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Los ejércitos en tiempos de Isabel I

Enrique Martínez Ruiz


Universidad Complutense de Madrid



Casada desde 1469 con Fernando, rey de Sicilia y heredero de la Corona de Aragón, la reina Isabel I inicia su reinado en 1474 autoproclamándose reina de Castilla a la muerte de su hermanastro Enrique IV. Se iniciaba así un reinado «peculiar» en muchos aspectos, gobernando hasta 1504 conjuntamente con su esposo -que sucedió en 1479 a su padre Juan II como rey de Aragón-. Pues bien, situado su reinado en la transición de los tiempos medievales a la Modernidad, Isabel y Fernando -los Reyes Católicos- van a vivir y a impulsar los cambios en una época de cambios, unos cambios que en el terreno militar son claros y que se evidencian en la evolución misma de los ejércitos reales, a los que las reformas introducidas por los Reyes van trasformando de una hueste medieval en el embrión de un ejército «moderno».

En efecto. A finales del siglo XV se percibían en el panorama militar tres planos diferentes, pero íntimamente conectados1, que serían decisivos en el futuro: un plano de gobierno, en el que el monarca decidía qué acción realizar; un plano de gestión, donde teóricos y profesionales de la milicia asumían la acertada planificación de esa acción y un plano práctico, en el que encontramos a los elementos que serían utilizados en la realización del plan establecido y actuarían movidos de acuerdo con las innovaciones que se van produciendo en la «renovación» militar y en el arte de la guerra. Las tres esferas las encontramos en la monarquía de Isabel y Fernando.

Así pues, a fines del siglo XV algo estaba cambiando en el terreno militar y para que el cambio se consumase, se precisaban escenarios donde experimentar las novedades y ensayar los nuevos procedimientos. Uno de esos escenarios va a ser Castilla, la Castilla gobernada por Isabel I y Fernando V, cuyo reinado empieza con una guerra sucesoria, en la que consiguen el trono. Es una guerra que se desarrolla dentro de lo que eran los parámetros medievales militares: a la llamada del rey acudían condes, merinos, infanzones, caballeros y peones que formaban las menadas reales; también se presentaban los señores feudales con sus hombres constituyendo las mesnadas señoriales e, igualmente, concurrían los concejos con sus vecinos, formando las mesnadas concejiles. Estas mesnadas eran independientes entre sí y su cohesión se debía a que dependían todas del mando del rey, lo que nos bastaba para disimular su heterogeneidad en todos los sentidos, desde la preparación de sus componentes hasta la organización de los mismos.

Pero en el reinado de los Reyes Católicos, la guerra de sucesión es una anécdota -militarmente hablando- si la comparamos con lo que suponen la guerra de Granada2 y, sobre todo, las guerras de Italia, pues en su desarrollo encontramos novedades y soluciones que nos permiten considerarlas unos de los «motores» que propician los cambios que se darán en el terreno militar. Son como «laboratorios» donde se ensayan y buscan nuevas fórmulas para afrontar mejor los retos que la guerra plantea3.

En la historiografía española, la guerra de Granada ha sido considerada por muchos como el acontecimiento que marca en el terreno militar la transición del Medievo a la Modernidad, poniendo de manifiesto en su desarrollo rasgos típicamente medievales (como el empleo de las huestes y mesnadas, carencia de planes previos de campaña, persistencia de las «hazañas» personales, etc.) y otros que apuntan ya a los nuevos tiempos (regularización del ejército bajo el mando único del rey, preparación sistemática de las campañas atendiendo al plan general de la guerra, incremento de los efectivos de infantería, empleo «masivo» de la artillería, desarrollo de servicios auxiliares -hospitales, gastadores, etc.-). A veces, hasta se ha llegado a dar una fecha (el invierno de 1484 a 1485) para señalar el punto de inflexión entre el predominio indiscutido del carácter medieval de la contienda y la transición hacia los nuevos valores4.

