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ArribaAbajoCapítulo XIII

Mantua.- La Tipografía Virgiliana.- El busto de Virgilio.- La Piazza Virgiliana.- La Cervecería Virgiliana.- El Teatro Virgiliano.- Ningún Virgilio Impreso en Mantua.- El Palazzo del Té


Un ómnibus nos condujo de la estación a la ciudad tardando una hora. La historia de mi pasaporte en Mantua fue con corta diferencia la misma que en Verona.

El aficionado a Virgilio busca en vano al llegar a su patria algún recuerdo que llevar consigo. Ni en las librerías ni en la Biblioteca hallé un mal ejemplar de Virgilio publicado en Mantua, no obstante existir en ella una Imprenta que se llama Tipografía Virgiliana, (que según me dijeron no funcionaba entonces) y publicados en la cual me enseñaron un Petrarca y un Tasso.

«En casa del herrero, asador de palo»; ya lo sabía yo por el chasco bibliográfico de Leipzig, y no debía extrañarse mucho el desengaño Virgiliano que me esperaba en las orillas del Mincio, en las que sin embargo todo es pomposamente (y formando más o menos contraste) Virgiliano, como lo habrá notado el lector por el sumario de este capítulo.

«Vergogna é, me decía un librero; vergüenza es, pero no existe ningún Virgilio publicado en Mantua». Aunque al decir de sus cofrades, tal cosa habíase hecho, más no existía ya ningún ejemplar de la agotada edición mantuana.

El Bibliotecario, no solo me dijo que no poseía la Biblioteca lo que yo buscaba, sino que aun manifestó ignorar la existencia de la supuesta edición.

Adyacente a la Biblioteca se me mostró una galería de antigüedades romanas y griegas, que me pareció de gran valor, particularmente por sus bajos relieves.

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El busto de Virgilio figuraba en primera línea, viéndose también otro de Eurípides, uno de los más auténticos que existen, y un Amor dormido entre dos serpientes, preciosa obra de mármol que se atribuye a Miguel Ángel.

Visité la grande y solitaria plaza que sirve de paseo y que lleva el nombre de «Piazza Virgiliana», laguna un tiempo, una de las muchas lagunas que rodean a Mantua y que tal vez la hagan insalubre, y desecada hoy y convertida en plaza pública, ni más ni menos como la del Esbekié en el Cairo.

No escasean en ella los recuerdos de Virgilio, como que en Mantua parece natural que hasta se jure por él: vese en busto, y una Birraria (Cervecería) Virgiliana, con la cual empiezan los contrastes y anacronismos, como que no puede haber relación ninguna entre la moderna bebida de los sajones y el cantor de la ambrosía y néctar de los dioses olímpicos.

La fachada de la Birraria, aunque sencilla, es tan artística y bonita, que nadie creería que cobija una cervecería.

Entré en ella, bebí un Virgilio de cebada fermentada, muy distinto del que nos hacía beber Mr. Patin en los bancos de la Sorbona, y me puse a conversar desembarazadamente en mi mal italiano con el criado de la casa y tres o cuatro aldeanos que estaban allí inspirándose en Virgilio, jarro en mano, a guisa de parroquianos.

Ellos y el criado me sostuvieron (como los de igual clase en Venecia) que hablaba yo muy bien el italiano, error que proviene de que careciendo de instrucción esta pobre gente, no sabe que existe una lengua afine de la suya, al hablar yo la cual, les parecería probablemente que mi español era una especie de italiano mal pronunciado.

«El Teatro Virgiliano», huésped de la misma plaza y llamado «Arena», según entendí, fue construido por los años de 1823 y está destinado a representaciones diurnas. ¡Cuánto recuerdo Virgiliano, y ningún Virgilio impreso en Mantua!

Pasando la «Porta Pratella» me hallé en los extramuros de la ciudad; y después de haber vagado larguísimo trecho por las riberas del Mincio, entre arboledas incultas, y repitiéndome aquellos versos del hijo de sus márgenes,


Propter aquam, tardis ingens ubi fiexibus errat
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Mincius, et tenera praetexit arundine ripas.



llegué a la Porta Pusterla, a cuyo lado se eleva el Palazzo del Té o más bien de la T, pues parece que el nombre le viene de la forma de T mayúscula en que se dispusieron sus primeras avenidas.

La mitad del palacio estaba convertido en cuartel; en la otra mitad verá el viajero conducido por la «guardiana» del edificio, muchos cuartos con frescos de «Julio Romano», célebre pintor y arquitecto del siglo XVI que residió largo tiempo en Mantua embelleciéndola con su doble arte.

Pintor enteramente pagano, aunque discípulo del místico y vaporoso Rafael, que fue una especie de Lamartine del pincel, pues como el poeta francés, parece que sólo se hubiera alimentado de rosas y que nunca le hubieran herido las espinas de la tierra; poeta enteramente pagano, Julio Romano, se ha complacido en bosquejar más o menos escandalosamente y con un desenfreno luxurious, como dicen los ingleses, las grandes y pequeñas escenas de la mitología.

El fresco de la toma del Olimpo por los gigantes, es el más ponderado y el más gigantesco de todos sus frescos.

Me hallaba hospedado en el hotel de la «Croce Verde e Fenice», y muy regaladamente, y lleno de asombro, porque no comprendía como en una secundaria población de Italia (34.000 habitantes, de los que 3.000 son judíos) se podía estar tan bien, tan envidiablemente alojado, con un aseo, limpieza, frescura y hermosura más propios del septentrión que del mediodía.

Era tranquilo además el hotel, y el servicio muy decente y atento, y su confortable doméstico era verdaderamente doméstico y no hotelero, que un hotel es todo, menos una casa, en el sentido interno o de home que solemos dar a esta palabra.

Mi júbilo era grande al pasearme por un cuarto espacioso, elevado, lleno de comodidades, bien alfombrado, bien amoblado, con un par de magníficas ventanas a la calle, y todo esto por menos de dos francos cada día.

Sólo por estar tan bien alojado podría emprenderse el viaje a Mantua, y prolongarse la estada en ella.

Pero ¡ay! el viajar es también una tarea, un compromiso, y era necesario seguir adelante sin apoltronarse más tiempo es tan dulce molicie. Seguí pues mi viaje; dejé Mantua en la madrugada del 30   —146→   de octubre de 1861, habiendo llegado a ella el 28 por la noche; y volviendo nuevamente a Verona a tomar el tren de Milán, llegué a ésta última ciudad a las cinco de la tarde; el tren partió de Verona a las diez y media de la mañana, y en Peschiera fueron registrados nuestros equipajes.



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ArribaAbajoCapítulo XIV

Milán.- El señor Ercole Lualdi.- La Cartuja de Gagarignano.- El palazzo Simonetta.- La momia de San Carlos Borromeo.- El San Bartolomé de Agrates.- La catedral. Los relojes públicos. La Biblioteca Ambrosiana.- Los ósculos de despedida.- El Campo de Marengo


No ejerció Milán en mi ánimo la influencia que otras ciudades de Italia, acaso por ser la capital de la Lombardía la menos italiana de las ciudades de la península.

No fui cautivado en ella como en Venecia, como más tarde en Florencia, en Roma, como en Nápoles sobre todo, la ciudad más grata para mí de toda Europa; y a no ser por esos agasajos insólitos y sabrosa cordialidad de la familia del señor Ercole Lualdi, a quien vine recomendado por el Banquero de Viena don José Bassi, tío de la casa, no habría permanecido en Milán arriba de dos días tal vez.

Un cariño como el que allí se me tributaba es tan raro para un viajero peruano en Europa, que si en Mantua habría prolongado mi permanencia sin más que por disfrutar del buen alojamiento, en Milán habría hecho otro tanto sólo por gozar de ese abrigo del alma que se llama el cariño, y que tan benéfico es para el alma aterrada de un pobre viajero solitario y adolescente,


Cuando se cruzan los años
de la juventud ardiente,
en que el alma virgen siente
de amor una intensa sed.



Cuatro años estuve en Europa, y en ellos viajé mucho; pues bien: sólo dos ciudades, una en España y otra en Italia, me brindaros esas inefables dulzuras que el más rudo europeo encuentra en   —148→   nuestros mejores salones desde el día siguiente de su llegada; esas ciudades fueron Granada en España y Milán en Italia.

En la primera iba recomendado a la numerosa y noble familia de don Antonio Fernández Prada, de Lima. Cuando me dirigí a dejar la carta de recomendación a la casa número doce de la calle de Mano de hierro, estaba muy lejos de sospechar que sólo allí no hallaría corazones de hierro.

No menos agasajos recibí en Milán de la familia Lualdi; eso que aquí la carta comendaticia era simple recomendación de banquero o comerciante, y no había para qué traducirla con tantos extremos; mayormente cuando el banquero de Viena no me conocía por más que por otra carta de comerciante también, que yo le había llevado de Hamburgo.

Tampoco se hallaba en Milán el señor Ercole Lualdi al presentarme yo en su casa, calle de Santa María dei Fiori; y la señora su madre ordenó inmediatamente que se le diera aviso, y llegó al otro día.

A pesar de estos insólitos atractivos no creía hallar en la más de la población milanesa la vivacidad, la gracia que tan simpáticos hace a los venecianos por ejemplo, y no me sentía tan cautivado como en Venecia y como más tarde en Nápoles. Nápoles que al par de Londres, consideré siempre como mis Amores de Europa, inspirándome ambas ciudades una intensa pasión y un inagotable deseo devolver siempre a ellas; a la primera con su deslumbrante, vívida, naturaleza, sus antigüedades y ruinas vivientes, parlantes, y no como quiera parlantes de la glacial vida pública o política de los antiguos, sino de la vida íntima de la alcoba, del tocador, del baño; con las costumbres finalmente, con las genialidades y caprichos simpáticos de su pueblo.


Golfo escondido entre la sombra verde
donde se apagan sin rumor las olas,
serenísima rada, azul bahía
que vi de la borrasca en la inclemencia;
pausílipe feliz de mi existencia
en cuyo seno ignoto
cesara un punto la tristeza mía.



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La segunda ciudad o sea Londres, constituyó mis Amores de Europa, por su clima brumoso, su admirable campiña, sus monumentos que parecen revelar al hombre en el apogeo de la perfección por su «British Museum» que, con su Museo y su Biblioteca, produce una intensa embriaguez en el ánimo del estudiante; por la trasparente hermosura de sus hijas ¿Qué soy yo?


Londres, Londres, con tu cielo
a medias pardo y rojizo,
y con de tus hijas mágicas
de puro, angélico tipo,
con tus museos y tu noble aspecto,
Londres, me inspiras un extraño afecto.



Mas suspendamos ya esta larga disgresión, no prometida en el sumario, y volvamos al señor Lualdi.

Con su compañía y la de su familia, visitamos algunas de las interesantes cercanías de Milán como la «Cartuja de Garignano», fundada en 1349 por Juan Visconti, arzobispo de Milán, y distante unas dos millas de la ciudad.

Contiene numerosos frescos que representan la vida de San Bruno, siendo el más célebre de aquellos, el del muerto, que conducida a la última morada por un cortejo de sacerdotes y populacho, cirios en mano, incorpórase súbito en el féretro y alargando la descarnada mano, y dejando ver el hundido vientre, el magro cuello, las huesosas mandíbulas, la boca y los ojos, en fin, ya con la horrible expresión de una calavera, suelta lentamente estas tres graves sentencias que se leen escritas al pie: «Justo Dei Judicio acusatus sum», «Justo Dei Judicio judicatus sum», - «Justo Dei Judicio condamnatus sum», después de las cuales, vuelve a desplomarse el cadáver y a enmudecer in aeternum.

El Año Cristiano en la vida de San Bruno cuenta que el milagro duró tres días, en cada uno de los cuales iba dando el difunto la respectiva contestación al entonarle el Responde Mihi, lo que obligaba al enterrado concurso a suspender el entierro hasta el otro día. Parece que el tal doctor había sido un belitre de marca mayor, y a quien sin embargo se honraba muerto como a otros muchos. De este milagro data la conversión de San Bruno.

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Dicen los escritores europeos que al ver este cuadro Lord Byron, se conmovió hasta horripilarse. ¡Ay! lo que a ellos les parece una gracia, en Lima habría sido calificado de candidez rematada.

El viajero que acompañaba a Lord Byron y que refiere el suceso, agrega: «por respeto al genio volvimos a montar a caballo silenciosamente, y fuimos a esperarle a una milla de la cartuja».

¡Respeto al genio! ¡Y en Lima que no respetamos sino al que manda con la fuerza pública!

No distante de la Cartuja vimos el Palazzo Simonetta, perteneciente entonces a un señor Osculatti, pariente del viajero al Amazonas, cuya relación publicada en italiano y con varias láminas iluminadas, compré en esos días en una de las librerías de Milán.

Mr. Ferdinand Denis de quien hemos hablado en la página anterior considera al viajero Osculatti como uno de los «verdaderos Robinsones» en su obra titulada Les Vrais Robinsons.

El «Palazzo Simonetta» no se diferencia mucho de cualquier casa de chacra de Lima, y hasta parece un gran palomar.

Salvo alguno que otro fresco, casi borrado, este palacio convertido hoy en granja miserable no da ningún indicio de haber sido gran cosa; ni por mérito alguno, a no ser un eco particular que es lo que atrae visitantes. Dicho eco se prolonga largo tiempo, unos seis segundos cuando se hace cualquier ruido desde la ventana de uno de los salones, durando hasta doce segundos cuando se le despierta con un escopetazo.

El guía se contenta con dar un gran grito, sacando medio cuerpo fuera de la ventana, y con sonar una bocina.

Tan luego como cesa, óyese un eco que se debilita, tan precipitada y atropelladamente, que parece los ladridos de una jauría de perros lanzada a escape en un bosque y en la que cada perro llevara una ansia vehemente de pasar al delantero.

Sobrevino en esos días la fiesta de San Carlos Borromeo, con cuyo motivo la momia del santo estuvo expuesta al público en la capilla especial que tiene en la Catedral. Mis lectores saben de sobra que la Catedral de Milán pasa por la Octava maravilla; que desde fines del siglo XIV se «está construyendo», que es la iglesia mayor de Europa después de San Pedro y de la de Sevilla, etc.

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El santo reposa en una gran caja de plata revestido de su traje episcopal, incluso la mitra, que medio ladeada sobre la monda y denegrida calavera produce el efecto de una irrisión. San Carlos, miembro de la ilustre familia italiana de los Borromeo, nació a mediados del siglo XVI en Arona, pequeña población deliciosamente situada en la orilla misma del Lago Mayor, en la que el santo tiene una célebre estatua de bronce hueca (o más bien torre o mirador) erigida en una eminencia.

Otra de las curiosidades de la Catedral de Milán es una estatua de San Bartolomé figurándolo desollado. Por detrás de la espalda le cae, formando pliegues como una sábana o manta, su propia piel, produciendo eso y lo demás una espeluznante impresión por su repugnante verdad, que le hace volver a uno la vista para indagar si no se halla en un museo Anatómico, que debería ser el verdadero lugar de la tal estatua.

El que la hizo, el modesto Marcos Agrates, quedó tan pasmado de su obra, que temió muy seriamente que la posteridad se le atribuyera al célebre escultor griego Praxíteles; y para evitar error tan probable, se apresuró a trazar al pie esta modestísima inscripción:


NON ME PRAXITELES, SED MARCOS AGRATES FINXIT.



«No vayan a creer ustedes que me ha hecho Praxíteles; no hay tal cosa: Fue Marcos Agrates».

He aquí otro que en Lima tendría bien sentada su fatua de cándido. Un viajero francés, defendiendo a Praxíteles dice, que «los griegos jamás representaron tan repugnantes verdades y que aun el Marsyas desollado por Apolo, no ha sido representado por los escultores antiguos sino como un individuo suspenso de un árbol por las manos». La observación no puede ser más oportuna ni más exacta, ni de mejor gusto. El San Bartolomé de Agrates pertenece a la escuela literaria de «la dama de las Camelias» y otros dramones franceses de la escuela enfermiza, que convierten al teatro en un hospital o anfiteatro de anatomía; en los que se nos dan lecciones de clínica, y en los que con singular importancia se hace una apoteosis de la más repugnante de las enfermedades y del más lamentable de los vicios, del esputo y de su femenino.

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Para hacer yo ahora la apoteosis de la catedral de Milán que por cierto no lo necesita ya, me valdré de la peregrina frase de un escritor francés, el cual dijo que la catedral de Milán parecía «Un Montagne de marbre taillée á jour»...: «Una montaña de mármol calada».

En cuanto al gran teatro de la Escala,


    Su descripción aquí ya no me cabe,
y aténgase el lector a lo que sabe.



Hacía muchos días que mi reloj andaba muy mal, en mi cuarto del hotel de La Gran Bretaña no le había, que esto de hallar siempre un lindo relojito de mesa sobre el mármol de la chimenea, es cosa que sólo en los cuartos de París se ve.

