último setecientos es más rica y sutil que la de Sarmiento, esa evocación más precisa de un específico momento histórico se orienta a explicar cómo su legado hizo posible la continuada marginación de los Lamartine de una historia que en la superficie de su existencia no ha dejado de marcarlos; en Sarmiento una evocación más sucinta que no distingue entre Feijóo, Voltaire y Rousseau ha de servir en cambio de punto de partida para reivindicar en la humilde historia de su madre un eslabón en la historia civil y política de su provincia y su país.

Del mismo modo la estrechez en la que su familia más directa ha venido a caer no es vista como la que abre una puerta de escape contra la concentración en la lucha económica a la que invitan tanto la opulencia como la penuria: viene a tornar más urgente una lucha que para ella tiene como objetivo la supervivencia; y si la visión que de la Providencia tiene doña Paula Albarracín no encuentra sus raíces en la contemplación serena y gozosa del orden regular de una naturaleza benévola, sentido más que comprendido por el alma selecta de Mme. de Lamartine, si espera en cambio verla manifestarse a través de signos menos abstractos e indiferenciados de su benevolencia, ello no es así porque en el espíritu de la patricia sanjuanina reducida a tejedora la nueva sensibilidad religiosa ha ganado una victoria menos completa que en la dama de Milly, sino porque ésa es la noción de la Providencia que mejor puede fortificarla para llevar adelante, contra viento y marea, una guerra cotidiana en la que no podría alcanzar nunca una victoria definitiva, pero tampoco sobrevivir a la primera derrota.

Así, la estrechez que sustrae a la familia de Lamartine de las sórdidas luchas de intereses con que se teje la historia, arroja a la de Sarmiento a la trinchera más desesperada de esa incesante batalla, pero si la negatividad de la historia es así plenamente reconocida, y asumida como inescapable, su positividad es a la vez subrayada mucho más decididamente. La herencia de Sarmiento incluye una pobreza que nunca le será permitido olvidar para entregarse más plenamente a la contemplación de realidades más nobles y serenas, pero incluye también otros legados que le proponen también tareas muy alejadas de esa contemplación.

Esos legados, cuyo minucioso inventario hace que Recuerdos de Provincia solo se interne por fin en su tema autobiográfico cuando su autor ha recorrido ya la mitad de su camino, son las contribuciones de sus antepasados a la historia local e imperial primero, nacional después, que siente vivir en sus venas tanto como la herencia de la sangre que le hace repetir los gestos de antepasados a quienes nunca conoció: «Jóvenes hay -recordaba al emprender la búsqueda de la escondida fuente originaria de su formación moral, que descubriría en la acción del cura Castro- que no conocieron a sus padres, y ríen y gesticulan como ellos»11; si aquí el término de comparación es paradójicamente utilizado para probar la eficacia no de la herencia sino de la predicación y el ejemplo, que alcanzan también una posteridad que no es la de la sangre, en el prólogo aun la de éstos es subordinada a la de aquélla: al descubrir en su familia una tradición de servicio público que lo constituye en heredero de una «nobleza democrática [...] del patriotismo y del talento» descubre por fin también la clave para esos «sentimientos morales, nobles y delicados»12 que han venido gobernado imperiosamente su carrera pública, y que se le revelan solo ahora como un elemento precioso de la herencia recibida de su linaje.

Esa herencia, a diferencia de la que reconoce Lamartine, lo afinca en la historia y lo compromete a seguir avanzando en su surco; y Sarmiento solo podrá hacer suya la lección que ofrece la trayectoria de Lamartine transponiéndola a la clave que ha descubierto para la propia. Así entendida, lo que ella le enseña es en efecto un modo de articular la herencia del antiguo orden con las exigencias del nuevo: la que le llega de su linaje aristocrático no solo no impide a Lamartine transformarse en vocero de la república renaciente; es precisamente ella la que le hace posible presentarse no como el amenazante preconizador de nuevas devastaciones, sino como un «ángel de paz» que anuncia esa novedad para muchos alarmante con acentos capaces de devolver la serenidad a una Europa por un momento inquieta.

He aquí no al Lamartine de Les Confidences sino al de la historia, o más bien de la versión que de esa historia propone Sarmiento para proponerla a la vez como paradigma de la futura historia argentina y su papel en ella. En el prólogo a Facundo ha indicado qué pasos seguiría un Tocqueville lanzado en busca de la clave para ese enigma argentino que él mismo no se lisonjea de haber descifrado: basta un momento de reflexión para advertir que ese plan para un libro futuro y ajeno es ya el del que ese prólogo presenta; cuando en Recuerdos de Provincia invita a descubrir en Les Confidences la narración de la metamorfosis de un hijo del Antiguo Régimen en profeta de una revolución sin víctimas ni violencia, de nuevo esa clave tan mal aplicable a la obra autobiográfica de Lamartine parece ajustarse mejor a la de Sarmiento, que cinco años antes ha buscado persuadir a los lectores de Facundo de que la revolución que ha de derrocar a Rosas, lejos de inaugurar una nueva era de violencia, hará posible esa universal reconciliación que todos ya ansían, aunque no todos lo han advertido, y que encuentra su único obstáculo en la obstinación de Rosas por perpetuar las divisiones facciosas que le han permitido consolidar su inmenso poder.