Con la llegada de los Reyes Católicos al trono, iba a cambiar la relación entre musulmanes y cristianos en el sur peninsular, separados por una frontera que se había mantenido durante más de dos siglos como consecuencia del cese de actividades militares a gran escala. En ese tiempo, el reino nazarí granadino5 protagoniza una larga supervivencia que tiene su periodo más brillante entre 1344 y 13966. Pero el desequilibrio que empieza a manifestarse a lo largo del siglo XV a favor de Castilla va a culminar con Isabel y Fernando, que dan el paso definitivo hacia la guerra tras una serie de violaciones por ambas partes de las treguas que venían renovándose entre Castilla y Granada. En la reanudación de la guerra encontramos el papel primordial habitual de la realeza en esta cuestión, pues fue decisión de ambos monarcas, en la que Isabel sostuvo con determinación lo ventajoso que sería para la nueva monarquía culminar una empresa de interés general para Castilla y Fernando sería el ejecutor del proyecto y el jefe militar que lo convirtiera en realidad.

Además, los Reyes contarán con dos apoyos básicos: la nobleza y el clero. La nobleza7 presintió que lo que se preparaba por los soberanos en la frontera granadina era bastante más que una simple escaramuza de mayor o menor alcance que las protagonizadas decenios antes por D. Álvaro de Luna o Enrique IV: los nobles (a quienes los soberanos ya habían mostrado su poder) se daban cuenta que el final del Islam español podía estar próximo (las órdenes y previsiones reales eran elocuentes por su interés y duración, aparte de la entidad de los asuntos que abordaban: prohibición de exportación de cereales, obtención de dinero por múltiples recursos -Fernando e Isabel gastaron 25.000.000 de ducados en la contienda-, reunión de carros y arrieros en cantidades desconocidas para mantener y asegurar el abastecimiento de los contingentes que se iban reuniendo, en cifras y tiempos superiores a lo habitual hasta entonces) y en tan importante jornada ninguno de ellos quiso estar ausente; a la postre, los nobles no tenían mucho que perder y sí bastante que ganar. El clero daba sus parabienes a la lucha contra el infiel, que al otro lado de Europa se mostraba incontenible y en la otra orilla del mar era una amenaza demasiado próxima.

Las campañas militares se desarrollaron en primavera u otoño, para alterar lo menos posible el ritmo agrario andaluz, pero algunas se prolongaron poniendo a prueba la capacidad de mantener en campaña un nutrido ejército durante largo tiempo (lo que, unido a la presencia de combatientes extranjeros -alemanes y suizos, luego también italianos- mercenarios, preludiaba el ejército permanente, cuyas ventajas para los intereses de la Corona percibió enseguida Fernando8). En resumen: soberanos responsables, efectivos militares crecientes, mayores exigencias en el abastecimiento, apoyos nobiliarios y eclesiásticos y dinero, mucho dinero. Considerada la contienda en su conjunto, no nos parecen exageradas las palabras siguientes: «Parece que, como esfuerzo militar, la conquista de Granada fue una empresa de magnitud y alcance excepcionalmente ambiciosos todavía en la Europa renacentista»9.

Pero aún así, en la guerra contra el reino nazarita, los ejércitos de los Reyes Católicos estaban constituidos por aportaciones diversas y heterogéneas, que le daban cierto aire medieval: El primer cuerpo lo constituían las guardas reales (de carácter permanente, reclutadas y pagadas por el rey y constituidas mayoritariamente por hombres de armas -caballería pesada-), con los continos (la guardia real propiamente dicha) y la caballería ligera (o a la jineta). Estaba presente también la caballería de vasallos: pagada por el rey, se la podía movilizar en cualquier momento gracias al acostamiento real (una especie de sueldo o cantidad anual). También contaban los soberanos con las fuerzas de la Hermandad, de caballería e infantería, a las que el Rey Católico pensaba por entonces convertir en la base de su ejército permanente para no depender de las Cortes ni de la nobleza en sus compromisos militares; proyecto al final abandonado por imposible. No faltaron los contingentes señoriales, máxime en una ocasión tal, en la que además pagaba el monarca. Igualmente se habían reunido milicias concejiles o comarcales y alguna fuerza de Artillería.