No tuve pues más remedio en mi primera noche milanesa, que parar el oído hasta que diera la hora en el más próximo reloj público de la vecindad, el cual sonó al fin; pero ¡válgame Dios! de qué modo tan insólito, porque aun cuando parecía dar sus horas cada cuarto de hora, ni en esa noche ni en las siguientes le oí dar más de seis campanadas, que parecía el máximum de las suyas. ¿Qué diablos será esto, Juan? me preguntaba. ¡Ea! (proseguía) tú que a fuerza de ver piezas incoherentes en tanto museo te has acostumbrado al trabajo de reconstrucciones mentales, ármame y combíname una teoría acerca de esto, y no tardé en dar con la clave.

-Probablemente -me dije-, mal se divide el día en cuatro porciones iguales; y siendo las siete de la mañana, por ejemplo, la primera hora de la primera porción, la anuncia con una campanada; las ocho con dos, las nueve con tres, y así hasta llegar a las doce inclusive, en que comienza de nuevo. La campanita triple que suena de cuarto en cuarto de hora, marca los cuartos y medias horas.

Este modo de dar las horas me recordó aquel otro que de escribir los meses tienen algunos 7bre., 8bre., 9bre., etc., por setiembre, octubre y noviembre.

A bordo suelen picar las horas del mismo modo.

La Biblioteca Ambrosiana fundada por Federico Conde de Borromeo a principios del siglo XVII y bautizada con el nombre de Ambrosiana en honor de San Ambrosio Arzobispo de Milán, contiene   —153→   esculturas, piedras preciosas, y finalmente libros y valiosos manuscritos, y palimpsestos. Los palimpsestos son manuscritos de la Edad Media u otras épocas más o menos modernas, que, raspados han descubierto una escritura anterior, antiquísima muchas veces, de autores clásicos más o menos célebres.

De palimpsestos se ha sacado las cartas de Marco Aurelio y Frontón, algunas oraciones de Cicerón y otras muchas obras apreciadísimas, habiéndose hecho un nombre glorioso y casi único en la investigación de los palimpsestos el célebre Angelo Mai.

Ya comprenderán mis lectores que la escasez de la tela para escribir en tiempos en que aún no existía el papel, fue la que dio origen al palimpsesto, en el cual se borraba un escrito sublime tal vez, de la antigüedad, para suplantarlo con la crónica indigesta de algún pedante, pero que tenía el mérito ¡el gran mérito! de ser de actualidad.

La Ambrosiana contiene como sesenta mil volúmenes, y unos diez mil manuscritos entre los cuales se encuentran las cartas de Lucrecia Borgia a su amante Miser Pietro Bembo, y el rubio rizo de sus cabellos con que acompañó alguna de ellas.

Casi todas las cartas empiezan con: «Miser Pietro Mío», y algunas están en castellano como se ve por la siguiente que trascribo Ad Pedem litterae.

«Con la seguridad que de vuestra virtud estos días pasados he conocido pensando en alguna invención para medallas: y deliberando de hacer al presente una según el parecer que me dio tan agudo y tanto al propósito mi parecido punto con esta enbiargela, y porque otra mistura en ella no vaya que de su merecer abaxarla pudiese acordado con la presente rogarle la letra que en ella ha de yr quiera por mi amor tomar fatiga de pensar: porque de lo uno y de lo otro quedase tan obligada como vos merecéys y la obra deve ser estimada respuesta de la qual con mucha voluntad espero


A lo que ordenaréys presta
      Lucretia de Borgia».



Por el revés, de puño y letra de Lucrecia se lee: «Al vyrtuoso y nostro Carmo, Micer Pedro Bembo»; y al pie, de la letra de Bembo,   —154→   se abren comillas, «VIII Jun. MDII Ex ferraria missae at me in Stroti a Nuia».

Al final se encuentra estos versos en castellano de Lucrecia a su amante o según otros de él a ella:


«Yo pienso si me muriese
y con mis males finase
       desear
tan grande amor feneciese
que todo el mundo quedase
      sin amar
mas esto considerando
mi tardo morir es luego
tanto bueno
que debo razón usando
gloria sentir en el fuego
donde peno».




«Tan fino es mi parecer
y tan muerto mi esperar,
que ni lo uno puede prender
ni lo otro quiere dejar».



Entre las esculturas de la Ambrosiana figura un busto de mármol de Byron cuando era adolescente, obra de Thordwaldsen, celebérrimo escultor de Copenhague. Thordwaldsen obsequió el busto al famoso zapatero de Milán, Ronchetti, en pago de cuentas atrasadas; y de él pasó a su hijo, maestro de música, quien lo obsequió a la Ambrosiana.

El 7 de noviembre después de haber pasado el día de Todos Santos muy aburrido con el clamoreo e incesantes lamentaciones de las campanas, salí de Milán para Génova, más que por otra cosa, por librarme de los excesivos agasajos que me abrumaban de tal modo que si hasta entonces había andado reacio para entregar mis cartas de recomendación por no tener fe en ellas, ahora me proponía seguir haciendo lo propio por el opuesto temor de que me sirvieran demasiado.

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Después de regalarme algunas baratijas, entre ellas una fina cigarrera o petaca de paja, el amigo Ercole me acompañó hasta la estación, en donde me dio un fuerte abrazo y un par de ósculos, uno en cada mejilla.

Esto de besarse los hombres se suele ver en Europa.

Partimos a las tres y media de la tarde, detuvímonos en Novara, en donde nos esperaba una buena comida, pasamos por Alejandría, divisamos no distante y a nuestra izquierda el glorioso campo de Marengo, y a las nueve y media de la noche me hallaba instalado en el hotel de «La Croce de Malta», situado en el Muelle como casi todos los buenos hoteles de Génova.



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ArribaAbajoCapítulo XV

Génova.- Una representación dramática.- Teatros.- La Biblioteca y la Academia.- Lord Byron.- La villa Palavicino.- Una composición exhumada.- Liorna.- La calle de Vittorio Emmanuele.- El Parterre.- Limpieza de la población



«Los Genoveses no dan,
ni dieron en tiempo alguno
pero uno de ellos, Colón
dio por todos dando un mundo».


Así trata don Tomás de Iriarte a la ciudad en que me encontraba; y peor que él, y sin duda más conocedor de la localidad, la trata el proverbio italiano cuando negándole toda clase de dones dice desesperadamente: «Mare senza pesci, monti senza legno, uomini senza fide, donne senza vergogna».

El tratamiento no puede ser más duro. En cuanto a la mezquindad que le atribuye Iriarte, se manifiesta hoy claramente con aquel «que dio por todos los genoveses, dando un mundo», pues solo ahora, hoy, en estos días, se erige a Cristóbal Colón una estatua que está a punto de estrenarse en la plaza del Acqua Verde, y que se halla aun tan arropada, tan escondida, y tan rodeada de escombros, que materialmente tuve que bregar para descubrir al descubridor de nuestro hemisferio.

La calle que conduce a esa plaza, que es la de Balbi, es una de las mejores de Génova, lo mismo que la Nuova y la Nouvísima. El resto, callejas tortuosas, lóbregas, fértidas, nuestro Petateros, aunque sin su no desmentida rectitud.

Aun la calle de Gli Orefici (de Plateros) que llama la atención por sus mil y una curiosidades de filigrana de plata y oro, está lejos de aventajar a las demás.

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Asistí a una representación dramática del teatro Paganini, titulada «Los Misterios de la Inquisición», y me divertí mucho. Lo que más me sorprendió al entrar fue ver a muchos espectadores con su sombrero encasquetado.

Yo que venía de Alemania, en donde el prurito por descubrirse es tal, que los hombres se apresuran a quitarse el sombrero aun al entrar a ciertas bacanales, no pude menos de admirar muy mucho la despreocupación de los genoveses.

Desde las primeras escenas eché de ver que me las había con un público un tanto limeño cuando se dan funciones como Carlos II el Hechizado, por ejemplo.

Apasionábanse tanto por los caracteres de la pieza, que se desataban en silbidos cada vez que el personaje antipático despegaba sus labios siquiera, por bien que lo hiciera, así como el simpático era acogido con grandes aplausos aun antes de que hablara y por poco que fuera buen actor.

Firmes en sostener su opinión, y en llevarla aún más allá de la representación, si concluida éste y pedidos los actores, vienen como es natural todos los que han trabajado bien, se excluye a fuerza de «¡Fueras!» a los que han tenido la desgracia de interpretar el papel impopular; lo cual equivale a exigir que se repita dos y tres veces el asesinato de Froilán Díaz, como acostumbra pedirlo nuestro público en las representaciones de «Carlos, el Hechizado».

Así pues los infelices Torquemada y Felipe II fueron cruelmente tratados en la noche de que hablo; y eso que trabajaban bien, muy poseídos de sus papeles, sin que se vieran esas distracciones y ese continuo mirar a los palcos en los momentos en que no hablan, tan comunes en nuestros cómicos, que parece que creyeran que su misión sólo se reduce a recitar.

Siempre que veo a tales cómicos de la legua, con sus brazos muertos, clavados en la escena, y sin la menor elocuencia mientras no hablan, me vienen ganas de voltear el anteojo por la parte ancha para mirarlos a la distancia que merecen y en el justo tamaño que ocupan en el arte.

El teatro de Paganini es grande, hermoso y elegante; el retrato del violinista figura en un medallón conducido o sostenido por dos genios alados en el centro del telón.

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Es el primer teatro dramático bueno que veo en Italia, donde toda la atención parece dedicarse al teatro lírico.

El de Carlo Felice me ha parecido mucho más bello y lucido tal vez que el mismo de la Escala de Milán. Su fachada descansa sobre seis magníficas columnas de mármol y a un lado se halla la Biblioteca Cívica o de la Ville, que exteriormente nada tiene de notable, ni de muy rica interiormente (treinta y tantos mil volúmenes).

En cambio, sus puertas se hallan abiertas al público día y noche, como sucede en París con las de Santa Genoveva.

Contigua a la Cívica está la Academia Lingüística delle Belle Arti.

La noche que entré a la Biblioteca a matar el rato, cayó a mis manos una obra sobre Lord Byron. No sólo este singular personaje ha dejado llenas de sus recuerdos las principales ciudades de Italia y pueblos de Grecia, sino que ha dado margen a una biblioteca especial que corre con los nombres de «Conversaciones con Lord Byron», «Correspondencia con Lord Byron», etc., como si se tratara de un Napoleón.

La que me tocó esa noche que volví a ver después en un gabinete de lectura de la misma Génova, llevaba el primer título, y no omitía el menor y más doméstico detalle del interesante milord. Sus malos humores, sus caprichos, sus genialidades, sus displicencias, todo estaba recogido, observado y analizado remontándose tal vez hasta los fenómenos de la digestión como causa prima.

Otro de los narradores de Byron, el conde Gamba, refiere que cuando aquél zarpó de Génova para Grecia, en donde debía dejar la vida esta vez, y tuvo que regresar sin salir del puerto por falta de viento, manifestó deseo de volver a visitar su residencia, el Palacio Saluzzi o Paradiso, uno de los que hay en Génova, y que presintió entonces su próximo y glorioso fin.

«Su conversación (dice el conde) tomó un sesgo melancólico, y habló largamente de su vida pasada y de la incertidumbre del porvenir. ¿Dónde nos hallaremos dentro de un año?» preguntaba. Lo que era como una triste profecía, agrega el amigo; porque un año más tarde, en ese mismo día y mes Lord Byron había bajado a la tumba de sus mayores.

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Antes de salir de Génova fui a visitar la célebre Villa Palavicino, perteneciente al dueño del palacio de igual nombre que me había mostrado en la ciudad, y entre cuyos cuadros recomiendo el Mucio Scevola de Guarchino.

Para visitar la Villa se traslada uno al pueblo de Peglí, que es cosa de 20 minutos por el ferrocarril.

¡Hombres de Lima que os llamáis y que os creéis ricos y potentados, y a quienes una plebe necia tilda de aristócratas y de magnates porque tenéis un mal rancho de caña y barro entre los muladares de Chorrillos, o porque os besuqueáis en carruaje particular en esas y esos que por allá llamamos calles y caminos! venid, venid a ver grandezas regias, y sin embargo respetadas, pacíficamente asentadas entre risueñas colinas y apacibles lagos, donde el cisne, el bosquecillo, la laguna, el soto y la gruta no son mentiras de poeta tonto y plagiario, sino realidades de la vida ordinaria.

Y venga con vosotros esa que con sus quejumbres tienta a Dios llamándose clase menesterosa, proletaria y desvalida, cuando tiene diariamente peso y peso y medio para rodar en un simón de plaza.


Vengan zambas y negras, vengan cholas,
cuantas arrastran femenino traje,
y con sus largas y mugrientas colas
embargan las aceras ¡ellas solas!
¡Y no pagan derecho de colaje!


Vengan aquí a ver pagar contribuciones por... cosas que indudablemente son menos gravosas para el vecindario que entre nosotros las colas de las cocineras, y las panzonas ventanas de reja de las casas, que se roban media acera y que amenazan dejar cojo aquéllas y tuerto éstas al transeúnte, sin que paguen colaje ni ventanaje, que harto lo merecerían.

Venid, mártires de la negra honrilla, esclavos de la quijotería, los que tenéis a menos ser pobres y laboriosos, y no petardistas y tramposos descarados; venid a ver grandeza verdadera y aristocracia cierta y envidiable en la «Villa Palavicino», y verdadero pueblo, sin humos y sin resabios, laborioso y virtuoso, y por lo mismo respetuoso, en el puerto de Génova.

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Aquí veréis al proletario a pie, y aun con el pie descalzo, y a la proletaria con el traje a la altura del tobillo, en cuerpo gentil, aptos y expeditos para la faena, para la contienda del trabajo, haciendo por la humanidad y por Dios.

Mas suspendamos la filípica, no suscite yo las iras de mi Soberasno y reciba algunas coces.

La villa Palavicino es una casa de campo digna de nombre de regla por las riquezas materiales y de arte acumuladas dentro de sus vastos límites.

Inútil es decir tratándose de Génova, que el mármol está allí desparramado con profusión, no sólo en simples escaleras y estatuas, sino hasta en breves edificios como se ve en un templete circular de Diana, al gusto antiguo o pagano, todo de mármol, surgiendo del seno del agua en medio de una laguna. Riqueza estancada sin más objeto que halagar con un punto de vista mitológico las miradas de un señor soñoliento y epicúreo.

Un bote especial y coqueto cual conviene al surcador de semejante laguna, conduce por ella al visitante, después de haberlo tomado en un embarcadero, que llamaré de Calipso, porque es una gruta artificial de estalactitas a que se ha llegado después de haber recorrido todo el jardín con sus glorietas o cenadores y otras maravillas.

En Génova como en Trieste, aunque despierto y no dormido, sentí en mis entrañas un íntimo removimiento de lo pasado.


¡Oh vueltas caras a la edad primera!
Si así me atormentáis en años tiernos,
¡retrocesos del alma sempiternos!
¡cuáles seréis allá en la edad postrera!


En estos días de luto para mí, celebro como un sacrificio pagano a las épocas que han muerto, y escarbo en mi memoria, y registro los papeles que la edad ha teñido de amarillo.

Haciendo el último escrutinio en Génova, tropecé con los siguientes versos inconclusos, escritos tres años antes, en la patria aún y en las tierras de Juan de Arona, los que trascribiré por la relación que tienen con mi estado psicológico de estos días:

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Mi alma como en otro día
no hace hoy de su gozo alarde,
y está, sin luz ni alegría,
como la noche sombría
y triste como la tarde.

Bien puede a veces la vida
brindar un dulce licor;
pero la corta medida
se llena al fin, y en seguida
viene un hastío mayor.

La vida sólo es un día,
al principiar blanco y puro,
ardiente en su mediodía,
su tarde pálida y fría,
y su fin triste y oscuro.

Triste, muy triste es aquella
fría noche de la nada,
no hay ruido ni voz en ella,
ni luz de luna o estrella
ni cantos de la enramada.

Como el ave desgraciada
tras larga lucha y zozobra
rompe al fin la malhadada
jaula en que estaba encerrada,
y su libertad recobra.

Y retorna al dulce nido
que consideró perdido,
saliendo del cuerpo el alma,
vuela al reino de la calma,
del silencio y del olvido.
—162→

Los que por el mundo vamos,
todos sujetos estamos
a la ley terrible y fuerte
de encontrarnos con la muerte
cuando menos la esperamos.

Y con genio furibundo
descarga el golpe tremendo
sobre el talento profundo
y sobre el mérito, habiendo
tanto inútil en el mundo.

Ardiendo y llena de enojos
posa la mano fatal
sobre el infeliz mortal
y sus fatigados ojos
cierra a la luz terrenal.

Mas si con ojos cerrados
nos hunde en la eternidad,
en los ámbitos dorados
de esos mundos ignorados
nos los abre la verdad.

¿O no es acaso el morir
el principio del placer,
y el término del sufrir,
y a otros mundos al subir
va nuestra alma a padecer?