¿Es esto todo, y la lección de Les Confidences se agota en un malentendido que permite a Sarmiento, cuando cree modelarse sobre Lamartine, encontrar en su ejemplo prestigioso solo nuevas razones para ser él mismo? No necesariamente: si la lectura de la autobiografía de quien quiere escapar al imperio de la historia, emprendida para buscar en ella un reflejo de esa historia misma, se base en un malentendido esencial, de ello no se deduce que de esa lectura se deriven solo lecciones igualmente engañosas. Hay otro aporte de Lamartine que, sin estar del todo integrado en el núcleo temático de Les Confidences, no por eso está menos presente en ellas: allí se propone una relación con el pasado (y por implicación con el futuro) revolucionario que aparece enriquecida por la capacidad de reflejar en todos sus matices la reacción que a ese inmenso cataclismo opone una sociedad compleja y diferenciada, reacción que a la vez se ve nacer de la experiencia cotidiana de quienes deben convivir, año tras año, con esos hechos demasiado grandes, y no renuncian a salvar -a pesar, si no necesariamente en contra, de ese esfuerzo sobrehumano por cambiar el mundo hasta sus raíces- algo de la continuidad de sus vidas.

Explorar a través de Les Confidences la zona de contacto entre la historia del mundo y la historia cotidiana no es recoger de ella la lección que quiso inculcar Lamartine a sus lectores, pero sí confirmar a través de ella (y de modo del todo legítimo) la validez de una perspectiva que en ella está de todos modos presente, y que a la vez atrae e intimida a Sarmiento: Les Confidences confirman para él en suma la legitimidad de ciertas ambivalencias frente al despliegue histórico de la revolución, de parte de quienes se mantienen pese a ellas leales a su legado histórico; esas reticencias, que pueden ya leerse en filigrana en Facundo, en Recuerdos de Provincia osan ya articularse más explícitamente, y el ejemplo de Lamartine sin duda le mostró que era posible registrar sin escándalo lo que todos sabían: que en 1845 o en 1850 las añoranzas de la «blanda tutela del Rey» pueden escucharse a cada paso, en la convulsa Argentina como en el más ordenado Chile, por quienes se apoyan en su experiencia de vivir cotidianamente la república, luego de haber vivido la colonia.

No solo pudo la lectura de Les Confidences reforzar en Sarmiento la decisión de mirar a la revolución con nuevos ojos, que de todos modos se transparenta, aunque de modo menos explícito, en textos anteriores a su lectura del de Lamartine. Ella influyó sin duda más decisivamente en la decisión paralela de volverse con espíritu abierto hacia el legado del Antiguo Régimen. En Lamartine una narración rica en alusiones que imitan en su concisión el lenguaje de los herederos de la élite del antiguo orden, para quienes no tiene secretos ese mundo abolido, seguidas de inmediato de largas explicaciones que ofrecen a su público moderno y plebeyo la clave de esos prestigiosos enigmas, es uno de los signos de un orgullo aristocrático que a la vez recata y despliega como señuelo para deslumbrar a la indiferenciada muchedumbre de lectores a los que alcanza a través de las columnas de ese «journal immensement répandu en France et en Europe»13 que ofrece paradójico vehículo para sus confidencias. En Sarmiento no faltan pasajes que parecen colocarse bajo parecida inspiración, desde los que narran las fortunas y desventuras de sus parientes que fueron eclesiásticos bajo el Antiguo Régimen, hasta ese otro ya citado, que hace de la humilde devoción de doña Paula Albarracín por Santo Domingo y San Vicente Ferrer el legado de una herencia cuasi-dinástica. Pero, en él como en Lamartine, la oportunidad ofrecida para reivindicar los orígenes familiares para edificación del nuevo público post-revolucionario no es el único estímulo para la exploración de dimensiones valiosas en el antiguo orden, y de continuidades que la revolución no logró quebrar, presentes también por encima del humilde nivel de la existencia cotidiana.

Y, si el proyecto que Sarmiento intenta realizar en Recuerdos de Provincia es no solo distinto sino en lo más esencial opuesto al de Les Confidences, lo que ha hecho de Recuerdos uno de los libros sólidamente perdurables de su vasta obra es menos su fidelidad a ese proyecto que su capacidad de ofrecer un cuadro del antiguo orden que, abandonando la cerrada negación revolucionaria, estuvo aún a tiempo de enriquecerse con los legados de una memoria casi directa de la experiencia vivida bajo su signo, y alcanzar gracias a ello una comprensión más justa del ideal de civilización que la colonia intentó realizar, y sondear mejor la profundidad de la crisis que su derrumbe inauguró. Y es aquí donde el ejemplo de la evocación enternecida y orgullosa que el corifeo revolucionario de 1848 hizo de sus orígenes en la pequeña nobleza provinciana se hizo sentir con mayor eficacia, al contribuir a dotarlo de la audacia que ya no advertimos del todo hasta qué punto era entonces necesaria para emprender el rescate afectuoso del pasado colonial, y reconocerlo a la vez como el suyo propio.





 
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