Pues bien, el final de la Reconquista marca un giro espectacular en el empleo y concepción de estas fuerzas armadas, ya que en los ocho siglos anteriores el enemigo estaba en casa y a partir de ahora las intervenciones se producirán en el exterior, como consecuencia del dinamismo adquirido por la nueva Monarquía, que le llevará a jugar un papel creciente en el continente europeo y en el mundo. Papel creciente que exigirá un guerrear casi constante.

Pero aún hay más. Todavía encontramos otro elemento de los que hemos señalado más arriba en el proceso general del inicio de la «revolución» militar: la existencia de un «grupo de colaboradores» capaces en torno a los reyes, cuyo asesoramiento es certero y preciso. Los componentes de este grupo han permanecido hasta hace pocos años en un difuso segundo plano, obscurecido por las brillantes personalidades de los capitanes militares. Vistos en la lejanía del tiempo, los destellos de la ejecutoria de un conde de Tendilla, un Pedro Navarro y, muy especialmente, un Fernández de Córdoba, entre tantos otros, proyectan demasiadas sombras en el entorno real, donde trabajaban eficaces y silenciosos esos hombres, cuyas tareas de fuerte impronta administrativa o teórica hacen que no se les conozca mucho más allá de la Corte y que llegaran a nosotros de forma aislada y gris, pero en muchos aspectos estos hombres resultaron igualmente decisivos10.

Es cierto que ese grupo (que ni siquiera los percibimos con una imagen de tal, pues su verdadero elemento aglutinante lo constituyen los reyes) se mostraría mucho más operativo y contundente después de 1492, con vistas a las intervenciones en Italia, pero en la guerra de Granada y antes, algunos de ellos ya habían mostrado sus capacidades, como sucede con Alonso de Quintanilla -asturiano, Contador Mayor de Cuentas- y Juan de Ortega -burgalés, Provisor de Villafranca de Montes de Oca, primer sacristán del rey-, empeñados desde 1476 en levantar la Hermandad Nueva, que llegaría a ser una realidad gracias a sus esfuerzos11.

Posiblemente, para el tema que nos ocupa el más representativo del grupo sea Alonso (Hernández) de Palencia, nacido en Osuna, parece ser, en 1423, formado al servicio de Pablo de Santa María, obispo de Burgos, quien le recomendó viajar a Italia para completar su formación, de donde regresó en 1457; fue el autor del famoso Tratado de la perfección del triunfo militar, que vio la luz dos años más tarde12 y que es una profunda reflexión sobre la monarquía española en sus dimensiones política y militar de indudable influencia en el entorno real, donde también se dejó sentir su presencia de manera clara13.

Y por lo que se refiere a las «novedades militares», podemos destacar que los Reyes Católicos, durante los años de la guerra de Granada, llegaban con frecuencia a tener movilizados 60.000 hombres y en la última campaña, la del cerco de la capital, parece que estaban en torno a los 80.000, un 25% más de las que habían sido habituales en las campañas anteriores y el doble de las que el rey de Francia tenía por esas mismas fechas. Claro que entre campaña y campaña, los Reyes sólo mantenían en pie unos grupos muy reducidos de combatientes, pero los resortes de la movilización resultaban eficaces. Por ejemplo, en 1489, los efectivos de caballería eran 13.000 hombres, mientras que los de infantería alcanzaban los 40.000; cifras en donde podemos observar que se mantiene la proporción más generalizada a lo largo de toda la guerra contra los granadinos: tres plazas de a pie por una montada; en las compañías de infantería había un arcabucero y un ballestero por cada tres combatientes con armas de otro tipo. Sin embargo, para la valoración adecuada de tales cifras no debemos perder de vista que en Castilla, las fuerzas de a pie siempre habían sido muy tenidas en cuenta y desde el siglo XII, las tropas municipales eran contingente importante en el ejército real. Además, como en el siglo XV ya se usaban armas de fuego manuales y portátiles, hay constancia de que en la guerra se produjeron choques entre tropas castellanas y nazaríes dotadas con armas de esta clase.