¡No! más allá de la tumba
no puede haber sufrimiento,
si no hay tras ella contento,
habrá a lo menos quietud.
—163→

No, yo no creo que exista
un purgatorio, un infierno
de padecimiento eterno
más allá del ataúd.

¿Podrá el Hacedor sublime
condenar su propia hechura
cuando sale de esta oscura
y dolorosa mansión?

¿Ha formado Dios al hombre
para furibundo luego
lanzarlo a un sitio de fuego
y de desesperación?

El hombre que más se hunde
del pecado en el abismo
expía en el mundo mismo
su acción de un modo fatal.
De sus horribles maldades
como castigo cruento,
continuo remordimiento
lleva en su alma el criminal.

El que de Dios olvidado
no envía hasta él sus voces,
y sólo sabe en los goces
y en el deleite vivir,
¿no ve su salud gastada,
y con ojos doloridos
los que le son más queridos
uno tras otro morir?

Más allá del sepulcro hay reservado
un edén para el hombre desgraciado
y no de fuego un espantoso abismo,
pues si pecó en el mundo extraviado,
purgó sus yerros en el mundo mismo.
—164→

Por eso tiene siempre una sonrisa
el que agobiado por la injusta suerte
el frío umbral del infortunio pisa,
porque la sombra de la amiga muerte
como dichoso término divisa.

Por eso si del mundo en el océano
próximo a naufragar se ve el humano,
no desmaya jamás, porque le asiste
la grata idea de saber que existe
una playa al alcance de su mano.


(Arona, Enero 1859)                


Reviviendo en mi alma tan lúgubres ideas, y pensando que la anterior desaliñada composición podría titularse «El Bien de la Muerte», encamineme al muelle, metime en el nauseabundo vaporcito «Pompeyo», y zarpé para Liorna, adonde llegué a las once de la mañana siguiente con un mareo atroz.

Busqué tambaleándome y dando traspiés el «Hotel del Norte», no lejos del puerto, y tan pronto como me asignaron cuarto tendime en la cama y permanecí en ella hasta las cinco de la tarde.

A esta hora poco oportuna salí a recorrer «la ciudad más indocta de Italia», llamándome desde luego la atención la limpieza de la población, una de las más aseadas de la península.

Entré en la ancha y larguísima calle de Vittorio Emmanuele, guarnecida de anchas y soberbias aceras que regocijaban mi ánimo abatido y achicado con el aspecto de las ciudades italianas, en las que, excepto una que otra calle verdaderamente hermosa que hace de Bulevar o Corso, todo es callejas y vericuetos tortuosos, angostos, inmundos, sempiternamente húmedos y fétidos, en los que un poeta podría fingir el nido de las epidemias, y por donde ruedan confundidos hombres, bestias y carros.

En Liorna todas las calles que vi seguían proporcionalmente el sistema de la principal en que yo había entrado, y que me condujo primero a la gran plaza de Armas, donde vi por de fuera la Catedral cuyo aspecto nada de noble tiene, y en seguida a otra plaza   —165→   larga y angosta que se llama de Carlos Alberto, y en una de cuyas extremidades se ve la gran estatua de mármol erigida a Fernando I.

En cada ángulo del pedestal de la estatua descansa un esclavo de bronce, obra del célebre escultor del siglo 16, Tacca, de quien nos volveremos a ocupar al hablar de Florencia, y cuyos esclavos fueron copiados del natural de unos prisioneros turcos hechos en la batalla de Lepanto.

Alrededor de la plaza, casi uno tras otro, se encuentran anchos y hermosos bancos de mármol. Aquí pues, todo es ancho y hermoso.

Siguiendo por la calle que sale del medio de esta plaza, fui a dar a una hermosa y larga alameda, que supuse ser el paseo público y que me dijeron llamarse «El Parterre».

He aquí una verdadera ciudad me decía paseándome embelesado por la alameda, casi desierta entonces, a la luz de una serena y clarísima luna.

Tentado estuve de acordar a Liorna una permanencia de algunos días para gozar del espectáculo de calles holgadas y limpias; pero vi que era preferible pasar de una vez a la histórica y artística Pisa, digno preludio de Florencia, y conocida por los muchachos desde la clase de geografía por la particularidad de su Torre inclinada.

Además, Liorna, madriguera de forzados, de galeotes y presidiarios, y cuyo puerto en mi segunda visita me pareció un nido de arpías, podía ofrecer una permanencia no muy segura.

Valery, en sus Viajes por Italia hablando del barrio de Venecia donde está relegada toda la gente mala de Liorna, dice: «La justicia francesa había donado a esta canalla, a la que la dulzura filantrópica de las leyes toscanas ha devuelto todos sus vicios. Liorna y su Venecia son un argumento sin réplica a todas nuestras virtuosas y quiméricas utopías sobre la abolición de la pena de muerte. Sistema que, invocado en nombre de la civilización, nos vuelve a la barbarie de la Vendetta, porque, si la sociedad no cumple justicia al crimen, el individuo ofendido recupera su derecho y se encarga de castigar al asesino».



  —166→  

ArribaAbajoCapítulo XVI

Pisa.- La torre del hambre.- La torre inclinada.- El Bautisterio y el cementerio.- Chucherías de alabastro y mármol


Sólo media hora, por el ferrocarril, dista Pisa de Liorna; y al llegar yo a ella a las nueve de la noche reinaba un huracán tan impetuoso, que las ventanas de mi cuarto temblaban con furia.

Por librarme de la música eólica me eché a las calles; y tan sin gente y solas hallelas, que se diría que el ventarrón había barrido a todo ser viviente.

Es verdad que la patria de Juan de Pisa apenas cuenta 20.000 habitantes, y su soledad es tan grande, que los viajeros atestiguan que en algunas de las calles pisanas se forma eco, por lo que no extrañe que a las nueve de la noche mis pasos retumbaran.

Me había hospedado en el «Hotel de Europa», situado delante del Arno y al pie del Ponte del Mezzo. No tardaron mis pasos en llevarme a la plaza principal del Duomo (catedral) atravesé la plazuela dei cavalieri, en la que mi guía me mostró al día siguiente el sitio que ocupaba la tradicional torre del hambre, llamada así, porque encerrado en ella el conde Ugolino con toda su familia, fue condenado al suplicio del hambre, y roía, según el Dante, la cabeza de uno de sus hijos:


«E come il pan per fame si manduca».



Volviendo a pasar por los mismos lugares al día siguiente, visité acompañado de un guía la catedral, construida en 1170 y tantos; el Bautisterio, la Torre inclinada que data del siglo XII, y el no menos antiguo y renombrado cementerio.

En el Bautisterio hay un eco hermosísimo, como que basta exhalar un grito medianamente armónico, para que por largo tiempo se oiga un eco que se dilata con las mismas inflexiones musicales de un órgano de iglesia.

  —167→  

La maravilla de la «torre inclinada» explícase del modo siguiente: créese que al construir la torre y terminados los primeros cuerpos, sentáronse éstos un poco produciendo la inclinación que hasta hoy conservan, que es de más de once pies.

Convencidos los arquitectos de que el daño no tenía remedio y de que el suelo no había de hundirse más, siguieron construyendo la torre inclinada, tal como hasta hoy se conserva.

Los cuatro célebres monumentos de Pisa que acabo de enumerar se encuentran reunidos en el mismo sitio, que es la plaza del Duomo.

Su antigüedad, su mérito arquitectónico, su extrañeza, lo que recuerdan, su singular reunión, todo hace que estos monumentos se animen, se personifiquen, y que el viajero crea oírlos hablar y contar cada cual en voz baja su propia historia.

Solos allí, egoístamente agrupados, parecen haber querido huir de la desolación que se cierne sobre Pisa, ciudad que habiendo contado en una época más de cien mil habitantes es hoy, como dicen los italianos, Pisa morta.

El Campanile (campanario) como llaman los pisanos a la torre inclinada, consta de ocho cuerpos de columnatas superpuestas que suman en todo 107 columnas. Tiene de alto 54 metros, y 16 de diámetro, y oprime el suelo ese desde el año de 1174.

Siete grandes campanas pesan sobre el vetusto campanario, y tocadas todos los días patentizan más y más la solidez del cilíndrico monumento.

La subida por la escalera interior de 330 gradas, es bastante fatigosa; pero vale la pena de emprenderse por la hermosa y variada vista de que se disfruta de la plataforma.

El Bautisterio es coetáneo del Campanile y como él y el Duomo, de blanco mármol. Esta elegante rotonda, dependiente de la Catedral, como destinada al bautismo, tiene 55 metros de altura total. La pila o fuente bautismal, también de mármol blanco, está colocada sobre tres gradas y es de forma octógona.

El campo santo, edificio alternativamente austero y elegante, «museo fúnebre de todos los tiempos y países» es lo más notable en su especie que ha dejado la Edad Media.

  —168→  

Obra del arquitecto y escultor Juan de Pisa, fue mandado construir por los pisanos como un Panteón para sus grandes hombres. La tierra que lo cubre fue traída de Jerusalén en 50 y tantas galeras, teniendo dicha tierra, a más de la virtud religiosa o de la fe, la virtud química de despacharse los cadáveres en 24 horas, en cuyo breve espacio los consumía.

Hoy son necesarias 48 horas, por haber perdido la tierra sus sales con la evaporación y con el mismo trabajo Saturniano de devorarse a sus propios hijos.

Es un vasto rectángulo de 450 pies de largo por 140 de ancho, adornado de arcos, pilastras, capiteles, mascarones de mármol, etc., y con sus paredes interiores todas cubiertas de frescos sumamente curiosos para la historia de la pintura.

Los asuntos de las pinturas son unas veces de un género mixto que llamaremos lúgubre-grotesco, y producen el mismo efecto que el extravagante poema de la Danza de la Muerte, de los albores de la literatura castellana; otras, apacibles escenas de la Biblia, como la borrachera de Noé, vulgarmente llamada la Vergognosa, (la Vergonzosa) por una mujer que en ella figura, que al mismo tiempo que se tapa la cara con las manos, goza por entre los dedos de la desnudez de Noé, lo que ha dado margen a este dicho: «Come la Vergognosa di Campo Santo».

El cuadro de más vasta composición es el, titulado «El Triunfo de la Muerte». Ocupan el centro varios enfermos que invocan a la muerte con estos versos:



Dacehe prosperitade ci ha laciati;
O morte! medicina d'ogni pena,
Deh! vieni á' darne ormai' I' ultima cena.

Pues la prosperidad nos ha dejado,
Oh muerte! medicina a toda pena,
Ea! vénnos a dar la última cena.



Pero la «señora de la guadaña» no les hace caso, como sucede siempre, y va a descargar el golpe en juveniles parejas que templan los ardores de la caza en un fresco bosquecillo escuchando las trovas   —169→   de un trovador, mientras que una tropa de amorcillos revuelan por encima de ellas.

Reyes, obispos, monjas, guerreros yacen por tierra, y ángeles y demonios que revolotean, cargan con las almas encargándose los demonios de las de frailes y monjas, chuscada de que gustaban mucho los pintores de la Edad Media.

El describir por completo este cementerio donde han venido aún a estudiar a tantos grandes hombres desde Dante y Miguel Ángel hasta... Castelar,


Es cosa que en mis límites no cabe
y aténgase el lector a lo que sabe.



Visité en seguida el jardín botánico y el gabinete de historia natural, bastante grande y rico. Aquél tiene el mérito de su antigüedad, tan remota, que disputa al de Padua el honor de haber sido el primero que se estableció en Europa.

Las tiendas de Pisa preparan ya las de Florencia y Roma, porque abundan en preciosas chucherías y dijes de alabastro, mármol y otras piedras más o menos finas y de diversos colores, de que son muy ricas y estas tres ciudades.

Los principales objetos reproducidos por los escultores pisanos y que se encuentran en toda tienda, son naturalmente los cuatro grandes monumentos que dejamos descritos, o por lo menos el Bautisterio y el Campanile que son los que más se prestan.

Uno y otro están imitados con tal gracia y perfección, como para adornos de escaparate, que comprándolos por poquísimas pesetas, se puede hacer de cuenta que se les ha visto en realidad.



  —170→  

ArribaAbajoCapítulo XVII

Florencia.- Catedrales.- Iglesias y capillas.- La Biblioteca Laurenciana.- Galerías artísticas.- El teatro de la Pérgola.- Relojes ingeniosos.- El dialecto toscano.- Las calles.- Industria.- Mosaicos florentinos.- Los de pietra dura y los de concha.- Artículos de paja.- La Exposición de Florencia y el señor Yorick


¡Qué penoso es tener que tomar a cada paso la pluma o el lápiz para darse uno cuenta sistemática y analíticamente de todo lo que se ha visto en los últimos días! ¡Ahí es nada! en un país como Italia en donde hasta las aldeas cuentan por docenas las iglesias de más o menos importancia por su arquitectura, o por las esculturas o por las pinturas que contienen.

Ya he dicho y repito ahora generalizando más, que toda Italia no es sino un gran museo, antiguo y moderno, profano y sagrado.

Y con gusto depondría la tarea que voluntariamente me he impuesto, si no pensara en los días futuros, en que con el ánimo tranquilo ya y fresco por la distancia de tiempo y de lugar que mediará, me será grato recordar mis juveniles impresiones, y revisarlas una por una viéndolas por estas páginas como por un espejo y recreándome con el recuerdo de

«La tormenta que pasó».



Recuerdo que no podría saborear más que incompleta y confusamente, si no llevara ahora este fiel memorándum, deteniéndome cada 24 o cada 48 horas para volver mis miradas atrás y examinar y compulsar mis últimas impresiones.

El mero examen de ellas (las impresiones), y el balance de las ideas, por decirlo así, bastan por sí solos para que se graben y asienten   —171→   en el espíritu con tal firmeza, que aun sin escribirlas, podría recordarlas más tarde con exactitud, claridad y lucidez.

Si un viajero no hace de cuando en cuando un alto moral para fijar sus impresiones, reprimiendo el anhelo febril que de él se ha apoderado, de ver y ver y más ver, y que tanto más se enciende cuanto más prosigue su viaje, una masa confusa e incoherente, un caos, una muchedumbre espesa de sonidos y colores opuestos se aglomeran en su espíritu y lo embargan, cerrando completamente los ojos a la memoria; indigestión mental que al fin se disipa no dejando más en el alma que un límpido y desconsolante vacío.

Tal acontecía a mi amigo el general Belzu (el ex dictador de Bolivia) con quien recorría yo algunas ciudades de España, (como se ha visto en capítulos anteriores), y el cual había embrollado no solamente los recuerdos de Constantinopla con los de San Petersburgo, sino que, como si aun los idiomas hubieran naufragado en su memoria, hacía una lastimosa confusión de palabras rusas, francesas y españolas.

Y tales reflexiones me hacía yo en Florencia dos días después de haber llegado a ella. Me hallaba hospedado en el «Hotel Luna», a dos pasos de la plaza del gran Duque, por lo que no podía entrar o salir de mi casa sin echar un vistazo a ese célebre sitio de Florencia.

Allí, bajo los arcos de un portalito que sirvió de cuerpo de guardia por lo que se quedó con el nombre de Loggia de Lanzzi, se ennegrecen al aire libre varias estatuas de mármol y bronce de eximios artistas italianos; el Perseo de bronce de Benvenuto Cellini, teniendo en una mano una corta espada y en la otra la cabeza de Medusa, cuyo cuerpo halla, estatua que se recomienda por su esbeltez, el David de Miguel Ángel, de mármol, el grandioso grupo de Hércules y Baco de Baccio Bandinelli, etc.

Pero ¿por qué lado o parte no es célebre Florencia?

De Etruria o Toscana tomaron los primitivos romanos y no exclusivamente de Grecia, mucha parte de su civilización; de ella recibieron los primeros elementos del arte dramático como se ve hasta hoy por la palabra histrión, que no es griega ni latina, sino etrusca, de ella la idea de los Anfiteatros, tan generalizados después en todo el mundo romano, y otras mil cosas más.

  —172→  

En una plaza de la Florencia moderna se tropieza con la piedra donde el Dante venía a sentarse todos los días, como Felipe II en la que avista el Escorial, labrada entonces para mayor comodidad y subsistente hasta hoy con el nombre de «la silla del rey».

En otra parte se lee sobre una puerta: «Aquí vivió y murió Maquiavelo». En Florencia empezó y concluyó Bocaccio su Decamerone, y vivieron o estuvieron Savonarola, Américo Vespucio, Galileo, Alfieri, y como artistas, Cimabúe, Giotto, Leonardo de Vinci, el Perugino, Miguel Ángel, Rafael, Brunellesco, Donatello, Benvenuto Cellini, etc.

Visité la catedral (el Duomo, Santa María dei fiori), la iglesia de Santa Croce, Panteón de grandes hombres florentinos donde yacen el Dante, Miguel Ángel, Alfieri, etc., y la de San Lorenzo cuya sacristía nueva merece una mención especial.

Esta capilla fue construida por Miguel Ángel, y está ornada de dos grandes túmulos, uno de Lorenzo II de Médicis y otro de Julián. El primero aparece sentado en ademán meditabundo, lo que le ha valido el nombre de Il Pensiero, teniendo a sus pies el sarcófago sobre el cual se ven recostadas dos figuras alegóricas del Crepúsculo y de la Aurora; el segundo, fronterizo, igualmente sentado, sin expresión marcada y con las alegóricas figuras del Día y de la Noche a sus pies. Ambos monumentos pasan por obras maestras y con razón.

Tan grande fue la admiración causada por la figura de la Noche, que llegó a decirse en un madrigal «que esa figura estaba viva, y que si alguien lo dudaba, no tenía más que despertarla y la oiría hablar».

Miguel Ángel, el autor, que también era poeta, como pintor y escultor, contestó en nombre de la Noche con el siguiente verso, lleno de tal amargura, que se diría que es un peruano de nuestros días el que habla:


Grato m'é il sonno, e piu l' esser di sasso,
mentre che il danno e la vergogna dura;
non veder, non sentir si é grand ventura
peró non me desper; de parla basso!



  —173→  

Pláceme el sueño, y mucho más de piedra,
que el daño sigue y la vergüenza medra;
no mirar, no sentir, ¡dicha infinita!
No me despiertes pues; ¡aparta! ¡quita!



A un lado está la Capilla de los Médicis, mucho más grande que la anterior, y que pasma, deslumbra, y maravilla por la variedad y riqueza infinitas de los mármoles empleados en ella, apoderándose de los sentidos una especie de embriaguez al penetrar en el recinto.

El Bautisterio es célebre por sus puertas de bronce, o más bien por los numerosos relieves de que están cubiertas. Unas fueron trabajadas por Andrea Pisano y parecieron maravillosas, hasta que llegó Lorenzo Ghiberti a eclipsarlas esculpiendo las otras, de las que decía Miguel Ángel «que merecían ser las del paraíso».

Un concurso fue promovido para su ejecución; y Ghiberti, que sólo tenía 13 años, obtuvo la preferencia entre los seis concurrentes, uno de los cuales era nada menos que el célebre Brunelesco. Las escenas representadas en ambas puestas son episodios de la Sagrada Escritura.

Se imputa a Ghiberti que «para escultor fue demasiado pintoresco», y he aquí por qué sin duda los relieves de sus puertas me encantaban como pudiera una serie de paisajes. Creía ver unos frescos patriarcales de la Edad Media, los del Campo Santo de Pisa, por ejemplo, reproducidos en bulto. El color verde, natural en el bronce oxidado, contribuye más todavía a imprimir a esas esculturas el sello del paisaje.

El Campanile, obra del Giotto, hacía exclamar a Carlos Quinto «que desearía guardarlo en un estuche».

Visité igualmente la Biblioteca Laurenciana, rica en manuscritos que me llamaron la atención, los unos por su antigüedad, los otros por su belleza caligráfica, siendo de estos últimos el Homero en griego del siglo XV, tan precioso, que con más gusto me serviría del que de uno impreso aunque fuera obra maestra de tipografía. Entre los primeros, vi un Virgilio del siglo cuarto o quinto, del cual no diría lo del Homero, pues si me hubiera gustado mucho   —174→   poseerlo como curiosidad, para la lectura preferiría cualquier ejemplar de una edición de pacotilla.

Entre las maravillas no religiosas de Florencia figuran ante todo las celebérrimas galeras artísticas llamadas degli Uffizi y Pitti. Como no he de hacer aquí un catálogo de todas sus riquezas, para lo cual mis lectores pueden consultar, entre otras obras, la de Viardot, Musées d'Italie, me limitaré a apuntar sin orden alguno las esculturas y pinturas que llamaron más mi atención y ante las cuales me detuve mayor número de veces.

Esculturas de mármol: un jabalí copiado de un célebre modelo griego por Tacca, de quien ya me he ocupado al hablar de Liorna; dos perrazos alobunados o dogos, que en una actitud muy natural y con las fauces abiertas parecen guardar la entrada del Museo; un Baco, y un Adonis moribundo de Miguel Ángel; un San Juan Bautista extenuado por el ayuno, de Donatello, magro, flaco y chupado como uno de nuestros cholos cuando salen del hospital, y un David vencedor de Goliath por el mismo Donatello, muchachuelo simpático que prefiero al de Miguel Ángel que se ve en la Piazza del Duca; una copia del grupo de Laocoon por Bandinelli (1550). En la obra primitiva intervinieron, según Plinio, tres grandes escultores de la antigüedad; y Bandinelli que sólo llevó a cabo la suya, se entregó a los mayores transportes. Hércules niño ahogando dos serpientes, el gracioso grupo de Psiquis y el Amor; el Genio del Amor, y finalmente la sala llamada de Niobe donde se ve figurada toda la horrible historia de esa familia, víctima de la cólera celeste, y de que hablan la mitología y la Metamorfosis de Ovidio. La figura más conmovedora quizá del grupo, a pesar de no vérsele la cara como a la madre que la levanta al cielo llena de angustia, es la de la hija menor, que arrodillada a los pies de Niobe intenta ocultarse en el regazo materno para guarecerse de las iras celestes, acción que la madre protege inclinándose sobre su hija y como queriendo envolverla, y levantando al mismo tiempo el rostro que con clamor agonizante parece demandar misericordia «para la última» como tiernamente dice Ovidio.

La túnica que cubre a la chica, toda empapada, adhiriéndose al cuerpo y dibuja con toda limpieza los hombros redonditos, el hoyo de la quebrada cintura, y las otras redondas formas de su cuerpo.

  —175→  

También es hermosa la Venus Urania, de celestes amores poseída, y delicada la figura de la Sacerdotisa que se ve a su lado.

Entre los bronces antiguos recomiendo la célebre estatua del Orador, y la Minerva descubierta de Arezzo; y entre los modernos, el paro doméstico o casero de Tucca, con tanta naturalidad representado; el expresivo Mercurio, de Juan de Boloña, que en la actitud de tomar vuelo, apoya vigorosamente la punta de un pie en la cabeza de un Eolo soplando; un busto colosal de Cosme I por B. Cellini; el Sacrificio de Abraham, de Ghiberti, que tiene el extraordinario mérito de ser la muestra de su talento escultorial que mandó al concurso para las puertas del Bautisterio. La mata, la zarza, la pira, el vellón del carnero que aparece, lo agreste del sitio, todo se prestaba aquí a que Ghiberti hiciera alarde de ese genio demasiado pintoresco de que hemos hablado, que podrá serlo en demasía para la severa crítica, pero no para el espectador que goza y no averigua si esas galas pintorescas están o no en su sitio. Al lado del modelo de Ghiberti se ve el que mandó otro concursante al certamen de quien ya hemos hablado, Brunelesco.

En la salita octógona está la Venus de Médicis, de fama universal como la de Milo. Aquella, pequeñita, menuda, graciosa, coqueta, seduce mucho menos sin embargo que la de Milo, tan arrogante, tanta soberbia en medio de su mutilación, que los brazos no parecen hacerle falta para dar un brazo. La de Médicis produce una especie de desencanto; porque la imaginación no puede remontarse en vano tantos siglos para hallarse con una mujercita bonita como se hallan hoy a patadas en nuestros modernos salones.

Cualquiera que sea la Venus de la escultura antigua, es siempre delgada; los griegos no concebían hermosura gorda.

La estatua del amolador o vaciador de navajas descubierta en Roma en el siglo XVI, es notable por su expresión.

Se cree que representa a un escita afilando por orden de Apolo el cuchillo con que ha de desollarse a Marsyas.

Un fauno bailarín o danzante, apoyando un pie en un fuelle, ha sido restaurado bastante bien por Miguel Ángel.

Entre las pinturas con Venus desnudas de Ticiano, ambas con el atributo, algo moderno en mi concepto, del perrillo faldero. Cansado   —176→   el visitante de tanta Virgen y el Niño, Santa Familia, Adoración de los Magos de los Durero y otros, se complace ante la novedad pagana de este cuadro. Una de las Venus, acostada, tendida largo a largo con profunda molicie, y con cabellos y pestañas del color del otoño, es muy superior a la otra, quizá algo tosca y rolliza para Venus, y quizá sin otro aliciente que su desnudez. El colorido de este cuadro delatará más tarde en la Galería Borghese de Roma al autor del «Amor sagrado y profano» que en dicha galería figura.

En el Palazzo Pitti son bellas las siguientes pinturas: Marinas de Salvatore Rosa, un Diógenes de Carlo Dolci, y ante todo la conocidísima Madona della Seggiola de Rafael, multiplicada una y mil veces por la pintura, el grabado, el agua fuerte, la fotografía y una Judith de Cristoforo Allosi, representado él mismo en la cabeza de Holofernes y su querida en la figura de Judith; unas Parcas de Miguel Ángel; unas Batallas de Salvatore Rosa, etc., etc., y por último, mil curiosidades del cincel de Benvenuto Cellini.

Estuve también en el Museo Egipcio, en varias bibliotecas más, fuera de la Laurenciana, en el Jardín de Boboli, en la Cascina, el Bois de Boulogne de Florencia, etc.

Y concluyamos aquí con el mundo muerto de los recuerdos representados por iglesias, museos y hombres célebres, y entremos en Florencia viva, industrial, o lo que es lo mismo, pasemos a las impresiones callejeras que son aquellas de que más fecundo es mi diario.

Florencia empezó por recordarme a Venecia, con la diferencia que el callejero no encuentra un lindo café como el de Florián, que en esto de cafés y restaurants y aun teatros dramáticos, Florencia es inferior, no diré a Venecia que sólo tiene su Florián, sino a Génova donde se ve el excelente Café y Restaurant de la «Concordia», y el Teatro Paganini. El café más aseado y decente en Florencia es el de Bisorte.

De los teatros dramáticos no debería hablar porque no los vi, pero en el mero hecho de estar cerrados, se demuestra que aquí el arte dramático no está muy en boga.

  —177→  

He estado sí, en el Teatro de la Pérgola, cuya fachada es tan insignificante, que se pasaría por delante de ella sin sospechar que es la de un teatro. Su interior, aunque no carece de doraduras, me pareció de una desnudez que raya en pobreza.

En la parte alta de la boca del proscenio hay un reloj, ingenioso y elegante como casi todos los de los teatros de Italia. Uno que vi en Milán, figuraba un globo azul incrustado en el lugar conveniente, y mostrando en su hemisferio visible a un lado la hora y el otro los minutos. Cada cinco minutos se cambian los números arábigos que marcan los minutos, y cada hora el número romano de la hora, operándose el cambio por los lados y sin que el globo gire. Los caracteres son de materia blanco mate, y con la luz que tienen detrás, se pintan perfectamente en el fondo azul de la media esfera.

En Venecia hay un reloj en la torre llamada del orologio que está al lado de San Marcos, casi tan complicado como el de Estrasburgo. La hora y los minutos constantemente marcados a derecha e izquierda, son también transparentes y miran mejor de noche que de día, como les sucede a los caballos zarcos.

El del teatro de la Pérgola en Florencia era como sigue: una esfera blanca cuya mitad inferior la ocupan y llenan dos amorcillos envueltos en olas o nubes. El uno de ellos acaba de disparar una flecha, y el otro cogiéndola al vuelo, se la presenta verticalmente para que su punta pueda señalar las horas marcadas en la mitad superior del planisferio, que son las comprendidas entre las siete y las doce, como que se supone que el espectador ni ha de entrar antes de las siete, ni ha de salir después de las doce.

La aguja del reloj de la Pérgola no se mueve; y lejos de correr el minutero a la derecha en pos de las horas, son éstas las que a la izquierda corren en pos del dichoso minutero.


Y es el género dulce femenino
el que busca al inmóvil masculino.



Leed todo esto con atención y aprended ¡oh mujeres! esquivas y, melindrosas. Pero sigamos adelante, no sea que con razón se me tilde de Maximus in minimus, minimus in maximis.

Florencia es el país de las aspiraciones... al hablar, aspirándose en su dialecto aun letras secas que nunca creí yo se pudieran   —178→   prestar a esto como por ejemplo la c y la q. Nada más común que oír por las calles el jinto por el quinto; la jolona por la columna; la jantonata por la cantonata, por lo que parece que los individuos estuvieron aquejados de un estornudo continuo o de una especie de muermo. Pero ¿qué extraño que aspiren la q y la c? ¿No hay arequipeño que aspira aun la silbante S diciendo me quijiste por me quisiste?

¿Dónde está el beau monde? me preguntaba yo. O anda rustiqueando como el de Venecia, o es poco amigo de salir de su casa porque por la calle no veo rodar otra cosa que pelotones de sucia chusma, lo que hace que tanto las calles como los cafés me parezcan feos y sucios por estar tan mal concurridos.

Los pilluelos o mataperros o granujas están en su elemento; no se meten con nadie, es verdad, pero andan gritando y silbando con toda la fuerza de sus pulmones, o bien retozando desaforadamente, como sucede en Lima, lo que equivale a meterse con todo el mundo.

Observo que por el papel que representan los muchachos en una ciudad, puede colegirse el grado de su civilización. En París no se les siente; al cabo de algún tiempo de residencia, el viajero procedente de Lima u otros puntos análogos no puede menos de preguntarse: «¿Qué es de los muchachos?».

En Florencia se suelen pasear en pandillas cantando como berracos, y no pocas veces haciéndoles coro algunos otros plebeyos ya talluditos. Al oír estas óperas al aire libre no puede uno menos de preguntarse: «¿Si sacaran de aquí esas brillantes compañías líricas que nos suelen llevar a América?».

Huyendo de tales espectáculos suelo apurar mi paso, como quien cuanto antes desea llegar a la ciudad, o a la calle principal si en la ciudad está; pero ¡ay! ni la ciudad ni la calle principal tienen cuándo llegar por más que recorro Cacciaioli, Legnaioli, Cavour y otras calles principales.

Todas las bellas e inmateriales impresiones que se reciben al visitar los museos e iglesias se desvanecen al entrar en la vida callejera.

La industria dominante en Florencia y la que le imprime carácter es la fabricación de mosaicos que se dividen en de piedra dura y de conchigli o conchuelas.

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La variedad de piedras explotadas es tanta, que según parece llegan a 72 clases, y los mosaicos de conchuelas han llegado a adquirir tal perfección, que casi se confunden con los de pietra dura.

El mosaico florentino se diferencia del romano en que aquél es hecho de piezas grandes y planas, por lo que tiene que circunscribirse a la imitación de cosas que presentan grandes superficies planas, como plantas y flores, animales y al paso que el romano, compuesto de menudísimas astillas cúbicas puede acometer aun la empresa de reproducir cuadros y retratos, por lo que el asunto de los mosaicos romanos suelen ser los monumentos de Roma, que reproducen con la perfección del pincel hasta en mínimas dormilonas de señoras.

Nada más fácil de distinguir pues que un mosaico florentino de otro romano: basta mirarlos de través; y mientras el primero presenta una superficie lisa y unida apenas interrumpida de trecho por la juntura de una piedra con otra, que no produce mal efecto, pues recuerda los filamentos y nervios de las plantas, el segundo ofrece una superficie resquebrajadísima que quita toda ilusión.

Así los grandes cuadros al óleo maravillosamente copiados en mosaico que se ven en San Pedro de Roma, y que vistos de frente parecen copiados a pincel, descubren el engaño tan pronto se le mira de lado.

Después de la industria mosaiquera, viene en Florencia la de artículos de paja, como sombreros, cigarreras o petacas y hasta zapatitos de señoras.

De 1812 a 1825, cuando la industria ésta se hallaba en su mayor auge, produjo de doce a catorce millones de francos anuales; después ha decaído, y el producto anual en el día no pasa de cinco millones de francos.

Algunos sombreros salen tan finos, que se dan por ellos 500 y hasta 1.200 francos, altura a que no sé si habrán llegado alguna vez los de Guayaquil.

Sombreros florentinos hay tan tendidos de falda, que sirven de quitasol a las vendedoras de flores o rameras (pues venden ramos) que abundan aquí, como en Génova, Milán, Venecia y Trieste, y que el viajero debe apuntar como una de las no muy despreciables plagas de estos países.

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Las tales floreras o floristas que no tiene de poético más que el nombre, el oficio y el sombrerito aparasolado de pastorcita suiza, acometen y asaltan al viajero en las puertas de los hoteles y cafés, en plaza de San Marcos y en todos los lugares concurridos, metiéndole sus ramos y ramitos de violetas, no sólo por los ojos, sino hasta en el mismo ojal de la levita o gabán, donde los colocan con singular desfachatez para hacer la compra más obligatoria.

Tan feas, tan flacas, tan viejas suelen ser, no obstante sus pretensiones, que la policía debiera cargar con no pocas de ellas.

No se haga ilusiones el lector con lo de florista y sombrero de paja, que tal vez hubo vestal y sacerdotisa de Isis que fue un mamarracho, no obstante lo poético del nombre y del ministerio.