También, la artillería gozó de indudable protagonismo en la contienda, tanto que no pasó desapercibido para los contemporáneos y de ello dejaron constancia los cronistas. Andrés Bernáldez, por ejemplo, hablaba de la guerra de Granada diciendo que «grandes ciudades que en otros tiempos habrían resistido un año frente a cualquier enemigo que no fuera el hambre, caían ahora al cabo de un mes». Lo que constataba el Cura de los Palacios era la consecuencia de una realidad con futuro prometedor inmediato: en la década de 1490, los Reyes Católicos tenían 180 piezas de tamaño grande y mediano y cinco fábricas de pólvora y cañones14. Pero los soberanos aprendieron también que era necesario protegerse de la artillería y se preocuparán por mejorar las fortificaciones. Igualmente, los cronistas, como Pulgar, se hacen eco de la iniciativa de la reina Isabel en la guerra de Granada al crear un hospital, con físicos, cirujanos, medicinas y ropas para atender a los heridos y enfermos.

Aunque en la guerra de Granada, durante las treguas y entre campañas, se mantienen algunas unidades con sus mandos y se recurre a la Hermandad, hasta 1493 los Reyes Católicos no abordarán decididamente la reforma15. En el plazo de algo más de una década terminaba una empresa secular, como era la Reconquista y concluía victoriosamente la conquista de Nápoles. Ambas conquistas constituyen los hitos referenciales principales en un proceso de reforma y renovación en las tropas hispanas, auspiciado por los Reyes Católicos y que tiene a Francia como piedra de toque, ya que al concluir la Reconquista, Isabel y Fernando se percataron inmediatamente de que los futuros conflictos les llevarían a chocar con la monarquía vecina, ante la que sus medios bélicos eran claramente inadecuados, por lo que pidieron a sus colaboradores que prepararan un plan de reforma para neutralizar con éxito la poderosa y afamada caballería pesada gala, en donde residía en gran medida el poder del rey francés. De manera que a los trabajos de gabinete y organización se irían añadiendo las experiencias obtenidas en las sucesivas campañas de Italia, en especial el protagonismo creciente que va obteniendo la Infantería, dando como resultado una serie de disposiciones que desembocan en la Ordenanza de 1503, donde culminaba el proceso de transformación del ejército español que se había iniciado diez años antes.

El primer paso en esta dirección se da el 20 de julio de 1492, mediante una pragmática actualizando la legislación sobre la caballería popular, pero era insuficiente en comparación con la sólida gendarmería francesa. Por eso, en estos inicios de la reforma es mucho más significativa la creación de un cuerpo especial llamado «guardas o guardias de Castilla» que se pone en marcha el 2 de mayo de 1493 y tendría una vida de dos siglos, poco más o menos, siendo considerado como la primera planta de las fuerzas permanentes de nuestro ejército. El nuevo cuerpo venía a sustituir las antiguas guardas reales, que constituían la parte fundamental del Ejército de los soberanos al comienzo de la guerra de Granada. Esas antiguas guardas estaban compuestas por hombres de armas -el equivalente a la caballería pesada- y eran reclutadas y pagadas por el Rey. El cuerpo que venía a sustituirlas estaba compuesto por 25 capitanías de 100 plazas cada una, lo que supone un total de 2.500 hombres. En el nuevo cuerpo, cuatro quintas partes de los efectivos eran hombres de armas, cada uno de ellos con dos caballos, armadura completa y lanza de arandela. La otra quinta parte la formaban lanzas jinetas, protegidas con armadura mucho más ligera, ya que sólo tenían casco, coraza y protección para las piernas; sus armas eran la ballesta, el puñal y la espada. El mecanismo de su puesta en marcha se contenía en la Instrucción de 1494. Estaban destinadas en tiempos de paz en Castilla la Vieja (su localización se distribuía por la franja de Arévalo, Segovia, Sepúlveda y Palencia), en el Rosellón y en la costa del reino de Granada (en estos dos últimos emplazamientos se aposentaban las fuerzas de Infantería); en la costa granadina pervivía la organización militar impuesta después de concluir la Reconquista para proteger el litoral de posibles ataques berberiscos, cometido encomendado a las guardas del reino de Granada (en torno a unos 160 hombres, poco más o menos), asimiladas a las guardas de Castilla, pero conservando su propia personalidad, como los continos. En cuanto a las guardas del reino de Granada, desde Vera, al norte y hasta Fuengirola, al sur, había sesenta y dos puestos de vigilancia o estancias; una instrucción general, fechada en Granada el 1 de agosto de 1501 reorganizaba las guardas de esta zona y elevaba sus efectivos de 140 a 176 plazas16.