Por si no bastaban a Florencia sus múltiples encantos arquitectónicos, esculturales, pictóricos e históricos, y sus paseos a la Cascina, Lungo l'Arno, ofrecía entonces, a guisa de sobremesa de Caminantes, el espectáculo de una Exposición Industrial.

El autor de la guía o Viaggio attraverso l'Esposizione italiana de 1861, Di Yorick, figlio de Yorick, era un tanto original como se puede colegir de su nombre o seudónimo tomado del Hamlet en donde figura como nombre del bufón del Rey de Dinamarca, del advertir que es hijo de su padre, y más que nada de la siguiente dedicatoria:


      Casto Lettore,
Hay tu due lire in saccoccia!
Questo libro e per te,
e le due lire per me!




      Casto Lector,
¿Tienes dos liras4 a mano?
¡Este libro es para ti las dos liras para mí!



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Cuánta diferencia de esta concisión a aquella sublime con que Víctor Hugo proscrito, dedicaba a Francia uno de sus últimos libros:


«Livre qu'un vent t'emporte
en France ou je suis ne,
l'arbre déraciné
donne sa feuille morte».




Libro, que un viento próspero
te lleve amigo
a la tierra de Francia
donde he nacido;
mas no me queda,
árbol desarraigado,
doy mi hoja muerta.



Yorick es un seudónimo célebre en las letras contemporáneas de Italia; corresponde al escritor Leopoldo Ferrigni.

Saccoccia quiere decir faltriquera; y las cuatro cccc aglomeradas en fila en la dedicatoria italiana, me daba trabajo el deletrearlas.

¡Qué gana de hacer trabajar al prójimo! Yo que suspiro por el día en que se acaben los puntos sobre las íes para librarme de escribir cuatro al hilo por ejemplo, en la palabra insignificante, y por aquel en que los puntos y las comas se esparzan como grajea sobre el escrito, después de concluido, para no entorpecer la marcha de la pluma mientras uno está escribiendo, figúrense ustedes si no me daré al diablo cada vez que tengo que trascribir palabras de reduplicada consonante como saccoccia, sonno, danno, etc.

El italiano es la única lengua en que se deletrea las consonantes dobles; son-no-dan-no. Cuando hay varias de ellas en una misma voz hacen difícil la pronunciación rápida, como en suilup-pat-tis-simo.

Para librarnos de consonantes reduplicadas, tendremos que esperar hasta Malta o más bien hasta Alejandría de Egipto que todavía en aquella isla se habla mucho italiano.

Mientras tanto del señor Yorick, hijo de su papá, pueden ustedes librarse siguiéndome a Roma, donde tal vez nos esperan mayores males.



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ArribaAbajoCapítulo XVIII

Roma.- Dificultades para llegar a ella.- Oportuno recuerdo de Virgilio.- Desilusión.- Romance histórico sobre lo más notable de Roma.- El Papa.- El Vaticano.- El Capitolio


Propuse a usted en el anterior que me siguieran a Roma, y como no creo que haya quien se resista a tan interesante romería, me los figuro ya armados, no del bordón de los antiguos romeros, sino del indispensable ticket ferrocarrilero de los viajeros modernos.

Saliendo de Florencia y del «Hotel Luna», que es malo y sucio, llegaremos en dos horas y media a Liorna por el tren directo.

Aquí hago de cuenta que usted no me siguen o que son ciegos, y comienzo a hablar por mí sólo como si no llevara tan amable compañía.

Fui a posar en Liorna al «Hotel du Nord», como la vez pasada, mientras llegaba el momento de zarpar para Civita Vecchia.

Liorna, su aseo, limpieza y buenas calles quedan descritas páginas anteriores. Lo que sí creo no haber dicho, o si lo dije volveré a repetirlo, es que la ciudad más indocta de Italia es un verdadero nido de arpías, tal es el enjambre de hambrientos y escuálidos bichos que se precipitan sobre el viajero, asaltándolo y colgándose casi de él, hasta que no lo desuella.

Es una gente la de esta playa, real y efectivamente traspasada del «auri sacra fames».

A la mañana siguiente salí a tomar pasaje para Civita Vecchia. Advirtióseme que fuera antes a la Embajada de Roma a hacer visar mi pasaporte, extendido en Lima en 9 de abril de 1859 por Nicolás Freire, y que es hoy una verdadera curiosidad, con tanto visto y revisto y con la tanta mugre y remugre de las mil manos que lo han acariciado, desde las palurdas de Trun, hasta las babiecas de Constantinopla.

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La bendita embajada habíase hallado situada a una gran distancia; pagué cuatro francos por la rúbrica de mi pasaporte y volví a depositarlo en manos de los Agentes de Vapores, a petición de ellos, para que me fuera devuelto en el puerto de Roma al día siguiente, pues tal era el reglamento entonces.

A las tres de la tarde me tenían ustedes a bordo del magnífico vapor francés «Aunis», en el cual la segunda clase es tan limpia y transparente como la primera.

A la mañana siguiente, después de voltejear largo rato a vista del puerto, fondeamos en Civita Vecchia. Aquí pararon mis regocijos, pues permanecimos quietecitos e inmóviles durante tres horas, mientras nos llegaba de tierra el permiso o venía para desembarcar.

Dos antes, en Málaga me habían atormentado con una detención igual.

Al fin apareció el empleado portador de un permiso para cada pasajero, permiso que no se otorga mientras que los respectivos pasaportes no han sido convenientemente examinados en tierra.

Desembarcamos; nuevos obstáculos. Vaya usted a buscar su pasaporte, el mismo que le quitaron la víspera en Liorna; dé usted al recibirlo medio franco más sobre los cuatro ya desembolsados; acuda usted en seguida a la Aduana, abra su equipaje para someterlo al registro, pague un nuevo franco por una papeleta en que se hace constar que el equipaje ha sido abierto; vuele usted a la estación, y una vez en ella, lanzose a una oficina adyacente, afloje otra vez el pasaporte y reciba en cambio una papeleta para reclamarlo 24 horas después en la ciudad que de veras se va haciendo eterna.

¿Creerá el lector que ya concluimos?

Pues aún falta. Ahora hay que pasar desalado a la sala de espera, que mostrar al portero, no el billete de ferrocarril que se acaba de tomar, sino una de las papeletas que ya se había olvidado en el fondo de uno de los bolsillos.

Se llega por último a Roma y es encerrado uno bajo llave en un salón junto con los otros viajeros, permaneciendo así largo rato hasta que se abre la puertecita que da paso a la sala de equipajes.

Precipítanse los impacientes viajeros; agólpanse; pero no bien han pasado unos dos, cuando el inflexible brazo del sargento portero cae como una barra y cierra la entrada, no volviéndose a levantar hasta   —184→   que los dos que tuvieron la fortuna de pasar los primeros han reclamado su equipaje, y recibídolo, y hécholo cargar y conducir al ómnibus, y acomodádolo, y acariciádolo, y repantigándose y el sudor limpiándose.

Colmado al fin el ómnibus con nosotros y nuestras cosas; listo todo... «¿Partieron?» preguntará el lector con alegría. Pues no, señor; no partimos, sino que nos quedamos allí clavados una media hora.

¿Por qué? ¿y a qué causa? ¿y con qué fin? Nadie lo descubría. Yo me creía en pleno siglo XV o en pleno Perú, que por ahí va todo; y tanta angustia, y tropiezo tanto llegó a encenderme en tal manera el deseo de ver Roma, que ya no me la figuraba como a las demás ciudades de la tierra que dejaba vistas, sino como a un lugar encantado, y tan lejanísimo, que se andaba, se andaba y se andaba y nunca a él se llegaba, como cosa de cuento; como a un harén o serrallo al que no se podía penetrar sino después de mil precauciones, como un paraíso o quinto cielo cuyo acceso costaba sudores:

«¿Qué tanta fue tuya la curiosidad de ver Roma?»



Pregunta un pastor a otro pastor en la primera égloga de Virgilio, en un hexámetro cuyo movimiento o cadencia he tratado de imitar en la traducción que precede, que podría figurar con honor en el «Sistema Musical de la Lengua Castellana» de don Sinibaldo de Mas.


La libertad, que aunque tardía, al cabo
mirar dignose al infeliz esclavo
cuando mi barba anciana
caía ya sobre mi pecho cana,



contesta el interpelado pastorcillo de la Égloga. Apostrofado yo con otro.


Et quae tanta fuit Romam tibi causa vitendi?



Respondería:


Curiosidad, que con tropiezo tanto
tales en mi alma proporciones toma,
que la ciudad de Roma
me llegó a parecer cosa de encanto.



  —185→  

Entré al fin, y la ciudad misteriosa o encantada, el paraíso, el quinto cielo desarrollose bajo las ruedas de mi ómnibus con todas las apariencias de una gran caballeriza, tal era el huano que cubría sus calles.

Roma no entra desde luego por los sentidos como otras ciudades. Es una de esas frutas que no embriagan sino después de haberlas pelado; hay que despojarla de su grosera corteza y desentrañarle el buen sabor. Es una tuna o higo chumbo.

Si yo me hubiera comprometido desde el prólogo y primeras páginas de estas Memorias a trazar una guía didáctica y sistemática de los países que iba a recorrer, he aquí el momento en que tiritando y desconcertado me arrepentiría de haberme embarcado en tan magna empresa.

«¡San Pedro!» me diría espantado; ¡el «Vaticano»! el «¡Tíber!» las «¡Siete colinas!» el «¡Papa!» el ¡Capitolio! el «¡mausoleo de Adriano!» el «¡Corso!» la «¡Columna de Trajano!» el «¡Foro!» el «¡Coliseo!» las «¡Catacumbas!» las «¡Basílicas!» el «¡Panteón!».


¡Los arcos y las termas y los templos!
¡Los circos, anfiteatros y acueductos!
¡Los rostros, las columnas y obeliscos!
¡La vía de Apio Claudio y los sepulcros!
¡Lo antiguo, lo moderno y lo antiquísimo!
¡Lo temporal y eterno! ¡Cómo dudo
al pensar que tal obra de romanos
de ser tarea mía estuvo a punto!



Felizmente a nada de esto me comprometí y alabo mi discreción. No basta haber permanecido en Roma 22 días recorriendo diariamente todas sus curiosidades, no basta haberse extasiado en la Capilla Sixtina ante (o más bien bajo, pues están pintados en lo alto de una bóveda y para verlos bien, como dice un escritor francés, «hay que romperse las vértebras del pescuezo») ante los frescos de Miguel Ángel sobre el Juicio Final, trazados con una maestría dantesca que recuerda las vigorosas escenas de la «Divina Comedia»; no basta haberse embebido ante el colosal Moisés bicorne esculpido en mármol por el mismo Miguel Ángel; ni ante el Apolo de Belvedere y el grupo   —186→   de Laocoon de las galerías del Vaticano, ni haber trepado de rodillas las graderías de mármol, gastado con el tanto uso, de una basílica, ni haberse pasmado ante los enormes monolitos de la malaquita de otra basílica, ni haberse absorbido en San Onofre delante de la lápida del desaparecido Tasso o del moderno Mezzofanta, el extraordinario Polígloto o Pangloss que da lo mismo.

Nada de esto basta; ni el haber cosechado un mundo de impresiones tiernas, patéticas, sombrías, etc. Es necesario que, transmitidas al papel, puedan dichas impresiones fluir, correr con limpieza, con claridad, con brillo y con novedad, y he aquí lo difícil.

No diré pues «que dejo a plumas más autorizadas la descripción de Roma», sino «que plumas más autorizadas no me dejan a mí nada que espigar en este terreno por fecundo que sea».

Las humildes generalidades que van a seguir no tienen más objeto que establecer la continuidad del hilo narratorio, que podría quedar trunco, si bruscamente, como Eneas a Anquises me echara a mi lector a cuestas y cargara con él a Nápoles.

Piense además el buen lector que nos falta mucho espacio que recorrer, y regiones asaz desconocidas, como las costas orientales de Sicilia, Malta, Egipto, Damasco, Constantinopla y Atenas, en las cuales menos abrumado por el recuerdo de gloriosos predecesores podré campear más a mis anchuras. Piense esto, digo, y perdone que abrevie.



Mi primera visita de viajero cristiano fue a San Pedro y al Vaticano; miento, que antes me fue forzoso ir a buscar al señor don D. Luis Mesones para recoger mi pasaporte.

En mi visita a aquellos lugares tuve ocasión de tropezar con Pío IX. El Papa salía del Vaticano y su carroza le aguardaba en la extremidad de una de las dos galerías semicirculares que rodean la plaza San Pedro.

Desde que al desembocar de la gran columnata en mi descenso del Vaticano me encontré con una lujosísima carroza tirada por cuatro caballos atravesada en mi camino, comprendí que era la del Papa y que éste no tardaría en presentarse.

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Detúveme pues casi delante de la portezuela del coche, y me recosté en la última pilastra de aquel magnífico portal arqueado, haciendo lo mismo que yo unos ocho o diez individuos más, apostados allí y en la pilastra del frente, sin duda por la idéntica causa de la curiosidad. Dos alabarderos del Papa vinieron a colocarse a ambos lados de la portezuela, y luego supimos que su Santidad iba a salir. No se hizo aguardar Pío Nono, y pronto lo vimos aparecer en la parte más alta de la latería, por la escalera por donde yo había bajado y que es la que conduce al palacio del Vaticano, en el cual se encuentran las habitaciones del Papa, Museos, etc.

El Papa venía a paso majestuoso, acompañado de los familiares y velada su faz por el enorme gavión o sombrero tendido de falda, huarapón, que materialmente le daba el aire de un pastor... de numeroso rebaño.

Cuando se halló entre las dos filas de curiosos, todos nos descubrimos y pusimos rodillas en tierra, andando yo tan feliz, que la base de la pilastra a que me había arrimado, me sirvió de cómodo reclinatorio.

Un estudiantillo o seminarista vestido de sotana, que estaba a la cabeza de los espectadores de enfrente, se precipitó al encuentro de su Santidad, y con aire resuelto se arrodilló, le besó la mano y le entregó una papeleta, que Pío lanzó por encima de su hombro a uno de sus acólitos, y continuó hasta su coche repartiendo bendiciones, y acogido, no por aplausos y vivas como los demás soberanos, sino por un concurso arrodillado, descubierto y mudo.

Al atravesar la plaza en su carruaje distribuía bendiciones a los transeúntes que se iban afinojando a un lado y otro.

Algunas mujeres del pueblo de aspecto pobre, entregaban papeletas o memoriales a los granaderos que escoltaban el coche, y que eran trasmitidos por ellos por las ventanillas.

Muchos de estos papeles son simplemente felicitaciones en verso. El Vaticano es más que un solo palacio, una reunión de palacios en la que cada sucesor de San Pedro ha ido agregando algo, como se ve por el Museo Pío Clementino que recuerda a un Pío y a un Clemente, la capilla Sixtina que recuerda a un Sixto, y el otro brazo de Museo llamado Braccio Nuovo debido igualmente a un nuevo Papa.

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La etimología de Vaticano es bastante curiosa, como que según el lector de las Noches Áticas, Aulo Gelio, viene de vaticinio, por lo que allí se dictaban en tiempo del paganismo.

El Vaticano es para los cristianos lo que el Capitolio era para los paganos, y gran parte del grupo inmenso formado hoy por San Pedro y el Vaticano se halla sentado más o menos en el sitio donde Nerón tenía sus jardines y los circos en que se inmolaban cristianos.

Roma cristiana está tan empotrada en Roma pagana, que es raro el templo o basílica en que no despunta alguna columna antigua o capitel. Pero no nos alejemos del Vaticano sin describir aun cuando sea ligeramente alguna de las muchas curiosidades de su Museo.

Entrando por la larga galería lapidaria, se desfila entre el paganismo y el cristianismo, pues se tiene a la derecha lápidas, inscripciones funerarias, etc., paganas, y a la izquierda monumentos de igual clase, pero del cristianismo, desenterrados en las catacumbas.

Lo que más interesa y enternece en estos últimos es la candorosa ingenuidad que empleaban para entenderse misteriosamente los perseguidos cristianos de los primeros tiempos.

Figura en primer término el monograma de Cristo compuesto de la letra griega X que en latín se traduce por Ch como se ve en Christus que viene del griego Xristos, de la letra X, repite cruzada sobre la letra P, letra igualmente griega que se traduce por la nuestra R. Esta cifra suele ir escoltada por un alfa y un omega como significando que Cristo es el principio y el fin de todas las cosas.

Los emblemas figurados son más graciosos y sentidos todavía. Así por ejemplo el pescadillo que figura esculpido por todos lados significaba nada menos que todo esto: «Jesucristo de Dios hijo Salvador». ¿Por qué? Porque el nombre griego del pescado es ixthus, que reúne todas las iniciales de Iesus Xristos theu vios Soter, Jesucristo de Dios hijo Salvador.

Por esto los primeros cristianos se designaban entre ellos con el nombre de pisciculi, pececillos.

Los demás emblemas, no menos interesantes, son de carácter histórico o moral, como se ve por el Arca de Noé, la viña, la paloma, el ancla, el buen pastor, etc.

Los lectores que no puedan ir a Roma harán bien en comprar la curiosa obra de Martigny «Dictionnaire des Antiquités Chretiennes»   —189→   (París, Hachete, 1865) donde hallarán figurado todo lo que yo aquí voy describiendo, y otras mil cosas más.

En mi primera visita al Museo no pude entrar, porque una especie de lego que andaba por allí me dijo que las puertas permanecían cerradas con motivo del Avento.

El Avento, me dije yo para mí, es probablemente lo que nosotros llamamos el Adviento; mas como yo no sabía otra cosa que la tal festividad que lo que dice el adagio que cada cosa es su tiempo y los nabos en adviento, dije a mi hombre en el mejor italiano que pude: ¿y qué tenemos con que sea el adviento?

-¡Cómo! -me replicó el asustado monigote.

Lei e prottestante?

El rigorismo religioso es tal en Roma, que en ningún café o restaurant se sirve ostensiblemente de carne los días viernes, y para conseguirlo hay que entrar en algún segundo salón que no dé a la calle. El Braccio Nuovo es otro departamento del Museo, y en su construcción se admiran algunas magníficas columnas de alabastro oriental, otras de una piedra de un amarillo muerto que los franceses llaman amarillo antiguo, y un magnífico pavimento de mármol con varios mosaicos antiguos.

De sus estatuas o grupos llaman la atención los siguientes: un Antinoo representado bajo la forma del Dios de los jardines y de las frutas, Vertumno. Antinoo, el hermoso favorito del Emperador Adriano, tal como allí se le representa, tiene no poca semejanza con algunos batos y retratos de Lord Byron.

Una Venus Anadiomena, que saliendo de la posición habitual y uniforme en que se representa a todas las Venus, aparece exprimiendo sus mojados cabellos después del baño.

El grupo colosal del Nilo figurado; cuya fama es universal. El fluvial dios egipcio está tendido largo a largo, apoyado en una esfinge. Diez y seis chicuelos de un codo de alto se pasean por todo su cuerpo significando los 15 codos que el Nilo necesita crecer para fertilizar la tierra egipcia. Uno de ellos pone una haz de espiga en la mano del dios; otro le corona, y otro finalmente descansa con los brazos cruzados en la cornucopia que el fecundante río tiene en la mano izquierda.

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Otros niños, no menos graciosos, juguetean a sus pies y tratan de hacer reñir a un cocodrilo con un icneumon, animal propio del Egipto, especie de rata de agua y cuyo nombre viene del verbo griego ikneuo que significa arrastrarse.

Las caras del zócalo sobre el cual descansa todo el grupo, que vengo describiendo, representan animales y plantas indígenas, como cocodrilos, hipopótamos, (voz igualmente griega), cabatto del río, ibis o garzas, icneumones, etc.

Cuando alguna familia se detiene ante este ingenioso y admirable grupo, es muy de ver el alborozo de los niños al contemplar los 16 alegóricos que dejamos escritos.

En el Museo Pío-Clementino se ve la famosa estatua del famoso cazador antiguo, Meleagro, acompañado de su perro y con la cabeza del terrible jabalí de Calidonia; y en el patio octógono, llamado de Belvedere, está el Apolo que lleva este nombre, el grupo de Laocoon, y algunas obras más que pasan por la maravilla de escultura antigua.

El Laocoon fue desenterrado en 1506. Este grupo admirado por los mismos antiguos hace decir a Plinio opus omnibus et picturae es statuariae artis proponendum, obra que debe anteponerse a todas las producciones del arte pictórico y estatuario. Tres escultores de la antigüedad trabajaron en él; y sus nombres, que por fortuna se han conservado, son los siguientes: Agesandro, Polidoro y Atenodoro.

El Apolo fue descubierto en los primeros años del siglo XVI. Su actitud serena, no obstante los dardos que acaba de disparar y que tan lejos han de ir, revela la maestría del escultor.

Finalmente la rotonda conocida con el nombre de sala de la Biga, es interesante por las costumbres que representa.

Vese allí desde luego el carro romano de un solo tiro, biga, (así como el de dos tiros o cuatro caballos se llamaba cuadriga) que da su nombre a la sala. La biga es de mármol y ha sido grandemente restaurada.

Vese también los discóbolos, esto es lanzadores del disco, o bien, jugadores de tejo. Ambos están representados en el crítico momento en que cogido el tejo entre los dedos índice y pulgar, miden con la vista la distancia que lo van a hacer recorrer.

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Vese la distancia que lo van a hacer recorrer.

Vese finalmente un Auriga o cochero que acaba de obtener la palma de la carrera en el circo, por lo que lleva en una mano el emblema de su triunfo, y en la otra unos trozos de riendas como trofeo, todo lo cual reunido hace asistir por un momento al visitante a las costumbres públicas de los antiguos.

La Biblioteca del Vaticano tiene fama en Europa por sus manuscritos, lo mismo que la del Escorial. Los contiene en número de 23.577: y en cuanto a los impresos, no pasan de 80.000.

Saltemos ahora al Capitolio. Pese a sus gigantescos recuerdos, los romanos de hoy lo llaman humilde e industrialmente, Campidoglio, esto es, campo de aceite, así como inurbanamente llaman Campo de Vacas (Campo Vaccino) al antiguo foro Romano.

Se llega a una plaza, vulgar y pequeña, se sube por una larga rampa y viendo colosales estatuas de Castor y Pólux, llamados colectivamente por los Griegos Dioscuros, y las célebres columnas miliarias, una de las cuales marcaba la primera milla de la Vía Apia.

Pisa uno al fin la plataforma donde un tiempo tronó Júpiter Capitolino y donde en la Edad Media fue coronado el Petrarca. Allí se encuentra la estatua ecuestre de Marco Aurelio.

El Capitolio tiene también su Museo, cuyas esculturas más notables son un Júpiter de mármol negro, un Hércules niño de basalto, esto es, del mármol verde de los Egipcios, un lindo fauno del mármol rojo que los franceses e italianos llaman «rojo antiguo», el grupo del Niño y la Oca, el célebre Gladiador moribundo, lleno de dolor y sentimiento, y cuya verdad anatómica no repugna como el San Bartolomé de Agrates que dejamos visto en la Catedral de Milán; y por último, en el Gabinete reservado, la célebre Venus del Capitolio, el grupo de Psiquis y el Amor y el de Leda y el Cisne.

He aquí el moderno atractivo del Capitolio. Degenerado de su antigua y austera grandeza sólo se recomienda hoy por sus curiosidades artísticas.

Hemos llegado por decirlo así, a la tarde de nuestra descripción, y para concluir con la Égloga X, ya que empezamos con la primera, diremos:


Solet esse gravis cantantibus umbra.




       La sombra
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dañosa suele ser a los que cantan.



Suspendamos pues el canto a la sombra, pidamos órdenes a nuestro amigo y compatriota don Pedro García y Sanz, que estudia en un seminario y que algún día será monseñor, y pidámoslas al señor doctor don Luis Mesones, nuestro buen plenipotenciario, el cual nos encargara para Nápoles unos corales por valor de 200 pesos, encargo que no tendremos el gusto de cumplir; y hecho todo esto, partamos para Nápoles.



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ArribaAbajoCapítulo XIX

Travesía de Roma a Nápoles.- Primeros días de Nápoles.- Hoteles; calles y paseos.- Inclemencias del tiempo.- Mr. Eugenio Young.- Noche toledana.- Los cicerones.- Excursión a Pompeya.- Varias clases de viajeros.- Pompeya


El 22 de diciembre de 1861, después de almorzar en el hotel de la Minerva, salía yo de Roma y en un coche me encaminaba a la estación del ferrocarril. Partí para Civita Vecchia, llegando a dicho punto con tiempo de sobra para tomar el vapor de Nápoles. Tocábame por segunda vez el Aunis de la línea francesa, que debía zarpar esa tarde a las cuatro.

Algunos pasos tuve que dar antes de embarcarme porque de costumbre en los Estados de la Iglesia, todos eran tropiezos; y así, habiendo depositado la víspera mi pasaporte en la policía de Roma y abonado una cantidad, tenía que pensar ahora ante todo en reclamarlo.

Este paso llamó otro, y de tropiezo en tropiezo, molestia en molestia llegué por fin a bordo.

La travesía fue buena, lo que no impidió que yo me mareara desde los primeros momentos, tanto que acababa de sentarme a la mesa, y empezaba a llevar a la boca la primera consoladora cucharada de sopa, cuando «del plato a la boca se me cayó la sopa». Un vuelco repentino en mis entrañas me hizo retirar al camarote, en el cual permanecí hasta la mañana siguiente a las diez, en que fondeamos en la encantada bahía de Nápoles.

Tanto tiempo hacía que ignoraba yo lo que era sentirse plenamente satisfecho en una ciudad, que al obtener esta gracia del cielo de Nápoles, me abandoné a la fruición pasiva de mi bienestar; y durante los primeros diez y ocho días no hice más que estarme   —194→   quieto, o arrobándome en las galerías del museo que aquí se llama degli Studii.

Fui a pesar primeramente al hotel de Roma, y aviniéndome a su oscuridad y a otros inconvenientes suyos, me trasladé al Hotel «Victoria» sito en la plaza (targo) del mismo nombre de la cual arranca la pintoresca Riviera di Chiaja, y el paseo de Villa Reali, el más hermoso que he visto, pues se extiende al pie y a lo largo de risueñas y pobladas colinas, y delante del mar, con vista sobre la mayor parte de sus islas.

Nápoles me pareció encantador desde los primeros momentos en que dando los primeros pasos de su privilegiado suelo, me dirigía del muelle al hotel. No se desvanecieron mis primeras ilusiones con la permanencia, como tantas veces sucede; antes bien fortaleciéronse, y como la total alegría era para mí algo muy insólito, sentía por Nápoles una gratitud sin límites.

En Nápoles se encuentran muchas calles, más que las que el extranjero necesita en sus cotidianas peregrinaciones, largas, anchas y limpias, por las que puede pasearse sin recelo y sin llevar la vista en el suelo para pisar cosa mala. Aun las callejuelas presentan sus trechos limpios, cosa que nunca creí notar en Roma, cuya ciudad es incomparablemente menos aseada que la hija del Vesubio.

La calle Toledo, la más larga de la ciudad, es digna de su nombre de principal; y tan concurrida, tan animada se halla de día y de noche, domingos y días de trabajo, que es difícil atravesarla; y eso que la multitud, viendo que no cabe en las aceras, desbórdase por el centro de la calzada por donde caminan todos con las apariencias y el rumor de un caudaloso río.

Al principio creí que tal cosa fuera excepcional, por correr los días de pascua pero no tardé en convencerme de que allí es eterna la fiesta.

En la calle de Toledo arranca la de Chiaja, no menos favorecida por la concurrencia; y cuya calle, siguiendo una dirección tortuosa, va a morir al mismo mar, aunque allí se incorpora, y doblando a la derecha, se revive en la Riviera di Chiaja de que ya he hablado; Riviera que costea los cerros y que lleva adelante el hermoso paseo que también he descrito.

  —195→  

En todo el trayecto de Toledo a Riviera di Chiaja la aglomeración de carruajes es tal, los domingos que forman un inmenso y no interrumpido cordón, que pone en apuros al pedestre cuando quiere pasar de una acera a otra, y da a Nápoles el aspecto de un París meridional.

En los días de mi llegada sopló constantemente un recio y helado vendaval, uno de los más impetuosos y descomunales que he visto en país civilizado.

Tal era él, que trastornado y molido yo, y renegando de Nápoles, sin dejar de estar contento, me retiraba a cada paso a mi cuarto nada más que a descansar; y por la noche me acostaba rendido como si durante el día hubiera sostenido un gran combate. ¿Y este es el clima, me preguntaba yo, cuya suavidad recomiendan a los valetudinarios?

En la Nochebuena, habiéndome comprometido de antemano con un viajero francés a ir a la misa de Gallo, tuve que salir a la calle con tan crudísimo tiempo y a la tan molesta hora en que esa misa se celebra.

Mi compañero se llamaba el señor don Eugenio Young, hombre fino, educado e ilustrado, corresponsal entonces del Journal des debats y redactor director de la Revue des cours litteraries. Una de esas gratas compañías con que también se armonizan y que tan raras son en los viajes.

Como una hora anduvimos tonteando y maldiciendo el despiadado tiempo antes de dar con la distante catedral. Llegamos a ella, y casi no había un alma salvo unos pocos fieles del pueblo. No teniendo pues, nada de extraordinario el espectáculo, nos volvimos gustosos a solicitar el abrigo de nuestras camas.

¿Dónde estaban los napolitanos? Se habían retirado puertas adentro y allí festejaban la Nochebuena con báquicas y paganas ceremonias.

Por todas partes se oían detonaciones, incesantes, camaretazos y cohetecitos que tronaban y reventaban, estrepitoso modo de divertirse y de festejar la Pascua, que me recordaba al pueblo de Lima, y me traía atolondrado.

Muy desde prima noche habían quedado desiertas las calles; desiertas por lo menos para la animación que yo me había acostumbrado   —196→   a ver reinar en ellas. Veíanse hogueras de trecho en trecho, y como las detonaciones no paraban, y el viento redoblaba su ímpetu creía yo por momentos hallarme, bien en una ciudad bloqueada, bien en un páramo de Siberia bajo una tempestad deshecha.

De rato en rato, una mano y un brazo, nada más que un brazo y una mano, salían misteriosamente de una ventanita que acababa de abrirse, teniendo cogido un cohetecito de ignición entre los dedos índices y pulgar. Las chispas corrían rápidamente por la untada guía, el mínimo e inofensivo proyectil daba su estallido, y todo a las tinieblas y al silencio. ¡El brazo había desaparecido y la ventana cerrádose, y el acto había tenido toda la solemnidad y la puerilidad de un sacrificio pagando! ¡Qué gente tan extravagante! le decía yo a mi compañero; y qué de restos de pergamino descubre uno por estas regiones.

Mientras que los napolitanos se divertían de puertas adentro no dejando más para nosotros que los cohetes, el traquido, el humo y las luces de bengala que nos echaban por las ventanas, nosotros, pobres forasteros a quienes se arrojan los mendrugos del banquete, avanzábamos hacia el hotel al cual llegamos al fin. Cesaron los ruidos, y el vendaval no volvió, de lo que nos felicitamos mucho, conservando yo un recuerdo duradero de esa noche toledana o más bien limeña. Empero, el frío continuaba, y no como quiera el frío grueso de un día nebuloso de invierno, sino ese frío exquisito, fino, sutil, que a aquí como en Londres y París caracteriza los días transparentes de la estación invernal. Así es que aunque el primer movimiento es de regocijo al ver el sol o la luna brillando radiantes en un cielo azul y sin nubes, no tarda uno en suspirar por los días encapotados, en que por lo menos se siente uno encapotado en una atmósfera pesada y tibia, y libre de ese vientecito penetrante e intenso, de ese cierzo agudo y molesto que mortifica.

Una de las peores necesidades del viajero es el cicerone, o valet de place, o trujaman o guía que es forzoso tomar, aun cuando no sea más que por respeto a las tradiciones locales y a lo establecido por anteriores viajeros. Un zángano de éstos, odioso e ignorante, nos trae al retortero por el dédalo de curiosidades de cada pueblo; anda al escape, se impacienta si nos detenemos ante un objeto   —197→   que de imaginación hemos venerado desde nuestra remota infancia, y que para él, gran camueso, no tiene el menor interés, nos perturba en nuestras grandes meditaciones con noticias ridículas, o que sabemos antes y mejor que él.

Mi costumbre era tomar un guía el primero, o los primeros días si el campo de las curiosidades era extenso para con él y a su paso recorrerlo todo, nada más que recorrerlo y una vez prácticamente orientado ya, comenzaba a pasearme solo y a mi gusto.

En mi primera visita a Pompeya hice menos que esto todavía, y uniéndome a mi excelente y nuevo amigo don Eugenio Young, tomamos un birlocho por todo el día lo que nos salió por dos ducados (dos soles).

También se hace el viaje por ferrocarril que llega hasta las mismas ruinas. Atravesamos los interesantes suburbios de Pórtici, Resina, Torre del Greco y Torre de la Anunziata, y a eso de las once de la mañana nos apeábamos en el hotel de Diomedes, sito a la entrada misma de la ex ciudad, y conocido como todo lo que rodea a Pompeya con un nombre del gentilismo.

Tuvimos un tiempo famoso, no sólo claro, sino abrigado y hasta cierto punto tibio; y con muy regular apetito acometimos al almuerzo que nos sirvió el señor Diómedes, almuerzo que fue pasable y que importó en todo siete francos no obstante haber habido botella de Lacryma Christi.