Además de estos efectivos estaban las reservas organizadas de la caballería de los acostamientos, constituidas por dos grupos: el de los pensionados de las ciudades y villas (en torno a 539 lanzas de hombres de armas con 1.259 personas y 1.702 lanzas de jinetes) y el aristocrático de grandes y caballeros (cuyo número es difícil de estimar). Como vemos, todos estos efectivos son de la Corona de Castilla; la de Aragón aportaba contingentes al ejército real en campaña. El predominio de la caballería era claro. Sin embargo, las guerras de Italia se encargarían de demostrar la importancia creciente de la Infantería en el campo de batalla y esto iba a ser un hecho de trascendencia capital para el futuro.

Por otro lado, los Reyes y sus colaboradores también habían descubierto las posibilidades de la artillería17 y de las minas, que derribaron con facilidad las fortalezas granadinas18, lo que impulsa a la Corona a emprender nada más concluir la guerra una serie de obras muy diversas: barreras con cubos, grandes baluartes con diversos niveles de tiro y complejos sistemas de ventilación19.

La reforma es un exponente de las preocupaciones que animaban al Rey Católico y a Isabel I en aquellos momentos y que se polarizaban en dos ámbitos distintos. Por una parte, en las experiencias sacadas de la guerra recién terminada en Granada, donde pudieron comprobar las deficiencias de las heterogéneas tropas que tuvieron que dirigir, haciéndoles pensar en la conveniencia de que el rey no dependiera de nadie en sus planes militares. Por otra parte, la convicción de que el choque con Francia no tardaría en producirse, ya que los intereses de ambas partes iban a entrar en conflicto en Italia a no tardar mucho. Las guardas constituían la respuesta real a esas inquietudes: les permitían disponer de unos efectivos «propios» y permanentes y esos efectivos les daban opciones de éxito ante el presumible enemigo, pero si sobre el papel las fuerzas estaban numéricamente equilibradas, en la realidad las tropas francesas carecían de la heterogeneidad de las españolas y gozaban de una prestigiosa fama en el continente. De esta forma se inauguraba una línea de acción que se completaría en 1503, con la publicación de una nueva ordenanza, valorada muy positivamente como la base de la primera organización militar y considerada punto de arranque de la granada serie de ordenanzas militares que jalonan nuestro siglo XVI. La Ordenanza ponía fin a la autonomía de los contingentes que antes señalábamos en el seno del ejército en campaña, de manera que si bien la organización del ejército seguía siendo plural, a partir de ahora estaría dirigido y organizado por el rey.

El 29 de noviembre de ese mismo año de 1494 Gonzalo Fernández de Córdoba era nombrado jefe del primer ejército expedicionario que se enviaba a Italia. Hasta este momento sólo se habían tomado medidas «preventivas», pero no se adoptaron reformas significativas en la organización militar española. Con las guerras de Italia, el proceso de reforma emprendido iba a acelerarse, empezando por el acostamiento, cuya reorganización se decide casi simultáneamente al envío del Gran Capitán y entraría en vigor el 1 de enero de 1495. Aunque la reorganización puede considerarse también una medida de precaución respecto a Francia, ya se ha producido una novedad significativa: en el ejército que se enviaba a Italia, la infantería suponía el 88% de los efectivos20, predominio que se vería confirmado por disposiciones que verían la luz poco después y en cuyo contenido fue decisivo el informe de Alonso de Quintanilla.