Entre plato y plato, mi compañero que había hecho buenos estudios literarios, recitaba la célebre poesía de Lamartine, titulada Le lac. Cuando hablábamos de la antigüedad clásica, que era a cada paso, porque desde que un viajero culto se aproxima a Pompeya, comienza a no vivir sino de la época gentílica, veía yo con gusto que mi compañero también era fuerte en esta parte de la literatura, y me regocijaba pensando que nos serviríamos y socorreríamos recíprocamente en la interesante visita que íbamos a emprender. Y así fue en realidad.

El colaborador del «Journal des Debats» era hombre que se complacía lo mismo que yo, en descifrar y desentrañar cada pintura, inscripción u objeto que encontrábamos en las mismas calles o casas de la abandonada Pompeya.

  —198→  

Viajeros de este fuste son raros; viajero rico y desahogado es cualquiera, puesto que viaja por placer; pero no todos, sino muy pocos, traen el espíritu suficientemente preparado para gozar de lo que van a ver, especialmente en Italia donde los viajes son una prueba continua y un examen público de la educación del individuo, examen en el cual fracasan los más y descubren su vulgaridad.

Entramos en Pompeya por la «puerta de la Marina» contigua al hotel Diómedes, y sólo empleamos tres horas en recorrerla, de lo que yo no quedé inconsolable, pues traía intención de hacer a ese lugar buen número de visitas, y a esta primera no la consideraba sino como una mera orientación para familiarizarme con la topografía.

Aunque todos los edificios subsisten en pie, ninguno, como es de suponerse, conserva techo ni maderamen de ninguna especie, que harto han hecho con salvar lo demás de un estrago de dieciocho siglos: los pocos hechos que se ven en alguna que otra casa han sido puestos para resguardo de algunos frescos u otros objetos curiosos que no se ha querido o podido transportar al Museo de Nápoles, almacén de todos los tesoros pompeyanos descubiertos hasta hoy que son innumerables. No llega pues la ilusión del visitante hasta el extremo de creer «que se encuentra en una población habitada cuyos moradores van de un punto a otro», según la peregrina ocurrencia o paradoja de algún viajero. Tampoco es fácil formarse una idea clara del conjunto y del detalle de lo que se ve, si no va pertrechado de buenos estudios clásicos o en su defecto, de algunos repasos de Charton y de otros escritores modernos que han descrito a Pompeya por todos sus lados con el lápiz y la pluma, en obras de mucha utilidad.

Sin estas precauciones es imposible la reconstrucción mental de la ciudad y el verla distintamente en la imaginación, asignando el sitio propio a cada columna, pilón, ara, piedra, que como otras tantas ideas incoherentes ve uno esparcidas y aisladas en esquinas o edificios.

Las calles son rectas y angostas, y algunas tanto que no podrían pasar por ellas de frente dos de los ligeros carros cuyo diestro manejo era esencial de la educación de los romanos. El pavimento o piso se compone de grandes losas volcánicas de forma polígona,   —199→   como las de Vía Apia en Roma, como las de muchas ciudades modernas de Italia.

Cada calle tiene sus aceras (márgenes) y entre ellas y a su misma altura se elevan de trecho en trecho, generalmente en las esquinas y centro de cada calle una, o dos, o tres, según la anchura de la calzada, grandes piedras oblongas puestas en el medio de la calzada, y que servían para pasar sin encharcarse de un acera a otra, en los grandes aguaceros. He aquí lo único de una calle pompeyana que no tiene par en ninguna de nuestras ciudades modernas, al menos de las que yo he visto, que no son pocas.

En Pompeya no se ha descubierto hasta ahora como en Herculano un solo papiro, que era la materia empleada por los antiguos hasta que se generalizó el pergamino, originario de la asiática ciudad de Pérgamo. El papiro es una planta de tallo herbáceo, que aun hoy crece espontánea en muchos lugares, como que algunas semanas después pude verla yo mismo, a orillas del río Anapo en Siracusa, y comprar una cartilla de grosero papel papiro fabricado por mera curiosidad en el lugar.

En cuanto a Herculano (de cuya descripción me ocuparé más adelante) el compañero de la muerta Pompeya, el que tan triste juego hace con ella, la ciudad de Hércules, ha suministrado ya como mil rollitos de papiro, tan completamente carbonizados, que se les tomaría por trocitos de leña quemada.

A fuerza de trabajos y precauciones y desenrollándolos lentamente en telares especiales, han sido descifrados y hasta publicados algunos en una Biblioteca Especial del Museo de Nápoles; y ¡asómbrense ustedes! ninguno de esos papiros han sido hasta la fecha una obra importante desconocida, ni siquiera un nuevo códice de las ya conocidas, que viniendo a ser el texto más auténtico de cuantos códices o manuscritos posteriores existen en las bibliotecas de Europa, habría echado por tierra el cúmulo de varias lecciones sobre que reposa tanta reputación filológica de Alemania, Italia, etc.

La mayor parte de las papirenses obras de que hablo, versan sobre la retórica o sobre la música que es como si dijéramos música celestial; mas no se desespera de ver aparecer algún día obras de mayor importancia.

  —200→  

En las paredes de las calles y de las tabernas pompeyanas se han encontrado varias inscripciones populares, de aquellas que en esos como en estos tiempos trazaba con un carbón o con un punzón cualquier pilluelo o borracho transeúnte. Y así como los objetos de arte han dado lugar a una magnífica e ilustrativa obra en siete gruesos volúmenes publicada en París por Didot, y más verificada con el lápiz que con la pluma, así las inscripciones murales o parietales de Pompeya han motivado otra obra especial, más ejecutada con el buril que con la pluma y que por desgracia no pude proporcionarme. (Véase más adelante). Mas no por eso dejaré a mis lectores sin saborear algunas inscripciones de puro y genuino latín, para lo cual les convido al siguiente capítulo.



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ArribaAbajoCapítulo XX

Inscripciones de Pompeya.- Esplendidez del panorama pompeyano.- El novelista Bulwer.- Eternidad de la naturaleza.- Columna de humo del Vesubio.- Mis contubernales.- Alrededores de Nápoles.- Los birlocheros napolitanos y sus ragazzas honestas.- Bayas.- Media ascensión del Vesubio


Sí, las inscripciones encontradas en Pompeya pertenecen al verdadero latín, al que vivió y no a ese otro más o menos muerto que sólo ha llegado a nuestros días después de pasar durante siglos, primero por las manos de bárbaros copistas, y lo que es peor, de copistas pedantes que trabajaban, agregaban, suprimían, suplantaban y alteraban los textos, ni más ni menos como algunos modernos correctores de pruebas, que pretenden saber más que el autor; segundo por las manos de los impresores y cajistas, no tan bárbaros, pero que también han contribuido no poco a acabar los textos, y tercero y último, por la de comentadores más o menos topos.

¿Qué importa que gran parte de las inscripciones pompeyanas sean obscenas, que en ellas se denigre al prójimo, que su ortografía sea grosera, si por lo menos allí el estilo es el hombre y no el resultado de combinaciones torpes de toda una escuela de humanistas?

He aquí algunas de esas inscripciones:


Candida me docuit nigras odisse puellas.



que en castellano podríamos traducir: «Desde que conocí a Blanca, aprendí a detestar a las morenas».

Un chusco contesta al pie:

  —202→  

Oderis et iteras. Scripsit Venus Nisica Pompeiana



«Las odias y las frecuentas», lo puso la Venus Física Pompeyana.

La Venus Física era la naturaleza personificada, como la Isis de los Egipcios.


Ah peream! sine te si Deus esse velim.




«Ah, perezca yo, si me avengo a ser un Dios sin ti».



Un esclavo que ha terminado su condena de dar vueltas a las piedras de un molino (porque así como a nuestros negros esclavos se les mandaba por castigo a las panaderías, así los esclavos romanos o los deudores eran mandados por sus amos o acreedores a los molinos, pena de que no se libró el mismo Plauto, víctima de sus acreedores).

Un esclavo de esos, dijo, dibuja un burro dando vueltas a un molino y escribe al pie:


Labora, aselle, quomodo laboravi,
      et proderit tibi.




Asno, trabaja como yo lo hice,
      y te aprovechará.



En muchas de estas inscripciones se cita a Virgilio, Ovidio, Propercio; jamás a Horacio. Se diría que los pompeyanos no llegaban nunca a los 40 años, pues Voltaire ha dicho:


J'étais pour Ovide a vingt ans,
je suis pour Horace a quarante.



El autor italiano Garruci ha recopilado y publicado en Bruselas un volumen de esta literatura especial bajo el título de Graffiti di Pompei.

  —203→  

La mayor Parte de las pinturas murales al fresco de Pompeya han sido desprendidas y trasladadas al Museo de Nápoles con mucha prolijidad.

En mi primera visita a Pompeya, no pude hacer otra cosa que orientarme, como ya he dicho; el tiempo se nos fue en correr de una curiosidad a otra, queriendo verlo todo a un mismo tiempo y mis impresiones no se hicieron profundas hasta posteriores visitas. En la primera lo que más me impresionaba era el conjunto en primer término y en segundo, el panorama, ese panorama que se dibujaba y pintaba con tan vigorosos colores.

A un lado tenía el mar, ese mar azul y serenísimo tan bien descrito por Lamartine en su Graziella; al otro lado, la llanura tendida entre el punto de vista y la falda del volcán; la llanura verde y salpicada de blancos caseríos; las montañas nevadas detrás del Vesubio y finalmente a los pies del espectador, en torno suyo, las ruinas con un indefinible color, con la augusta majestad de los siglos; Pompeya, tan bien pintada en la novelita de Bulwer «The last days of Pompei» de la cual se ha sacado la ópera Ione que el público limeño conoce.

Bulwer se avecindó ex profeso por algunos meses en la campiña de Nápoles, para vivir su vida, es decir, la vida de Pompeya el año 79 del cristianismo, porque todos sabemos que el sol, el cielo, los astros, la naturaleza, la magnífica e inmensa urna que rodea al hombre, no se empaña ni se altera con el hálito de las generaciones. Esta luna que hoy contemplan nuestras románticas tórtolas es exactamente la misma fría deidad ante la cual se arrobaba tal vez Cleopatra; ese sol que arrebató a Espronceda, no es otro que el que tostaba y exasperaba acaso a Alejandro Magno cuando atravesaba los arenales de la Libia en busca del templo de Júpiter Amon.

Es el mismo al cual Fedra, de raza heliaca, había dicho antes de morir:


«Soleil je viens te voir pour la dernière fois».




Sol, vengo a verte por la vez postrera.



  —204→  

Esa pálida aurora que hoy borda los jazmines, los cristales de nuestras ventanas, es la misma a cuyo frío influjo soñaba Memnon.

El sol, la luna, las estrellas, el cielo, la naturaleza, en fin, religa a los hombres de todos los países y de todos los tiempos.

¿Quién no la amará o más bien, quién no la mirará con veneración? ¿Quién no sentirá un invencible amor a esos astros con sólo pensar que su luz ha pesado y ha de pesar sobre nosotros por una eternidad; y que si vivos nos calientan, muertos ¡ah! muertos y desenterrados nuestros despojos con el transcurso de los siglos


¿Al resplandor de los fanales esos
han de blanquear nuestros durables huesos?



Trivialidades son éstas que el lector sabe no menos bien que yo. Atinado anduvo pues Bulwer cuando, concluido su conocimiento mental de la ciudad que iba a exhumar él también, se retiró a sus cercanías para sentirla.

El contraste de los colores desde el punto de vista al cual he arrastrado a mis lectores, es tan sensible, que por momentos me sentía ofuscado.

De igual espectáculo más o menos seguimos disfrutando en todo nuestro regreso a Nápoles, y lo que veíamos nos parecía un verdadero juego de óptica.

El volcán despedía esa tarde una gruesa columna de negro humo, que ondulando en el aire majestuosamente ganaba el mar.

Herido por los rayos del sol poniente tomaba un tinte rojizo, y a trechos un bellísimo color rosado, haciendo parecer que el Vesubio vomitaba llamas en ese momento. Al llegar a cierto punto de Torre del Greco, nos fue preciso pasar por debajo de la ancha y oscura faja que invadía el aire. Agachamos instintivamente la cabeza, vímonos envueltos en una momentánea noche, y pese a nuestra precaución de apretar los dientes, comenzamos a tragar una finísima ceniza.

El «Hotel Victoria» estaba perfectamente poblado, y su mesa y sobremesa eran tan gratas por la excelente compañía, que la conversación solía prolongarse hasta las diez de la noche muchas veces.

  —205→  

Con excepción de dos rusos, un anciano y otro adolescente, todos los pasajeros eran ingleses y norteamericanos, y sólo yo no tenía paisano, cosa a la cual estaba ya muy acostumbrado.

En compañía del rusito Sievers, a quien naturalmente me asociaba la coetaneidad, visité en diversos días, ya en excursiones matinales, ya en vespertinas y siempre en ágil birlocho, la gruta de Sejano, el lago Aguano, las ruinas de Pausílipe, algunas iglesias, como la catedral, Santa Clara, San Severo (capilla), las catacumbas, la Cartuja de San Martino, la Villa Romana, etc.

En una excursión especial de un día entero, y acompañado de un cicerone al cual pagaba doce carlinos (como doce reales), recorrimos todas las innumerables curiosidades de este o aquel carácter aglomeradas sucesivamente en Puzzoli, Solfatara, Bayas, Cumas, Miceno, etc., en donde lo antiguo y lo moderno se hallan perfectamente confundidos, lo mismo que en los edificios de Roma y en los de Atenas.

Tan pronto como llegábamos a una fácil y larga calzada, nuestro cochero aflojaba las riendas, y volviendo la cara hacia nosotros nos decía con aire insinuante: «¿Velate una ragazza?» Y viendo que tardábamos en aceptar, acabábamos de persuadir, agregando con fineza:

«Onesta, onesta»; lo que prueba que esa buena gente no se limita sólo a ganar la vida por medios exclusivamente cocheriles.

Es imposible pisar Bayas sin estremecerse. El parricidio de Nerón, con tantos vivos colores y con tan domésticos pormenores narrado por Tácito, asalta la imaginación. Prodigios hizo Agripina por librarse de los sicarios de su hijo, a pesar de lo cual y de algunos leales siervos, cayó al fin traspasada por los puñales de los esbirros.

Por último, en compañía del mismo rusito y de los dos jóvenes norteamericanos emprendimos, nuestra ascensión del Vesubio que por esta vez se frustró y fue del modo siguiente.

Después de haber contratado un coche o carretela de cuatro asientos, y concluido nuestro casero almuerzo en el Hotel Victoria, salimos para el Vesubio, el rusito, los dos jóvenes norteamericanos y yo.

Pasamos por Resina, y en menos de una hora llegamos al punto indicado por el cochero para alquilar los caballos que debían conducirnos   —206→   hasta las faldas del volcán. Los flacos jamelgos vesubianos emplearon otra hora en ponernos en la Ermita (así se escribe en italiano).

Al salir de Resina, además de indispensable guía, se nos agregó una media docena de palurdos a pie, resueltos a acompañarnos en calidad de peones o escuderos, o más bien de palafreneros, pues cada uno de ellos se colocó al estribo de uno de nosotros, asiéndose firmemente de la cola del caballo y convirtiéndose en su parte integrante. Y resueltos a seguir, fuera lo que fuese, la suerte de las bestias, no se desprendían, no se desasían de ella por más que trotara, corriera o corcoveara. Gozaba pues yo, de una perspectiva bastante singular cada vez que me quedaba a retaguardia de la cabalgata que desfilaba en hilera de uno en fondo por la angostura del sendero de algunas partes. Esta costumbre de los napolitanos, el encaramarse del estribo, de las varas, y de la testera de un coche o corricolo, cubriéndolo de tal suerte, que apenas quedan a descubierto las ruedas, el grito seco y áspero que a falta del ¡arre! español emplean para animar a las bestias que arrean y que suena como un ¡jac!, su tendencia a la pantomima, la mueca armónica de que acompañan algunas exclamaciones de su expresiva lengua; su afición a colorines, todo les imprime un sello especial, pintoresco, extravagante que los hace simpáticos y que revela que ese Vesubio, quemándolos constantemente, los hace reverberar y chispear como el sol a los arenales ardientes.

Todos sus ademanes, hechos y palabras parecen brotar de una fantasía enardecida, exaltada incesantemente por el fuego sutil, de que en parte el hombre es la obra y el reflejo.

El camino hasta el pie del cono del volcán se compone exclusivamente de montones de lava apiñada, que se presenta bajo las mismas formas caprichosas de los metales derretidos cuando se han enfriado en las grandes fundiciones. Su color pardusco recuerda el de las ballenas y demás cetáceos; así es que al fijar la vista en el suelo, con muy poco esfuerzo de imaginación, comienza uno a ver representada una serie infinita de escenas a cual más extravagante, en las que figuran siempre como únicos protagonistas, tiburones, ballenas, rinocerontes, hipopótamos y otros paquidermos haciéndose   —207→   una guerra implacable y absurda, como la que pudiera concebir una imaginación calenturienta, o un poeta o artista al representar la descomunal batalla entre Júpiter y los titanes, o un pintor cualquiera encargado de los arabescos.

La Ermita es una casucha desmantelada, que se eleva en un paraje desierto al lado del Observatorio Meteorológico siendo ella y él lo único que de humano se encuentra en esas ingratas alturas. Me figuro que la Ermita ha de ser como esas postas de los Andes del Perú y Bolivia.

Echamos pie a tierra ya bastante mojados por la lluvia, que había empezado a caer media hora antes. Sorprendidos primeramente por ella en el trayecto de Nápoles a Resina, y habiendo aclarado el día de nuevo al llegar a ese último pueblo, creíamos que podríamos continuar nuestra excursión y fiarnos de la falaz temperatura.

Ya en esta segunda vez la lluvia, se sostuvo y no tardaron en venir a reforzarla el viento y la tiniebla, bastante recio aquél, bastante espesa ésta.

Mientras «Júpiter soltaba sus pluviosas cataratas» parecionos prudente permanecer refugiados en la Ermita, consolándonos con una botella de Lacryma Christi; y al lado de una chimenea por fortuna encendida, con un fuego más que regular.

Compónese la Ermita de dos salas, blanqueadas o encaladas las paredes y de dura tierra el suelo, adornando la primera, en que nos instalamos a causa del fuego, unas pocas sillas de paja, un mugriento escaño, una mesa, una alacena baja y un bufete tosco y grosero sobre el cual hallamos dos libros manuscritos igualmente mugrientos.

Al hojearlos, creí recorrer un mal cementerio de aldea, o más bien un cementerio abandonado, tales eran la confusión y el desorden con que andaban mezclados nombres diferentes, escritos ya con lápiz, ya con pluma, ya con letrones de cartel, ya con la mínima escritura de una costurera.

Unos de través, otros al revés, éstos a la espartana, como quien dice «Gil Pérez», aquellas a la portuguesa con varios nombres y apellidos, títulos, condición, patria, impresiones y observaciones del viajero, etc.

  —208→  

¿Han visto ustedes (¡y cómo no han de haber visto!) uno de esos lúgubres dramones de Bouchardy? Pues ahí tienen ustedes el cuadro que en esos instantes y con nosotros y nuestras guías dentro, presentaba la Ermita del Vesubio. Sólo faltaban relámpagos y truenos; por lo demás, nada faltaba de lo que acostumbraban acumular ciertos románticos dramaturgos: la casita aislada y desmantelada en yermas alturas, los jóvenes viajeros ateridos y mojados en torno del hogar; los labriegos que nos habían escoltado; el patrón; alguno que otro campesino de mala traza a cierta distancia; la ventanilla con dos o tres cristales rotos y sacudida con ímpetu por el viento a cada paso; frío y cerrazón por fuera, solemnidad por dentro, nada faltaba, repito, para inspirar a Bouchardy o a Verdi.

Desistimos de continuar nuestra ascensión por ese día, y viendo que el tiempo no mejoraba y que la noche se nos venía encima, comenzamos a preocuparnos con la bajada. Emprendímosla resueltamente, y a pesar del viento y de la lluvia llegamos a Resina sin novedad.

Ajustada nuestra cuenta tuvimos que pagar: por cinco caballos y un guía tomados de Resina, cinco pesos, y dos al coche de cuatro asientos que nos había servido todo el día. Además gastamos en la Ermita doce reales en dos botellas de Lacryma Christi.



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ArribaAbajoCapítulo XXI

Herculano.- El teatro.- Preparativos para ir al Vesubio.- Un rusito caballófobo.- La Ascensión.- La cima.- El cráter.- La bajada.- El ruso ruciófobo.- Capua.- Ver Nápoles y morir


Pocos días después salí a visitar Herculano en compañía de mi rusito, y casi sin intención de prolongar el viaje hasta el cráter del Vesubio, porque no esperábamos que el tiempo se compusiera.

El carruaje, que esta vez era un birlocho de dos asientos, debía costarnos por todo el día hasta las siete de la noche, apenas peso y medio, lo que pagaríamos en Lima por una miserable hora y media sin recorrer más distancia que las pocas y cortas cuadras del centro de la ciudad.

Visitamos en Herculano, el teatro subterráneo a la luz del tres velas de cera que encendimos, una el guía, otra el rusito y otra yo, por lo que mal pudimos hacernos cargo de su forma, pues si bien una parte de la escalinata o gradería, que como en los modernos circos ofrecía asientos a los espectadores, está descubierta y en buen estado, la otra yace enterrada en la dura lava.

Al llegar al sitio que ocupaba la orquesta y mirar a ambos lados, admira uno la anchura de la escena, sin ejemplo en nuestros teatros modernos, incluyendo San Carlo y la Scala.

Entonces se comprende por qué los histriones antiguos salían con altos zuecos, con máscaras de cóncava y acústica boca; lo primero para hacerse visibles a tan numeroso auditorio; y lo segundo para que reforzada la voz pudiera llegar a todas las extremidades del teatro.

He aquí también por qué todas las comedias de Plauto y Terencio llevan indefectiblemente un prólogo, o breve introito en que un autor o personaje de la obra que se iba a representar, exponía al   —210→   auditorio el argumento de ella; precaución que en nuestros modernos teatros sería inútil y ridícula, si después de inspeccionada la anchura de la boca del proscenio quiere sondarse su profundidad, la vista tropieza inmediatamente con los enormes pilares modernos que guarnecen la escena, y que se ha puesto para evitar el desplome de la bóveda sobre que descansa una parte de Resina, pueblo situado, como es sabido, encima de Herculano, por cuya razón y por ser demasiado dura y alta la capa que soterra a la antigua población, ha habido que renunciar a exhumarla como a Pompeya, la cual apenas está cubierta por una ligera y nada profunda capa de ceniza.

Al salir del teatro, entramos nuevamente en las calles de Resina y fuimos a parar a otro pedazo descubierto de Herculano.

Lo que es éste, se encuentra a flor de tierra y basta la luz del día para verlo. Se reduce a un trozo o barrio de vecindad que contiene unas pocas casas, una cárcel y una calle, reunión de ruinas casi insignificantes cuando se ha visitado las tan completas de Pompeya.

El día estaba magnífico, y como la ocasión la pintan calva, allí mismo ordenamos al cochero que se dejara de meternos por las narices sus ragazzas onestas y que nos condujera donde un buen guía vesubiano.

Hízolo así el rufianesco auriga, y tuvimos la desdicha de caer en manos del más ruin de los guías, el cual nos hizo dar mil vueltas a pie jurando que de un momento a otro iban a asomar los caballos.

El rusito entusiasta quería que siguiéramos a pie hasta el cráter, cuando aún yendo a caballo y que poner dos horas y media en todo; y siendo ya la una del día, no me explicaba la flema de mi compañero.

Más tarde supe la causa de su antojo, causa de las más originales y graciosas que puedan imaginarse y que impondré a mis lectores más abajo.

Al fin apareció un mal rocinante, proponiéndonos el que lo traía que mi compañero y yo cabalgáramos por turno y que él guiaría a pie.

  —211→  

No acepté. Trájose entonces un asno, para que no faltara ninguno de los cuatro elementos quijotescos; el rocinante, el rucio, don Quijote y Sancho Panza.

Mi compañero que por lo visto deseaba hacer este último papel, se abalanzó gozoso al asno diciendo que esa era la única cabalgadura que le acomodaba.

He aquí por qué pretendía ir a pie hasta el pie del cono. El buen rusito era un caballófobo; tenía por los caballos un terror supersticioso como los antiguos peruanos, y prefería hacerse una jornada a pie, o por lo menos a burro, animal que por lo visto le aterraba menos.

Habido el asno, hubo que buscar la montura, y habida ésta cabalgamos y echamos a andar. Al primer estirón de mis piernas sobre la silla, reventé una acción y me quedé sin estribo, y al primer tirón del rusito que sofrenaba a su asno con temblorosa energía, se quedó con las riendas en la mano. ¡Todo estaba podrido!

Mi escudero se venía comparando él mismo a Sancho Panza; y en buena y agradable plática llegamos al cabo de una hora al pie del cono.

Allí lo echamos a tierra (el pie nuestro se entiende) y nos preparamos a la ascensión; mas como al salir de Nápoles por la mañana yo no había pensado en ella, me hallé muy mal pertrechado en lo tocante a vestido y calzado para trepar por esa pendiente cuesta.

Mis pantalones y botines más o menos finos, iban a ser destrozados con el roce de rudas escorias y acabados de perder al resbalarse por la pendiente de fina y suave ceniza del otro lado.

La ascensión del arduo como dura (o duró la nuestra) tres cuartos de hora. Se trepa por montones de escorias como por una cuesta pedregosa, asentando con brío el pie en esos carámbanos de lava que ceden, crujen, rechinan y al fin dejan al pie dar un paso más, pero sacándole el diezmo o sisa de un peso perdido cuando menos en cada diez pasos.

Por la primera vez de mi vida sudé propiamente hablando la gota gorda, pues gruesas gotas corrían por mi rostro. No menos angustiado, aunque no lo confesaba iba mi buen Sancho. ¡Pobre de él si hasta allí hubiéramos venido a pie!

  —212→  

Mi guía se había colocado delante de mí desde los primeros pasos y alargándome la punta de la faja que rodeaba su cintura, agarrado a la cual iba yo como los labriegos del otro día a la cola de nuestras cabalgaduras.

Deteniéndonos de trecho en trecho a tomar resuello que nos faltaba, llegamos finalmente a la cima que es una vastísima plataforma o meseta. Envolvime en mi gabán porque soplaba un viento helado, y al pasear mi mirada en torno, y contemplarme en esa volcánica altura, y respirar esa atmósfera tan sutil, mi primer pensamiento fue la transfiguración del alma después de la muerte; y como un corolario de semejantes ideas, comencé a recordar algunas frases sueltas del magnífico Sueño de Scipión de Cicerón, cuando aquel héroe se vio en sueños transportado al mundo astral o sideral, desde el cual veía la tierra de mínimo tamaño, y sin embargo suspiraba. Por una ilusión de óptima producida sin duda por la excesiva luz, creía que el sol, que bajaba al occidente y las nubes que le hacían juego, estaban casi al alcance de mi mano.

Los rayos del sol rielaban en el mar con tal fuerza, que borrando por completo la línea divisoria entre el océano y el firmamento, formaban una ancha y luminosa estela que iba hasta la playa, y agua y cielo desaparecían, más bien se confundían en la admirable ardiente fusión.

Así las embarcaciones fondeadas en la bahía pareciéronme pardasmibes, aves flotando por el cielo. Era un completo miraje o espejismo.

Di la vuelta al cráter que tiene la misma forma de esos anchos vasos o jarrones a que los antiguos daban el nombre de cráteres, por lo que el nombre es apropiado.

Una capa de humo blanquecino con el algodón se mantenía indecisa y flotaba de borde a borde, extendido como un gran mantel. Rasgábase a ratos y me dejaba sondar la profundidad del gran horno, y que nada tiene de lóbrego y cuyas paredes bajan casi perpendicularmente, sin que mi vista alcanzara a divisar los torrentes de fuego y lava hirviente que debían bullir en el ínfimo fondo.

En una palabra, cuando la capa de humo se desgarraba más completamente, el cráter, no parecía otra cosa que unas de nuestras   —213→   quebradas u hondonadas, con la sola diferencia de la forma regular de vaso o cráter.

El dar la vuelta al respiradero del volcán no es obra tan de momento como se cree desde abajo, en que se toma el cráter por una boca insignificante. El verificarlo yo, una espesa bocanada de humo impregnada de azufre venía con frecuencia a hacerme toser y casi a sofocarme.

Para bajar por el opuesto lado, basta dejarse ir, como quien desgalga una piedra, por la finísima ceniza; y en muy pocos minutos de suave descenso echado de espaldas, deshace uno la ruda obra de tres cuartos de hora, que ha puesto para subir por la otra falda.

Las lluvias habían reducido a lodo la ceniza; mas sin quitarle o embotar su propiedad resbaladiza. Lo más admirable es que en este modo de bajar, no sólo no hay peligro ninguno, sino que el descendente puede graduar y hasta suspender si le place, su rápido descenso.

Cuando llegamos al suelo parecíamos dos deshollinadores de chimeneas. Noche cerrada era cuando entramos a Resina.

Caminando en la oscuridad y por malos caminos, y jineteando mal, mi compañero se había caído dos veces de su burro, con lo cual llegando al paroxismo del terror, quiso seguir el viaje a pie, y anduvo así por largo espacio; mas como Resina aún quedaba lejos y la hora era avanzada, volvió a trepar a su rucio el ruso, y comenzó a andar muy paso a paso, prohibiendo severamente al peón que le azuzara el burro y que le separara un solo instante de la brida.

De tiempo en tiempo me despachaba un propio para que acortara el paso, lo que poco trabajo me costaba, porque ni a bastonazos podía compeler yo a mi rocinante a que sacara fuerzas de flaqueza.

Pocos días después me acompañé del mismo caballófobo rusito para ir a visitar Capua, a donde llegamos en una hora larga por el ferrocarril. Pasamos por la estación de Caserta, célebre por un hermoso palacio, que se ve al frente de la estación, y por la de Santa María de Capua, que ocupa el sitio de la Capua antigua, y en la que se conservan restos de un famoso anfiteatro de la antigüedad, que fue según parece, el primero que construyeron los romanos.

Recorriendo las calles de Capua moderna, tropezamos apenas   —214→   salimos del tren con dos bellezas notables, la primera era bonita, perfecta y nuevecita, y la otra, igualmente una hermosura perfecta, pero en pleno desarrollo. Comprendimos pues que no había exageración en la fama de hermosas que gozan las capuanas, y por mi parte recordé esta célebre reflexión de Séneca; «un invierno en Capua bastó para subyugar a aquel que había resistido las fatigas y los hielos de los Alpes» (Aníbal).

Porque la antigua Capua que apenas dista unos veinte minutos de la moderna, era para Italia lo que Lima para el Pacífico.

Un carruaje nos llevó a ella en ese espacio de tiempo. Santa María o Capua antigua, es más bonita y aseada que la moderna. Su única curiosidad es el anfiteatro cuyos macizos restos sorprenden.

Y siguiendo ahora con otros atractivos de Nápoles, ¿qué diré a mis lectores de la tarantela, el interesante y popular baile napolitano, que se improvisa a cada paso y con la mayor frecuencia y facilidad y hasta detrás de una puerta cochera?

Sólo el Egipto más tarde debía producirme con sus costumbres populares y simpáticas unas impresiones tan agradables como las que el pueblo de Nápoles me inspiraba.

¿Quién diré de las linduras de lapislázuli, y de las de coral, ya rosado, ya como almagre o bermellón, ya entera y totalmente blanco, que a tan bajo precio se encuentran en todas las tiendas de Chiaja?

¿Qué de facilidad, gracia y talento con que artistas de a ciento en larga reproducen, y venden por pesetas o menos, ya a la aguada, ya en tierra cocida, los voluptuosos frescos de Pompeya trasladados al Museo, y los bustos de bronce o mármol de los filósofos antiguos descubiertos también en Pompeya u otra parte y depositados en el mismo Museo?

¿Qué de aquellas excursiones matinales o vespertinas o de un día entero, emprendidas con un jovial amigo, no ya a estudiar por precisión la antigüedad en unas ruinas, como en el Serapeum o templo de Serapio o las maravillas de la naturaleza como en la sulfurosa solfatara o como en el lago de la muerte llamado Agnamo o en el llamado Averno o como en la gruta del perro cuyas deletéreas exhalaciones, respetando a un varón, matan a un perro; sino pura y simplemente a gozar de la vida y de las buenas vistas con un buen plato de ostras por delante? Allí están las colinas de Polisipo y Vomero,   —215→   el Convento de los camaldulenses y otros lugares deliciosos que no dejarán mentir.

«Ver Nápoles y después morir», es una frase que nada tiene de exagerado. No hablo de Castenemere de Sorrento, la isla de Capri y otros aristocráticos lugares veraniegos porque a mi regreso de Oriente que será en pleno verano, los visitaremos detenidamente, huyendo a los terribles calores de la ciudad. Después de un mes largo de residencia en la Antigua Pausílipe, determiné por fin zarpar hacia el Oriente, como lo traía proyectado hacía tiempo. Nada de lo principal para este viaje me faltaba, contaba con salud, juventud, dinero, tiempo y oportunidad, pero estar en Nápoles es hallarse a las puertas del Levante.

Sólo me faltaba la parte del alma, el amigo o compañero y la ausencia de él me hizo titubear largo tiempo, hasta que comprendí que reunido lo más difícil y primordial, el vacío que quedaba podía llenarse con un poco de resolución.

Hice pues mis preparativos de viaje hasta Malta, escogiendo uno de esos vapores que en Lima llamamos caleteros, para tener ocasión de visitar Mesina, Catania, el Etna y Siracusa, y si el lector quiere conocer los pormenores de esta travesía puede seguirme al siguiente capítulo.