Por lo que respecta a los efectivos, la composición de los ejércitos expedicionarios es elocuente y la utilización de la fuerza dominante, la infantería, resulta revolucionaria. En la primavera de 1495, embarcan con el Gran Capitán 5.000 infantes y 600 jinetes21; con ellos realiza a lo largo del verano un tipo de guerra similar al desarrollado contra los árabes. «Es decir, una pequeña guerra de hostigamiento, salpicada de golpes de mano, de escaramuzas, de emboscadas»22. Los éxitos logrados así, son reforzados por la llegada de nuevos contingentes. Un año después, en la primavera de 1496, la capacidad y eficacia reclutadora de la Corona quedó de manifiesto cuando fue capaz de concentrar en la frontera de los Pirineos orientales 17.710 peones y 7.005 jinetes.

La primera de las disposiciones aludidas más arriba es la de 5 de octubre de 1495 y está relacionada con la Hermandad, en el sentido de que la paz imperante no justificaba su existencia, de modo que había que buscar una alternativa y esa será un armamento general de todos los individuos al tiempo que se unificaban las medidas y los modelos de las diferentes armas. Aquí recogemos algunos párrafos significativos de su contenido:

«Mandan Sus Altezas a suplicación de todos sus Reinos y Señoríos e de todos los Estados dellos que todos sus súbditos y naturales de cualesquier ley o estado o condición que sean agora e de aquí adelante, tengan cada uno dellos en su casa e en su poder armas convenibles ofensivas e defensivas según el estado.

Que todos los que viven e moran en las ciudades e villas francas e exentas, los más principales e más ricos dellos, hayan de tener o tengan unas corazas de acero e falda de malla e de launas e armaduras de cabeza que sean capacete con su barbera e celada con barbote e gocetes e musiquies e una lanza de larga medida e espada e puñal e caxquete.

Los hombres de mediano estado e hasienda que hayan de tener o tengan corazas e una armadura de cabeza aunque sea caxquete e espada e puñal ed una lanza larga de la medida suso dicha e lanza común e medio pavés o escudo de Pontevedra o de Oviedo, e a los que pareciere de estado mediano que son dispuestos para tirar espingardas e ballestas, les encarguen que las tengan en lugar de lanza e pavés, e entiéndase que el que hubiere de tener espingarda, tenga también cincuenta pelotas y tres libras de pólvora, e a quien se mandase que tengan ballestas, que haya de tener con ellas dos docenas de pasadores.

Los que fueren de menor estado e hasienda que tengan espada e caxquete e lanza larga e dardo con ella o en logar de lanza larga una lanza mediana e medio pavés e escudo de Pontevedra o Oviedo»



Como vemos, se establecía que el combatiente se presentase con sus propias armas -de lo cual había precedentes en otros reinados-, lo que se comprobaría en los correspondientes alardes, castigándose los incumplimientos de tal deber con multas, cuyo importe se destinaba y repartía así:

«La una tercia parte para los que hicieren y tomaren el alarde por mandato de Sus Altezas y la otra tercia parte para las obras públicas del lugar donde morasen los que incurrieren en tales penas, y la otra tercia parte se ponga en poder de una persona fiable nombrada por cada concejo, y aquello se gaste en dar fruta y vino a los ballesteros y espingarderos que saliesen a tirar en las fiestas después de comer, a los quales se puede dar algún precio de las dichas penas que ganen los que mejor o más cierto tiraren según fuere ordenado por los repartidores de las dichas armas, porque los dichos espingarderos e ballesteros ejerciten e sepan mejor tirar».



También se ordenaba a las fábricas de armas producir a precios asequibles y en número suficiente las que, de acuerdo con lo establecido, iban a ser más necesarias.

El 18 de enero de 1496 ve la luz otra disposición, que establecía los cimientos de una moderna administración militar, gracias a la cual España podría protagonizar el espectacular despliegue posterior que llevaría a cabo durante tantas décadas. Un poco después y en función de los acuerdos tomados en las Cortes reunidas en Medina del Campo, se emitía el decreto de 22 de febrero de ese mismo año, que ordenaba la elaboración de un censo general con vistas al servicio de las armas:

«Por ende mandamos a vos los dichos concejos, e a cada uno de vos... veáis los padrones que están fechos en esa ciudad y en los logares de la dicha su tierra... e si non estuviesen fechos, mandéis facer los dichos padrones... según el número de los vecinos que en los dichos padrones hobiere, fagais que sean escogidos e nombrados todo el número de peones e homes armados que nuestro juez ejecutor sea dicha provincia vos señalare e enviare a decir por su carta firmada de su nombre. Al qual dicho nuestro juez ejecutor mandamos que vistos los padrones ... sacando e deduciendo... los Alcaldes ordinarios e de hermandad e los otros oficiales del dicho concejo e ... los clérigos e los homes fijos dalgo ciertos e notorios e las mujeres viudas que non tienen fijos ni criados de tal calidad que puedan ser nombrados para dicho servicio, e los homes necesitados e pobres... vea e examine el número de los vecinos que resta e queda en los dichos padrones e ... tase o medere el número de los peones que cabe a vos la dicha ciudad... que Nos mandamos apercibir en esa provincia e partido, para que nos hayan de venir a servir en la guerra luego que vieren nuestra carta de llamamiento».



Algunas estimaciones cifran en 83.333 infantes y 2.000 caballos las fuerzas alistadas por este procedimiento, efectivos que eran pagados con reducidos emolumentos sólo cuando eran movilizados, sin otros costes adicionales, pues las armas corrían por cuenta de los alistados. Cifras que, con independencia de su exactitud, dan una idea de las llamadas entonces «fuerzas o tropas de Ordenanza», que constituían una reserva de varias docenas de miles de hombres. Sin embargo, no tardaron en aparecer abusos y falsedades en los alardes, por lo que se fue dando entrada progresiva a los voluntarios en los alistamientos, pese a que no tenían una buena opinión de ellos militares tan cualificados como Gonzalo Fernández de Córdoba, a quien se atribuyen las siguientes palabras:

«No son todos súbditos, y los que voluntariamente militan no son los mejores, antes de los peores de una provincia, porque todos o los más viven ociosos, y sin freno, y sin religión, fugitivos del dominio del padre, blasfemadores, jugadores, escandalosos y mal criados, que no son de otra manera los que quieren tener la guerra por oficio, y tales costumbres no pueden ser más contrarias a la buena milicia»



Estas medidas se completaron en 1497 con la adopción de la pica y la organización de los hombres en tercios especializados. Al año siguiente, el 15 de junio Fernando suprimía la Hermandad, dando carpetazo a su primera pretensión de utilizarla como ejército permanente, objetivo que ahora perseguía por otros medios, como estamos viendo.

Muy explícitos son los datos relativos al cuerpo expedicionario enviado a Italia desde Málaga a mediados del año 1500, pues por lo que respecta a las fuerzas de infantería, iban 750 espingarderos, 2.058 ballesteros y lanceros, 20 escuderos de a pie y 97 condenados por homicidio que redimían su pena combatiendo: en total, 3.042 hombres; por lo que hace a la caballería, los efectivos se repartían por igual entre hombres de armas y lanzas jinetas: 300 de cada clase; por último, la artillería, compuesta por una capitanía en la que figuraban 8 cañoneros, 17 tiradores y 2 carpinteros, es decir 27 hombres23. A estas fuerzas se unirían las enviadas en el verano del año siguiente, 1501, que situarían, poco más o menos, los efectivos españoles en 600 hombres de armas, 700 jinetes, 5.000 infantes y 18 cañones, unos efectivos que luego aumentarían en 2.500 infantes, con los que se dejaba a los franceses en inferioridad; circunstancia a la que hay que añadir la «moderna» utilización de los espingarderos en las maniobras de aproximación en el combate y en la primera fase del choque y la posterior utilización del resto de la infantería, sin opciones para la caballería enemiga, algo que queda patente en las batallas de Ceriñola y Garellano.

Por lo demás, las guerras de Italia son un hito en la historia militar europea, pues encontramos todos los elementos que luego van a ir desarrollándose y que hemos señalado anteriormente (disminución de la importancia de la caballería, cuestionamiento del sistema de fortificaciones, batallas campales en las inmediaciones de ciudades cercadas, aumento del papel de la artillería, creciente importancia de la infantería, etc.). Sin embargo, el espíritu caballeresco, de fuerte regusto medieval, no se pierde todavía y aún encontramos episodios que nos hablan de otra forma de concebir la guerra, como la relación entre los generales de ambos bandos, educados en los preceptos de la nobleza y pertenecientes todos a la «internacional» de la caballería, que les hace compartir el mismo código del honor y comprender las lealtades del rival. Hasta los duelos singulares están presentes, según se pudo comprobar, sobre todo, en el cerco de la ciudad de Trani (1502-1503).

Por lo que respecta a la artillería y a la fortificación, las guerras de Italia las enlazan inseparablemente: el factor de tal unión no es otro que el desarrollo de la técnica, que viene a incidir de manera directa en los planteamientos militares y en el desarrollo bélico hasta producir cambios significativos24, que arrancan de la utilización del poder de la deflagración de la pólvora25. En efecto, decisiva fue la invención a comienzos del siglo XV de los cañones de sitio, poderosos artefactos de eficacia, en principio, más aparente que real. A lo largo del siglo y posteriormente, la artillería experimentará un largo proceso de perfeccionamiento, que simplificará las operaciones, pero aún le quedaba un largo camino por recorrer, ya que podemos decir que por entonces sólo estaba en embrión.

Sin embargo, la creciente utilización de las modernas piezas de artillería provocará la búsqueda de soluciones para neutralizar sus efectos, lo que concentra la atención sobre las fortificaciones. El primero que propugnó un cambio en su construcción fue el italiano León Battista Alberti, humanista y arquitecto, que sostenía que si las murallas fueran construidas como dientes de sierra y los recintos en forma de estrella, podrían resistir mejor el fuego artillero. Pero sus propuestas no fueron estimadas más que en contados casos26, hasta que Carlos VIII de Francia invadió Italia en 1494-95, con 18.000 hombres y un tren de artillería de más de 40 piezas, algo que hace pensar a los contemporáneos que la guerra estaba cambiando y mueve a Maquiavelo a escribir que desde 1494 ya no había muro por grueso que fuera que la artillería no pudiera destruir en unas cuantas jornadas27.

Pero la afirmación de Maquiavelo sería válida sólo en relación con las fortalezas dominantes y las murallas verticales, no para el nuevo procedimiento defensivo -el de fortaleza rasante- que los arquitectos militares ya estaban perfilando, en el que el grueso de las murallas, la adecuada disposición de bastiones y otros elementos exteriores, así como la acertada colocación de la artillería manejada por los defensores cristalizaría en la innovadora trace italienne, que se impondría con claridad a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI.

Como vemos, las «realidades» italianas estaban dejándose sentir inexorablemente. Razones económicas -las fuerzas de infantería eran mucho menos costosas que las montadas, aunque se tratara de caballería ligera- y de eficacia -en las campañas italianas, Gonzalo Fernández de Córdoba estaba mostrando las posibilidades de la infantería- impondrían un giro irreversible. Un giro que los españoles iban a impulsar, por cuanto tenían experiencia acumulada en los planos que resultarían justamente el centro de las novedades. Una experiencia que los españoles empezaron a adquirir, precisamente, en el reinado de Isabel I y merced a unas innovaciones auspiciadas por ella y su marido.





 
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